UNA LLAMADA AL AMOR
Autor: Anthony de Mello
MEDITACIONES: DE LA 16 A LA 20
Meditación 16
"Vosotros, en cambio, no os dejéis
llamar 'maestros',
porque uno solo es vuestro Maestro.
y vosotros sois todos hermanos"
(Mt 23.8)
Podrás conseguir que alguien te enseñe cosas
mecánicas, científicas o matemáticas,
como el álgebra, el inglés, el montar en bicicleta
o el manejar un ordenador. Pero en las cosas que verdaderamente
importan -la vida, el amor, la realidad, Dios...- nadie puede
enseñarte nada. A lo más, podrán darte
fórmulas. Lo malo de las fórmulas, sin embargo,
es que la realidad que te proporcionan viene filtrada a través
de la mente de otra persona. Si adoptas esas fórmulas,
quedarás preso de ellas, te marchitarás y, cuando
mueras, no habrás llegado a saber lo que significa
ver por ti mismo, aprender.
Míralo de esta manera: probablemente, ha habido momentos
en tu vida en los que has tenido una experiencia que sabes
que habrás de llevarte contigo a la tumba, porque eres
completamente incapaz de encontrar palabras para expresarla.
De hecho, ningún lenguaje humano posee palabras con
las que poder expresar exactamente lo que has experimentado.
Piensa, por ejemplo, en la clase de sentimiento que te ha
invadido al contemplar el vuelo de un ave sobre un idílico
lago, o al observar una brizna de hierba asomando por la grieta
de un muro, o al escuchar el llanto de un niño en mitad
de la noche, o al percibir la belleza de un cuerpo humano
desnudo, o al contemplar un frío y rígido cadáver
en su ataúd... Podrás tratar de comunicar dicha
experiencia valiéndote de la música, de la poesía
o de la pintura, pero en el fondo sabes que nadie comprenderá
jamás exactamente lo que tú has visto y sentido.
Eso es algo que te resulta absolutamente imposible de expresar,
y mucho menos de enseñar. a otro ser humano.
Pues bien, eso es exactamente lo que un Maestro siente cuando
le pides que te instruya acerca de la vida, o de Dios, o de
la realidad... Lo más que puede hacer es proporcionarte
una "receta", una serie de palabras ensartadas en
una fórmula. Pero ¿para qué sirven esas
palabras? Imagínate a un grupo de turistas en un autobús.
Las cortinillas están echadas, y ellos no pueden ver,
oir, tocar u oler absolutamente nada del extraño y
exótico país que están atravesando, mientras
el guía no deja de hablar, tratando de ofrecerles lo
que él considera una vívida descripción
de los olores, sonidos y objetos del exterior. Lo único
que los turistas experimentarán serán las imágenes
que las palabras del guía originen en sus mentes. Supongamos
ahora que el autobús se detiene y el guía les
indica que salgan afuera, mientras les da una serie de fórmulas
acerca de lo que pueden esperar ver y experimentar. Pues bien
la experiencia de los turistas estará contaminada,
condicionada y deformada por dichas fórmulas, y ellos
percibirán, no la realidad en sí, sino la realidad
tal como ha sido filtrada a través de las fórmulas
del guía.
Mirarán la realidad selectivamente, o bien proyectarán
sobre ella sus propias fórmulas, de manera que lo que
verán no será la realidad, sino una confirmación
de sus fórmulas.
¿Hay alguna forma de saber si lo que estás
percibiendo es la realidad? Hay al menos un indicio: si lo
que percibes no encaja en ninguna fórmula, ni propia
ni ajena; si, sencillamente, no puede expresarse con palabras.
Entonces, ¿qué pueden hacer los maestros? Pueden
hacerte saber lo que es irreal, pero no pueden mostrarte la
realidad; pueden echar abajo tus fórmulas, pero no
pueden hacerte ver lo que las fórmulas pretenden reflejar;
pueden desenmascarar tu error, pero no pueden ponerte en posesión
de la verdad. Pueden, a lo más, apuntar en dirección
a la realidad, pero no pueden decirte lo que ven. Tendrás
que aventurarte y descubrirlo por ti mismo.
"Aventurarse" significa, en este caso, prescindir
de toda fórmula, tanto si te la han proporcionado otros
como si la has aprendido en los libros o la has inventado
tú mismo a la luz de tu propia experiencia. Esto es,
posiblemente, lo más aterrador que puede hacer un ser
humano: adentrarse en lo desconocido sin la protección
de ningún tipo de fórmula o receta. Ahora bien,
prescindir del mundo de los seres humanos, tal como hicieron
los profetas y los místicos, no significa prescindir
de su compañía, sino de sus fórmulas.
Y entonces, eso sí, aun cuando estés rodeado
de personas, estarás verdadera y absolutamente solo.
¡Pero qué imponente soledad! La soledad del Silencio.
Un Silencio que será lo único que veas. Y en
el momento en que veas, renunciarás a todo tipo de
libros, guías y gurus.
Pero ¿qué es exactamente lo que verás?
Todo, absolutamente todo: una hoja que cae del árbol,
el comportamiento de un amigo, la superficie rizada de un
lago, un montón de piedras, un edificio en ruinas,
una calle atestada de gente, un cielo estrellado..., todo.
Una vez que hayas visto, puede que alguien intente ayudarte
a expresar tu visión con palabras, pero tú negarás
con la cabeza y dirás: "No, no es eso, eso es
simplemente una fórmula más..." Puede también
que algún otro intente explicarte el significado de
lo que has visto, y tú volverás a negar con
la cabeza, porque el significado es una fórmula, algo
que puede verterse en conceptos y tener sentido para la mente
pensante, mientras que lo que tú has visto está
más allá de toda fórmula, de todo significado.
Y entonces se producirá en ti un extraño cambio,
difícilmente perceptible al principio, pero radicalmente
transformador. Y es que, una vez que hayas visto, ya no volverás
a ser el mismo, sino que sentirás la estimulante libertad
y la extraordinaria confianza que produce el hecho de saber
que toda fórmula, por muy sagrada que sea, es inútil;
y nunca más volverás a llamar a nadie "maestro".
En adelante, y a medida que observes y comprendas de nuevo
cada día todo el proceso y el movimiento de la vida,
ya no dejarás de aprender, y todas las cosas sin excepción
serán tus "maestros". Desecha, pues, tus
libros y tus fórmulas, atrévete a prescindir
de tu maestro, sea quien sea, y mira las cosas por ti mismo.
Atrévete a fijarte, sin temor ni fórmula alguna,
en todo cuanto te rodea. y no tardarás en ver.
Meditación 17
"Os aseguro que si no cambiáis
y os hacéis como los niños de entraréis
en el Reino de los cielos" (Mt 18.3)
Cuando mira uno los ojos de un niño, lo primero que
llama la atención es su inocencia: su deliciosa incapacidad
para mentir, para refugiarse tras una máscara o para
aparentar ser lo que no es. En este sentido, el niño
es exactamente igual que el resto de la naturaleza. Un perro
es un perro; una rosa, una rosa; una estrella, una estrella.
Todas las cosas son, simple y llanamente, lo que son. Sólo
el ser humano adulto es capaz de ser una cosa y fingir ser
otra diferente. Cuando una persona mayor castiga a un niño
por decir la verdad, por revelar lo que piensa y siente, el
niño aprende a disimular y comienza a perder su inocencia.
Y no tardará en engrosar las filas de las innumerables
personas que reconocen perplejas no saber quiénes son,
porque, habiendo ocultado durante tanto tiempo a los demás
la verdad sobre sí mismas, acaban ocultándosela
a sí mismas. ¿Cuánto de la inocencia
de tu infancia conservas todavía? ¿Existe alguien
hoy en cuya presencia puedas ser simple y totalmente tu mismo,
tan indefensamente sincero e inocente como un niño?
Pero hay otra manera más sutil de perder la inocencia
de la infancia: cuando el niño se contagia del deseo
de ser alguien. Contempla la multitud increíble de
personas que se afanan con toda su alma, no por llegar a ser
lo que la naturaleza quiere que sean -músicos, cocineros,
mecánicos, carpinteros, jardineros, inventores sino
por llegar a ser "alguien"; por llegar a ser personas
felices, famosas, poderosas...; por llegar a ser algo que
les suponga, no mera y pacífica autorrealización,
sino glorificación y agigantamiento de su propia imagen.
Nos hallamos, en este caso, ante personas que han perdido
su inocencia porque han escogido no ser ellas mismas, sino
destacar y darse importancia, aunque no sea más que
a sus propios ojos. Fíjate en tu vida diaria. ¿Hay
en ella un solo pensamiento, palabra o acción que no
estén corrompidos por el deseo de ser alguien, aun
cuando sólo pretendas ser un santo desconocido para
todos, menos para ti mismo?
El niño, como el animal inocente, deja en manos de
su propia naturaleza el ser simple y llanamente lo que es.
Y, al igual que el niño, también aquellos adultos
que han preservado su inocencia se abandonan al impulso de
la naturaleza o al destino, sin pensar siquiera en "ser
alguien" o en impresionar a los demás; pero, a
diferencia del niño, se fían, no del instinto,
sino de la continua conciencia de todo cuanto sucede en ellos
y en su entorno; una conciencia que les protege del mal y
produce el crecimiento deseado para ellos por la naturaleza,
no el ideado por sus respectivos y ambiciosos egos.
Existe además otro modo de corromper la inocencia
de la infancia por parte de los adultos, y consiste en enseñar
al niño a imitar a alguien. En el momento en que hagas
del niño una copia exacta de alguien, en ese mismo
momento extingues la chispa de originalidad con que el niño
ha venido al mundo. En el momento en que optas por ser como
otra persona, por muy grande o santa que sea, en ese mismo
momento prostituyes tu propio ser. No deja de ser triste pensar
en la chispa divina de singularidad que hay en tu interior
y que ha quedado sepultada por capas y más capas de
miedo. Miedo a ser ridiculizado o rechazado si en algún
momento te atreves a ser tú mismo y te niegas a adaptar
mecánicamente a la de los demás tu forma de
vestir, de obrar, de pensar... Y observa cómo es precisamente
eso lo que haces: adaptarte, no sólo por lo que se
refiere a tus acciones y pensamientos, sino incluso en lo
que respecta a tus reacciones, emociones, actitudes, valores...
De hecho, no te atreves a evadirte de esa "prostitución"
y recuperar tu inocencia original. Ése es el precio
que tienes que pagar para conseguir el pasaporte de la aceptación
por parte de tu sociedad o de la organización en la
que te mueves. Y así es como entras irremediablemente
en el mundo de la insinceridad y del control y te ves exiliado
del Reino, propio de la inocencia de la infancia.
Y una última y sutilísima forma de destruir
tu inocencia consiste en competir y compararte con los demás,
con lo cual canjeas tu ingenua sencillez por la ambición
de ser tan bueno o incluso mejor que otra persona determinada.
Fíjate bien: la razón por la que el niño
es capaz de preservar su inocencia y vivir, como el resto
de la creación, en la felicidad del Reino, es porque
no ha sido absorbido por lo que llamamos el "mundo",
esa región de oscuridad habitada por adultos que emplean
sus vidas, no en vivir, sino en buscar el aplauso y la admiración:
no en ser pacíficamente ellos mismos, sino en compararse
y competir neuróticamente, afanándose por conseguir
algo tan vacío como el éxito y la fama, aun
cuando esto sólo pueda obtenerse a costa de derrotar,
humillar y destruir al prójimo. Si te permitieras sentir
realmente el dolor de este verdadero infierno en la tierra,
tal vez te sublevarías interiormente y experimentarías
una repugnancia tan intensa que haría que se rompieran
las cadenas de dependencia y de engaño que se han formado
en torno a tu alma, y podrías escapar al reino de la
inocencia, donde habitan los místicos y los niños.
Meditación 18
-Éste es mi mandamiento: que os améis unos
a otros
como yo os he amado.
(Jn 15.12)
¿Qué es el amor? Fíjate en la rosa:
¿puede acaso decir la rosa: "Voy a ofrecer mi
fragancia a las buenas personas y negársela a las malas"?
¿O puedes tú imaginar una lámpara que
niegue sus rayos a un individuo perverso que trate de caminar
a su luz? Sólo podría hacerlo si dejara de ser
una lámpara. Observa cuán necesaria e indiscriminadamente
ofrece el árbol su sombra a todos, buenos y malos,
jóvenes y viejos, altos y bajos, hombres y animales
y cualesquiera seres vivientes... incluso a quien pretende
cortarlo y echarlo abajo. Ésta es, pues, la primera
cualidad del amor: su carácter indiscriminado. Por
eso se nos exhorta a que seamos como Dios, "que hace
brillar su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos
e injustos; sed, pues, buenos como vuestro Padre celestial
es bueno". Contempla con asombro la bondad absoluta de
la rosa, de la lámpara, del árbol.... porque
en ellos tienes una imagen de lo que sucede con el amor.
¿Cómo se obtiene esta cualidad del amor? Todo
cuanto hagas únicamente servirá para que tu
amor sea forzado, artificial y, consiguientemente, falso,
porque el amor no puede ser violentado ni impuesto. No hay
nada que puedas hacer. Pero sí hay algo que puedes
dejar de hacer. Observa el maravilloso cambio que se produce
en ti cuando dejas de ver a los demás como buenos y
malos, como justos y pecadores. y empiezas a verlos como inconscientes
e ignorantes. Debes renunciar a tu falsa creencia de que las
personas pueden pecar conscientemente. Nadie puede pecar "a
conciencia". En contra de lo que erróneamente
pensamos, el pecado no es fruto de la malicia, sino de la
ignorancia. "Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen..." Comprender esto significa adquirir esa
cualidad no discriminatoria que tanto admiramos en la rosa,
en la lámpara, en el árbol...
La segunda cualidad del amor es su gratuidad. Al igual que
el árbol, la rosa o la lámpara, el amor da sin
pedir nada a cambio. ¡Cómo despreciamos al hombre
que se casa con una mujer, no por las cualidades que ésta
pueda tener, sino por el dinero que aporta como dote...! De
semejante hombre decimos, con toda razón, que no ama
a la mujer, sino el beneficio económico que ésta
le procura. Pero ¿acaso tu amor se diferencia algo
del de ese hombre cuando buscas la compañía
de quienes te resultan emocionalmente gratificantes y evitas
la de quienes no lo son; o cuando te sientes positivamente
inclinado hacia quienes te dan lo que deseas y responden a
tus expectativas, mientras abrigas sentimientos negativos
o mera indiferencia hacia quienes no son así? De nuevo,
sólo necesitas hacer una cosa para adquirir esa cualidad
de la gratuidad que caracteriza al amor: abrir tus ojos y
mirar. El mero hecho de mirar y descubrir tu presunto amor
tal como realmente es, como un camuflaje de tu egoísmo
y tu codicia, es esencial para llegar a adquirir esta segunda
cualidad del amor.
La tercera cualidad del amor es su falta absoluta de auto-conciencia,
su espontaneidad. El amor disfruta de tal modo amando que
no tiene la menor conciencia de sí mismo. Es lo mismo
que ocurre con la lámpara. que brilla sin pensar si
beneficia o no a alguien; o con la rosa, que difunde su fragancia
simplemente porque no puede hacer otra cosa, independientemente
de que haya o deje de haber alguien que disfrute de ella;
o con el árbol que ofrece su sombra... La luz, la fragancia
y la sombra no se producen porque haya alguien cerca, ni desaparecen
cuando no hay nadie, sino que, al igual que el amor, existen
con independencia de las personas. El amor, simplemente, es,
sin necesidad de un objeto. Y esas cosas (la luz, la sombra,
la fragancia). simplemente, son, independientemente de que
alguien se beneficie o no de ellas. Por tanto, no tienen conciencia
de poseer mérito alguno o de hacer bien. Su mano izquierda
no tiene conocimiento de lo que hace su mano derecha. "Señor,
¿cuándo te vimos hambriento o sediento y te
ayudarnos?".
Y la cuarta y última cualidad del amores su libertad.
En el momento en que entran en juego la coacción, el
control o el conflicto, en ese mismo momento muere el amor.
Fíjate cómo la rosa, el árbol y la lámpara
te dejan completamente libre. El árbol no va a hacer
el menor esfuerzo por arrastrarte hacia su sombra cuando corras
el riesgo de sufrir una insolación; y la lámpara
no va a ensanchar su haz de luz para que no tropieces en la
oscuridad. En cambio, piensa por un momento en toda la coacción
y el control por parte de los demás a que tú
mismo te sometes cuando, para comprar su amor y su aprobación
o, simplemente, por no perderlos, tratas tan desesperadamente
de responder a sus expectativas. Cada vez que te sometes a
dicho control y a dicha coacción, destruyes tu natural
capacidad de amar, porque no puedes dejar de hacer con otros
lo que permites que otros hagan contigo. Observa y comprende,
pues, todo el control y la coacción que hay en tu vida,
y verás cómo se reducen y empieza a brotar la
libertad. En definitiva, "libertad" no es más
que otra palabra para referirse al amor.
Meditación 19
"Nadie que pone la mano en el arado
y mira
hacia atrás es apto para el Reino de Dios "
(Lc 9.62)
El Reino de Dios es amor. Pero ¿qué significa
amar? Significa ser sensible a la vida, a las cosas y a las
personas; tener sentimientos hacia todo y hacia todos, sin
excluir nada ni a nadie. Porque a la exclusión sólo
se llega a base de endurecerse, a base de cerrar las propias
puertas. Y el endurecimiento mata la sensibilidad. No te resultará
difícil encontrar ejemplos de esta clase de sensibilidad
en tu propia vida. ¿No te has detenido nunca a retirar
una piedra o un clavo de la carretera para evitar que alguien
pueda sufrir daño? Lo de menos es que tú no
llegues nunca a conocer a la persona que va a beneficiarse
de ello, o que no se recompense ni se reconozca tu gesto.
Lo haces por puro sentimiento de benevolencia y bondad. ¿No
te has sentido alguna vez afligido ante la absurda destrucción,
en cualquier parte del mundo, de un bosque que nunca ibas
a ver ni del que te ibas a beneficiar jamás? ¿No
te has tomado nunca más molestias de las normales por
ayudar a un extraño a encontrar la dirección
que buscaba, aunque no conocieras ni fueras nunca a volver
a ver a esa persona, simplemente por haber experimentado un
sentimiento de bondad? En esos y en otros muchos momentos,
el amor ha aflorado a la superficie en tu vida, haciendo ver
que se hallaba en tu interior esperando ser liberado.
¿Cómo puedes llegar a poseer esta clase de
amor? No puedes, porque ya está dentro de ti. Todo
lo que tienes que hacer es quitar los obstáculos que
tú mismo pones a la sensibilidad, y ésta saldrá
a la superficie.
Esos obstáculos a la sensibilidad son dos: la opinión
y el apego. Hablemos primero de la opinión. En cuanto
tienes una opinión, ya has llegado a una conclusión
acerca de una persona, una situación o una cosa. Te
has quedado fijo en un punto y has renunciado a tu sensibilidad.
Te has predispuesto, y ya sólo verás a esa persona
o cosa desde tu predisposición o prejuicio. En otras
palabras, vas a dejar de verla para siempre. ¿Y cómo
puedes ser sensible a alguien a quien ni siquiera ves? Piensa
en una persona a la que conozcas y haz una lista de las numerosas
conclusiones, positivas o negativas, a las que hayas llegado
y sobre la base de las cuales te relacionas con ella. En el
momento en que digas: "Fulano es inteligente", o
"cruel", o "desconfiado", o "cariñoso",
o lo que sea, en ese mismo momento ya has endurecido tu percepción,
te has formado un pre-juicio y has dejado de ver a esa persona
en su constante devenir; es algo análogo al caso del
piloto que se pusiera a volar hoy con el informe meteorológico
de la semana pasada. Examina con mucho cuidado dichas opiniones,
porque el simple hecho de comprender que se trata de opiniones,
conclusiones o prejuicios, no reflejos de la realidad, hará
que desaparezcan.
En cuanto al apego,¿cómo se forma? Ante todo,
proviene del contacto con algo que te ocasiona placer o satisfacción:
un auto, un moderno aparato anunciado de manera atrayente,
una frase de elogio, la compañía de una persona...
Viene luego el deseo de aferrarte a ello, de repetir la gratificante
sensación que esa cosa o persona te ha ocasionado.
Por último, llegas a convencerte de que no serás
feliz sin esa cosa o persona, porque has identificado el placer
que te proporciona con la felicidad. Y ya tienes un apego
con todas las de la ley; un apego que, inevitablemente, te
hace excluir otras cosas y ser insensible a todo cuanto no
forme parte de él. Consiguientemente, cada vez que
tengas que dejar el objeto de tu apego, dejarás con
él tu corazón, que ya no podrás poner
en ninguna otra cosa. La sinfonía de la vida prosigue,
pero tú no dejas de mirar atrás, de aferrarte
a unos cuantos compases de la sinfonía, de cerrar tus
oídos al resto de la música, produciendo con
ello una disarmonía y un conflicto entre lo que la
vida te ofrece y aquello a lo que tú te aferras. Y
vienen a continuación la tensión y la ansiedad,
que constituyen la muerte misma del amor y de la gozosa libertad
que el amor conlleva. Y es que el amor y la libertad sólo
se encuentran cuando se sabe disfrutar de cada nota en el
momento en que ésta se produce, pero sin tratar de
apresarla, a fin de mantenerse plenamente receptivo a las
notas siguientes.
¿Cómo liberarse de un apego? Muchos suelen
intentarlo por medio de la renuncia. Pero renunciar a unos
cuantos compases de la sinfonía, hacerlos desaparecer
de la conciencia, origina precisamente la misma clase de violencia,
conflicto e insensibilidad que el aferrarse a ellos. Lo único
que se consigue, una vez más, es endurecerse. El secreto
reside en no renunciar a nada ni aferrarse a nada, en disfrutar
de todo y permitir que todo pase. Y esto ¿cómo
se hace? A base de muchas horas de observar el carácter
corrompido y viciado del apego. Por lo general, lo que haces
es centrarte en la emoción, en la ráfaga de
placer que el objeto de tu apego te produce. ¿Por qué
no intentas ver la ansiedad, el sufrimiento y la falta de
libertad que también te ocasiona, a la vez que la alegría,
la paz y la libertad que experimentas cuando desaparece? Entonces
dejarás de mirar atrás y podrás sentir
el hechizo de la música en el instante presente.
Finalmente, echa un vistazo a la sociedad en la que vivimos,
podrida de apegos hasta la médula. Porque, si uno está
apegado al poder, al dinero, a la propiedad, a la fama y al
éxito; si uno busca todas estas cosas como si su felicidad
dependiera de ellas, será considerado como un miembro
dinámico, trabajador y productivo de la sociedad. En
otras palabras, si uno persigue esas cosas con una arrolladora
ambición capaz de destruir la sinfonía de su
vida y convertirle en un ser duro, frío e insensible
para con los demás y para consigo mismo, entonces la
sociedad le considerará un ciudadano "como es
debido", y sus parientes y amigos se sentirán
orgullosos del "status" que ha alcanzado. ¿.A
cuántas personas conoces, de las que llaman "respetables",
que hayan conservado esa tierna sensibilidad del amor que
sólo la falta de apegos puede proporcionar? Si piensas
en ello detenidamente, experimentarás una repugnancia
tan profunda que instintivamente arrojarás de ti todo
apego, como harías con una serpiente que te hubiera
caído encima. Te rebelarás y tratarás
de liberarte de esta pútrida cultura, basada en la
codicia y el apego, en el ansia v la avaricia y en la dureza
e insensibilidad del desamor.
Meditación 20
"...Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced
bien a los que os odien" (Lc 6,27)
Cuando estás enamorado, te sorprendes a ti mismo mirando
a todo el mundo con ojos distintos; te vuelves generoso, compasivo,
bondadoso, donde antes tal vez eras duro y mezquino. E, inevitablemente,
los demás comienzan a reaccionar para contigo de la
misma manera, y no tardas en comprobar que vives en un mundo
de ternura que tú mismo has creado. En cambio, cuando
lo que predomina en ti es el mal humor y te irritas fácilmente
y te muestras ruin, suspicaz y hasta paranoide, enseguida
compruebas que todo el mundo reacciona ante ti de manera negativa,
y te encuentras viviendo en un mundo hostil, creado por tu
mente y tus emociones.
¿Cómo podrías intentar crear un mundo
feliz, amable y pacífico? Aprendiendo el sencillo y
hermoso, aunque arduo, "arte de mirar". Se trata
de hacer lo siguiente: cada vez que te encuentres irritado
o enojado con alguien, a quien tienes que mirar es a ti, no
a esa persona. Lo que tienes que preguntarte no es: "¿Qué
le pasa a ese individuo?", sino: "¿Qué
pasa conmigo, que estoy tan irritado?". Intenta hacerlo
ahora mismo. Piensa en alguna persona cuya sola presencia
te saque de quicio y formúlate a ti mismo esta dolorosa
pero liberadora frase: "La causa de mi irritación
no está en esa persona, sino en mí mismo".
Una vez dicho esto, trata de descubrir por qué y cómo
se origina esa irritación. En primer lugar, considera
la posibilidad, muy real, de que la razón por la que
te molestan los defectos de esa persona, o lo que tú
supones que lo son, es porque tú mismo tienes esos
defectos; lo que ocurre es que los has reprimido, y por eso
los proyectas inconscientemente en el otro. Esto sucede casi
siempre. aunque casi nadie lo reconoce. Trata, pues de descubrir
los defectos de esa persona en tu propio interior, en tu mente
inconsciente, y tu irritación se convertirá
en agradecimiento hacia dicha persona que con su conducta
te ha ayudado a desenmascararte.
Otra cosa digna de considerar es la siguiente: ¿No
será que lo que te molesta de esa persona es que sus
palabras o su comportamiento ponen de relieve algo de tu vida
y de ti mismo que tú te niegas a ver? Fíjate
cómo nos molestan el místico y el profeta que
parecen alejarse mucho de lo místico o de lo profético
cuando nos sentimos cuestionados por sus palabras o por su
vida.
Una tercera cosa también está muy clara: tú
te irritas contra esa persona porque no responde a las expectativas
que has sido "programado" para abrigar respecto
a ella. Tal vez tengas derecho a exigir que esa persona responda
a tu "programación" siendo, por ejemplo,
cruel o injusta. en cuyo caso no es preciso que sigas considerando
esto. Pero, si tratas de cambiar a esa persona o de poner
fin a su comportamiento, ¿no serías mucho más
eficaz si no estuvieras irritado? La irritación sólo
conseguirá embotar tu percepción y hacer que
tu acción sea menos eficaz. Todo el mundo sabe que,
cuando un deportista pierde los nervios, la calidad de su
juego decrece, porque la pasión y el acaloramiento
le hacen perder coordinación. En la mayoría
de los casos, sin embargo, no tienes derecho a exigir que
la otra persona responda a tus expectativas; otras personas
en tu lugar, ante dicho comportamiento, no experimentarían
irritación alguna. No tienes más que pensar
detenidamente en esta verdad, y tu irritación se diluirá.
¿No es absurdo por tu parte exigir que alguien viva
con arreglo a los criterios y normas que tus padres te han
inoculado?
Finalmente, he aquí otra verdad que deberías
considerar: teniendo en cuenta la educación, la experiencia
y los antecedentes de esa persona. seguramente no puede dejar
de comportarse como lo hace. Alguien ha dicho, con mucho acierto,
que comprender todo es perdonar todo. Si tú comprendes
realmente a esa persona, la considerarás como una persona
deficiente, pero no censurable, y tu irritación cesará
al instante. Y enseguida comprobarás que comienzas
a tratar a esa persona con amor y que ella te responde del
mismo modo, y te encontrarás viviendo en un mundo de
amor que tú mismo has creado.
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