Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Antonio Ruiz Retegui
Índice
Semblanza de Antonio Ruiz Retegui
1. La estructura de la acción de la persona humana
2. La educación para la madurez
3. La vida humana plena: felicidad, alegría y sentido de la vida
4. Los riesgos de la educación: "seguridad versus libertad"
5. La tentación del gobierno asegurador
6. Espíritu o "estilo"
7. La absolutización de lo "institucional"
8. La referencia a "la voluntad de Dios"
9. La referencia al "sentido sobrenatural"
10. Las "llamadas" o "vocaciones" divinas
11. El sentido de la perseverancia
12. El difícil equilibrio
FIN DEL LIBRO
 
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LO TEOLOGAL Y LO INSTITUCIONAL (REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei

*Por institucional entiende el autor la institución del Opus Dei

10. LAS "LLAMADAS" O "VOCACIONES" DIVINAS

Además de establecer la ley natural, es ciertamente posible que Dios haga manifestaciones de su voluntad explícita en algunos casos singulares, y que el hombre establezca con Dios relaciones teologales. Tal es el caso de la entrega personal que se hace a Dios directamente cuando responde a una llamada divina, a los que se suele denominar "una vocación".

De todas formas, hay que distinguir lo que es una respuesta a una llamada explícita de Dios, al modo de la llamada de Moisés, o de los Apóstoles, o de San Pablo, por una parte, y lo que en sentido ordinario se denomina con la palabra "vocación" que suele significar acoger un modo de vida en una "institución vocacional".

Por esto, la palabra "vocación" puede resultar relativamente ambivalente, aún considerada en sentido de vocación divina, porque puede significar dos cosas distintas aunque fácilmente equiparables.

En primer lugar puede significar, como decíamos, que una persona advierta que es llamada a realizar una "misión" singular por vocación divina. Esto marca la personalidad con extraordinaria fuerza. Es lo que se ve, por ejemplo, cuando se lee la vida de algunos santos singulares. En la conciencia de tener una misión encargada directamente por Dios aparece con fuerza la singularidad de la relación de esa persona con su Creador y Redentor. En este sentido, la vocación divina se presenta como una manifestación decisiva de la singularidad personal. Esta forma de lo que significa una vocación divina no es universalizable, no puede ser común a muchas personas. Es única y tan propia corno su propio nombre.

En segundo lugar, por "vocación divina" se suele entender también, y quizá de modo más general, la llamada a entrar en una "institución vocacional". En efecto, en la Iglesia hay muchas instituciones que se presentan a sí mismas como modos de vida de entrega que, para abrazarlos, hay que tener una llamada de Dios. En este caso la noción de vocación sí puede universalizarse, y, en efecto, se habla de la "vocación a tal o cual institución vocacional" como de algo en lo que participan de igual manera muchas personas. La vocación concreta de que se trate, se hace entonces punto de referencia moral: "nuestra vocación exige que..."

Ésta es la noción de vocación que puede resultar más delicada desde el punto de vista que aquí estamos tratando. En efecto, si es considerada una llamada personal divina parece ser el más fuerte acento de la propia afirmación de la persona en cuanto tal, no confundible con ninguna otra. Pero por ser una llamada a entrar en una institución vocacional resulta que la persona que se ve reafirmada en su condición personal por esa vocación, ve también, por eso mismo, que ella o, al menos, su personalidad-en-el mundo, queda disuelta en la institución. Lógicamente esta disolución no es física, es decir, la persona conserva su individualidad corporal, y por tanto su salud, su temperamento, etc. y estos componentes de su modo de ser modularán su manera de responder a esa vocación institucional. Pero en la medida en que esa "vocación" le pide que renuncie a sus proyectos públicos, que renuncie al matrimonio y a la familia, que renuncie a su casa, a sus "posesiones"... en esa medida, la vocación divina al mismo tiempo que subrayaría la condición personal "ante Dios", disuelve o al menos reduce y condiciona la "aparición" personal "ante los hombres".

La cuestión sería si es posible una vocación que sea llamada a entrar en una institución vocacional y, el mismo tiempo, sea verdaderamente "secular", es decir, una vocación institucional que no suponga la disolución de la persona en la institución, sino que la "deje" en "el saeculo", en el mundo o, si se me permite un anacronismo en el "ágora", es decir, en el entramado de relaciones entre hombres libres, en el espacio de su aparición ante los demás. El problema que aquí se plantea es si esto puede darse "sin compromiso", es decir, sin rebajar la intensidad de la entrega.

Para que la respuesta a esta cuestión sea afirmativa debe cumplirse la condición de que la entrega, aunque pueda ser plena a Dios, no signifique que la persona se integre tan completamente en la institución que ya su "mundo" se reduzca al ámbito vital de lo institucional. Ésa es la clave: la mutua implicación de la entrega a Dios y a la institución. Especialmente es necesitar lo que las personas no abdiquen de su conciencia, ni de su capacidad de ver la realidad con sus propios ojos, ni que funcionalicen sus relaciones humanas de amistad con otras personas por intereses más o menos institucionales.

La noción tradicional de vocación "institucional" implicaba la disolución completa de la persona en la institución como expresión y cumplimiento de la entrega a Dios. Es muy significativo que la renuncia al mundo, el apartamiento del ámbito humano de convivencia, se expresara enseguida por medio de los "tres votos" tradicionalmente llamados "consejos evangélicos", que significan casi exactamente la renuncia a todas las "aperturas" humanas horizontales, mundanas, menos a aquella que la vincula a la institución. En efecto, el voto tradicional de "pobreza" expresaba la renuncia a tener "una casa en la ciudad", un ámbito de "propiedad privada", que era el fundamento de tener un domicilio propio, un puesto en la ciudad, es decir, lo que tradicionalmente se decía con la expresión "propiedad privada" que, como es sabido, tenía un sentido no sólo "privativo" sino también el sentido positivo de ser el ámbito "oculto" desde el que se aparecía en el ámbito público para que la vida no se disolviera en la trivialidad. El voto tradicional de "castidad" expresaba la renuncia a la relación nacida de la condición sexuada del hombre, es decir, la renuncia a formar parte de las cadenas de generaciones que constituyen las familias de la ciudad y que hacen que la pertenencia a la ciudad esté señalada con los apellidos o patronímicos. El voto de obediencia por último, suponía la renuncia a ser origen de acciones públicas libres y a establecer relaciones de amistad propiamente dicha, es decir, relaciones de la persona en cuanto tal y no en cuanto miembro de una tradición, o de una fe, o de una institución.

Para que una vocación institucional pueda llamarse realmente secular, ciertamente no debe darse esa disolución de la persona en lo institucional. Los elementos que definen la condición de quien está en "el mundo humano", es decir, aquellos en los que se expresa la condición secular son: tener "nombre propio", es decir, tener la capacidad de manifestarse como persona en el ámbito público, tener una familia reconocida en el hecho de tener apellidos, y tener un domicilio, una propiedad privada.

Entonces la respuesta a nuestra pregunta debe ser que sí es posible una entrega plena a Dios pero que la secularidad implica de suyo, por definición, un dejar ámbitos de la existencia personal al margen de la inclusión en la institución. Más aún, se debe decir que hay una correspondencia casi exacta entre secularidad y ámbito no incluido en la institucional.

La secularidad no implica carecer de condicionamientos o ataduras. Lo que implica la secularidad, al menos en el sentido clásico y premoderno, es tener unas ataduras y unos condicionamientos de un tipo determinado: las ataduras o condicionamientos de la propia posición domiciliaria, la de la propia profesión como fuente de integración social, la de la propia familia, la de la propia cultura, que incluye la vinculación con la tierra, la tradición, las costumbres, etc. y, sobre todo, la peculiar atadura de la relación con los propios amigos. En definitiva, se requiere que se tengan las ataduras o vinculaciones que permiten a la persona "aparecer" ante los demás, ser reconocido como un sujeto libre, es decir, ser parte de ese mundo humano. Otras ataduras pueden ser legítimas, pero no son la que constituyen estar en el mundo no responden a las articulaciones propias de la condición humana, a las aperturas horizontales que tiene el hombre por su propia naturaleza.

Es cierto que en el mundo moderno, en el cual el "espacio público" de aparición ha sido sustituido por el ámbito de "lo social", esta riqueza de aspectos y de matices se pierde casi completamente en la neutral condición de ciudadano. Entonces el estar en el mundo resulta algo mucho más ambiguo, y con facilidad se reduce a matices en el aspecto externo.

Las ataduras naturales del hombre en el mundo, pueden tomar formas diversas. Pero, en la medida en que esas articulaciones derivan de la propia condición humana, son constantes y, a la vez, son la medida de si una organización social es más o menos humana y si hay realmente un "mundo", un "ámbito público", en el que las personas puedan manifestar su apertura radical hacia los demás.

La cuestión entonces es si la vocación se refiere a Dios o a la institución, es decir, si la entrega es propiamente a Dios o a la institución. Si es a la institución, no cabe duda de que la vocación secular debe ser una vocación que "deje ámbitos fuera de la entrega"; esto quiere decir que la plenitud de vocación no deberá expresarse en la plenitud de "inmersión" de la persona en la institución, sino en la fuerza exigente de las virtudes.

Por esta razón una vocación que sea a la vez plena y secular, tendrá la preocupación constante de subrayar que la acción de las personas "en el mundo" no es propia de la institución sino responsabilidad exclusiva de las personas concretas. En el ámbito de esas acciones la vocación influirá únicamente por la vía de las virtudes, porque, en su materialidad, quedarán fuera del dominio de la institución vocacional. Es posible que se dejen fuera de la entrega ámbito muy marginales y que se acentúen los que expresan la inmersión en la institución. Estos ámbitos que incluyen la entrega y que se acentúan son los que dan su fisonomía a esa institución vocacional. Los demás, que quedan fuera, son los que marcan la realidad, o la apariencia, de secularidad. Las personas comprometidas en ese ámbito vocacional tendrían como dos ámbitos en su existencia, un ámbito propio de cada uno, donde la realidad de la entrega vendría expresada por el ejercicio de las virtudes; y otro, propio de la institución, común. Una cosa es lo que "interesa" a la institución, y otra cosa es lo propio, lo de cada uno. Por esto es esencial que el enfoque primero de la entrega como pertenencia a la institución expresada a través de los votos, se cambie en actitud interior basada en las virtudes.

Cuando lo institucional se alza con pretensiones de totalidad, entonces es imposible una verdadera secularidad. La institución vocacional correspondiente se transformará más o menos explícitamente en un ámbito que constituya todo el "mundo" de las personas. Esa institución pretenderá proporcionar a sus miembros todos los elementos, desde los más espirituales e intelectuales hasta los más materiales y corporales, para el desarrollo normal de sus vidas. Por eso se pretende dar no sólo la doctrina propia del espíritu institucional, sino también libros de formación cristiana y humana, juicios sobre el mundo eclesiástico y civil, modos de responder a las cuestiones humanas y de conciencia, lugares de descanso, colegios, clínicas,... hasta los medios para adquirir las cosas más materiales: todo un mundo con pretensiones de autosuficiencia.

La "vocación cristiana" no es una llamada de Dios a integrarse plenamente en una institución. Se parece más a la vocación como misión. En este aspecto, la Iglesia es semejante a una tradición cultural que sea verdaderamente humana y humanizante. Así como esa tradición permite a los que nacen en ella, acceder a una forma de expresión lingüística, a una cultura, etc., así también la Iglesia permite al hombre acceder a la fe, es decir, entrar en comunión con algunas personas que fueron objeto de revelación divina. Por supuesto, la Iglesia, de modo semejante a cualquier institución, puede tratar de absolutizarse, y hacerse así "una institución", incluso opresiva, pero esto no ocurre a menudo ni durante mucho tiempo. A Newman la repelía la actitud fuertemente institucionalista de muchos católicos. Pero él fue católico y no fue institucionalista: lo muestra de un modo egregio en su "Carta al Duque de Norfolk", especialmente en el capítulo sobre la conciencia.

Lo normal, lo que corresponde a la Iglesia de suyo, es que la tradición católica sea más bien "abridora de espacios", garante de libertades, defensora de la persona. La pluralidad de formas de vida en la iglesia no es una dificultad para su unidad, sino una exigencia de su verdadera condición. Quizá, en algunas ocasiones, esto no se haga realidad cumplida, pero el impulso propio interno de la Iglesia es en esta dirección. Dos "realidades" muy distintas lo manifiestan: una es el sigilo sacramental, la otra es la teología como fruto del diálogo real entre la fe y la razón natural. Estas dos realidades no pueden negarse ni ignorarse. La realidad de la Iglesia como garante de libertad, podría medirse por la beligerancia o lo paradigmática que se consideran esas "realidades".

Cuando el "sigilo" se tiende a circunscribir lo más estrictamente posible, así como cuando la teología se considera sobre todo como un cuerpo de doctrina que hay que aprender como algo esencialmente ya terminado, entonces la visión que se tiene de la Iglesia será sobre todo institucionalista; y la virtud principal será la obediencia como expresión de integración plena en lo "institucional".

En cambio, cuando el octavo mandamiento se interpreta no tanto como deber de sinceridad, digamos, "informática", de dar a la autoridad información sobre hechos concretos, sino como deber de respeto a la persona en el ámbito de la palabra, del discurso, de la conversación, de no delatar ni traicionar la confianza, y cuando se crean ámbitos de lo que los griegos llamaban "parresia" y los americanos llaman "free speech", cuando se puede usar la razón como capacidad propia de entender y no sólo instrumentalmente para conseguir fines fijados desde las instancias autoritarias, cuando la verdad no es algo impuesto por la autoridad sino algo a cuyo acceso nos capacita la razón personal de cada uno, cuando incluso a la verdad aceptada por fe se la hace entrar en diálogo con la razón, cuando para hacer emerger un sentido a la Escritura no se apela únicamente a citas de autoridades, sino también a lo que se conoce con la propia razón y a lo que se ve con los propios ojos, cuando ante el discurso de una autoridad alguien puede decir, en el momento apropiado al caso y con delicadeza, que no está de acuerdo, entonces, entonces las personas son respetadas y se sienten seguras, las propias opiniones no escandalizan, las preguntas reciben respuesta verdadera (al menos la respuesta tradicional "doctores tiene la Iglesia que os sabrán responder", la cual, dicho sea de paso, significa reconocer la legitimidad de la pregunta y no despreciarla y callarla como impertinente), las autoridades no pronuncian discursos ideológicos, mero adorno intelectual, falto de consistencia pero imposible de responder, la fe se recibe como verdad libre para hombres libres y se experimenta la fuerza maravillosa de aquel "veritas liberabit vos".

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