Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Antonio Ruiz Retegui
Índice
Semblanza de Antonio Ruiz Retegui
1. La estructura de la acción de la persona humana
2. La educación para la madurez
3. La vida humana plena: felicidad, alegría y sentido de la vida
4. Los riesgos de la educación: "seguridad versus libertad"
5. La tentación del gobierno asegurador
6. Espíritu o "estilo"
7. La absolutización de lo "institucional"
8. La referencia a "la voluntad de Dios"
9. La referencia al "sentido sobrenatural"
10. Las "llamadas" o "vocaciones" divinas
11. El sentido de la perseverancia
12. El difícil equilibrio
FIN DEL LIBRO
 
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LO TEOLOGAL Y LO INSTITUCIONAL* (REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei

*Por institucional entiende el autor la institución del Opus Dei

5. LA TENTACIÓN DEL GOBIERNO ASEGURADOR

Cuando el gobierno no pone en primer lugar la confianza en la calidad humana y espiritual, y en la buena voluntad de aquellos a los que se dirige, se desconfía de la fuerza de la libertad y se alza la pretensión de establecer al detalle todos los comportamientos, y entonces es un gobierno que prima la cantidad de información sobre el ser y la conducta de los que debe dirigir. Entonces las referencias o los ejemplos se toman muy fácilmente del orden que existe entre los artefactos o de las organizaciones mecánicas de los hombres como son los ejércitos, cuya unidad es muy material, externa y, en definitiva, superficial. Si el gobierno decae hacia esta línea, los efectos serán relativamente satisfactorios a muy corto plazo, pero enseguida mostrará sus peligros y sus graves limitaciones.

En un ámbito dominado por esa forma de gobernar a las personas, quizá no se temerán "sorpresas", porque los actos concretos habrán sido rígidamente determinados. Pero esto se logra al precio de no saber muy bien hasta qué punto quienes actúan como se les ha indicado son personas seguras: sólo se han asegurado sus actos externos, no su fondo, ni su cabeza ni su corazón. En consecuencia, ese modo de actuar deviene enseguida un fomento de la vigilancia mutua, y se insiste para que cualquiera que advierta algo que no se acomode a lo indicado, lo ponga en conocimiento de quienes gobiernan.

Esta actitud conduce a soportar de mala gana la exigencia del sigilo sacramental que, en consecuencia, se trata de reducir al mínimo. De esta forma se insiste a los sacerdotes para que exijan a los penitentes que no se refugien en esa protección de su conciencia, sino que comuniquen todo a los directores. Se ha llegado a indicar a los confesores que nieguen la absolución a aquellas personas que no se comprometan gravemente a manifestar todos sus pecados fuera de la confesión. De ese modo, los que gobiernan se sienten en posesión de un conocimiento profundo y seguro de las personas. Pero esto es un error. Es muy distinto conocer todos los datos sobre la conciencia de las personas o conocerlas verdaderamente como personas. Ciertamente estos dos ámbitos no son completamente separados, pero el ser humano tiene dos dimensiones que no se deben confundir. Uno es su dimensión de relación directa con Dios, es decir, su dimensión teologal. Ésta es la dimensión de la conciencia. En esa dimensión hay a veces rupturas radicales, como cuando se comente un pecado mortal y reparaciones también radicales cuando se recupera la gracia en la penitencia. Pero la persona tiene una dimensión de relación con los demás, que es la que está en la base de su complejidad existencial. Por esa dimensión los hombres tienen, a diferencia de los ángeles, una historia, y en consecuencia una dotación propia adecuada a su ser histórico. En esa dotación personal encontramos la propia historia de la persona, que es lo que define su identidad. Encontramos también sus cualidades para su acción en el mundo y en la relación con los demás, su temperamento, su carácter, sus virtudes y sus limitaciones, sus inclinaciones y preferencias, sus opiniones y su capacidad para tratar a los demás y para conocer y formarse juicios maduros sobre la realidad. Esta dimensión de la persona enlaza ciertamente con la dimensión teologal, pero no se identifica totalmente con ella.

De hecho experimentamos que cuando alguien tiene una disposición humana correcta, está mejor dispuesta para que su relación con Dios sea buena. Estas disposiciones de cada ser humano concreto no se pueden conocer sabiendo solamente cómo es la moralidad de sus actos singulares. Personas de tiempos y culturas distintas, de temperamentos dispares, pueden coincidir en virtudes o defectos morales, pero ser completamente distintas.

A las personas en su singularidad irreductible se las conoce en el trato. La Iglesia sabe que debe conocer a aquellos de sus miembros a los que piensa confiar misiones de especial responsabilidad. Pero para obtener ese conocimiento no consulta a los que acceden a la conciencia es decir, a los directores espirituales, y jamás a los confesores. Sabe que los datos de conciencia son un ámbito exclusivo de Dios. Precisamente por eso, cuando es imprescindible que un hombre, acceda a la conciencia de los otros, como es el caso del ministro de la confesión sacramental, sella el conocimiento que adquiere con el sigilo, que es inviolable.

Cuando se afirma que los directores conocen mejor a las personas porque tienen más datos, la referencia que se considera segura, la "información privilegiada", suelen ser los datos sobre la conciencia. Así se menosprecia de hecho el conocimiento que se alcanza a través del trato personal, de la vida ordinaria, que es accesible a casi todos los que están en el mundo de esa persona.

Además, como se descuida el ámbito de las condiciones personales, se pretende que las persona sean lo más indiferentes posible respecto a los diversos modos de vida, y actúen sobre todo bajo la orientación directa de los que detentan la autoridad. Por eso se tiende a imperar los actos concretos sin hacer que broten del fondo del alma. Esto hace que las personas se muestran constantemente necesitadas de ser "animadas", "alentadas" para que realicen lo que se les pide, pues su impulso vital no lo tienen en ellas mismas, sino en quienes les gobiernan.

Aparecen entonces algunos problemas específicos, que son en sí mismos un tanto extraños. En efecto, quien se encuentra en la situación de ser impulsado y alentado en toda su actuación, con frecuencia tiene la tentación de "chantajear" a quien debe animarle. Tener la raíz de su actuación fuera de uno mismo, lleva fácilmente a que el interés por su propio bien, se decline a aquel que le impulsa. Los que gobiernan han de amar el bien de esas personas más que ellas mismas. El caso es semejante al de los que muestran actitudes suicidas para llamar la atención. Éstos aparentan no amar su vida y pretenden que los demás la amen más que ellos mismos. Ciertamente los casos de actitudes autoagresivas son claramente patológicos porque la integridad y la vida han de ser considerados bienes indiscutibles de la persona. Por eso no deben considerarse norma universal. Si, no obstante, esa situación se considera regla general, entonces las personas pueden reclamar de los que gobiernan un interés por ellas mayor que el que tiene ellas mismas, y entonces su propio bien se convierte en argumento para reclamar cuidados y atenciones especiales. En realidad esto sucede cuando no se trata del verdadero bien de las personas en cuanto tales personas maduras, sino cuando la mera situación institucional se identifica con ese bien.

No es raro, efectivamente, que algunas veces alguien diga que quiere hacer algo, que sabe que se considera indeseable, pero lo hace para reclamar que la autoridad se prodigue especialmente con ella. Si entonces quien detenta la autoridad trata a esa persona como una persona madura y dueña de sus actos, y respeta lo que ha decidido, ésta fácilmente alza la protesta de que es tratada con falta de solicitud y de cariño, y con indiferencia. Por ejemplo, cuando alguien dice que quiere abandonar su camino, lo hace con frecuencia para reclamar más atenciones, y se sentiría defraudado si se le indica objetivamente el proceso que debe seguir para alcanzar su objetivo. En realidad no quiere abandonar su camino, quiere simplemente que se atienda más. Por eso, estas personas pueden llegar a forzar a la autoridad hasta tenerla postrada a su servicio. Parece que la caridad consiste en tratar a las personas como si fueran menores de edad, reclamadores insaciable de mimos.

Pero esto no sucede solamente con los que son gobernados. Los mismos que gobiernan se limitan a transmitir lo que reciben desde arriba. Tampoco los que gobiernan son auténticos dueños de sus actos, y al gobernar se remiten directamente a unas indicaciones tan concretas y externas como las que transmiten.

Dada la desconfianza en la capacidad de cada uno, se prestigia más el gobierno, la tarea de indicar qué es lo que hay que hacer en concreto, que la formación, pues lo que las personas piensan de fondo, es en definitiva irrelevante en la práctica. Por eso, la afirmación de la primacía a los medios de formación personales sobre los medios de formación colectivos, esconde con frecuencia una búsqueda de control inmediato y de seguridad.

En efecto, en los medios de formación colectivos se deberían predicar los grandes principios de fondo y sus implicaciones, de manera que cada cual pudiera personalizarlos. En esta línea los mismos textos espirituales podrían tener eficacia para situaciones muy diversas. En cambio, cuando se pone el acento en los medios de formación personales, fácilmente se trata de un deseo de detallar la conducta que se pide a cada uno. Pero entonces, las personas se encuentran en una situación en que sus actos remiten, no tanto al "espíritu" que deberían tener en el corazón, cuanto a lo que se les ha indicado. Por eso, la dirección espiritual personal tenderá a decaer hacia una manifestación, no poco auto complaciente y prolija, de los propios estados de ánimo, por parte del dirigido, en la espera de recibir aliento y estímulo, y a un detalle estrecho, por parte de quien dirige.

Los mismos medios de formación colectivos dados en esta perspectiva resultan degradados. De ellos se esperan no ya los principios generales, sino un conjunto de indicaciones concretas, bien determinadas y listas para ponerlas en práctica. De este modo se convierten casi exclusivamente en una serie de consignas para la acción. Si alguna vez se hacen referencias a cuestiones de fondo, se juzga que aquello es un discurso abstracto, teórico o, incluso, "intelectualizante", en definitiva, inoperante e inútil. Y si alguien, tuviera la osadía de deducir de los principios que se suelen aducir, algunas consecuencias que no son las "indicadas", se considera que se ha apartado de "lo que siempre se ha dicho", de "lo que siempre se ha vivido", de "lo que nos ayuda de verdad", y se ha caído en "originalidades".

Estos medios de formación llenos de concreciones "prácticas", resultan un tanto agobiantes porque manifiestan implícitamente que no se cuenta ni con la cabeza ni con la libertad de los que escuchan. Entonces lo que se considera "respeto a las personas" se centra exclusivamente en el tono delicado de la manera de expresarse -lo que alguno decía que era poner "voz dulce"-, y en prodigar detalles de atención de tipo material, como sería el invitar a comer o facilitar medios de descanso material. Cuando las cosas se viven de esta manera no se facilita que las personas puedan manifestar sus opiniones sobre las realidades más importantes, y el aparente respeto a la inteligencia se reduce a ser hábil para poner buenos ejemplos o para hacer comparaciones ingeniosas con el fin de inducir los actos concretos, pero no en el reconocimiento de que cada persona tiene capacidad de conocer la realidad y de orientarse por ella. Es decir no se permite que nadie manifieste que las explicaciones que se le dan están llenas de argumentaciones ficticias o de instrumentalizaciones.

En este caso, los medios de formación "maltratan" los grandes textos que expresan el espíritu, pues no se sabe deducir consecuencia libres de esos principios de amplio alcance, sino que únicamente se consideran en cuanto que imperan actos concretos. Las charlas y meditaciones se convierten en una especie de serie de textos sin profundidad, todos del mismo calado, que poco a poco se van convirtiendo en "convencionales".

Los libros que se ofrecen para la lectura espiritual son entonces aquellos que apoyan las decisiones ocasionales, y proliferan así libros muy coyunturales, de vigencia efímera. Aparecen también las "autoridades oficiales" que son aquellos autores que se prestan a escribir siempre sobre lo que es conveniente en cada momento. Se pierde entonces el cultivo de la inteligencia para ver las cosas en su profundidad y riqueza. Esto asegura que los medios de formación no dependan de la inteligencia y de la personalidad de quien los da, y sean más bien unívocos exponentes de lo que la institución propugna en cada momento.

Hay que tener en cuenta que para calar a fondo en los grandes principios se requiere una inteligencia muy cultivada y un espíritu muy despierto. La verdades de la fe y del espíritu no son afirmaciones de tipo informático o matemático, sino que admiten muy diversas profundidades de calado. Cuando estas verdades se entienden más hondamente dan lugar a conexiones con muchos aspectos de la vida, y entonces se puede dar una meditación o una charla comentando y derivando consecuencia de un sólo pasaje del Evangelio o de una sola frase importante. Pero si esta hondura no se alcanza, el discurso se limitará a enfatizar lo ya sabido o en buscar modos efectistas de exponerlo.

No basta entonces pedir que se tenga capacidad de iniciativa, o que no se den charlas y meditaciones simplemente "encadenando" citas. Se precisa cultivar un modo de meditar los principios que involucre la capacidad creativa de cada persona. Pero esto ya despierta ciertas sospechas porque da lugar a que aparezcan diferencias entre los medios de formación impartidos por personas diversas. Estas diferencias resultan molestas porque se pretende que esos medios de formación sean independientes, en sus contenidos, de las personas que los imparte. Se juzga un gran bien el que todas las personas digan "lo mismo" aunque esta identidad no esté tanto en el fondo que es propio del espíritu, cuanto en las manifestaciones concretas que constituyen el estilo.

A veces en este ámbito se insiste en la importancia de "lo doctrinal" o de la necesidad de fomentar los "intereses culturales", pero estas declaraciones encierran una peligrosa ambigüedad. Podría ser una insistencia en la importancia de conocer la doctrina en cuanto acceso a la realidad, de manera que la fe sea verdaderamente orientadora de la conducta. Podría ser también muestra del reconocimiento de la importancia de la cultura como manifestación de interés por las expresiones de "lo humano" en aquellas personas que, desde los distintos ámbitos del conocimiento se han mostrado "expertos en humanidad". Pero podría ser simplemente un mero interés por la doctrina como cuerpo de formulaciones ya establecido que incrusta a las personas en un mundo de expresiones de "iniciados", pero que tiene poco de conocimiento orientador de la conducta, o un interés por "lo cultural" como conjunto de realidades aisladas para personas de sensibilidad refinada, o por añadir citas de poetas, o de autores más o menos de moda, a los discursos convencionales.

Hay que tener en cuenta que actualmente el término "cultura" es bastante equívoco. Para muchos hoy la "cultura" se ha constituido en un mundo especifico con unos productos propios que pueden ser conocidos y gustados casi exactamente como se conoce el funcionamiento de un motor de explosión. No es una garantía de humanidad o de realismo el tener afición al teatro o la ópera, como tampoco lo es la afición al flamenco, a la fiesta de los toros, o al campeonato nacional de Liga. La cultura es humanizante en la medida en que es vista como manifestación y ejemplo de naturaleza humanizada. El auténtico amor a la cultura se muestra en el interés por lo humano y por el respeto a la dinámica propia del cultivo de lo humano. He conocido personas que no leen diariamente el periódico y que están mucho más en el mundo que muchas otras personas que están muy al tanto de las últimas novedades de la moda intelectual.

Ese interés equívoco por la doctrina o por la cultura es perfectamente compatible con hacer discursos llenos de indicaciones arbitrarias pero salpicado ingeniosamente de citas doctrinales o de referencias oficialmente culturales. La medida de la auténtica densidad doctrinal o cultural se mide por el respeto a la inteligencia de los que escuchan y a las leyes de la realidad y de la deducción lógica, de forma que se sepa claramente cuándo se están dando verdaderas razones y cuando se está adornando de cierta apariencia de racionalidad algo que no pasa de ser una exhortación gratuita a determinados comportamientos.

A veces se pueden hacer discursos sobre las virtudes con razonamientos muy poco rigurosos, basándose en que las personas dan ya por supuesto que hay que vivir ciertas cosas como manifestación de las virtudes. Esto es muy importante porque estamos en un terreno en que se trata de que las personas entiendan lo que están viviendo. Cuando se afirma, por ejemplo, que quien tiene una entrega a Dios en el celibato sabe mucho más del amor que los que viven un amor de enamoramiento intenso, se entra en un terreno peligroso. En efecto, muchas veces quien vive bien un amor humano tiene la afectividad más equilibrada que quien tiene que luchar violentamente con sentimientos o afectos que se le presentan con una riqueza vehemente y experimenta en sí mismo que ha de sacrificar inclinaciones muy profundas y naturales. Especialmente cuando esa entrega en el celibato ha sido fruto no de un enamoramiento efectivo del Señor, sino de un proceso mucho más ambiguo.

Hay, en efecto, muchas personas que se encuentran en una situación vital altamente exigente a la que se han visto abocados a través de la atracción que le producía determinado ambiente humano. Si no obstante se afirma que esas personas son las más felices de la tierra, lo único que se consigue es que las personas no puedan entenderse a sí mismas. "¡Pobre chico! ¡qué mal lo pasa! Pero no puede darse cuenta de ello".

Esta situación no es infrecuente pues, en efecto, las personas no tienen el instrumental intelectual para entender lo que les sucede, ya que se les impone casi violentamente una interpretación de la realidad en términos muy determinados. Entonces no es raro que quien es objetiva y subjetivamente un hombre triste y un tanto amargado, sólo sepa decir que él es de lo más alegre que hay en el mundo. Esta situación engendra necesariamente graves distorsiones mentales y psíquicas. En cualquier caso, es principio de que surjan personalidades inmaduras que, bajo una fraseología rígida, son personas faltas de alegría, con amargura de fondo y con las energías activas gravemente debilitadas.

Es decisivo que cuando se hacen deducciones desde los principios fundamentales hacia las consecuencias prácticas esas deducciones sean rigurosas de manera que la conexión entre los principios y las consecuencias sea real y no simplemente retórica. Esta conexión puede ser real aunque no necesaria. Por ejemplo, en el Evangelio encontramos el caso de Zaqueo que recibió al Señor en su casa como verdadera manifestación de amor y veneración, pero el Centurión se consideró indigno de recibirle por la misma razón. Por eso, no se debe afirmar que es consecuencia necesaria de la veneración y el amor al Señor el recibirle en determinada forma o con determinada frecuencia. Si se considera que estas deducciones son algo necesario o unívoco, se puede llegar a situaciones paradójicas. Así, hay quien afirmaba que era una falta de amor a la Eucaristía el no comulgar las dos veces que era posible hacerlo en la Vigilia Pascual y en la Misa del día de Pascua, pero luego, cuando la Iglesia afirma que se puede comulgar dos veces cada día, no lo hace, y mantiene la frecuencia tradicional de la comunión diaria.

Cuando se tiene la advertencia de contradicciones pueden suceder dos cosas: o se desconfía de los razonamientos y se cae en el escepticismo, o se cierra la mente y se afirman solamente las razones válidas en cada momento. En los dos casos la inteligencia queda dañada. Este tipo de ejemplos podrían multiplicarse sin dificultad. En nuestra situación esto podría referirse a la forma de vestir con pantalones -que en un tiempo se consideró indigno de la feminidad auténtica-, a la participación de los laicos en la liturgia haciendo, por ejemplo, las lecturas de la Misa -que un tiempo fue calificado de muestra de confusionismo y clericalismo, y que luego se calificó de manifestación de formación litúrgica-, etc.

Este tipo de razonamientos defectuosos supone una desconfianza de la conciencia de cada persona como lugar de la personalización de la norma moral, y una referencia casi absoluta a las indicaciones de la autoridad. Entonces, la formación que se refiere a las cuestiones de fondo pierde importancia real y domina el gobierno que da indicaciones concretas para la acción. Esta situación será acogida favorablemente por las personas inseguras que buscan sobre todo la protección inmediata de la autoridad, y será obstáculo para la iniciativa y para la libertad de las personas más ricas de humanidad. Cuando se adopta el predominio de la autoridad, ya no se amará la calle, en la que hay que guiarse por la realidad de las cosas, y se preferirá el ambiente interno, con sus pautas de acción ya establecidas, como lugar propio para vivir.

La importancia real que se concede a la inteligencia se advierte en la categoría de la enseñanza humanística y doctrinal de fondo que se imparte en los colegios o universidades promovidos desde la institución. Lo que se observa en esos colegios no es tanto una formación humana e intelectual de calidad, cuanto sobre todo un interés por conseguir vocaciones entre sus alumnos. No se advierte ningún interés especial por cuidar la enseñanza de las materias que tiene relevancia intelectual y religiosa, como la historia, la filosofía o la literatura. De hecho en esos colegios no se hacen especiales esfuerzos por incorporar a su claustro profesores capaces de dar una formación intensa en el ámbito humanístico o filosófico y, en consecuencia, no salen muchos jóvenes bien preparados intelectual o doctrinalmente, aunque ciertamente sí salen bastantes con el "estilo" vigente.

Esto delata que no se trata tanto de promover el surgir de personalidades de temple intelectual creativo, que puedan dar una respuesta cristiana a las cuestiones siempre nuevas que plantea el mundo, cuanto más bien "empollones" que puedan asimilar bien la doctrina convencional ya definitivamente establecida, es decir, buenos funcionarios de alto nivel.

En el mismo gobierno se prestigiará una forma de energía que es más "violencia" que virtud de la fortaleza. Los gobernados serán más imperados que escuchados pues no se cuenta tanto con la iniciativa, opiniones, o inclinaciones de cada uno, cuanto con sus cualidades de tipo técnico, que son las directamente aprovechables en los modelos de unidad mecánico. Entonces la sinceridad se resiente: ya no tendrá el carácter de dar a conocer la situación personal, que ha de realizarse en el seno de un diálogo confiado, sino la comunicación de hechos concretos. Las personas se verán impedidas de comunicar sus opiniones más personales, sus dudas o perplejidades sobre las cosas que más les interesan, y sólo hablarán de ellas con sus íntimos Aparecerá el temor a decir francamente lo que se piensa porque, de hecho, los que gobiernan no consideran a las personas como posibles sujetos de conocimiento, sino solamente como instrumentos con ciertas cualidades prácticas. Decir con claridad la propia opinión puede dar lugar a serias dificultades institucionales. Si la propia situación es relativamente grata y depende de los que gobiernan, se pensará que es mejor callarse que ponerse en peligro de ser apartado de la situación en que uno se encuentra.

Esto es gravemente negativo también para las personas que se confían plenamente a ese modo de vivir. Quienes viven en este ámbito, aunque tengan pautas de actuación concretas muy aseradas, resultan personas "sin mundo", es decir, sin un contacto real y comprometido con la realidad, es decir, sin referencias reales consistentes. El mundo de la orientación ha sido substituido por las indicaciones de gobierno. Por eso, las personas antes o después acaban reclamando de los gobernantes lo que deberían saber encontrar en la realidad: apoyo, orientación, consuelo y, en definitiva, impulso vital. Como esto no es algo electivo, sino que responde a lo que las personas son en la realidad, éstas con gran frecuencia se rompen.

Si se trata de formar a las personas de esa manera, cuando éstas se encuentran en situaciones que no son las previstas en el conjunto de indicaciones vigentes, es decir, en situaciones para las que no hay pautas concretas determinadas, carecen de la creatividad necesaria para dar una respuesta personal y responsable ante lo que tienen delante. Pero es que nunca su conducta es original y propia, siempre es derivada de la norma general, es "un caso" de lo general, no algo verdaderamente personal, es decir, inédito y libre.

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