LO TEOLOGAL Y LO INSTITUCIONAL*
(REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei
*Por institucional entiende el autor
la institución del Opus Dei
5. LA TENTACIÓN
DEL GOBIERNO ASEGURADOR
Cuando el gobierno no pone en primer lugar la confianza en
la calidad humana y espiritual, y en la buena voluntad de
aquellos a los que se dirige, se desconfía de la fuerza
de la libertad y se alza la pretensión de establecer
al detalle todos los comportamientos, y entonces es un gobierno
que prima la cantidad de información sobre el ser y
la conducta de los que debe dirigir. Entonces las referencias
o los ejemplos se toman muy fácilmente del orden que
existe entre los artefactos o de las organizaciones mecánicas
de los hombres como son los ejércitos, cuya unidad
es muy material, externa y, en definitiva, superficial. Si
el gobierno decae hacia esta línea, los efectos serán
relativamente satisfactorios a muy corto plazo, pero enseguida
mostrará sus peligros y sus graves limitaciones.
En un ámbito dominado por esa forma de gobernar a
las personas, quizá no se temerán "sorpresas",
porque los actos concretos habrán sido rígidamente
determinados. Pero esto se logra al precio de no saber muy
bien hasta qué punto quienes actúan como se
les ha indicado son personas seguras: sólo se han asegurado
sus actos externos, no su fondo, ni su cabeza ni su corazón.
En consecuencia, ese modo de actuar deviene enseguida un fomento
de la vigilancia mutua, y se insiste para que cualquiera que
advierta algo que no se acomode a lo indicado, lo ponga en
conocimiento de quienes gobiernan.
Esta actitud conduce a soportar de mala gana la exigencia
del sigilo sacramental que, en consecuencia, se trata de reducir
al mínimo. De esta forma se insiste a los sacerdotes
para que exijan a los penitentes que no se refugien en esa
protección de su conciencia, sino que comuniquen todo
a los directores. Se ha llegado a indicar a los confesores
que nieguen la absolución a aquellas personas que no
se comprometan gravemente a manifestar todos sus pecados fuera
de la confesión. De ese modo, los que gobiernan se
sienten en posesión de un conocimiento profundo y seguro
de las personas. Pero esto es un error. Es muy distinto conocer
todos los datos sobre la conciencia de las personas o conocerlas
verdaderamente como personas. Ciertamente estos dos ámbitos
no son completamente separados, pero el ser humano tiene dos
dimensiones que no se deben confundir. Uno es su dimensión
de relación directa con Dios, es decir, su dimensión
teologal. Ésta es la dimensión de la conciencia.
En esa dimensión hay a veces rupturas radicales, como
cuando se comente un pecado mortal y reparaciones también
radicales cuando se recupera la gracia en la penitencia. Pero
la persona tiene una dimensión de relación con
los demás, que es la que está en la base de
su complejidad existencial. Por esa dimensión los hombres
tienen, a diferencia de los ángeles, una historia,
y en consecuencia una dotación propia adecuada a su
ser histórico. En esa dotación personal encontramos
la propia historia de la persona, que es lo que define su
identidad. Encontramos también sus cualidades para
su acción en el mundo y en la relación con los
demás, su temperamento, su carácter, sus virtudes
y sus limitaciones, sus inclinaciones y preferencias, sus
opiniones y su capacidad para tratar a los demás y
para conocer y formarse juicios maduros sobre la realidad.
Esta dimensión de la persona enlaza ciertamente con
la dimensión teologal, pero no se identifica totalmente
con ella.
De hecho experimentamos que cuando alguien tiene una disposición
humana correcta, está mejor dispuesta para que su relación
con Dios sea buena. Estas disposiciones de cada ser humano
concreto no se pueden conocer sabiendo solamente cómo
es la moralidad de sus actos singulares. Personas de tiempos
y culturas distintas, de temperamentos dispares, pueden coincidir
en virtudes o defectos morales, pero ser completamente distintas.
A las personas en su singularidad irreductible se las conoce
en el trato. La Iglesia sabe que debe conocer a aquellos de
sus miembros a los que piensa confiar misiones de especial
responsabilidad. Pero para obtener ese conocimiento no consulta
a los que acceden a la conciencia es decir, a los directores
espirituales, y jamás a los confesores. Sabe que los
datos de conciencia son un ámbito exclusivo de Dios.
Precisamente por eso, cuando es imprescindible que un hombre,
acceda a la conciencia de los otros, como es el caso del ministro
de la confesión sacramental, sella el conocimiento
que adquiere con el sigilo, que es inviolable.
Cuando se afirma que los directores conocen mejor a las personas
porque tienen más datos, la referencia que se considera
segura, la "información privilegiada", suelen
ser los datos sobre la conciencia. Así se menosprecia
de hecho el conocimiento que se alcanza a través del
trato personal, de la vida ordinaria, que es accesible a casi
todos los que están en el mundo de esa persona.
Además, como se descuida el ámbito de las condiciones
personales, se pretende que las persona sean lo más
indiferentes posible respecto a los diversos modos de vida,
y actúen sobre todo bajo la orientación directa
de los que detentan la autoridad. Por eso se tiende a imperar
los actos concretos sin hacer que broten del fondo del alma.
Esto hace que las personas se muestran constantemente necesitadas
de ser "animadas", "alentadas" para que
realicen lo que se les pide, pues su impulso vital no lo tienen
en ellas mismas, sino en quienes les gobiernan.
Aparecen entonces algunos problemas específicos, que
son en sí mismos un tanto extraños. En efecto,
quien se encuentra en la situación de ser impulsado
y alentado en toda su actuación, con frecuencia tiene
la tentación de "chantajear" a quien debe
animarle. Tener la raíz de su actuación fuera
de uno mismo, lleva fácilmente a que el interés
por su propio bien, se decline a aquel que le impulsa. Los
que gobiernan han de amar el bien de esas personas más
que ellas mismas. El caso es semejante al de los que muestran
actitudes suicidas para llamar la atención. Éstos
aparentan no amar su vida y pretenden que los demás
la amen más que ellos mismos. Ciertamente los casos
de actitudes autoagresivas son claramente patológicos
porque la integridad y la vida han de ser considerados bienes
indiscutibles de la persona. Por eso no deben considerarse
norma universal. Si, no obstante, esa situación se
considera regla general, entonces las personas pueden reclamar
de los que gobiernan un interés por ellas mayor que
el que tiene ellas mismas, y entonces su propio bien se convierte
en argumento para reclamar cuidados y atenciones especiales.
En realidad esto sucede cuando no se trata del verdadero bien
de las personas en cuanto tales personas maduras, sino cuando
la mera situación institucional se identifica con ese
bien.
No es raro, efectivamente, que algunas veces alguien diga
que quiere hacer algo, que sabe que se considera indeseable,
pero lo hace para reclamar que la autoridad se prodigue especialmente
con ella. Si entonces quien detenta la autoridad trata a esa
persona como una persona madura y dueña de sus actos,
y respeta lo que ha decidido, ésta fácilmente
alza la protesta de que es tratada con falta de solicitud
y de cariño, y con indiferencia. Por ejemplo, cuando
alguien dice que quiere abandonar su camino, lo hace con frecuencia
para reclamar más atenciones, y se sentiría
defraudado si se le indica objetivamente el proceso que debe
seguir para alcanzar su objetivo. En realidad no quiere abandonar
su camino, quiere simplemente que se atienda más. Por
eso, estas personas pueden llegar a forzar a la autoridad
hasta tenerla postrada a su servicio. Parece que la caridad
consiste en tratar a las personas como si fueran menores de
edad, reclamadores insaciable de mimos.
Pero esto no sucede solamente con los que son gobernados.
Los mismos que gobiernan se limitan a transmitir lo que reciben
desde arriba. Tampoco los que gobiernan son auténticos
dueños de sus actos, y al gobernar se remiten directamente
a unas indicaciones tan concretas y externas como las que
transmiten.
Dada la desconfianza en la capacidad de cada uno, se prestigia
más el gobierno, la tarea de indicar qué es
lo que hay que hacer en concreto, que la formación,
pues lo que las personas piensan de fondo, es en definitiva
irrelevante en la práctica. Por eso, la afirmación
de la primacía a los medios de formación personales
sobre los medios de formación colectivos, esconde con
frecuencia una búsqueda de control inmediato y de seguridad.
En efecto, en los medios de formación colectivos se
deberían predicar los grandes principios de fondo y
sus implicaciones, de manera que cada cual pudiera personalizarlos.
En esta línea los mismos textos espirituales podrían
tener eficacia para situaciones muy diversas. En cambio, cuando
se pone el acento en los medios de formación personales,
fácilmente se trata de un deseo de detallar la conducta
que se pide a cada uno. Pero entonces, las personas se encuentran
en una situación en que sus actos remiten, no tanto
al "espíritu" que deberían tener en
el corazón, cuanto a lo que se les ha indicado. Por
eso, la dirección espiritual personal tenderá
a decaer hacia una manifestación, no poco auto complaciente
y prolija, de los propios estados de ánimo, por parte
del dirigido, en la espera de recibir aliento y estímulo,
y a un detalle estrecho, por parte de quien dirige.
Los mismos medios de formación colectivos dados en
esta perspectiva resultan degradados. De ellos se esperan
no ya los principios generales, sino un conjunto de indicaciones
concretas, bien determinadas y listas para ponerlas en práctica.
De este modo se convierten casi exclusivamente en una serie
de consignas para la acción. Si alguna vez se hacen
referencias a cuestiones de fondo, se juzga que aquello es
un discurso abstracto, teórico o, incluso, "intelectualizante",
en definitiva, inoperante e inútil. Y si alguien, tuviera
la osadía de deducir de los principios que se suelen
aducir, algunas consecuencias que no son las "indicadas",
se considera que se ha apartado de "lo que siempre se
ha dicho", de "lo que siempre se ha vivido",
de "lo que nos ayuda de verdad", y se ha caído
en "originalidades".
Estos medios de formación llenos de concreciones "prácticas",
resultan un tanto agobiantes porque manifiestan implícitamente
que no se cuenta ni con la cabeza ni con la libertad de los
que escuchan. Entonces lo que se considera "respeto a
las personas" se centra exclusivamente en el tono delicado
de la manera de expresarse -lo que alguno decía que
era poner "voz dulce"-, y en prodigar detalles de
atención de tipo material, como sería el invitar
a comer o facilitar medios de descanso material. Cuando las
cosas se viven de esta manera no se facilita que las personas
puedan manifestar sus opiniones sobre las realidades más
importantes, y el aparente respeto a la inteligencia se reduce
a ser hábil para poner buenos ejemplos o para hacer
comparaciones ingeniosas con el fin de inducir los actos concretos,
pero no en el reconocimiento de que cada persona tiene capacidad
de conocer la realidad y de orientarse por ella. Es decir
no se permite que nadie manifieste que las explicaciones que
se le dan están llenas de argumentaciones ficticias
o de instrumentalizaciones.
En este caso, los medios de formación "maltratan"
los grandes textos que expresan el espíritu, pues no
se sabe deducir consecuencia libres de esos principios de
amplio alcance, sino que únicamente se consideran en
cuanto que imperan actos concretos. Las charlas y meditaciones
se convierten en una especie de serie de textos sin profundidad,
todos del mismo calado, que poco a poco se van convirtiendo
en "convencionales".
Los libros que se ofrecen para la lectura espiritual son
entonces aquellos que apoyan las decisiones ocasionales, y
proliferan así libros muy coyunturales, de vigencia
efímera. Aparecen también las "autoridades
oficiales" que son aquellos autores que se prestan a
escribir siempre sobre lo que es conveniente en cada momento.
Se pierde entonces el cultivo de la inteligencia para ver
las cosas en su profundidad y riqueza. Esto asegura que los
medios de formación no dependan de la inteligencia
y de la personalidad de quien los da, y sean más bien
unívocos exponentes de lo que la institución
propugna en cada momento.
Hay que tener en cuenta que para calar a fondo en los grandes
principios se requiere una inteligencia muy cultivada y un
espíritu muy despierto. La verdades de la fe y del
espíritu no son afirmaciones de tipo informático
o matemático, sino que admiten muy diversas profundidades
de calado. Cuando estas verdades se entienden más hondamente
dan lugar a conexiones con muchos aspectos de la vida, y entonces
se puede dar una meditación o una charla comentando
y derivando consecuencia de un sólo pasaje del Evangelio
o de una sola frase importante. Pero si esta hondura no se
alcanza, el discurso se limitará a enfatizar lo ya
sabido o en buscar modos efectistas de exponerlo.
No basta entonces pedir que se tenga capacidad de iniciativa,
o que no se den charlas y meditaciones simplemente "encadenando"
citas. Se precisa cultivar un modo de meditar los principios
que involucre la capacidad creativa de cada persona. Pero
esto ya despierta ciertas sospechas porque da lugar a que
aparezcan diferencias entre los medios de formación
impartidos por personas diversas. Estas diferencias resultan
molestas porque se pretende que esos medios de formación
sean independientes, en sus contenidos, de las personas que
los imparte. Se juzga un gran bien el que todas las personas
digan "lo mismo" aunque esta identidad no esté
tanto en el fondo que es propio del espíritu, cuanto
en las manifestaciones concretas que constituyen el estilo.
A veces en este ámbito se insiste en la importancia
de "lo doctrinal" o de la necesidad de fomentar
los "intereses culturales", pero estas declaraciones
encierran una peligrosa ambigüedad. Podría ser
una insistencia en la importancia de conocer la doctrina en
cuanto acceso a la realidad, de manera que la fe sea verdaderamente
orientadora de la conducta. Podría ser también
muestra del reconocimiento de la importancia de la cultura
como manifestación de interés por las expresiones
de "lo humano" en aquellas personas que, desde los
distintos ámbitos del conocimiento se han mostrado
"expertos en humanidad". Pero podría ser
simplemente un mero interés por la doctrina como cuerpo
de formulaciones ya establecido que incrusta a las personas
en un mundo de expresiones de "iniciados", pero
que tiene poco de conocimiento orientador de la conducta,
o un interés por "lo cultural" como conjunto
de realidades aisladas para personas de sensibilidad refinada,
o por añadir citas de poetas, o de autores más
o menos de moda, a los discursos convencionales.
Hay que tener en cuenta que actualmente el término
"cultura" es bastante equívoco. Para muchos
hoy la "cultura" se ha constituido en un mundo especifico
con unos productos propios que pueden ser conocidos y gustados
casi exactamente como se conoce el funcionamiento de un motor
de explosión. No es una garantía de humanidad
o de realismo el tener afición al teatro o la ópera,
como tampoco lo es la afición al flamenco, a la fiesta
de los toros, o al campeonato nacional de Liga. La cultura
es humanizante en la medida en que es vista como manifestación
y ejemplo de naturaleza humanizada. El auténtico amor
a la cultura se muestra en el interés por lo humano
y por el respeto a la dinámica propia del cultivo de
lo humano. He conocido personas que no leen diariamente el
periódico y que están mucho más en el
mundo que muchas otras personas que están muy al tanto
de las últimas novedades de la moda intelectual.
Ese interés equívoco por la doctrina o por
la cultura es perfectamente compatible con hacer discursos
llenos de indicaciones arbitrarias pero salpicado ingeniosamente
de citas doctrinales o de referencias oficialmente culturales.
La medida de la auténtica densidad doctrinal o cultural
se mide por el respeto a la inteligencia de los que escuchan
y a las leyes de la realidad y de la deducción lógica,
de forma que se sepa claramente cuándo se están
dando verdaderas razones y cuando se está adornando
de cierta apariencia de racionalidad algo que no pasa de ser
una exhortación gratuita a determinados comportamientos.
A veces se pueden hacer discursos sobre las virtudes con
razonamientos muy poco rigurosos, basándose en que
las personas dan ya por supuesto que hay que vivir ciertas
cosas como manifestación de las virtudes. Esto es muy
importante porque estamos en un terreno en que se trata de
que las personas entiendan lo que están viviendo. Cuando
se afirma, por ejemplo, que quien tiene una entrega a Dios
en el celibato sabe mucho más del amor que los que
viven un amor de enamoramiento intenso, se entra en un terreno
peligroso. En efecto, muchas veces quien vive bien un amor
humano tiene la afectividad más equilibrada que quien
tiene que luchar violentamente con sentimientos o afectos
que se le presentan con una riqueza vehemente y experimenta
en sí mismo que ha de sacrificar inclinaciones muy
profundas y naturales. Especialmente cuando esa entrega en
el celibato ha sido fruto no de un enamoramiento efectivo
del Señor, sino de un proceso mucho más ambiguo.
Hay, en efecto, muchas personas que se encuentran en una
situación vital altamente exigente a la que se han
visto abocados a través de la atracción que
le producía determinado ambiente humano. Si no obstante
se afirma que esas personas son las más felices de
la tierra, lo único que se consigue es que las personas
no puedan entenderse a sí mismas. "¡Pobre
chico! ¡qué mal lo pasa! Pero no puede darse
cuenta de ello".
Esta situación no es infrecuente pues, en efecto,
las personas no tienen el instrumental intelectual para entender
lo que les sucede, ya que se les impone casi violentamente
una interpretación de la realidad en términos
muy determinados. Entonces no es raro que quien es objetiva
y subjetivamente un hombre triste y un tanto amargado, sólo
sepa decir que él es de lo más alegre que hay
en el mundo. Esta situación engendra necesariamente
graves distorsiones mentales y psíquicas. En cualquier
caso, es principio de que surjan personalidades inmaduras
que, bajo una fraseología rígida, son personas
faltas de alegría, con amargura de fondo y con las
energías activas gravemente debilitadas.
Es decisivo que cuando se hacen deducciones desde los principios
fundamentales hacia las consecuencias prácticas esas
deducciones sean rigurosas de manera que la conexión
entre los principios y las consecuencias sea real y no simplemente
retórica. Esta conexión puede ser real aunque
no necesaria. Por ejemplo, en el Evangelio encontramos el
caso de Zaqueo que recibió al Señor en su casa
como verdadera manifestación de amor y veneración,
pero el Centurión se consideró indigno de recibirle
por la misma razón. Por eso, no se debe afirmar que
es consecuencia necesaria de la veneración y el amor
al Señor el recibirle en determinada forma o con determinada
frecuencia. Si se considera que estas deducciones son algo
necesario o unívoco, se puede llegar a situaciones
paradójicas. Así, hay quien afirmaba que era
una falta de amor a la Eucaristía el no comulgar las
dos veces que era posible hacerlo en la Vigilia Pascual y
en la Misa del día de Pascua, pero luego, cuando la
Iglesia afirma que se puede comulgar dos veces cada día,
no lo hace, y mantiene la frecuencia tradicional de la comunión
diaria.
Cuando se tiene la advertencia de contradicciones pueden
suceder dos cosas: o se desconfía de los razonamientos
y se cae en el escepticismo, o se cierra la mente y se afirman
solamente las razones válidas en cada momento. En los
dos casos la inteligencia queda dañada. Este tipo de
ejemplos podrían multiplicarse sin dificultad. En nuestra
situación esto podría referirse a la forma de
vestir con pantalones -que en un tiempo se consideró
indigno de la feminidad auténtica-, a la participación
de los laicos en la liturgia haciendo, por ejemplo, las lecturas
de la Misa -que un tiempo fue calificado de muestra de confusionismo
y clericalismo, y que luego se calificó de manifestación
de formación litúrgica-, etc.
Este tipo de razonamientos defectuosos supone una desconfianza
de la conciencia de cada persona como lugar de la personalización
de la norma moral, y una referencia casi absoluta a las indicaciones
de la autoridad. Entonces, la formación que se refiere
a las cuestiones de fondo pierde importancia real y domina
el gobierno que da indicaciones concretas para la acción.
Esta situación será acogida favorablemente por
las personas inseguras que buscan sobre todo la protección
inmediata de la autoridad, y será obstáculo
para la iniciativa y para la libertad de las personas más
ricas de humanidad. Cuando se adopta el predominio de la autoridad,
ya no se amará la calle, en la que hay que guiarse
por la realidad de las cosas, y se preferirá el ambiente
interno, con sus pautas de acción ya establecidas,
como lugar propio para vivir.
La importancia real que se concede a la inteligencia se advierte
en la categoría de la enseñanza humanística
y doctrinal de fondo que se imparte en los colegios o universidades
promovidos desde la institución. Lo que se observa
en esos colegios no es tanto una formación humana e
intelectual de calidad, cuanto sobre todo un interés
por conseguir vocaciones entre sus alumnos. No se advierte
ningún interés especial por cuidar la enseñanza
de las materias que tiene relevancia intelectual y religiosa,
como la historia, la filosofía o la literatura. De
hecho en esos colegios no se hacen especiales esfuerzos por
incorporar a su claustro profesores capaces de dar una formación
intensa en el ámbito humanístico o filosófico
y, en consecuencia, no salen muchos jóvenes bien preparados
intelectual o doctrinalmente, aunque ciertamente sí
salen bastantes con el "estilo" vigente.
Esto delata que no se trata tanto de promover el surgir de
personalidades de temple intelectual creativo, que puedan
dar una respuesta cristiana a las cuestiones siempre nuevas
que plantea el mundo, cuanto más bien "empollones"
que puedan asimilar bien la doctrina convencional ya definitivamente
establecida, es decir, buenos funcionarios de alto nivel.
En el mismo gobierno se prestigiará una forma de energía
que es más "violencia" que virtud de la fortaleza.
Los gobernados serán más imperados que escuchados
pues no se cuenta tanto con la iniciativa, opiniones, o inclinaciones
de cada uno, cuanto con sus cualidades de tipo técnico,
que son las directamente aprovechables en los modelos de unidad
mecánico. Entonces la sinceridad se resiente: ya no
tendrá el carácter de dar a conocer la situación
personal, que ha de realizarse en el seno de un diálogo
confiado, sino la comunicación de hechos concretos.
Las personas se verán impedidas de comunicar sus opiniones
más personales, sus dudas o perplejidades sobre las
cosas que más les interesan, y sólo hablarán
de ellas con sus íntimos Aparecerá el temor
a decir francamente lo que se piensa porque, de hecho, los
que gobiernan no consideran a las personas como posibles sujetos
de conocimiento, sino solamente como instrumentos con ciertas
cualidades prácticas. Decir con claridad la propia
opinión puede dar lugar a serias dificultades institucionales.
Si la propia situación es relativamente grata y depende
de los que gobiernan, se pensará que es mejor callarse
que ponerse en peligro de ser apartado de la situación
en que uno se encuentra.
Esto es gravemente negativo también para las personas
que se confían plenamente a ese modo de vivir. Quienes
viven en este ámbito, aunque tengan pautas de actuación
concretas muy aseradas, resultan personas "sin mundo",
es decir, sin un contacto real y comprometido con la realidad,
es decir, sin referencias reales consistentes. El mundo de
la orientación ha sido substituido por las indicaciones
de gobierno. Por eso, las personas antes o después
acaban reclamando de los gobernantes lo que deberían
saber encontrar en la realidad: apoyo, orientación,
consuelo y, en definitiva, impulso vital. Como esto no es
algo electivo, sino que responde a lo que las personas son
en la realidad, éstas con gran frecuencia se rompen.
Si se trata de formar a las personas de esa manera, cuando
éstas se encuentran en situaciones que no son las previstas
en el conjunto de indicaciones vigentes, es decir, en situaciones
para las que no hay pautas concretas determinadas, carecen
de la creatividad necesaria para dar una respuesta personal
y responsable ante lo que tienen delante. Pero es que nunca
su conducta es original y propia, siempre es derivada de la
norma general, es "un caso" de lo general, no algo
verdaderamente personal, es decir, inédito y libre.
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