Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 9. AUTOACEPTACIÓN Y DONACIÓN
(Meditación antropológica sobre el Filioque)

1. La entrega definitiva de Dios al hombre en Jesucristo

La Navidad es una fiesta de la entrega de Dios al mundo: "Nos ha nacido un niño, un hijo se nos ha dado" [Antífona de entrada de la Misa del día de Navidad].

Es la entrega de Dios. Dios Encarnado es Dios que se acerca, que se abaja, es Dios entregado, arrodillado -semetipsum exinanivit- [Filip 2,7], Dios que viene para estar junto a nosotros, para participar en nuestra vida, para convivir con nosotros. En efecto, la plenitud de salvación y de revelación que realiza Jesucristo, se cumple a través de la convivencia. La plenitud de la revelación no es propiamente lo que Jesucristo dice, sino Él mismo, y para conocerle el hombre ha de convivir con Él: la manera adecuada de conocer a las personas, no es saber de ellas "cosas" -cualidades, circunstancias, etc.-, sino tratarlas, enlazar con su vida, participar en sus acciones, formar parte de su existencia. Ciertamente conocer las cualidades de alguien puede ser útil, pero queda siempre en las fronteras de la persona; por otra parte se puede conocer mucho de alguien conociendo su vida, su historia. Pero la forma más adecuada de conocer al ser humano es enlazar la propia libertad con la del otro.

Por esto su venida al mundo no debe ser considerada simplemente como un acontecimiento "objetivo", en su facticidad ontológica, sino que hay que entenderlo en el ámbito personal. No se trata simplemente del hecho metafísico de que asuma una naturaleza humana, sino de un establecimiento de relaciones personales. Por eso pide la aceptación de la criatura en cuya vida va a entrar para compartirla, y envía su ángel a Anunciar a María.

Por esto mismo entendemos la Cruz como la reafirmación de la entrega: en la Cruz Cristo, que es Dios-entregado, está crucificado, es decir, rechazado por el hombre; pero está amorosamente sediento del amor de los hombres. Esto significa que el hecho de que los hombres rechacen su entrega, no hace que se retire, sino que su entrega brille más intensa todavía: la entrega de Dios en Jesucristo, es más poderosa que la capacidad de rechazar que tiene la criatura. En los ejercicios espirituales que predicó a Pablo VI, el entonces arzobispo de Cracovia expresó el alcance y significado de la Cruz como reafirmación de la donación de Dios: "El amor del que habla Jesús en su discurso de despedida tiene la dimensión del sacrificio, que él mismo llevará a cabo, es decir, una dimensión histórica que habla al hombre con la majestad de la cruz. Pero, al mismo tiempo, el amor tiene también una dimensión suprahistórica, que sobrepasa la historia, es decir, la dimensión de un don rechazado por el "amor sui usque ad contemptum Dei" de Satanás, y con mucha frecuencia deformado o destruido en el corazón y en la historia del hombre. Este don, por medio de Jesús, debe volver a su fuente para que el hombre pueda encontrarse nuevamente a sí mismo en la plenitud de la Alianza. He aquí el porqué de la cruz. He aquí por qué Jesús sale del cenáculo y empieza a caminar definitivamente hacia ella. Dios, que desde el principio quiere ser un don para el hombre, la fuente rebosante de todo don, se revela en el misterio de la cruz. "Deus absconditus" [Is 45, 15]" [K. Wojtyla, "Signo de contradicción", BAC, Madrid 1978, p. 80]. Y esta donación reclama también aceptación: por eso al pie de la Cruz vuelve a estar la Virgen María, la misma que expresó la aceptación radical de la donación divina de la Encarnación.

2. La "progresiva" entrega de Dios: la promesa de "otro Consolador"

El Señor habló muchas veces en términos de su entrega a nosotros, de forma que cuando reclamaba nuestra aceptación lo hacía pidiendo la correspondencia propia a su entrega. Pedía reconocimiento, aceptación. Los necesitados, los mendigos, los pequeños, son Él: "Cuando lo hicisteis con uno de estos pequeños conmigo lo hicisteis" [Mateo 25,40].

El Apocalipsis lo expresa de modo explícito cuando pone en sus labios la advertencia: "he aquí que estoy a tu puerta y llamo" [Apocapilpsis, 3, 20].

La entrega del Señor culmina en la Cruz: su Humanidad Santísima es "cuerpo entregado" y "sangre derramada". La Cruz es un sacrificio de holocausto, de entrega plena de Cristo, hasta la última gota de su Sangre. Pero, aunque sea la plenitud de la entrega de Cristo, no es la culminación de la entrega de Dios al hombre. Desde la Cruz el Señor entrega "su Espíritu" [Juan 19,30]. La expresión de San Juan en la narración de la muerte del Señor es ambivalente: por una parte anuncia el cumplimiento del "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" [Lucas 19,30], pero por otra parte es como la anticipación de la donación del Espíritu que había prometido.

El Señor había prometido "otro Paráclito", "otro Consolador" [Juan 14, 16] que había de permanecer con nosotros eternamente. Al utilizar la palabra "otro", está mostrando que El que iba a ser enviado era como un "segundo", qué estaba en continuidad con el "primero", que era Él mismo. De esta forma el Señor muestra la misión del Espíritu Santo en continuidad con la suya propia. Esto nos permite entender algo aquello de que aunque la entrega de Dios en Cristo, que tiene lugar en la Cruz, es una entrega plena, no es aún la donación definitiva de Dios a los hombres.

Jesús habla claro de que conviene que Él se vaya [Cfr. Juan 16,7], es decir, que esa entrega de Dios a los hombres, que es Él mismo, el Dios-con-nosotros, deje paso, dé paso a la otra entrega de Dios a nosotros, que es el Espíritu Santo, el Dios-en-nosotros. Esta es ya la total entrega, la comunicación, la comunión plena de Dios con su criatura.

Podríamos decir que Jesucristo en Dios-con-nosotros, Dios a nuestro lado, Dios físicamente cerca de mí. Esto es maravilloso, pero no lo es todo. Ciertamente la cercanía física está orientada a la comunión de corazones, pero no se identifica con ella. Esa cercanía física es compatible con una lejanía personal interior. Bien lo manifestó el Señor cuando al tocarle la hemorroísa, a pesar de que eran muchos los que le apretaban, preguntó: "¿Quién me ha tocado?" [Marcos 5, 31].

A esta situación "intermedia" se alude en el Magisterio cuando se dice que la presencia real y substancial de Cristo bajo las especies sacramentales es "res et sacramentum": "Pero hay que distinguir cuidadosamente entre tres cosas que en este sacramento se encuentran separadas, es decir, la forma visible, la verdad del cuerpo y la potencia espiritual. La forma es del pan y del vino, la verdad es de la carne y de la sangre, la potencia es de la unidad y de la caridad. La primera cosa es "sacramento y no realidad". La segunda es "sacramento y realidad". La tercera es "realidad y no sacramento". Pero la primera es sacramento de una doble realidad. La segunda es sacramento de una y está también la realidad de la otra. La tercera es realidad de un doble sacramento" [(Inocencio III, Ep. "Cum Marthe circa" ad Iohannem arcciep Ludun., 29 Nov. 1202; DS 783]. Así se expresa que la presencia real es ya una realidad sublime, pero a su vez es signo de algo más decisivo aún, que es la comunión en el amor. Si se recibe a Cristo sin las debidas disposiciones, la presencia real no es para salvación sino para condena. Decía Santo Tomás en el "Lauda Sion": "Sumunt boni, sumunt mali: sorte tamen inrequali, vitrae vel interitus (Lo reciben tanto los buenos como los malos, pero con resultado desigual pues para los buenos es vida, mientras que para los malos es perdición" [Missale Romanum. Lectionarium II, Editio typica, Libreria Editrice Vaticana, 1971, p. 916.].

La cercanía física del Señor no es todo. Es sin duda un gran bien, pero reclama más, reclama la unión personal amorosa, de correspondencia. Si esta correspondencia no se da, la entrega queda como frustrada, y muestra así que era una entrega aún no cumplida plenamente. La entrega física que supone la Encarnación puede quedar sin que se cumpla la plenitud a la que aspira, y entonces esa entrega se queda sin cumplir, como una entrega que no ha sido aceptada y que, por tanto, no se ha cumplido como entrega.

3. La plenitud de la entrega de Dios en la donación del Espíritu Santo

La plenitud de la entrega de Dios al hombre se da en Pentecostés, en la donación del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo ya no reclama nada más, ya no es signo ni sacramento de ninguna otra cosa, es "res tantum", don perfecto y cumplido. Esta donación ya es en sí misma plena. El Espíritu Santo es el don perfecto, en el que no hay ninguna ambigüedad: cuando se da, este darse no es sólo una mitad de la donación que necesita de la otra mitad es decir, de la aceptación. Cuando el Espíritu Santo se da es ya plenamente recibido, es poseído por el que lo recibe, ya inhabita y santifica a aquel a quien es dado: quien lo recibe,es santo.

La fe de la Iglesia ha expresado esto en su propia oración, en la liturgia, que, al celebrar los misterios de la salvación, culmina en la fiesta de Pentecostés. En la versión antigua de la Letanía de los Santos de advierte un crescendo en el que se muestran los "pasos" de la donación de Dios:

Per mystérium Sanctae Incarnatiónis tuae, líbera nos Dómine
Per Advéntum tuum,
Per Nativitátem tuam,
Per Baptísmum et sanctum jejúnium tuum,
Per Crucem et Passiónem tuam,
Per Mortem et Sepultúram tuam,
Per Sanctam Resurrectiónem tuam,
Per admirábilem Ascensiónem tuam,
Per Advéntum Spíritus Sancti Parácliti

No se trata aquí solamente de un proceso temporal: hay una dependencia intrínseca de los pasos posteriores respecto de los anteriores. Por eso decía el Señor: "Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no os enviaré el Espíritu Santo". El Espíritu Santo viene después, en dependencia de la entrega de Jesús.

Esto es la traducción en el tiempo de lo que confesamos que tiene lugar en la intimidad misteriosa de la vida trinitaria: "Spiritus Sanctus a Patre et Filio, non factus nec creatus nec genitus, sed procedens" [Symbolum Quicumque pseudo-Athanasianum, DS 75, 11. 23]: El Espíritu Santo "procede", es consecuencia, "fruto", viene detrás del Padre y del Hijo. Y procede del Padre y del Hijo, no de cualquier forma sino "como de un único principio". El Espíritu Santo, que es Dios-que-se-da, cuyo nombre propio es "Don", procede ex Patre Filioque. (Recordamos que esta palabra, Filioque, no es asunto trivial, pues sobre ella se libraron batallas doctrinales de tremenda envergadura: el Cisma de Oriente se originó a partir de disputas sobre esta palabra. Ciertamente no puede ser asunto baladí, ni trivial, irrelevante, no era lis de verbis, ni asunto meramente "bizantino " [16Cfr. Y. M.-J. Congar, "El Espíritu Santo", Herder, Barcelona 1983, pp. 490-500, 525-527].

La plenitud de la donación divina que tiene lugar en el Espíritu Santo se pone especialmente de manifiesto en el mismo nombre de la tercera Persona de la Trinidad. En efecto, el Espíritu se revela ante todo como el espíritu de Jesucristo o el espíritu de Dios -en el sentido que esta palabra tiene en el uso coloquial, es decir, como ámbito o ambiente que crea una persona en torno a sí-. Por esto la definición del carácter personal del Espíritu Santo es relativamente tardía, y sobre todo es posterior a la abundante enseñanza sobre su condición de espíritu de Jesucristo. El Espíritu Santo es el espíritu de Jesucristo, en cuanto que Jesucristo con su entrega por nosotros, muriendo en la Cruz nos comunica su espíritu, es decir, nos da el ámbito o la sintonía en que podemos entrar en relación con Él. En este sentido se entiende que quien recibe el don del espíritu de Jesucristo, es el que puede entrar en una relación de intimidad con Él. Por eso, el espíritu no se revela primariamente como Persona, sino precisamente como espíritu. Así entendemos que la acción del espíritu no sea del tipo de la acción eficiente, propia de los agentes substanciales. El Espíritu, al revelarse ante todo como espíritu, muestra que su acción no es del tipo de la acción eficiente, sino que debe entenderse ante todo como una acción de tipo de la causalidad formal. Por esto, tener el espíritu se entiende inmediatamente como estar informado por él. Entonces, después de estas revelaciones, se entiende que cuando se diga que ese espíritu es una Persona divina llamada Espíritu Santo, se entenderá que tener ese Espíritu es estar unido salvíficamente con Él. Por esto es importante no afirmar demasiado rápidamente que el Espíritu Santo es una Persona divina con la que hemos de entrar en relación adorante, pues esto puede incluir el riesgo de olvidar que el Espíritu Santo es ante todo el espíritu del Hijo, es decir, el ámbito en el cual entramos en relación personal con el Hijo, de modo semejante a como decimos que tener el espíritu de un determinado maestro es lo que nos permite entender el sentido de sus lecciones. El Espíritu Santo es ante todo Dios en nosotros, que nos permite tratar al que es Dios con nosotros.

Ciertamente, después de la afirmación de que ese espíritu es Persona divina, lo debemos reconocer también como Dios con nosotros, y nos sentimos llamados a relacionarnos personalmente con Él. Pero esa relación es diferente de la tenemos con el Hijo, pues la relación con el Hijo requiere precisamente estar en el Espíritu Santo. La relación con el Espíritu Santo tiene primariamente la finalidad de ponernos en relación con el Hijo, y no es objeto directo de la relación del cristiano sino secundaria y ulteriormente. La condición de Gran Desconocido que se reconoce en el Espíritu Santo está, pues, hondamente enraizada en la economía de la salvación, y en el carácter propio y peculiar de la donación de Dios en el Espíritu Santo como donación plena y perfecta.

4. La tercera Persona divina es el "espíritu" de la Iglesia

La definición del dogma trinitario se culminó substancialmente con la afirmación del Espíritu Santo como Persona divina. Hasta esta definición el Espíritu de Dios, o Espíritu Santo o Espíritu de Cristo era ya afirmado y reconocido en la vida y piedad cristiana, pero solamente como un "espíritu", como el "espíritu" en el que la comunidad de los discípulos entraba en comunión con Cristo, y entre sí. Esto significa que era visto sobre todo como un "espíritu". Para entender mejor lo que es el Espíritu Santo es conveniente procurar poner la atención en lo que es un "espíritu".

El "espíritu", es lo que se respira, lo que hace que un cuerpo esté vivo, que aliente. Esto tiene que ver con el hecho de la respiración como inspiración y espiración de aire, pues en la respiración se manifiesta que el cuerpo "comunica", emite algo más sutil que la materialidad corporal, y que por eso no es un mero trozo de materia inerte. Los cuerpos vivos son los que respiran, y respirar es tener "espíritu".

Del sentido más directo y corporal podemos pasar a un sentido ulterior, que se apoya, al menos simbólicamente, en el sentido primero. La vida propia de las personas humanas se caracteriza por la comunión entre ellas. Hay ciertamente diversas formas de comunión natural entre las personas, como son la comunión que se establece en el diálogo, o en la participación en la misma cultura, o en el mismo mundo, o en el mismo medio. Una forma singular de comunión es la que se establece entre el varón y la mujer en función de la sexualidad respectiva. La forma de comunión más propiamente humana es la que se establece en el diálogo, de forma que las otras formas de comunión no son más que condiciones de posibilidad para que el diálogo se establezca.

Para que el diálogo sea posible, las personas han de existir en el terreno común de una misma cultura, pues el diálogo exige una lengua común y comunes referencias de visión del mundo, de referencias simbólicas, etc. Si las personas participan intensamente en una cultura común, entonces es posible un diálogo de categoría. Por supuesto, esta participación en la cultura común no implica identidad de opiniones sobre todo: el diálogo no constituye una unidad que disuelva las individualidades, sino que se apoya en ellas y las reafirma. Las personas que dialogan no son iguales. A veces se dice que personas que dialogan intensamente están "identificadas". Pero no se trata de una identificación anastática, sino de la identificación dialógica, de ser "personas que se entienden entre sí". Esta identificación dialógica tiene como base la participación en la misma cultura, que de esa manera es como un "espíritu común", como un ámbito, como un "aire" o un medio en el que las personas pueden encontrarse al más alto nivel.

De esta manera la palabra "espíritu" tiene sobre todo el sentido de ser el medio propio en el que tiene lugar la comunión de las personas. El "espíritu" no es una realidad activa, sino el medio que hace posible que la actividad de alguien alcance su efecto propio en otra persona. En el orden material, el aire es condición indispensable para que las palabras que se pronuncian sean oídas por otras personas. En el orden propiamente personal es decir, en el orden dialógico, la cultura común es indispensable para el diálogo. Si no existe ese medio cultural común, se dice que las personas, aunque hablen la misma lengua materialmente, "hablan idiomas distintos". En este sentido al "espíritu" no compete una causalidad eficiente. La influencia del "espíritu" se mueve en el orden de la causalidad formal.

El "espíritu" "inspira", de forma que cuando se dice que hay conductas o actos que han sido realizados bajo la influencia del "espíritu", no se quiere decir que se trata de actos imperados "desde fuera" por el "espíritu" al modo de la causa eficiente, que "mueve" a la criatura en una dirección determinada, sino que se trata de actos que manan desde dentro de la criatura, pues la influencia del "espíritu" no es violenta ni externa, sino, como hemos dicho, interna y al modo de la causa formal. Por esto el "espíritu" es principio de libertad. "Ubi Spiritus . Domini, ibi libertas" dice San Pablo. Y Santo Tomás comenta que el Espíritu Santo es principio de libertad porque hace que los actos sean más propios, que nazcan de un conocimiento personal más adecuado, de una relación con la realidad más auténtica.

Además el "espíritu" no es, y no debe ser, objeto de consideración explícita, pues él no es lo que se conoce, sino el medio en que se conoce otra realidad distinta de él mismo.

Por esto se entiende que en principio, se afirmase sobre todo el carácter "espiritual" del Espíritu Santo. Ese "espíritu" era sobre todo el "espíritu del Hijo", pero en el sentido en que se habla de "espíritu" de un maestro, o del fundador de una institución: aquella cualidad en la que los discípulos participan de la fuerza vital del maestro. En este sentido el "espíritu" del Hijo era sobre todo lo que permitía que el cristiano entrase en comunión con el Hijo, que pudiera dialogar con Él, que fuera posible la oración, la cercanía semejante a la de los Apóstoles. El "espíritu" de Jesucristo era el que hacía posible que la experiencia de los Apóstoles en su cercanía y comunión con Cristo, fuera también propia de los discípulos de todos los tiempos.

Por eso, cuando se consideraba la Iglesia como una comunión de discípulos de Jesucristo a través de los tiempos, se decía que ese "espíritu" de Jesucristo es el alma de la Iglesia.

Pero la comunión con Jesucristo nos lleva al Padre, a tratarle en Cristo como hijos suyos. La comunión del cristiano con el Padre es participación en la comunión del Hijo mismo con el Padre. Por esto, el "espíritu" que Cristo nos da es el mismo "espíritu" en el que El vive la unidad divina con su Padre.

Todo esto hace que nos sea extraordinariamente significativo llamar "espíritu" a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Ciertamente es una Persona, pues en Dios no hay nada que no sea personal, pero sería desorientador acceder al misterio del Espíritu Santo desde la afirmación primaria de su ser Persona divina. En efecto, si se parte de la condición personal del Espíritu Santo, se tiende a concebirlo como sujeto activo y, por tanto, como referencia de unas acciones propias a nivel de causalidad eficiente. Además, si es una Persona aparece inmediatamente como sujeto de posibles relación explícita por parte del cristiano, y entonces no se entiende que el Espíritu Santo haya sido tradicionalmente "el gran Desconocido", porque "en Él" a quien se conocía era a Cristo y al Padre. Los impulsos, más o menos bienintencionados, de hacer al Espíritu Santo objeto de devoción explícita han sido habitualmente ambiguos en la historia de la Iglesia. La corriente de pensamiento y espiritualidad que tiene su nacimiento simbólico en la figura de Joaquín de Fiore, ha sido profundamente ambigua.

Por supuesto, eso no quiere decir que una vez que ha sido conocido primariamente como "espíritu", y luego como Persona divina, no deba ser objeto de adoración explícita. Lo único que se debe subrayar es que lo primario en Él es su condición de "espíritu".

Por ser "espíritu" la acción del Espíritu Santo en el alma está "en el orden de la causalidad formal". Ciertamente la causalidad formal es una causa intrínseca, y, en este sentido, el Espíritu santo no puede ser causa formal del cristiano. Pero la doctrina de la inhabitación nos habla de esta "unción" que nos hace sintonizar con Cristo. El que actuará es Cristo, pero el "medio" en el que esta acción tiene lugar es el "espíritu" del Hijo, es decir, el Espíritu Santo.

El efecto propio perceptible de la inhabitación debe ser la sintonía con las cosas de Cristo, el sensus Christi de que habla el Apóstol (1 Cor 2,16). Su hablar debe ser de este tipo, porque el Espíritu Santo no enseña cosas nuevas, su acción no está en el mismo nivel de la acción del Cristo. El Espíritu Santo "explica" la enseñanza de Jesucristo, pero esa enseñanza se debe entender como el disponer el alma del cristiano para que las palabras de Cristo se le hagan diáfanas, para que las palabras del Señor le lleven.

5. El Espíritu Santo procede "del Padre y del Hijo"

Esto se puede entender en cierta medida si lo tratamos de expresar en el lenguaje de nuestra vida corriente. Entonces podemos decir que la entrega radical y cumplida de Dios mismo, es decir, la entrega fontal y radical, fuente de toda posible entrega, Dios mismo en cuanto que se da, "procede", es consecuencia de algo, no se puede entender a partir de sí mismo: si decimos "entrega" estamos presuponiendo algo de lo que esa entrega procede: la entrega tiene condiciones de posibilidad. Para que pueda haber entrega auténtica tienen que darse una condiciones. Cualquier cosa no puede darse. Esto resulta muy significativo si advertimos que hay situaciones en las que no se puede cumplir la entrega, que hay personas que no saben darse, que quizá querrían darse pero no pueden cumplir ese deseo, es decir, no saben querer.

Dios Espíritu Santo, el "Don" infinito, fuente de todo donarse, "procede" ex Patre Filioque, procede del Padre y del Hijo, como de un único principio. Por esto se dice que procede de "la unión del Padre y del Hijo".

La unión del Padre y del Hijo, no es una unión indiferenciada o cualquiera, es una unión de la que la fe nos da noticias decisivas: la unión del Padre y del Hijo es la unión de Dios con el Verbo de Dios, la unión de Dios con su autoexpresión cognoscitiva. Ya sonó una voz en el Jordán y en el Tabor que decía que Dios se complace en su Hijo, en su Verbo, en su Palabra. Si Dios está íntimamente unido a su propia expresión, con la perfecta y cumplida expresión de Sí mismo, y se complace en ella, podemos decir que la unión del Padre y del Hijo, significa la perfecta y cumplida autoaceptación de Dios.

El darse perfecto de Dios "procede", se deriva, tiene sus raíces, en la perfecta y cumplida autoaceptación de Dios. Tocamos aquí una ley primordial del ser y del darse: la propia donación debe estar enraizada en la propia aceptación. Sólo quien se autoposee, puede darse verdaderamente. Esto parece una forma de expresar el dicho popular de que "nadie da lo que no tiene". Sólo quien cumple la autoposesión, que es la autoaceptación, puede llevar a cabo la donación cumplida.

Al mismo tiempo, hemos de afirmar que la autoposesión de Dios que se expresa en la unión del Padre y del Hijo, en cuanto que esta unión es término de la relación con el Espíritu Santo que procede de ella, es esencialmente dependiente de la condición del Dios como don. Con otras palabras, la autodonación procede de la autoposesión, pero ésta es inconcebible separadamente de la condición de Dios como don.

En estas afirmaciones estamos tocando lo máximamente elevado y trascendente, y al mismo tiempo lo máximamente expresivo de nuestra vida humana, de lo que acontece en nuestro corazón. En efecto, sabemos por nuestra experiencia en nuestra propia vida qué grandeza humana y qué trascendencia personal tiene el darse verdadero, el poder establecer con los demás una relación profunda y realmente comunicativa, el "saber querer".

6. La entrega de Dios y la entrega humana

Los actuales empeños de "solidaridad" son la expresión del impulso que tiene la persona hacia la comunicación con los demás. Esta comunicación impulsa ciertamente a las actitudes solidarias, de ayuda a los necesitados. También es un impulso hacia las relaciones amorosas con personas de sexo contrario. Pero al mismo tiempo que se experimentan esos impulsos, se advierte que la necesidad de comunicación no se satisface con esos vínculos más o menos externos.

El afán de comunicación no se puede apagar dando una mera ayuda material. Ciertamente esa ayuda material es indispensable, sobre todo cuando se está ante personas necesitadas. Pero esa generosidad implica en sí misma la tendencia intrínseca a la donación real de la propia persona. Se trata de hacer "don de sí mismo, desprendido y generoso". La tragedia de muchas personas, hoy y en todos los tiempos -pero me parece que especialmente hoy- es que no saben darse, no saben querer, se sienten incapaces de hacer de sí mismo don desprendido y generoso. Quizá puedan dar dinero, o tiempo, o esfuerzo, o trabajo, o... pero les resulta imposible la generosidad esencial del darse a sí mismos. Esto implica que en esas personas la imagen de Dios no alcanza la dimensión de semejanza con vida trinitaria.

El misterio de la Trinidad, en el que Dios-en-cuanto-don procede de la unión peculiar del Padre y su Verbo, es decir, de la autoaceptación de Dios, nos dice que para darnos hemos de poseernos, y para autoposeernos, debemos autoaceptarnos: ésta es la condición de posibilidad. La autoposesión natural es algo que sobrepasa la fuerzas de la naturaleza tal como las tenemos después del pecado original. Para alcanzar la auténtica autoposesión debemos unirnos a la autoposesión fontal que es la unión de Cristo con el Padre.

La autoposesión debe ser algo decisivo en nuestra manera de juzgar las situaciones personales, propias y ajenas. No se trata de una cualidad marginal o trivial. Tampoco es estrictamente reconducible a otras cualidades o habilidades espirituales, intelectuales o sociales o técnicas. La autoposesión es la conformidad con la propia verdad, la aceptación de la propia verdad, de la propia realidad.

La propia realidad no es simplemente la realidad fáctica, sino la adecuación con lo que la persona debe ser. Los griegos llamaron a esta adecuación con una palabra -"eudaimonía"- que es traducida normalmente con la palabra "felicidad". Al traducirla de ese modo se pierde mucho, porque la palabra "felicidad" no incluye nada de lo que sea o deba ser su contenido, y la palabra griega, tiene un sentido en cierto modo descriptivo, que se refiere al "llevarse bien" con el propio "daimon". El "daimon" es algo bastante difícil de explicar, pues no estamos familiarizados con la perspectiva de la persona, de la que esa idea forma parte. Alguna vez fue descrito como lo que los demás ven de nosotros mismos, como una especie de "espíritu" que llevamos sobre nuestros hombros que los demás ven pero que nosotros no podemos ver. [Cfr. por ejemplo, H. Arendt. "La Candición Humana", Seix Barral, Barcelona 1974, pp. 254-255].

En realidad la doctrina griega del "daimon" es una concepción un tanto confusa de algo que sólo se entiende cabalmente desde la doctrina cristiana de la creación. La fe en la creación nos dice que Dios nos ha creado por una llamada a la comunión personal con Él, y que la vida es el "espacio" del consentimiento libre a esa llamada. Al llamarnos a cada uno de forma individual e irrepetible, Dios tiene un designio para cada persona, pero la persona no da su consentimiento simplemente con un "sí" o con un "no" instantáneos, como hicieron los ángeles, sino que la respuesta de consentimiento o de rechazo, se cumple en la amplitud temporal de una vida. Por eso, cuando la persona consiente a la llamada creadora de Dios lo que resulta no es solamente el cumplimiento del designio divino, sino que también queda la señal de las respuestas que ha ido dando la persona, su propia vida en cuanto que es una vida fiel.

Mientras la vida está en curso, la persona no puede estar plenamente conforme con la idea o el designio de Dios para con ella, pues ese designio sólo está cumplido cuando la vida alcanza su culminación y da paso a la eternidad. Pero mientras dura ese curso, tampoco se puede decir que el designio está frustrado: está precisamente en trance de cumplimiento. Aún hay una tensión de futuro; pero no se puede decir que la persona que está respondiendo bien a Dios esté en pura tensión hacia el futuro, porque aunque no haya alcanzado la meta definitiva, se da en esa existencia personal una presencia de plenitud, un "presente" que es como una anticipación de la plenitud. La situación es parecida a la que vive el buen estudiante que a mitad de curso aún no ha alcanzado los conocimientos propios de su curso, pero va camino de ello. Ese estudiante, como la persona que va respondiendo a Dios, puede decir, "estoy donde tengo que estar" ["In the highlands you woke up in the morning and thought: Here I am, where I ought to be" (Isak Dinesen,"Out of Africa, o. c. p.14)]. La recta relación con la propia situación tiene como expresión la misma mirada que Dios tuvo cuando culminó la creación y llamó al hombre: "y vio Dios que era muy bueno" [Génesis 1,31].

Al mismo tiempo, la autoaceptación no es algo que pueda acontecer separada o aisladamente, como si fuera algo requerido previamente para la autodonación. Así como en el seno de la Trinidad confesamos una relación mutua entre el Espíritu Santo y la unidad constituida por el Padre y el Hijo, también hemos de reconocer que hay una relación esencial entre la autoaceptación y la autodonación. Esto se comprueba en el hecho de que la persona humana alcanza su más perfecta reflexión autocognoscitiva en el seno de la experiencia moral, que es precisamente la situación en la que la criatura se somete más perfectamente a la llamada de Dios. En efecto, en la experiencia moral la persona alcanza un autoconocimiento perfecto, pues advierte la conveniencia o disconveniencia de un acto determinado con su ser de criatura llamada por Dios. Ciertamente este autoconocimiento no es temático, pues el tema de ese conocimiento es el acto y su cualificación moral. Pero de manera atemática y con sectaria la persona realiza la más perfecta autoreflexión cognoscitiva. La inseparabilidad entre esta reflexión perfecta y la situación de entrega a Dios en la obediencia moral es imagen y semejanza de la inseparabilidad trinitaria entre Dios como don, el Espíritu Santo, y la unidad constituida por el Padre y el Hijo.

7. La autoposesión del hombre implica unión con Dios

La autoposesión no es asunto que pueda entenderse desde la sola consideración de la propia persona. Tiene un componente esencialmente relacional, pues involucra la relación de respuesta a Dios. Sin embargo, no basta la consideración de la buena relación con Dios, para que una persona pueda decir que se encuentra "donde tiene que estar".

La recta relación con Dios es el elemento esencial de esa situación, y, por supuesto, si falta no puede darse armonía interior en la persona. Pero la persona humana no es como un ángel, no es un espíritu puro, sino una naturaleza compleja y articulada. La articulación puede estar defectuosa y, por eso, aunque pueda estar en recta relación con Dios, puede estar distorsionada en sus mismos elementos.

A veces es posible que entre los diversos componentes de la naturaleza humana, haya tensiones muy fuertes. Entonces es difícil que la persona se sienta en posesión de sí misma, aunque esté "en gracia de Dios". Ciertamente la gracia de Dios tiene como efecto suyo "natural" el ordenar la constitución intrínseca de la persona. Pero ese efecto no es ni inmediato ni plenamente cumplido en esta vida. Por eso a veces la persona siente de alguna forma que no vive plenamente su vida, es decir, que los hechos que acontecen con sus capacidades activas no le pertenecen en plenitud. Entonces se tiene la sensación de que la propia vida no es ejercida por el propio sujeto.

Cuando en una persona hay muchos aspectos en los que las acciones no surgen de la raíz propiamente personal, sino que unas veces surge de las pasiones, otras de las coacciones sociales, otras de los prejuicios morales, otras de la presión institucional o familiar, entonces la persona no se puede sentir plenamente dueña de sus actos, es decir, de su vida. Quizá contempla sus actos, e incluso es capaz de dar un dictamen sobre la rectitud o conveniencia de esos actos, pero si son acciones que no nacen del conocimiento y de la voluntad -por encima de otras presiones- entonces la persona no es ni puede sentirse dueña de sus actos, ni de su vida, ni de sí misma.

En las circunstancias en las que la persona no se siente dueña de sí misma, puede poner inmediatamente un orden básico en la dimensión. más fundamental, si realiza una verdadera conversión a Dios. Pero esto no es suficiente para poder realizar una entrega verdadera. Es preciso que supere la sensación de estar "roto en trozos".-destrozado-, de no ser dueño de sí mismo, de que otras fuerza dominan en su vida. Si esto no se cumple, la persona no es dueña de sí, no es imagen de Dios en cuanto unión del Padre y su Verbo, y por eso no puede ser imagen de Dios Espíritu Santo que cumple la donación perfecta.

La cuestión de la autoaceptación y la autoposesión es un asunto antropológico fundamental, que incide sobre la persona en aquellos aspectos que hoy están más ocultos por la perspectiva dominante. En efecto, para entender la autoposesión hay que mirar a la persona desde la perspectiva cristiana que la contempla como criatura, o, en cualquier caso desde una adecuada comprensión de la subjetividad como núcleo de relación con la trascendencia y con el mundo. Esta perspectiva se caracteriza también porque, al mirar al hombre como llamado por Dios, como creado en su singularidad personal irrepetible, lo considera en su unicidad incomparable, es decir, como un elegido. La llamada creadora, en efecto, tiene el carácter de una elección.

El mundo moderno, especialmente con su visión cientifista, supone un ataque formidable, aunque indirecto e implícito, a la visión cristiana del hombre. La "razón abierta" o la "razón abstracta" tiende a ver a las personas bajo la categoría de los "universales" de los que son representantes. En cuanto representantes de universales las personas son "comparables". Además, esos universales bajo los cuales se "mide" a las personas, son aquellas propiedades de las que puede dar cuenta, es decir, las que son conocidas a través de la razón científica, las cuales son, lógicamente, las propiedades correspondientes a la dimensión material biológica de la persona. Son, pues, propiedades esencialmente vinculadas a la cuantificación, que en consecuencia permiten establecer comparaciones bastante exactas. Por esto se puede decir que la actitud de compararse con los demás, es decir, de establecer la propia seguridad en función de una cierta primacía respecto de los demás, en algún campo, es signo de haber perdido la referencia buena, que es la referencia a la llamada creadora, que es signo de elección, de unicidad, de no ser comparable -ni substituible- por ninguna otra persona.

Se autoposee y puede entregarse quien se sabe único, querido explícitamente por Dios, a pesar de los defectos congénitos, de las limitaciones de talento, de las circunstancias más o menos defectuosas en el origen. Pero además ha de saberse querido por Dios, con una llamada que perdura, a pesar de las claudicaciones en el curso de la vida. Se autoposee quien acepta con serenidad la propia historia, aunque sea una historia en la que no faltan los pecados, porque los ha puesto ante la mirada paternal de Dios, y ante la acción sacramental de Jesucristo. Es seguro que San Agustín se dolería grandemente de sus pecados, pero seguramente no cambiaría su vida, que tuvo mucho de pecado y de perdón -que era su historia con Dios- por la de San Juan; ni San Dimas, el Buen Ladrón, que experimentó la misericordia del Señor en la Cruz, cuando él mismo recibía el justo castigo por sus delitos, se cambiaría por el virginal San Luis Gonzaga.

Hegel expresó de una forma acertada que el principio de la autoposesión, es decir del poder actuar libre, que es la base de la moral es la aceptación de la propia verdad: "El comienzo, el principio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino (principium scientire moralis est reverentia fato habenda). [Citado por R. Spaemann, "Ética: Cuestiones fundamentales", Eunsa, Pamplona 1988, p. 113. Por supuesto, esta cita expresa lo que aquí decimos siempre que a la palabra "fato" se le dé el sentido que le da Spaemann en el lugar referido.]

8. La autoposesión del cristiano en su lucha ascética

La aceptación de la propia realidad tiene además un carácter dinámico, en cuanto que supone la aceptación de una situación de camino en el que aún no está cumplida la realidad de nuestra persona. Esto implica que aunque ciertamente debamos aceptarnos a nosotros mismos, lo hacemos reconociendo que aún falta mucho para hacer realidad lo que Dios ama en nosotros. Por eso debemos siempre mejorar, crecer en amor a Dios y a los demás, y hacer que ese doble amor se exprese en todas la dimensiones de nuestra existencia. Para lograr este crecimiento debemos mantener una lucha ascética.

En la lucha ascética debe expresarse de manera especialmente exacta la aceptación propia en la situación de tensión activa hacia la plenitud. Buena parte de las dificultades que experimentan personas que quieren sinceramente ser fieles a la llamada de Dios, procede de que, aún aceptando y confesando humildemente la realidad, virtuosa o pecaminosa de la propia vida, mantienen una lucha ascética defectuosa.

La persona humana no es una mezcla de dos substancias, una espiritual y otra material. La fe cristiana rechaza todo dualismo y confiesa que la persona humana es una substancia compuesta de espíritu y materia. Esta distinción no es una cuestión sutil que deba reservarse a los especialistas del pensamiento especulativo. Su significación antropológica es muy importante: significa la afirmación de que en el hombre no hay un alma que tenga que controlar eficientemente a la parte material, según la imagen que defendieron algunos antiguos, y que aún aparece a veces en la predicación, de un jinete -el alma- que debe controlar violentamente un animal rebelde -el cuerpo-. La fe cristiana nos dice que el cuerpo no debe ser despreciado, sino que debe ser reconocido en su dignidad personal. El alma no debe gobernar violenta y externamente al cuerpo, sino que debe "informarlo": no es el jinete que domina al caballo rebelde, sino la "forma substancial" de un cuerpo que está lleno de espiritualidad, pues su "forma substancial" es espiritual.

Si se tiene una visión dualista del tipo del alma-jinete que cabalga un cuerpo animal, se cae fácilmente en la opinión de que la orientación hacia Dios es cosa del alma, de esa alma-jinete, mientras que el cuerpo es simplemente un sujeto pasivo de lo que en él haga el alma espiritual. Entonces es fácil que la presentación de la vida cristiana apele exclusivamente a las potencias espirituales reclamando de ellas la fortaleza y la decisión suficientes para dominar y someter a un cuerpo que, en principio, es neutral respecto del dominio que le impone el alma. En estos casos aparecerá la importancia del amor de Dios como clave decisiva de la orientación de la vida y de la conducta concreta y casi nunca se apelará a las inclinaciones que se encuentran en las dimensiones más corporales.

Cuando la corporalidad es vista como simple materialidad o animalidad, en sí misma rebelde, sus inclinaciones son consideradas, al menos, con sospecha. Si se experimenta que el cuerpo no acaba de ser sometido a los imperios de la voluntad se exigirá más amor de Dios, y más fortaleza en la lucha, hasta someter completamente al cuerpo y a sus inclinaciones rebeldes. El problema entonces es que si no se consigue someter el cuerpo a los imperios de la voluntad, no hay mas explicación posible que el defecto del amor. Esto es peligroso porque este enfoque de la lucha ascética es seriamente equivocado.

Para que la lucha ascética conlleve la serenidad y la armonía que se presupone en la aceptación propia, debe ser una lucha ascética que cuenta con las inclinaciones naturales. La persona humana no es un espíritu que trata de someter desde fuera, como el jinete a su montura, a un cuerpo, sino un ser complejo en cuya corporalidad está inscrita también la inclinación al fin de la persona, es decir, a Dios. La corporalidad tiene como forma substancial el espíritu que es el alma, por esto toda la actualidad, toda la energía de ser y de actividad proviene de esa actualización por el espíritu. El cuerpo humano es profundamente re1acional, esta transido de inclinaciones, de sentimientos, de afectos, de emociones, etc. que son expresión de que la referibilidad propia del espíritu está presente en el cuerpo.

La lucha ascética debe tener en cuenta que no se trata de someter un cuerpo neutral o rebelde, sino de poner orden en la unidad que constituye a la persona. Para esto hay que contar de forma decisiva con las inclinaciones naturales. En la enseñanza del Fundador del Opus Dei se encuentra como parte esencial que la vocación profesional o la vocación matrimonial son parte, y parte esencial de la vocación divina. Pero es obvio que la vocación profesional no es simplemente la respuesta a las necesidades del mundo, sino también en una medida decisiva, a las inclinaciones "naturales" -en el sentido de "correspondientes a la naturaleza individual"- de la persona. Por otra parte es evidente que la elección de la persona con la que constituir una familia en matrimonio, cuenta, y debe contar, en gran medida sobre la experiencia personal del enamoramiento, en el que tienen parte decisiva los sentimientos.

Hay una diferencia esencial entre la lucha que se lleva a cabo para hacer realidad algo a lo que se tiene inclinación natural, y la lucha que se mantiene contra los propios sentimientos. ésta última es una lucha represiva, en la que la persona no se puede poseer a sí misma, porque no tiene en cuenta convenientemente la verdad de su propio ser.

La persona que lucha desde el reconocimiento de sus propias inclinaciones, y que procura orientar su vida contando no solamente con el espíritu y la voluntad, sino con la realidad de su ser anímico corporal, es quien puede aceptarse. En cambio, quien lucha sólo desde su espiritualidad, no puede aceptarse porque está reprimiendo las energías vitales que el alma inscribe en sus dimensiones más materiales. Éstas suelen ser personas extraordinariamente voluntariosas, es decir, personas en las que la voluntad lucha por sobreponerse a todos los demás impulsos. Pero no es raro que entonces esta lucha, que es violenta y antinatural, se muestre agotadora y, en definitiva, estéril, y que las energías reprimidas por el imperio de la voluntad acaben rompiendo ataduras y aparezcan, quizá distorsionadas, en desórdenes o al menos en tentaciones desconcertantes.

9. La cuestión de la "autoestima"

Una de las características de los últimos años, ha sido el descubrimiento de la importancia que para el equilibrio psicológico, tiene la "autoestima". Se trata de un asunto estrechamente relacionado con lo que venimos tratando. Incluso alguien podría pensar que son temas que se identifican. En realidad son temas que deben diferenciarse claramente, al menos si se considera la autoestima de la manera que suele presentarse en los documentos divulgativos.

En un principio, parece que la autoestima se presenta en polémica con la literatura ascética cristiana tradicional que acentuaba intensamente la poquedad personal, el propio pecado, frente a la santidad infinita y trascendente de Dios. En cierto modo, esta irrupción de la autoestima recuerda mucho el tema clásico tradicional de la tensión entre la enseñanza de Aristóteles sobre la magnanimidad, y la enseñanza de la Biblia sobre la humildad, es decir, sobre la propia miseria y la propia nada ante la grandeza y la santidad de Dios. A veces se ha situado precisamente en esta tensión la fuerza creadora del occidente cristiano. ["Los hombres a menudo hablan de virtud sin emplear la palabra sino diciendo, en cambio, "la calidad de vida" o "la gran sociedad" o "ético" o aún "justo". Pero, ¿sabemos lo que es la virtud? Sócrates llegó a la conclusión de que causa el mayor bien al ser humano hacer, diariamente, discursos acerca de la virtud... al parecer sin encontrarle nunca una definición satisfactoria por completo. Sin embargo, si buscamos la respuesta más elaborada y menos ambigua a esta pregunta verdaderamente vital, debemos volvemos hacia la Ética de Aristóteles. Ahí leemos entre otras cosas que hay una virtud de primer orden llamada magnanimidad: el hábito de exigir los más altos honores para sí mismo, en el entendimiento de que se es digno de ellos. También leemos allí que el sentido de la vergüenza no es una virtud: el sentido de la vergüenza es apropiado para los jóvenes que, debido a su inmadurez, no pueden dejar de cometer errores, pero no para hombres maduros y bien educados que simplemente hacen siempre las cosas debidas y apropiadas. Por muy maravilloso que sea todo esto... hemos recibido un mensaje muy distinto de otro lugar muy distinto. Cuando el profeta Isaías recibió su vocación, quedó abrumado por el sentido de su indignidad: "Soy un hombre de labios impuros y entre un pueblo de labios impuros habito." Esto equivale a una condenación implícita de la magnanimidad y a una reivindicación implícita del sentido de la vergüenza. La razón de ello aparece en el contexto: "Santo, Santo, Santo es el señor de los ejércitos." No hay dios santo para Aristóteles ni para los griegos en general ¿Quién tiene razón, los griegos o los judíos? ¿Atenas o Jerusalén? ¿Y cómo proceder para descubrir quién está en lo cierto? ¿No hemos de reconocer que la sabiduría humana es incapaz de zanjar la cuestión y que cada respuesta se basa en un acto de fe? Pero, ¿no constituye esto la derrota completa y final de Atenas? Pues una filosofía basada en la fe deja de ser filosofía. Tal vez sea este conflicto no resuelto el que ha impedido al pensamiento occidental encontrar el reposo. Acaso sea este conflicto el que se encuentra en una especie de pensamiento que es realmente filosófico pero que ya no es griego: la filosofía moderna" (Leo Strauss, "Nicolás Maquiavelo", en L. Strauss y J. Cropsey (ed.), "Historia de la Filosofía Política", Fondo de Cultura Económica, México 1993, p. 286)]

Ciertamente esa tensión es real y, para las personas que viven en medio del mundo, reclama un entendimiento nuevo del sentido de la humildad, que sea coherente y no oscile entre la negación propia y la afirmación de los dones de Dios en la propia persona. ["Es posible que una ascética propia de religiosos deba manifestar con signos externos, de algún modo espectaculares, la virtud de la humildad. (...) Al ser el trabajo el eje de nuestra santidad, deberemos conseguir un prestigio profesional y, cada uno en su puesto y condición social, se verá rodeado de la dignidad y el buen nombre que corresponden a sus méritos, ganados en lid honesta con sus colegas, con sus compañeros de oficio o profesión. Nuestra humildad no consiste en mostrarnos tímidos, apocados o faltos de audacia en ese campo noble de los afanes humanos. Con espíritu sobrenatural, con deseo de servicio -con espíritu cristiano de servicio-, hemos de procurar estar entre los primeros, en el grupo de nuestros iguales.- Algunos, con mentalidad poco laical, entienden la humildad como falta de aplomo, como indecisión que impide actuar, como dejación de derechos -a veces los derechos de la verdad y de la justicia- con el fin de no disgustarse con nadie y resultar amables a todos. Por eso habrá quienes no comprendan nuestra práctica de la humildad profunda -verdadera- y aún la llamarán orgullo. Se ha deformado mucho el concepto cristiano de esta virtud, tal vez por intentar aplicar a su ejercicio, en medio de la calle, moldes de naturaleza conventual, que no pueden ir bien a los cristianos que han de vivir, por vocación, en las encrucijadas del mundo.- La humildad (...) es algo muy interior, algo que deriva directamente del coloquio contemplativo que mantenemos con el Señor sine intermissione (I Thes. V, 17). Es el hondo sentimiento de que Dios nuestro Padre es quien hace todas ]as cosas, con estos pobres instrumentos que somos cada uno de nosotros -servi inutiles sumus (Luc. XVII, 10), que juega con cada uno de nosotros como con unos niños: Ludens in orbe teramm et deliciae meae esse cum filiis hominum (Prov. VIII, 31") (Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 6- V-1945, nn. 30 y 31)].

La cuestión actual de la autoestima podría ciertamente interpretarse en los términos en que hemos hablado autoposesión, y de aceptación propia. Pero en nuestro discurso hemos subrayado como esencial el carácter relacional de la autoposesión de la persona como criatura de Dios, y por tanto la necesidad de aceptar las propias limitaciones, los defectos, etc. junto con el amor de Dios. En nuestro discurso, la humildad no aparece en polémica con la autoaceptación, sino como parte esencial de ella, es decir, no como autonegación, o autodesprecio, sino como aceptación serena de la verdad.

Sin embargo, en muchos de los discursos actuales sobre la autoestima, la consideración de la persona se hace en términos semejantes. a las formulaciones del paganismo aristotélico en el que la persona madura no debe permitir el reproche, ni reconocer sus limitaciones. En la medida en que la autoestima se dirige a la realidad actual fáctica de la persona, sin alcanzar claridad sobre lo que le lleva a su plenitud, y en especial, en la medida en que la autoestima se presente desconociendo la importancia clave del perdón en la vida de las personas, se tratará de una forma de autoestima que equivoca su objeto y no pasa de ser una forma más o menos sofisticada de egoísmo.

En el fondo, el desenfoque más grave que presentan la mayoría de los discursos actuales sobre la autoestima, es que equivocan la manera de alcanzar el conocimiento propio. Si la reflexión pretende ser explícita falla siempre el objetivo. La reflexión perfecta de la mente humana sobre sí misma tiene lugar, no de modo explícito, sino de modo consectario, en el seno de la experiencia moral. La búsqueda de una reflexión excesivamente explícita es peligrosa, porque supone un ejercicio de la inteligencia que en el que esta facultad queda sin apoyo. En efecto, es en la experiencia moral, al detectar la razón de conveniencia o disconveniencia de un acto con la propia persona, donde se alcanza una autoreflexión perfecta. En ella se advierte la conveniencia del acto en cuestión, no con determinados fines u objetivos, sino con la realidad del propio ser. Esta autoreflexión perfecta es atemática, en el sentido de que su tema no es el propio yo, sino la moralidad del acto que es objeto del juicio de conciencia.

10. El uso de la inteligencia en la autoaceptación

La aceptación propia tiene una parte importante que es autoconocimiento, y aceptación de lo que ese conocimiento pone delante del alma. La materia de ese autoconocimiento es la propia vida, especialmente en su dimensión moral. En este sentido, la aceptación serena de la propia verdad es un componente esencial de la humildad. Por esto es decisivo para la autoaceptación y para la propia donación, un uso adecuado y recto de la capacidad de conocer. Esta facultad de conocer podía describirse como la capacidad para escribir la propia vida, en el sentido en que San Agustín escribió sus Confessiones o Newman escribió la Apología pro Vita Sua.

Alcanzar la verdad de la propia persona implica un acceso a la realidad que va más allá de los lugares comunes o de las referencias externas y, en concreto, va más allá de los preceptos universales de la ley. En la tradición cristiana se distinguía la libertad interior, por una parte, y la esclavitud de la ley por otra parte. La diferencia se situaba en que en el primer caso se alcanzaba la realidad, es decir, se conocía lo bueno como bueno y lo malo como malo, mientras que en el segundo caso no se accedía a la realidad sino que se permanecía en una situación de mera referencia a los preceptos de la 1ey. ["La persona es libre cuando se pertenece a sí misma; el esclavo, por el contrario, pertenece a su dueño. Así, quien actúa espontáneamente, actúa libremente, mientras que quien recibe su impulso de otro, no actúa libremente. Por esto, quien evita el mal, no porque es un mal, sino porque hay un mandamiento de Dios, no es libre. Por el contrario, quien evita el mal porque es mal, ése es libre" (Santo Tomás de Aquino, Super II Cor. Cap. 3, lct. III)]. Es muy significativo que la diferencia entre estas dos situaciones se calificase como la diferencia entre la libertad, en la que el sujeto es dueño de sus actos, y por tanto dueño de sí, y la esclavitud, en la que los actos son imperados desde fuera.

Aunque estas distinciones así formuladas parezcan asunto teórico, constituyen una de las claves más importantes para la autoaceptación y para que sea posible la entrega personal en el amor. En efecto, el conocimiento de la realidad hace que la propia vida se encuentre apoyada en terreno firme, mientras que la sola referencia a normativas más o menos externas hace que la vida esté desenraizada.

La visión moderna del mundo está intensamente marcada por la perspectiva que indujo la ciencia experimental. El resultado es un mundo fuertemente "interpretado", es decir, la mirada que se le dirige no está principalmente orientada a detectar su verdad, sino que se trata más bien de hacer pasar la realidad por el filtro de los intereses previos. Esto hace que las .personas. no vivan tanto en un. mundo de realidad, cuanto en un ámbito ilimitadamente manipulable. Pero quitar consistencia al mundo conlleva debilitar también fuertemente la consistencia propia: en el fondo la propia persona es un elemento más de ese mundo interpretado. El resultado es que la realidad de la persona ya no puede aparecer y ser aceptada en su verdad, porque esta verdad queda escondida en las interpretaciones "autorizadas" o socialmente "vigentes". Cuando el conocimiento que se tiene de las realidades más importantes es el que se recibe de las instancias culturalmente dominantes, marginando la capacidad de conocer la realidad con los propios ojos y la propia conciencia, resulta imposible la autoaceptación porque se ha imposibilitado el propio conocimiento.

Hoy día una gran muchedumbre de personas, especialmente de personas jóvenes, se ven incapaces de querer, de darse, de hacer "don de sí mismo generoso y desprendido" para comprometerse. La razón se encuentra en que las personas no se pueden conocer. El autoconocimiento está impedido por las explicaciones convencionales, por los juicios estereotipados, por los lugares comunes de los calificativos al uso.

En la práctica, el modo de llegar a esta situación de "interpretación" cuasi exhaustiva de la propia existencia es la presión de unos criterios de conducta socialmente vigentes en un ámbito y en un momento determinado. Si la propia conducta no toma como criterio de orientación la realidad sino los imperativos coyunturales, se agosta la capacidad personal de ver con los propios ojos y, derivadamente, la capacidad de dar una respuesta a la realidad desde la propia libertad singular.

Este riesgo es especialmente propio de la sociedad en que vivimos, pero no debe olvidarse en los ámbitos de formación cristiana, que debe ser siempre una formación en la libertad. Cuando se educa de manera que para asegurar la conducta recta se determinan detalladamente cuáles deben ser las respuestas correctas, la persona suele deteriorarse. Ésta es la actitud de tantos que "sofocan a menudo a los hombres en el apasionado intento de protegerlos. La carrera hacia sanciones o censuras cada vez más severas, hacia normas cada vez más particulares, la exasperada búsqueda de una reglamentación minuciosa de cualquier posible suceso, parecen darles seguridad en sí mismos: pero tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos. La "seguridad antes que nada" es un lema antivital por excelencia". Esos hijos inhibidos, ignorantes o díscolos -o quizá las tres cosas al mismo tiempo-, son personas violentadas, que no pueden poseerse a sí mismos, y que, por eso mismo, no podrán darse ni querer de verdad.

Realmente éste no es un tema nuevo en la historia del pensamiento y de la educación occidental. Propiamente es el tema clave de esta historia. Su momento clave fue la muerte de Sócrates acusado de impiedad y de corrupción de la juventud. Sócrates, en efecto, se caracterizó por hacer posible el pensamiento y el conocimiento personal en una sociedad fuertemente presionada por las explicaciones convencionales, que reivindicaban autoridad divina o cuasi divina. Por eso permitió que las personas que se le acercaban pudieran pertenecerse a ellas mismas, y no ser simplemente elementos de la ciudad. En este sentido la ciudad pugna siempre contra el pensamiento personal, y persigue al que lo fomenta. La ciudad no quiere que las personas sean dueñas de sí mismas. La ciudad quiere ser la dueña absoluta. Por esto el filósofo verdadero peligra siempre en la ciudad.

11. Dos aspectos de la autoposesión

La manifestación más propia de la recta autoposesión es el sentido de libertad, de señorío de sus actos, que tiene la persona, y, derivadamente, la capacidad de querer, de darse en el amor.

Querría ahora, no obstante, en el reducido ámbito de esta comunicación, subrayar dos aspectos de la personalidad del que se autoposee: la afirmación del presente, y la seguridad de pensamiento.

La afirmación del presente no significa, obviamente, que se postule que la plenitud está dada en el instante en que se está viviendo, como querría cierto vitalismo elemental. La afirmación del presente es consecuencia de que aunque la realidad actual sea precaria, y nos encontremos en un tiempo de esperanza, los hechos actuales no son carentes de sentido hasta el punto de que haya que vivir en pura tensión de futuro. Sólo quien sabe encontrar sentido, cierta plenitud de sentido, al presente, aunque sea muy precario, está capacitado para prometer un futuro mejor. Es propio de la fe en Dios el confesarle como principio y fin de todas las cosas, como omnipotente e infinitamente bueno, es decir, como principio de interpelaciones morales, y como fundamentos de la facticidad inmediata. Ciertamente -la facticidad inmediata se presenta muchas veces casi vacía de sentido, llena de absurdo, cruzada de injusticias y desequilibrios. Quien reconoce a Dios como omnipotente y bueno, sabe ver a Dios también en las situaciones de quebranto. Ciertamente reconocer que Dios es omnipotente y bueno implica confesarle como recapitulador, como Juez justo del Último Día, pero significa también, por eso mismo, que las situaciones de falta de sentido, pueden estar llenas de sentido, en cuanto que su fundamento es Dios. Tal es el sentido que al sufrimiento han dado siempre los santos. No era un sentido sólo, ni primariamente, de futuro, sino de presente, y, por eso, de esperanza buena de futuro.

Sobre el otro aspecto que quería señalar, la seguridad del pensamiento, me limitaré a comentar dos ejemplos de pensadores insignes de nuestro siglo. El primero es Romano Guardini. En sus apuntes para una autobiografía cuenta las dificultades con que se encontró al planear las lecciones sobre "Filosofía de la Religión y Visión Cristiana del Mundo", que le fueron confiadas en la Universidad de Berlín en 1923. Como no tenía precedentes, se vio obligado a partir prácticamente desde cero. Pero enseguida se dio cuenta de que esta experiencia, aunque muy costosa, resultaba hondamente positiva. De ahí partió su decisión de explicar lo que a él le parecía consistente e interesante, independientemente de las modas intelectuales que pudiera haber en el entorno. "Seguí mi instinto, planteé los problemas y busqué sus soluciones; leí los textos, aclaré las cuestiones que surgían de ellos y esbocé lo mejor que pude la figura espiritual que contenían. La confianza en mí mismo me llevó incluso más lejos. En el fondo yo no me había planteado qué objetivos se atribuían a mi cátedra o qué era lo que los que me escuchaban deseaban saber, sino que decía lo que decía convencido de que lo que para mí era importante también debía serlo para los demás. Siempre tuve la certeza, quizá presuntuosa, pero en todo caso viva y nunca cuestionada después, de que valía la pena decir las cosas que me interesaban ya que afectaban a todos. Quizá pueda mostrar también en otro contexto que no pocos de mis libros en cierto sentido han abordado sus temas respectivos una hora antes de que los demás fuesen conscientes de que querían oír algo sobre ellos. No es que aspirase a ser actual, rotundamente no. Nunca he escrito ningún libro porque haya pensado que el momento lo exigía o para obtener tal o cual objetivo, sino que, por el contrario, siempre me he puesto a escribir sólo porque me veía impulsado desde dentro; y resultaba, la mayoría de las veces, que era lo que se necesitaba. Lo mismo hice con mis clases, dejándome guiar exclusivamente por mi intuición. Abordaba el objeto que en cada momento me interesaba y leía lo estrictamente necesario de literatura crítica para estar informado, y por lo demás decía lo que me parecía importan te " [R. Guardini, "Apuntes para una autobiografía", Encuentro, Madrid, 1992, pp.60-61].

El segundo ejemplo es Leo Strauss. En un artículo escrito sobre él por Allan Bloom, hay un párrafo que contiene en pocas líneas cuanto pretendo decir aquí: "Para aquellos que admiran el éxito o desean influir en los acontecimientos del mundo, la trayectoria profesional de Leo Strauss es decepcionante. Sus libros sólo afectaron profundamente a un exiguo número de personas aparte de los atraídos por el hechizo de su encanto personal. Algunos amigos y admiradores le reprochaban que no se expresara en el lenguaje y los acentos del discurso corriente, pues sus conocimientos eran tan vastos y disponía de perspectivas tan inusitadas que habría podido llegar a ser uno de los hombres célebres de la época, capaz de impulsar las causas que le interesaban. En cambio, lo que escribía era arduo y a la vez aborrecible. Strauss no hablaba para el gusto de la época, ni trataba de crear un nuevo gusto. Su retiro del escenario de la gloria literaria no puede atribuirse a sequedad erudita, ni a falta de comprensión de la poesía ni a incapacidad de escribir bella y vigorosamente. Su pasión y sus dotes literarias son innegables. Goethe fue uno de sus maestros, y no era un accidente el hecho de que comprendiera a Aristófanes mejor que los especialistas oficiales de Aristófanes. Los libros de Strauss contienen muchos pasajes y párrafos de pasmosa belleza y fuerza, y en un ensayo, como es su respuesta a Kojeve, podemos apreciar un raro despliegue público de su destreza retórica. Su falta de popularidad se debía a un acto de voluntad, no a un decreto del destino. -Las razones de esta decisión (hasta donde yo puedo penetrarlas) son tres. Primera y principal Leo Strauss era un filósofo (así como todas las otras facetas de esta compleja y extraordinaria personalidad) y puede atribuirse a ese simple hecho su elección de la forma literaria. A menudo repetía Strauss la afirmación de Hegel de que la filosofía debe evitar ser edificante. Primariamente la interesaba hacer comprobaciones para él mismo y sólo secundariamente comunicarlas, no fuera que las exigencias de la comunicación determinaran los resultados de la indagación. En este aspecto, su aparente egoísmo era su modo .de ser positivo pues no hay don más grande o más raro que la intransigente dedicación a la causa de la verdad. Strauss estaba persuadido de que la verdad existía para cierta clase de hombre capaz de cierta clase de trabajo. Las palabras debían reflejar la belleza interior del pensamiento y no los gustos exteriores del mercado literario, especialmente en una época ateórica en grado sumo. Al convertir la filosofía en algo que no es filosofía en provecho de un público pierde uno de vista lo que es más importante. Una vez dijo Strauss refiriéndose a un intelectual muy famoso que nunca escribía una frase sin mirar en torno suyo. De Strauss puede decirse que nunca escribió una frase mirando en torno suyo" [Alan Bloom, "Gigantes y enanos", Gedisa, Barcelona 1991, pp. 240-241].

Ciertamente esta situación de confianza en lo que se ve con los propios ojos, y se entiende con la propia razón, tiene a su vez riesgos importantes, especialmente cuando por falta de formación previa, por desconocimiento de los logros ya establecidos, hay quien piensa que ha descubierto un nuevo continente de verdades. Desde que en la modernidad los filósofos pretendieron reconstruir toda la filosofía desde cero, y especialmente desde Heidegger, hay pensadores que pretenden reconstruirlo todo: enfoques, problemas, terminología, etc., de manera que para entrar en su pensamiento hay que dar el paso previo de hacerse casi discípulos suyos. Cada vez se echa más en falta un terreno firme, como una cultura común, de saberes pacíficamente aceptados sobre el que entenderse. Esto, que era lo que sucedía en la Escolástica, permitiría devolver el prestigio perdido a los "manuales" y además establecer cuando una persona está bien formada en lo fundamental.

Pero ese indudable riesgo, no debe hacernos olvidar el peligro de una formación que es sólo aparente, porque no enseña a pensar con la propia razón, usando la propia capacidad de conocer la realidad, sino que proporciona únicamente una cierta habilidad para repetir lugares comunes. Esta formación es muy distorsionante de la personalidad porque, por una parte induce una actitud de aparente seguridad y de juicios apodícticos sobre casi todo, pero por otra parte no apoya esa seguridad en un contacto real con la realidad, sino únicamente en referencias externas, vigencias coyunturales, que son casi siempre muy cambiantes.

12. La donación humana en el amor

Cuando la criatura acepta su verdad, es decir, cuando cumple su semejanza con Dios en el aspecto de la unión del Padre con su Verbo, está pronta para ser don a semejanza del Dios Don en el Espíritu Santo.

La donación de amor es, sobre todo, una donación de sí mismo. Esto es cierto en todas las formas de amor que se dan en la persona humana, sea el amor a Dios, o el amor a los amigos, o a los hermanos, o a los compañeros, o el amor sexuado. El amor implica siempre un salir de sí mismo y "ponerse en el lugar del otro". En efecto, "más que en "dar", la caridad está en "comprender"" [Camino 463]. La capacidad de querer se expresa de manera particular en la capacidad de comprender, es decir, de relativizar la propia posición. Pero esto requiere que, en todos los aspectos uno no sienta que la propia posición, sea personal, o intelectual, o social, es débil e insegura.

Ciertamente, en algunas ocasiones el amor lleva a hacer donación de cosas que se poseen. Los regalos de amor, cuando no son la propia persona, no son cosas exclusivamente "externas". La filosofía clásica, al considerar el predicamento 'haber'e como aspecto o modo del ser de la persona, consideraba que las cosas que se tienen, en cierta manera se 'son'. Evidentemente en esto caben muchos grados de intensidad. Lo manifiesta el enamorado que regala, no cualquier cosa, ni siquiera cosas exclusivamente ricas, sino cosas entrañables, recuerdos de familia, etc. Las personas que se quieren se dan a sí mismas y se dan también las-cosas más preciosas. En esto manifiestan que hacer donde aquello que entregan no las empobrece, pues en cierta manera lo conservan en la persona amada. En cualquier caso ese desprendimiento no es mera renuncia. Esto lo entiende bien el cristiano que ve en el camino de la pobreza, no principalmente una renuncia, sino un enriquecimiento, una relación mejor con las cosas del mundo: vivimos "como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos" [2Cor 6, 10].

El amor, en cuanto que supone donación, entraña un riesgo, y sólo quien no entiende esa donación como una amenaza para la propia persona es capaz de darse. Esta amenaza toma la forma concreta de entender que la afirmación de la otra persona puede significar un peligro para la propia. Por esto, la persona que no se posee adecuadamente, es decir, quien percibe su propio ser en inseguridad, siente malestar ante las alabanzas que se dirigen a los demás. La resistencia ante las alabanza a los demás, que tradicionalmente se ha reconocido como una de las señales de la soberbia, tiene el fundamento antropológico que estamos considerando. El amor es la afirmación del bien del ser querido, pero esa afirmación sólo puede hacerse desde la verdadera seguridad en el propio ser, es decir, en la aceptación propia.

La persona humana se manifiesta como imagen particularmente significativa del Dios trino, en su vida, y especialmente en lo que constituye el núcleo de su vida, su modo de querer.

 

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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?