Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 11. LA REFERENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS

1. La "voluntad de Dios" en la teología

El tema de la "voluntad de Dios" parece de importancia singular en el estudio de la fe cristiana. En efecto, en la Sagrada Escritura es una referencia fundamental en la visión del mundo, de la historia y de la acción humana. Pero esto mismo hace que la expresión "voluntad de Dios" se muestre con significados diversos. Por una parte, se afirma que la voluntad de Dios es omnipotente, de forma que alcanza y cumple todo lo que decide. Por otra, aparece como algo que muchas veces es contrariado por la libertad del hombre, de manera que aunque se diga que Dios quiere algo, se reconoce al mismo tiempo que esa voluntad de Dios no se cumple inexorablemente.

La referencia a la voluntad de Dios como criterio de rectitud en la conducta, hace que en la enseñanza y en la vida cristiana se hagan frecuentes referencia a la voluntad de Dios para acentuar la importancia de seguir los imperativos de ciertas instancias autoritarias humanas, que se presentan a sí mismas como manifestaciones o cauces de expresión de la voluntad divina.

Pero no todas las normas que se han autopresentado como manifestaciones de la voluntad de Dios, se han demostrado merecedoras de esa garantía. De modo semejante, personas que en un determinado momento se han sentido impulsadas a actuar y a influir en los demás pensando que estaban siguiendo fielmente la voluntad de Dios, después han experimentado dudas graves, sobre todo si lo que juzgaban como voluntad de Dios implicaba daños importantes a otras personas. La afirmación enfática "Deus nobiscum" no se encuentra solamente en la epístola de San Pablo a los Romanos, estaba también esculpida en la hebilla de los cinturones de los oficiales de las SS nazis.

Por esto, la expresión "voluntad de Dios". aparece en la vida cristiana y en -las referencias culturales, con significados diversos y, en ocasiones, contrastantes, sin que esto implique un reconocimiento de que se trata casi siempre de un uso indebido o manipulador.

No obstante esta realidad, en los tratados de teología dogmática no se suele hacer un estudio completo de la voluntad de Dios que pretenda dar cuenta de la variedad de significados de esa expresión, y de la justificación de sus diversos usos. Más bien se suele hacer simplemente un elenco de los distintos significados o formas que tiene la voluntad divina en referencia al mundo y a la vida de las personas.

Es cierto que la cuestión teológica de la voluntad de Dios no aparece solamente en los tratados "de Deo", que es donde parece que corresponde su estudio explícito. Este tema aparece también indirectamente en las cuestiones sobre la providencia divina sobre la historia y sobre la intervención de la gracia en el actuar humano. Pero precisamente la dificultad de estas cuestiones parece haber frenado el empeño por hacer un desarrollo más unitario y completo de esas formas y de su fundamento.

En el tratado "de Deo", se suele considerar la voluntad de Dios como el atributo de perfección intemo a la divinidad, mientras que los tratados de teología ascética y mística se suelen limitar a la consideración de la voluntad de Dios desde una perspectiva más bien empírica o meramente descriptiva basándose en la tradición del lenguaje piadoso.

No obstante, las cuestiones que dependen del modo como se entienda la voluntad de Dios son tan decisivas -la ley moral, la autoridad en el mundo y en la Iglesia, la vocación, el sentido de la historia- que parece necesario pretender al menos un cierto estudio sistemático de su contenido.

Las consideraciones que se harán en las páginas que siguen no se detendrán en las múltiples cuestiones que están implicadas en la noción de "voluntad". Pretenden solamente ordenar los significados que se da a la voluntad de Dios, remitiendo a la cuestión de la relación entre la omnipotencia de Dios y su bondad infinita.

2. Dimensiones del problema

La cuestión de los diferentes sentidos que tiene la voluntad de Dios parece depender de tres hechos fundamentales: la creación de todas las cosas por Dios al comienzo de la historia, la creación del hombre como criatura dotada de libertad ante Dios, y la entrada sobrenatural de Dios en la historia de la salvación, en una relación singular pero real con el hombre libre.

En efecto, las cuestiones problemáticas relativas a la voluntad de Dios, no parece que se plantearan si la creación fuera simplemente un conjunto de criaturas inconscientes y no libres. Aparecen, en cambio, cuando se trata de entender que Dios es el creador y rector omnipotente de todo lo que existe y de todo lo que sucede, y que, al mismo tiempo, establece relaciones con una criatura que es verdaderamente libre.

Este problema podría formularse diciendo que se trata de compaginar la visión del gobierno divino que corresponde a la creación general de Dios sobre todo el mundo, y la creación singular que Dios realiza de cada persona.

Cuando se estudia la creación del mundo en general por parte de Dios, no se puede menos de afirmar su dominio absoluto sobre sus criaturas, de forma que en esa perspectiva lo que priva es la omnipotencia divina irrestricta y omniabarcante. Sin embargo, cuando se trata de la relación con el hombre, hay que reconocer que la perspectiva debe cambiar: Dios ha creado al hombre de manera que sea un dialogante con Él. Por eso se afirma en el Génesis que Dios creó al hombre "a su imagen y semejanza". El hombre es imagen de Dios, es semejante a Dios y tiene ante Él la posición, en cierta medida, de igual a igual que implica necesariamente la situación respetiva de los verdaderos dialogantes. Lógicamente, esto no debe hacer olvidar que efectivamente el hombre sea una criatura de Dios en el seno del mundo creado por El, y que El domina absolutamente.

Para tratar adecuadamente esta cuestión hay que tener en cuenta si se opta por dar la primacía a la perspectiva de la creación en general, o a la perspectiva de la creación de cada persona singular. Si se toma como punto de partida la creación en general, Dios aparecerá primariamente como el Creador omnipotente, y todas las demás cuestiones quedarán en dependencia de esta relación fundamental, que sería la relación de Dios con una criatura suya. En cambio, si se toma como punto de partida, es decir, como perspectiva fundamental la que se deriva de la creación de la persona singular, el problema cambia sustancialmente de enfoque.

En efecto, la creación de la persona singular no se enfocaría bien si se considerara simplemente como "poner en la existencia" una criatura. (Quizá la insistencia de Fabro en distinguir la existencia -como mero factum- del ser -como acto- tiene ciertamente implicaciones importantes. Pero el "acto de ser" es tan poco "formal" que resulta muy difícil que muestre las implicaciones más importantes de la creación; de hecho la visión de la creación no ha cambiado sustancialmente después de esas precisiones). Más directamente expresivo es advertir que el origen del ser humano está en una llamada a la comunión dialógica con Dios. Aquí lo que aparece ante todo no es la omnipotencia de Dios, sino su condición de Bien infinito cuya llamada entraña eficacia creadora. Dios no aparece primariamente como omnipotente, sino que más bien la omnipotencia aparece como un aspecto interno de su Bondad. En la perspectiva que parte de la creación del hombre, la primacía no le corresponde a Dios como causa eficiente infinita -como omnipotente-, sino como causa final infinita.

Hay que tener en cuenta que la perspectiva que da la primacía a la omnipotencia tiende naturalmente a considerar a las criaturas bajo la dimensión de su consistencia ontológica propia, de su "ser en sí mismo". Podría decirse que ese modo de considerar al hombre y al mundo, tiende a dar la primacía a los aspectos substanciales de la realidad y sólo secundaria y derivadamente alcanza los aspectos relacionales, y considera como prototipo de substancia la substancia inanimada y meramente material. En esto, se separa de la consideración clásica de Aristóteles que consideraba el paradigma de ser, al ser vivo; y como paradigma de ser vivo, al hombre.

El Magisterio de la Iglesia afirma claramente que el hombre es la única criatura de este mundo que Dios ha querido por sí misma (Conc. Vaticano II, Consto Past. Gaudíum et Spes n. 24). De esta forma subraya la posición principal y singular del ser humano en el conjunto de las criaturas.

Ciertamente en los tratados habituales sobre la creación se afirma con frecuencia que el hombre es la cumbre y culminación de toda la obra creadora de Dios, pero de hecho, esta afirmación no suele tener un carácter decisivo en la consideración general de la visión del mundo creado. Sin embargo, es una verdad que debería tener consecuencias decisivas en el estudio de la creación, y llevar a ver a las demás criaturas como la incoación de la creación del ser humano.

La importancia de este cambio de perspectiva radica en que ya el hombre no será contemplado simplemente como "una criatura más" en el conjunto de la las demás criaturas, sino que más bien la creación de las criaturas inferiores será contemplada a la luz de la creación del hombre.

Este cambio en el estudio de la creación es favorecido por la forma de la misma narración del Génesis, que es esencialmente una narración centrada en la creación de la criatura no es algo absoluto, pues entonces sería igual a Dios. El hecho de que la criatura sea extradivina, y no se identifique con el Hijo eterno del Padre en el seno de la Trinidad, es lo que hace que sea finito, y no relación pura, como es el Hijo. Hay distinción entre, por una parte, la relación con Dios, que es una llamada que ha de ser reconocida, aceptada y realizada por el consentimiento de la criatura, y, por otra parte, este reconocimiento, aceptación y realización. El mediante entre estos dos términos es el ser peculiar de la criatura, su dimensión de ser en sí misma, su substancialidad y su modo concreto y determinado de ser activo, de poder responder a esa llamada.

Pero todo lo que el hombre es en sí mismo es consecuencia de la llamada de la Bondad infinita. El poder eficiente infinito que pone al hombre en la existencia es intrínseco a la Bondad infinita del Dios que llama. Los componentes activos de la criatura humana no son potencia neutrales, sino esencialmente "direccionadas", fruto de la llamada. Con otras palabras, todo lo que el hombre es, es fruto de la llamada, es decir, el hombre no es un ser que en un primer momento es constituido de una determinada forma, con determinadas capacidades activas, y luego, en un segundo momento, recibe una llamada de Dios, que necesariamente será algo accesorio, sino un ser que es creado por una llamada. La llamada está en lo más radical de todas sus dimensiones existenciales, desde la más espiritual hasta la más material o corporal. La visión cristiana no presenta al hombre como un cuerpo material, en sí mismo opaco y cerrado, conducido por un espíritu que es la sede de la apertura a Dios, sino como un ser en el que la materialidad está informada por un espíritu, es decir, está transida de relación. Se podría poner el ejemplo del remolino que se forma en el agua contenida en un recipiente cuando se abre el sumidero: del remolino considerado en sí mismo se pueden considerar muchos aspectos -la forma de la curva de su perfil, la estrías que se forman, la tensión superficial del agua, la velocidad de precesión-, incluso se podría hacer un modelo en yeso. Pero todo lo que tiene el remolino es consecuencia de la fuerza de succión.

Por esto la lucha que ha de mantener el hombre dentro de sí mismo para vivir rectamente y que se suele denominar "lucha ascética", no debería entenderse como el empeño para que su espíritu "domine" sobre su cuerpo y "tire" de él, sino corno la autodisposición de todas sus potencias para que sean "habitadas" plenamente por la dimensión espiritual que las constituye en tales potencias. En efecto, por una parte, la lucha se debe aplicar también a las propias potencias espirituales; y por otra, la dimensión espiritual no es una fuerza que deba dominar eficientemente a las demás, sino que las traspasa todas. Por esto, la lucha ascética no debe pretender simplemente un dominio, desde fuera de las mismas potencias, sino el que las mismas potencias se dispongan adecuadamente de manera que tiendan a lo que deben. No se trata tanto de "fortalecen" la voluntad, cuando de "comprometerla", es decir, hacer que las potencias no sean neutrales, o mejor indiferentes y desorientadas respecto de sus objetos, sino que estén educadas para que tiendan a aquellos objetos que les son propios por la propia llamada creadora.

Se ha dicho acertadamente que la noción de Dios supone una síntesis de ser y sentido, de la omnipotencia y la bondad, y, por eso mismo, principio de realidad y fundamento de las interpelaciones morales. La fuerza creadora de la llamada divina nos permite entender esa síntesis desde la primacía de la finalidad. El Motor Inmóvil de que habla Aristóteles en el libro XII de su Metafísica, debe tener el carácter de una causa final que, precisamente por ser infinita, incluye, como un momento suyo interno, la eficiencia infinita.

Ciertamente en la pedagogía divina a lo largo de la historia, Dios procede por el camino más sencillo, que es mostrar al hombre como un ser capaz de actuar, que ha de ser enseñado. En esta pedagogía la ley aparece en principio necesariamente externa, como es propio de la situación infantil, pero en la plenitud de la revelación, la ley se manifiesta como era "al principio", es decir, en el designio de Dios, que es una ley intrínseca, con su raíz en el corazón del hombre, es decir, en su propio modo de ser.

La omnipotencia eficiente de Dios es un componente intrínseco a su llamada. Esta llamada constituye como hemos visto al sujeto llamado, con todas sus capacidades propias. Así puede entenderse en cierta medida que al mismo tiempo Dios constituya al hombre libre, con capacidad de dar una respuesta propia, positiva o negativa, y que todo lo que el hombre tiene de capacidad activa lo deba a Dios. No hay nada de capacidad activa en la respuesta negativa que no sea debido a la llamada divina. Se podría comparar con el viento que mueve la nave: ciertamente el barco podrá navegar contra el viento, pero incluso ese movimiento contrario a la dirección del viento será debido al viento, sin que haya ninguna capacidad activa al margen de esa energía. Al mismo tiempo, puede entenderse que si el viento es muy enérgico, ya no será posible un movimiento contrario a su dirección. Así puede verse, analógicamente, que el impulso de Dios como causa final da cuenta de los actos del hombre en su libertad y en su total dependencia de Dios.

En este sentido todo lo que sucede ha de ser visto como consecuencia de la Bondad de Dios, y además, con la confianza de que todo aquello, acabará en última instancia en el orden que imponga la fuerza de la llamada, de modo semejante a como todas las cosas son llevadas por el viento a pesar de las turbulencias parciales que se puedan observar. Aunque en las situaciones parciales, podamos advertir estados de caos o de separación del orden que la llamada divina promueve, reconocemos que todo el movimiento es debido a la fuerza de la llamada divina, y que, además, al final acabará imponiéndose la energía fundamental de esa llamada. Para quien tiene fe en que todo es fruto de la llamada del Amor infinito de Dios, todos los hechos son manifestación de ese Amor que entraña omnipotencia, aunque esté deformado por la cooperación defectuosa y viciada de los hombres. En todos los hechos, la mirada del hombre que cree en Dios, descubre el fruto de su amor infinito. Y además se ve que Dios no es menos activo en los efectos malos que en los efectos buenos. No es que Dios "permita" pasivamente ciertos actos, y quiera eficazmente otro. La fe en el Juicio Final, implica la fe en que Dios actuará entonces a semejanza de un viento que ya no permite navegaciones en su contra, y arrastrará todo con la vehemencia de su Amor. Pero lo que ese Amor cause entonces lo será de la misma manera que lo que ha causado en los momentos más oscuros de la historia.

Esto implica ciertamente que Dios llama de diversas formas a sus criaturas. Pero esas diversas formas no se distinguen esencialmente, sino sólo por la "fuerza" intrínseca de la llamada, es decir, por la intensidad de su amor. La llamada a la Virgen María, que no fue nunca resistida, no suponía una intervención "metafísicamente" distinta de aquella con la que Dios nos llama a cada uno de los demás. Si las llamadas a María fueron tan fielmente seguidas fue porque para Ella, la intensidad de la causa final, la intensidad de manifestación de la Bondad de Dios, es decir, la intensidad de su Amor, era tal que no podría ser vencida por deformaciones de la criatura.

Tras estas consideraciones advertimos que Dios es un Dios de elección, cuyo amor omnipotente, atrae con diferentes intensidades según su beneplácito. El Espíritu Santo, es decir, el Amor de Dios, "sopla donde quiere", sin que estas diversas intensidades se pueda referir a ninguna razón necesaria que lo vincule.

4. La ley moral

La ley moral es ante todo la capacidad que tiene la criatura de advertir la realidad que tiene ante sí, en cuanto respuesta a la llamada creadora, y de ser interpelada por esa realidad para que dé la respuesta adecuada. Ésta es la ley natural, como norma intrínseca a la misma criatura en cuanto llamada a Dios. Esta ley moral natural está en la misma criatura, en su corazón, y al mismo tiempo se puede decir que es la realidad de las cosas con las que trata el hombre, que le interpelan reclamándole una respuesta libre adecuada a esa realidad. Por esto, en los tratados de la ley natural se oscila a veces entre situarla en el interior del hombre, o en la realidad de las cosas que, en cuanto dotadas de naturaleza teleológica reclaman, cada una según su propia naturaleza, reconocimiento y ayuda a cumplir esa teleología.

Ésta es la primera manifestación de la voluntad de Dios para el hombre. Con el planteamiento que hemos hecho, aparece comprensible que esa voluntad sea homogénea con la voluntad con la que Dios quiere y crea al mundo y al hombre. No es pues algo así como lo que suele entenderse como voluntarismo divino, es decir, como una manifestación de la voluntad de Dios al margen de su designio de llamar al hombre a la existencia y a la salvación.

Las exigencia de esta ley natural tiene un aspecto de permanencia en el tiempo que es el aspecto de "intemporalidad" que tiene la ley natural, en cuanto que las realidades naturales y la disposición del corazón del hombre son algo permanente. Pero tienen también un aspecto de variación según las situaciones, pues la realidad que el hombre se encuentra en cada momento es distinta, y por tanto en cada momento la persona se verá interpelada de una manera distinta. Esto es lo que da lugar a la existencia natural del hombre como una existencia teologal. En efecto, quien cree en Dios reconoce, como se ha dicho antes, que todo lo que existe es consecuencia de la fuerza del Amor de Dios que llama. Por eso en cada situación puede reconocerse la manifestación de la voluntad de Dios, de una voluntad que reclama una respuesta. En cuanto que cada situación es singular a irrepetible, es como una dicción, una palabra expresa de Dios para quien se encuentra en esa situación. Su respuesta libre, variará la situación que, por eso mismo, será vista como la respuesta de Dios.

La existencia dialógica del hombre requiere que sepa descubrir e interpretar las locuciones de Dios, para acogerlas y darles la respuesta libre. Esa aceptación de la locución divina, implica, según hemos visto, la contemplación de la realidad, especialmente la realidad de las personas, con su dimensión teleológica, que reclaman una actitud de respeto. La contemplación de la realidad, no sólo en sus propiedades manipulables, sino en su teleología, es pues condición de posibilidad de la recepción de la locución de Dios. Si la visión del la realidad es ante todo la que proporciona la mentalidad científica, que es esencialmente ate1eológica, la actitud del hombre ante la realidad será sobre todo manipuladora. Esto es especialmente grave cuando se trata del ser humano. Sólo se le puede hacer justicia, si se le considera desde la teleología intrínseca. Si ésta es ignorada, se le considerará sobre todo desde sus propiedades, o cualidades útiles, y el trato será manipulador. Se cumplirá lo que decía Hobbes: "scientiam propter potentiam", ese conocimiento de las personas será útil para manipularlas, pero no para advertir las interpelaciones de Dios en el seno de la convivencia entre las personas.

Desde esta perspectiva se entiende que la ley natural no reclama una actuación determinada para que el hombre responda simplemente con un acto de aceptación. La naturaleza de las cosas le reclama poner en juego su libertad como capacidad creativa, en respuesta dialogante con Dios.

La visión de Dios que actúa como llamando en cada situación y en todo el mundo, es lo que permite ver la existencia en una dimensión dialógica. Precisamente por esta condición dialógica de la existencia humana, se entiende que la intervención de Dios en la historia de modo sobrenatural, es decir, al modo de los hombres, no sea algo completamente extraño o "nuevo" y violento respecto de la condición natural. Su novedad es absoluta en cuanto que la entrada sobrenatural de Dios en la historia es indeducible de las condiciones de la criatura, pero no lo es en cuanto que incide sobre una existencia que ya es dialógica con Dios.

La intervención sobrenatural, se caracteriza porque Dios, en cierta manera, adopta una posición semejante a la de su criatura. Dios, que había creado al hombre a su imagen y semejanza, en su intervención sobrenatural en la historia se hace "semejante al hombre", entra en su historia, habla al modo humano, espera la respuesta del hombre como el hombre espera la respuesta de sus semejantes, se ilusiona con la respuesta del hombre, se entristece cuando no es correspondido. Ciertamente en la Escritura leemos que Dios afirma frecuentemente que Él es Dios y no un hombre, pero esta misma afirmación es la muestra de que esa confusión es posible porque Dios interviene en la vida del hombre según el modo humano, hablando y escuchando al hombre, exponiendo explícitamente sus enseñanzas y su voluntad, aunque sea por medio de los profetas.

Entonces, la ley divino positiva aparece como una manifestación de la voluntad de Dios que es semejante a la intervención que ya ha establecido desde el principio, cuando crea a cada persona.

Todo esto tiene consecuencias decisivas en el modo de entender cómo es y cómo se manifiesta la voluntad de Dios.

La manifestación sobrenatural de Dios en la historia, tiene un carácter singular, pues es una intervención explícita y externa. Supone que en la historia entra un factor nuevo, indeducible, que se impone a lo que el hombre encuentra en su propio ámbito natural. Por esto, lo sobrenatural, es decir, lo que está por encima de lo natural, tenderá a identificarse con aquello que de alguna manera hace violencia a la persona.

Pero es decisivo entender que lo sobrenatural como se ha dicho, es en realidad una forma nueva de algo que ya está presente en la vida natural de la criatura llamada a una existencia dialógica. No se entendería adecuadamente la manifestación sobrenatural de Dios en la historia si se la separase completamente de la forma de existencia dialogal que ya tiene el hombre desde su misma creación.

5. La existencia vocacional humana

La visión de la creación como llamada permite contemplar la existencia humana como una vida que de suyo tiene el carácter de respuesta. La existencia humana tiene esencialmente un carácter que puede calificarse propiamente "vocacional", porque es fruto de una "llamada" por parte de Dios.

La llamada divina no está solamente en el principio temporal del ser humano. Toda su existencia depende de la llamada y se sostiene sobre ella. Las respuesta que el hombre pueda dar a Dios a lo largo de su vida pueden ser diversas, a veces negativas o tibias o desorientadas, pero toda situación humana se sostiene sobre la llamada actual de su creador. Si la persona se aleja y se sitúa en una posición lejana o contraria a Dios, en esa misma situación Dios le sigue llamando.

Pero las llamadas de Dios tienen formas e intensidades muy diversas, aún siendo todas esencialmente llamadas. En la Sagrada Escritura leemos por ejemplo que Dios llama de manera explícita y sobrenatural a algunas personas y a otras no. Esto no significa que sólo esas personas llamadas sobrenaturalmente sean objeto de existencia vocacional divina. A todos ha llamado Dios de una manera explícita al crearlos y mantenerlos como personas humanas. Las llamadas sobrenaturales suponen una enseñanza especialmente explícita sobre este carácter de todas sus criaturas. Pero quienes no han recibido una manifestación sobrenatural histórica de su llamada personal, no son llamados menos "personalmente" .

La llamada personal de cada ser humano acontece propiamente a través de las circunstancia de su vida, de su constitución individual, de su posición en la historia y en el mundo. Son la constitución, los sentimientos, las afinidades, las circunstancias de cada persona las que constituyen la llamada de Dios a la que esa persona tiene que responder.

En la pedagogía divina del Antiguo Testamento, Dios llama sobrenatura1mente a algunas personas a realizar cosas o a adoptar actitudes que son sorprendentes e incluso contrastantes. Las llamadas de Dios no fijan una posición en la vida, como si la llamada fuera a algo determinado, concreto 'y circunscrito, en este mundo. No, la llamada es a Dios, y resuena siempre y en todo lugar en que se encuentre la persona.

Esto resulta evidente cuando se consideran los estados de vida fundamentales. La propia esposa o la propia profesión, se consideran como "vocaciones", es decir, como llamadas de Dios. Pero la voz de esas llamadas no han resonado en la indicación eterna de nadie, sino en el corazón y en los sentimientos y gustos de cada persona.

También en lo que se refiere a otros estados de vida eclesiales, como la virginidad o el sacerdocio, la vocación debe resonar allí donde Dios llama, es decir, en el corazón, en el ser y en todas las fibras activas de la persona, hasta en las más materiales y corporales. Es cierto que el pecado original introduce una ruptura en la compleja constitución del hombre y, por eso, a veces esa llamada ha de ser defendida de los asaltos del egoísmo. Por eso es necesario que a veces haya que ayudar desde fuera a la persona para que supere el freno que trata de imponerle el fomes peccati. Pero en cualquier caso, la intervención externa deberá ser solamente una ayuda de algo que ya ha resonado por dentro, de forma que la vocación tenga verdaderamente raíces personales, y no sea una imposición de una violencia psicológica o mera presión de una entorno cerrado.

Sólo cuando la decisión por la forma de vida que se elige tiene su raíz en una voz interior que resuene en el alma y en el cuerpo, esa forma de vida tiene el carácter de una respuesta a Dios libre, confiada e ilusionada. Si esto falta, y remite sola o principalmente a una decisión de la voluntad, o de un impulso externo, o de la presión ambiental, en sus diversas formas, esa vida se ensombrece y decae falta de ilusión. Entonces, quienes sean responsables de ayudar quizá recurran a diversos medios para "animar" y sostener, pero será siempre algo contra la naturaleza de las cosas y de las personas, y contrario también al modo como Dios manifiesta su voluntad y espera la respuesta de cada uno.

Por todo esto es tan peligroso el lenguaje ascético que, al tratar de la vocación, remite exclusivamente a la generosidad, a las posibilidades personales o a las necesidades del mundo o de la Iglesia, y a las dimensiones teologales que tiene todos los seres humanos. Si falta la consideración de los factores constitucionales de la persona, si se olvida de la naturaleza individual teleológica como sede primaria donde resuena la llamada de Dios, se está deformando la doctrina de la voluntad de Dios y se está a un paso de incurrir en manipulación.

De suyo, la vocación divina a los estados de vida "de entrega", no tiene por qué ser diversa de la vocación a determinada profesión o al matrimonio con determinada persona. Lógicamente, la cuestión de la elección del cónyuge está tan evidentemente unida a todas las dimensiones del ser personal, que no hace falta una teoría sobre esta llamada. Pero aún así, no faltan referencias en el lenguaje ordinario sobre el hecho de que "Dios ha creado el uno para el otro", o que "Dios ha puesto a una persona en el camino de la otra", lo cual es un lenguaje claramente vocacional.

De todas formas, como los tratados ascéticos y teológicos sobre las instituciones vocacionales han sido escritos, en su mayoría, por personas que pretenden fomentar en otros la decisión de optar por esa misma forma de vida, en esos libros se suele "prestigiar" esas decisiones "vocacionales" particulares presentándolas con una especial garantía divina, al modo de los llamados sobrenaturalmente en el Antiguo Testamento, o de los llamados explícitamente por Jesucristo en el Evangelio.

Pero aún así, no es raro que se escapen expresiones en las que se muestra que los sentimientos tienen de hecho un papel determinante como manifestación de la voluntad de Dios: cuando ante una forma de vida se experimenta quizá admiración, pero se siente distanciamiento interior y tristeza, se interpreta esa reacción emotiva como manifestación de la voz del mismo Dios que no llama a la persona en cuestión por ese camino.

El empeño por subrayar que algunas vocaciones son "divinas", respuestas a "un mandato imperativo de Cristo", es cuando menos ambiguo. Por una parte parece que con esa forma de hablar se equiparan todos los "llamados" de esa forma particular. Por otra, parece que las demás opciones humanas no tienen las garantías divinas de ser ayudadas por la gracia. Si partimos de que la relación de la persona con Dios no debe ser simplemente de reconocimiento y de aceptación, sino que es realmente dialógica, aparecerá claro que lo que Dios espera de cada uno no lo determina de manera unívoca y fija, sino que lo confía además a la capacidad creativa de la libertad de cada uno en cada momento. Ciertamente las posibilidades de respuesta tiene unos límites, que son la ley moral. No todas las posibles respuestas del hombre a Dios son lícitas. No sería una respuesta válida a Dios la que implique actos que violentan la naturaleza de las personas y de las cosas. Pero aún con esos límites las posibilidades de elección son variadísimas, y cuando la persona opta por una de esas posibilidades en el seno de una vida en relación de escucha y respuesta a Dios, Dios mismo se involucra en esas decisión y la acepta como camino vocacional.

Esto no es ninguna defensa de una especie de "impresionismo" vital o una descalificación de todo compromiso duradero, sino la consecuencia de que Dios llama a la criatura humana en la amplitud de una vida extensa temporalmente, y no en el instante decisivo, sin distensión temporal, como a los ángeles.

6. Las mediaciones humanas de la voluntad de Dios

Entre los factores fundamentales de la condición humana se encuentra la que la apertura del hombre no es solamente a Dios, sino también a los demás. El ser humano es social por su misma condición. Debe aprender de sus padres y de sus mayores, y la pluralidad humana reclama una ordenación en la que debe estar presente la autoridad. La consideración de la pluralidad humana en cuanto no es un mero agregado de individuos independientes, plantea enseguida la cuestión de la autoridad. En este sentido toda autoridad viene de Dios. Esto no significa una consagración al poder político al estilo del antiguo régimen, sino el reconocimiento de que la naturaleza humana es principio de la articulación adecuada de la sociedad. De hecho el tema fundamental de la filosofía política y del derecho natural es la justificación del poder.

Sin embargo, cuando se trata de la autoridad y de su papel en la manifestación de la voluntad de Dios, la cuestión adquiere un tono peculiar y más importante, cuando nos situamos en el ámbito de la existencia religiosa, y más aún en el ámbito de la existencia cristiana. Las razones son fundamentalmente dos.

Por una parte, la obediencia aunque se considere una virtud, se reconoce que tiene dimensiones que van más allá de la simple virtud moral. La Humanidad de Cristo, que es el modelo de la humanidad de todos los hombres, es la traducción, en elementos de este mundo, del ser del Hijo en el seno de la Trinidad, y por eso el puro recibir del Padre, que es propio del Hijo, se expresa en que la Humanidad del Señor es en su más profunda dimensión, oración y obediencia al Padre. Por eso, la obediencia tiene una importancia peculiar en la vida cristiana, que va más allá de la simple condición de eficacia práctica. Ahora bien, la obediencia se manifiesta con una fuerza especial cuando es obediencia a un mandato externo. Ciertamente en el reconocimiento y respeto a la realidad teleológica de las personas y de las cosas, hay una obediencia real. Pero dado que en ese caso la acción pasa por el conocimiento humano, parece más autónoma y menos explícitamente obediencia que cuando el mandato llega explícitamente desde fuera y la persona no es principio del conocimiento que impera el acto.

Además, el carácter sobrenatural de la vida cristiana, parece favorecer una perspectiva en la que aquello que supera lo natural o incluso lo violenta, puede parecer más sobrenatural. En realidad, lo sobrenatural está, sí, por encima de lo natural, pero de un modo tal que no lo violenta, sino que, según la afirmación tradicional de la teología, lo presupone, lo sana, lo perfecciona y lo eleva. No obstante, el carácter "extranatural" de lo sobrenatural ha llevado frecuentemente en el lenguaje ascético a expresar la humildad como renuncia a las condiciones naturales, para sustituirlas por las fuentes sobrenaturales de conocimiento y de acción. En esta perspectiva, la obediencia puede aparecer como una señal de sobrenaturalidad.

Lógicamente, estos matices se acentúan cuando la autoridad basada en la religión, pretende imponerse sin encontrar reservas. Por eso, el riesgo de las instituciones religiosas, es que consagren de tal manera la autoridad que alcen pretensiones de que sus dictados tienen de suyo una garantía divina, es decir, que son manifestaciones de la voluntad de Dios.

En realidad la autoridad tiene su papel en el ámbito de la manifestación de la voluntad de Dios, pero ese papel es esencialmente derivado y secundario. Si se da toda su importancia al principio de que lo sobrenatural se apoya sobre lo natural, la obediencia se situará sobre todo en el ámbito del reconocimiento y el respeto a la realidad de las cosas y de las personas, y se afirmará que la primera manifestación de la voluntad de Dios está en la ley moral natural, mientras que las exigencias de obediencia a la autoridad, sea natural o religiosa, se situará dentro del marco de la exigencia a la naturaleza de la socialidad humana.

En la tradición doctrinal cristiana, la mera obediencia a los preceptos externos, aunque sean de origen divino, ha sido considerada siempre como esclavitud de la ley, y no una muestra de la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Dice Santo Tomás: "La persona es libre cuando se pertenece a sí misma; el esclavo, por el contrario, pertenece a su dueño. Así, quien actúa espontáneamente, actúa libremente, mientras que quien recibe su impulso de otro, no actúa libremente. Así pues, quien evita el mal, no porque es un mal, sino porque hay un mandamiento de Dios, no es libre. Por el contrario, quien evita el mal porque es mal, éste es libre. Ahora bien, es precisamente esto lo que el Espíritu Santo realiza desde el momento en que perfecciona interiormente nuestro espíritu dándole un dinamismo nuevo, desde el momento en que abstiene de hacer el mal por amor, como si la ley divina se lo ordenase. Por tanto él es libre, no en el sentido de que se haya independizado de la ley divina, sino en el sentido de que su dinamismo interior le impulsa a hacer aquello que prescribe la ley divina" (Comentario a la II Epístola a los Corintios, cap. 3 lecc. 3).

La religión cristiana se caracteriza, especialmente frente a la religión judía y a la musulmana, en que no pone en primer lugar la ley, sino el dogma, y hace deducir la ley de la verdad revelada.

7. La formas tradicionales de la voluntad de Dios

En los tratados ascéticos de la tradición piadosa se solían distinguir varias formas de la voluntad de Dios. Estas diversas formas de la voluntad de Dios se pueden reducir a la distinción entre la voluntad absoluta o histórica (o voluntad de beneplácito) y la voluntad moral o legal (o voluntad de signo).

La voluntad absoluta y la voluntad moral. Por voluntad absoluta se entendía aquello que realmente acontece, sea lo que sea, favorable o desfavorable, moralmente bueno o moralmente malo. Desde la premisa de que Dios es absolutamente dueño de todo lo que existe y de todo lo que sucede, se concluye que el acontecer, en la forma que sea, es resultado de gobierno absoluto de Dios. Por eso se decía que lo realmente acontecido, es la expresión de la voluntad absoluta o histórica de Dios. Por voluntad moral se entendía aquella forma de voluntad divina por la cual Dios quiere u ordena que cada persona concreta quiera determinadas cosas. "Id quod solet esse in nobis signum voluntatis, quandoque metaphorice in Deo voluntas dicitur. Sicut, cum aliquis praecipit aliquid, signum est quod velit illud fieri, unde praeceptum divinum quandoque metaphorice voluntas Dei dicitur, secundum illud Matth. VI, "fiat voluntas tu a, sicut in caelo et in terra". (...). voluntas enim proprie dicta, vocatur voluntas beneplaciti, voluntas autem metaphorice dicta, est voluntas signi, eo quod ipsum signum voluntatis voluntas dicitur." (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologcae, I q. 19, a. 11 c)

La distinción entre estas dos formas de la voluntad de Dios aparece clara en la tradición cuando se plantea la cuestión de si para que la voluntad del hombre sea moralmente recta, debe querer lo mismo que Dios. En principio parece que la respuesta debería ser afirmativa. En efecto, en el lenguaje ascético se afirma con frecuencia que debemos empeñarnos en identificar nuestra voluntad con la de Dios. Sin embargo, la respuesta que da santo Tomás de Aquino a esa pregunta es sorprendentemente negativa: para que nuestra voluntad sea recta nosotros no tenemos que querer lo que Dios quiere, sino lo que Dios quiere que queramos (cfr. Summa Theologicae, I-II, q. 19, a. 10 c). Así el policía debe querer apresar al delincuente, su esposa debe querer que eso no ocurra, y la voluntad absoluta de Dios se manifestará en si efectivamente es apresado o no. Con un ejemplo más próximo, la madre de un enfermo debe querer que su hijo sane; si, no obstante, el hijo muere, ha de aceptar aquello como voluntad de Dios. Sin embargo, esa manifestación de la voluntad de Dios no debe llevar a la madre a arrepentirse de haber querido antes lo contrario de lo que luego se ha manifestado como voluntad de Dios. Su querer previo era recto, aunque luego se viera que Dios quería lo contrario.

La doctrina tradicional cristiana afirma que la voluntad absoluta no puede servir de referencia para la actuación humanal sencillamente porque no la conocemos. Nuestra referencia sólo puede ser la voluntad moral de Dios. Respecto de la voluntad absoluta, la actitud ha de ser de aceptación: initium scientiae moralis est reverentia fato habenda.

La distinción de estas dos formas de la voluntad de Dios está en la base de frecuentes contradicciones y perplejidades en la vida espiritual de las personas que, muchas veces, consideran que la unión con Dios debe tener como consecuencia directa que sus deseos rectos deban cumplirse efectivamente en la práctica, es decir, que los deseos buenos que tienen han de ser también voluntad absoluta del Dios omnipotente.

Es de todo punto necesario advertir que esa dos formas de la voluntad de Dios no implica una "doblez" en Dios, ni tampoco que Dios juegue con sus criaturas racionales de una manera desconsiderada. Las dos formas en que experimentamos en nuestra vida la voluntad soberana de Dios, no son extrañas entre sí, sino que tienen su raíz en la misma voluntad infinita que llama al hombre de la manera concreta en que lo llama. La llamada singular e irrepetible que está en el principio de su existencia singular, es principio de la voluntad legal en el sentido de que Dios llama al hombre a que le reconozca y le responda desde una naturaleza concreta. Por esa llamada, la persona es hombre. De esta forma se accede al problema de las relaciones del Dios con el mundo a partir de lo que es más significativo, y sólo a partir de esto se tratará de entender lo que es esencialmente inferior y subordinado. Se trataría de entender la relación del Dios con el mundo a la luz de la relación de Dios con el hombre, y no al revés.

La visión moderna que da la primacía a la causa material sobre la formal, y a la causa eficiente sobre la final, y que ha tenido tan graves consecuencias en el cambio de visón del hombre y del mundo, no es algo estrictamente novedoso y exclusivo de la modernidad, sino que tenía su principio es la concepción de la creación como fruto de una omnipotencia eficiente que no era presentada en su dependencia intrínseca de la bondad y de la finalidad.

8. La voluntad de Dios y el mal

Un problema clásico de la teología cuando trata de la voluntad de Dios es el problema del mal. ¿Quiere Dios el mal? Siendo el mal un acontecimiento real en el mundo, ¿debe referirse a la voluntad absoluta de Dios omnipotente? La realidad del mal ha sido una de las referencias más aducidas en contra de la existencia de Dios. El razonamiento era en esencia el siguiente: Si Dios es bueno debe querer evitar el mal, y si es omnipotente debe poder hacerlo. Evidentemente este razonamiento se apoya en una visión de la omnipotencia y de la bondad de Dios que desconoce la creación por la llamada, y considera al mundo como un fruto inmediato de la omnipotencia creadora.

Efectivamente, este problema se hacen particularmente difícil y de imposible explicación cuando se plantea desde la perspectiva que tiene como punto de partida lo que hemos llamado la omnipotencia de Dios. Las soluciones a ese problema suelen ser incluso irritantes, en cuanto que consideran el mal de la persona singular en el contexto del bien universal o del bien de orden que instaura la justicia divina al condenar a los malos.

La cuestión se hace especialmente punzante cuando nos encontramos en la situación de aceptar los hechos como voluntad absoluta de Dios, siendo el caso que esos hechos están repletos de males en todos los sentidos, especialmente de males morales, de crueldad, de violencia, de ambición, de odio. Ciertamente, si solamente se tratara de los males físicos, podría aludirse a la necesidad natural de la muerte para entrar en la patria definitiva, pero esto no puede aceptarse cuando se trata del mal que tiene su origen en la malicia de los hombres.

Lo que hay en el mundo de verdadero mal, es decir, la malicia del pecado, no es ciertamente querido por Dios. Es algo que aparece por la libertad real de la criatura. En efecto, la criatura tiene una capacidad real de oponerse a la llamada de Dios.

¿Podría Dios evitar el mal que hay en el mundo como consecuencia de la malicia y de la debilidad de los hombres? Respuesta: por supuesto que sí. Si entendemos que la omnipotencia de Dios es el momento interno de su llamada, se comprende que si la llamada de Dios para cada persona fuera tan enérgica como fue, por ejemplo, la llamada a la Virgen María, nadie podría producir efectos al margen o en contra de esa "corriente", de ese "soplo". La posibilidad de desviarse se debe a que la llamada no es aún tan enérgica como para arrastrarlo todo. Pero hemos de entender que la "gradualidad" de la llamada es una parte de la singularidad del gesto creador de cada persona.

En cierto sentido podríamos decir que el mal forma parte de la intervención de la criatura en su diálogo con Dios. Nosotros debemos ver la presencia del mal en el mundo, no simplemente como resultado de la voluntad absoluta de Dios, sino como una parte de lo que encontramos como consecuencia de que el mundo sea resultado del diálogo de Dios con muchas personas. Dios asume en su providencia también los hechos que son consecuencias de las acciones libres de los hombres, porque Él es el creador del universo entero. Por eso los hombres de fe han reconocido siempre las situaciones fácticas, incluso las más crueles y atroces consecuencia de la malicia y perversidad de los hombres -las persecuciones o los martirios-, como manifestaciones de la voluntad de Dios. El mal debemos reconocerlo como algo que nos viene de la parte de Dios en nuestro diálogo con Él, pero que no tiene en Él su origen, sino en la participación de otras personas en el diálogo multiforme que configura el mundo.

De todas formas el reconocimiento de la situaciones fácticas como voluntad de Dios, no implica una aceptación rendida de esas circunstancias. Son una voluntad de Dios que también reclama una respuesta por parte del hombre. En la medida en que en esas circunstancias está presente el mal, la respuesta puede ser la resistencia y el empeño por derribar los agentes de esos males. Combatir las circunstancias perversas o huir de ellas no significa no aceptarlas como voluntad de Dios, sino saberse en una situación que reclama a su vez una respuesta por parte del hombre.

9. Aplicación a un caso concreto: La exigencia de la unidad de la historia de la vida y el sentido de la perseverancia

Uno de los casos en los que se usa la expresión "voluntad de Dios" de una manera más frecuente y decisiva es el de la pertenencia a una "institución vocacional". Entiendo por institución vocacional aquella en la que la incorporación se suele vincular a una llamada particular por parte de Dios: quien ingresa en ella se dice que tiene "vocación" o que es "llamado por Dios" o que responde a "un mandato imperativo de Cristo". Por eso, la opción por ese modo de vivir la fe cristiana, se suele vincular a una garantía divina, aplicándose casi literalmente las palabras del Señor a los apóstoles: "no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros" (Juan 15, 16). En ese ámbito el lenguaje suele hacer frecuentes referencias a la voluntad o al mandato de Dios o de Cristo para fundamentar todos los imperativos prácticos: se repite que "la voluntad de Dios viene por los directores".

Al mismo tiempo, se suelen eludir las referencias a los factores naturales que están y deben estar presentes siempre en toda decisión vocacional en la vida de los hijos de Dios. Esto es así porque quizá se piensa que la referencia a los factores naturales puede ser peligrosa, y proporcionar a las personas unos criterios con los que valorar las decisiones y las valoraciones institucionales, que se pretenden absolutas.

Es cierto que en algunos casos singulares Dios llama a ciertas personas a misiones que implican una permanencia irrevocable en el tiempo. Pero éstos son casos realmente excepcionales en la historia de la salvación. La singularidad y excepcionalidad de esas llamadas no implica que unas personas sean objeto de "solicitud" por parte de Dios, mientras que otras sean relegadas al "caso común" de todos los hombres. Lo que sucede es que la llamada creadora y salvadora es en todas las personas algo irreductiblemente singular y sólo relativamente universalizable. La llamada de Dios a cada persona es única, y el diálogo que mantiene con ella en su vida es absolutamente irrepetible y no universalizable. Se pueden encontrar rasgos comunes, pero en ningún caso se debe considerar la relación de Dios con cada persona solamente como "un caso" de una ley general. Por eso la llamadas de quienes son requeridos por Dios de manera explícita y sobrenatural, se suele denominar "vocación". Pero también quienes son llamados a través de las circunstancias ordinarias. es verdadera vocación personal, aunque no determine unívocamente la respuesta que Dios espera.

En la Iglesia hay instituciones vocacionales que de alguna manera universalizan las llamadas de los que se integran en ellas. La situación de las personas que se sienten inclinadas a esas instituciones es en cierto modo paradójica. Por una parte, la vocación divina es algo estrictamente personal. Por otra parte, la integración en una institución vocacional permite hablar de una vocación común a los miembros de esa institución. Por eso se habla de la "vocación a esa institución" como de una vocación común a muchos, es decir, como un universal del que cada persona es "un caso". Es consecuencia, la vocación, que de suyo es principio de acentuación del carácter irreductible de cada persona, se convierte en una especie de "igualador" de los individuos.

Cuando una persona concreta ingresa en una institución vocacional lo hace generalmente de una manera distinta a la llamada explícita sobrenatural. Los factores que conducen a esa decisión suelen incluir muchos aspectos estrictamente humanos, naturales, de afinidad, influencia afectivas o psicológicas de otras personas o del ambiente familiar. Esto no es de suyo malo, ni inhumano, ni antinatural. A través de esos factores naturales se expresa, como hemos visto ya, lo que Dios dice en su diálogo con la persona. Pero esos mismo factores, no cesan de ser importantes una vez que la decisión del ingreso ha sido tomada. Sería un contrasentido considerar como decisivos esos factores para interpretar la voluntad de Dios en el momento previo a la decisión, y declararlos irrelevantes después.

Entonces el sentido de la perseverancia no se puede entender adecuadamente sólo desde la perspectiva de la llamada divina. En efecto, cuando se concibe la vocación como una llamada unívoca a una situación en una institución de este mundo, aunque sea con miras hacia la vida eterna, parece que si abandona ese camino, la persona quedaría definitivamente frustrada para Dios. La práctica demuestra que no es así, ni siquiera en el modo de actuar de las instituciones más "sobrenaturalistas".

El sentido de la perseverancia tiene un fundamento más "humano" y, por eso mismo, más comprometido y divino.

En el caso de la entrega "vocacional", la irreversibilidad no debe considerarse deducida necesariamente de la relación directa con Dios, como si Dios mismo hubiera llamado explícitamente a esa persona. No tendría sentido, por ejemplo, que San Pablo abandonara la misión recibida de Jesucristo aduciendo, por ejemplo, que no tenía capacidad para realizarla. En su caso, no cabe duda de que la llamada era explícita y que el mismo que le había llamado era el que le daba las condiciones para llevarla a cabo. Pero eso no se puede afirmar, como es evidente, en el caso de la entrega común en las instituciones vocacionales. Por eso, es posible que después de un tiempo de prueba haya que reconocer que no se está en condiciones de mantenerse en ella. Además es posible que las misma institución vocacional experimente cambios substanciales, al menos en la relación con algunas personas. En cualquier caso hay que tener en cuenta que lo esencial es la unión con Cristo en su Iglesia, y que todas las instituciones que nacen en ella, son esencialmente "parte" de la Iglesia, y nunca pueden arrogarse un carácter absoluto, como única situación posible, para la persona, de unión con Dios.

La presunta irreversibilidad de la entrega vocacional debe deducirse más bien de la naturaleza de las cosas, de modo semejante -no estrictamente idéntico-, a como quien ha hecho una opción importante en su vida, no debe variarla si no es por razones graves. La exigencia de irreversibilidad no es absoluta, ni el abandono del proyecto primero supone necesariamente un apartamiento de Dios. De hecho, a pesar de los vínculos jurídicos o canónicos que haya contraído, hay siempre un camino legítimo, jurídicamente establecido, de "dispensa". Y, obviamente, emprender un proceso legítimamente reconocido, no puede significar por eso apartarse de Dios.

Es cierto que quien se ve inclinado a desistir de un camino vital emprendido años atrás, sufre una quiebra en su vida. Esa ruptura que puede ser muy dolorosa y en ocasiones, casi imposible de soportar, pero no supone inequívocamente y de suyo un mal moral. A veces, la unidad consigo mismo y con Dios puede reclamar una ruptura con muchas relaciones menos radicales o decisivas.

El deber de la perseverancia está normado por la naturaleza de las cosas, en concreto, por la naturaleza del ser humano, cuya unidad reclama una cierta continuidad en los proyectos más importantes. Por eso, en. muchos casos ha de contar el deber de mantener la propia identidad, en el sentido de proyecto vital, también ante las personas más próximas y queridas: hay ocasiones en que el cambio brusco de proyecto vital equivale casi a "desaparecer" de la vida de esas otras personas y, en consecuencia, a romperles también a ellas sus vidas. Este deber de caridad puede plantear el deber de aceptar sacrificios personales muy grandes, según sea el vínculo con esas personas cercanas.

Pero la unidad de la historia vital no debe considerarse solamente desde el punto de vista de su coherencia, digamos, narrativa. Su fundamento radical no está en el hecho de que sea una historia unitaria o lineal, sino en que sus actos estén fundamentados sobre la eternidad de Dios. Ciertamente puede haber rupturas en la historia vital que supongan un desagarramiento de la unidad "narrativa" de esa historia, pero que a un nivel más profundo contribuyan a una unión más serena con Dios. En cualquier caso, la exigencia de evitar esa decisión no es una exigencia moral absoluta. Más bien es la exigencia que procede del deber natural de mantener el significado "institucional" y "social" de la propia vida.

Todo esto nos dice que la perseverancia no está normada "directamente" por la relación teologal con Dios. Estará vinculado con Dios en la medida en que la relación con las personas compromete también con Dios. De todas formas, la persona con su coherencia interna, su salud psíquica, su serenidad espiritual y, sobre todo, su conciencia, no puede considerarse nunca solamente en función de los demás, aún de los más próximos. Por eso, la perseverancia se resella con vínculos jurídicos de diverso tipo. Estos vínculos muestran que de suyo, es decir, por sí misma, la entrega no establece un compromiso irreversible con Dios. Por supuesto, si el abandono de la institución vocacional procede del apartamiento de la generosidad originaria y de una opción posterior por la comodidad, en la medida en que supusiera una elección del egoísmo o la sensualidad, estaría afectada de una cualificación moral negativa.

En resumen, se debe afirmar que la perseverancia en un camino de entrega en la Iglesia está exigida por dos tipos de exigencias: la primera por la propia exigencia de la unidad de la historia vital; la segunda, por el vínculo específico que haya resellado la situación. La primera exigencia, es semejante a la que reclama perseverar en el proyecto profesional o social. Ésta no es primariamente una exigencia moral. La segunda es un vínculo de alcance moral que es dispensable por la autoridad correspondiente. En ninguno de los dos casos se debe vincular la perseverancia a la unión directa con Dios.

Sin embargo, cuando la institución pretende ser un absoluto, se tenderá a dar una trascendencia teologal a estos vínculos. Entonces se pasa fácilmente de hablar de "perseverancia" a hablar de "fidelidad", connotando de esa manera la unión con Dios. Pero eso es, al menos, equívoco, y, además, fuente de contradicciones. De hecho, quienes no han perseverado en el proyecto, aun después de ser advertidos de que abandonar su decisión original era abandonar a Dios, son reconocidos en una situación lícita y legítima, que puede incluso llegar a ser reconocida como vocacional.

En muchas ocasiones se encuentran personas que se ven "forzadas" a perseverar, no ya por los factores naturales antes aludidos, sino porque su entorno profesional, social o familiar les presiona con particular intensidad. Esto ocurre en aquellos casos en que los miembros de esa institución se encuentran situados en el mundo casi exclusivamente a través de la pertenencia a ella: la institución es la que proporciona la situación laboral, o la seguridad del futuro, o los medios de vida. En estos casos, el abandono de la institución no se plantea tanto desde la perspectiva teologal, sino desde consideraciones implícitas mucho más naturales y terrenas.

Además, hay personas que han entrado en la institución vocacional porque han sido preparadas e inclinadas por sus padres, por los profesores de su colegio, por el ámbito de descanso al que lo han llevado, y advierten que si abandonaran ese camino se separarían desgarradamente de todo lo que, de hecho, constituye "su mundo". De manera especial, puede suponer una presión decisiva el hecho de que los padres pertenezcan ellos mismo a la institución y hayan sido formados en la idea de que el abandono de esa institución es prácticamente un abandono de Dios y, por tanto, una conducta gravísima y absolutamente reprobable. Hay padres que prácticamente se comportan guiados por el presupuesto de que si su hijo abandonara ese camino, quedaría como proscrito. Parece que ya no son tanto padres de su hijo cuanto miembros de la institución y como instrumentos de ella para garantizar la perseverancia de sus hijos. En estos casos la violencia que se hace a la naturaleza de los vínculos familiares puede ser verdaderamente inhumana.

Por eso, debería evitarse hablar con excesivo tremendismo de la no perseverancia. Sin embargo, es frecuente referirse al abandono del camino concreto vocacional, en un tono trágico, como si quien lo hiciera estuviera apartándose de Dios y abocándose a una vida necesariamente infeliz, lo cual es probadamente falso. Cuando en el lenguaje institucional se dan muchos juicios de ese tipo, se predetermina además la opinión de las personas sobre los que no perseveraron.

Probablemente ese cúmulo de "expresiones condenatorias" del abandono de la institución vocacional, sea debido a la conciencia implícita de que la perseverancia de muchos está constantemente en peligro, y, en consecuencia, al empeño por asegurar la perseverancia de personas que no pueden estar "atadas" por otros vínculos externos, como es, en el caso de los religiosos, la situación pública y social. Pero el recurso a las presiones referidas resulta contrario a la naturaleza de las cosas, y, en la medida en que incluye esos juicios morales, es además violentador de las conciencias. Éste es uno de los casos en que aparece el intento de dominar a las personas a través de la conciencia.

Por todo esto, una muestra segura de que se protege la libertad de las personas y de que se confía en la voluntariedad actual de los que perseveran, es que no se dramatiza excesivamente la no perseverancia de algunos. Y esto por dos razones. La primera porque, como hemos dicho, no se identifica el abandono de la institución vocacional con el abandono de Dios o con el pecado. La segunda es la convicción de que esos casos no pondrán en crisis la perseverancia de las demás personas que siguen ese mismo camino, porque se presupone que esas personas saben a qué se han entregado y por qué. Si los motivos de la entrega se presuponen vivos y actuales, y además se da la importancia que tiene realmente la perseverancia, no se considerará una tragedia el que algunos se sientan inclinados a abandonar, por los motivos personales que sean.

Ciertamente, todos somos muy influidos por las conductas que contemplamos en el ambiente que vivimos, y cuando. un ambiente es dominado por el capricho o la mera emotividad sentimental, la perseverancia se resiente. Pero en la Iglesia hay muchas instituciones que han acogido serenamente en sus propios ámbitos a personas que abandonaron la pertenencia estricta a ellas, sin que eso suponga como una invitación a que los demás abandonen también. Desde luego, si la perseverancia se fomenta sólo a base de quitar de la perspectiva de todos la posibilidad del abandono, esa perseverancia será poco segura y, seguramente en muchos se mantenga en un nivel un tanto "formalista" .

La perseverancia ha de fomentarse ciertamente, pero el cauce propio es cuidar que la finalidad que estuvo en el principio de la entrega, es decir, el ideal de la institución vocacional, esté constantemente vivo y encendido, sin que la misma institución se convierta en un absoluto, es decir, que no tenga ninguna referencia ulterior a sí misma.

Desde luego, si el ideal se olvida o se difumina en la práctica, y en su lugar se pone el mero mantenimiento de la institución, entonces la unidad ya no será la comunión en el ideal, sino que pasará a gravitar sobre lo organizativo y disciplinar de manera que, como se ha dicho antes, la unidad será concebida sobre todo como dependencia estrecha de los que dirigen. El caso sería semejante a un ejército que olvidase la guerra que le daba sentido, y pasase a ver el fundamento de la unidad sobre todo en la disciplina y la obediencia a los jefes.

Esto no significa negar ni siquiera disminuir la importancia de la relación de dependencia con los que dirigen. Por supuesto que la obediencia es muy importante, pero es esencialmente dependiente de que efectivamente, volviendo al ejemplo anterior, todos tengan presente la guerra que se está librando y se desee ardientemente ganarla. En este sentido, la unidad organizativa, aunque necesaria e incluso imprescindible, es esencialmente secundaria y debe alimentarse de aquella otra unidad que procede de la presencia viva del ideal.

10. Necesidad de la base dogmática para la ascética

En lo tratado en estas líneas se ha hecho varias veces referencia a aspectos de la vida cristiana que son frecuentes en la predicación y en la enseñanza ascética, y que son tratados de manera incompleta o dándole una fundamentación inadecuada.

En la medida en que esas enseñanzas son muy vinculantes, pero no se apoyan directa y claramente en la doctrina teológica, resultan un tanto voluntaristas y tienen el riesgo de degenerar en manipulación de las conciencias. Estrictamente se podrían calificar de "fundamentalismo", pues son enseñanzas prácticas que no tienen raíces en un conocimiento adecuado de la realidad.

La fe cristiana se caracteriza, como sabemos, porque es una fe de plenitud y de madurez de la persona. Por eso es una fe de libertad, que reclama grandes compromisos personales y exigencias morales, pero basándose siempre en el conocimiento de la verdad.

Lógicamente cuanto más comprometidas sean las exigencias morales y prácticas, más necesario es tener presente el fundamento cognoscitivo que está en su base. Para que la vida sea verdaderamente una vida de fe, es necesaria una fe que sea capaz de dar fundamento a una vida. Esto implica entender la expresión "vida de fe" no en el sentido fiducial luterano, de abandono confiado en la misericordia de Dios, sino en el sentido de una vida que tiene como criterio de orientación el conocimiento de la realidad que proporciona la fe.

En los tratados sobre la verdades de la fe más gravemente implicadas en la vida, se debería poner especial cuidado para mostrar esas verdades de la fe de manera que puedan fundamentar la vida que luego se reclamará en la enseñanza moral y en la predicación ascética. En concreto, es necesario un estudio profundizado y verdadero de la voluntad de Dios, de manera que no sea simplemente una "expresión de apoyo" de lo que se pretende predicar, sino que tenga incidencia práctica en la manera de entender y de determinar lo que debe ser o no ser materia esa enseñanza y de esa predicación.

 

 

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