Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 5. ENTENDER, EXPLICAR

1. Planteamiento de la cuestión

La cuestión que se va a tratar en las páginas que siguen no se refieren propiamente al estudio de la manera como acontece la comprensión humana de los textos o de los discursos -lo que se ha llamado el problema hermenéutico-, sino a un fenómeno más ambiguo, que es el error respecto de la consciencia de la propia comprensión. La cuestión que nos va a ocupar no es, pues, cómo acontece la comprensión y cuáles son sus presupuestos, allí donde se da efectivamente, sino si es posible una equivocación cuando se tratar de juzgar sobre si uno mismo ha comprendido o no algo que se le ha dicho, o algo que ha leído.

Se trata pues de un fenómeno que podríamos calificar de acto o fenómeno humano "imperfecto", pues se refiere no propiamente a un fenómeno humano en su contenido propio y preciso, cuanto a la posible falsificación de ese fenómeno, en determinadas condiciones. Por esto, nos planteamos también la cuestión de si alguien puede encontrarse en la situación de no entender cabalmente lo que él mismo está diciendo, aunque evidentemente piense que, puesto que es él el que lo dice, es seguro que sabe que lo entiende. En el estudio de la interpretación que realiza la filosofía hermenéutica este último supuesto no se plantea, pues parte precisamente de que una persona que tiene un determinado contenido intelectual en su cabeza pretende transmitirlo a otra persona distinta y quizá distante en el tiempo y en el espacio. Nosotros nos planteamos, sin embargo, la cuestión del posible engaño que puede subyacer cuando alguien piensa que tiene un mensaje en su cabeza.

Esta cuestión no es obvia, ni banal. Podría decirse que se refiere no tanto a la filosofía cuanto a la sociología del conocimiento, pues la filosofía se ocupa de la realidad y de los fenómenos en su significado propio, mientras que aquí nos las tenemos que ver con situaciones intermedias entre el entender y el no entender, pero no en cuanto que esta situación se puede dar en el proceso hacia una intelección cumplida. Tampoco nos referimos aquí a las situaciones en que se encuentran diversas personas que han entendido algo con diferente profundidad. El objetivo fundamental de nuestro interés ahora es la situación en que alguien considera subjetivamente como intelección suya lo que en realidad no es más que una sustitución de orígenes más oscuros.

La pregunta sobre si entendemos algo o no lo entendemos no tiene una respuesta tan inmediata ni tan fácil como estaríamos inclinados a pensar. Esto significa que no sabemos de inmediato si entendemos una cuestión o una explicación, o si la respuesta a las preguntas que hacemos son satisfactorias. Esto puede parecer sorprendente, pero de hecho este equívoco aparece no pocas veces incluso en personas que son muy versadas en aspectos sectoriales del saber. Especialmente en el ámbito de las ciencias positivas se observa que en ocasiones se consideran satisfactorias explicaciones de fenómenos humanos generales que no son en absoluto tan válidas, es decir, que no proporcionan el conocimiento que parece. Esto es así porque, con facilidad, se dan explicaciones a través de procesos materiales a cuestiones que no pueden recibir una respuesta cabal en ese ámbito. Por ejemplo, cuando los neurólogos nos dicen que "ver" es recibir el estímulo luminoso y transformarlo en un impulso nervioso a través de unas ciertas alteraciones químicas, se está dando una explicación que ciertamente tiene mucho de verdad y que es extraordinariamente útil pero que, a pesar de eso, no nos puede hacer entender lo que verdaderamente es ver la luz, o estar ciego. La tragedia humana de la pérdida de la visión no se puede equiparar a la molestia de una erupción en la piel y, sin embargo, en las explicaciones de la ciencia, los dos procesos aparecen cualitativamente del mismo tipo.

Otras veces sucede que, en vez de una explicación auténtica, lo que se da es una frase que remite a lo "convencional", a la explicación o a los axiomas que están vigentes en un ambiente determinado y que se presuponen evidentes y perfectamente entendidos, cuando en realidad no es nada claro que lo sean. Esto sucede con frecuencia cuando en ese ambiente se pretende que la conducta ante ciertos hechos sea siempre una, la misma y bien determinada, de manera que está establecido que la respuesta correcta a ciertas situaciones ha de ser una concreta. El ejemplo podría ser aquella broma sobre el ejército, en que el oficial le dice al soldado que, en vez de aplicar la regla establecida, estaba tratando de aplicar sus conocimientos sobre la mecánica: "no piense, que se equivoca". También puede suceder esto mismo cuando la formación de los jóvenes pretende inducir juicios morales o estéticos inequívocos para casi todos los casos posibles, y se establece de antemano qué situaciones son, por ejemplo, "objetivamente" actos de caridad, cuáles otras son ocasión de tentación, qué objetos son hermosos, etc. y la persona adopta sus juicios así, sin ejercitar la conciencia personal o la propia capacidad de valoración estética, es decir, con independencia de si aquello es para él verdadero acto de caridad, o verdadera tentación, o si le parece realmente hermoso. En estas situaciones la persona adopta una actitud "como si realmente entendiera y valorara por sí misma", pero, en realidad esa actitud no procede de su conocimiento, sino de aquello que se está predeterminado.

En muchas discusiones públicas, especialmente en ambientes políticos, se presentan como argumentaciones frases que no lo son en absoluto. Newman, en su descripción del "gentleman", decía que éste "no confunde nunca las críticas malévolas o las frases hirientes con auténticas argumentaciones". Ya Sócrates advirtió con claridad que las personas singulares consideran que entienden las. cosas, pero que. los juicios que hacen, en la inmensa mayoría de los casos, no proceden de la visión personal y del entendimiento de la realidad, sino de las opiniones socialmente establecidas. Esta antigua observación nos avisa de que es un riesgo propio de la condición cultural del ser humano que las personas no entiendan realmente las cosas de las que hablan, porque sus juicios no proceden de un conocimiento real de lo que juzgan, sino se limiten a asumir las valoraciones y las explicaciones que están culturalmente establecidas.

El caso es que las personas muchas veces piensan que entienden lo que en realidad no entienden tan claramente como afirman. Para entender adecuadamente lo que significa conocer, es necesario un ejercicio muy específico de la inteligencia y, sobre todo, haber tenido una experiencia real e inmediata de haber entendido algo a fundo y verdaderamente.

Además, la ciencia moderna ha hecho surgir ciertos equívocos o, al menos, algunas ambigüedades sobre lo que es "entender", o "explicar" alguna realidad o algún proceso, o "demostrar" algunas verdades. La explicación que la ciencia moderna da sobre las realidades suele restringirse a sus componentes materiales, de manera que se ha ido identificando implícitamente el comprender, una realidad o un proceso, con el conocer científicamente su composición física o la cadena de causas materiales que están en su origen. Así, no es raro que actualmente muchas personas piensen que en nuestro tiempo conocemos la realidad del hombre y del mundo mucho mejor que en tiempos pasados, Simplemente porque ahora se dan explicaciones físicas de la estructura de la materia hasta dimensiones pequeñísimas.

Las características del saber científico -sobre todo su utilidad práctica y su validez intersubjetiva- lo hacen especialmente prestigiado. Ciertamente, no cabe duda de que este conocimiento es verdadero y muy útil para el dominio del universo, y que ha mejorado extraordinariamente las condiciones materiales de la vida de los hombres.

La cuestión es si el conocimiento que da la ciencia positiva es un conocimiento que alcance a toda la realidad con la que tratamos. En concreto, es especialmente importante saber que el conocimiento científico tiene unos límites que, por su misma naturaleza, tienden a "esconderse" en cuanto tales límites, de forma que ese conocimiento lleva en sí la tendencia a presentarse como omniabarcante.

Esto se manifiesta cuando se trata de aspectos de la realidad y de actividades del ser humano que no se pueden reducir fácilmente al ámbito de lo cuantitativo o de lo meramente material. Ya he hecho referencia a lo radicalmente insuficiente que sería tratar de explicar lo que es la ceguera en términos de estímulos luminosos y fisiológicos. Entonces los límites de la explicación científica son más graves, pero al mismo tiempo es importante advertir que esos límites tienden a ocultarse. Vale la pena detenernos en este aspecto para precisar lo que aquí tratamos.

Hay cuestiones que admiten muy directamente la explicación científico-positiva. Por ejemplo, la ciencia física puede explicar satisfactoriamente el movimiento de los astros, o por qué aparece el arco iris en determinadas condiciones atmosféricas, o por qué se detiene el corazón cuando entra en el organismo determinada substancia. En estos casos, y en tantos otros similares, se puede decir que se ha entendido determinado fenómeno porque se ha puesto en relación con sus causas materiales inmediatas. Como el fenómeno era substancialmente material-las órbitas de los astros, la aparición del arco iris, o el detenimiento de corazón-, la referencia a su causa material se experimenta como una plenitud de entendimiento que aplaca el deseo que todos tenemos de conocer.

La cuestión es, en primer lugar que esa explicación es del tipo que se podría denominar "próxima", es decir, se ha puesto en relación el fenómeno que se trata de explicar con sus causas materiales inmediatas. Entonces se advierte que, de todas formas, esa explicación no puede llegar a satisfacer la inclinación a entenderlo todo, pues los fundamentos de esos procesos causales no pueden llegar a ser entendidos en plenitud.

Las explicaciones científicas remiten siempre a otros procesos más fundamentales, que siempre escapan a la comprensión cabal y, por eso, reclaman seguir investigando procesos más elementales. Si, a pesar de esto, las explicaciones científicas se consideran tan satisfactorias intelectualmente, es porque al avanzar la ciencia se van dando siempre contextos más amplios de intelección, aunque nunca lleguen a explicar cabalmente los fundamentos de esos fenómenos. En efecto, nunca se explica, por ejemplo, porqué los cuerpos se atraen, o porqué las cargas del mismo signo se repelen. Los físicos no dan cuenta, ni lo pretenden, de porqué hay tales tipos de fuerzas en la naturaleza; ellos se limitan a buscar sus regularidades. y si se lograra explicar físicamente la atracción de los cuerpos, siempre quedarían aspectos del mismo tipo sin explicar.

La perspectiva de explicar siempre más en esa dirección, es como tratar de ver "qué hay detrás" de lo que vemos. Pero, como señaló acertadamente C. S. Lewis, "ver siempre detrás", si se llega al límite, es no ver nada, porque todo se habría hecho transparente. Esto significa que, en el fondo, las explicaciones científicas de la realidad contienen un componente engañoso, porque dan la impresión de ofrecer más conocimiento del que en realidad proporcionan. Más aún, si se lleva al límite ese modo de considerar, al final resulta que todo conocimiento queda anulado. No obstante, se puede entender que las ciencias positivas den efectivamente la sensación de que contienen mucho conocimiento porque crean amplios contextos de intelección, es decir, ponen en relación los fenómenos físicos con otros muchos fenómenos del mismo tipo, y, por eso mismo, pueden proporcionar gran satisfacción intelectual. No obstante, en ese conocimiento nunca tocan fondo, y siempre remiten a algo más allá que debía ser el fundamento de que aquello sea inteligible. Es como un tren indefinidamente largo cuyo movimiento se tratase de explicar siempre por el descubrimiento de nuevos vagones que tiran de los precedentes: si no se llega a vislumbrar la máquina. Por muchos vagones que se descubran, el movimiento queda igualmente sin explicar.

Se podría decir que las explicaciones de las ciencias positivas conectan nuestro conocimientos con evidencias fundamentales, y que estas evidencias son las que tienen la función semejante a la máquina del tren. La cuestión es que lo que las explicaciones científicas pretenden es precisamente sustituir el conocimiento de tales evidencias inmediatas, y por eso mismo, no deben admitirlas como fundamento de su validez: es una incongruencia considerar insuficiente, superficial y engañoso el conocimiento espontáneo de la realidad, y luego basar la validez de las explicaciones científicas en nociones como "experimento", "observación", "medida", etc. que son fruto de ese mismo conocimiento espontáneo que fue descalificado. Por ejemplo, es incongruente tratar de explicar el fenómeno de la visión, tratando de superar la noción espontánea, y remitirse a que en realidad lo que hay es una cadena de estímulos nerviosos y de alteraciones fisiológicas. Cuando se dan estas explicaciones se olvida que la existencia de los nervios o de los procesos fisiológicos se alcanza por visión directa de los aparatos de medida: no es lógico negar el sentido directo de lo que es "ver", diciendo que se ha "visto" experimentales cuáles son sus procesos elementales.

Además hay otra cuestión más difícil y delicada, que es la que se refiere a contenidos intelectuales, que percibimos en la observación directa, pero que no tienen de suyo un carácter directamente cuantificable o material, aunque tengan un soporte material evidente. Me refiero sobre todo a los mismos procesos intelectuales. Cuando se trata de explicar la capacidad intelectual del ser humano recurriendo a las estructuras cerebrales, ciertamente se amplía en ámbito de intelección de esos procesos, pero no se toca siquiera lo que tiene como tal proceso intelectual. Entonces, la ampliación del contexto intelectual juega un papel equívoco, pues puede hacer pensar que el haber entendido el proceso material, que es ciertamente una intelección rica y articulada, significa que se ha entendido lo que es pensar. Es verdad que se ha entendido mucho sobre los procesos fisiológicos implicados en el pensamiento, pero identificar el conocimiento de esos procesos, con el conocimiento de qué es el pensar, sería como tratar de entender la calidad de Shakespeare sabiendo muchísimo de sus usos lingüísticos, o de las condiciones sociales en que escribió cada una de sus obras. El erudito que escriba sobre eso, sabrá ciertamente mucho de cosas relacionadas con Shakespeare, y quizá podrá proporcionar cierta satisfacción intelectual a los que le escuchen o lean, incluso podrá proporcionar medios para establecer la autenticidad de ciertas obras, pero en el fondo sabrá muy poco o _nada de lo que se pretende saber cuando se quiere conocer a Shakespeare y a su obra en su carácter propio.

En este caso la mera remisión a condiciones previas, es equívoca porque lo realmente significativo es lo que está a la vista y dirigir la mirada hacia sus componentes, es decir, realizar el análisis de los elementos que componen esas realidades, es mirar cosas que son mucho menos ricas de significado. Quien se admira de la belleza de un monumento y, con la intención de conocerlo mejor, estudia detalladamente las piedras que lo componen y la técnica de los canteros que las cortaron y de los albañiles que las montaron, equivoca el camino, porque al final de ese estudio alcanzará conocimientos que son mucho más pobres que lo que admiraba y que ya conocía en principio: no habrá avanzado en la comprensión de lo que admiraba, sino solamente en el conocimiento de unos procesos que no pueden dar cuenta de aquella belleza. La belleza es algo que pertenece al conjunto, a la cosa conocida, en cuanto unidad, y al realizar el análisis, que es de suyo descomponedor, la mirada pierde necesariamente la unidad del todo.

2. Aclaraciones sobre lo que implica entender las verdades fundamentales

Para entender algo que se nos presenta como rico de significado no se trata de descomponerlo en sus componentes materiales, ni de analizar el proceso que le dio origen, pues las cosas más ricas de significado no se pueden identificar con su génesis, sino en dirigir la mirada más agudamente sobre lo que ya se entiende, aunque sólo se entienda "en cierta medida".

La cuestión es que frecuentemente pensamos que entender algo se identifica con situarlo en un contexto de sentido más amplio, es decir, ponerlo en relación con otras realidades significativas de manera que se alcancen unidades de significación cada vez más amplias y ricas, y que esto sólo es posible por el camino de la lógica analítica, o de la descomposición en elementos más básicos. Por eso tendemos a referir los procesos materiales a las leyes más fundamentales de la materia. Así entender la Química conduce a la Física de los átomos y de las partículas elementales, y del mismo modo, las ideas y los juicios se descomponen en "conceptos" y "notas" que son el medio del razonamiento lógico.

En estos procesos, se pierden las unidades significativas, y al final, el conocimiento cambia de carácter: se pierde lo que realmente interesaba conocer. El caso es semejante al de quien para conocer y calar más intensamente de la belleza de un rostro amado, pretendiera dirigir su mirada a las células que componen la piel o a las moléculas y los átomos que componen esas células. Quien conozca muy bien esas células o esas partículas no conoce mejor lo que le había admirado en un principio. Esto no quita lógicamente que el nuevo conocimiento de las células y de los átomos pueda ser muy útil, incluso para reparar el rostro hermoso, si por ejemplo, se hubiera dañado y deformado por quemaduras. Lo esencial aquí es entender que, aunque sea muy útil, ese conocimiento no supone un avance en el conocimiento de lo que realmente interesaba.

Ya Hobbes advirtió que el conocimiento científico serviría para dominar siempre más la realidad, pero que el precio que se debía pagar por ello era desconocer esa realidad en cuanto tal, pues si todo el conocimiento significativo se reducía al conocimiento de la ciencia, el hombre quedaba como "extraño" en el mundo.

En realidad, la manera de poner en relación lo que conocemos y queremos conocer mejor, con contextos más amplios, pero sin perder su significación propia, debe seguir otro camino. Aquí es donde entra lo que se debería considerar el ejercicio más alto y noble de la inteligencia. La relación que se busca no debe ser lograda al precio de perder la significación que ya se ha alcanzado, y que impulsa a un conocimiento mayor, sino precisamente a través de una intensificación de ese conocimiento que aparece como precioso.

El camino hacia la nueva comprensión de lo ya comprendido es efectivamente la intensificación del conocimiento ya logrado y ésta intensificación es el ejercicio más alto de la inteligencia. Cuando se conoce y se contempla con intensidad, lo conocido se va haciendo progresivamente más brillante, según la medida de la riqueza de contenido de ese objeto y de la calidad de la inteligencia que lo contempla, hasta el punto de que ese conocimiento llega a conectar con otros conocimientos y establece con ellos las relaciones que buscábamos.

Cuando una inteligencia lúcida medita perseverantemente en una verdad rica, va advirtiendo que esa verdad es progresivamente "más conocida", pero ese "progreso" no tiene el sentido de mostrar sus elementos constitutivos, sino el de relacionarse con otras verdades que ya se conocían pero que se mantenían como independientes de aquella otra. Cualquier persona que ama y conoce intensamente a alguien, advierte que sus conocimientos de otras realidades se van como ordenando en función de la persona intensamente amada y conocida. Estas relaciones no son la mera remisión de su conocimiento de ella a otros conocimientos más básicos que sean comunes a todas las realidades, sino el resultado de que su conocimiento de la persona amada se ha hecho brillante, y ha lanzado como rayos que conectan con las demás cosas conocidas.

En un principio, el estudiante que aprende las verdades de un campo del saber, las recibe como un cúmulo de verdades que están unas junto a otras de una manera un poco arbitraria. A medida que las entiende más profundamente experimenta que esas verdades constituyen unidades progresivamente más amplias y va viendo con -un gozo particular que esas verdades se van integrando entre sí en unidades de significado más amplias cada vez. Por supuesto, el logro de esas unidades más amplias depende, como se ha dicho, de que las verdades que aprende sean efectivamente susceptibles de conocimiento más hondo, y de que su inteligencia sea suficientemente atenta y aguda como para llevar a cabo esa profundización.

En su ensayo sobre la investigación científica, Ramón y Cajal explicó gráficamente este proceso mental de relaciones entre las ideas y las cuestiones más ricas de significado: "Casi todos los que desconfían de sus propias fuerzas ignoran el poder maravilloso de la atención prolongada. Esta especie de polarización cerebral con relación a un cierto orden de percepciones afina el juicio, enriquece nuestra sensibilidad analítica, espolea la imaginación constructiva y, en fin, condensando toda la luz de la razón en las negruras del problema, permite descubrir en éste las más inesperadas y sutiles relaciones. A fuerza de hora de exposición, una placa fotográfica situada en el foco de un anteojo dirigido al firmamento llega a revelar astros tan lejanos, que el telescopio más potente es incapaz de mostrarlos; a fuerza de tiempo de atención, el intelecto llega a percibir un rayo de luz en las tinieblas del más abstruso problema.- La comparación precedente no es del todo exacta. La fotografía astronómica se limita a registrar actos preexistentes de tenue fulgor; mas en la labor cerebral se da un acto de creación. Parece como si la representación mental obstinadamente contemplada, emitiera al modo de un amibo, apéndices invasores que, después de crecer en todos los sentidos y de sufrir extravíos y detenciones, acabarán vinculándose estrechamente con ideas afines".

(Puede resultar ilustrativo de este proceso el ejemplo de los montajes de las películas que están compuestas por escenas diversas. Se pretende siempre que la película tenga la apariencia de una historia continua, a pesar de que, corno es lógico, no se pueda representar todo lo que sucede en el tiempo, es decir, no se puede evitar por lo general que las escenas sean distintas y transcurran en lugares diferentes. (Me parece que hay una película de Hitchcock que, aunque es de duración normal, tiene una única escena, pero es un caso bastante excepcional). Cuando una película está bien montada, se percibe corno una historia, y no corno la yuxtaposición de escenas inconexas. A veces se recurre a que en el cambio de escena cambie primero el sonido y unos segundos después cambien las imágenes de una escena a otra. Pero ése es un recurso que no puede ser lo esencial. Lo esencial es que cada escena tenga tal intensidad que conecte naturalmente con la escena siguiente: han de ser el contenido de la escena y la manera de presentarla lo que haga que en la visión y en la mente del espectador se conecte de manera espontánea y natural una escena con otra).

La medida del grado de inteligencia que tienen las personas, se debería medir por la capacidad de profundizar en los conocimientos que ya tienen y, de esa manera, establecer con otros conocimientos, una relación que lo enriquezca y profundice. Cuando se dan explicaciones de cuestiones particularmente significativas, sucede a veces que quien recibe esas explicaciones afirme que no las entiende. Es posible que la explicación que se le ha dado sea suficiente, y que lo necesario no sea tanto hacer más analítica o rigurosa la explicación, cuanto que quien la ha recibido, medite con atención lo que se le ha dicho. En todo caso, se podrá ayudar a que otros entiendan el mostrar más detalladamente la riqueza de los contenidos, pero esta ayuda no puede consistir en un mero análisis, sino en conservar en todo momento los significados mostrándolos desde nuevas perspectivas o describiéndolos más acertadamente.

Los libros buenos que tratan de las cuestiones más fundamentales, con frecuencia son rechazados por muchos que los califican de abstrusos e ininteligibles. Lo que en realidad sucede es que son excesivamente inteligibles, es decir, contienen un exceso de verdad y, precisamente por eso, requieren una meditación pausada y profunda para captar las relaciones entre las ideas que en ellos se exponen y que fundamentan su unidad lógica. De Tomás de Aquino se ha escrito que nunca leyó una página sin entenderla, pero algunas personas, no tan inteligentes, tenemos la experiencia de que un libro, que en la primera lectura nos parecía impenetrable, cuando se ha meditado con suficiente detenimiento y profundidad, aparece perfectamente claro e inteligible.

La conocida frase de Wittgenstein "lo que puede ser dicho, puede ser dicho claramente", es, en el sentido que estamos tratando aquí, peligrosamente equívoca, pues la claridad de los razonamientos depende de que se detecten unas relaciones que no dependen de la lógica formal, sino de la hondura de su intelección. Esa famosa frase, fue escrita en un ambiente intelectual en que la única lógica que se reconocía era la lógica de las relaciones unívocas de tipo analítico o matemático.

Análogamente, la apelación de Descartes a las ideas "claras y distintas" tiene un fundamento del mismo tipo. Descartes escribe su "Discurso del Método" en un ambiente intelectual en que se va imponiendo implícitamente el razonamiento matemático, en el que los conceptos tienen un sentido unívoco, de manera que las posibilidades son sólo o entender o no entender, pero se ignora completamente la posibilidad de entenderlos con mayor o menor profundidad. No se consideraba que las verdades más importantes sobre las cosas están medidas por la Sabiduría de Dios, y que la inteligencia humana las puede captar sólo en cierta medida.

3. "Entender" en ámbitos y tradiciones culturales y científicos

Actualmente hay amplios ámbitos de investigaciones en los que equipos de muchas personas investigan cuestiones diversas, por diversos métodos. Estos ámbitos, con su trabajo en equipo que coordina el esfuerzo de muchas inteligencias han alcanzado resultados sorprendentes. Pero esos logros no están libres de ambigüedades.

Cuando un joven investigador llega a uno de esos ambientes, se debe integrar en lo que se trabaja en conjunto, de forma que su tarea suele tener un ámbito bastante reducido y especializado. Esto sucede en todos los campos. En el ámbito directamente científico, un investigador individual suele centrarse en uno o unos pocos problemas concretos. A veces, lo que debe investigar es extraordinariamente restringido. Puede darse el caso de que un investigador tenga un campo de trabajo tan concreto, que pierda de vista el conjunto, y se centre, por ejemplo, en la cuestión de la absorción intestinal de la hormiga, o en la asimilación del nitrógeno nítrico por las plantas. Se da el caso de que cuando estos "sabios" bajan al diálogo con personas ajenas a su mundo científico, se encuentre con que se le planteen cuestiones que él mismo no se ha planteado, pero que sí se plantea la persona que tiene una visión espontánea de su ámbito de investigación.

Esto sucede porque las referencias del investigador no suele ser la realidad, sino el proyecto de investigación en que se encuentra involucrado. La pérdida de visión de conjunto es efectivamente muy posible, pues las cuestiones que surgen de la visión de la realidad han sido sustituidas por las cuestiones que han surgido de la división del trabajo investigador.

La pérdida de la visión de conjunto, y el restringirse a las cuestiones convencionales en cierto ámbito concreto, se da también en el caso de las investigaciones más humanas y filosóficas. Cada investigador ha de integrarse en una comunidad intelectual, que ha formulado ya una serie de problemas, tiene como recibidos unos logros, ha establecido el método de trabajo que se considera válido, el lenguaje que se entiende, e incluso cuáles son las autoridades plausibles. Entonces, también aquí se puede perder la mirada a lo real y quedar sustituida por las cuestiones del ambiente intelectual concreto. De esta manera, argumentos que en un tiempo determinado se consideraban válidos y concluyentes, son declarados inválidos o incluso ininteligibles.

Esto llega a su extremo, cuando en algunos libros de filosofía se hacen descripciones y análisis, que son deudores exclusivamente de la tradición correspondiente, pero que han perdido ya la referencia a la realidad. Lógicamente esto se da especialmente cuando esas obras están en tradiciones muy amplias, y se ha perdido ya casi completamente la referencia a las experiencia fundamentales que dieron lugar a los primeros desarrollos. He leído en algún manual de Metafísica que un ejemplo de "ente" es un libro, o un sillón, que son "entes artificiales" a los que no refería la noción de ente en la tradición originaria. Cuando se pone estos ejemplos se muestra que quien escribió esos libros, quizá tenía mucha erudición sobre las formulaciones convencionales en la tradición, pero que ha perdido completamente el sentido de esas formulaciones, de manera que ya no sabe mirar a la realidad, sino que se mueve exclusivamente en el mundo de una fraseología establecida. Entonces puede parecer incluso a la persona que escribe esas cosas, que sabe mucho de metafísica, pero en realidad, sabe muy poco, porque ha perdido la referencia a la realidad captada directamente. Se podría decir que quizá saben mucho de la ciencia metafísica, pero que saben poco de la realidad que dio lugar a esa ciencia.

Cuando un profesor que está explicando algo dice que le resulta difícil "poner ejemplos", manifiesta claramente este límite de su saber. Todo el mundo que habla de la realidad, debe tener muy a punto los ejemplos, pues éstos son la visión de la realidad que da lugar a sus construcciones conceptuales. De hecho, una característica de los escritos originarios, por ejemplo, de las obras de los filósofos antiguos, es que son el intento de explicar algunos fenómenos de la vida, y por eso las referencias a esos fenómenos es constante. Sin embargo, en las obras de los autores "derivativos", se suele rehuir la redacción con demasiadas referencias a los casos concretos, pues parece que es más elegante y riguroso hablar sólo en lenguaje conceptual abstracto. Por esas referencias se puede distinguir en muchos casos lo que ha sido escrito sólo desde unos precedentes teóricos, y lo que se ha escrito desde la percepción de aspectos significativos de la realidad viva. Sería un ejercicio mental muy interesante intentar escribir en breves frases qué fue lo que escribió el autor en su agenda para desarrollar el artículo o el ensayo de que se trate. Evidentemente esto no es posible cuando lo que se escribe parte solamente de unos presupuestos meramente teóricos o de escuela.

Buena parte de la pérdida de eficacia de la filosofía se debe a que se ha convertido en un sistema autorreferente y ya no puede formar unidad con lo que se percibe en la vida ordinaria. Entonces, lógicamente, el mundo de la filosofía no entrar en contacto con el mundo de la vida, que es el mundo de las percepciones directas y de los juicios a partir de ellas. En consecuencia, los libros de filosofía se hacen ininteligibles para los no iniciados. Pero es importante saber que, en el fondo, también es ininteligible para los que los escriben, porque sus descripciones no forman unidad con el conocimiento de la realidad. Estos escritores piensan que saben mucho y que tiene un conocimiento de gran valor, pero esa sensación se debe exclusivamente a la relación que sus conocimientos y formulaciones tienen con su propio sistema. En todo caso, tiene una relación con una realidad fuertemente interpretada.

4. La explicaciones vitales, los argumentos "ad hominem"

Cuando se trata de explicar algún asunto, lo que se pretende es poner en una relación más o menos evidente ese asunto, con otras realidades o verdades que aparecen evidentes de por sí, o de vigencia indiscutida en el ámbito intelectual en que tiene lugar el proceso. Por eso, normalmente se pretende explicar las cosas, poniéndolas en relación con aquellas proposiciones que aparecen más evidentes en la situación mental de los que deben recibir la explicación.

En estos casos no se trata solamente de contar como punto de apoyo con verdades indiscutidas, sino también con falsedades evidentes. Ésa es la base de las llamadas demostraciones por reducción al absurdo: si se pone en relación necesaria la negación de la proposición que se quiere demostrar con algo evidentemente absurdo, se estará demostrando que negar la proposición es caer en un absurdo. Por eso, tantas veces se recurre a identificar la negación de lo que queremos demostrar con algo que aparece en nuestro mundo mental como indiscutidamente malo. Alguien ha hablado de que durante un tiempo este método de demostración se aplicó no ya como "reductio ad absurdum", sino como "reductio ad Hitler, pues Hitler era lo que se consideraba universal e indiscutidamente malo.

Por esto, cuando se pretende hacer una demostración concluyente hay que buscar el punto de apoyo adecuado. Este punto de apoyo puede ser algo racionalmente evidente, pero en ocasiones se recurre a ponerlo en relación con otras cosas que aunque no sean tan evidentes racionalmente, sin embargo tengan una vigencia intelectual m u y autorizada en el ámbito mental en que se hable. En los ambientes filosóficos suele haber por épocas algunas autoridades o proposiciones que se ponen de moda, y se consideran indiscutibles. Entonces resulta más eficaz en la discusión poner en relación lo que se pretende demostrar con ese tipo de proposiciones que gozan de una vigencia muy intensa, y, por tanto, de una fuerza persuasiva casi incontestable.

Una consideración especial merecen los llamados argumentos "ad hominem". Se denominan de esta manera aquellos argumentos en los que el referente de validez o invalidez está constituido por la misma persona que razona, la cual, en virtud de alguna cualidad especial se presenta como merecedora incondicionada de crédito o de descrédito. Cuando, por ejemplo, se dice que las argumentaciones de alguien no tiene validez porque están llenas de soberbia, se está haciendo un tipo de argumentación "ad hominem". Se cuenta que esa persona, por el hecho de ser soberbia, no puede, de ninguna manera, tener razón. Este tipo de argumentaciones son muy peligrosas, pues ponen en relación las cualidades personales de quien habla, con el rigor y la solidez de sus razones. De modo parecido, se llega a conceder un crédito incondicionado a las argumentaciones de quien es considerado de gran calidad espiritual.

Ciertamente es una medida de prudencia conceder de entrada un cierto crédito a quien consideramos como persona de gran integridad, sea en al ámbito moral o intelectual, pero ese crédito ha de ser comprobado después. Los razonamientos deben ser considerados como seguros y concluyentes cuando la relación lógica que establecemos con su fundamento es verdaderamente firme y evidente. "La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero" es una frase que alude a lo que se dice aquí. Una buena parte de la educación mental debería consistir en dar la capacidad de detectar cuando las razones que se dan son verdaderamente firmes y fiables, y no se basan en un fundamento indebido. La soberbia o la humildad no son un criterio concluyente en el ámbito de lo racional. Podría ser que alguien, movido por la soberbia, investigara la verdad de un asunto tan intensamente que lograra efectivamente esclarecerla. Además sobran ejemplos de personas de excelencia moral que han cometido errores serios en los campos intelectuales más variados.

5. La explicaciones autoritarias: autoridad deontológica y autoridad epistemológica

Quien detenta la autoridad suele verse en la situación de dar alguna explicación de las medida que toma, especialmente si afectan de manera decisiva a los demás y pueden suscitar objeciones de algún tipo. Sucede a menudo que en esos casos no se pueden, por la razón que sea, mostrar cuáles han sido los móviles reales que han conducido de hecho a la adopción de esas medidas. Entonces, es frecuente que se den explicaciones que en realidad no explican nada, y no pasan de ser un cierto "revestimiento" de racionalidad a lo que tiene su explicación en otras raíces. La consecuencia es que los que reciben esas medidas del gobierno, no tienen la posibilidad de entenderlas adecuadamente, y si se remiten a las explicaciones recibidas, caen en la situación de pensar que entienden lo que en realidad no están entendiendo. Lo adecuado en esos casos sería fundamentar lo que se ha imperado en la autoridad "deontológica" correspondiente, sin revestirla de unas razones que no son tales.

La situación de quien se encuentra con normas de actuación que tienen su origen en autoridades deontológicas, y que llenan su vida, puede ser legitimada con la misma solidez con que se fundamenta esa autoridad. La cuestión es que casi ninguna autoridad se siente a gusto mandando de manera incondicionada, y pretende responder a las preguntas que sus súbditos les dirigen. Si entonces recurren a razones poco claras, resulta que las personas viven sus vidas de manera poco libre, y piensan entender lo que en realidad no entienden. En consecuencia, se sienten desvalidos a la hora de dar cuenta cabal de su propia actuación: son personas que, en realidad, no "entienden" lo que hacen, aunque dispongan de la fraseología que les ha proporcionado la autoridad.

Parece asunto de la mayor importancia distinguir con precisión las dos formas de autoridad que se califican de "deontológica" y "epistemológica". Brevemente se puede decir que la autoridad deontológica es aquella que determina comportamientos, es decir, la que puede mandar a una persona que realice actos concretos. La autoridad epistemológica es aquella que se ejercita en el ámbito del conocimiento, cuando quien detenta la autoridad se muestra como digno de crédito por otras personas.

Es evidente que no todo aquel que tiene la autoridad para mandar algo, goza por eso mismo de autoridad epistemológica. Aún así, hay una especie de inclinación natural a aplicar la autoridad epistemológica a quien detenta la autoridad deontológica. Esta tendencia se basa en que quien puede imperar los actos ajenos, debe ser alguien que tenga un conocimiento adecuado sobre aquello de manda. Cuando alguien detenta una autoridad deontológica en campos muy amplios, se suele considerar que también detenta de autoridad epistemológica.

La misma autoridad deontológica tiende a veces a presuponer que su capacidad de mandar se apoya en la presunción de tener un conocimiento superior, ya sea porque la autoridad deontológica está en condiciones de recabar informaciones privilegiadas, ya sea, lo cual es muy problemático, porque tiene una inteligencia superior para conocer la misma realidad que está ante la vista de todos. Parece que lo lógico sería aplicar su autoridad epistemológica en lo referente a las informaciones o los datos privilegiados. No obstante, cuando se observa que la autoridad deontológica ejerce también magisterio decisivo sobre realidades que están a la vista de todos, se está aplicando implícita pero directamente una comprensión más adecuada de la realidad a la que todos tienen acceso.

El ejercicio de la autoridad epistemológica por parte de la autoridad deontológica dé a aquellos que la reciben un tipo de conocimiento de la realidad correspondiente, que es peculiar. No se trata en ese caso de poner el conocimiento de esa realidad con otras verdades ya conocidas, sino con la práctica que es imperada por la autoridad deontológica: no conecta con la verdad conocida sino con el modo de hacer del ámbito de esa autoridad. Por esto, las explicaciones de la autoridad deontológica suelen ser el revestimiento intelectual de las propias decisiones. Esta explicaciones tienen poco peso intelectual, pero sin embargo, suelen tener una gran vigencia práctica, pues la relación con las decisiones da a esas explicaciones un tipo de solidez y de aceptación que se basa en los hechos vigentes en el ámbito de esa autoridad. Se podría decir que las explicaciones "teóricas" de la autoridad deontológica son solamente apariencia de conocimiento, pues en realidad no proporcionan siquiera el conocimiento de las razones que ha conducido a los imperativos correspondientes, sino sólo un revestimiento de racionalidad que en realidad es completamente manipulado.

Las personas que se encuentran en un ámbito presidido por una autoridad deontológica muy fuerte, no suelen advertir especial necesidad de entender su propia vida. Es posible que esa vida, por estar remitida a la autoridad tenga poca consistencia propia. No obstante, el hecho de vivir esa vida en un contexto práctico amplio, les da una apariencia vital de significado rico, del que en realidad carece. Por eso, las personas de personalidad más rica y auténtica, advierten un cierto malestar ante la vida integrada en ese contexto, mientras que las personas menos profundas se sienten satisfechas con ella.

La cuestión se plantea agudamente cuando se abandona ese contexto y se encuentra la persona en una situación en la que el contexto práctico ha desaparecido. Entonces la persona se puede sentir aislada, y en la necesidad de establecer nuevos contextos, nuevas relaciones que den a su vida la amplitud de "mundo" que le permita no sentirse sola. Las personas que viven en un ámbito institucional, social o de trabajo, de alcance amplio, quizá tienen una vida pobre, pero la experimentan incluida en un contexto amplio, que les da relaciones y les impide sentirse aisladas. Son esos contextos los que suelen proporcionar a las personas una serie de explicaciones convencionales que les hacen pensar que entienden las cosas y su propia vida. De hecho es frecuente que, desde esa situación contextua1, se diga que alguien "no entiende nada", o que tiene "poco criterio", o que "no tiene ideas claras", o frases parecidas. Esas expresiones no apuntan f a un auténtico entender, sino a la integración vital en la práctica de ese ámbito.

Cuando la explicación procede de una autoridad propiamente epistemológica, el conocimiento es real, pero aún no es un conocimiento pleno, pues remite a al presunto conocimiento más amplio de quien detenta esa autoridad. Lo esencial aquí es que cuando se acepta una autoridad de tipo epistemológico, quien recibe su enseñanza se siente capaz de pedir explicaciones, con la confianza de que puede recibirlas, aunque normalmente se remita confiado al saber de quien detenta la autoridad epistemológica. Es pues esencial en la autoridad epistemológica el que trasparente un conocimiento cabal de lo que enseña y de sus fundamentos, aunque cada uno no sienta la necesidad de comprobarlo: le basta la seguridad de que si pide explicaciones le podrán ser dadas con suficiencia.

6. Las explicaciones ideológicas y las conexiones arbitrarias

En el ámbito de la vida humana se dan frecuentemente explicaciones de las actitudes y de los acontecimientos que remiten directamente a unos presupuestos cuya vigencia se basa más en factores emotivos que en verdaderas razones. Este fenómeno se basa en el hecho de que en cualquier ámbito cultural hay algunas convicciones que están vigentes con una fuerza especial, y que son punto de referencia en las explicaciones más generalmente aceptadas. La vigencia de esas convicciones no se corresponde exactamente con el grado de verdad de lo que exponen, sino con la vigencia que esa verdad tiene en un momento determinado. Los factores que determinan la vigencia social de las verdades o, en general, de las proposiciones, son muy variados y remiten a lo que suele denominarse "psicología social". Es evidente que en determinadas épocas y situaciones se considera que hay algunas palabras que tienen un cierto poder mágico de referencia. En la Italia de los años treinta se pronunciaban discursos políticos en los que la palabra "fascista" tenía casi el mismo significado que la palabra "bueno", mientras que en nuestro tiempo tiene un significado casi directamente contrario.

Incluso en los ámbitos intelectuales pretendidamente más rigurosos, se encuentran referencias de este tipo. En ciertos círculos filosóficos hay adjetivos que se podrían llamar "adjetivos descalificativos". Palabras como "naturalista" o "esencialista" pueden tener una fuerza de rechazo muy superior a la que tendría una razonamiento riguroso sobre los límites de lo que se critica.

En todos los ámbitos culturales, e incluso en todo grupo humano, se genera enseguida un conjunto de afirmaciones o de expresiones que se dan por sentadas y admitidas como si se entendieran bien. Especialmente, cuando se trata de expresar las convicciones básicas en las que se apoya la convivencia social, se dan unas ciertas frases cargadas de vigencia ideológica, que se aprende a manejar con cierta soltura y que se integran en los discursos de manera que les dan fuerza y los hacen plausibles.

Hay que tener en cuenta que los discursos que hacemos los hombres no suelen ser construidos desde los elementos fundamentales del idioma, sino encadenando frases y expresiones que están siempre a disposición del que habla. Cuando sobre un tema determinado hay ya elaborada mucha literatura, resulta muy fácil hablar de ese tema, en ese idioma. Así, por ejemplo, es mucho más fácil hablar en latín del misterio eucarístico, que de un partido de fútbol. y esto aunque se sepa más de deportes que de teología sacramentaria. Esto no es un fenómeno exclusivamente lingüístico, sino también, y sobre todo, ideológico.

Los razonamientos, especialmente si han de presentarse a un público variado, se suelen hacer con referencias que tengan garantías de ser plausibles. Hoy hay ambientes en los que sería demoledor hacer una cita explícita de Santo Tomás de Aquino, o introducir una frase en latín. Análogamente cuando se pretende explicar algún fenómeno, o dar razón de alguna conducta, encontramos también algunas razones que tienen una especial vigencia en el mundo cultural en que se hace, porque se consideran que proporcionan casi evidencia de los hechos. Hubo un tiempo en que se recurría con facilidad a decir que cierto fenómeno físico se explicaba por "colchón de aire", y los que escuchaban pensaban que se les había dado una explicación suficiente.

Estas referencias son las que explican que en diversos ambientes sociales, las mismas conductas reciban calificaciones éticas dispares. Hay actitudes que tienen en algunos ambientes unos calificativos éticos llenos de gravedad, mientras que en otros ambientes son considerados como leves o menos significativos. El mismo calificativo de "ético" tiene unos contenidos muy distintos según los ambientes.

Incluso en el seno de la comunidad cristiana hay situaciones o mentalidades en que ciertos actos son considerados de manera muy diferentes, y lo que para unos es una falta gravísima, para otros no pasa de ser una conducta relativamente comprensible y normal.

La cuestión en estos casos es que cada uno pretende que sus valoraciones tengan un alcance absoluto, es decir, que sean expresión cabal de la verdad absoluta. En la medida en que estas situaciones en que se privilegia un aspecto de la verdad de las cosas, y se pretende que esta visión tenga valor incondicionado, se cae en la ideología, es decir, en la sustitución de la verdad objetiva de las cosas, por una interpretación concreta que está marcada por ciertos intereses, aunque sean legítimos.

En todos estos casos, hay que contar con que las referencias carecen de valor absoluto como punto de apoyo para el entendimiento de la realidad. En estos casos se debería saber que lo que se entiende es en realidad una conexión de elementos que tiene aspectos de arbitrariedad o, al menos, una vigencia solamente coyuntural. Así, por ejemplo, cuando cierta actitud es algo aislado, se tiende a ser indulgente con ella. Pero cuando esa actitud se generaliza y amenaza con ser, de alguna manera, peligrosa para el conjunto, se la califica de muy mala en sí misma.

7. El conocimiento en el mundo "informativo"

Un aspecto especialmente importante de la sociedad y de la cultura actual, es que en ella el fenómeno de la comunicación y de la información han adquirido una amplitud e importancia desconocidas en otros tiempos. La comunicación de saberes se ha dilatado y se ha convertido en industrias de gran poder. El periodismo se considera con frecuencia como el instrumento por excelencia al servicio de la verdad. Una buena parte de lo que se considera "saber" en nuestro tiempo, se refiere a estar informado, a conocer datos. En gran medida, el conocimiento se ha reducido a información. Así han nacido industrias nuevas, periódicos, cadenas de radio y de televisión, agencias informativas, etc. cuya "mercancía" es la información. En principio, esas industrias estaban al servicio de la información, pero progresivamente, la información que ofrecen va siendo cada vez más configurada por esas industrias y por sus exigencias. La información se ha con vertido cada vez más en algo parecido a los metabolito: no son saberes de validez perenne, sino unos conocimientos que se parecen siempre más a los elementos del metabolismo del cuerpo vivo y están al servicio del proceso de la vida. Como los alimentos, no son cosas destinadas a durar, sino a ser consumidas y a dejar inmediatamente paso a otras. Cuando lo que se transforma en metabolito es una maquinilla de afeitar, el caso no es en sí mismo muy grave, pero cuando esa transformación alcanza al conocimiento, es decir, a la relación del hombre con la verdad, su importancia antropológica es mucho más grande y, además no es neutral. La relación del hombre con la verdad toca la esencia de lo humano y no se altera sin alterar también la autocomprensión de la misma vida humana.

Además, la naturaleza propia de la "noticia" reclama que despierte interés en muchas personas, lo cual implica que no ha de ser una verdad demasiado profunda, pues entonces no serían muchos los que fueran capaces de interesarse por ellas, cambiando cada día. El interés, en gran parte ha de ser provocado. Si la verdad efímera tiene poco esplendor como para atraer, ha de ser revestida de otros fulgores que de suyo son extraños a la misma verdad. El revestimiento de brillo mas frecuente es el de la desvelación, la denuncia, el escándalo, que son atractivos que hacen palanca sobre unos resortes humanos que no son los más fiables, ni los más nobles. Quien se mueve por esos intereses, vive la vida de manera excitante pero, en el fondo, tenue.

Si el periodismo mantuviera como objetivo ofrecer a los miembros de una sociedad madura el conocimiento necesario para que puedan participar responsablemente en el autogobierno, sería ciertamente una labor de altura humana notable. No es fácil detectar y explicar fielmente "lo que ha pasado" en determinado momento de la vida social o política. En este caso, los periodistas deberían ser personas de una capacidad humana muy singular. Serían como Shakespeare, que para contar la vida de Enrique V supo recurrir a unos pocos hechos de su vida, que eran los hechos propiamente "biográficos". Pero lo más frecuente es que se recurra a narrar los hechos que inciden más directamente en los intereses de la masa social, los cuales no son necesariamente los más significativos como expresión de las personas.

Hay una diferencia notable entre los artículos periodísticos que se escriben sobre hechos importantes pero lo suficientemente lejanos como para ser indiferentes a los intereses inmediatos de la masa, y ser susceptibles de una descripción con pretensiones de objetividad, y los hechos más directamente próximos e influyentes. La explicación de los hechos lejanos es difícil y despierta además poco interés. En cambio, los hechos más cercanos, sí se convierten en "noticia" con facilidad. Pero entonces surge muy fácilmente la tentación de "interpretarlos" según unos pocos parámetros o referencias que muchos pueden entender. Por esto, las informaciones caen fácilmente en ser la proyección de los hechos sobre unos esquemas de intereses y factores humanos que se tienden a considerar universales y omniabarcantes. Por esto es muy frecuente que los periódicos presenten una visión de la vida social y política de acuerdo con los parámetro interpretativos de sus potenciales lectores. Al mismo tiempo, lógicamente han de alimentar esas disposiciones interpretativas, para seguir alimentándolas. El resultado es que un gran número de personas piensa que "conoce" la realidad de lo que sucede, cuando en realidad reciben solamente la visión sesgada de una realidad fuertemente interpretada.

Esta situación tiende a generar un cierto escepticismo práctico frente a la realidad que puede recibir tan diversas interpretaciones. "Como todo el mundo sabe, la realidad no existe" decía con cierta ironía un filósofo. Por supuesto, no estaba negando "idealistamente" la consistencia del mundo extramental, simplemente estaba mostrando la convicción espontánea de alguien que viera todo este proceso desde fuera. La cuestión es si es posible una interpretación fiel, es decir, si existe una realidad objetiva susceptible de conocimiento verdadero. La sociedad de la información, tal como existe en nuestro días, tiende a engendrar una respuesta negativa a esta pregunta. Pero, en el fondo, esa postura es insostenible. Para mostrarlo, podemos hacer mirar lo que sucede con el conocimiento de las personas. Cada persona puede ser conocida de maneras diversas, según la capacidad de percepción y los intereses de quienes la conozcan. No sería lógico pretender de cada uno un conocimiento cabal de todos los demás seres humanos. Cada uno ha de conformarse con un conocimiento sesgado según su posición. Pero esto no quita que la persona singular tenga una verdad en sí misma, aunque nadie la conozca en este mundo. No es que los conocimientos parciales o interesados sean falsos, son sencillamente "parciales", y se hacen falsos cuando alzan pretensiones de exclusividad. Por eso admitimos que unas personas conocen mejores que otras. Análogamente, los hechos que acontecen tienen un sentido propio, aunque no sea tan unívoco como el que atribuimos a las personas. La cuestión es tratarlos desde esta convicción, y no como una especie de materia prima que es susceptible de cualquier explicación. Ciertamente lo hechos pueden ordenarse según un. esquema interpretativo previamente establecido, de manera similar a como se ordenan unos ladrillos según un esquema arquitectónico, pero entonces no se estaría buscando el significado de esos hechos sino que se estaría forzando el sentido de los acontecimientos.

En el periodismo sobre la vida política de los partidos, y de un modo muy llamativo en el periodismo deportivo, se pueden ver ejemplos de hechos que reciben explicaciones "lógicas" muy diversas según sean los intereses, o según sea el resultado final. Esto nos debería llevar a desarrollar una necesaria capacidad de crítica ante las pretensiones de los periodistas, y a desconfiar del conocimiento que tienen las personas que presumen de estar mejor "informadas". Cuando la información se alza como forma de conocimiento dominante, se puede deducir razonablemente que el conocimiento ha decaído y se reduce a una mera función social, es decir, a un instrumento de poder.

8. El conocimiento de la realidad y su fuerza interpelante

El capítulo primero de la "Apología" de John Henry Newman termina con la siguiente anotación: "el 14 de julio.(de 1833) Keble predicó el "Assize Sermón" desde el púlpito universitario. Fue publicado después con el título de "National Apostasy". He recordado siempre aquel día y lo he considerado la fecha de inicio del movimiento religioso de 1833". Es una anotación sobria de un hecho aparentemente nada extraño: la predicación de un sermón en una ocasión solemne. Sin embargo, en esas pocas palabras hay algo que debe ser considerado, con toda razón, como extraordinario. Un sermón marca la fecha de inicio de un movimiento intelectual y religioso de tanto alcance como el que se denominó "Movimiento de Oxford". ¿Qué es lo extraordinario en que una predicación de cierta amplitud y en una ocasión solemne dé lugar a una respuesta tan decisiva entre muchos de los que lo escucharon? ¿No es normal que cuando se da un discurso se transmitan ideas que puedan llegar al corazón y transformar la vida de las personas y de las instituciones?

Lo extraordinario es que aquel sermón fue "entendido" por los que lo escucharon. No es que otros sermones no sean entendidos en sentido habitual. Hay muchas predicaciones y muchos discursos que se dan en ocasiones solemnes. En las instituciones universitarias, por ejemplo, hay muchas ocasiones en que las autoridades han de decir "algunas palabras". No es raro que esas intervenciones sean muy "inteligentes", llenas de ingenio, de citas interesantes, de artificios mentales. Por esto parece que están llenas de contenido intelectual. Incluso en ocasiones esas palabras se pronuncian de manera que sólo los más inteligentes capten sus alusiones, sus resonancias, sus ironías, sus juegos intelectuales. Lo mismo sucede en el ámbito de la predicación cristiana en celebraciones ocasionales. Las homilías están a veces muy bien construidas, llenas de erudición y de resonancias teológicas. Lo que hace sorprendente el caso del sermón de Keble no es que fuera sencillamente un sermón de calidad, sino que dijera las cosas de manera que provocara en algunos oyentes un impulso que pusiera en marcha la grandeza del movimiento tractariano, es decir, que no era un discurso para ser recibido sólo con la cabeza, sino que interpelaba a las personas en todo su ser.

La inmensa mayoría de los discursos que se pronuncian, incluso en las instituciones más inteligentes, y quizá sobre todo en éstas, es que se trata de discursos que miran casi exclusivamente a "decorar" la celebración concreta, sin que se pretenda que esas palabras sean consideradas en sí mismas, como indicación para la vida práctica. En todo caso, esos discursos pretenden recordar lo que ya se sabe, y hacerlo más presente, más incisivo, pero sin sobrepasar nunca el nivel de lo meramente teórico. Por eso, no es raro que si alguien que oye esas palabras dedujera que implican un cambio de actitud en algún sentido,se le diga que no se preocupe, que si hay algo que cambiar ya se dirá de una manera más clara y directa por la autoridad correspondiente. No parece que se permita que el conocimiento directo y personal de la realidad pueda ser principio de actitudes decisivas.

El que los sermones y los discursos queden casi siempre encerrado en el ámbito de lo teórico, e independientes del nivel práctico, salvo quizá en el aspecto de subrayar o adornar lo ya imperado desde la instancia explícitamente autoritaria, es muestra de que la realidad que en ellos se da a conocer no es una realidad plena, sino que se la ha despojado de los aspectos que le dan fuerza interpelante.

Pero una realidad despojada de esa manera no es la verdadera realidad, y el conocimiento que transmite no es verdadero conocimiento de la realidad. En efecto, cuando conocemos la realidad en su verdad plena, la percibimos de manera que advertimos en ella una teleología que la hace foco de exigencias para la libertad del que la conoce.

Los discursos que proporcionan este tipo de conocimiento son muy poco frecuentes. Más aún, en los ámbitos en los que abundan estos discursos, sean profanos o espirituales, se suele distinguir entre las consignas que hay que seguir en la práctica, y las predicaciones que no pasan de ser acompañantes intelectuales de la vida en ese ámbito. Los discursos se califican de interesantes, o de sugerentes, o de divertidos, o de eruditos, pero nunca pueden ser puntos de partida para movimientos intelectuales de envergadura. Incluso es posible que alguna vez alguien tenga la audacia de pronunciar un discurso cargado de significación. Pero entonces será reprimido por insolente y provocador, o será percibido de manera convencional, encerrados en el nivel de lo mental.

El desprestigio o la desconfianza frente a lo doctrinal o frente a la "teoría" en general, suele ser la consecuencia de esta situación. Se acaba pensando que la teoría no mueve nada, pues la experiencia que se vive es que lo decisivo para la conducta son los imperativos concretos de la autoridad. Un ambiente configurado de esta manera se moverá casi exclusivamente por esos imperativos, y no por la visión de la realidad. En ese ambiente habrá, como es necesario en todo ámbito humano, una teoría, unos conocimientos, unos juicios sobre la realidad, pero ese aspecto no será lo decisivo ni lo determinante. Más aún se limitará a ser un con junto de elementos sujeto a las variaciones dictadas por la conveniencia: la teoría se cambiará de acuerdo con las vigencias prácticas de cada momento. Esto significa que las teorías no son expresión de verdadero conocimiento, sino el simple resultado de que como seres humanos debemos dar explicaciones de lo que hacemos.

La calidad de la experiencia humana que tuvo lugar en Oxford en julio de 1833 es, en verdad, algo singular. No quiero decir que aquel sermón sea único en la historia. Tampoco es que ya no puedan existir oyentes que escuchen de manera tan auténtica. Pero es una bendición el detectar cuando existen las condiciones para experiencias de ese tipo, porque no son frecuentes. En la formación de las personas, especialmente en la formación universitaria, debería tener un papel primordial el logro de ese objetivo, de manera que las personalidades jóvenes aprendieran a distinguir entre el discurso "de ornato", del discurso que trata de la verdad, y que aprendieran al mismo tiempo, a amar con pasión los discursos verdaderos, es decir, a amar apasionadamente los discursos en los que da a conocer la realidad en sus dimensiones más plenas y comprometidas.

Ese objetivo en la formación no es fácil, porque la formación intelectual está en la mayoría de los casos en manos de personas que aman más los discursos hermosos, que la verdad. No es raro que de una conferencia o de una lección magistral salgan personas llenas de admiración, pero que non son capaces de decir qué han aprendido. Buena parte de los "intelectuales" son personas que promueven más el amor a sus personas que a la verdad objetiva. Por esto, el prestigio de los intelectuales ha decaído de manera tan llamativa que el calificativo de "intelectual" o de "teórico" ha llegado a tener para muchos un sentido negativo.

Sócrates es una figura que debería ser considerada como un ejemplo de filósofo y de auténtico intelectual, que ejercitó de manera ejemplar la capacidad cognoscitiva humana.

Sus investigaciones no se mantuvieron en un nivel decorativo, ni se dedicaba a curiosidades irrelevantes. Sus ideas le condujeron a ser condenado por su ciudad, y él aceptó esa condena apoyándose para mantenerse digno en la fuerza de lo que había deducido racionalmente. Esto es ejemplar, porque efectivamente el que ejerce la racionalidad con esa decisión corre peligro. Pero es ejemplar también en el sentido de que confiar realmente en la razón es confiar que con ella se puede alcanzar una verdad que mantenga la vida. Hay muchas personas muy inteligentes que alcanzan verdades profundas, pero que no son capaces de esgrimirlas frente a lo socialmente establecido. En todo caso, podría decirse que son tan sagaces que saben justificar siempre a la autoridad. Por eso la autoridad no suele temer nada de estos intelectuales. Piensan que para las cosas más importantes es mejor confiarse a la fe, y dejar la especulación para cuestiones de menos cuantía.

La formación que tiene como objetivo el conocimiento de la realidad debería alimentarse de experiencias de discursos verdaderos, del trato con personas que hablan de la realidad de manera comprometida, es decir, que han manifestado con los hechos que la realidad que se puede conocer es suficientemente consistente como para apoyar la vida y llegar a modificar la. Esto es relativamente frecuente cuando el apoyo es la fe sobrenatural pues los hombres tendemos más a poner el fundamento de nuestro destino en algo más seguro que nuestras propias ideas. Precisamente por eso, se debería confiar en que la inteligencia está capacitada para captar una realidad segura sobre la que vivir y descansar. En este sentido Newman es un ejemplo egregio, incluso frente a John Keble que nunca llegó a ser tan radical como para llegar a las últimas consecuencias teóricas y prácticas del movimiento que había puesto en marcha.

Esa formación debe enseñar a amar los libros que proporcionan auténtico conocimiento. Un criterio certero de que un libro pertenece a este género, es que su lectura, como la misma realidad, no se agota nunca y, cuando se leen y releen, pueden dar siempre más de sí. Al mismo tiempo esa formación ha de huir del error, de la mentira, de la falsificación, pero de un modo muy particular ha de huir de la apariencia de conocimiento "prestada", de los "intelectuales" que dan apariencia de conocimiento, pero que en realidad no son más que función de intereses. La "Apología" de Newman es sin duda uno de estos libros inagotables, como también lo fue sin duda el sermón que John Keble pronunció el 14 de julio de 1833.

9. La inteligencia de la fe, como principio de vida

La vida cristiana se califica con verdad como "vida de fe". Esta expresión significa que la vida práctica está conducida por la visión de la realidad que se alcanza desde la fe en la revelación cristiana. La cuestión es que en la enseñanza cristiana se encuentran también, además de las verdades que hemos de creer, los mandamientos que hemos de practicar. A veces se presentan estos dos elementos como independientes, y esto es equívoco porque podría inducir a pensar que la vida, por la que en definitiva seremos juzgados, esta normada por los mandamientos, mientras que los contenidos de la fe quedan encerrados en el ámbito de lo mental. Cuando las cosas se ven de esta manera, el contenido de la fe va restringiéndose paulatinamente a aquellas verdades que son el fundamento de la autoridad deontológica, mientas que los otros contenidos, por nobles y elevados que se declaren, quedan de hecho despojados de su capacidad de dar a conocer una realidad interpelante.

Es evidente que en la revelación cristiana se encuentran algunos preceptos, pero es al mismo tiempo muy significativo que los preceptos más "conflictivos" que encontramos en el Nuevo Testamento, como son todos los referentes a la ley mosaica, han decaído en la moral cristiana, de manera que resulta muy difícil hacer un elenco de los mandamientos concretos imperados por el Evangelio. Los mandamientos cristianos son los mismos que los del Decálogo, aunque ciertamente en la predicación evangélica y apostólica cambian sustancialmente de carácter. Ese cambio de carácter radica en que Cristo ha establecido la primacía del mandamiento de la caridad, es decir, de atender a las interpelaciones de la naturaleza teleológica de las personas. El Decálogo ya no es la "legalidad" establecida por Dios para su pueblo, sino el resultado de la revelación de la dignidad de la persona. No son mandamientos de la voluntad arbitraria de Dios, sino consecuencia de la verdad de las cosas.

Para la realidad de la vida de fe, es necesario, pues que la fe se haga verdaderamente conocimiento de la realidad. En primer lugar conviene advertir que este conocimiento habrá de ser una forma de conocimiento distinto, por ejemplo, del conocimiento científico. Es necesario hacer esta advertencia preliminar, pues la ciencia ha alcanzado tal prestigio en nuestro mundo, que casi se considera que lo que no sea un conocimiento avalado por la ciencia, no es verdadero conocimiento. El método científico tiende a inducir la afinidad con un tipo de conocimiento que luego puede deformar el mismo conocimiento de la fe. Esto es así no solamente por el hecho de que la ciencia nos ofrezca conocimientos de realidades naturales, y que la fe nos comunique los misterios de Dios.

Lo que aquí se quiere subrayar es que el método científico, por su misma naturaleza, no puede ser interpelante. Sólo nos da a conocer unas verdades de tipo "hipotético", es decir, que son verdades sobre las regularidades de comportamiento bajo determinadas condiciones ("si" se la pone en tales circunstancias, "entonces" la materia se comportará de tal manera). Por eso se ha definido el conocimiento científico como un "know how", a diferencia del conocimiento de la realidad en sus dimensiones esenciales. Por esto, el conocimiento que nos ofrecen las ciencias positivas no nos presenta la realidad conocida de una manera que reclame determinada conducta respecto de ella, sino como mera materia prima con la que se puede hacer cualquier cosa. "scientiam propter potentiam", decía muy gráficamente Hobbes. Las finalidades, es decir, los objetivos que debemos perseguir al tratar con las cosas, no viene determinado por lo que nos da a conocer la ciencia, sino que es fruto de la voluntad incondicionada. Por esto, la mentalidad

Para que la fe pueda ser principio de una vida de fe, ha de ser un conocimiento sea lo suficientemente significativo de su propio objeto como para que sea interpelante para nuestra libertad y, de esa manera, pueda ser principio orientador de la vida. Esto es especialmente importante para el conocimiento de los misterios de la fe, pues éstos tiene tal riqueza de verdad que siempre se pueden conocer más, y nunca se agotan. "Cuenta Martín Buber en sus leyendas jasídicas que el futuro rabí Leví Isaac hizo su primer viaje, movido por su deseo de saber, y visitó al rabí de, contra la voluntad de su suegro. A su regreso, éste le preguntó con altanería: -¿Y qué has aprendido junto a él? A lo que Leví Isaac respondió: -Aprendí que existe el creador del mundo. El viejo llamó entonces a un criado y le preguntó: ¿Sabías que existe el creador del mundo? -Sí -dijo el criado. -Por supuesto -exclamó Leví Isaac-, todos lo dicen, pero, ¿lo aprenden, además de decirlo?" (J. Ratzinger, "El Dios de Jesucristo", Sígueme, Salamanca 1979, pp. 36-37. Cfr. Martin Buber, Werke III. "Schriften zum Chassidismus", München-Heidelberg 1963, 323).

Por supuesto, la fe catequética da un conocimiento real y verdadero de los misterios fundamentales, pero si el conocimiento queda en ese nivel, la vida no podrá apoyarse suficientemente en él, y habrá de apelar a los mandamientos y a los preceptos de la autoridad de la Iglesia. Para que la vida de fe tenga la fuerza que debe, la fe que la alimenta ha de ser lo más significativa posible, es decir, hay que empeñarse en alcanzar la máxima inteligencia posible de los misterios revelados. Esta inteligencia mayor no se debe identificar con la mera afirmación enfática o poética, o con las "frases felices" para expresar lo mismo, aunque ciertamente una muestra de que se entienden es la capacidad para expresar las misma verdades, sin estar atados a las formulaciones establecidas.

A este respecto hay que advertir que efectivamente de los misterios de la fe se puede alcanzar una cierta inteligencia, y muy fructuosa, aunque siempre serán verdades que lleven el sello de la trascendencia. Enseña a este respecto el Concilio Vaticano I: "Ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal "peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión" [2 Cor. 5,6 s]" (Const. "Dei Filius", cap. 4, DS 3016).

Un historiador de la teología ha dicho que las grandes "Sumas" medievales eran como catedrales, en las que cada pieza, cada verdad, está en su sitio, en una justa relación con las demás. Esta analogía apunta a que las verdades de la fe tienen un orden interno en base a las referencias mutuas. Lograr una mayor inteligencia de las verdades de la fe es fruto de la meditación intensa del significado de los misterios de forma que se alcance una conexión entre ellos, y se detecte que cada uno está en relación con los demás. Así, por ejemplo, entendemos mejor el misterio de la Cruz, si lo ponemos en relación con el misterio de la Trinidad, en la que el Hijo es pura filiación subsistente y, por tanto, puro recibir del Padre, de manera que la Humanidad del Señor debe ser la traducción en las categoría creaturales de su vida en el seno de la Trinidad, por eso la Humanidad del Señor es sobre todo, obediencia y oración al Padre, lo cual se expresa con una plenitud insospechada en la Muerte en la Cruz.

Cuando, por ejemplo, meditamos en la verdad de la creación, puede venirnos a la mente el recuerdo de lo que el pagano Aristóteles dice sobre le Primer Motor, como Motor Inmóvil, es decir, como el Motor que mueve al modo de la causa final, que no es un móvil eficiente, violento, sino que atrae y, de esa forma, no quita la libertad sino que pone en juego las mejores capacidades de sus criaturas. Y puede surgir también en la mente el eco de las palabras de Jesús: "Yo, cuando sea levantado en lo alto, atraeré a todos hacia Mí". La redención ha sido realizada por modo de eficiencia, dice Santo Tomás ("Summa Teologiae", 111, q. 48, a. 6), pero las resonancias que se inducen en la mente al pensar en esas palabras de Cristo y en aquellos aspectos de la creación, nos hacen pensar que entenderíamos mejor el misterio de la redención si lo considerásemos en relación con lo que entendemos de la causa final.

Quizá alguno piense que estas consideraciones son demasiado vagas, y casi mero fruto de la imaginación, pero es que las conexiones entre los misterios que nosotros podemos alcanzar, no pueden llegar a ser relaciones necesarias basadas en la lógica de los conceptos, sino relaciones que brotan, como hemos descrito anteriormente, de un entendimiento y meditación en intensidad de las verdades. El valor de estos logros no se basa en el rigor de la lógica sino en la fuerza significativa de sus logros: al final tenemos una visión de los misterios que es tan rica y significativa, que se impone o, mejor, que reclama aceptación por su propia densidad de verdad, como aquellos "pensamientos cuya gran dulzura muestra que han nacido para ser inmortales" (W: Wordsworth).

Es pues muy importante que la fe se haga conocimiento verdadero, que nos dé la conciencia de que efectivamente las proposiciones que expresan los misterios no sean simples fórmulas venerables, o unos contenidos abstrusos y excelsos que apenas nos dicen nada, y que hemos de confesar con la inteligencia rendida, sino verdadero conocimiento que nos pone en relación con unas realidades sublimes y asombrosamente significativas.

En los tratados de "Introducción a la Teología" se hacía referencia a las deducciones lógicas como camino hacia el progreso teológico. Una conclusión teológica, se decía, es como el resultado de un silogismo en el que la premisa mayor es una proposición de fe, y la premisa menor es una proposición de razón. Ciertamente este modo de explicar el método teológico se considera ya anticuado, pero aún aparece implícitamente en algunos manuales. Y en los tratados más modernos, se trata poco del verdadero modo de poner en relación unas verdades de fe con otras, y con lo que el hombre conoce con la sola luz de la razón natural. Sin embargo, parece que éste debería ser un tema fundamental para el estudio de método que debe seguir la "fides quaerens intellectum". Si el método no restringe a la ayuda de la lógica analítica, por no decir, a los meros aspectos históricos y directamente positivos, la fuerza significativa de los misterios no se enriquece, sino que se debilita, porque su significado se difumina al ser referido a cuestiones accidentalmente. Quizá por esto, la teología se ha hecho muy científica, pero se ha apartado de su objetivo de hacer más significativa y, por tanto, enriquecedora, la fe.

Además, cuando la teología se hace muy científica, los que la cultivan suelen despreciar -considerándolos superficiales y poco científicos- a los que no quieren ser tan analíticos, y prefieren mantener en la perspectiva en la que se conservan las unidades de significación más importantes. En una ocasión, un joven profesor preguntó a un teólogo alemán de gran prestigio científico, si consideraba interesante que estudiara a Guardin. La respuesta fue que Guardini sólo tenía un relativo interés desde el punto de vista del buen alemán en que escribía, pero que carecía de interés desde el punto de vista propiamente teológico. Esta misma situación de fondo es la que se refleja en la respuesta que el mismo Guardini dio al funcionario del Tercer Reich que, en 1939, le comunicó que su cátedra de Berlín, sobre "Visión católica del mundo", iba a ser abolida pues el Reich tenía su propia visión, de modo que debía tratar de integrarse en una de las facultades de teología católica que ya existían. En esa ocasión Guardini respondió que le era imposible esa integración, pues cualquier ayudante con pocos semestres de experiencia le sacaría una ventaja insuperable. Lo que Guardini hacía no era teología "científica" en sentido convencional, sino teología en otro sentido más propio y, desde luego, mucho más enriquecedor para el entendimiento de la fe. Ratzinger manifestó que él sí captaba la posición de Guardini cuando, hace unos años, respondió en una entrevista: "Mi ideal ha sido siempre el de la estricta cientificidad: el método claro y la documentación exacta, y con esto la presencia en el debate científico. Sigo considerando importantes estos elementos. Pero de esto surge otra tarea, la de llegar a través de la "ciencia" hasta la "sabiduría", es decir pasar de lo particular a la visión de lo "general y trasmitirla de un modo comprensible más allá del muro de las especializaciones. Si no se da este paso, también la especialización pierde su significado". Esta tarea se ha hecho hoy aún más importante, porque se hacen vulgarizaciones superficiales. Siempre he percibido esta necesidad, de la cual el mayor ejemplo sigue siendo Romano Guardini. De todos modos dudo haber hecho lo suficiente en esta dirección". (El entrecomillado es mío. J. Ratzinger, Entrevista a corresponsales de "Time", publicada en Avvenire, 28-XII-1993).

En su librito "La Abolición del Hombre", C. S. Lewis llega a decir que cuando los hombres de mentalidad científica se alcen dominadores, puedan manipular a todos los demás, y adviertan que ellos han llegado a la visión nihilista del mundo que para ellos es la auténtica, mientras que los demás, aunque sean sus manipulados, tienen convicciones sobre el sentido de la existencia, los odiarán como los eunucos odian a los hombres. Algo similar, aunque menos violento, sucede cuando los filósofos o los teólogos "científicos" advierten que su "hondura" no les sirve para dar más significado al conocimiento, mientras que otros, que ellos tachan de superficiales, alcanzan explicaciones llenas de riqueza significativa. Esa advertencia no les lleva a reconocer las graves limitaciones de su método y a adoptar el de los otros, sino a despreciarlos y a combatirlos.

Esto es lo que advertimos en tantos casos de nuestro ambiente intelectual: por una parte se niega la posibilidad de conocimiento verdadero y de sentido de la vida, y pronuncian lamentaciones por este hecho; pero, por otra, si alguien tiene la osadía de ofrecerles soluciones, las rechazan como inconsistentes, y atacan ferozmente a quien se las propone.

Es revelador que cuando la filosofía y la teología han seguido el camino de la investigación positiva y de la lógica analítica, la filosofía ha dejado de orientar la vida, y la doctrina teológica se ha apartado siempre más de la vida cristiana, y se ha hecho necesario elaborar una nueva literatura religiosa, la literatura espiritual, ascética y mística, que sustituya a la teología y ocupara su lugar como ayuda a la fe de vida.

La indicación del Vaticano I antes referida, sugiere que los contenidos de los misterios deben ser "relacionados" con lo que el hombre naturalmente conoce, con los otros misterios de la fe, y con el fin último del hombre. Este "poner en relación" es una advertencia contra la postura intelectual que se ha denominado "doble verdad". Parece teóricamente imposible la actitud de admitir dobles verdades sobre los aspectos más decisivos de la vida. Sin embargo, sería importante tomar en serio esa indicación del Magisterio, porque efectivamente es muy posible, incluso frecuente, mantener ciertas explicaciones de la realidad en determinados ámbitos, y otras explicaciones y valoraciones en ámbitos diversos. Los seres humanos suelen tener una capacidad bastante reducida para ver la realidad en relación con todos los criterios cognoscitivos que usan y, por eso, para determinados hechos o personas, usan una medida, y para otros hechos, la medida contraria.

La misión de la ciencia teológica de poner en relación las verdades sobrenaturales con lo que el hombre naturalmente conoce, debe comenzar con el ejercicio mental de aplicar siempre a la realidad conocida los mismos criterios cognoscitivos. Este hábito mental genera la cualidad intelectual de relacionar los conocimientos que se tienen, y de no mantener interpretaciones diversas según los intereses cognoscitivos o prácticos de cada momento.

En última instancia, el conocimiento de la fe debe resolverse en el conocimiento de Jesucristo. La plenitud de la revelación no se encuentra propiamente en la "enseñanza" predicada por el Señor, sino en su misma Persona. Sus palabras son decisivas porque a través de ellas se muestra su Persona, que es a la que debemos prestar la adhesión plena de la fe. Ciertamente en esta plenitud de la revelación se encuentran contenidos intelectuales. Pero esos contenidos no están de manera "separada", sino en la verdad de su Persona.

Esto no es exclusivo de las revelación sobrenatural. También aquí debemos aplicar el principio de que la gracia no quita la naturaleza, sino que la presupone. El conocimiento sobrenatural de la revelación cristiana nos enseña también cuál es el modo más alto del conocer natural. Por esto, el conocimiento cabal debe llegar al conocimiento que se encuentra en la vida, en la historia que define a las personas.

10. Entender lo que sucede

Las realidades inteligibles no son solamente las realidades físicas. Muchas veces lo que se debe entender es un proceso, un acto humano, una historia. Una de las formas más preciosas de inteligencia es la que se ejercita precisamente para saber "qué ha pasado" en determinada ocasión. Sabemos que en esos casos pueden darse muchas explicaciones, según el marco de referencia de quien lo explique.

No es algo inmediato o evidente cuál es el significado de entender "qué ha pasado" en un momento determinado de la vida de una persona, o de la existencia de una comunidad humana. A veces se piensa que entender eso es descubrir cuáles son las leyes universales que se han manifestado en esos hechos. Así, por ejemplo, se puede pensar que una buena muestra de que alguien entiende los dramas históricos de Shakespeare es mostrar cuáles son las constantes del ejercicio del poder que se muestran en esas historias. Cuando algunos libros de literatura nos dicen que la Orestíada de Esquilo es la expresión "alegórica" de que Atenas se fundaba sobre el compromiso entre el pensamiento abstracto, representado por Apolo, y las fuerza vitales pre-racionales, representadas por las Erinias, esos libros están mostrando una forma de entender la Orestíada en términos de leyes universales. Este tipo de explicaciones y de manera de entender suelen ser sugestivas y se las considera como interpretaciones muy inteligentes. Pero es dudoso que los griegos que escribieron esas obras, y los que las veían representadas estuvieran de acuerdo. Más bien hay que pensar, con Ba1thasar, que "Ni Orestes ni Edipo son un tipo determinado de hombres; sólo por confusión se podría decir que se ponen por el "hombre en general"; son ellos mismos nada más, e igualmente Prometeo, Ayax, Electra, Hércules, Antígona y los demás. El griego los quiere plenamente individualizados, a la vez totalmente humanos y sobrehumanos, rozando la esfera de los dioses" (H. U. von Balthasar, "Teodramática" II, Encuentro, Madrid 1992, p. 47")

Si aceptamos en profundidad que la realidad máximamente significativa es la persona, y que ésta no se puede reducir a sus componentes formales, entonces debemos admitir que el conocimiento de cada persona no remite tanto a unas cualidades o leyes universales, cuanto a la historia de su vida. Por eso es tan importante y tan decisivo saber entender unos hechos, unos acontecimientos, una historia. Y por eso mismo, el cabal entendimiento de las historia más significativas, no consiste ante todo en "desanudar" las formalidades y leyes universales que se han entremezclado en un caso concreto, sino en entenderla como tal historia. Individuar y formular las formas y las leyes universales que se encuentran en un caso concreto, es entender éste como mero representante de lo universal. Pero así no se puede entender cabalmente a la persona y, por tanto, tampoco se puede entender así su vida.

Podría pensarse que ciertamente la realidad más significativa es la persona, pero que ese conocimiento, por ser de algo irreductiblemente singular, no puede darnos noticia sobre lo universal, es decir, permanece inevitable encerrado en lo individual. Pero frente a esto, hemos de tener en cuenta que el conocimiento de lo singular personal no es idéntico al conocimiento de lo meramente "individual". Sabemos que "persona" no es lo mismo que "individuo". Es al mismo tiempo "más" y "menos" que el individuo. Es "menos" en el sentido de que lo individual puede ser considerado como representante de leyes universales, es decir, corno el lugar donde se detectan las leyes esenciales universales, mientras que lo personal en cuanto tal no representa más que a sí mismo. Pero la persona es al mismo tiempo "más" que individuo porque su verdad es más intensa que la que se encuentra en la mera contingencia de lo individual, y más intensa también de lo que se encuentra en lo universal abstracto. Por eso el conocimiento de la persona, de la historia que la define, va incluso más allá del alcance de las misma leyes esenciales universales. Ésta es a intuición que se encuentra en el pensamiento mítico: cuando lo personal se realiza con cierta plenitud, toca casi la esfera de lo "divino". Esto ha de entenderse en el sentido de que la plenitud de lo personal no queda encerrada en la estrechez de lo individual contingente y, de alguna manera, tiene alcance universal. También aquí se muestra un aspecto de la definición bíblica del ser humano como "imagen" de Dios.

Desde el nacimiento de la Filosofía, al menos en el sentido más reconocido de esta palabra, se ha contrapuesto el conocimiento "racional", que el hombre puede alcanzar con su propia mirada a la realidad y con su propia mente, y el conocimiento "mítico", fruto de los poetas en cuanto visionarios inspirados. No obstante el indudable logro que supone la Filosofía para el pensamiento humano, en la historia del hombre ha estado siempre presente otra corriente de pensamiento, otra forma de conocer que no se remite a las esencial universales o a los principios metafísicos, sino que dirige su mirada a lo concreto y empírico, a. lo histórico y contingente de las acciones libres personales. Esta tendencia ha dado lugar a una forma de Filosofía que siempre ha sido considerada por los pensadores más reconocidos, como una forma "inferior" de conocimiento, que era como un contrapunto "terco" de la verdadera Filosofía.

Pero debemos preguntarnos si en esa persistencia del empeño por no olvidar las referencias a las historias contingentes, en las que cuentan, no tanto las leyes esenciales o los principios universales, cuanto la libertad y la contingencia de las acciones personales, no se encuentra un elemento que es irrenunciable para el entendimiento adecuado del hombre y de la realidad. La razón moderna rechaza decididamente ese planteamiento y afirma que la historia ha de ser irrelevante, pues las historias contingentes, los hechos concretos, no pueden tener una relevancia universal. Eso significaría que habría representantes concretos de las esencias que tendrían "poder sobre la esencia". Efectivamente, esto es lo que está en la base del conocimiento mítico. El genio griego era consciente de esa situación, pero no rechazó completamente el pensamiento mítico. Ciertamente no estaba en condiciones de expresar un fundamento adecuado para la importancia de los mitos como historias arquetípicas y, por eso, prefirió mantenerse en una situación de compromiso.

Ahora no podemos hacer una consideración detallada _de la historia del "mito" en la existencia humana. Hagamos no obstante dos observaciones. En primer lugar, podemos quintaesenciar el sentido del mito caracterizándolo como una historia en la que se narran hechos "históricos" que tienen efectos universales o, digamos, "poder sobre la esencia". Esta historia es "arquetípica", y da el marco en que los acontecimientos que suceden y las cosas que existen, pueden ser vistos en una perspectiva amplia y significativa, más allá de su angostura contingente.

Como decíamos, el mito como medio de conocimiento, fue abandonado cuando se pasó de narrar los "principios históricos" a estudiar los "principios metafísicos". Pero esa substitución, si bien tiene el sentido positivo que es el nacimiento de la Filosofía, no carece de límites. En efecto, la substitución de los "principios" temporales por los "principios" metafísicos, conlleva la pretensión de cambiar toda "historia", que en cuanto tal es siempre contingente y dependiente de la libertad, por una "teoría" que, en cuanto tal, trata de esencias y relaciones universales y necesarias. Pero esto empobrece y restringe el conocimiento en los ámbitos más propiamente humanos. De hecho, los pensadores menos académicos o teóricos, y más "humanos", han intuido la importancia insustituible del mito como historia arquetípica: la persona humana, su vida, no puede entenderse adecuadamente sólo desde los planteamientos que gravitan sobre la formalidades universales., C. S. Lewis ha hecho una aguda defensa del mito, y ha mostrado que el pensamiento mítico tiene una clave para el entendimiento de la realidad que se esclarece plenamente en la revelación cristiana. La Historia Sagrada, y de modo particular, el Evangelio de Jesucristo, el Verbo eterno hecho carne, tiene en efecto el carácter de "El mito que se hace realidad".

De modo especial, la imposibilidad de substituir la historia contingente y libre por la deducción teórica a partir de principios universales, se hace patente cuando se trata del origen del mal. La manifestación de esta realidad se debe sobre todo a la religión bíblica y al Cristianismo. "La antigüedad no afrontó el problema (del mal). El que un hombre no haga lo que le ordena la "recta ratio" la antigüedad lo remitía a incapacidad, a ignorancia, a naturaleza defectuosa, a mala educación. Sólo el Cristianismo ha dado principio a una nueva visión de las cosas, al interpretar el cerrar los ojos, como consecuencia de un no querer. En el evangelio de San Juan se afirma: "No salen a la luz para que no se manifiesten sus obras". Y la "Epístola a los Romanos" representa la ignorancia y el error respecto de la cosas últimas como una consecuencia de la falta de gratitud: los paganos podían conocer a Dios, pero no querían darle gracias. Esto significa que el fenómeno del que estamos hablando, la paradoja de la falta culpable de atención, en el contexto en el cual es considerado temáticamente por vez primera, no es objeto de una teoría antropo1ógica sino de una historia contingente: la historia del llamado "pecado original", es decir, de la narración del origen de una relación estrecha que ha transformado la "caída" en punto de partida de cada individuo, a pesar de que ella misma "en sí" fuera ya la consecuencia de una culpa. Conocerla como tal, y por tanto, intuir la normalidad de la "conditio humana" como una anomalía ontológica, por sí mismo constituye solamente el efecto de una conversión, por la cual nadie puede agradecerse a sí mismo. Se puede entender fácilmente que tanto la doctrina de Kant y la de Schopenhauer sobre la elección del carácter inteligible, como la doctrina de Heidegger sobre la caída, son tentativos de transformar la doctrina del pecado original en una teoría, y de convertir la radical contingencia del mito de la caída del primer hombre (Sündenfallmythos), como es narrado en la Biblia, en una especie de constitución a priori del ser humano. No obstante se puede ver también que en este caso el mito (Mythos) explica más cosas de lo que hace la teoría que debería ilustrarlo" (Spaemann, "Felicidad y benevolencia", último capítulo sobre "El perdón").

11. "Entender" una historia

Una historia se puede entender desde la perspectiva de las leyes universales que están presentes en ella, pero eso no sería propiamente entender la historia en cuanto tal, sino sólo como serie de "individualidades" representantes de esencias o leyes universales, como narración edificante, como ejemplo moral. Una historia se entiende como tal historia, cuando se es capaz de contarla de nuevo. Un ejemplo sencillo puede aclarar esto. Una película de cine, o una novela, se puede entender según el esquema de las formalidades abstractas, pero el que verdaderamente muestra que la ha entendido es el que es capaz de "contarla" con claridad. Hay personas que cuentan las películas con tal claridad que casi nos permiten no necesitar ya verla, al menos en lo que tienen de "historia". En cambio, hay otras personas que quizá tienen una gran inteligencia abstracta y que son capaces de detectar mil alegorías, pero que no alcanzan a detectar qué es lo que ha pasado y, por tanto, son incapaces de recontar la misma historia.

Contar una historia es un ejercicio humano de la más alta calidad, porque ahí no se trata de reflejar fotográficamente unos hechos, sino mostrarlos en su unidad significativa de lo humano. Por eso, la capacidad de "entender" y de "contar" una historia es la muestra más alta del "entender": ésa es la capacidad en la que se muestra que se alcanza a la persona, que es lo máximamente inteligible en este mundo.

Se degrada esta capacidad cuando, como se ha dicho, se pretende entender de manera que se sitúa la realidad en un marco de formas universales, porque se confunde la unicidad irrepetible de lo personal como la mera individuación "materia signata quantitate". Lógicamente, en una mentalidad en la que lo propio de la persona se difumina, la personalidad tiende a confundirse con la individualidad. Esto significa que cuando la referencia a la creación de cada ser humano por parte de Dios, que es el fundamento de la unicidad irrepetible de la persona, se rechaza sistemáticamente, el pensamiento tenderá de forma necesaria a adoptar el carácter del racionalismo conceptual abstracto.

Las "historias" son un medio singular para la formación de las personas y de los pueblos. Platón decía que Homero era el educador de la Hélade. Es importante entender de qué manera la historia es fuente de formación auténtica. Una manera de entender esa fuerza formadora de las historias es considerarlas "alegorías" de las cualidades que se trata de inducir en los que han de ser formados. Según esta manera de ver, la historia se entiende cuando en ella se detectan las virtudes o actitudes de fondo que están presentes en los personajes y en la acción, que de esta forma se perciben como "personificación" de las virtudes y demás cualidades. La historia no sería más que un camino, el más amable y fácil, para decir sustancialmente lo mismo que se podría decir de una manera más árida en el lenguaje conceptual abstracto de un tratado. Pero esta manera de considerar la fuerza formadora de las historias es muy parcial, y está en dependencia de la visión de la persona como sólo individuo en el que han de hacerse presente una cualidades universales. El modo propio como las historias forman a las personas, es el que las considera como historias verdaderas, es decir, esencialmente únicas y contingentes, y no sólo como alegorías. Al contemplar una historia la persona está frente a algo esencialmente singular e irrepetible. No forma porque represente las virtudes, sino de modo semejante a como forma el trato con una persona, a como marca profundamente el encuentro con alguien singular. El ser humano se cumple máximamente cuando establece una relación personal con alguien. Esta relación, si es verdaderamente personal, será una relación no universalizable y, sin embargo, extraordinariamente enriquecedora. El enriquecimiento en cuestión no pasará primero por el conocimiento de formalidades universales, sino que irá directo a lo singular irrepetible de la persona que se encuentra. El caso es semejante -sólo semejante- a cómo forma la contemplación de la belleza. También la belleza es esencialmente única: "Le belleza es la armonía entre el azar y el bien" decía Simone Weil. Pero un pintor debe contemplar muchos buenos cuadros, y un músico deberá oir buena música. En estas experiencias los que se forman en el arte no se limitan a acumular en su mente "modelos", o leyes universales de la composición artística sino que entran en contacto con realidades bellas esencialmente singulares que sin embargo le enriquecen y le dan afinidad respecto de la belleza.

En la fuerza formadora y humanizante de las historias brilla un rayo de la fuerza humanizante y plenificadora del encuentro personal. El Evangelio no forma porque la Persona de Jesús nos muestre ejemplos excelsos de virtudes, sino porque nos permite que entremos en contacto con El, en relación directa, sin mediantes universales, con su Persona.

Es muy expresivo, que en la revelación sobrenatural, la cumbre no sea un "Libro de la Sabiduría", sino el Evangelio, que es la historia de Jesús. Por eso se ha escrito podido escribir con singular acierto: "Es difícil determinar en qué lugar obtiene un visible peso propio lo abstracto y lo categorial dentro de la concreción de la religión de Cristo. En cualquier caso, no existe en la proximidad inmediata del Señor. Jesús no queda comprendido en la categoría de las "figuras redentoras", como tampoco María en la categoría de las "Madres de Dios", de las "Madonnas", que han de ser a la vez virginales y maternales, bajo el arquetipo de "lo mariano en general", el cual quizá habría tenido su más pura encarnación en la madre de Jesús. ¿Se puede situar a Juan el Bautista entre la categoría de los precursores, obteniendo con ello algún conocimiento profundizado de su esencia, o el meterle en esa categoría no significa ya perder de vista su irrepetibilidad? ¿Y los profetas? ¿Acaso Ezequiel es un individuo de la especie "profetas judíos", y son éstos una especie dentro del género filosófico-religioso "profeta en general", que queda comprendido a su vez bajo la sociología de la religión en general, tal como la ha desarrollado Max Weber con tanto éxito? ¿Acaso los Apóstoles son ejemplares de un prototipo conceptual "Discipulado", que se puede expresar en ellos igual que en otros ejemplares? ¿Acaso la relación especial entre Jesús y Pedro se puede iluminar mediante la relación general entre "maestro" y "discípulo", y acaso la manera que tienen Pedro de ejercer su cargo resulta comprensible por la "psicología general del hombre con una misión"? A todas estas preguntas hay que contestar que no; y ello no porque falte en todos los casos una auténtica analogía entre la ley general humana y el caso especial cristiano, sino porque -debido a la irrepetibilidad de Cristo- el caso especial se realiza de tal modo que en su concreción histórica se ha hecho norma concreta de la norma abstracta" (Hans Urs von Balthasar, "Teología de la historia", Introducción, C, p. 20-21).

Cuando a finales del siglo primero, San Juan quiso presentar su "kerigma para defender la fe de los peligros del gnosticismo, no escribió una carta en forma de tratado, sino que escribió una "Vida de Jesús", un Evangelio. Ésta es sin duda la forma cabal de presentar, sin peligro de manipulaciones racionalistas, la plenitud de la revelación. Y es desde esta perspectiva desde donde hay que intentar situar adecuadamente la importancia y el alcance de los tratados teológicos conceptuales. Ciertamente las formulaciones de las verdades en sí mismas, tienen una fuerza significativa indispensable, dado el modo de conocer humano, que no expresa las historias si no es con la ayuda de palabras y de conceptos. Pero siempre hay que recordar que "la fe cristiana no es una "religión del Libro". El cristianismo es la religión de la "Palabra" de Dios, "no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo" (S. Bernardo, hom. miss. 4,11). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc. 24,45" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 108).

Por eso, la teología debe tener en mucho los desarrollos conceptuales de los que hemos hablado más arriba, pero sobre todo ha de mostrar que cuando se trata de la plenitud de la revelación, la verdad ya no tiene la forma de proposición, sino la Vida de la Palabra eterna del Padre.

 

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