Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
FIN DEL LIBRO
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 10. ENAMORARSE

l. El enamoramiento como gracia

"Me gustaría enamorarme". Éste era el comentario de una persona que, después de haber vivido muchos años en una situación tensa y violenta, se encontraba de pronto casi en trance de estrenar la libertad en su vida.

Al principio, la libertad recién descubierta le resultaba fascinante, y la saboreaba como un manjar exquisito. A quien le insinuaba que quizá podría ponerse en situación de casarse, le daba una respuesta inequívoca: "Acabo de salir de una cárcel, y no tengo la disposición de arriesgarme a entrar en otra forma de esclavitud".

Sin embargo, parece que al cabo de unos meses, esa libertad dejó de resultarle satisfactoria. Quizá lo que le había encantado al principio no era la libertad como un bien en sí misma, sino la experiencia del proceso de la liberación. Eso es semejante a lo que ya entrevieron los griegos: uno de los placeres más intensos que puede sentir el ser humano es el placer de advertir que está desapareciendo un dolor que le atenazaba.

Efectivamente, cuando el proceso de liberación ya se ha concluido, la pasión por la libertad deja paso a un deseo de algo más positivo, más consistente, de contenido más específicamente humano, y que sea más "plenificante" de la persona.

Estos fenómenos son expresivos de la situación del ser humano en la vida, que es de apertura y comunicación en una existencia distendida temporalmente. Por eso, no importan solamente los "bienes" en un sentido "estático", sino también, y de una forma particular, el mismo "proceso" en que esos bienes, se alcanzan. En consecuencia, experimentar ese proceso mismo se advierte como la presencia de un bien. La percepción del bien de la libertad se sitúa en este marco: ella misma aparece como un "bien" en cierto modo "provisional": es buena la libertad, y se podría decir que en la situación "procesual" de logro de la libertad lo que aparece es la libertad en sí misma, como aislada de los bienes para los que capacita a la persona libre. Pero la libertad sola no es todavía un bien cumplido y pleno, es solamente una condición para los bienes propiamente humanos.

Muchos de los equívocos sobre la libertad se deben a este carácter "medial" que tiene. La libertad, más que un bien en sí misma, es condición de posibilidad para los más altos bienes humanos. De aquí que algunos hayan dicho que la libertad es el bien fontal, que hace bueno todo aquello que haya sido realizado bajo el signo de la libertad. Y de aquí también que en algunas teorías antropológicas y políticas de nuestro tiempo se hable sobre todo de "liberación" y no tanto de libertad, poniendo el acento más en la libertad que en los bienes que la libertad permite alcanzar, como si el hecho de ser alcanzados libremente ya hiciera digno cualquier objetivo de la acción humana.

Algunos han tomado como punto de partida este hecho para descalificar esas posiciones políticas y antropológicas. Ciertamente es fácil acentuar la limitación que supone poner el énfasis en el proceso, sin tener suficientemente en cuenta el término o el objetivo del proceso que se defiende. De todas formas, a esto se podría responder que ésa es una consecuencia de la condición temporal que tiene la criatura humana, cuya vida no es solamente el contacto con los bienes a los que está finalizada, sino el proceso mismo de alcanzarlos y, en este proceso, la experiencia de la libertad es fundamental. Experimentar el proceso es percibir un aspecto esencial de la vida humana. Si no se supiera valorar el proceso en el que se alcanza el bien, se estaría ignorando la vida en lo que -tiene de decurso temporal y no se estará preparado- adecuadamente respecto del tiempo. La recta disposición respecto del tiempo requiere entender la relación mutua entre el proceso temporal y los bienes que constituyen el fin o la perfección de la vida. La paciencia, el sentido del presente, el saber vivir, llenándolo de sentido, cada momento del proceso vital que conduce a los grandes bienes, sin pretender lograr el objetivo inmediatamente, es una "virtud", una cualidad humana positiva, indispensable para el hombre que vive en el tiempo.

Por eso, tras la percepción de la libertad, aquella persona advertía la necesidad de superar la mera experiencia de la recuperación de la libertad, y decía que le gustaría enamorarse. Efectivamente, entre los bienes reales que necesitamos los seres humanos para vivir, uno de los que se perciben como más grandes y letificantes, es el estar enamorado. No se trata solamente del amor en general, sino del amor que se denomina como "amor de enamoramiento". En efecto, además del amor a amigos, familiares o compañeros, los seres humanos experimentamos también otra forma de amor más concreto y determinado: el amor que es propio de quien está enamorado. Para esta forma de amor se reserva la expresión "amor humano".

En cierta literatura sobre la vida espiritual religiosa, escrita desde la perspectiva de la preocupación por la defensa del celibato, se habla de este amor sobre todo bajo el aspecto del peligro: hay que estar alerta ante el riesgo de que el trato relativamente intenso y cercano con alguna persona "del otro sexo" lleve a que aparezcan unas ataduras afectivas tan fuertes que luego sea muy difícil cortarlas. El amor de enamoramiento es bien considerado cuando se ciñe a ser principio del matrimonio cristiano y, aún en ese caso, parece que se pretende que el matrimonio no tenga su origen solamente en el fenómeno, quizá demasiado pasional e incontrolable, del enamoramiento.

Esta manera de hablar alude a algo que efectivamente es muy propio de ese tipo de amor: no es un fenómeno plenamente dominable por la voluntad, acontece de improviso, hace que uno se sienta arrastrado, que piense que "algo ha sucedido en mí". De hecho, las personas enamoradas tiene un cierto aspecto de "alucinadas", "embrujadas", "encantadas". Con estas palabras se alude al hecho elemental de que enamorarse no tanto es algo que uno "haga", cuanto algo que a uno "le pasa". Casi todo el mundo que se enamora siente que no ha sido él quien ha originado esa situación. Y cuando la relación que establece el enamoramiento es juzgada como improcedente desde el punto de vista de "lo convencional" o de "lo establecido", se advierte frecuentemente como algo de lo que en el fondo no se es culpable, y además como algo que ha venido "de fuera", "de arriba", quizá incluso "de Dios": efectivamente, uno de los dioses en el universo pagano era el dios-amor.

En esa manera de considerar el enamoramiento como algo venido de fuera, y que puede remitirse a una instancia de la que uno no es responsable, hay algo que la hace no completamente adecuada, pues entre el varón y la mujer se dan unas afinidades naturales tales que si se ponen en determinada situación puede ser posible, o incluso fácil, que "salte la chispa" del enamoramiento. Sobre esto se apoya la actitud de quienes desean unir a ciertas parejas de jóvenes: confían en que si se conocen y se tratan un poco, es posible que se enamoren.

Sobre esta misma realidad se basa la actitud de esos autores de espiritualidad que aconsejan vivamente evitar ciertos tratos entre varones y mujeres. La popular frase: "el hombre es fuego, la mujer estopa, viene el diablo y sopla", no se prefiere solamente al aspecto directamente sensual de la posibles tentaciones carnales que brotan en la cercanía física de varones y mujeres, sino también a la facilidad con que pueden nacer afectos amorosos vehementes entre personas de sexo opuesto, que se sitúan vitalmente cerca.

Pero la afirmación de este "peligro" o, dicho sin prejuzgar, esta "posibilidad" o "probabilidad", no equivale inmediatamente a seguridad. A veces, las personas están muy juntas, se tratan muy de cerca y, sin embargo, no salta entre ellas esa conexión singular que es el enamoramiento. No basta que una muchacha atractiva trate a un muchacho atento y delicado, para que entre ellos salte la pasión amorosa.

2. El enamoramiento y la singularidad de la persona

Para que se dé el enamoramiento en el sentido que venimos diciendo, hace falta "algo especial". En efecto, distinguimos, por una parte, la forma de amor que se tiene con cualquier persona con la que se tiene en común buena parte de la visión de la vida, y con el que, en consecuencia, se conecta con facilidad, y, por otra parte, la forma de amor de enamoramiento, que es un amor caracterizado sobre todo por su singularidad. Los amigos o los compatriotas pueden ser, en cierto aspecto, "substituidos". No es que el amor de amistad sea indiferenciado; todo amor verdaderamente personal está marcado por la singularidad. Cada amigo es único; pero si falla un amigo se puede tener otro amigo que consuele de esa pérdida con un amor "del mismo tipo". En cambio, el amor, el enamoramiento es "singular" de una manera distinta, más radical y, sobre todo, "en exclusiva". Un solo amigo no suele, ni debe llenar la capacidad de amistad que tenemos. Amigos se pueden tener muchos, y cada uno puede ser amigo de otras muchos personas; esto no sucede en el amor de enamoramiento. "Amor es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre con una mujer" decía una vieja canción: lo fundamental es que "obsesiona" a "un" hombre con "una" mujer. Aquí no cuenta, parece, la mera condición específica de ser humano de sexo contrario; uno no se enamora de una "mujer". O, mejor dicho, sí cuenta, pero es decisivamente superado por la condición personal, irrepetible e insustituible, de la persona amada; uno se enamora de "esta" mujer.

El enamoramiento, ya lo hemos apuntado, tiene un carácter de "pasión", es decir, de algo que la persona percibe que le pasa, le sobreviene, y respecto de lo cual es fundamentalmente pasiva. Pero se trata de una pasión esencialmente distinta de la pasión sensual. Para que ésta se produzca basta, como se decía anteriormente, situar dos cuerpos sexuados en una cierta cercanía: la pasión sensual es muy corporal y por lo tanto muy sometida a las necesidades de los procesos corporales. Aunque la pasión sensual sea violenta, si se quiere, puede dominarse con relativa facilidad, de la misma manera que se pueden dominar los automatismos de la corporalidad sexuada que se encuentran como en la periferia material de la constitución de la persona. Y esto puede decirse también de las reacciones más inmediatamente emotivas pero que, propiamente, no son todavía el enamoramiento". Esta forma de amor no es un efecto "necesario" o "determinado" por unas circunstancias previas. Éstas pueden dominarse y provocarse. Sin embargo, el enamoramiento no puede asegurarse como efecto seguro de aquellas. Enamorarse o no enamorarse no es algo estrictamente libre, porque no es consecuencia necesaria de lo que la libertad humana puede dominar.

Esto hace que el discurso sobre el enamoramiento se pueda hacer no solamente desde el punto de vista del "peligro" de que acontezca algo no previsto, sino también desde la perspectiva de "desear" algo que no es seguro que podamos alcanzar. Entonces la supresión de aquel deseo -"querría enamorarme"- tiene el acento de una súplica patética, casi de un "de profundis". Si acontece será como un regalo que trasciende las pausas que se han puesto, un don indeducible, una gracia que viene "de arriba".

3. El enamoramiento y las leyes lógicas

El fenómeno del enamoramiento se resiste a ser detectado adecuadamente por el pensamiento de tipo meramente teórico. No suele ser un tema que interese a los filósofos más especulativos. Sobre el enamoramiento no se hacen "teoría", que es el método de tratar las verdades universales, sino que se cuentan "historias" que es el modo de expresar a las personas. Desde la mera especulación abstracta se llega incluso a decir, con cierto tono de ironía despectiva, que el enamoramiento es "una forma de locura pasajera", es decir, que es algo irracional, ininteligible desde el ejercicio de la racionalidad que se considera más alta. Ahí se expresa algo muy verdadero: el enamoramiento no se puede entender desde las esencias y leyes universales.

El razonamientos teórico o especulativo tiene poco que decir en estos casos, porque sabe muy poco de lo singular personal. A la ciencia le interesa "el hombre", no Ana ni Pedro. Sabe, en todo caso, de los "individuos" como meros representantes o "casos" de las esencias y leyes universales, que es lo propio de los experimentos científicos. Sin embargo, lo que cuenta en el enamoramiento es esencialmente singular: la "suerte" del encuentro, "su manera de mirar", etc.

La racionalidad especulativa, que trata de los conceptos y de las ideas generales o de las leyes universales que sirven para dominar la naturaleza, y para establecer diálogos de entendimiento entre las personas, claudica ante este fenómeno tan irreductiblemente singular. En esto la filosofía muestra lo limitado de sus logros. "Una persona singular es cualitativamente tan infinita, que otra persona puede elegirla para hacerla objeto de su veneración y devoción, según un auténtico amor espiritual, como sucede, o puede suceder en un matrimonio cristiano. ¿Acaso esta elección no colma la vacía indiferencia de la libertad? Tal elección, ¿debe acaso ser constantemente puesta en cuestión o, incluso, solo relativizada por mor de una plenitud más total? ¿Por qué "sólo" Beatriz? ¿no hay una infinidad de otras mujeres? Y, si es verdad que sólo Beatriz, ¿qué sentido tendría entonces para Dante hablar de "razón abierta"? ¿será que el-amor-que-ha-elegido no es más que un prejuicio del que puede reírse el filósofo de la historia? ¿o no será más bien que aquel que habla de "razón abierta", de "comunicación" y de "catolicidad de la razón" más allá del amor que elige, es el que demuestra que se ha quedado detenido en normalismo kantiano? En el amor-que-elige se da efectivamente la posibilidad de superar la vacía indiferencia de la libertad y, por eso, de la razón abstracta. Dejemos a los teóricos del conocimiento la tarea de explicar el hecho de que el amor pueda tener una intuición del carácter único del amado. En realidad, esta posibilidad, que corresponde muy de cerca al originario estado "paradisíaco" del hombre, no se adapta demasiado bien a la condición del hombre caído en la indiferencia entre el bien y el mal, y caído también en el ámbito de la abstracción, y por eso, en su afán de dominar, tiende a eliminar esa posibilidad. Eva bastaba a Adán, mientras que no le eran suficientes la multitud de los animales que conocía, a los cuales había dado nombre y a los cuales dominaba. El único es cualitatívamente infinito, mientras que los "muchos", en su cantidad indefinida, no pueden alcanzar la cualidad buscada" (Balthasar).

Por esto, tratar de determinar cuáles son las leyes del enamoramiento que sirvieran regular o controlar sus formas de aparición, es un empeño vano. El mismo enamoramiento no es materia propia de un precepto universal, en el sentido de que pueda ser imperado. No se puede establecer un precepto que prescriba enamorarse de alguien de modo semejante a como se puede preceptuar el amor al prójimo. Resultaría grotesco aplicar al ámbito del enamoramiento el lenguaje del mero deber moral: "Debes enamorarte de esa mujer". En todo caso, como veremos más adelante, se pueden formular las leyes morales referentes a este fenómeno tan humano, desde la perspectiva de la actitud que se debe tener ante las cosas o los sucesos que no están estrictamente en nuestro poder, y ante las que somos fundamentalmente receptivos.

Los enamorados hacen cosas que aparecen como "locuras" según la lógica de la actuación frente al mundo corriente porque la conducta amorosa no está regida por los intereses o los objetivos regulados por la lógica racional abstracta. Esta lógica está residida por las relaciones universales y por las leyes de las esencias que valen para todos, porque están apoyadas en las cualidades universales. Pero en el enamoramiento, las leyes que rigen no son las leyes generales de las esencias. Su "ley" es la ley de lo singular personal, que es una ley esencialmente particular, que no se puede aplicar a nadie más que a la amada. No hay dos enamoramientos iguales. Si hablamos de "enamoramiento" como de un fenómeno común, es sólo de manera análoga. Los enamoramientos que se dan entre hombres y mujeres, no son universalizables, cada caso está marcados por la irrepetibilidad de cada una de las dos personas en las que se cumple. Cada uno agota su especie: no se entendería bien si se viera como un caso de un fenómeno meramente natural "general" que es cumplido por un caso de varón y por un caso de mujer.

En todo caso, la universalidad que atribuimos al fenómeno del enamoramiento es semejante a la que atribuimos a la consideración de las personas. Hay ciertamente una especie de "naturaleza" común a todas las personas, que es lo que nos permite hablar del "ser humano" en universal, y elaborar una ciencia antropológica. Lo que en esta ciencia nos dice es válido y verdadero, pero se refiere sólo a lo universal, a lo que es común a una multiplicidad de individuos, y por eso, no llega a alcanzar lo radicalmente único e irrepetible de cada persona.

4. Las condiciones del enamoramiento

Desde las consideraciones anteriores, podríamos preguntarnos cuáles son los presupuestos para que una mujer y un varón se enamoren, qué tiene que suceder para que en aquella persona se cumpla el deseo que expresaba: "me gustaría enamorarme", cuáles son los factores que intervienen en el fenómeno del enamoramiento. No es fácil dar una respuesta precisa a esa pregunta; quizá porque la pregunta está mal formulada, es decir, apunta implícitamente a un tipo de respuesta que no es posible: como se ha dicho, el enamoramiento tiene, sí, unas condiciones necesarias, pero esas condiciones no son suficientes.

En primer lugar -una condición necesaria fundamental es la naturaleza individual sexuada, de varón o de mujer. La sexualidad, en efecto, es una cualificación personal en virtud de la cual es posible un tipo de amor específico que denominamos precisamente amor de enamoramiento. Pero la cuestión ahora es: ¿qué hace que esa posibilidad de enamorarse pase a ser un enamoramiento efectivo?

Además parece que hay que contar, no sólo con la naturaleza sexuada en general, sino también con la naturaleza "individual", el modo concreto de ser varón o de ser mujer, la masculinidad y la feminidad concreta de cada persona. Suele decirse que hay personas "interesantes" de las que, al parecer, hay muchos, o muchas, que se enamoran. y también que hay personas muy "enamoradizas", que experimentan fácil o frecuentemente la pasión de haberse enamorado. Por otra parte hay personas que por su naturaleza, o quizá también por la historia personal, parece que son menos susceptibles de ser sujetos de estos fenómenos.

Todos esto está al nivel de las condiciones necesarias. Pero esas condiciones no son suficientes porque el enamoramiento no se sigue de la cercanía entre un varón y una mujer de la misma manera que se sigue la atracción cuando están cerca un trozo de hierro y un imán. Hace falta "algo más", y eso ya no depende de las condiciones naturales. El enamoramiento no se da entre "un varón" y "una mujer" considerados genéricamente, sino entre "este varón" y "esta mujer". Las condiciones naturales tienen siempre un carácter general, están presentes en muchos individuos. Sin embargo, el enamoramiento tiene siempre un carácter personal, único: su ley es la "elección", aunque aquí se trata de una elección en la que uno mismo, el que elige, se advierte a sí mismo como elegido.

El paso de las condiciones universales al enamoramiento efectivo, concreto y personal no es estrictamente previsible porque no está regido por leyes lógicas. Ese tránsito de lo universal a lo personal, es un salto cualitativo: ahí lo que rige es la condición irreductiblemente singular e irrepetible de cada persona, y esa condición personal trasciende absolutamente la condición de representante de la clase genérica "varón" y de la clase genérica "mujer".

La singularidad y exclusividad que tiene el amor de enamoramiento, plantea una cuestión muy importante sobre el tipo de "bien" que es la persona humana, y sobre la percepción de ese bien por parte de los demás. En efecto, si el amor fuera sola y exclusivamente la respuesta a la percepción de un bien, es decir, si el amor fuera causado por la presencia del bien, como se decía en la tradición filosófica clásica, si existiera una correspondencia necesaria y unívoca entre el bien que se percibe y el amor con que se lo afirma, no se podría entender de ninguna forma el hecho de que alguien sea querido de una manera tan peculiarmente exclusiva en el enamoramiento, pues supondría que sólo el enamorado ha sido capaz de captar el bien peculiar y exclusivo de la amada. Esto es difícilmente mantenible pues otros muchos, por ejemplo, los hermanos o amigos pueden percibir, incluso más profundamente, el bien que es esa persona y, en consecuencia, quererla en su ser personal. No obstante, como ya se ha repetido, en el amor de enamoramiento se advierte que hay una exclusividad propia, distinta del amor personal que tienen los amigos o los hermanos. ¿Qué es, pues, lo que está en la base del enamoramiento?

Una primera respuesta dice que la exclusividad se basa en el hecho de que la entrega corporal implicada en este amor supone de suyo la exclusividad. Pero esto, siendo esto cierto, no puede ser la respuesta cabal, pues presenta la exclusividad como una exigencia "extrínseca" a este amor, como algo que le es debido derivadamente de la entrega corporal. Pero la experiencia muestra que la exclusividad no se percibe como una exigencia extrínseca, sino como una característica interna a este amor.

Tampoco sería una respuesta precisa decir que el que se enamora "ha visto" en la amada algo que los demás no han llegado a advertir. A pesar de que esa forma de expresarse está presente con frecuencia en el lenguaje sobre el amor humano -"no sé que ha visto en ese chico", se oye decir a veces-, es claro que el mero "ver" alguna cualidad especial no basta: cualquier persona podría ver las mismas cualidades y no por eso quedar enamorada.

Para encaminamos hacia una respuesta adecuada a esta cuestión debamos referirnos de manera explícita al tipo de ser tan peculiar que es la persona. Desde distintas posiciones intelectuales se ha afirmado que la persona es un "absoluto", es decir, un ser cuyo significado o valor de bien, no es "relativo a", o está "en función de" alguna otra cosa. No se quiere decir con esto que la persona sea algo cerrado e incomunicable. Exactamente lo contrario. La persona nos aparece como abierta a unas relaciones que son las que la muestran como absoluto, o como infinito: la forma de comunión del enamoramiento es de una plenitud sin límites. La persona de la amada no se elige entre una multitud, ni es necesario conocer a todas las mujeres del mundo para decidirse completamente por la amada: ella basta para llenar la potencial infinitud del corazón. Quien afirmara que necesita conocer a muchas mujeres para hacer la elección de su esposa razonablemente, muestra que no sabe nada, no sólo del amor, sino de la persona humana. Esa afirmación se mantendría en lo que hemos llamado pensamiento abstracto.

El carácter absoluto de la persona puede reconocerse y describirse ampliamente, y se puede también tomar estas percepciones como punto de partida para una reflexión sobre el ser humano, sobre la ética y sobre el amor. Pero puede considerarse también como algo que reclama a su vez explicación: ¿cómo es posible que este ser tan contingente y limitado como esta persona, cuya constitución biológica es bien conocida, y cuyo origen puede rastrearse con todo detalle, se presente como un infinito o como un absoluto?

La respuesta a esta pregunta requiere hacer referencia a Dios. En la tradición de pensamiento cristiano la condición personal está esencialmente vinculada a la singularidad de la llamada creadora a cada ser humano por parte de Dios: la creación de cada ser humano acontece en un acto en el cual Dios llama, desde la nada, a la criatura a una comunión de diálogo amoroso con El. El contenido del designio creador, aquello a lo que Dios llama es a la situación de diálogo personal con Él. En esto se "cumple" la criatura humana, y por eso es un "absoluto": Dios la ha amado por sí misma, y no en relación a otra cosa. Y por eso es un "infinito": cada persona "cumple" una comunión con Dios.

La existencia temporal en esta vida es el espacio de aceptación de la llamada creadora. En la medida en que cada persona la acoge y responde afirmativamente, esa llamada alcanza su término, y la criatura se experimenta asentada firmemente en el ser y en la vida. Si la criatura no acoge el amor que se le ofrece en esa llamada, el designio creador de Dios no se cumple, la persona queda como "a medio crear" y se experimenta a sí misma como a mitad de camino entre la nada y la vida.

En este sentido se puede asegurar que en el enamoramiento, en esa percepción y afirmación de la singularidad de la persona elegida tiene lugar una participación peculiar y singularmente intensa en el amor creador de Dios por ella, que la ha llamado a la vida con un acto creador que es esencialmente único y que no es "repetible" ni generalizable.

Esto resulta habitualmente oscurecido por el hecho de que la llamada creadora de Dios se compone con la generación por parte de los padres, por eso la persona "única" es "también" un individuo de la especie humana y, por tanto, un conjunto de cualidades que comparte con los demás individuos de la especie. Por eso, si queda en penumbra que cada persona es fruto de una llamada inédita por parte de Dios, el pensamiento teórico tenderá a considerarla sobre todo como individuo de la especie y, por tanto, sujeta a las leyes del pensamiento abstracto y científico: ya no se la considerará como "alguien" único, sino como "algo", un caso de lo que se expresa cuando se habla de "el hombre".

5. El enamoramiento y el amor fundante de la persona

El amor de enamoramiento sitúa, pues, a la persona en un estado existencial que refleja que ha sido querida de una forma absolutamente singular por parte del amor originario También en la amistad nos sentimos queridos por nosotros mismos, pero cuando nos sentimos queridos con amor de enamoramiento, nos sentimos situados existencialmente de una forma más segura y vinculante. El amor de enamoramiento no es mera consecuencia de la percepción del "bien" que somos, sino que refleja que estamos apoyados sobre un amor esencialmente único,. no "genenalizable", sino absolutamente irrepetible, incomunicable e insustituible, por parte de Dios. Quien se enamora alcanza a esa persona con una exclusividad propia que asemeja intensamente la exclusividad de la llamada creadora. Por esto, es propio y exclusivo de este amor el que dé lugar a una situación vital estable: en el amor de enamoramiento, y en la comunión de vida que este amor genera, nos sentimos de manera análoga a como nos sentimos apoyados en el Amor creador sobre el que reposa nuestra misma existencia.

El amor de amistad se sitúa en el ámbito del desarrollo de nuestra vida, del despliegue de sus posibilidades, de su enriquecimiento, pero el amor humano realizado en la comunidad de vida, nos hace estar seguros en la existencia, "en casa", en nuestro hogar, protegidos en nuestro ser que es contingente y que está amenazado, y, sin embargo, tiene ansias de seguridad y de permanencia. En el árbol de la vida, la amistad constante que tiene su sede en los aspectos superiores de la vida: el diálogo, la comprensión, el respeto, la alegría, etc. En un tiempo en que las cuestiones de la educación de los hijos se han hecho difíciles y problemáticas, habría que conceder mayor la importancia a las normas propias de la convivencia conyugal, que está en la base de la fuerza formativa y configuradora de la vida familiar. La defensa de las normas morales sobre el amor y el matrimonio, debería hacerse situándolas en el contexto de otras normas más fundamentales sobre el amor que nace entre los que tienen la fortuna de enamorarse.

Esas normas morales más fundamentales sobre el amor, son las que se refieren no primariamente a la expresión corporal sexual de ese amor, sino al amor mismo: aquellas que se refieren al deber de la persona de estar adecuadamente dispuestos respecto a la recepción de los dones gratuitos: la espera confiada, la acogida abierta y agradecida, el cuidado. y el cultivo atento y humilde del don recibido, etc. La. persona que se ha enamorado de uno, ha de ser contemplada como un particular regalo de Dios. Cada enamorado ha de admirarse de que habiendo tantas personas en el mundo, ésta haya venido a elegirme a mí. Estar realmente enamorados, percibir este amor en todo su alcance, es inseparable de sentir un cierto estupor, y casi una incredulidad infinitamente agradecida. En cierto modo, el que es objeto de esta elección por parte de otra persona, debería "temer" que despertara de ese sueño que la ha encantado y la ha "en-amorado", la ha atado con el vínculo del amor a mi persona. Esto puede dar lugar a la patología de los celos, pero de suyo lleva, como se ha dicho antes, a sentirse bien afianzado en la existencia, en el mundo, en la vida.

De manera particular es ley del amor, exigencia suya, el situarse siempre en la posición de quien recibe gratuitamente, y no reclamar como debidas las cosas que deben proceder de la espontaneidad del amor. Los "detalles" habrán de ser recibidos con gozo y agradecimiento, es decir, hay que saber percibirlos como bienes maravillosos, pero precisamente porque son gratuitos, no se deben esperar predeterminándolos demasiado. Cuando alguno de los amantes espera demasiado en concreto lo que el otro debería darle, es señal de que está más atento a sus sentimientos o a sus deseos, que a la persona de la enamorada. Si se esperan demasiado predeterminadamente las muestras del cariño, se pierde el sentido de la gratuidad que es esencial al amor.

Los amantes deberían poner especial empeño en no fijar su atención sobre el placer intenso de sentirse queridos, o sobre los hechos que le provocan ese sentimiento, sino ante todo sobre la persona de la amada. Centrar la atención sobre las propias sensaciones, o sobre el propio sentimiento de felicidad suele ser causa de neurosis. La felicidad, y especialmente la felicidad subjetiva que se deriva de la unión amorosa, no puede ser buscada en directo o por sí misma. Lo que debe buscarse es la persona querida y su felicidad. Por esto es vital que en el amor esté también el respeto, el reconocimiento de que la otra persona no se agota completamente en la relación de enamoramiento, que sigue teniendo gustos e intereses distintos, que son buenos en sí mismos y que han de ser cultivados.

Una muestra especialmente significativa de que el amor se conserva como don gratuito, es que nunca se reclama sólo como un derecho. El ser querido ha de ser visto siempre como algo sorprendente. La manera de conservar el amor no es "atarlo" jurídicamente o reclamarlo como derecho, sino alimentado en su raíz con el propio amor, es decir, procurando el bien de la persona amada aunque, a veces, este bien no produzca directamente una especial satisfacción en quien lo da. No se trata tanto de exigir la atención de la otra persona, cuanto de afianzar el propio interés en ella, con todas sus circunstancias.

Una exigencia particular de este amor se deriva de lo que hemos llamado su "exclusividad". Efectivamente es una característica propia del amor de enamoramiento el excluir cualquier otro posible amor del mismo tipo. Ésta es una característica peculiar que hay que situar con exactitud. En principio se podría decir que el amor de enamoramiento es de suyo exclusivo: cuando una persona se enamora, parece que las demás desaparecen como posible fuente de atracción del mismo tipo. Pero en realidad, la exclusividad del amor humano no es algo tan determinado. Más aún, la experiencia muestra que no es imposible enamorarse de dos personas distintas. De hecho, en la vida se advierte que son posibles los enamoramientos sucesivos e incluso que son posibles los matrimonios sucesivos cuando ha muerto uno de los cónyuges. Esto es señal de que efectivamente tener un amor de este tipo no excluye que puedan nacer amores semejantes con otras personas. La exclusividad del amor humano no significa directamente que sea imposible tener dos amores, sino que un amor así es capaz de llenar por sí mismo completamente el corazón. Una mujer puede llenar completamente el corazón de un varón cuando éste se enamora de ella. Ésta es la característica interna del amor que hemos denominado "exclusividad". La exclusión de otro amor del mismo tipo, es la exclusividad como tarea o como deber intrínseco al amor humano. Es importante tener presente esto para no incurrir en contradicciones al plantear exigencias morales respecto de lo que se afirma como una característica ya real en el amor que se vive. Respecto de la exclusividad está dada la capacidad del enamoramiento concreto de llenar el corazón de cada enamorado, pero queda por cumplir el deber de mantener esa exclusividad en la realización concreta del amor. Una persona enamorada puede volver a enamorarse de otra mujer, sin por ello dejar de estar enamorado de la primera. Por esto es deber del enamorado el llenarse efectivamente sólo de un amor, y de rechazar los posibles ofrecimientos de otras posibilidades. Para esto es necesario que el enamorado mantenga el sentido de plenitud de su amor, sin permitir que decaiga y reclame otros amores. Por supuesto este deber es dulce si el enamoramiento es custodiado con la atención debida y, en este sentido, es una exigencia moral muy ayudada por la misma naturaleza. Pero la posibilidad de tentaciones debe ser reconocida para ser cuidadosos y no pensar que si surge otra posibilidad de enamoramiento sería señal de que el primero no era auténtico.

El amor de enamoramiento tiene también unas exigencias que se refieren a sus "tiempos" propios. Al principio, en el proceso de conocimiento mutuo, hay unas fases que se podrían calificar sucesivamente como el momento estético, el momento dramático, y el momento del amor y del conocimiento plenos. Lo primero que se advierte de la otra persona es su aspecto externo, su rostro, su figura de persona de sexo contrario, la percepción del atractivo físico de esa presencia femenina concreta, con sus componentes sensibles y quizá más potencialmente pasionales. Esto no significa detectar ante todo a "una hembra": el atractivo de la persona "de otro sexo" conlleva el atractivo de la "persona" de otro sexo. Ese atractivo lleva a buscar el trato, el diálogo, el conocimiento mutuo a través de la vida misma. En ese trato se va profundizando y singularizando un conocimiento más personal, en el que se afianza el enamoramiento. Lógicamente, cuando el trato avanza en el tiempo, la virulencia de la atracción física y emotiva, que es muy sensible, decae, para dejar paso a un afecto más profundo y personal.

Es necesario respetar este ritmo, sin querer mantener siempre ardiente el componente sensitivo de la atracción. Ese intento podría significar que el trato entre los amantes se reduce demasiado al aspecto físico corporal. Eso no es lo más propio de enamoramiento, pues en esa relación las personas son relativamente sustituibles. En este aspecto, la enseñanza de la moral cristiana sobre la sobriedad en el trato entre los novios, no es una mera imposición externa que prohíbe el gozo del placer sexual antes del matrimonio, sino una ley interna de este amor. En efecto, el amor de enamoramiento corre frecuentemente el riesgo de ser subrepticiamente sustituido por su componente de atracción física, y perder lo que tiene de más específico. Los gestos corporales de afecto son ciertamente "solicitados" naturalmente por este amor, pero la autenticidad de esos gestos se garantiza cuando se viven dentro del ámbito de la entrega personal amorosa, y es ésta la que debe ser custodiada y afianzada en el tiempo anterior a la entrega en matrimonio. La defensa del amor de enamoramiento debe realizarse en el nivel más propiamente personal, que es donde es más seguro liberarse de los equívocos de la pasión corporal. El enamoramiento se custodia cultivando el trato propiamente personal, ejerciendo la comprensión, la conversación profunda y confiada, la participación en los intereses y afectos vitales de la otra persona.

Cuando el enamoramiento da lugar a la situación estable de convivencia en el matrimonio, se establece una garantía institucional de esa convivencia. Pero esa forma de vida siempre reclama como fundamento propio la vigencia del amor que está en su origen. Por eso, no se debe permitir que el enamoramiento sea substituido nunca por los fríos lazos del deber, para confiar la fidelidad mutua a los lazos jurídicos socialmente reconocidos y a la situación material de convivencia, sino que debe ser siempre vivificado como un don precioso y delicado.

8. Los posibles equívocos sobre el amor

En este ámbito de los deberes respecto del enamoramiento, tiene un lugar especial, como ya se ha aludido, el de situarlo correctamente en el contexto de las diversas dimensiones de la vida. Esto es ciertamente necesario porque el amor de enamoramiento tiene en sí algo de ambiguo que podría ser origen de equívocos. En efecto, la comunión que establece no puede ser tan plena y pura como la comunión divina; es sólo su imagen. Parafraseando a un gran místico del siglo XIV se puede afirmar que en la comunión amorosa de los enamorados hay algo respecto de lo cual es correcto decir que si esa comunión fuera ese algo en plenitud, esa comunión sería divina. No es así. El varón sigue siendo una persona que no se agota en su relación con la amada. Aunque afirmen que ya su mundo es solamente la persona querida, en realidad cada uno de ellos sigue teniendo otras aperturas o relaciones, y éstas siguen siendo vitales. En este sentido parece que el enamoramiento es engañoso y distorsionante, y que pone a los enamorados en una situación peligrosa precisamente por ser irreal. Pueden vivir con la pretensión de que sus relaciones sean absolutas, y eso puede llevar a una perspectiva de exclusividad en todos los ámbitos de la vida humana que puede en ocasiones derivar hacia actitudes posesivas.

Pero si las relaciones amorosas se viven equilibradamente, el efecto que tienen es justamente el contrario. Las personas enamoradas son "mejores" en las relaciones con los demás, son más generosos, más abiertos, más dulces, más comprensivos, porque el amor los pone en una situación existencial más apoyada en lo real de su propio ser. La exclusividad de la vinculación con la amada, no cierra el mundo del enamorado, sino que lo dispone mejor ante el mundo.

Ya hemos dicho que el enamoramiento, como la comunión de vida que tiende a originar, sitúa a la persona más firmemente en la existencia, en la vida, en el mundo. Esta mejor situación le permite precisamente una relación más recta con las demás personas y con el mundo. Al afianzar la posición del hombre en el ser, le permite estar más correctamente situado respecto de las demás criaturas, y, en consecuencia, tratarlas con mayor desinterés, y respetarlas mejor en su propio ser.

Todo esto significa que es fundamental entender en concreto de qué manera se relaciona la relación de comunión que nace del enamoramiento, con la relación de cada uno de los enamorados con las demás personas, y con el resto del mundo.

9. El enamoramiento como principio de vida matrimonial

Los enamorados establecen su relación plena "sólo" en una dimensión de su vida, pero no en todas. La pareja de enamorados se asemeja a la comunión divina de una manera muy singular y plena, pero no en todas las dimensiones de la existencia de cada uno de ellos. Los enamorados pueden y deben seguir teniendo amigos, y compañeros, y hermanos. Además, en cuanto que son seres vivos corporales, evidentemente han de seguir estando en relación vital con un medio y con el mundo. Una relación amorosa es equilibrada cuando no pugna con esas relaciones que radican en las otras dimensiones del existente humano, sino que se vive en la conciencia de que, desde cierta dimensión existencial, cada uno de los amantes es todo para el otro, sin residuos, y en esta dimensión la relación es mutua y total, pero siguen estado presentes otras dimensiones según las cuales, la amada ya no es todo el mundo del amado.

El hecho de que en el enamoramiento el varón y la mujer sean completamente el uno para el otro, es lo que está en la base de que esta forma de amor dé lugar a una forma de alianza entre los dos, en la que la vida se comparte plenamente. Efectivamente el amor de enamoramiento es principio de una forma de vida en la que se establece una comunión estable y externa entre el varón y la mujer. Esto es sin duda exclusivo de esta forma de amor. El matrimonio como estado de vida, es esencialmente distinto de la estabilidad que es de esperar entre los amigos. El hecho de que él enamoramiento involucre como expresión suya natural determinados gestos físicos, es decir, que tenga como expresión propia una forma peculiar de abrazo que es potencialmente fecundo, no es, como hemos visto antes, de la única razón para la institución del matrimonio como forma de vida en comunión estable entre el varón y la mujer. Esa comunión aparece como exigencia intrínseca del mismo amor, independientemente de si será fecunda efectivamente o no. Las personas que se enamoran experimentan el impulso íntimo de vivir juntos, de compartir la vida también en el aspecto externo material y social. Y esto no aparece en ninguna otra forma de amor entre las personas.

Los griegos advirtieron que las relaciones propias de la familia, es decir, las que nosotros reconocemos que deben estar basadas en el enamoramiento, pertenecían al "ámbito privado", mientras que las relaciones de amistad pertenecían al "ámbito público", de la "polis".

Esta distinción nos ayuda para entender algo a lo que ya hemos aludido sobre la diferencia entre el enamoramiento y el amor de amistad. El amor humano es principio de la situación que corresponde al ámbito privado, que es como el fundamento de la existencia, el lugar "desde el que" se aparece en el ámbito público; éste es aquel espacio donde se desarrolla la vida propiamente humana constituida por las relaciones de diálogo y de amistad. El enamoramiento tiene su lugar antropológico en la base sobre la que reposa la vida humana, afecta a su fundamento, la hace sentirse segura en el nivel más profundo del ser. Y esto no sola ni primariamente en lo que se refiere al origen de la vida, es decir, no sólo en cuanto que la vida humana tiene su origen biológico en la generación y crece en el seno de la familia, sino en la situación existencial de cada persona. La persona que está enamorada y ha establecido la comunidad de vida que reclama ese enamoramiento, se encuentra bien asentada en la existencia.

El hecho de que la vida familiar se denominase vida "privada" tenía en principio un sentido negativo: la vida familiar estaba privada, es decir, carecía de las dimensiones más ricas de las posibilidades humanas, como son el diálogo libre y las relaciones de amistad. Allí predominaban las relaciones basadas en las necesidades de los procesos naturales. La familia, el ámbito privado era donde tenían lugar los fenómenos naturales de nacimiento, alimentación, reproducción, muerte. Por eso su régimen era la violencia, el poder despótico del cabeza de familia, mientras que el régimen del ámbito público era la libertad, el diálogo, la exposición de razones, etc. Sin embargo, a pesar de este sentido directamente negativo o privativo de la vida privada, ésta tenía también un sentido positivo importante, que estaba constituido por el hecho de que los ciudadanos libres accedieran al ámbito público desde otro lugar, que era como un refugio que les permitía no estar constantemente a la vista de los demás. Los ciudadanos libres debían poder aparecer ante los demás, sin embargo, su realidad no se agotaba en esa apariencia, sino que lo que aparecía provenía de un fondo personal que debía permanecer oscuro: el ser verdaderamente personal tiene siempre raíces profundas, orígenes inmemoriales, un fondo misterioso e inagotable. Quizá por eso las palabras griega y latina que designan el interior de la casa, "megaron" y "atrium", guardan íntimo parentesco con oscuridad y negrura. ["La casa griega, tal y como la describe Homero, se diferencia muy poco de la que los italianos han construido en todo tiempo. La pieza principal, la que constituía originariamente toda la habitación en la casa latina, es el atrium (cuarto oscuro), con el altar doméstico, el lecho conyugal, la mesa de comer y el hogar. El atrium es el megaron de Hornero, también provisto de su altar, de su hogar cubierto con su ahumado techo" (T. Mommsen. Historia de Roma, Aguilar, Madrid 1987, 7ª ed., p. 27; cfr. pp. 280-281)]

Una especie de instinto certero ha llevado a algunos pensadores de filosofía política a sugerir que los que gobiernan deberían ser personas casadas, que tengan una vida familiar serena y bien constituida. Esto se dice no porque la situación familiar sea principio de conocimientos especiales, sino porque garantiza implícitamente que quien está casado, se encuentra mejor situado en la existencia y es más-libre respeto de los planteamientos abstractos o meramente intelectuales.

La experiencia muestra que la situación vital de los que se unen en matrimonio es una situación de instalación en la realidad del mundo que es muy serenante. Se podría decir que al establecerse en el matrimonio, las personas se anclan mejor en la realidad del mundo, que se sitúan en buena relación con todas las dimensiones de su naturaleza. De hecho, muchos desequilibrios y tensiones personales desaparecen cuando la persona se encuentra en la situación de enamoramiento y sigue las exigencia propias de ese amor.

Por supuesto, esto no significa que el matrimonio sea la solución de todos los problemas. Más aún, la complejidad de elementos que entran en juego en el matrimonio hacen que éste sea un bien precioso pero frágil: puede dañarse de muchas maneras y por muchos sitios. Además aquí se cumple con especial evidencia el aforismo clásico: "corruptio optimi pésima". La profundidad de mal que se advierte en muchas vidas matrimoniales corruptas no es una señal de lo engañoso que es el amor humano, sino justamente de lo contrario: precisamente porque es un bien tan grande, su corrupción es tan pésima. La experiencia enseña también que cuando se basa en un enamoramiento auténtico, y se vive según sus leyes propias, que ciertamente son muy delicadas y exigentes, el matrimonio es una fuente de felicidad del todo peculiar, con una profundidad y amplitud inagotables. En este sentido, son mucho menores las exigencias para vivir un buen matrimonio, que para vivir, por ejemplo, en celibato: la propia condición humana natural pertrecha para ello.

10. Amor de enamoramiento y amor de amistad

Decíamos que el amor de enamoramiento se sitúa en el nivel del fundamento de la existencia, mientras que la amistad está en el orden del desarrollo y perfección de la actividad vital. Por eso a veces se dice, que el amor de amistad es más puro y desinteresado que el enamoramiento y, que en ese sentido, es más "humano". Sin embargo, la expresión "amor humano" se reserva con toda razón al amor de enamoramiento. Es "amor humano" por excelencia porque crea vínculos de unión en todas la dimensiones de la existencia humana, desde las más espirituales hasta las más corporales. Por eso es un amor que reclama una alianza personal plena y exclusiva, hasta hacer de las dos vidas, una sola. Ninguna otra forma de amor, decía, es principio de un compromiso tan singular. La mutua pertenencia de los que están enamorados da lugar a que esas dos personas se entreguen para constituir una unidad de vida que abarca todas las dimensiones de la existencia humana. La unión corporal según la sexualidad se denomina con razón "hacer el amor". Entre los amigos, los gestos corporales de afecto solamente significan el amor de amistad, pero no lo "hacen". Por eso la amistad no es de suyo principio de unión de vida. Los amigos no se unen en la exclusividad de un matrimonio. La cadencia hacia la valoración de la homosexualidad en nuestros días es una señal de que las relaciones humanas todas se han proyectado sobre la dimensión biológica. Pero eso desnaturaliza la amistad pues pretende ampliar su alcance a dimensiones existenciales. a las que no puede llegar.

En las personas es esencial que se den por una parte la relación amorosa de enamoramiento, y, por otra, que se mantengan las relaciones humanas de amistad. Es cierto que la relación amorosa de enamoramiento debe dar lugar a una "amistad" entre los dos amantes, pero el diálogo entre ellos no es lo constitutivo ni la sustancia del enamoramiento. Esa sustancia, como hemos dicho, está en un nivel mucho más profundo, se encuentra allí donde la persona es radicalmente una y todavía no se han diferenciado las diversas relaciones existenciales. El diálogo entre los enamorados es más bien una consecuencia de su amor, como también es consecuencia del amor la participación espontánea en las cosas más materiales. El enamoramiento se advierte inequívocamente en que la convivencia, a todos los niveles, dialógico o material que sea, resulta fácil y natural. No es que entre los enamorados nunca falta tema de conversación, es que la convivencia no se apoya directamente sobre la conversación, sino más al fondo.

Por eso a los enamorados los une igualmente la conversación y el silencio, la alegría y la pena, la salud o la enfermedad,...

La pasión amorosa es una garantía de que las otras relaciones no caerán presa de los planteamientos abstractos, y estarán llenas de sentido de lo singular y personal. Al mismo tiempo, las buenas relaciones "mundanas" ayudan a situar adecuadamente la relación amorosa y a liberarla del peligro de la totalidad absorbente.

11. El amor de enamoramiento y la vida social

La presencia del amor de enamoramiento en la vida de los hombres es un elemento enriquecedor insustituible de la vida social y política. En primer lugar, porque hace que las personas estén bien asentadas en el ser, que se sientan seguros en su existencia, lo cual es condición de posibilidad para la amistad y la generosidad, pues quien no está seguro de sí, quien no se acepta en su ser concreto, no es realmente dueño de su vida y, por tanto, no puede darse. Para que una convivencia social sea serena y rica, es necesario que las personas que la componen no sean una multitud de insatisfechos, o de acomplejados por las comparaciones con los demás. La sociedad competitiva es peligrosa en este sentido, y, en este mismo sentido, la familia es un seguro de serenidad y de alegría de las personas.

Además, ese amor es importante también porque hace que la vida pública de las personas tenga como punto de partida efectivo del ámbito creado por el enamoramiento en la existencia familiar, es decir, que accedan a la vida pública desde el ámbito privado de la vida familiar. Este aspecto es importante porque la valoración positiva de la vida privada a la que hemos referencia antes conduce a considerar, al menos implícitamente, que las realidades propias de la vida pública, las leyes generales, etc. tienen como presupuesto íntimo no sólo la atención de las necesidades materiales y corporales, sino también la comunión basada en el enamoramiento, y manifiesta que las leyes universales son insuficientes para hacer justicia a la realidad, y especialmente para superar el riesgo de entender las realidades y las demás personas desde la mera perspectiva de la individuación, es decir, de ver cada persona como un mero "caso" de la vida social.

En este sentido se puede afirmar que la existencia del ámbito privado, es una exigencia de la salud del ámbito público, y no sólo una necesidad material. El reconocimiento del amor y -de sus leyes propias-, hace ver que en la vida de las personas hay más elementos que los que pueden estudiarse y analizarse desde la mera perspectiva universalista que se expresa en el diálogo público. Lleva a tener más en cuenta que los factores "emotivos", "casuales", "contingentes" no son despreciables como si se tratara de realidades de categoría inferior. Esto puede conducir a valorar, lo que es un encuentro personal, lo que importan las circunstancias accidentales de la vida, lo importantes que son las elecciones que no se basan estrictamente en razones demostrables. De esta manera la misma amistad y, en general, las relaciones humanas quedan valorizadas porque son situadas más adecuadamente.

Para las cosas más importantes que configuran la vida personal, no se puede remitir la justicia a la medida de leyes y lógica universal: así como el enamoramiento no está regido, ni se puede valorar solamente desde las leyes de la lógica o desde los derechos las personas, tampoco las elecciones de las amistades, o de la profesión, o de las aficiones, están regidas por la mera lógica racional. Y es "razonable" que así sea. La racionalidad humana tiene presupuestos que no son estrictamente racionales. Y un paradigma, quizá el paradigma fundamental de esto es el propio el amor de elección. Es fácil que si ese amor se minusvalora, la misma racionalidad olvide sus presupuestos naturales e histórico-contingentes.

El principio de la "igualdad de todos ante la ley" es ciertamente una exigencia de la justicia. Pero eso es sólo el comienzo o, si se quiere, solamente una base fundamental para las relaciones en los aspectos universales de las personas en cuanto individuos. Los griegos concebían la igualdad de todos los miembros de la polis en términos de igualdad de oportunidades para ejercitar la libertad, y la libertad como la capacidad de poder aparecer para mostrarse en la singularidad de cada uno, es decir, como personas radicalmente únicas, dueñas de su vida y actores de su propia historia.

Cuando se valora el amor de enamoramiento, se está preparado para entender que cada persona es un "único" irrepetible, y, por tanto, insustituible. Cuando en el discurso y en la perspectiva no está suficientemente presente el paradigma de la relación amorosa que es el enamoramiento, es fácil que las otras formas de amor decaigan hacia una perspectiva en la que ser humano es visto como un universal, de manera que las relaciones humanas de amistad o de fraternidad, se degradan hasta el punto de que las personas singulares son completamente substituibles.

La afirmación de que la familia es la célula fundamental de la sociedad, no se debe considerar esta afirmación únicamente desde el punto de vista de la vida que comienza, sino desde el amor fundante de la familia. Las familias constituidas por un matrimonio no basado en el enamoramiento de los padres, puede estar muy marcada por las leyes morales universales relativas a la castidad conyugal, e incluso pueden ser escuela de formación en las leyes y en las costumbres de la Iglesia, pero se tratará de una familia con tendencia a decaer en simple medio de reproducción -o de crecimiento del número de los hijos de Dios-, en ámbito en el que surgen simplemente nuevos individuos para la ideología que profesen los padres y la sociedad que los ha unido. La familia sana conforme a la naturaleza y al designio de Dios debe tener su principio en el matrimonio, y éste ha de basarse en el enamoramiento de los padres. Como hemos dicho antes, la castidad conyugal debería centrarse sobre todo en las exigencias del amor como fuente perenne de la convivencia conyugal. Debería subrayar que la vida que se concibe y nace en la familia, admite grados de intensidad muy diversos, y que la intensidad de la vida que tiene una familia no depende tanto de los factores biológicos, materiales o culturales, cuanto de la calidad de comunión personal. Sobre las formas y los niveles de la comunión personal en el seno de las familias debería hacerse un discurso amplio y comprometido en el contexto de la moral matrimonial. Una familia con vida intensa es aquella en la que la comunicación entre sus miembros es profunda, auténtica, libre, alegre, confiada, respetuosa, atenta, comprensiva, delicada,... Esta intensidad tiene como medida más propia la calidad de las conversaciones personales y de la tertulias, especialmente en el aspecto de escucha atenta de los demás.

Cuando la familia es así, forma a sus hijos en el sentido del amor personal. Ellos verán a sus padres como una sola cosa en el amor, y entenderán vitalmente que la vida humana a la que amanecen consiste fundamentalmente en la apertura a la persona en su singularidad irrepetible. Por eso la familia es donde cada ser humano es más que un mero individuo de la especie, y recibe un nombre "propio". El sentido de la persona que se engendra en la familia depende esencialmente del amor en el que padre y madre, se encontraron de manera plena y exclusiva. Esto es infinitamente más importante que todas las destrezas y todos los medios materiales o culturales, para dar a los hijos una formación rica.

Ciertamente hay también leyes y normas generales que son imprescindibles de asumir para acceder adecuadamente a la vida en el mundo, pero esas leyes se han de percibir como secundarias o derivadas respecto de la singularidad de las personas. Lo primero que han de aprender quienes empiezan a vivir, es el carácter absoluto que tiene el otro. Otros conocimientos y otras destrezas han de ser esencialmente secundarias. El amor de enamoramiento es un lugar privilegiado para entender el carácter absoluto del otro.

12. ¿Enamorarse de Jesucristo?

Del amor de algunos cristianos a Jesucristo se habla en ciertas ocasiones en términos de este amor peculiar que hemos reconocido como amor de enamoramiento. Ésta es una forma de expresión que requiere algunas precisiones importantes, pues los equívocos en esta materia pueden tener graves consecuencias para la comprensión de algunos fenómenos cristianos como es la institución del celibato y la doctrina sobre la virginidad "por el Reino de los Cielos".

En primer lugar hay que decir que cuando se habla de "enamorarse de Jesucristo" no se pretende significar, obviamente, el posible amor a la Persona de Jesucristo considerado como un varón concreto entre otros, sino a una forma de amor hacia Él que es del todo singular y que, por la intensidad, por la exclusividad que parece reclamar en el cristiano, y por la forma de vida que instituye, se asemeja al amor de enamoramiento entre un varón y una mujer.

Hay que distinguir, pues, entre la posibilidad de enamorarse de Jesucristo como de cualquier otro varón, y la forma de amor a Jesucristo que se pide y se predica en ciertas situaciones o vocaciones cristianas, y que se denomina con la expresión "enamorarse de Jesucristo". En lo que sigue prescindimos naturalmente de la primera posibilidad, que hemos nombrado sólo para marcar nítidamente la diferencia que, respecto de ella, tiene la forma de amor a Jesucristo de la que hablamos ahora.

La afirmación del enamoramiento de Jesucristo puede resultar algo extraño después de lo que hemos dicho sobre las características del enamoramiento como amor humano, que involucra todas las dimensiones de la existencia de los hombres y de las mujeres. Podría parecer improcedente utilizar este tipo de expresiones tomadas del mundo de los enamoramientos, y parecería más conveniente recurrir, por ejemplo, a la terminología del mundo de la amistad, que es mucho menos equívoco y más universalmente aceptado. Si, a pesar de eso, se recurre tan a la terminología del amor de enamoramiento, es porque el amor a Jesucristo puede tener características semejantes a las de ese amor y, porque en esos casos especiales, puede llegar a sustituirlo de una forma del todo particular.

Hablar del amor a Jesucristo en términos de enamoramiento, no es pues referirse a unos sentimientos respecto de su persona, semejantes a lo que se experimenta en el "amor humano". Aquellos que afirman que están enamorados de Cristo no tienen experiencias similares a las que tiene los que están enamorados en el sentido directo del amor humano. Los varones enamorados de Cristo no tiene una forma de amor solapadamente homosexual. La mujer enamoradas de Cristo no viven su amor en la perspectiva de la unión personal expresada en la corporalidad sexuada.

La forma viril de Cristo no dice relación propiamente a la feminidad, sino más bien a la superación de la dualidad sexual. En Cristo la forma viril no es signo de una condición sexuada concreta temporal, sino que es signo de la superación de la sexualidad en la plenitud de los tiempos: "en Cristo ya no hay varón o mujer" (Gálatas 3, 28).

Si, no obstante, se recurre al lenguaje del enamoramiento cuando habla de enamoramiento de Cristo, a pesar de posible peligro del equívoco advertido ya, es porque las personas de las que se dice que se "enamoran" de Cristo, experimentan su amor al Señor con una características que, al menos en las consecuencias en forma de vida, lo asemejan al amor del enamoramiento humano natural. Esta característica es la del amor exclusivo, la del amor vehemente, la del amor que da vida, la del amor que hace que no pueda vivir sin el amado.

13. Amor a Jesucristo y amor a Dios

Al hablar del enamoramiento de Jesucristo se está expresando que el amor al Señor, ha alcanzado no principalmente un nivel de "intensidad", sino una forma concreta que parece implicar la exclusión del amor humano en la persona que lo experimenta, de modo semejante a como quien se enamora de una mujer, experimenta que las demás quedan, o deben quedar, excluidas de esa forma de amor. Esta forma concreta de amor al Señor ciertamente reclama una cierta intensidad, pero no parece que ésa sea su característica propia. Hay muchas personas que no renuncian al amor humano y que no por eso lo amen con una intensidad menor de la de los que sí renuncian. Bastaría considerar los numerosos santos canonizados que han vivido en el matrimonio, es decir, dentro de un amor de enamoramiento a una criatura.

En un primer nivel el lenguaje de la moral y de la mística, habla del amor "a Dios" como del amor a nuestro Padre y creador, que es nuestro principio y nuestro fin, nuestro Bien Supremo. Se habla también del amor a Jesucristo "que me amó y se entregó por mí" (Gálatas 2,22). Este amor es objeto del primer precepto de la ley del hombre, que expresa la más radical condición de nuestro ser de criaturas redimidas. Evidentemente estamos aquí ante un precepto que se dirige a todos los hombres, sin excepción, célibes o casados.

En este primer nivel, se considera a Dios como el Ser Infinito, que además es plenamente "personal", ávido de relaciones personales con cada una de sus criaturas humanas, que es el único que puede colmar la apertura esencial de nuestra existencia. Se considera además que Jesucristo es verdaderamente el Dios infinito y, al mismo tiempo, hombre real y verdadero, con una humanidad como la nuestra, que ha participado de nuestra vida, que ha vivido en nuestro mundo concreto, que siendo infinito y eterno ha entrado en la contingencia de la historia, y que ha asumido nuestra condición, incluso en los aspectos más dolorosos y miserables, para salvarnos de ellos. Nuestro ser reclama desde dentro que amemos con todas nuestras fuerzas a este Dios cercano. En el cumplimiento de este amor está nuestro propio cumplimiento y la salvación que añoramos.

El amor a Dios, sin embargo, no anula ni disuelve nuestro amor a los demás hombres. Es ciertamente el amor fundamental, y la raíz de que nosotros estemos hechos para amar, que seamos criaturas esencialmente abiertas al amor. En este sentido el mandamiento del amor a Dios tiene un carácter "total", y se encuentra en un nivel esencialmente distinto del amor que debemos a las demás criaturas. Se podría decir que el mandamiento del amor a Dios marca nuestra apertura fundamental a la trascendencia, que es un amor "vertical"; no porque tenga una dirección distinta y separada del amor a las realidades del mundo, sino porque traspasa este amor dándole una profundidad y un sentido de absoluto que no puede brotar de la mera relación mundana. La Encarnación ha hecho que ese amor se concrete en un camino sencillo y cercano, pero tampoco ha anulado ni su plantado el amor que debemos a los demás hombres.

El amor personal a Dios en Jesucristo no sustituye nuestra aperturas "horizontales". Ciertamente ha habido y hay personas que se sienten llamadas a una vida de testimonio de esta dimensión trascendente del ser humano, y renuncian a sus relaciones con el mundo para hacer presente de manera ejemplar y testimonial la dimensión trascendente y "escatológica". Esta forma de vida testimonial tiene esencialmente la forma de un "sacrificio". Los que así viven sacrifican "en vida" las dimensiones de la existencia que marcan la condición terrena de la vida humana.

Pero la existencia común cristiana no puede suponer "de suyo" esas renuncias. El amor a Dios no reclama de suyo la renuncia al amor a los amigos, o a la familia, o al amor de enamoramiento. El precepto del amor a Dios puede ser vivido con intensidad heroica y ejemplar, sin que suponga de suyo la renuncia a los amores naturales. La llamada a la salida del mundo, es esencialmente excepcional, tiene una carácter de "signo" para el común de los fieles. El hecho de que durante algunos tiempos estas formas de vida hayan proliferado en la sociedad cristiana, no autoriza a pensar que son lo normal en la vida cristiana. Por tanto, tampoco se pueden presentar como la plenitud de la vida cristiana sino, según se ha dicho, como "signo" o "testimonio" del destino trascendente que tienen todos los hombres y mujeres que viven en el mundo.

Por otra parte, la virginidad cristiana tiene un sentido propio, que es muy rico, y que se inserta en el conjunto de la historia de la salvación, como signo de la plenitud de los tiempos. De manera especial, la virginidad de la Madre de Dios, no es simplemente una especie de milagro arbitrario en la concepción y en el nacimiento de Cristo. Mucho menos es una condena implícita de la sexualidad que está en el principio de todo ser humano que nace. La virginidad es significativa de la llegada de la plenitud de los tiempos, que supera el eón de la temporalidad hacia la redención, e inaugura la plenitud de Cristo. En este sentido, la virginidad es un signo propio que la Iglesia conserva con veneración.

Este signo que es la virginidad, se conserva vivo en algunas personas del pueblo de Dios. La presencia de la virginidad implica para esas personas una renuncia al amor humano y al ejercicio de la facultad sexual. En su principio, es decir, en la Virgen María, como también en San José, su castísimo esposo, no implicó la renuncia al amor de enamoramiento, pues debemos suponer que María amó a José con verdadero amor "de esposa", es decir, que estuvo realmente enamorada de aquel varón concreto que se llamaba José. No obstante, la Iglesia reconoce que el "matrimonio virginal" entre María y José fue completamente singular, y ya la renuncia a la facultad generativa no se puede situar en el seno de un matrimonio, sino que implica la renuncia también al amor de enamoramiento que constituye su base natural. En la Iglesia, la virginidad no se vive de la misma manera que la vivió la Virgen por antonomasia, sino que ha dado lugar a una forma institucional de vida que implica la renuncia, no sólo al ejercicio de la relación sexual corporal con otra persona, sino al mismo amor de enamoramiento y a la vida común en el matrimonio.

Sin embargo, esta renuncia no se ve en la tradición cristiana como mera renuncia, sino como afirmación de sentido positivo que tiene la virginidad. A pesar de ese sentido positivo, su realización implica una renuncia al ejercicio de la sexualidad. Para subrayar que esa dimensión de renuncia no es lo fundamental, sino que la virginidad tiene un sentido fundamentalmente positivo, se afirma que quienes son llamados a la virginidad o al celibato, son personas que se enamoran de Jesucristo. Con esta manera de expresarse se manifiesta por una parte que la virginidad no es un mero sacrificio de una de las posibilidades más hermosas de la vida humana, una especie de automutilación que se ofrece a Dios, sino que es la realización de algo que tiene un sentido positivo en sí mismo. Por otra parte se pretende afirmar que esa realización puede llenar el corazón humano, también en esa dimensión en la que radica el amor de enamoramiento.

El amor que se nombra en la expresión "enamoramiento de Jesucristo" está en dependencia del amor que se reclama en el primer mandamiento de la ley de Dios, pero supone algo más, expresa de manera implícita que ese amor tiene la virtualidad de poder llenar también la capacidad de amor humano. Podría decirse que le da a ese amor una matización que no se refiere directamente al grado de intensidad, sino a las implicaciones particulares que afectan a la capacidad de amor humano. Por esto, es distinto de suyo el "querer mucho a Jesucristo", y entregarse a Él en la virginidad.

El aspecto del amor a Jesucristo que está en la base de la llamada a la virginidad, es que, para todos los cristianos, es un amor plenamente personal, contraseñado por el diálogo, por el encuentro, por la confianza y la fidelidad. Incluso estará marcado por la ternura y por la entrega. Ciertamente en quienes viven en la virginidad, ese enamoramiento no incluye el ejercicio de la facultad sexual, y, en este sentido, supone un sacrificio y una renuncia. Pero esa renuncia está sólo en el ámbito más periférico de lo corporal. Aquellos a los que es dado entregarse a Jesucristo en la virginidad o el celibato no deben ser personas que hayan renunciado a la dimensión amorosa que se cumple en el enamoramiento natural, sino personas que cumplen ese amor de manera distinta, pero verdadera.

Todo amor auténticamente personal está contraseñado por la realidad de un "encuentro" amoroso y arrebatador, y se caracteriza sobre todo por su fuerza particularmente "personal", y por la fuerza de comunión personal y vital que entraña en sí mismo. Cuando hablamos de amor a Jesucristo, nunca nos referimos a Él solamente en cuanto representante egregio de virtudes humanas y sobrenaturales, o como símbolo de generosidad, o de misericordia o de sabiduría. El amor a Jesucristo es siempre un amor singular por "mi Jesús", por "Jesús mío", mi amor, mi vida, mi corazón. Lo he encontrado, lo he conocido personalmente y ya no puedo vivir sin él. Por todo esto se puede decir muy propiamente que el verdadero amor a Cristo tiene el carácter de un amor de enamoramiento. Pero, obviamente, esto puede decirse también del amor que tienen a Cristo las personas que viven en el matrimonio. También los cristiano casados, que aman intensamente a Jesucristo, puede decirse que están enamorados del Señor. La diferencia respecto a los que se entregan en la virginidad, es que éstos actualizan un aspecto de ese amor que no realizan los que se unen en matrimonio. Ese aspecto es el de ser un amor que es "terreno", a un hombre concreto, y que es plenificante. Sin duda, para realizar este aspecto el amor a Jesucristo deberá ser particularmente intenso.

Hablando en general, se puede decir que quienes están "enamorados" son personas con un modo de ser un tanto especial: son personas más buenas, más "tiernas", mejor situadas en el mundo. Quienes tienen simplemente "amor de Dios", en el sentido de ser fieles cumplidores de la voluntad divina expresada en la fe y en la moral, pueden ser personas fieles, firmes, seguros, pero un tanto marcados sencillamente por el deber o la lealtad, aunque sea con la marca de la amistad. Una expresión preciosa y al mismo tiempo profundamente teológica de este amor de enamoramiento por Jesús, es el que manifestaba Joham Adam Möhler en uno de sus libros: "Sin la Sagrada Escritura, en la cual el Evangelio viviente ha tomado cuerpo por vez primera, no habría sido posible custodiar la doctrina cristiana en toda su pureza y simplicidad. Ciertamente se ofende la gloria de Dios si se dice que esta doctrina es fortuita, por el hecho de que a nosotros nos parezcan fortuitas las causas que han influido en su desarrollo. ¡Qué miserable concepción del dominio del Espíritu Santo sobre la Iglesia, sería ésta!- Por otra parte, sin la Escritura, faltaría el primer miembro de una cadena admirable: a ésta le faltaría su comienzo bien definido, se presentaría incomprensible, intrincada, caótica. Pero por la otra parte, sin la Tradición continuada, no podríamos alcanzar el sentido más alto de la Escritura; sin los eslabones intermedios no podríamos comprender la conexión íntima de los varios elementos.- Sin la Sagrada Escritura no podríamos hacernos una imagen exacta del Salvador, nos faltaría el elemento positivo: todo lo que es cierto, se haría incierto y propio de fábulas. Pero sin la Tradición "siempre viva", nos faltaría el espíritu, el interés por formamos una imagen de Cristo; y nos faltaría también la misma materia, porque (...) sin la Tradición tampoco tendríamos la Escritura. Sin Escritura no podríamos conocer la forma exacta de los discursos del Señor, no sabríamos nunca cómo hablaba el Hombre-Dios -"y estoy convencido de que preferiría la muerte, antes que no poder oír más sus santas palabras". Pero sin la Tradición no sabríamos "quien" hablaba, no imaginaríamos "qué" anunciaba y no tendríamos la alegría de saber "cómo" hablaba. En resumen: estos dos elementos están íntimamente fundidos; así nos han sido dados, vinculados estrechamente en indivisibilidad esencial de la sabiduría y de la gracia divina" (La unidad de la Iglesia, cap. n, §16, 8, el entrecomillado es mía). Este amor puede darse, y de hecho se da, tanto en el matrimonio como en la virginidad.

La cuestión que se nos plantea entonces es la siguiente: si reconocemos que el amor a Jesucristo en cuanto Dios y hombre verdadero debe ser en todos los cristianos, un amor de enamoramiento singular y personal que enternece el corazón y llena el alma de piedad jugosa y alegre, de fuerza vital incontenible, de una capacidad de querer a todo el mundo desde ese enamoramiento de Jesucristo como "fuente inagotable que alimenta mi cariño", etc... la cuestión, repito, es qué sentido tiene ese amor para quien se siente llamado en la virginidad o el celibato, de qué manera llena el amor a Jesucristo la capacidad específica de amor que tiene la persona en cuanto varón o mujer, qué sentido puede tener amar a Jesucristo con amor exclusivo, con corazón "indiviso".

El amor "a" Jesucristo tiene, además de todo lo que supone para todos los fieles, la virtualidad de llenar el corazón humano también en el aspecto de "corazón sexuado". El fundamento de esta virtualidad que tiene el amor a Jesucristo, nace del hecho de que Jesucristo sea verdadero Dios y verdadero hombre. Por ser Jesucristo verdadero Dios, el amor a Él, tiene la radicalidad del primer mandamiento, su fuerza plenificadora, su alcance trascendente y absoluto. Por ser verdadero hombre, ese amor es al mismo tiempo un amor "de este mundo". El resultado es que el amor a Jesucristo puede ser plenificador de la vida de una persona, incluso más que el amor humano, que, como se ha dicho antes, es solamente imagen del amor divino fundamental. En este sentido, el amor a Jesucristo tiene una doble relación con el amor de enamoramiento: por una parte, es verdadero amor a Dios y, en este sentido, es el amor significado en el amor humano; pero, por otra parte, lo significa en cuanto que puede plenificar a la persona en esa misma dimensión. En el primer aspecto, el amor humano significa el amor de Dios en Jesucristo; en el segundo aspecto, el amor a Jesucristo se asemeja o significa el amor humano de enamoramiento y puede expresarse a través del lenguaje propio de ese amor.

Este aspecto o alcance del amor a Jesucristo es "revelado" solamente a las persona que se le entregan en la virginidad. Esa revelación no es solamente una "noticia" teórica, sino una experiencia en la que acontece lo que hemos dicho sobre el enamoramiento natural: el amor de enamoramiento es esencialmente don de Dios, un regalo que hace experimentar el amor a Jesús de una forma o con un alcance particular.

De todas formas, en ese descubrimiento se encuentra una llamada a renunciar a la posibilidad directamente sexual. Por eso, quienes la reciban habrán de ser personas en las que la fuerza de la potencia sexual, afectiva y corporal, sea particularmente serena. Esto es asunto, como apuntábamos antes, de naturaleza "individual", es decir, del modo concreto de ser varón o de ser mujer, por las condiciones naturales individuales. Quien reciba la llamada a la virginidad o al celibato, habrá de ser una persona de sexualidad serena y fácilmente dominable. Eso no significa que sean personas incapaces de enamorarse y de sentir el consuelo del amor humano, sino solamente que esa capacidad no se presente como una fuerza activa de particular intensidad. Si la tensión sexual afectiva o corporal es muy grande, será señal de que no se debe seguir el camino de la virginidad: "Mejor es casarse que abrasarse".

Aunque para todos los cristianos se puede hablar de enamorarse de Jesucristo, esta expresión la reservaremos a partir de ahora, para el amor de aquellos a los que se ha revelado esa peculiar fuerza plenificante de la relación con el Señor, Dios y hombre verdadero. Hablaremos pues de enamoramiento de Jesucristo, como de aquel amor al Señor en el que se incluye a capacidad efectiva y concreta de llenar también la capacidad de amor humano que tiene la persona de que se trate.

14. Sentido cristiano de la virginidad

Como en otros aspectos de nuestra vida, lo alcanzamos mejor si ponemos nuestra mirada en Aquella que ha sido denominada por la Tradición de los hijos de Dios como "La Virgen". A su vez, el sentido de la virginidad de Santa María podemos deducirlo de aquella situación en la que el Ángel le da su Anuncio, que es la situación en la que el Espíritu Santo la caracteriza como Virgen antes aún que como María.

El matrimonio podría considerarse como una precipitación antropológica de la temporalidad, o como un signo "de los tiempos"; en efecto, es la aparición de la multiplicidad sexuada la que hace que el ser humano ya no sea simplemente un ser en pluralidad y que, en consecuencia, comience el diálogo, es decir, el reflejarse de una persona en otra, la existencia que no se reduce a un ser-en-sí-mismo, sino a tener un centro fuera de sí mismo, a existir dialécticamente, de modo que la acción esté marcada por los "turnos de las libertades", las alternativas, la temporalidad; el hecho de que el "comercio" o "intercambio" sexual vaya unido a la fecundidad, es decir, a la multiplicidad en el tiempo, es una señal de que la sexualidad está estrechamente unida, es una característica propia, de la condición temporal del hombre, es decir, de la existencia del hombre como especie duradera en el tiempo.

Por eso el ejercicio de la sexualidad tiene siempre una cierta característica de sacrificio del individuo ante la especie; este sacrificio es muy manifiesto en algunos animales en los que la unión del macho y la hembra suele marcar el momento de la muerte del macho, a veces de modo impresionante como en el caso de la mantis religiosa, subrayando así que en las especies animales el individuo es para la especie, o que lo que propiamente ejerce la vida no es tanto el individuo como la especie.

En el caso del hombre la relación se invierte pues, en virtud de la creación directa de cada alma, el individuo humano, como hemos visto ya, es una persona, un absoluto no funcionalizable en un presunto contexto de sentido más amplio; no obstante, el ejercicio de la sexualidad sigue conservando su carácter sacrificador del individuo en favor de la especie, como se advierte en la relación clásica entre Eros y Thanatos.

En este sentido la renuncia al ejercicio de la sexualidad ha sido vislumbrada en muchas culturas como un signo de la afirmación de la dignidad absoluta de la persona, de su vinculación personal con las dimensiones absolutas y trascendentes; en cualquier caso aquí nos interesa considerar que el matrimonio es una institución natural anclada en la condición temporal del hombre, más aún, como una institución propia de la situación del la humanidad en el presente eón.

Este hondo contenido antropológico es afirmado en el Evangelio cuando el Señor advierte que en el siglo futuro "neque nubent neque nubentur", ni se casarán ni serán dados en matrimonio; por esto, en la época de la historia de la salvación más marcada por el sentido histórico, como es el tiempo del Pueblo judío antes del Nacimiento de Cristo, el matrimonio es una institución central y la fecundidad de la unión entre el varón y la mujer es una de las más explícitas manifestaciones de la bendición por parte de Dios; podría afirmarse que el sentido directo y natural de la unión sexual es la fecundidad, la perpetuación de la especie; por esto en el caso del ser humano se transforma en matrimonio, institución de amor y donación peculiar entre un varón y una mujer, donde hay una afirmación de la persona que está por encima del mero servicio a la especie, es decir, por encima de la fecundidad.

En efecto, la mera perpetuación de la especie no puede dar cuenta de sí misma: la fecundidad no puede entenderse como dadora de sentido a la vida humana, pues si la vida de cada persona no es ya por sí misma suficientemente significativa, la simple propagación no soluciona la cuestión, sino que únicamente la dilata, la remite para más adelante, pero dejándola intacta; esto es lo que nos advierte de la estrecha afinidad que existe entre la afirmación positiva del sentido noble del matrimonio y de la fecundidad humana y la afirmación de la virginidad como manifestación del "valor" de la persona más allá de su servicio a la especie.

Virginidad como elemento significativo en el ámbito religioso, es decir, en el ámbito de la vinculación del hombre a la trascendencia, esto es únicamente como un preludio "natural" de la plenitud de sentido sobrenatural que manifestará la virginidad en el seno de la religión revelada, especialmente en la plenitud de la relación de Dios con el hombre que se instaura en la Encarnación; en realidad, la afirmación de la virginidad aparece enseguida en la "plenitud de los tiempos"; ya en la profecía de Isaías se habla de la doncella que da a luz, y en el Nuevo Testamento se afirma con contundencia que el Nacimiento de Cristo es virginal.

Esta es una revelación grandemente misteriosa. Al mismo tiempo es una revelación densísima de significado pues afirma por una parte la vinculación de Jesucristo con la estirpe adamítica, pero por otra parte afirma que esa vinculación con la línea de la generaciones ya no se ha expresado a través del contacto sexual.

Para tratar de deducir algo de la riqueza significativa de este aspecto de la providencia, nos ayudará comparar las figuras de Eva y María. Eva es "la madre de los vivientes" que da paso del Adán primigenio, que era soledad monista y estaba solo, sin poder dialogar con nadie, a la multitud de los hombre a lo largo de las generaciones. María está en la situación opuesta a la de Eva: Ella es el vínculo entre la multiplicidad de los hijos de Eva y el Nueve Adán, Cristo que cumple la redención, es decir, la unificación. de todos al ser inmolado en la Cruz (cf Jn 12, 32); gráficamente lo enseña el Eva Maris Stella, cuando dice a María:

Sumens illud "Ave"
Grabrielis ore
funda nos in pace
mutans Evae nomem

("Recibiendo aquel "Ave" de la boca de Gabriel nos has fundamentado en la paz dándole la vuelta al nombre de Eva"). María es "Ave", es decir, "Eva" al revés; Eva está al inicio de las generaciones, María está al final; Eva es aquella con la que tiene inicio la eficacia de la sexualidad humana, María es la Virgen; Eva es signo del inicio del tiempo, la Virgen María es signo de la consumación en la plenitud de los tiempos; Eva despliega una eficacia que se dirige a llenar el mundo, el sentido de la virginidad de María es devolver las cadenas de las generaciones a Dios.

El tiempo de la Iglesia es un tiempo en el que se superponen la eternidad ya lograda por la entrada de Cristo en la historia, y la temporalidad del mundo que sigue corriendo; la vocación a la virginidad es en cierto modo una afirmación natural pues encierra una afirmación de la persona sobre la especie; pero empíricamente esta señal tiene lugar con una humanidad de este eón.

15. Amor a Jesucristo y vida de entrega

Sólo el amor de enamoramiento por Jesucristo puede fundamentar ciertas formas de entrega en la Iglesia. En concreto, la llamada al celibato es una llamada a una entrega, a una renuncia, que sólo puede tener como fundamento propio el amor de enamoramiento hacia el Señor. Quienes son llamados por Dios al celibato deben ser personas, no tanto "muy sacrificadas" o de autodominio fuerte como para renunciar a algo tan hermoso como es el amor humano, sino personas que sean arrebatadas por un amor por Jesucristo que tenga las características del amor exclusivo, "amor de doncel", amor de enamoramiento, amor de "Amigo y Amado". Sólo en un amor así, puede enraizar la renuncia al amor humano que no sea mero sacrificio, aunque fuera un sacrificio hecho en virtud del amor a Dios.

Si no está sobre esa roca viva, el compromiso de la virginidad o del celibato, se convierte en una exigencia excesiva e inhumana, en un precepto exigente que será cumplido a fuerza una vigilancia y una desconfianza violenta porque despoja a la persona de aquel asentamiento en el mundo que reconocíamos como consecuencia directa de la comunión de vida de los enamorados. Quien está meramente "soltero" no tiene aún esa situación existencial, y quien "sacrifica" su enamoramiento como ofrenda a Dios en una mera negación de sí mismo, tampoco. Sólo quien vive realmente enamorado de una persona o de Jesucristo, se encuentra en la situación de seguridad existencial a la que nos referimos.

Como se ha dicho ya, esta forma de amor a Jesucristo, no es dada a todos. Tampoco puede imponerse ni plantearse como un deber moral o como asunto de generosidad. Es, como el enamoramiento natural humano, un don, un regalo indeducible, algo que acontece de manera inesperada, y que hay que saber reconocer adecuadamente para no caer en equívocos que podrían resultar de consecuencias funestas.

Hay que tener en cuenta que en las personas más jóvenes resulta fácil confundir el enamoramiento de Jesucristo por algo que es completamente distinto, a saber: el entusiasmo juvenil, la presión abstracta de consideraciones universales. Es evidente que en la primera juventud, se puede experimentar una forma de plenitud vital, en la que objetivos vitales diversos que arrastren y acallen las demás energía vitales. No es raro que algunos jóvenes se sientan ajenos a las aventuras del amor humano, por estar sumidos en ambientes vitales de entusiasmo político, artístico, intelectual o incluso deportivo. Cuando la energía vital es aún arrolladora, es fácil sacrificar determinadas dimensiones de la vida en favor de otras que se presentan con especial fuerza de atracción. No es que en esas situaciones no se adviertan las pasiones naturales, es que éstas aparecen solamente casi como meras tensiones corporales o fisiológicas, que se puede dominar o incluso satisfacer de manera esporádica. En cierta medida, en esos tiempos es fácil tener una existencia un tanto abstracta y unidimensional. Sólo con el paso de los años, cuando las energías sectoriales se serenan, aparece la exigencia de un equilibrio mayor entre las variadas dimensiones de la existencia. Además, hay personas de carácter más emotivo e inseguro, que pueden ser encendidas de un entusiasmo por las cosas sobrenaturales, que fácilmente se puede confundir con enamoramiento de Jesucristo.

En todos estos casos hay que advertir que, como ya vimos, el amor humano conlleva en sí mismo la llamada a una situación vital que es signo de la seguridad en la existencia. El enamoramiento a Jesucristo debe experimentarse como principio de un fundamento en la existencia que sea nuevo y más profundo. Si esto no se advierte, la vida del supuesto enamorado de Cristo podría quedar como suspendida en el vacío. A este respecto, existe el peligro de sustituir el apoyo en el amor de Jesucristo, por una situación institucional que ofrezca un entorno de seguridad vital que sea lo que en realidad sustituya a la seguridad existencial que es consecuencia de la comunión matrimonial. Por eso, las instituciones vocacionales que implican celibato o virginidad, procuran ofrecer a esas personas una protección ambiental que las haga sentirse firmes en la vida en el mundo. Los entregados a Dios en el celibato o la virginidad suelen decir que, así como otros están asentados en la vida por medio del matrimonio, ellos están asentados sobre el amor esponsal a Jesucristo. Pero es posible que, en la práctica, tengan su seguridad vital confiada a la protección que surge de la protección institucional. Entonces, el amor a Jesucristo resulta en la práctica sustituido por el amor a la institución.

Estas confusiones son muy posibles en la práctica, por eso en estos casos es decisivo advertir que el enamoramiento ha de ser experimentado sin ambigüedad, y tener presente que es en la mirada, en la alegría del corazón, en la prontitud con que sale el sacrificio, en la falta casi absoluta de conciencia de renuncia, donde se advierte si las personas están verdaderamente enamoradas, sea de Jesucristo o de otra persona.

No basta la mera afirmación verbal de que hacemos la cosas "porque estamos enamorados". Para que esa expresión sea verdadera es preciso... que sea verdad. Y el hacer las cosas por impulso de enamoramiento, no es, por supuesto, simplemente cuestión "de voluntad". El amor de enamoramiento no se identifica con un cumplimiento de la voluntad de Dios, sacrificado y ofrecido. Ciertamente el amor se muestra por las obras, pero no se identifica con el fiel cumplimiento de todos los deberes. El enamoramiento es algo que se ve en el corazón, en la cantidad de veces que viene mi amigo y amado a mi cabeza, y a mi corazón y a mis labios ("te loquatur", suplicaba San Buenaventura), en la ternura que experimento, en lo dulce que es para mi corazón y para mi mente el pensar en Él. "Contigo, pan y cebolla,... y me sobra la cebolla... y también el pan, ¡vida mía!".

Esto no es fruto de ninguna ascesis, puramente humana, ni de ninguna técnica espiritual. Tampoco es algo obvio. Es un regalo sublime, un tesoro escondido, un premio inmerecido, insospechado, una dádiva del Espíritu de Jesús. El enamoramiento de Jesucristo como se puede vislumbrar ya en el enamoramiento humano, es algo que a uno le sucede, no es algo que uno pueda hacer, o provocar directamente.

En nuestras manos está el ser fieles a Dios y el querer con obras -al menos en la manera que está en nuestras manos el obrar rectamente-. Pero el experimentar que el corazón se quede prendado de Jesucristo, y que el alma se me llene de un afecto tierno y profundo, porque tengo hermano y amigo y amado, hasta el punto de que ese amor llene efectivamente la capacidad de amor humano,... eso no puede provocarse, no está en nuestro poder. Nosotros podemos tenerlo solamente en nuestro deseo, en nuestra ilusión y, por eso, puede ser objeto de esperanza, de esperanza sobrenatural, porque es Dios mismo quien tiene que dar el Espíritu Santo de manera singular para que el corazón se nos arrebate en amor a Jesucristo.

Ciertamente, si el ser humano es creado por una llamada a la comunión con Dios en Cristo, su ordenación personal a Cristo está en el núcleo mismo de su ser. En este sentido, en cuanto la criatura quita obstáculos, se llena de amor al Señor. Pero es decisivo entender que el hecho de que ese amor llena también aquella parcela del corazón en la que radica el amor humano, en la forma concreta de amor de enamoramiento, es regalo, que Dios lo da a quien quiere, como quiere y cuando quiere.

16. El enamoramiento de Jesucristo en el lenguaje ascético

En concreto es esencial que quienes tiene responsabilidades en ámbitos de aconsejar sobre la vocación a la virginidad y el celibato, entiendan que -como ya se ha señalado- hay una diferencia cualitativa entre el amor personal a Dios y a Jesucritso, y el hecho de que ese amor llene el ansia de amor humano que es también propio de la persona. Como se ha dicho, es un equívoco peligroso plantear en el mismo nivel el amor tierno y profundo a Jesús, y el don del enamoramiento. En todo caso, habrá que procurar que las personas quieran mucho a Jesucristo porque sólo cuando es suficientemente intenso puede ese amor mostrar la virtualidad de llenar también la capacidad de humana de enamoramiento.

Para quien está enamorado de Jesucristo, el amor a Él debe tener resonancias que no tiene en las personas que viven en el matrimonio. Para aquellos en los que el amor de Jesucristo llega hasta la raíz del amor humano, el Señor es una Persona, el Amado, el Amigo, el Amor del alma, a quien se quiere con locura, al que se va la imaginación y el afecto mil veces al día. Este amor tiene ciertamente señales y muestras de autenticidad, pero ante todo y sobre todo se muestra por sí mismo. Cualquiera sabe si está enamorado, es decir, si tiene "mal de amores", si llega con facilidad a las lágrimas al pensar a su amor, es decir, si experimenta la verdad profunda de aquel "quia amore langueo (porque desfallezco de amor" del Cantar de los Cantares.

Del corazón enamorado que está en presencia de la amada, brota con gran facilidad y prontitud el "¡qué maja eres!", "¡qué cielo eres!". También en el ámbito de la amistad humana limpia y profunda surgen palabras, discretas pero ardientes de afecto, que no se pueden ni se deben reprimir. En el corazón enamorado de Jesucristo también surgen con facilidad movimientos de afecto, de desagravio, de alabanza. Son "sentimientos" llenos de ternura, de fuerza y de pasión buena.

Las personas que se entregan en el celibato han de ser personas que quieran y que sepan lo que es estar enamorados de Nuestro Señor. Esto no puede sustituirse por nada. Si no se ama a Jesucristo de esta manera, si no se llega a experimentar directamente el enamoramiento por Jesús, no se debe afrontar el proyecto de una vida de entrega y de renuncia. Hay que poder decir, con la Madre Teresa, "Lo hacemos por Jesús".

Es importante entender que no cualquier amor puede ser base de una vida. A veces decimos que amamos mucho a una persona porque efectivamente valoramos ciertas cualidades, o virtudes, pero en realidad no se debería hablar de "amar" con la misma palabra con que se designa el afecto que se tiene a aquella persona de la que se está "enamorado".

Sólo se quiere de verdad, es decir, de manera que sea decisiva para la vida, que dé energía para vivir, aquel amor que es tal que si aquella persona llegara a faltar, "yo me moriría": "Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras".

Me quiere aquella persona que llorará desconsoladamente por mí cuando me muera, porque se quedaría, en un aspecto muy verdadero y nada retórico, "sola" porque yo soy su "vida", y nadie puede sustituir este amor adecuadamente, nadie puede sustituirme en su corazón, porque el vínculo que la une a mí, no lo tiene nadie. Quizá otras personas tendrán con ella otros lazos que quizá sean "importantes", pero que son esencialmente diversos del que la unía sólo conmigo.

Desde luego el amor a aquellas personas que si desaparecen de mi vida no me alteran particularmente, es un amor que es seguro que no me pueden alimentar. No es que no sea una cierta forma de amor. Pero es una amor esencialmente distinto de aquel amor que establece el vínculo de una comunión plenamente personal.

Estos amores -que son los amores verdaderos- son irreductiblemente singulares, son de tal forma que implican una comunión personal singularísima, y, por tanto una imagen especialmente plena de aquella comunión que es Dios mismo en el seno de la Trinidad. Por esto tenemos que ser personas enamoradas, no basta con ser personas que tienen ciertos amores. Este "tenemos que ser personas enamoradas" no expresa un precepto moral, sino una condición previa para poder decidirse adecuadamente a ciertas formas de entrega. Y sería loco afrontar esas entregas, sobre otros fundamentos menos auténticos, aunque fueran más controlables.

17. El riesgo del voluntarismo ascético

Cuando se habla a alguien de la posibilidad de entregarse a Dios, hay que ser muy cautos para detectar si verdaderamente ha prendido en el corazón de esa persona el amor de enamoramiento de Jesucristo, sin darlo por su puesto como algo automático cuando el mero entusiasmo o la presión psicológica le inducen a responder afirmativamente. Esto sería fuente de una vida torturada por un sacrificio innecesario. Es equívoco dirigirse a esas personas dando por supuesto su enamoramiento del Señor, o hablando de este enamoramiento como de algo que está completamente en nuestras manos. Muchas situaciones de tensión distorsionante se deben a que se pide que se comporten como enamorados quienes no lo están, siendo además evidente que no lo están.

Se cae entonces en la penosa situación de tener que hacer trabajos de enamorados sin tener el corazón con la fuerza necesaria. Esto es terriblemente sacrificado y agotador. Entonces se puede recurrir a hacer que el trabajo no pese demasiado, y así no echar tanto de menos la falta de fundamento. Para que no se haga pesado se recurre, por una parte a suavizar en lo posible los aspectos de sacrificio, y por otra parte se trata de adquirir las destrezas y las habilidades humanas que faciliten esos trabajos. Pero estos son recursos engañosos: enseguida aparece el sacrificio inevitable, la contradicción, y entonces, como la semilla de la parábola, se ve que las raíces no eran profundas y la vida se agosta.

También se recurre a hacer que con la práctica de la piedad vaya creciendo el amor al Señor, y así se vaya fortaleciendo la base de la vida de entrega. Pero eso, a la larga, puede ser distorsionante, porque los trabajos quedan marcados por un voluntarismo que difícilmente llega a ser substituido por el amor a Dios. Además, cuando se trabaja mucho sin un fundamento proporcionado de amor de enamoramiento, toda la vida queda resentida por la falta de unidad auténtica. Sólo el amor debe ser el fundamento de ciertas renuncias. Habría que tener mucho cuidado para no plantear exigencias que serán enseguida experimentadas como un peso insoportables, porque el enamoramiento que debía impulsarlo no se puede ni suponer ni imponer.

Cuando muchachos bien situados en el mundo profesional, con buenas relaciones humanas, van al Seminario llenos de alegría, encendidos en amor a Jesús, para ser "curas de pueblo", y acercar muchas personas a Jesús, o cuando esas muchachitas en sus "saris" viven cuidando a los enfermos más pobres y miserables, sin más compensación que pasarse cuatro horas diarias ante el sagrario,... es para temblar por los que llegan a la situación del celibato institucional por caminos mucho menos directos, con modelos menos claros, y con ejemplos mucho más equívocos. Hay cosas en las que el apoyo institucional tiene el riesgo de sustituir aquello que debe ser la única base propia de la entrega.

Se tiende a suponer que quienes ya están en una institución vocacional tienen ya, al menos en raíz, un enamoramiento de Jesús, pues quizá han dado muestras de haber sido marcados por ese amor. Pero desgraciadamente esto no es seguro: no se puede suponer sin más que quien está en situación de seguir un camino vocacional haya sido objeto de la gracia del enamoramiento de Jesucristo. De hecho es muy frecuente que la decisión de tomar ese camino responda a motivos mucho más banales, quizá a entusiasmos muy superficiales o incluso a la presión psicológica de ciertas personas o de determinados entornos. Sobre todo, si quienes tienen más autoridad moral no tienen muy claro lo que es el enamoramiento efectivo de Jesucristo, cuáles son sus síntomas en las personas, y están más preocupados por conseguir que un número alto de muchachos adopten la decisión de entrega, es muy posible que haya muchas personas en situación vital y espiritual muy equívoca. Esta situación será la de personas que han adoptado un camino que debería tener el fundamento del enamoramiento de Jesucristo, y sin embargo sólo tiene el fundamento de estar "encajados" en el ambiente juvenil de un club, en unas actividades divertidas, en un entorno en el que se habla teóricamente de unos fundamentos y sin embargo se apoya la vida real en otros factores.

Entonces dar por supuesto que los muchachos están enamorados de Jesucristo es un prejuicio completamente gratuito. Hablar entonces de ser "personas enamoradas", de ser los "aristócratas del amor", se queda en una fraseología que tiene consecuencias muy peligrosas. Por una parte impide que las personas se autocomprendan, pues se les llena la cabeza de unas explicaciones ya preparadas para que se las apliquen a la vida, y de este modo se cae en contradicciones evidentes, pues habla de estar enamorados personas que evidentemente no lo están. Y por otra parte se les exige un comportamiento propio de las personas enamoradas, sin tener ese fondo en la verdad de su corazón. Hay que tener en cuenta que pedir "las locuras del amor" a quien no está enamorado, es ponerlo en una tensión psicológica altamente distorsionante. En realidad a nadie se le debería plantear como exigencia las manifestaciones del enamoramiento, pues o está enamorado y ya las hará, o no lo está y entonces sería pedirle demasiado. Sería instrumentalizar el lenguaje del amor para apoyar una obediencia que afrenta la lógica interna de las acciones humanas.

En cualquier caso es decisivo que lo que mantenga la vida de entrega en el celibato sea una realidad enamorada. Si esto no se da, y a cambio aparece la práctica, la costumbre, las destrezas, habría que correr a sanar la situación, y tratar de reencender el enamoramiento, volver a ser personas enamoradas... si es que alguna vez existió. Y las pruebas de estar enamorados serán las que marcan ese amor ante los ojos de cualquiera: "Que quieras o que no quieras, y aunque tú no dices nada, se nota por tus ojeras que estás muy enamorada".

Sobre todo, la realidad de estar enamorados de Jesucristo, se manifestará en la caridad, en la serenidad, en la seguridad en sí mismos, en la alegría en la propia situación, en una cierta dulzura de fondo. Desde luego cuando en un ámbito de convivencia surgen con facilidad la tensión, o la desconfianza, o la incomprensión, es señal de que quien allí vive no es persona enamorada en el sentido inmediato y verdadero de esta palabra: no es una persona enamorada de Jesucristo. Si las muestras del enamoramiento no aparecen por ningún sitio, si el comienzo fue equívoco, si la atracción se debió a razones más ambiguas, hay que reconocerlo y evitar mantenerse en una situación que a la larga es insoportable. Hace falta no poca valentía para admitir esta situación, especialmente por parte de quienes representan a la institución vocacional, que siempre pretenden que si se tomó la decisión de la entrega es señal inequívoca de estaba efectivamente le amor. Pero esto no es nada seguro, como demuestra la misma vida.

 

Anterior - Siguiente

Arriba

Volver a Libros silenciados

Ir a la página principal

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?