SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 5. TIEMPO DE DESENGAÑO
-El reiterativo mito del Padre.
-La caída de un pilar básico.
-Una omnipresencia obsesiva.
-Infancia del espíritu y espíritu
infantil.
-Cierto tirón místico.
-Inexplicable afán de grandezas.
-Lo que se dice y lo que se hace.
-Grados de secreto y secretismo en general.
-Una solución al problema
de la identidad.
-Todas las características de una
secta
-Como guardias de la circulación.
-Todo debía estar bajo control.
-Cuando el fin justifica los medios.
-Tribunal especial para castigar la
"herejía"
El reiterativo mito del Padre
(15 de marzo, 1999)
Te ha entrado una especie de fijación con la matraca
de preguntarme, una y otra vez, en qué momento, a propósito
de qué y cuál fue el motivo de mi primer desengaño
total, porque estás convencida de que siempre hay uno,
y a partir de éste van llegando todos los demás.
Si por desengaño entendemos la desagradable y dura
experiencia de liberarnos del engaño, de salir de un
error que nos había cobijado, pienso que tal vez fue
aquel momento, o aquel día en el que fui consciente
de que el obsesivo mito del Padre comenzaba a resultarme insoportable.
Quizá puedo señalar éste como desengaño
número uno, pero lo cierto es que nunca me paré
a colocarlos por orden.
Siendo de la Obra, a monseñor Escrivá tuve
ocasión de verle en contadas ocasiones -cuatro exactamente-,
y siempre en tertulias bastante numerosas o en concentraciones
multitudinarias. El primer encuentro fue en el Colegio Mayor
Alcor, durante mi primer curso de formación; la segunda,
en Pamplona, en el campus de la Universidad; la tercera, en
Barcelona, en el gimnasio Brafa, y el cuarto también
en Barcelona, bueno, en Premia, para ser más exactos.
Quiero decir con esto, que trato personal con él no
tuve ninguno, y que casi todo lo que sé de su persona
y de sus actos me lo han aportado otros; otros que, eso sí,
se empeñaron a fondo en hacérmelo presente las
24 horas del día. El mito del Padre te perseguía
desde que te levantabas hasta que te acostabas; siempre que
estuviera en tu presencia un miembro de la Obra que llevara
ya un cierto tiempo en la institución. Había
que hacerle el centro en todo momento y en todo lugar, era
una consigna para todos y para cada uno. En la confesión,
en la confidencia, en los círculos semanales, era preciso
recurrir de forma constante a : "El Padre ha dicho...";
"acaba de llegar una nota del Padre que..."; "tenemos
noticias recientes de Roma y...". También en las
tertulias cotidianas había que contar anécdotas
del Padre, y las charlas y las meditaciones debían
de estar salpicadas de constantes citas del mismo. El no hacerla
con la consabida frecuencia era una clara manifestación
de mal espíritu. Venía a ser algo muy parecido
a lo que A. Bullock cuenta en su biografía de Hitler:
"El partido nazi era consciente del valor que tenía
la propaganda personal, así que a los miembros del
partido se les recordaba con frecuencia que era su obligación
"contemplarse a sí mismos, en todo momento yen
cualquier circunstancia, como los portadores de la palabra
del Führer". La propaganda efectuada de persona
a persona podía llegar a la gente de un modo que estaba
vedado a los medios de comunicación de masas y era
doblemente eficaz si se presentaba como una opinión
personal y no como la repetición de una consigna oficial".
A propósito de esta mitificación que teníamos
que vivir y los excesos a los que se podía llegar en
su práctica, me viene a la memoria lo que ocurrió
en cierta ocasión, en uno de los círculos semanales;
una significativa anécdota no falta de humor.
Como era lo acostumbrado, nos encontrábamos reunidas
todas las numerarias de la casa, y la que debía hablar
ese día era Mercedes B., la directora. Centró
el tema de la charla, y a los pocos minutos empezó
a leer un montón de fichas que tenía muy bien
ordenadas: "Porque como el Padre dice -bla, bla, bla,
y leía una ficha-; y como, efectivamente, el Padre
nos ha dicho -bla, bla, bla, y leía otra ficha-; y
debido a que el Padre siempre va por delante, nosotras no
tenemos más que poner por obra todo eso que él
ya ha visto antes -bla, bla, bla, y leía otra ficha
más-". Así continuó hasta que acabó
el considerable taco de octavillas, cuyo contenido -según
ella- respondía a pensamientos, reflexiones y consejos
del Padre.
Al finalizar el círculo, una de las numerarias asistentes
-historiadora, periodista y directiva de una importante editorial-,
me comentó algo extrañada: "Todas esas
citas que Mercedes nos ha estado leyendo, ¿no te suenan
mucho a Ortega y Gasset?".
-Bueno -le respondí-, sé que recientemente
estaba leyendo "El hombre y la gente", de Ortega,
pero lo que me temo es que el mes próximo, tal vez
las citas atribuidas al Padre sean de Thornton Wilder, porque
acaba de empezar a leer "Los idus de marzo".
-Esta mujer es un caso único -comentó atacada
de la risa-.
Cuando a continuación le dije a la locuaz directora
que había que ser más rigurosa con las citas,
respondió, con el sentido pragmático que le
caracterizaba, que qué mas daba el rigor o no rigor:
"Lo importante es que sirva, y sirve, ¿no?".
A continuación, en plan amigable y coloquial, añadió
que no había por qué ser tan rigurosa ni tener
tantos escrúpulos, por la sencilla razón de
que no conducían a nada. Una vez más, me aconsejó
que tirara "el lirio por la ventana"; que no había
motivo alguno para tener que ir siempre con el lirio en la
mano. Aquí es preciso que te aclare -pues de lo contrario
no vas a enterarte-, que esa directora, y otras numerarias
mayores que vivían también en la misma casa,
siempre me tomaban el pelo diciéndome que yo todavía
iba con "el lirio en la mano". Una de ellas, a veces
añadía: "y es que tu lirio yo creo que
es de acero inoxidable, porque no hay quien pueda con él.
Ten cuidado, pues cualquier día se te clava en tu propio
ojo."
Esta directora de la que te hablo fue mi última directora,
y la casa en la que entonces vivía, la última
casa de la Obra en la que viví -desde el otoño
de 1971 hasta el otoño de 1974-. Fueron años
muy claves, un tiempo de lucidez en el que pasé por
todos los estados de ánimo, hasta que conseguí
aclararme lo suficiente como para que mi vida tomara un nuevo
rumbo. Mercedes B., la mencionada directora, fue pieza importante
en todo este proceso pues, gracias a ella, llegué a
descubrir -por mí misma creo que hubiera sido incapaz
o que me hubiera costado mucho más- todo lo frívola,
engatusadora, pragmática y cínica que puede
llegar a ser una persona allí dentro.
Como si fuera una vivencia muy reciente, recuerdo que cuando
le comentaba mi asombro por lo bien que se desenvolvía
con las superioras mayores y los superiores, y la doblez que
desplegaba para hacerles el juego, me contestaba con su característico
acento catalán:
-Oh, es que no tienes más que aprender a expresarte
en su idioma, y decirles lo que esperan y quieren oír;
no pienses que es tan difícil, simplemente es cuestión
de fijarte.
Yo me asombraba, una y otra vez, al constatar que, sin creerse
nada, se desenvolvía con los que mandaban como pez
en el agua: sonreía a quien tenía que sonreír,
alababa a quien debía alabar y daba la razón
siempre a quien convenía. Todo lo contrario de lo que
me solía ocurrir a mí, que me empeñaba
en seguir creyendo, y era incapaz de desenvolverme con soltura
en todo aquel mundo de estereotipos, frases hechas, lugares
comunes, alabanzas fáciles y formalismos mil.
Digo que me asombraba, pero sus palabras no me convencían
lo más mínimo. Me parecía que estaba
metiendo demasiada agua al vino, que dejaba así de
ser generoso para pasar a ser algo cada vez más aguado.
No se trataba de subsistir, de vivir lo mejor posible allí
dentro, de acomodarse y conformarse, sino de ir al fondo de
lo que éramos y de lo que nos traíamos entre
manos. Estábamos inmersas en un gran montaje; éramos
afiliadas, emisarias, proselitistas del mismo, y aunque nuestro
papel fuera el de "tontas útiles", eso no
quitaba el que formábamos parte de un sistema que influía
en la marcha real del mundo en el que nos encontrábamos
inmersos a todos los niveles: social, económico, político
y religioso. Éramos albañiles que trabajábamos
en la construcción de un edificio, y ese edificio social
era metódicamente construido siguiendo unas directrices
y unos determinados principios económicos, políticos,
sociales y religiosos que debíamos conocer y apoyar.
Eso era lo realmente importante y no el estar más o
menos bien vista por parte de quienes mandaban.
La caída de un pilar básico
(19 de marzo, 1999)
En mi última carta empecé a tratar un tema
clave que se quedó en un conato, ya que sólo
te conté una historia que tenía que ver con
el asunto, y ahí se paró toda mi referencia
a algo que es un pilar básico en la Obra: el mito del
Padre. A lo largo de nuestra correspondencia esto ya me ha
pasado más veces, y es seguro que me seguirá
pasando. La razón es que voy hilvanando recuerdos a
medida que me van surgiendo, sin ningún riguroso orden
cronológico, sino teniendo como único punto
de partida las cuestiones e interrogantes que me vas planteando
en tus cartas.
El Padre, un padre al que había que revestir con todos
los atributos del saber y del poder, un padre que era -tenía
que ser el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal
alguno. Aquello, más que padre, era el "fantasma
paterno" que dirían los psicoanalistas. Y siguiendo
el pensamiento psicoanalítico -el somero barniz que
tengo del mismo-, pienso que en ningún momento traté
de "matar al padre", sino que trataba de liberarme
de ese "fantasma paterno" que constituía
un obstáculo para tener una relación sana con
aquel que, ciertamente era "padre" y que, por tanto,
permitía reconocer su valor "simbólico"
con el "padre real o empírico". Los que desempeñan
el papel de padre, es decir, los padres reales, son seres
mortales como todos los demás; su fragilidad y sus
errores, sus cualidades y aciertos se integran en el principio
de realidad necesario para pasar de la regulación fantasmagórica
a la regulación simbólica.
Nunca me opuse al reconocimiento del "padre real",
es más, deseaba ese reconocimiento, pero gradualmente
tenía más necesidad de adquirir libertad respecto
a su "fantasma". Sin embargo, la pedagogía
de la Obra consistía en reforzar más y más
la tiranía del "fantasma" (había que
pensar como decían que él pensaba; hacer como
apuntaban que él hacía y sentir como insinuaban
que él sentía. Todo lo más personal de
cada uno de los socios había de "pasar por la
cabeza y por el corazón del Padre", eran palabras
textuales).
Del mito del Padre hay que decir, que en la Obra lo llena
todo. Aparece en cualquier momento y lugar, es el pilar básico,
el centro y en torno a él gira todo lo demás:
unidad, fidelidad, buen espíritu, libertad, fraternidad,
etcétera. Se trata de un macrotema, sin el cual no
se entiende nada de todo el montaje.
No es fácil, mejor dicho, resulta difícil comprender
a Escrivá, un complejo personaje, y las dificultades
se ven aumentadas por el modo en que él mismo se afanó
en crear mitos mediante la interpretación de sus propios
actos, que de inmediato eran ávidamente propagados
por sus seguidores. Existe el Escrivá incansable, celador
y omnisciente vigilante (ante la movida del postconcilio Vaticano
II decía a sus hijos con todo su ímpetu: )"...a
este descaro corruptor hemos de responder exigiéndonos
más en nuestra conducta personal y sembrando audazmente
la buena doctrina"); el Escrivá impactante, ingenioso
y brillante (impactaba con sus contundentes frases, frases
como: "la razón más sobrenatural para obedecer
es, ¡porque me da la gana!"); y el benefactor de
todos sus hijos (conseguía derretirles a todos cuando
casi susurraba: "...os quiero más que todos los
padres y que todas las madres"). Tenía una increíble
capacidad para mostrarse como el más humilde (sabía
encajar en el momento oportuno aquellas palabras: "soy
el último botón del último botín"),
y también el más todopoderoso (insistía
en que todo, todo, "ha de pasar por la cabeza y por el
corazón del Padre").
M. del Carmen Tapia -veterana numeraria y ex numeraria más
tarde-, cuenta en su autobiografía: "ésta
es una de las cosas que cuando uno se convierte en una fanática
del Opus Dei sucede: la voluntad de Dios no cuenta tanto porque
lo que cuenta es "la voluntad del Padre", lo que
"el Padre dice", lo que "al Padre le da alegría".
Es decir, es como si la adoración debida a Dios, al
adquirir "el buen espíritu del Opus Dei",
se cambiara por "la voluntad de monseñor Escrivá".
Es un identificar al Padre como a alguien semejante a Dios.
La forma de culto al fundador se imprime de tal manera en
las numerarias "con buen espíritu" que sus
almas llegan a moldearse y por tanto a formar la esencia de
su vida interior de esta manera: lo importante es agradar
al Padre porque así se agrada a Dios y no a la inversa"
Baldur Van Schirach, jefe de las Juventudes del Tercer Reich,
firmaba que si la juventud amaba a Hitler, que era su Dios,
si se esforzaba por servirlo fielmente, cumpliría el
precepto que recibió del Padre Eterno. Lo divino y
lo humano quedaban así perfectamente confundidos.
M. Angustias Moreno, otra ex numeraria, escribía años
atrás: "El hombre líder y el hombre Dios,
¿dónde acaba el uno y dónde empieza el
otro? Es la confusión o el desconcierto que en la vocación
de muchos de sus seguidores ha impuesto esta actuación
suya, que según los cánones establecidos en
la institución, debe concebirse como carismática"
. [M.A. MORENO La otra cara de! Opus Dei.]
La misma autora, también dice: "Es impresionante
la suficiencia espiritual que se vive en la Obra, y que se
basa en ese "teléfono rojo" que une al fundador
con Dios: "el cielo está empeñado en que
se realice". El Padre lo dice, luego es Dios quien lo
quiere. "Mira hacia arriba, ten visión sobrenatural.
¿No lo entiendes? No importa, no hace falta: eso es
fidelidad"" [M.A. MORENO: El Opus Dei, anexo a una
historia]
El mito del Padre, ¿no se parece demasiado a mitos
como el de Stalin y, sobre todo al de Hitler? Recuerdo que
siendo de la Obra, en cierta ocasión, se lo comenté
preocupada al sacerdote, y su respuesta fue: "En algún
modelo hay que fijarse. No creo que el hecho de que encuentres
esa semejanza tenga la menor importancia. Lo realmente importante
es tu visión sobrenatural; tu convencimiento de que
la Obra es fruto de una inspiración divina, y el único
que recibió tal inspiración fue el Padre".
Alan Bullock recoge en su biografía de Hitler, el
interesante debate que éste tuvo con uno de sus más
destacados súbditos, Strasser, el cual había
escrito un artículo sobre el tema "Lealtad y deslealtad",
en el que establecía con claridad la diferencia existente
entre el ideal, que es eterno, y el líder, que tan
sólo es su sirviente.
-Todo esto no son más que disparates rimbombantes
-dijo Hitler-, en el fondo no estás diciendo otra cosa
más que piensas otorgar a todos y cada uno de los miembros
del partido el derecho a decidir lo que ha de ser el ideal,
incluso a decidir si el líder es o no fiel al llamado
ideal. Eso es democracia de la peor especie, y no hay lugar
entre nosotros para tales concepciones. Para nosotros el líder
y el ideal son una y la misma cosa, y todo miembro del partido
debe hacer lo que manda el líder... y yo te pregunto:
¿estás dispuesto a someterte a esta disciplina
o no?
Hitler estaba absolutamente convencido de su carisma; de
que era el elegido, el único. Su biógrafo, A.
Bullock, nos lo recuerda como nota básica de su personalidad:
"Transportado por el poder de su propio mito, Hitler
declaró que se sentía como el instrumento de
Dios, el elegido para dirigir Alemania".
"La vocación misionera, que formaba el núcleo
del mito de Hitler ("Voy por el camino que me dicta la
providencia con la seguridad propia del sonámbulo"
-decía Hitler-), se compensaba con el cálculo
frío como el hielo del político realista. Cuando
Mussolini, mucho más escéptico, titubeaba, Hitler
convencido de sus poderes otorgados por la Providencia, desempeñó
hasta sus última y amargas consecuencias el papel que
tenía asignado".
"Esto era el alma en los llamamientos de Hitler, su
habilidad en utilizar esas dotes para infundir la creencia,
no tanto en sus argumentos, en su programa y en su ideología,
sino más bien en sí mismo, en su figura de caudillo
carismático dotado de poderes sobrehumanos, que le
capacitaban para lograr lo imposible. Eso es lo que querían
decir las masas del partido nazi cuando declaraban: "Nuestro
programa puede ser expresado en dos palabras: Adolf Hitler""
"Es muy probable que nadie vuelva a disfrutar jamás
de esa confianza que me dispensa todo el pueblo alemán.
Es muy probable que no vuelva a aparecer nunca más
otro hombre que disponga de mayor autoridad que la mía.
Mi existencia es, por lo tanto, un factor de enorme valor
-decía Hitler-.
"El día que el Führer sufrió su primer
atentado, dijo después a los suyos: "Y como último
factor, tengo que mencionar, con toda modestia, el nombre
de mi propia persona: irremplazable"".
Adolf Hitler, el Führer, estaba convencido, y así
lo manifestaba, que era un "misionero con misión",
"un instrumento de la Providencia". José
M. Escrivá, el Padre, también estaba seguro
de serio, y así lo comunica a sus seguidores:
-Hijos míos, os tengo que hacer una consideración
que, cuando era joven, no me atrevía ni a pensar ni
a manifestar; y me parece que ahora debo decírosla.
En mi vida, he conocido ya a varios Papas; cardenales, muchos;
obispos, una multitud; ¡fundadores del Opus Dei, en
cambio no hay más que uno!, aunque sea un pobre pecador
como soy yo: bien persuadido estoy de que el Señor
escogió lo peor que encontró, para que así
se vea más claramente que la Obra es suya. [MONS. ESCRIVA
DE BALAGUER, Meditación, 2-IX-70.]
Me parece que no es preciso hacer ningún comentario,
que las citas dicen suficiente por sí solas.
Una omnipresencia obsesiva (23 de marzo,
1999)
Deseas saber si llegué a sentir ese frenesí
que muchos han llegado a tener por monseñor Escrivá.
Mi respuesta es que siempre seguí con interés
y respeto todo lo que hacía alusión a su vida
y sobre todo a sus enseñanzas. Pero obnubilada no llegué
a estar nunca, y en más de una ocasión llegué
a sentir una auténtica vergüenza ajena, cuando
alguna numeraría, en trance de "buen espíritu",
contaba anécdotas archiconocidas del Padre y le temblaba
la voz de emoción, y hasta se le saltaban las lágrimas.
Reacciones similares se solían desencadenar en las
llamadas "tertulias con el Padre", en las que la
agitación -exterior e interior- era general. Como ocurría
con el fascismo, entre las condiciones generales había
que contar con la presencia de un cierto "clima",
de una atmósfera especial de embriaguez y excitación,
de la cual no se podía prescindir, y que los directores
procuraban fomentar y mantener por todos los medios. En esta
atmósfera las relaciones se vuelven desproporcionadas,
el sentido de la medida está falseado. El shock psicológico
venía a ser tan imprescindible como es el estupefaciente
para algunos neuróticos; la exaltación pasa
a ser el estado normal y adquiere una peligrosa autonomía.
Después de una "tertulia con el Padre", la
directora de turno y el sacerdote, siempre tenían que
preguntar a cada súbdito cómo le había
afectado el acontecimiento y cuánto le había
impresionado.
Era el metro de medir si "vibrabas" poco o mucho
con el llamado "espíritu de la Obra".
Por su omnipresencia y su poder absoluto en el seno del Opus,
la figura de Escrivá llegaba a ser obsesiva: era el
padre, el líder, el caudillo, el capitán de
capitanes, el mesías, el salvador, el ungido, el enviado,
el elegido para realizar en la tierra la empresa divina del
Opus Dei, organización que había nacido brusca
y totalmente en el cerebro del Padre en octubre de 1928, como
la mitología presenta a la Razón saliendo totalmente
acabada del cráneo de Zeus un día que el Padre
de los dioses tenía jaqueca.
M. del Carmen Tapia -numeraria desde 1948 hasta 1966-, cuenta
lo que pensaba y sentía cuando se encontraba en el
fervor de su primera caridad: "En nuestras vidas nos
importaba más la opinión del Padre, el contentar
al Padre, que el contentar a Dios. Es decir, estábamos
convencidas de que contentando al Padre primero, Dios estaba
contento. ¡Una curiosa forma de vida interior!".
Recuerdo que, hace ya tiempo, hablando de este tema con un
ex numerario, que había tratado muy de cerca a Escrivá,
reconocía:
-Para mí es que el Padre era Dios; llegué a
creérmelo del todo. Pero también tengo que reconocer
que lo que nunca me convenció, es que sus padres fueran
mis abuelos, ni que sus hermanos, Carmen y Santiago, fueran
mis tíos. A eso no llegué-añadió
con toda chunga-.
En todas las convivencias y cursos de retiro se dedicaba
una charla al "amor al Padre", y siempre se encargaba
de darla la superiora más enardecida del momento. Recuerdo
perfectamente la primera que escuché, y la verdad es
que todas las demás fueron, más o menos, idénticas.
"Tenemos que ser conscientes de que al Padre se lo debemos
todo -comenzó diciendo la entusiasmada directora-,
él nos ha enseñado todo; desde cómo decorar
nuestras casas hasta cómo mantenerlas impecables (cosas
tales como que las sillas no rocen las paredes, que las cosas
que se rompen se arreglen o repongan de inmediato, etcétera).
Se ha preocupado por nuestro arreglo personal y siempre nos
ha animado a estar guapas. También gracias a él
hemos aprendido a rezar, a estar en presencia de Dios, a vivir
las cosas pequeñas, a amar al mundo apasionadamente,
a ser incansables en nuestra tarea de apostolado y proselitismo...
Y es a él, al Padre, a quien se lo debemos todo, todo.
Porque de él y con él hemos aprendido cada una
de las cosas que sabemos y vivimos."
La primera vez que escuché una charla de este tipo,
no sabía bien si me encontraba en una convivencia de
la Obra o en un acto comunitario de la Cuba revolucionaria
-salvando las distancias y desplazándose de un marco
superburgués a un marco proletario-, en el que algún
fiel seguidor de Castro, hablase enfervorecido al pueblo de
su gran líder y padrecito Fidel.
Dado que tanto en la confidencia como en la confesión
debíamos vivir una "sinceridad salvaje",
le comenté a la directora lo que había pasado
por mi cabeza mientras escuchaba la charla dedicada al "amor
al Padre". Su respuesta fue que quizá el tono
de quien hizo la exposición había sido excesivamente
entusiasta, pero con lo que teníamos que quedamos era
con lo realmente importante, y es que crear un ambiente de
amor incondicional al Padre era fundamental para vivir nuestra
vocación y para que nuestra entrega a la Obra llegara
a ser total.
No me resultaba difícil comprender que quienes habían
convivido con Escrivá y le habían tratado de
cerca, sintieran por él un entusiasmo profundo y hasta
un desmedido amor, pero lo que no compartía es que
todos los demás, que no habíamos pasado por
esa maravillosa experiencia, tuviéramos que repetir
lo que oíamos como si fuera una vivencia propia. Aquello
no podía dejar de sonarme a algo un tanto artificial
y falso.
Una vez más quiero dejar claro, que lo que te cuento
es lo que ocurría en los años sesenta y en los
setenta y que desconozco si, pasadas dos décadas, las
cosas han cambiado, aunque pienso que en este terreno todo
debe seguir igual. Como referencia válida, me remito
a lo que la última biógrafa de Escrivá
escribía en 1994 (a P. Urbano se le va un poco la mano
en la purpurina con que le pinta ,el aura al beato Escrivá,
proyecto de santo):
"El es el Padre. Como cabeza de la Obra, Escrivá
recibe constantes gracias, mociones y luces de Dios, que no
debe retener ni embalsar, sino transmitir a los suyos con
"alta fidelidad".
"Dios le ha municionado con los dones y talentos que
va a requerir su misión de fundador y de Padre de una
numerosa y dilatada progenie. Y entre estos regalos, el raro
don de "de espíritus", de alcance más
hondo y más penetrador que la mera psicología,
y que será una franquicia formidable para "conocer
a los suyos", aun sin haberlos visto antes" .
"Él es el Padre y guía a los suyos por
un camino exigente "per aspera ad astra", por el
esfuerzo de aquí abajo a la excelencia de allá
arriba.
"Él es el Padre. Ha engendrado millares de hijas
y de hijos de su espíritu. Por cada uno, vive y se
desvive. Le preocupan sus cuerpos y sus almas. Induce ese
desvelo a quienes en la Obra tienen la misión de gobernar,
de formar, de cuidar a sus hermanos".
Pilar Urbano, experta comunicadora y periodista de éxito,
manifiesta abiertamente, más que incondicionalidad
y entusiasmo, reverencia y veneración, y en su libro,
el empeño de la alabanza prevalece -con creces- sobre
el escrúpulo de la biografía. Salvando las distancias,
su tono no deja de recordar a la literatura oficial de los
años de la victoria de nuestra última Guerra
Civil. El hispanista e historiador francés Bartolomé
Bennassar escribe en su última biografía de
Franco: "Los vencedores cantaban la gloria del caudillo
bajo la dirección de los aedos, Ernesto Giménez
Caballero o Francisco Javier Conde, que hacían de Franco
el padre de la Patria, el taumaturgo cuya única firma
tenía el poder de desencadenar o suspender el fuego
del cielo, el médico milagroso de una España
enferma, el padre y esposo de España que fecundaba
incesantemente con su "falo incomparable" (esta
expresión, aclara el historiador, ha sido realmente
empleada por Giménez Caballero, autor de trabajos clásicos
surrealistas como "Yo, inspector de alcantarillas".
Durante la guerra española de 1936, se convirtió
en máximo adulador de Franco, produciendo panegíricos
al caudillo de este estilo: "¿Quién se
ha metido en las entrañas de España como Franco
hasta el punto de no saber ya hoy si España es Franco,
o si Franco es España?")" [BARTOLOMÉ
BENNASSAR, Franco, p. 331.]
El profesor Bennassar, continúa diciendo: "En
cuanto a los que habían nacido a lo largo de los años
treinta, aprendían a vivir bajo la protección
de un genio tutelar, de un hombre irreal, de un semidiós.
Josefina de la Maza, con el entusiasmo de una fe que sabemos
que puede ser ciega, se extasiaba ante "la clara sonrisa"
de ese semidiós "que le humaniza y le hacía
ser amado"" .
Franco era el caudillo, un personaje carismático,
un don de la providencia a un pueblo, de algún modo
un mesías investido de una misión redentora,
de la que tenía necesidad España, pervertida
por el marxismo, el anarquismo y, por supuesto, la acción
disolvente de la masonería.
El catedrático de sociología, Joan Estruch,
en un interesante análisis sociorreligioso del Opus
Dei, hace especial hincapié en la importancia que para
la Obra también tiene el cultivar la imagen del Fundador-Salvador:
"La literatura hagiográfica destaca y magnifica
ese carácter de la figura de monseñor Escrivá
como "elegido", como "enviado", como "ungido".
Pero es el mismo fundador del Opus quien, con sus manifestaciones,
contribuye con frecuencia a ello. En el último periodo
de su vida, básicamente con dos tipos de comparaciones:
por una parte, al presentar al Opus Dei como "el pequeño
resto de Israel", como el grupo de aquellos que por su
fidelidad y por su ortodoxia han sido escogidos por Dios con
la misión de preservar la fe de la Iglesia (una elección
y una misión de las que Escrivá es, históricamente,
el instrumento por excelencia). Y, por otra parte, el poner
de relieve que el Opus Dei supone en la vida de la Iglesia
una realidad nueva, equiparable sólo a las primeras
comunidades cristianas. Dentro de la Iglesia católica,
en efecto, esta pretensión de conexión directa
con las comunidades cristianas primitivas, por inspiración
divina no menos directa, ha sido una de las características
de todos los movimientos de tipo mesiánico" .
Su "Camino", libro clave de todo su despliegue,
fascinó y, según cuentan, sigue fascinando a
los suyos. Sinceramente, no creo que sea por la fuerza de
su teoría sino más bien por el poder anfetamínico
de sus máximas.
Capitán de capitanes, caudillo formador de caudillos:
"¡Has nacido para caudillo!" (Camino, n. 16);
"Viriliza tu voluntad para que Dios te haga caudillo"
(n. 833); "Me dijiste que querías ser caudillo"
(n. 931)... Pero sobre todo él es el Padre, tan identificado
con el Dios Padre, que a veces es difícil distinguidos.
El profesor Estruch hace la siguiente observación:
"y esa ambigüedad podría quedar todavía
más acentuada a raíz de la muerte de monseñor
Escrivá ya que, como dice Alvaro del Portillo en la
primera misa de corpore insepulto celebrada aquel mismo día
(26 de junio de 1975), "además de que tenemos
a Dios Padre, que está en los cielos, tenemos a nuestro
Padre en el cielo, que desde allí se preocupa por todas
sus hijas y todos sus hijos"".
¿Es que yo creía poco en el carisma del fundador?
Sí que creía pero vamos a matizar. En primer
lugar, quien entra en una orden grupo, institución
o congregación, elige un cauce de vida que, en mayor
o menor medida, se remonta al fundador y su carisma.
El apelar al carisma del fundador como elemento esencial
de una institución religiosa, supone que el tal carisma
es una concreción de algo que verdaderamente es cristiano
y evangélico. Sin embargo, tampoco se puede ignorar
la problemática teórica o práctica del
significado del carisma del fundador y del uso concreto que
de él se hace. La problemática teórica
consiste en relacionar el carisma del fundador con el seguimiento
del Jesús evangélico, y la problemática
práctica en el uso que se hace de ese carisma. No hay
que olvidar que un fundador es un cristiano que en una época
determinada ha pretendido seguir a Jesús; y la cuestión
fundamental que de ahí surge es si su carisma es capaz
de desencadenar en otros una auténtica historia cristiana.
En el carisma de cualquier fundador hay que distinguir tres
niveles. El primer nivel se refiere a las expresiones más
externas del modo de vida. En el segundo nivel aparecen cosas
más profundas, como puede ser el tipo de formación
o la obediencia absoluta a los directores. Finalmente, el
tercer nivel del carisma es el fundamental y en él
podemos destacar los siguientes puntos: actitud de búsqueda
para ir descubriendo la voluntad de Dios, un Dios siempre
"mayor"; el seguimiento de Jesús; contemplación
en la acción; supremacía de la praxis apostólica
sobre su mera formulación teórica, es decir,
"obras de amor" sobre las palabras; disponibilidad
para acudir allí donde más se necesite; solidaridad
profunda con la Iglesia como depositaria de la tradición
de Jesús y no como un mero mecanismo de aceptación
infantil ni servil de disposiciones.
Ni que decir tiene que lo profundo del carisma de un fundador
está en el tercer nivel. El primero se encuentra condicionado
por una determinada época y por eso mismo debe ser
traducible a otras. El segundo, siendo importante para la
configuración de una determinada institución,
su sentido último tampoco reside en sí mismo,
sino en relación con el tercero.
Si me he detenido en analizar con algún detalle el
tema del carisma del fundador es porque me parece una cuestión
importante, pues, ¿qué es lo que me chocaba,
y en ocasiones hasta me producía repelús, de
lo que observaba a mi alrededor? Me sorprendía la actitud
generalizada de "sacralización" ante la figura
del fundador (el Padre) y que esta actitud, no sólo
se respetara, sino que de manera descarada se fomentara. "Sacralizar",
es cierto que siempre ha sido un mecanismo típico para
declarar algo o a alguien sumamente importante, pero no podemos
olvidar que en el proceso de sacralización se suele
diluir lo auténtico y de fondo para quedarse en la
más pura forma de alabo y veneración del que
posee el carisma, olvidando que él no es Cristo -no
es Dios-, que si llegó a ser fundador y desencadenó
una vida cristiana auténtica, hubo en él algo
muy profundo de Cristo, y que el carisma del fundador puede
y debe ser norma mientras esté supeditado a Cristo
y a la historia que éste sigue desencadenando.
Esas emociones desmedidas, aquellos arrebatos, voces temblonas
y estallidos de llantos me producían repelús
y vergüenza ajena. En aquel entonces no sabía
muy bien explicar el por qué, y hasta llegué
a pensar en algún momento que yo era demasiado dura
y que me faltaba comprensión. Pero fuera como fuese,
tan desmedidos golpes de emotividad me producían tensión
interna y malestar; me parecía chocante y hasta un
algo impúdico.
Quienes buscábamos en monseñor Escrivá
un maestro del espíritu, que se dirige a sus discípulos
para transmitirles toda una filosofía de vida que es
el camino de la santidad, teníamos que saltar la barrera
de quienes le mitificaban hasta convertirle en un fetiche,
y aun así, resultaba prácticamente imposible
adentrarse en su compleja personalidad; rica, complicada,
paradójica, supongo que llena de grandes cualidades
y de pequeños y grandes defectos.
Sus seguidores incondicionales vivían deslumbrados
por su carisma, por su poder de atracción, por la sensación
de seguridad que les inspiraba, por la fascinación
que en ellos ejercía. Sus detractores veían
en monseñor Escrivá, un hombre impulsivo, elemental,
primitivo, de rosarios, cilicio, confesionario y devociones
mil. No era fácil -sigue sin serlo- tocar fondo, pero
lo que llegué a descubrir de su espiritualidad, tuvo
para mí, en su momento un gran atractivo: era rezador,
piadoso, muy directo y confiado en su relación con
un Dios personal -el propio de la infancia que sigue de cerca
sus pasos. Escrivá desconfiaba del entendimiento que
pretende que todo lo puede; sabía que sin el concurso
del sentimiento no se puede absolutamente nada, y que ambos,
combinados, rigen a la humanidad. Esa forma de espiritualidad
me gustaba, conectaba con ella. Ya te contaré más
extensamente en una carta próxima.
Infancia del espíritu y
espíritu infantil (27 de marzo, 1999)
Te dije que volvería a coger el hilo de la carta anterior,
y aquí estoy, dispuesta a hacerlo.
Me gustaba y me atraía esa idea, que el Padre tenía,
de un Dios próximo, amigo, del que nos sentimos colaboradores,
con el que somos cocreadores y corredentores; un Dios, tan
próximo, que se le puede llegar a domesticar y hasta
a manipular. Y además contábamos con un montón
de mediaciones que también funcionaban: devoción
a la Virgen, a San José, a la Eucaristía, a
los santos, a los ángeles custodios. También
teníamos la frecuencia en la práctica de los
sacramentos, con especial insistencia en la confesión,
y la dirección espiritual con su apéndice de
la confidencia.
El miembro de la Obra está lleno de mediadores y de
mediaciones a los que puede apelar en cualquier momento a
fin de que las fuerzas sobrenaturales le ayuden y le apoyen.
Mediaciones y mediadores de una gran eficacia psicológica,
y todos ellos dentro de las concepciones católicas
más tradicionales. Para quienes hemos tenido una formación
básica tradicional, todo resultaba familiar y conocido.
Vivir y obrar, me pareció que era el lema del impulso
espiritual de monseñor Escrivá, y para mí
tuvo gancho: llevar el contenido de la oración a la
vida y el contenido de la vida a la oración.
Trabajar, estudiar, proyectar, charlar, comer y pasear siempre
consciente de estar en presencia de Dios; presencia no evasiva,
sino que ha de llevarte a dar sentido a lo que te traes entre
manos.
Para el Padre todo era presencia de un Dios cercano, accesible,
íntimo; ese Dios personal de la infancia que da seguridad,
confianza y hasta "complejo de superioridad", porque
como él mismo decía: "...con El, con su
ayuda, ¡lo puedo todo!". Hace más de cuatro
siglos Escrivá tuvo un antecesor, ya que fue Lutero
quien descubrió esta nueva dimensión de lo religioso:
la confianza frente al temor. Para él ninguna buena
obra es inútil pero tampoco imprescindible para entrar
en las estancias del Señor. Cristo vino al mundo a
redimirnos; su pasión nos hizo libres. ¿Qué
valor tienen nuestros actos comparados con ella? Pero el que
la fe sea lo primero no está reñido con el "fe
con obras"; con el hacer como si todo dependiera de nosotros,
pero sin dejar de ponerlo todo delante de Dios, sabiendo que
en definitiva, todo depende de Él. Lo primero, por
tanto, es la fe, y mucho antes que Lutero lo apuntó
San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas".
También para Escrivá era la fe lo primero, aunque
la suya estaba más rellena de personajes celestes.
"Para Josemaría -cuenta P. Urbano en su hagiografía
de Escrivá-, los ángeles y los santos no son
entelequias de bazar teológico ni fósiles de
relicario. Tiene una amistad amena y dialogante con ellos.
Entre los santos busca y consigue a sus más eficaces
patronos e intercesores en toda coyuntura de necesidad; y
entre los ángeles y arcángeles, a sus más
poderosos aliados".
Algo que me sorprendía era que en la espiritualidad
del Padre hubiera tan pocas manifestaciones de aridez, de
cansancio y frío, que hubiera un lugar tan escaso o
nulo para el desierto interior; para "la noche oscura
del alma" por la que todos los místicos pasaron
hasta llegar a palpar la "soledad sonora" y sentir
la "llama de amor viva". Todos ellos llevaron a
cabo un arduo recorrido hasta alcanzar la unidad del ser,
la unidad con Dios. Por eso me asombraban los encuentros de
Escrivá con su Dios: tan personales, tan de estar por
casa, tan de diálogo cotidiano. Así era su vida
Interior, que surgía en todo momento y situación,
porque como él mismo afirmaba: "Nuestra celda
es la calle".
Me emocionaba su sentido campechano de la devoción
mariana: conectaba de verdad con la devoción apasionada
del pueblo por Nuestra Señora, la Madre de Dios; se
manifestaba visceralmente necesitado de una figura femenina
en la que volcar parte de sus ansias espirituales.
Se trataba de la devoción más primitiva. Ya
en las penumbras de la historia nació la Diosa Tierra,
con sus representaciones puntuales, que fueron el primer sentimiento
trascendente de la humanidad. La necesidad de recuperar la
adoración, el cariño, el culto a la ancestral
Gran Madre, despertó las primeras creencias trascendentes
del ser humano. La divinidad primigenia es la figura de la
Magna Diosa, fuente de todos los dones y también fuente
de todos los desgarramientos y catástrofes. Esa figura
de la Magna Diosa ingresa en la tierra y en el cielo, en el
subsuelo invisible o en el trasmundo celestial. En el cielo
se manifiesta con todo su esplendor como principio nocturno.
Bajo tierra se manifiesta como potencia capaz de manifestarse
y ocultarse de forma recurrente, periódica, o como
agua primordial caótica y desorganizada sobre la cual
florece la crisálida de la palabra creadora de Dios
Padre. Porque tal y como apunta el filósofo Eugenio
Trías en su ensayo titulado, "Pensar la religión",
"Sin esa materia, matricial y maternal, verdadera nodriza
de toda experiencia religiosa, ésta no se constituye.
Sin esa fuente de dones y gracias; sin esa figura maternal
(que el simbolismo religioso configura bajo el gran arquetipo
de la Magna Diosa, de la Reina del Cielo y de la Tierra),
la religión no puede constituirse como experiencia".
A monseñor Escrivá le arrebataban todas las
representaciones de la Madre de Dios; las imágenes
puntuales de los mil y un aspectos que adopta Nuestra Señora
cuando se manifiesta a quienes se confían en Ella para
que les guíe en su caminar por la existencia. Es la
Gran Madre que protege, conduce y da fuerza en los caminos
de la existencia.
Tengo que reconocer que gracias a él yo me hice más
mariana.
Lo que menos entendía de su espiritualidad era la
autoagresión del cilicio y de las disciplinas, "para
castigar el cuerpo y reducido a la servidumbre" (Constituciones,
1950, art. 260). Para sublimar, reprimir y negar impulsos,
"para dominar el potro", decía el propio
Escrivá. Digo que no lo entendía porque no conseguía
descubrir en mí ese potro salvaje fundamentalmente
desbocado, y cuando nos contaban las salpicaduras de sangre
que el Padre dejaba en las paredes después de sus flagelaciones,
sentía un profundo rechazo, sólo el hecho de
oído contar me producía repelús.
No es que se tratara de un tema desconocido, sino que me
sonaba a cosa de otros tiempos. Noticia del tema tenía,
y abundante, ya que a través de las lecturas religiosas
más tradicionales, todos hemos tenido ocasión
de conocer multitud de historias de tantos que lucharon contra
las tentaciones de la carne, del mundo y del demonio, ofendiendo
al cuerpo con dolor y sangre y otras penitencias, usando cilicios
y practicando flagelaciones. Ha habido incluso quien pasó
la vida entera sin lavarse, y también hubo quien se
lanzó en medio de las zarzas o se revolcó en
la nieve para dominar las intemperancias de la carne.
Pero de cualquier forma, todo lo que hacía referencia
a su vida espiritual, sonaba directo, sincero; su forma de
manifestada tenía gancho y fuerza, tal vez porque como
decía Nietzsche, "los hombres creen en la verdad
de todo aquello que se presente como algo en lo que se cree
con firmeza".
Lo que ocurrió a continuación es que llegaron
los seguidores de la segunda generación, los "escolásticos"
y, en lugar de inspirarse en el modelo para establecer su
propia relación con un Dios personal, copiaron y copian
el modelo; hacen por imitarlo tal cual. Así, repiten
sus mismas frases, hacen los más parecidos gestos,
y ante los problemas individuales de vida interior, consultan
el Vademecum y recetan el medicamento indicado. "Porque
en la Obra tenemos toda la farmacopea" -insisten los
directores espirituales de turno-. Pero sólo te ofrecían
la cara positiva del tema, y nadie se atrevía a contar
-o ni se les ocurría porque no estaba escrito en la
ficha-, que la materia de los fármacos contiene, al
mismo tiempo, la vida y la muerte. Todos son, a la vez, remedios
y venenos, la medicación y la toxicología; son
una sola y misma cosa, se cura con venenos, y lo que se considera
como una fuerza vital puede, en ciertas condiciones, matar
en un solo espasmo, en el espacio de un segundo.
"Nos faltan auténticos maestros de vida interior"
-decía Nuria P., una numeraria que dijo adiós
a la Obra después de veinte años de militancia-.
Y remontándose a sus raíces rurales, comentaba
preocupada: "En estas últimas generaciones, todos
los sacerdotes que han ordenado son curas de granja; parece
que los han alimentado con el mismo pienso compuesto y todo
lo que transmiten sabe igual, no aportan nada de cosecha propia.
Es como si les faltara intensidad espiritual; necesidad de
seguir en la búsqueda infatigable de una última
verdad, porque ya están en la verdad. Tiran de nota,
de ficha, de frase hecha, y esa es la respuesta para cualquier
problema vital".
En cuanto veías aparecer una sotana -los sacerdotes
jóvenes estaban obligados a llevarla siempre-, ya adivinabas
todo lo que comunicaría el sujeto que se alojaba dentro.
Poco importaba quien fuera, ya que lo que iba a decir -con
similares gestos, la misma forma e idéntico contenido-,
sería la lección aprendida.
Mientras les escuchaba -en meditaciones, charlas o confesionario-,
sentía lo mismo que el protagonista de "La montaña
mágica" de Thomas Mann siente en la primera etapa
de su enfermedad, cuando ha de guardar cama:
"Es el mismo día que se repite sin cesar. Pero,
como es siempre el mismo -escribe T. Mann- es, en el fondo,
poco adecuado hablar de "repetición"; sería
preciso hablar de identidad. Te traen la sopa por la mañana,
del mismo modo que te la trajeron ayer y como te la traerán
mañana. Y en el mismo instante te envuelve una especie
de ráfaga, no sabes cómo ni de dónde;
te hallas dominado por el vértigo, mientras ves que
se aproxima la sopa; las formas del tiempo se pierden, y lo
que te revela como la verdadera forma del ser es un presente
fijo en el que te traen eternamente la sopa."
Escuchar un día y otro a aquellos jóvenes -sin
duda buenísimos y entregadísimos a la causa-,
alimentados con el mismo "pienso compuesto" era,
efectivamente, como vivir un presente fijo; el mismo día
que se repite sin cesar. Era, la sopa eterna.
Esta apreciación, realizada desde dentro de la Obra,
tampoco es ajena a otros que la ven simplemente desde fuera.
Joan Estruch, dice en su ya citado trabajo: "Una primera
distinción, tal vez simplista y tosca, pero que tiene
la ventaja de ser clara y contundente, consistiría
en decir que la primera impresión que en general provocan
los miembros del Opus Dei es la de una gente técnicamente
muy competente pero de una religiosidad francamente elemental
".
"Para entrar en el Reino de los Cielos, es preciso que
os hagáis como niños", dice Jesús
a los que le siguen con sencillas Y complejas palabras. Pero
la sencillez de la infancia espiritual no se confunde con
la simplicidad del espíritu infantil. Sencillez nunca
fue sinónimo de simplicidad; lo sencillo es complejo
y, a veces, lo más complejo.
Es importante mencionar aquí la gran influencia que
en la Obra tienen los sacerdotes numerarios sobre los laicos
-no olvidemos que todos los asociados deben pasar al menos
una vez a la semana por el confesionario-. El poder pastoral
que se ejerce desde la penumbra de los confesionarios y mediante
la dirección espiritual de las almas, puede llegar
a ser -como llegó a serio en otros tiempos- de un auténtico
dominio, aun tratándose de "curas de granja"
y alimentados con "pienso compuesto".
Cierto tirón místico
(28 de marzo, 1999)
Quiero insistir en lo que apuntaba en mi carta anterior,
que estábamos faltos de auténticos maestros
de vida interior, y que los "curas de granja" eran
cada vez más numerosos, pienso que pasaron a ser una
inmensa mayoría. ¿A qué se debía
ese fenómeno?
Creo que una explicación válida puede ser el
que, a medida que los caminos prohibidos y las posturas anatematizadas
iba en aumento, el punto de referencia espiritual de todos
tenía que pasar a ser uno solo: la única forma
válida de vivir la espiritualidad debía de ser
la de Escrivá, él era el punto de referencia
exclusivo. y como él tenía una personalidad
fuerte y una manera de ser muy peculiar, muchos de los que
trataban de seguirle, no conseguían hacer más
que una mala copia.
De los rasgos de su personalidad, P. Urbano destaca: "Para
Escrivá, Dios es un ser tan cercano, tan accesible,
tan íntimo, que es a la vez un espectador y su habitante.
[...] Ante ese "espectador divino", Josemaría
se siente visto y oído. Más: mirado y escuchado.
Más: entendido y asistido... Más aún:
contemplado. [...] Cree y vive la misteriosa realidad de la
inhabilitación trinitaria; a poca confianza que se
tenga con él, es fácil observar que su privacidad
más íntima está poblada, habitada, por
la Trinidad. Su alma es alojadora. No hay campo para la soledad".
Al referirse a su estrecha amistad con los santos, la misma
autora cuenta como en Coimbra, al acercarse a venerar los
restos de santa Isabel, infanta de Aragón y reina de
Portugal, dando unos golpecitos sobre la urna, le dijo: "¡Eh,
aragonesa, que soy de tu tierra: a ver como te portas con
tus paisanos!".
Por mi parte, reconozco que con lo de la llaneza maña,
o con la nobleza baturra, no conecté nunca. Bueno,
cada cual tiene su forma de ser. Por otra parte, a medida
que iba madurando me daba cuenta que conectaba más
con la espiritualidad de los místicos que con la que
Escrivá ponía a mi alcance. San Juan de la Cruz,
el maestro Eckhart, Santa Teresa, pasaron a ser mis maestros.
Si el misticismo -como apunta Ortega-, tiende a explotar
la profundidad y especula con lo abismático; por lo
menos, se entusiasma con las honduras, se siente atraído
por ellas, he de reconocer que siempre tuve una vena mística;
que sentía un cierto tirón místico. Y
conste que al hablar de una cierta vena mística, no
me refiero al misticismo aberrante, escape de la vida real,
que tanto y tan bien criticó en su tiempo el novelista-sociólogo,
Pérez Galdós. El gran don Benito puntualiza
acerca del mismo: "El misticismo, como cualquier otra
forma de idealismo exagerado, sólo se justifica cuando
se pone al servicio de la vida. Todo sueño o anhelo
de perfección ideal de espaldas a los afanes de la
existencia real y concreta es inútil e infecunda y
sólo conduce a la esterilidad y, a veces, a la locura.
Hay que buscar a Dios en la vida... La imaginación
ardiente, la loca de la casa, otra de las facultades superiores
del místico, no debe huir de la realidad para refugiarse
en la contemplación del absoluto".
Casi ni que decir tiene que suscribo estas sabias palabras
de la primera a la última, y nadie ha de convencerme
de lo que ya San Pablo expresó de forma tan maravillosa
en su carta a los Corintios: que lo verdaderamente operante,
lo decisivo en el ser religioso es la caridad; que lo activo
y práctico es la caridad, que no sólo salva,
sino hace la vida vividera y el mundo habitable. Pero esto
no quita que una tuviera una cierta vena mística y
que me sintiera hondamente interesada por las profundidades
de los místicos. Me interesaba por ese saber que tras
su oscuridad alumbra otras claridades: claridades de abismos,
voces de silencio, soledades sonoras, silente desierto, vibraciones
frente a la aproximación o cercanía del Misterio.
Considero a los místicos como una fuente fundamental
de inspiración para todo aquel que busca el toque de
lo eterno. Ellos fueron quienes realmente me ayudaron a ir
haciendo realidad aquello de "ser contemplativos en medio
del mundo", que tanto predicábamos. Su lectura
y meditación me adentraba en esos caminos de la contemplación
en medio del trasiego diario, mucho más que las directrices
estereotipadas de aquella dirección espiritual bastante
"light".
Misterio y mística: la manifestación de Dios
al hombre, adentrándose por la exterioridad de sus
sentidos, llega hasta lo más hondo, cala la conciencia,
afecta a la voluntad, determina la raíz del corazón
y confiere al hombre un saber de Dios, que es, a la vez, arrancamiento
y encantamiento. El Dios que hace ser, hace saber; y el que
da consistencia ontológica, ofrece también conciencia
perceptiva.
Pero Escrivá no era demasiado amigo de que sus seguidores
se adentraran en los caminos de los místicos. Era más
partidario de que su gente cumpliera a rajatabla las normas,
y que siguiera disciplinada y fielmente todas las órdenes,
notas e insinuaciones venidas de los superiores: eso era más
que suficiente garantía para estar en la vía
de la santidad. Lo demás podía ser considerado
como sutilezas innecesarias y hasta claras pérdidas
de tiempo.
Años después de haber dejado la Obra, sentí
una gran satisfacción al leer las emocionadas palabras
que el papa Juan Pablo II había pronunciado en el convento
de los Carmelitas de Segovia (digo satisfacción porque
con ellas conseguí quitarme, definitivamente, como
una espinita que, de alguna forma, todavía debía
de tener clavada): "Doy gracias a la Providencia que
me ha concedido venir a venerar las reliquias, y a evocar
la figura y la doctrina de San Juan de la Cruz, a quien tanto
debo en mi formación espiritual. Aprendí a conocerlo
en mi juventud y pude entrar en un diálogo íntimo
con ese maestro de la fe, con su lenguaje y su pensamiento,
hasta culminar con la elaboración de mi tesis doctoral
sobre "La fe en San Juan de la Cruz". Desde entonces
he encontrado en él a un amigo y a un maestro, que
me ha indicado la luz que brilla en la oscuridad, para caminar
siempre hacia Dios, sin otra luz ni guía que la que
en el corazón ardía. Aquesta me guiaba más
cierto que la luz del mediodía (de la poesía
"Noche oscura, 3-4"). `[JUAN PABLO II, Prólogo,
p. 5, del libro de Emilio Miranda, San Juan de la Cruz.]
Adentrarse en el mundo de los místicos, ya te lo decía
líneas arriba, es muy importante para todo aquel que
busca el toque de lo eterno.
La espiritualidad de Escrivá tenía poco que
ver con el autor de "La noche oscura del alma" y
de la "Soledad sonora", y muchos puntos en común
con contemporáneos suyos como Ramiro de Maeztu cuyo
pensamiento influyó considerablemente en los jóvenes
de su generación.
Con ese lirismo entre enamorado y marcial, que es típico
suyo en los momentos inspirados, Maeztu dice: "Así,
la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es
una fábrica a medio hacer... o, si se quiere, una flecha
caída a mitad de camino, que espera el brazo que la
recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida,
que está pidiendo a los músicos que sepan continuarla".
Escrivá, al referirse a la Obra de Dios, habla de
la Cruz de palo, sin Cristo, desnuda, porque está esperando
que ese Cristo seas tú.
Maeztu quiere tomar el timón de la conciencia española
cuando escribe: "El ímpetu sagrado de que se han
de nutrir los pueblos que tienen un valor universal es su
corriente histórica. Es el camino que Dios les señala.
Y fuera de la vía no hay sino extravíos".
Escrivá, en la misma línea, va aún más
lejos, cuando afirma reiterativamente a los suyos que "fuera
de la barca no hay salvación", y que sus hijos
han de funcionar siempre "por el conducto reglamentario"
.
Maeztu hace gala de su mentalidad medieval: "La vida
en la Edad Media -dice- no fue tanto una pesadilla como un
sueño, un sueño amoroso del cielo". Ve
un tiempo en que los hombres son como niños solitarios
que juegan y hablan con las realidades sobrenaturales de cerca,
de tú a tú, no en el terror de la cábala,
sino con el Buen Pastor. "Niños solitarios -añade-
que en este valle de lágrimas no dejan de recitar el
"Yo, pecador"."
Escrivá se definía como un "pobre pecador".
En cuanto a las realidades sobrenaturales, su teología
era más bien del asequible trato de lo que él
llamaba la "Trinidad de la Tierra", que se traducía
en una relación continua y confiada con la Virgen María,
San José y el Niño.
No sé si Escrivá se empapó de Maeztu
o es que, simplemente, respiraban parecido. Tampoco creo que
sea indispensable el saber quién se inspiraba en quién,
y tal vez sólo ocurre que uno y otro son hijos de un
mismo tiempo, y sus inspiraciones y puntos de referencia son,
por tanto, similares.
Inexplicable afán de
grandezas (1 de abril, 1999)
Hace algunos días me preguntabas sobre los afanes
de grandeza del fundador del Opus Dei. Dices que te han contado
que todo le gustaba de alta calidad; que se tomaba un interés
muy personal en la elección del mobiliario y de los
accesorios de las casas de la institución, que los
detalles de decoración le preocupaban hasta llevarle
de coronilla, y que le atraía la riqueza y hasta la
opulencia.
Creo que ya te he dicho que no traté nunca personalmente
a monseñor Escrivá, ni he vivido cerca de él.
Sí que he tenido ocasión de conocer a ex socios
y ex socias mayores, que le sirvieron durante años,
y que afirman que todo esto que me dices es cierto, como cierto
es también que hasta 1940, su familia era Escrivá
y Albás y, a partir de esa fecha, argumentando que
Escrivá era un nombre demasiado común para distinguirle,
solicitó que en el futuro se les conociera como Escrivá
de Balaguer y Albás; como a partir de 1960, dejó
de ser José María para pasar a ser Josemaría
y en 1968, solicitó y le fue concedido el título
de marqués de Peralta.
"Tanto afán de grandezas humanas -dice M. Angustias
Moreno con expresión dolorida-; por mucho que en la
teoría haya querido dejarnos eslóganes contrarios.
No le gustaba su origen sencillo de cura de pueblo, ni su
familia humilde ni su casa natal, pobre y sencilla, que hizo
derribar para hacer otra regia y señorial. A sus padres
hacía que cada vez los pintaran más góticos.
Consiguió sacar dos títulos para que los heredara
su hermano y realzar así el entorno familiar... Todo
tan opuesto a lo que los verdaderos hombres de Dios nos han
venido ofreciendo" [M.A. MORENO, La otra cara del Opus
Dei].
El tema del derribo de la casa familiar dio mucho que hablar,
no sin razón. Cuando uno viaja, por ejemplo, a Palma
de Mallorca, y se acerca al lugar donde nació fray
Junípero Serra, puede contemplar allí su casa
conservada; la propia de una modesta familia de payés
mallorquín. Y lo mismo ocurre con el hogar donde, nació
Jacint Verdaguer, que puede visitarse en Folgaroles (VIC).
También la casa de Federico García Lorca -la
última vivienda natal de un personaje conocido que
he tenido ocasión de ver- está tal cual. Es
una casa de campo, a la antigua usanza, con sabor provinciano,
situada en el municipio de Fuentevaqueros, su pueblo natal.
Allí hay platos de cerámica popular, viejas
ollas, de cobre hechas por los gitanos en las cuevas de Granada,
los bocetos a lápiz realizados por Federico para sus
obras teatrales, los homenajes de sus amigos pintores, una
habitación casi monacal en la que el poeta escribía
con una imagen de la Virgen de las Angustias presidiendo el
lecho, y el piano en el que García Larca tocaba piezas
de folclore andaluz que sin él se habrían perdido.
La casa de José María Escrivá, por el
contrario, la volaron por orden propia, para en su lugar construir
otra con más pompa y que nada tiene que ver con la
que fue la original de su niñez y juventud.
Todo lo que hacía referencia al Padre se adornaba
cada día un poco más: sus años de infancia
y juventud, la pérdida de la fortuna familiar, la entrega
incondicional de los suyos a la Obra a la que "habían
dado todo", su brillante carrera de Derecho, sus consistentes
estudios de Teología, su sólida formación
intelectual...
Recuerdo el gesto de sorpresa y la indignación de
una numeraria que había conocido de cerca a la madre
y a los hermanos del Padre, cuando vio en un Noticias (publicación
interna de la sección femenina del Opus) la foto en
color de un cuadro que un miembro de la Obra había
pintado siguiendo las indicaciones de Escrivá. Se trataba
de un óleo en el que aparecían las figuras muy
estilizadas de un hombre y una mujer, perfectamente vestidos
y con aspecto de grandes señores ambos. La numeraria
a la que me refiero, que conocía a fondo a la "abuela
y a tía Carmen" -era como se llamaba a la madre
y a la hermana de Escrivá-, no salía de su asombro,
y comentó: "¡Qué barbaridad, a medida
que pasa el tiempo nos los presentan cada vez más estilizados
y con mayor pompa! Si la abuela levantara la cabeza sería
la primera en no reconocerse ni por el forro". Y añadió,
como pensando en alto: "Pero ¿por qué ese
empeño en presentar a un sencillo matrimonio de Barbastro
como si ambos fueran miembros de grandes familias? Una de
dos, o los que rodean al Padre no cesan de darle coba y le
adulan fomentando sus delirios de grandeza, o es él
quien impone sus propios delirios, y los que le rodean, temerosos,
no se atreven a rechistar. De una u otra forma, esa deformación
de la realidad me parece ridícula Y bochornosa, y desde
el punto de vista de los valores del espíritu, un engaño
y un timo".
Ni que decir tiene, que tan rotundo y contundente comentario
me tambaleó por dentro y me dejó sumida en el
más profundo silencio.
Como verás, la realidad de Escrivá parece tener
más relación, en ésta y en otras facetas,
con la realidad de algunos de los grandes líderes que
con la sencillez de los santos o de los poetas. Alan Bullock,
cuenta de la casa familiar de Stalin:
"El hogar de Stalin fue una casa de ladrillos, de una
sola habitación con un desván en la parte de
arriba y un sótano. Posteriormente fue transformado
en un santuario, al que se dio forma de templo neoclásico,
adornado con cuatro columnas de mármol".
También A. Bullock alude a sus cambios de nombre:
"Cambiarse de nombre. Iósiv Dzhugasshvili, de
joven decidió llamarse Koba (una especie de Robin Hood
caucasiano) y después pasó a ser conocido como
Stalin".
Sin embargo, estos conocidos afanes de grandeza de Escrivá
contrastan con sus constantes manifestaciones de humildad:
"No valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé
nada, no soy nada... ¡nada!" ("Artículos
del Postulador", n.964). De él mismo también
decía que no era más que "un burro sarnoso".
El historiador A. Bullock, dice de sus biografiados, Hitler
y Stalin:
"Aunque Stalin procuraba disimular su personalidad bajo
un manto de aparente modestia, todo estaba destinado a fomentar
el culto a la personalidad, que era algo tan esencial para
su régimen como lo fue el mito de Hitler para el Tercer
Reich".
Vanidoso, presumido, con afanes de grandeza, es como Escrivá
aparece a los ojos de unos. Todo humildad, sencillez y espiritualidad
es como le ven los suyos. Unos y otros dicen tener motivos
para sus afirmaciones.
"Los defectos que tenía no eran nada fuera de
lo corriente -dice M. Walsh-, pero eran difícilmente
compatibles con el grado de santidad necesario para la canonización.
Por ejemplo, era claramente presumido. Era vanidoso en su
apariencia, siempre vistiendo con mucho esmero. Era vanidoso
de sus antecedentes familiares. Su madre era una sencilla
mujer de clase media de Barbastro. Los retratos que él
mandó hacer la presentaban espléndidamente vestida
y, según quienes la conocieron, estaban totalmente
en desacuerdo con su carácter".
La opinión de M. Walsh, contrasta rotundamente con
la de P. Urbano, cuando afirma en la biografía de Escrivá:
"Ni quiere honores, ni busca pedestales, ni le complacen
las alabanzas. Con vivacidad explica que lo peor que puede
sucederle a un hombre es recibir sólo elogios. En cambio,
vive y agradece las correcciones".
"Este voluntario eclipsamiento -dice también
P. Urbano-, tan opuesto a la tendencia natural de cualquier
trayectoria humana, que lo que busca es despuntar, sobresalir,
ganar relieves de prestigio y de notoriedad social, Josemaría
Escrivá lo pretende desde siempre".
Ésta y otras afirmaciones similares de la autora,
son del todo opuestas a los relatos de diferentes personas
que han vivido muy cerca del fundador del Opus Dei, y aseguran
que a monseñor Escrivá las grandezas le volvían
del revés.
Una numeraria de la llamada época fundacional y que
abandonó la Obra después de muchos años
de militancia, define a Escrivá como "un psicópata
con delirios de grandeza":
"Le impresionaba mucho la gente que tenía poder,
dinero o títulos. [...] Tenía una vanidad pueril.
Era Prelado doméstico y le gustaba vestirse con los
capisayos de Prelado y pasar a la administración para
que lo vieran las sirvientas. [...] Llevaba siempre hebillas
de plata en los zapatos, también Alvaro. Todas las
noches se limpiaban sus zapatos y se les sacaba brillo a las
hebillas. [...] Le gustaban los objetos caros y todo de la
mejor calidad. [...]Pienso que fue un hombre que consiguió
siempre sus caprichos cuya lista de ellos podría ser
casi interminable. Tuvo todo, todo, todo lo que quiso. [...]Él
decía que era pobre y esto resultaba muy divertido,
porque quiso vivir siempre en suntuosos palacios. En las casas
grandes, tenía siempre en la parte más noble
de la casa una suite de lujo que estaba cerrada siempre, esperando
que un día llegara "el Padre". [...] Cuando
se casó su hermano lo metieron en la orden del Santo
Sepulcro para que se pudiera casar con uniforme. En Roma había
un cuadro con un señor de esa orden Y llegaron a cambiarle
la cara por la de su hermano Santiago, así en ese cuadro
aparecía Santiago Escrivá, caballero del Santo
Sepulcro en un cuadro de Dios sabe cuando".
Michael Walsh recoge en su libro ya citado diferentes testimonios:
"M. del Carmen Tapia comentó que todos aquellos
con los que Escrivá comía, o de lo que comía,
tenía que ser de gran calidad. Los platos eran de la
mejor porcelana, los cubiertos de plata. Según un arzobispo
al que llevaron allí a comer en 1965 durante la última
sesión del Concilio Vaticano II, la vajilla era chapada
en oro. El arzobispo (aunque entonces era sólo obispo
y recién consagrado) es un hombre de una considerable
conciencia social. Le fue imposible conciliar los platos de
oro con la vida cristiana que él esperaba en un hombre
de tal distinción en la Iglesia. También le
fue imposible comer aquellos alimentos exquisitamente preparados
y perfectamente servidos.
En el año 1966, cuando yo vivía en Montelar,
oí contar que varias numerarias de la asesoría,
habían ido recientemente de bólido a la búsqueda
de una sopera de plata maciza para enviar a Roma por encargo
del Padre. Parece ser que éste había dicho:
"Quiero una sopera de plata para que cuando invite a
comer a algún cardenal, al verla exclame: ¡Ahhh!".
En fin, que pensaba dejar patidifusas a las altas jerarquías
eclesiásticas.
No sé si te he contado, que en el mismo edificio de
Montelar, aunque en otra casa, vivían las máximas
superioras de la Obra para toda España. Ellas, como
es lógico, tenían hilo directo con Roma, y con
frecuencia venían a nuestras tertulias para transmitimos
vivencias del Padre y del mundo que le rodeaba. Entre otras
anécdotas, allí oí contar que a Escrivá
le enviaban por avión los exquisitos alimentos frescos
que a él le agradaban, para que sIempre estuviesen
presentes en su mesa, y escuché los distintos consejos
que él mismo daba a sus administradoras, como aquel
de: ."Si fuerais pícaras, hijas mías, me
serviríais el vino más caro en jarra de barro".
También en aquellos tiempos supe que a las supernumerarias
y cooperadoras ricas de solera había que pedirles monedas
de oro, preferiblemente "peluconas", para meterlas
como sorpresas en los roscones de Reyes que iban destinados
al Padre. Además, el pedirles joyas a estas mismas
señoras, para aumentar la colección de cálices
y copones de la casa central de Roma, era una constante.
A propósito de joyas, recuerdo una historia que me
ocurrió al poco tiempo de hacerme numeraria. La madre
de unas íntimas amigas mías -una supernumeraria
riquísima, muy habladora y bastante superficial- un
buen día me cogió por banda y me comentó
-yéndose de la lengua-, que su directora le había
sugerido que se desprendiera de un conjunto de pendientes,
collar y pulsera de mucho valor, herencia de su madre. Ella
ya había dado a la Obra bastantes joyas, pero que no
eran de procedencia familiar tan directa, pues pensaba que
éstas deberían ser para sus hijas, igual que
su abuela las había dejado a su madre, y su madre a
ella. Me conocía desde muy pequeña y quería
saber mi opinión como numeraria. Mi respuesta fue la
misma que a continuación di, cada vez que me consultaron
cuestiones similares:
-Por mucho que te insinúen o sugieran -le dije-, tú
eres la que debes decidir libremente, ante Dios y tu conciencia,
lo que debes hacer. De todas formas -añadí-,
si tienes dudas, consulta con el sacerdote pues te puede ayudar
a aclararte.
Poco tiempo después supe, por una de sus hijas, que
había dejado de ser supernumeraria, y que comentaba,
por aquí y por allá, que en la Obra le habían
hecho tanto caso, sobre todo, para ver qué le podían
sacar.
Estas cosas que te cuento eran hechos que iban quedando en
mi corazón, pero que, de momento, los desechaba, no
quería juzgarlos; eran pequeños hechos que iban
quedando como amortajados en la bruma. No quería entrar
en ellos, darles una explicación coherente. Sin embargo,
creo que los sentía con la suficiente fuerza como para
no olvidarlos. Se iban sumando: uno, otro, otro hecho más.
El más sonado de estos asuntos que hacían referencia
a los inexplicables -al menos para mí- delirios de
grandeza del fundador del Opus Dei, ocurrió en el año
1968, cuando Escrivá rehabilitó el título
nobiliario del Marquesado de Peralta. Este suceso levantó
la polémica entre propios y extraños, hasta
el punto de que, a nivel interno, se redactó una nota
oficial, que venía directamente de Roma, justificando
el hecho, y que todos los directores deberían repetir
y comentar a ca a uno e sus dirigidos en el transcurso de
la confidencia. Aun así, el revuelo que se levantó
entre los asociados fue grande, y hubo hasta quien se planteó
abandonar la Obra.
El asunto del título nobiliario resultaba especialmente
provocador por los tiempos eclesiales que corrían y
los .aún recientes acontecimientos que hablamos tenido
ocasión de vivir. El cardenal Roncalli -por poner un
ejemplo contundente y significativo- a los pocos días
de haber sido elegido Papa, fue preguntado sobre los títulos
de nobleza que quería dar a los miembros de su familia,
y asombró a sus maestros de ceremonias contestándoles:
-El título que tendrán mis parientes es el
más elevado que hayan tenido nunca: hermanos y sobrinos
del Papa.
Con esta respuesta rompió con una costumbre secular
que, hasta entonces, sólo había roto Pío
X, otro Papa con antecedentes campesinos. El papa Sarto rehusó
cualquier género de nobleza para sus tres hermanas.
Poco tiempo después del fallecimiento de Juan XXIII,
Pablo VI aún fue más allá al anunciar
-ante el príncipe Colonna y todos los demás
títulos de la nobleza romana pontificia presentes en
una audiencia que les concedió- un cambio en la estructura,
anticuada e inoperante, de esa nobleza que no tenía
ya sentido para el mundo católico.
Los Colonna, Altieri, Chigi, Orsini, Barberini, Ruspoli,
Lancellotti..., parecían tener sus días contados
como nobles pontificios.
El asunto del título nobiliario solicitado por Escrivá
hizo que en no pocos socios -unos lo reconocían abiertamente,
otros se callaban como muertos- se tambaleara esa "base
de autoridad carismática" en la que se apoyaba
todo el montaje de la Obra. El término "carisma"
-siguiendo a Max Weber- se entiende como referencia a cualidades
extraordinarias de una persona, independientemente de que
éstas sean reales, pretendidas o supuestas. En consecuencia,
"autoridad carismática" se refiere a un dominio
sobre los hombres, externo y ante todo interno, al que se
someten los gobernados debido a su fe en la cualidad extraordinaria
de la persona específica. El brujo hechicero, el profeta,
el jefe de expediciones de caza y de saqueo, el cacique guerrero,
el llamado gobernante "cesarista" y, bajo determinadas
condiciones, el jefe personal de un partido, todos ellos son
dirigentes de este tipo en relación a sus discípulos,
seguidores, tropas alistadas, partido, etcétera. La
legitimidad de su mando se basa en la fe y la devoción
por lo extraordinario, apreciado porque trasciende las cualidades
humanas normales, y considerado originariamente sobrenatural.
En consecuencia, esta fe, y la pretendida autoridad que en
ella se basa, desaparecen o amenazan ruina en cuanto la persona
carismáticamente calificada parece haber quedado desprovista
de su poder.
El que se llamaba a sí mismo "borrico sarnoso",
"el más humilde servidor", "el último
botón del último botín"..., había
movilizado todas las fuerzas vivas para conseguir un título
nobiliario. ¿Qué sentido podía tener
todo aquel contradictorio montaje?
A pesar de los años transcurridos, recuerdo bien la
conversación que mantuve con mi directora, M. Rosa
C., a propósito del reciente y polémico título.
Ella fue quien sacó a relucir el tema, tal y como estaba
ordenado desde arriba:
-¿Qué has pensado cuando has leído en
la prensa lo de la rehabilitación del título
del Padre? Porque algo habrás pensado, ¿no?
-insistió-.
-Bueno -respondí-, lo primero que he pensado es que
nadie es santo las 24 horas del día, y está
visto que ni el propio monseñor Escrivá está
libre de aquello de vanidad de vanidades. Lo segundo, es que
creo que ha sido una metedura de pata, al no sospechar que
el tema iba a levantar tantas ampollas.
El caso del Padre me trajo a la memoria aquel otro de su
paisano Francisco de Goya, que cuando empezó a moverse
en el mundo de la Corte y sospechaba que había quien
se burlaba de sus oscuros orígenes, encargó
hacer el árbol genealógico de su madre, doña
Engracia de Lucientes, que procedía de una familia
que se remontaba a los tiempos del dominio de los godos, para
poder dar en las narices a cualquiera que dudara de su filiación.
Pero Goya no iba por la vida de aspirante a santo, precisamente,
y además eran tiempos en los que la Inquisición
revisaba las genealogías de los individuos. Lo de Escrivá
tenía mucha menos explicación.
Alguna vez pasó por mi cabeza que también es
posible que al llegar el Padre a vivir a Roma y conocer su
grandiosa historia, se entusiasmara con el espíritu
del Renacimiento italiano y su neta vocación aristocrática.
Fue un tiempo en que cualquier artesano, orfebre, forjador
o impresor no descansaba hasta obtener de las autoridades
de su gremio certificados de nobleza. De Miguel Angel mismo
se aseguró que venía del linaje de los emperadores
de Alemania; Benvenuto Cellini afirmaba que descendía
de un capitán de Julio César; Paracelso, hijo
de un modesto médico de Einsiedeln, juraba que llevaba
en las venas la sangre de un principe, de quien su padre era
hijo natural; Gerolamo Cardano, físico, matemático
y medio hechicero, remontaba su origen a la egregia familia
de los Castiglione... Ante este panorama, y si uno se deja
contagiar de ese mismo espíritu más que por
el espíritu evangélico, ¿qué tiene
de raro que Escrivá insistiera en buscar un marquesado
para él y los suyos?
En su momento, mi directora repitió al pie de la letra
la explicación oficial que debía dar:
-Hay que tener en cuenta que lo ha hecho con la exclusiva
finalidad de transmitírselo a su hermano menor, Santiago,
y a sus descendientes. En justicia, quiere compensarles de
algún modo por la ayuda personal y material con que
han secundado la andadura de la Obra desde el primer instante.
-En tal caso -añadí con desgana, porque no
me gustaba hablar del tema-, podía haber resuelto el
asunto de forma menos llamativa y escandalosa. Por ejemplo,
haciendo como que toda la tramitación la llevaba a
cabo directamente su hermano Santiago, ya que era el interesado,
y el haberse quedado aparentemente al margen, aunque a la
vez, porque a él le daba la gana y por orden suya,
la Obra hubiera corrido con los gastos, asesoramientos, papeleos,
etcétera (para resucitar aquel título tuvieron
que mover muchas teclas).
Le expuse entonces el caso de lo que había ocurrido
en mi propia familia hacía algunos años. El
anterior marqués de la Granja de San Saturnino había
fallecido, y el título pasaba directamente a mi abuela
María Lecuona, madre de mi padre. La abuela hacía
poco tiempo que había muerto y, por tanto, el marquesado
le correspondía a mi tío Alonso, hermano mayor
de mi padre. Como él era soltero y no tenía
hijos, mostró poco interés por ostentar un título
al que no iba a dar continuidad, y le dijo a mi padre que
se ocupara él de solicitarlo. Así lo hizo, y
cuando todo estaba arreglado, su hermano le comunicó
que había decidido no renunciar. Pasó entonces
él a ser el marqués.
Con esta historia, tan próxima, quise decir que, si
el marquesado de Peralta no le hubiera interesado a Escrivá,
sino a su hermano, éste último lo podía
haber solicitado haciendo lo mismo que él hizo, es
decir, pagando las considerables costas de un complejo proceso
de rehabilitación, ya que el concesionario del título,
no era su padre, ni su tío, ni un hermano, ni un abuelo,
sino un tal don Tomás de Peralta, secretario de Estado
de Guerra o Justicia del Reino de Nápoles.
(A este respecto resulta curiosa, como poco, la desinformación
del padre agustino Rafael Pérez, que presidió
como juez el proceso de beatificación de Josemaría
Escrivá de Balaguer, el más polémico
proceso de este siglo. En el transcurso de una entrevista
concedida a la revista "Epoca" la última
semana de enero de 1992, llevada a cabo por Carmen Enríquez,
el mencionado juez afirma: "El título de marqués
de Peralta pertenecía a su padre. Al morir éste,
sólo el primogénito -o sea él- podía
reclamarlo [...]. Todo lo que quiso fue restituir a su familia
lo que le pertenecía y sólo él podía
proporcionarle, lo que por otra parte, además de un
derecho, era una compensación por todas las privaciones
que habían pasado ayudándole en su Obra".)
Después de aquella explicación, la directora
ya no supo qué añadir -en la ficha que les habían
ordenado difundir no había más explicaciones-
y no volvimos a hablar más del tema, de lo cual me
alegré infinito. Prefería no juzgar, y para
eso, lo más recomendable era omitir el asunto. No pensaba
para nada ir pregonando que el móvil de la historia
del marquesado me parecía que era la vanidad, pero
tampoco estaba dispuesta a dedicarme a justificar lo injustificable;
de eso ya se encargaban los directores.
La realidad era evidente y palpable, y es que Escrivá
ya no espera a que le adornen, engrandezcan y encaramen sus
hagiógrafos, sino que él mismo se encarga de
encaramarse y engrandecerse, dándoles así el
trabajo hecho. Hay quien dice, con mirada benévola,
que Escrivá no hizo más que adelantar tarea,
pues es muy posible que, de no haberlo hecho él, se
habrían encargado de hacerlo sus seguidores más
próximos. Sería diferente. Una cosa es engrandecerse
uno mismo y otra que te engrandezcan los demás, como
ha ocurrido con las vidas de tantos santos, que las plumas
oficiales y más ortodoxas, con sus "biografías"
oficialistas y oportunistas, se han encargado de manipularlas
para hacerlas mas ejemplares, de tal forma que si el santo
protagonista levantara de nuevo la cabeza tal vez ni llegaría
a reconocerse.
Una vez más, voy a poner un caso concreto entre los
muchos existentes. Se me ocurre recordar el de un santo al
que quiero mucho. San Juan de la Cruz se proclamaba hijo de
un pobre tejedor (por él mismo sabemos que su padre
ejercía el oficio "vil" de tejedor y murió
al poco de nacer él -1542- en Fontiveros). Su madre,
Catalina Alvarez, se trasladó con sus hijos a vivir
a las próspera Medina del Campo, donde, por ser hijos
de viuda pobre, Juan pudo no solo sobrevivir, sino educarse
y formarse en su niñez y adolescencia. Pues bien: llegada
la hora, se le buscaron ascendientes nobles, ricos, limpísimos
de sangre y de oficio, porque en aquellos hagiógrafos
y en su sociedad -fue en el siglo -fue en el siglo XVII cuando
las distintas hagiografías fabricaron sus "vidas,
milagros y virtudes"--, no cabía ni la sospecha
de un santo de orígenes "viles". También
por aquellas fechas se transfiguró en asceta de rigor
a quien clamaba contra las "penitencias de bestia";
se encarriló por la regular observancia sin concesiones
a uno de los espíritus más libres que haya existido;
se envolvió en exorcismos, visiones, aspavientos y
devociones baratas al crítico riguroso, racional y
humanista de las formas barrocas de religiosidad, y se rodeó
de milagros, en fin, al que decía que, de hacerlos,
Dios "a más no poder los hace".
Tantas manipulaciones eran quizá, más o menos,
explicables en el siglo XVII, ya que en aquel entonces parece
ser que no había otra posibilidad que ajustar al santo
al modelo de santidad -el único que cabía-,
pero en nada coincidente y en casi todo chocante con el que
San Juan de la Cruz propone en sus escritos. Pero ante el
claro afán de engrandecerse que tuvo monseñor
Escrivá, me resulta dificilísimo pensar y menos
creer que él estuviera convencido de que todas esas
manipulaciones eran imprescindibles -o seguían siendo
imprescindibles- para aspirar a ser santo. No; no me puedo
creer que ésa fuera su intención en la segunda
mitad del siglo XX. La única explicación que
queda patente con su actitud es que las grandezas le volvían
del revés y que estaba deseoso de alcanzar un status
del que nunca había gozado.
María Angustias Moreno, que en aquel entonces era
directora, cuenta en su libro, El Opus Dei, anexo a una historia:
"¿Cuánto costó a la Obra el título
del Padre? No lo sé. Sólo sé que fuimos
muchos los que para salir de la situación tuvimos que
argumentar muchas razones "convincentes", explicando
lo que era totalmente inexplicable. Con el Evangelio en la
mano, verdaderamente, aquel evidente afán de grandeza
resultaba inexplicable".
Nos encontramos en el tercer año de la predicación
de Jesús. Los discípulos habían reunido
una multitud en un lugar desértico de la orilla oriental
del lago Tiberiades. Se hace de noche y nadie ha comido aún.
Los discípulos intentan mandar al gentío a sus
casas, pero Jesús, haciendo uso de su gran autoridad,
se puso a organizar una colecta de víveres entre los
asistentes y el milagro se produjo: todo el mundo se sació
"y recogieron doce cestos de sobras de pan y de pescado",
(Mc. 6,42-43).
La noche se echó encima y las hogueras brillaban por
todas partes. Los zelotes que habían organizado la
concentración creyeron que había llegado el
momento. Se metieron entre la gente diciendo: "Realmente
éste es el Mesías que tiene que liberar Israel".
La tensión comenzó a subir y con ella el entusiasmo
de la gente.
Jesús se dio cuenta del peligro que le acechaba y
de que "iban a llevárselo para proclamarlo rey"
. (Jn. 6,14-15). Al ver, sobre todo, que sus discípulos
compartían esa idea, esperó una buena ocasión
y "se retiró otra vez al monte, él solo".
Una vez más, Cristo rechaza la tentación de
poder.
No busca grandezas, títulos, vanidades. Es más:
cuando se los ofrecen, los rechaza, dejando así bien
clara su postura: "Mi reino no es de este mundo".
Efectivamente, con el Evangelio en la mano, la actitud de
Escrivá era inexplicable. Ambos espíritus no
se podían encontrar más lejos uno de otro. La
explicación oficial que en su momento nos dieron para
justificar el hecho en el fondo no justificaba nada. Años
después, según he podido leer en la hagiografía
de Escrivá de Pilar Urbano, además de la primera
explicación, ya citada, se da una segunda. Esta justificación
más reciente alude a que el Padre no hizo más
que cumplir con su deber con el fin de dar ejemplo a sus hijos.
El texto dice: "Por la misma razón que, cursados
los estudios, ha obtenido sucesivamente los títulos
académicos de sus dos doctorados -Derecho y Teología-,
está en su legítimo derecho de poner en vigor
el título del abolengo de su familia. De no hacerlo
así, las mujeres y los hombres del Opus Dei, en su
afán de imitar la conducta del fundador, renunciarían
en adelante a los atributos civiles que legítimamente
les correspondieran, menoscabando así perniciosamente
la esencia laical de su vocación".
Los hijos suelen hacer lo que ven hacer a sus padres, y no
o que ellos les dicen, según asegura equivocadamente
una falsa pedagogía utilizada con mucha frecuencia
por los padres con el consiguiente fracaso. Nosotros teníamos
que identificamos con un padre que decía unas cosas
y hacía otras. Todo lo que pensara o sintiera cualquier
miembro numerario de la Obra debía de pasar por "la
cabeza y el corazón del Padre", pues así
lo exigía el llamado buen espíritu.
Naturalmente, todos deseamos identificamos con las personas
que respetamos y admiramos, pero ese modelo positivo me resultaba
imposible encontrado en monseñor Escrivá, cuando
veía todo lo que estaba viendo. El temor, el respeto,
la admiración que había sentido hacia mi propio
padre, no lo podía sentir por aquel personaje que se
.manifestaba como un ser muy pagado de sí mismo y con
desmedidas ansias de grandeza y de poder.
Desconozco si mi caso tenía algo que ver con la necesaria
"desdivinización del padre", o del "asesinato
psicológico" del mismo, al estilo freudiano. Sí
sé que mis pensares y sentires metafísicos y
religiosos se alejaban gradualmente de esa identificación
que se me pedía, y cada vez tenía menos empeño
de que éstos pasaran por su cabeza y por su corazón.
Mi sentido de la veneración no se identificaba con
él ni con sus montajes. ¿Qué tenía
que ver todo aquello -imparable carrera del dinero, nivel
de vida cada vez más alto, inmuebles progresivamente
más lujosos, y para colmo, el escarbar hasta conseguir
hacerse con un título nobiliario- con lo divino, lo
santo, lo trascendente, lo sagrado, que era hacia lo que queríamos
dirigimos? Mi veneración, ese algo que se eleva sobre
el mundo de la vida cotidiana, en lo que se percibe una dimensión
profunda, oculta, oscura y misteriosa, apuntaba para otro
lado.
Lo que se dice y lo que se hace (7
de abril, 1999)
No eres la primera, y supongo que tampoco vas a ser la última,
en señalar las contradicciones del Opus Dei que saltan
a la vista. El profesor J. Estruch, profundo estudioso del
tema, habla de la contradicción de una organización
"elitista", pero que dice estar formada por "cristianos
corrientes"; de la contradicción de un movimiento
que proclama profesar una "espiritualidad eminentemente
laical", pero que induce a muchos de sus miembros mas
valiosos a ingresar en el sacerdocio; de la contradicción
de un movimiento que quiere estar plenamente inserto en las
estructuras eclesiásticas, pero que no obstante ha
constituido siempre "un caso aparte", con instituciones
propias, con sus propios seminarios y con sus propios sacerdotes;
la contradicción de Un movimiento que pretende participar
al cien por cien en todas las instancias ("nobles")
de la sociedad, en nombre de su radical "secularidad",
pero que al tiempo, y en nombre de la "discreción"
quiere pasar desapercibido en ellas, y con frecuencia recurre
de hecho a todos los medios de que dispone con objeto de garantizar
efectivamente esta "invisibilidad"; la contradicción
de un movimiento, en fin, que dice que el espíritu
de "verdadera pobreza"consiste en renunciar al dominio
sobre las cosas, pero que simultáneamente afirma que
su vocación es la de establecer una relación
de dominio sobre las cosas mediante el trabajo, razón
por la cual no es de extrañar que a menudo sea acusado
de predicar "el espíritu de pobreza" y de
practicar exactamente lo contrario.
"Y así podríamos ir continuando -señala
Estruch-, casi indefinidamente. Se trata, en último
término, de la aparente contradicción entre
los ideales del movimiento ("Sois libérrimos,
hijos míos", según Escrivá), y la
estructura de la organización, recluida en sí
misma como una auténtica "institución total".¿Por
qué, pues, esa paradoja del Opus Dei en cuanto a institución
al mismo tiempo modernizadora y tradicionalista, innovadora
y según cómo próxima al integrismo?"
-se pregunta el mismo autor-.
En el campo de la política, pero sobre todo en el
campo de la economía, deja libertad a sus socios para
que actúen según su responsabilidad, mientras
que en otros terrenos del comportamiento las convicciones
son inamovibles y no puede haber concesiones de ningún
tipo. Por ejemplo, la guerra puede ser "justa" y
la pena de muerte se puede "justificar" en algunas
circunstancias, mientras que en el ámbito de la sexualidad,
de la procreación y de la vida familiar, los principios
adquieren un carácter absoluto y no cabe concesión
alguna a las convicciones. Utilizando terminología
muy conocida: hay mucha manga ancha a la hora de hacer chanchullos
económicos o engañar al fisco, y manga muy estrecha
para la regulación de la natalidad, el divorcio o separación,
etcétera. Se trata, por otra parte, de planteamientos
que a menudo han sido corrientes en las posturas adoptadas
por la Iglesia oficial.
Es cierto que se palpaba el dualismo; había mucho
que hacer en la superación del dualismo para llegar
-ir llegando- a la "unidad de vida" que tanto predicábamos.
Superación en el desenmascaramiento de la dicotomía
persona-sociedad, espíritu-cuerpo, fe privada-fe pública,
trascendencia-historia... Pero todo esto no había ni
que planteárselo, ya que nuestra cabeza y nuestro corazón
tan sólo tenían que estar pendientes de cumplir
órdenes: lo que digan tus directores, cuando lo digan
y tal y como lo digan.
Pero donde se manifestaban y manifiestan las mayores contradicciones
es en la relación entre la "libertad" y el
"control del individuo" en la vida de los asociados
y asociadas numerarios y numerarias; personas que deben ofrecerse
por completo a Dios, en una vida a Él consagrada a
través de una entrega total a la institución,
la cual puede disponer absoluta y plenamente de ellos mediante
múltiples y estrictos controles: cambios de residencia
obligados, desposesión de bienes, control de lecturas,
distintos controles psicológicos y morales basados
en la creación de fuertes vínculos de dependencia
(dirección espiritual y confidencia)...
Recuerdo que en aquellas circunstancias la lectura de "El
miedo a la libertad" de E. Fromm supuso para mí
una gran apertura de horizontes y me planteó importantes
interrogantes como: ¿Independencia y libertad son inseparables
de aislamiento y miedo? ¿No existe un estado de libertad
positiva en el que el individuo vive como un yo independiente
sin hallarse aislado, sino unido al mundo, a las demás
personas, a la naturaleza? Fue una lectura instructiva, estimulante
y sugerente. Este libro -en aquel momento clave-, lo descubrí
por una entonces numeraria de nacionalidad argentina, Beatriz
R. G., psiquiatra de profesión, y poco después
de leerlo se prohibió que circulara: su lectura no
convenía a las numerarias, ya que les podía
llevar a poner en tela de juicio principios básicos
respecto a la libertad, en los que el criterio era marcado
única y exclusivamente por el Padre.
Escrivá no perdía ocasión de explayarse
en este tema del que se consideraba "campeón":
"Yo cada vez tengo más amor a la libertad -decía-.
Hay que saber respetar la libertad de los demás. Y
ser comprensivos: aceptar que otros tienen sus motivos para
pensar de modo distinto; y admitir que nosotros podemos estar
equivocados. No seamos nunca fanáticos. No hay cosa
de este mundo por la que valga la pena ser fanático.
Sólo prestamos adhesión sin reservas a las verdades
de la fe. Pero todo lo demás, ¡todo!, es opinable.
Y si aquél o el otro piensan de modo diferente, ¿qué?
¡Ni me ofende, ni me ofendo!" [36 P. URBANO, op.
cit., p. 275].
En marzo de 1964 decía Escrivá a un grupo de
numerarias: "Nosotros en materia de fe seguimos la doctrina
definida por la Iglesia. En las demás cuestiones, que
Dios ha dejado al libre arbitrio de los hombres, cada uno
opina como quiere: aunque sean cuestiones teológicas.
Por eso prohíbo terminantemente que en la Obra haya
escuelas o corrientes doctrinales comunes para los miembros
del Opus Dei en lo que sea opinable, porque también
en estas materias filosóficas o teológicas,
etcétera, somos libres" [P. URBANO, op. cit. p.281].
En ese mismo encuentro, que tuvo lugar en Roma, hace alarde
de una doctrina cristiana casi libertaria: "Mienten los
que dicen que somos integristas -dijo-. Mienten los que dicen
que somos progresistas. Somos libres, "qua libertate
Christus nos liberavit" [...]. Amor a la libertad, pues,
dentro de los términos de nuestra vocación.
Sin embargo, como el mundo está ahogado por tiranías,
quizá habrá gente que no nos entienda. Por eso,
porque son tiranos, y no son capaces de comprender a las almas
que caminan "in libertatem gloriae filiorum Dei",
con la libertad de los hijos de Dios. Nosotros hemos de ser
campeones de la libertad, de la libertad santa".
En el calificativo "santa" está el quid
de la cuestión; es el juego de mi libertad y de la
voluntad de Dios. "Santa libertad" en contraposición
a lo que considera "falsa libertad", es decir, la
que nos permite equivocamos en lugar de ir seguros por el
camino que nos han marcado los gobiernos de la Iglesia. Escrivá
lo explica así: "Yo le dije un día a Dios:
te doy mi libertad. Y, con su gracia, he mantenido la promesa.
[...] Y cuando alguna vez el diablo nos haga sentir la impresión,
el peso de ese yugo que hemos tomado libremente, tenemos que
oír las palabras del Señor: "iugum enim
meum suave est, et onus meum leve (porque mi yugo es suave
y mi carga ligera), que me gusta traducir, por libre, así:
¡mi yugo es la libertad!, ¡mi yugo es el amor!,
¡mi yugo es la unidad!, ¡mi yugo es la vida!"
Es decir, que si uno consigue convertir la sumisión
en infinito en infinito deseo de sumisión, esa sumisión
ya no es tal sino que se convierte en libertad santa; libertad
auténtica que consiste en acatar a voluntad de Dios.
Pero como para los miembros de la Obra la voluntad divina
se manifiesta por el "conducto reglamentario" que
es la voluntad del Padre, cuyos transmisores son, en primer
término los superiores mayores y a continuación
los directores inmediatos, quiere decir que el asociado es
libre solo cuando asume al máximo lo que su director
espiritual le dice en la confesión, y lo que el di
rector o directora sugiere o manda en la confidencia. El asociado
vive entonces la auténtica libertad, la "obediencia
inteligente", la fidelidad, el buen espíritu,
la vida interior traducida en obras, la filiación al
Padre, el amor al Padre y, por supuesto, la unidad.
El catedrático de derecho y sacerdote numerario, Amadeo
Fuenmayor, marcaba unas pautas clave en las "Actas del
Congreso Nacional de Perfección y Apostolado"
de 1956, cuando al hablar de los "peligros y dificultades
del apostolado en el mundo", apunta como un peligro posible
"el de un apostolado individualista, que no se deje dirigir
y orientar fácilmente". "El espíritu
de iniciativa -advertía-, que es bueno cuando se deja
informar por la obediencia, puede ser perjudicial si conduce
a una labor apostólica hecha con excesivo criterio
personal". Este peligro se solventa por "la estrecha
dependencia que necesariamente -por el vinculo de la obediencia-
hay entre los socios y los superiores internos. [...] Cada
socio estrechamente unido a sus superiores internos -porque
está santificándose en el mundo por la práctica
de los consejos evangélicos y, concretamente, de la
obediencia persigue siempre en su actuación personal
lo que es el fin genérico y fin específico de
su instituto".
Y el caso práctico de que las cosas se viven así,
nos lo aporta, con todo lujo de detalles. M. del Carmen Tapia:
"En el Opus Del, el hablar con la directora semanalmente,
"la charla fraterna", llamada anteriormente "confidencia",
es una norma obligatoria, y está marcado que hay que
hablar en ella incluso con mayor claridad que con la que pudiera
hablarse con el mismo sacerdote en la confesión"
"La directora -añade- usa este gran instrumento
para adoctrinar, aseverar, insistir en tales y tales puntos
de la vida de una numeraria, con el objeto de hacerle asumir
la doctrina del Opus Dei primero, y luego, todo lo que ello
lleva consigo. La confidencia, en el Opus Dei, es la forma
de control más absoluto de la libertad humana de sus
miembros y una forma también muy clara de lavado de
cerebro, que, aun sin llamarlo tal y bajo capa de "buen
espíritu" o de "formación", se
lleva a cabo con todos los miembros del Opus Dei".
Decía líneas arriba que, para un socio de la
Obra concienciado, hablar de libertad, de obediencia, de fidelidad
o de voluntad de Dios es todo lo mismo, y a todo se le puede
llamar unidad: vivir la unidad. Esta unidad, a su vez se traduce
en hacer y decir lo que el Padre hace y dice -o hacía
y decía-. M. del Carmen Tapia, al referirse a este
total concepto de unidad, puntualiza: "Hay que notar
que la unidad, como monseñor Escrivá la concebía,
era de carácter monolítico. No se aceptaban
discrepancias con sus opiniones. El diálogo no existe
en el Opus Dei, porque las cosas hay que hacerlas "así".
Y por "así" quiero decir que todo hay que
hacerlo de acuerdo a los prescriptos, notas e indicaciones
hechas por el Padre y nadie, si tiene "buen espíritu",
puede tener la osadía de apartarse un ápice
de ello cuando él indica algo. Y no porque hubiera
supuesto una falta de obediencia precisamente, sino de unidad.
Todo ello siempre basado en que "Dios lo quiere así".
Este espíritu monolítico, como digo, estaba
tan imbuido en todos los miembros que no vivir una cosa de
la Obra en la forma indicada por el Padre, hubiera sido una
falta grave de unidad. [...] La forma que el Opus Dei recomienda
para vivir la unidad es vivir la filiación al Padre.
Y cualquier cosa que no sea acatar cuanto diga el Padre es
faltar a la unidad. A monseñor Escrivá no se
le podía replicar nunca y mucho menos contradecir,
porque ello hubiera supuesto una falta de unidad".
Supongo que te preguntarás sorprendida el porqué
de tantos juegos de palabras y de hermosas frases de loas
a la libertad, para acabar diciendo que en la Obra no hay
más libertad que la entrega incondicional y el deseo
de someterse voluntariamente Y de una manera total, que el
propio Escrivá expresa en sus exclamaciones: "¡Mi
yugo es la libertad!, ¡mi yugo es el amor!, ¡mi
yugo es la unidad!, ¡mi yugo es a vida.".
Max Weber, al referirse a la figura del perfecto funcionario
escribía que "el honor del funcionario público
está basado en su habilidad para ejercer conscientemente
las órdenes de las autoridades superiores, tal y como
si éstas coincidiesen con sus propias convicciones.
Ello continúa siendo válido incluso si la orden
le parece errónea y si la autoridad insiste en la misma,
pese a las protestas del funcionario".
En tan contundente planteamiento, ¿qué lugar
pueden ocupar la libertad y responsabilidad personal?
Grados de secreto y secretismo en
general (9 de abril, 1999)
Por diferentes sitios has oído decir, y por ti misma
también has tenido algunas ocasiones de comprobarlo,
que en el Opus Dei funciona el secretismo; que sus adoctrinados
socios se empeñan en llamarle prudencia o necesidad
de ser discretos, pero la realidad es que actúan como
siempre lo hicieron las llamadas sociedades secretas, o de
forma parecida a como también lo hace cualquier secta.
En la multitud de asociaciones a las que se afilia la gente,
existen distintos grados de secretos, Norman Mackenzie, estudioso
del tema, distingue cuatro tipos de secretos que responden
a cuatro tipos de asociaciones: la asociación "abierta",
la "restringida", la "particular" y la
"secreta". La agrupación abierta es aquella
a la que puede pertenecer cualquiera; no tiene secretos ni
para sus miembros ni para los extraños. Una agrupación
restringida elige sus socios de acuerdo con reglas y propósitos
determinados, pero no, le importa que los extraños
conozcan lo que hace. Una agrupación particular es
mucho más exclusivista. Se restringe el ingreso en
ella, por lo general no se dan a conocer sus asuntos y quizá
se oculten algunas de sus actividades. Finalmente, una sociedad
secreta está organizada alrededor del principio de
la selectividad y el hermetismo y a menudo procura por todos
los medios a su alcance ocultar sus actividades, o parte de
las mismas, a la vista del público. Algo que tienen
en común todas ellas es una estructura pronunciadamente
jerarquizada y un complejo sistema de rango y grados que van
consiguiendo sucesivamente sus miembros para pasar de novicio
a dignatario. En estas asociaciones "secretas",
un procedimiento común de conservar unido al grupo
es inventar -o adobar y adornar- un relato acerca de sus orígenes.
Algunas veces se trata de leyendas tradicionales y otras de
invenciones que buscan dar a una sociedad nueva un linaje
venerable. [NORMAN MACKENCIE, Sociedades secretas, p. 12].
Pienso que el Opus Dei al grupo que más se aproxima
de esta clasificación es al cuarto, aunque también
tengo que decirte, que durante todos los años que permanecí
allí dentro no fui demasiado consciente de todo el
secretismo que nos rodeaba; tal vez porque estaba centrada
en lo que me importaba realmente, y a este tema, como a otros,
no le presté especial atención. De secretismo
y secretos he sabido más cosas estando ya fuera de
la Obra que mientras militaba en sus filas. Por ejemplo, que
existiera un libro con claves para escribir los informes acerca
de las asociadas, no tenía ni idea, y menos que dicho
libro se titulara "San Garólamo". Como tampoco
tenía noción de que en determinadas casas de
la Obra existieran dobles tabiques o dobles suelos, en algún
lugar meticulosamente escogido, para ocultar documentos de
manejo interno.
M. del Carmen Tapia, que estuvo muy puesta en cargos de gobierno,
cuenta de primera mano: "Con respecto a la custodia de
documentos, cumplíamos órdenes concretísimas
de Roma de tener un "lugar seguro" (secreto) donde
se archivaban tanto los documentos más delicados, como
los duplicados de todas las fichas de las asociadas numerarias,
supernumerarias, oblatas y sirvientas. También en ese
"lugar seguro" se guardaban los testamentos de las
numerarias, las Instrucciones, Reglamentos y Cartas de monseñor
Escrivá. Junto a todo el papeleo debía haber
siempre una botella llena de gasolina para, en caso de emergencia,
poder quemar lo que hiciera falta" .
M. del Carmen Tapia explica que en Casavieja (Caracas) el
"lugar secreto" estaba dentro de su cuarto de baño;
en el suelo del mismo se abrió un pozo revestido de
cemento y luego se recubrió con una portezuela de madera.
Ésta, a su vez, se encontraba tapada con los mismos
mosaicos del suelo y para nada se notaba que allí había
una trampilla que se abría y se cerraba. Ella también
recuerda que Escrivá le dijo en cierta ocasión
que una de las paredes de su despacho se movía para
dar entrada a los archivos secretos de la Obra.
A propósito del mencionado "San Garólamo"
-el libro con claves para escribir informes internos-, como
ya te dije, nunca supe que existía, y los Informes
que tuve que hacer de las supernumerarias que dependían
de mí, los redacté siempre en claro castellano.
Supongo que, a continuación, aquel contenido se pondría
en clave al transcribirlo en su correspondiente ficha. Según
Tapia, el "San Garólamo" consiste en una
serie de capítulos sin explicación alguna en
ninguno de ellos. "Aparece un número en romanos
-dice- como si fuera un capítulo y luego una serie
de números arábigos seguidos de, por ejemplo:
1. buen espíritu; 2. mal espíritu; 3. ordenada;
4. respetuosa con los superiores; 5. faltas graves de unidad;
6. falta de pobreza; etcétera". Para mejor aclararnos
pone un ejemplo: "Supongamos que una Asesoría
Regional quiere enviar un informe diciendo que una numeraria,
llamada Isabel López ha faltado a la unidad gravemente.
Entonces, en una ficha de 10 x 5 se anota, arriba a la izquierda,
la sigla del país y el número que identifica
esta ficha; en el centro, Vf-3/53 (que corresponde a Isabel
López); y, al pie, la fecha. En otra ficha, que irá
en sobre aparte, se anota, arriba a la izquierda, la sigla
del país seguida por el número que identifica
esa nueva ficha; y, a la derecha, la referencia (Ref.) a la
anterior; en el centro solamente: IV.I".
Al recibir la nota, se abre el "San Garólamo"
en el capítulo IV, sección 1 y se va al número
5, donde se lee "faltas graves de unidad". El resultado
es que Isabel López, la tercera numeraria en el año
1953 con la oblación hecha, ha cometido graves faltas
de unidad.
La misma persona también cuenta que la casa del gobierno
central de Roma, respecto a seguridad, era una auténtica
fortaleza medieval. La puerta principal -blindada, por supuesto-,
no tenía cerradura por fuera, sino por dentro únicamente.
"Si uno quiere salir a la calle -añade-, ha de
pulsar un timbre que está junto a la puerta, y esperar
a que venga la portera a abrir, pues ella es la única
que tiene la llave para hacerlo". "Lo que quiero
dejar muy claro -concluye- es que nadie, absolutamente nadie,
en Roma, puede abrir una puerta directamente y salir a la
calle"
Un ex numerario, psicólogo clínico de profesión,
decía con tono de humor al referirse al secretismo
en el Opus: "Hay quien podría pensar que el secreto
en la Obra sería una manera de preservar fórmulas
especiales de acceso a la unión mística, o recetas
para el ascetismo sonriente o incluso modos de cultivar las
virtudes. Pero cuando uno va comprobando que el secreto sirve
para ocultar dónde teníamos el dinero, o quiénes
eran los titulares de las acciones de bolsa, o cómo
dar cumplimiento a los minuciosos recados sobre la gestión
de vidas y haciendas, no se puede menos que sonreír".
Pero como te decía líneas arriba, no estaba
yo muy al tanto de los secretismos y secretos que me rodeaban.
Sí era consciente de que los superiores pedían
muchas explicaciones, mientras que al súbdito le daban
muy pocas; que recibías órdenes pero que en
contadísimas ocasiones te contaban por qué y
para qué. Detectabas resabios, cautelas, falta de claridad,
pero personalmente lo solía achacar a las limitaciones
o complejidades de personas particulares, no a que era el
sistema en sí el que generaba aquellas oscuras sombras.
Lo cierto es que de cuestiones internas la inmensa mayoría
de los asociados sabíamos poco o nada de cuanto se
cocía a nuestro alrededor. La orden que Hitler dio
a todas las autoridades militares y civiles, "Orden número
uno de Mayo del 39", en la Obra funcionaba como si la
hubiésemos calcado. Esta orden establecía: 1.
Nadie tendrá acceso a asuntos reservados que no sean
los de su propio empleo. 2. Nadie debe estar al corriente
de otras cosas que las estrictamente necesarias para el cumplimiento
de su misión. 3. Nadie debe adquirir más conocimientos
de las obligaciones que le incumben, que no sea el necesario
para cumplirlas. 4. Nadie debe transmitir a los servicios
subordinados más órdenes que las indispensables
para el cumplimiento de su cometido, y sólo cuando
esté reconocida su necesidad.
En fin, lo nuestro se resumía bien en el dicho popular
de "zapatero a tus zapatos".
Una solución al problema
de la identidad (10 de abril, 1999)
¿Qué es lo que sigue impulsando a las personas
a ingresar en asociaciones de este tipo? Resulta curioso que
me lo preguntes tú a mí, cuando más bien
tendrías que ser tú misma la que te lo preguntaras
y respondieras, puesto que eres tú quien se está
planteando la posibilidad de inscribirse en el Opus. Por mi
parte, creo que ya he cumplido contándote los móviles
que me llevaron a apuntarme, y también los que me fueron
encaminando a desapuntarme.
Analizando con considerable objetividad el tema, podemos
observar que este tipo de asociaciones -tanto de signo religioso,
como sociedades civiles, políticas o racistas, ya que
comparten no pocos puntos comunes-, casi todas surgen en periodos
de desorganización social y pugna ideológica
(la fundación de los caballeros templarios, por ejemplo,
fue una tentativa de crear el orden partiendo del caos de
las cruzadas; la historia temprana de la francmasonería
es parte de la historia de la Ilustración, un ensayo
encaminado a establecer una moralidad universal en una época
de racionalismo y dudas religiosas; el Opus comienza a cuajar
justo después de nuestra tremenda Guerra Civil de 1936).
Todas las sociedades "discretas" o "secretas"
crecieron en periodos de manifiesto desasosiego y de convulsiones
sociales. Tal vez por eso se puede decir, que una parte importante
de quienes ingresan en ellas son, o los que se aferran a modos
de vida antiguos que han quedado desbaratados o, por el contrario,
también pueden ser personas que se rebelan contra el
orden vigente y que juzgan necesario el sigilo como tapadera
de su proceder. El sociólogo alemán, G. Simmel,
publicó a principios del siglo que acaba un artículo
titulado "La sociología del secreto", que
continúa siendo esclarecedor casi cien años
después de su aparición. Simmel apunta la idea
de que el secreto ofrece "la posibilidad de un segundo
mundo paralelo a nuestro mundo habitual". Postuló
que el secreto "da una enorme extensión a la vida,
pues, con publicidad, muchas clases de propósitos nunca
podrían llegar a realizarse".
Simmel observó también que un secreto da al
individuo "una sensación de posesión personal".
A los niños les deleita tener un secreto, porque los
fortalece y aumenta su importancia; sacan gusto y una sensación
de fuerza de la resistencia que oponen a la perpetua comezón
de revelar lo que saben. El secreto es, por tanto, "Un
factor individualizador de primera magnitud". Esa es
otra manera de decir que fomenta el sentido de identidad personal.
Todo parece apuntar hacia una relación entre lo secreto
-todo tipo de secretismo- y el sentido de identidad del individuo
o del grupo. Los estudiosos del tema describen el proceso
mediante el cual el niño que se va acercando a la adolescencia
trata de identificarse con otros, primeramente con sus padres
y con los valores encarnados en la familia. Luego aplica ese
proceso a una sociedad más amplia a través de
la escuela, el trabajo y las aceptadas normas de descanso,
política y religión. Si falta algo necesario
para este proceso, sea en el entorno del individuo o en el
propio individuo, éste persistirá en sus esfuerzos
para desarrollado durante toda la vida. Siempre buscará
reconocimiento y apoyo, maneras de paliar su soledad y angustia.
Como señala el psicoanalista norteamericano Erik H.
Erikson en su trabajo "Discernimiento y responsabilidad,
precisamente "por esta razón las sociedades confirman
en esta coyuntura al individuo en toda clase de esquemas ideológicos
y le asignan papeles y cometidos en los que puede reconocerse
y sentirse reconocido. Las confirmaciones rituales, las iniciaciones
y los adoctrinamientos, únicamente realzan un proceso
indispensable con el que las sociedades sanas dotan de fuerza
tradicional a la nueva generación y con ellos absorben
la pujanza de la juventud". Por ello, una de las atracciones
más fuertes de este tipo de grupos es que ofrecen una
iniciación que confiere un papel específico
al individuo y le relacionan con un grupo claramente definido.
En el ambiente de un grupo semejante, que posee su propia
identidad colectiva, el individuo puede "reconocerse
y sentirse reconocido". Es como si la agrupación
compensara la incapacidad de la sociedad de criar y educar
a sus hijos de manera que los haga sentir que pertenecen a
algo. Ni que decir tiene, que en las sociedades industriales
modernas son muchos los individuos que se sienten extraños
y carentes de una auténtica identidad.
El individuo, que antes se sentía desamparado e inerme,
es probable que encuentre que pertenecer a ese grupo le hace
sentirse más seguro en el mundo exterior. Cada grupo
refuerza la solidaridad con mitos y rituales que son de su
propiedad particular, y que se conservan y se legan dentro
del grupo. El mito es el principio sobre el que se construye
el peculiar entorno del grupo, y el ritual el procedimiento
utilizado para integrar al individuo, o para hacerle "renacer"
en ese ambiente.
El ritual suele ser rígido, poco propenso a mudanzas
y sólo válido cuando se ejecuta en las condiciones
prescritas. La repetición continua de los ritos va
situando al neófito dentro de la organización
Y le pone en relación con los demás miembros
al recordarle tanto sus propios deberes como la finalidad
de propósitos compartida. El ritual reanima su sentido
del deber para con el grupo, y a la vez le recuerda que, ahora,
está actuando dentro de una estructura en la que puede
confiar.
Estos sentimientos pueden crear lazos tan fuertes -afirman
los expertos- que el individuo afiliado llegue a sentirse
invulnerable en el mundo exterior. N. Mackenzie, en su trabajo
ya citado, afirma que ese fenómeno "se puede advertir
en grupos tan dispares como los Testigos de Jeová,
los pilotos kamikaze japoneses de la Segunda Guerra Mundial
y los partidos comunistas clandestinos".
En el grupo al que pertenecí -motivo de toda nuestra
correspondencia-, tuve ocasión de conocer casos de
personas, claramente ignorantes, que funcionaban pisando tan
fuerte como si dominaran todo el terreno. A mí me producía
auténtico asombro aquella seguridad metafísica,
que me parecía fundada en nada, pero en aquel entonces
la explicación que me daba es que la ignorancia siempre
ha sido muy osada.
Todos estos grupos o sociedades "discretas" -este
calificativo me parece más exacto que el de "secretas"-,
aunque reflejen los más distintos aspectos de la conducta
y el pensamiento humanos, tienen en común que representan
una tentativa de resolver el problema de la identidad, un
problema de todos los hombres.
No sé si estas reflexiones te serán válidas
como parte de respuesta a tu pregunta: ¿qué
es lo que sigue impulsando a las personas a ingresar en asociaciones
de este tipo?
Todas las características de
una secta (13 de abril, 1999)
Después de mantener una fuerte discusión con
tu padre, te has quedado preocupada porque continúas
sin saber quién tiene la razón. Él está
indignado contigo, y el motivo es que cuando pensaba que tu
interés por el Opus era ya una cuestión superada,
ha detectado que, de alguna forma, sigues enganchada. Ha insistido,
una vez más, en que te lo quites de la cabeza, ya que
considera que esa organización es una auténtica
secta que te puede acabar vampirizando. A continuación
me preguntas si yo participo de esa misma opinión.
No soy ninguna experta en sectas, pero te puedo aportar algunos
datos de estudiosos del tema, y tú los valoras como
mejor te parezca.
Lo primero que podemos hacer es planteamos la pregunta: ¿qué
es una secta?
Para Pilar Salarrullana, promotora de la Comisión
Parlamentaria para el estudio de las sectas en España
y una de las autoridades máximas en esta materia, es
casi imposible definir exactamente el sentido de la palabra
secta. Son múltiples las acepciones y muchos los autores
que la definen de una u otra forma, según se trate
de un gramático, un sociólogo o un etimologista.
Para un gramático sería un conjunto de personas
que profesan una misma doctrina filosófica o religiosa;
un grupo de personas que tienen la misma doctrina en el seno
de una religión.
Para un sociólogo, una secta es un grupo convencional
de gentes que participan de las mismas experiencias religiosas
y tienen las características siguientes:
- Factor de seguridad y de certeza. Los miembros de la secta
tienen conciencia de pertenecer a un grupo que acapara la
verdad y la salvación; ninguna de las dos cosas existen
fuera de ellos.
- Factor afectivo. El grupo se considera autosuficiente y
no tiene contactos con otras organizaciones si no es para
convertirlas o integrarlas en su propio seno. No hay lugar
para el diálogo ecuménico y sí sólo
para el proselitismo. No se ejerce la caridad más que
en el interior del grupo, que llega a convertirse en un auténtico
gueto, donde el líder es el padre y la secta, la madre.
- Factor de rigorismo doctrinal, disciplinar y moral. Se
concede una primacía total a los principios, a la doctrina
y a la interpretación, por encima de los derechos de
las personas; lo que prima es la obediencia y el orden, que
se identifica con la voluntad de Dios.
Finalmente, un etimologista nos diría que la palabra
secta se deriva de "sequi", que significa "seguir"
-en este caso seguir a un líder, a una idea-, o de
"secare" o "secedere", que quiere decir
"separarse de" o "cortar con".
Éste es el concepto aceptado por todas las religiones
mayoritarias, que consideran secta toda disidencia que haya
salido de su seno. [PILAR SALARRULLANA, Las sectas, pp. 49
y 50].
Recuerdo de manera especial -se me quedaron muy grabadas-,
las palabras del sacerdote y teólogo Casiano Floristán
cuando hace años, en el transcurso del segundo Congreso
de Teologla organizado por la Asociación Juan XXIII,
hizo especial hincapié en que "un caso particular
y grave de corrupción de la verdad es el fanatismo
religioso". Floristán especificó que algunos
grupos cobran tintes fanáticos cuando se convierten
en sectas, a saber, cuando sus miembros se cierran sobre sí
mismos, incomunicados con los otros, con la pretensión
de poseer la verdad en exclusiva y en dependencia de un fundador
o líder. Toda cosmovisión cristiana no coincidente
con la suya es nociva y peligrosa. Por otra parte, la secta
es proselitista con una actitud psico-afectiva entusiástica,
sin crítica alguna, ya proceda de dentro o de fuera,
puesto que se establece como grupo autosatisfecho. El grupo
sectario no admite ninguna novedad en contenidos, interpretaciones
o reglas de funcionamiento. Reacciona voluntariamente cuando
el grupo en cuanto tal es puesto por alguien en cuestión.
De ahí que incluso llegue a sacrificar algunos de sus
fines para mantener la conservación de su carácter
de bloque. Finalmente -puntualizaba Floristán-, la
autoridad religiosa se fanatiza cuando se funda en el poder
como fuerza represiva de aspiraciones y libertades, y en la
toma de posición como ley del más fuerte o de
llegar el primero hasta constituirse en el amo único.
"Especialmente peligrosa -advertía- es la autoridad
que pretende dominar conciencias, imponer reglamentaciones
minuciosas bajo amenazas morales e identificarse en todo con
Dios al que suplanta con la justificación de la sacralización.
La autoridad religiosa, fanáticamente entendida, da
primacía al orden sobre la justicia, a la unanimidad
impuesta sobre la libertad y a la centralización sobre
las iniciativas."
Cuando escuché estas palabras que me causaron hondo
impacto corría el año 1982, y a pesar de que
ya habían pasado ocho años desde que había
dicho adiós a la Obra, de pronto me vi como tambaleada
por el recuerdo de una situación no sólo conocida
sino también sufrida. Sectarismo y fanatismo eran notas
dominantes en el Opus que me tocó vivir, aunque es
cierto que tampoco teníamos la exclusiva pues el mundo
entero estaba y está lleno de los más variados
y temibles fanatismos y sectarismos. Sin ir más lejos,
a través de las pantallas de televisión, podemos
ver con frecuencia multitudes enfebrecidas que agitan los
puños y vociferan consignas con furor religioso o nacionalista,
y en la vida cotidiana, personalmente he tenido ocasión
de encontrar antifumadores que quemarían vivos a cualquiera
que fuma; a vegetarianos que te engullirían por comer
carne, y hasta a pacifistas que te pegarían un tiro
en la cabeza sólo por tener una estrategia diferente
para conseguir la paz.
Para la cura del fanatismo, y aquí hago mi propio
inciso, sólo veo una salida que es el sentido del humor,
la risa, especialmente la risa frente a nosotros mismos. Así
lo veía también en los tiempos en que militaba
en las filas de la Obra y lo llevaba a la práctica
-ya te lo he contado en otra carta-. Quiero puntualizar aquí
que no he tenido nunca ocasión de ver un fanático
con sentido del humor, ni he visto a una persona con sentido
del humor que se convirtiera en fanática. Lo más
opuesto a toda clase de fanatismo es la capacidad de reír,
la imaginación, el relativismo.
Tener conciencia de lo relativo que es todo es muy saludable.
Relativo porque, en definitiva, todos nosotros somos, más
o menos, igualmente solitarios, vulnerables, turbados, y en
toda esa limitación también divertidos. Chéjov,
el autor ruso, nos enseñó que lo trágico
y lo cómico no son más que dos ventanas diferentes
abiertas sobre el mismo paisaje, y por eso, cuando llegamos
a descubrir que todos somos más o menos defectuosos,
más o menos tontos, más o menos ingeniosos o
divertidos, nos desfanatizamos definitivamente, al ser capaces
de sentir compasión tragicómica los unos por
los otros. La sonrisa relativista es una buena sustituta de
la rígida formalidad.
Con su característico desenfado y humor, Fernando
Savater nos ofrece un claro ejemplo de ese sentido de lo relativo
al opinar que todas las iglesias son sectas envejecidas, "siempre
mejores -dice que los grupos jóvenes y enfurecidos
capaces de matar por defender sus principios; dispuestos a
liquidar y asesinar para salvar al prójimo e imponer
su fe". Lo malo de este tipo de grupos devoradores -añade-
es que se convierten en "instituciones voraces"
exigiendo de sus miembros un compromiso y una lealtad asfixiantes;
acaparan en exclusiva anatematizando todo lo que no controlan.
"Lo cierto es que es mucho mejor -finaliza- ser ligeramente
comido por una iglesia veterana, a la que los siglos han hecho
perder los dientes, que padecer las bárbaras dentelladas
de una secta demasiado joven para tolerar ningún tipo
de escepticismo."
Y dejando aparte la descongestión y refresco que da
todo tono jocoso, Max Weber, el padre de la sociología
de la religión, fue el primero en contraponer secta
e iglesia. Caracteriza a la iglesia: a. la pertenencia a la
misma prácticamente por nacimiento, la fe se hereda
y se transmite de padres a hijos; b. la tendencia a adaptarse
al entorno sociocultural e institucional; c. la aceptación
de los valores vigentes. Por el contrario, la secta busca:
a. la incorporación a la misma por adscripción
libre, tras una conversión personal; b. promueve una
estructura social cerrada en sí misma; c. no se acomoda
al entorno sociocultural; tiende a marginarse del mismo.
Desde el punto de vista histórico, la secta ha sido
considerada como una rama desgajada de un árbol más
corpulento, por ejemplo: de una iglesia cristiana, generalmente
del protestantismo, o de una religión no cristiana,
sobre todo del hinduismo.
Un esqueje arrancado de un árbol y plantado en terreno
adecuado enraíza, crece y acaba por convertirse en
un árbol. Este sencillo y natural ejemplo nos lleva,
por analogía, a concluir que una secta puede convertirse
en iglesia o religión por el mecanismo de su propio
desarrollo; por el incremento del número de sus miembros.
Al haber multitud de sectas, también existe una variedad
grande en sus comportamientos públicos y privados,
sin embargo, todas ellas tienen unos rasgos comunes que podemos
enumerar:
- El líder. Todas las sectas tienen un líder,
que es un personaje mesiánico, carismático,
con un gran poder de atracción y de sugestión.
Se autodenomina guru, maestro, profeta, reverendo, swami,
pastor, presidente, comandante o padre. Es el que lo sabe
todo, lo controla todo y lo prevé todo. No se puede
dudar de su palabra, ni de sus escritos, ni de sus mandatos;
no se le puede desobedecer jamás; reina absolutamente
y sin discusión.
- La estructura, cerrada y piramidal. El poder totalitario
y dictatorial del líder se ejerce a través de
una jerarquía rigurosa de jefes y subjefes. Para ascender
los escalones de la pirámide las exigencias de entrega,
sumisión y sacrificio son muy fuertes. La obligación
y el deseo de todo adepto es ir ascendiendo en esos escalones,
como un esforzado camino de perfección, donde encontrará
la felicidad y estará cerca del líder.
- El mensaje. Los mensajes siempre son atractivos y ofrecen
respuesta a tres situaciones que hoy se dan en nuestra sociedad:
la soledad, el afán de novedad y la pérdida
de valores tradicionales con la consiguiente falta de horizonte
y de futuro. Ante un panorama sombrío e incierto, las
sectas ofrecen paz, seguridad, la solución a todas
las dudas y todos los problemas, el dominio de la mente y
del cuerpo, el triunfo del espíritu sobre la materia,
el logro de poderes supranormales, la perfección humana.
Anuncian en fin, una nueva era y una edad de oro que se alcanzará
en el momento en que su organización, y sólo
ella, triunfe en el mundo.
Pepe Rodríguez, en su trabajo dedicado al poder de
las sectas hila aún más fino al distinguir dos
tipos de sectas: la propiamente dicha y la secta destructiva,
que será "todo aquel grupo que, en su dinámica
de captación y/o adoctrinamiento, utilice técnicas
de persuasión coercitiva que propicien la destrucción
de la personalidad previa del adepto o le dañen severamente.
El que, por su dinámica vital, ocasione la destrucción
total o severa de los lazos afectivos y de comunicación
efectiva del sectario con su entorno social habitual y consigo
mismo. Y, por último, el que su dinámica de
funcionamiento le lleve a destruir, a conculcar, derechos
jurídicos inalienables en un Estado de derecho".
Rodríguez ha seleccionado diez puntos que podrían
constituirse en elemento de análisis para determinar
si un grupo se encuentra en la dinámica de SD (secta
destructiva). Estos puntos definitorios son:
1. Ser un grupo cohesionado por una doctrina (religiosa o
socio-trascendente en general) y encabezado por un líder
que pretende ser un elegido de la divinidad.
2. Tener una estructura teocrática, vertical y totalitaria,
donde la palabra de los dirigentes es dogma de fe.
3. Exigir una adhesión total al grupo.
4. Vivir en una comunidad cerrada o en total dependencia del
grupo.
5. Suprimir en mayor o menor medida y bajo diferentes excusas
doctrinales las libertades individuales y el derecho a la
intimidad.
6. Controlar la información que llega hasta los adeptos
(a través del correo, el teléfono, la prensa,
los libros...) ocultándola y/o manipulándola
a su conveniencia, y prohibiendo toda relación con
los ex adeptos, que son críticos con el grupo.
7. Utilizar un conjunto de técnicas de manipulación,
de persuasión coercitiva, enmascaradas bajo actividades
tan lícitas y neutrales como la meditación o
el renacimiento espiritual, que sirven para anular el razonamiento
de los adeptos.
8. Propugnar un rechazo total de la sociedad y de sus instituciones:
fuera del grupo todos son enemigos.
9. Tener como actividades primordiales el proselitismo, es
decir, conseguir nuevos adeptos.
10. Obtener, bajo coacción psicológica, la entrega
del patrimonio personal de los nuevos adeptos a la secta.
Los miembros que trabajan en el exterior del grupo tienen
que entregar todo su salario a la secta, y los que lo hacen
en empresas propiedad del grupo no cobran salarios" [PEPE
RODRÍGUEZ, Tu hijo y las sectas, pp. 24 y 25].
El historiador inglés M: Walsh, en su trabajo ya mencionado
en diferentes ocasiones, escribe: "El impacto sobre los
miembros del Opus es predecible. Se les separa tempranamente
de su familia natural. Se les enseña a creer que la
salvación es imposible, ahora que son miembros del
Opus, sino a través de la organización en la
que han ingresado. Suple su vida familiar, su medio ambiente,
al menos en cuanto a todo lo que no sea actividad profesional
y, en muchos casos, especialmente para las mujeres, también
ésta. Cuando están desengañados, por
tanto, el impacto emocional es aplastante. Los que quieren
marcharse no tienen a nadie a quien recurrir, nadie, fuera
del Opus, con quien establecer una relación lo suficientemente
estrecha para que puedan confiar en ellos. Y también
han sido educados en la creencia de que al romper sus lazos
están cometiendo el pecado más infame. La salvación
es transmitida a través del Opus. Sin el Opus el antiguo
numerario está condenado".
La descripción de este panorama le lleva a concluir:
"Las similitudes entre el Opus y algunos de los nuevos
movimientos religiosos son sorprendentes. No es difícil
hacer comparaciones reveladoras entre organizaciones tales
como la Iglesia de la Unificación -la secta Moon- y
el Opus. Sin embargo, tales comparaciones no siempre funcionan:
el Opus durante toda su vida ha buscado, y finalmente a recibido,
la aprobación de la Santa Sede. A pesar de sus muchos
detractores, sigue siendo una parte aceptada del catolicismo,
con entradas en el libro del Año del Vaticano y en
los directorios de las iglesias católicas de todo el
mundo. A primera vista, pensar que el Opus pudiera ser clasificado
como un nuevo movimiento religioso o secta que opera dentro
del catolicismo parecería paradójico y muy improbable".
En ningún momento podemos dejar de lado el hecho del
reconocimiento positivo que del Opus Dei hacen las autoridades
eclesiásticas. Contando con ello, M. del Carmen Tapia,
advierte en su citada autobiografía: "El Opus
Dei, al cambiar su status de Instituto Secular, en Prelatura
Personal -postura jurídica nueva en la Iglesia Católica-,
cuya característica mayor es la libertad e independencia
de que disfruta en el ámbito mundial, se convierte,
sin salir del seno de la Iglesia, en una iglesia dentro de
la Iglesia, con todas las características de una secta".
Abundando en el apunte de M. Walsh sobre las similitudes
entre el Opus y algunos de los nuevos movimientos religiosos,
a mí la similitud más pasmosa me parece la referente
a la supervaloración de la figura del guru, de sus
actos extraordinarios y hasta de los milagros que llevan a
cabo.
Guru o gurú es literalmente aquel, aquella o aquello
que disipa la oscuridad. El término procede de las
raíces en sánscrito "gu"-, oscuridad,
y "ru"-, luz. Un guru es un maestro espiritual que
ayuda al devoto mediante su ejemplo a alcanzar la iluminación.
A lo largo del siglo XX la relación de nombres que
forman el catálogo de gurus es inmensa. Desde H.P.
Blavatsky, seguida de Annie Besant, Alice Bailey y Gurdjieff,
aquellos que iban, o decían ir, a Oriente y entraban
allí en contacto con las tradiciones que luego importaban,
hasta llegar a los gurus "new age", tecno-futuristas
y profetas de la Tercera Ola que se ofrecen a guiar a sus
devotos hacia el próximo milenio, hemos podido saber
de los más variopintos personajes: el Maharishi con
su MT (Meditación Trascendental), el Movimiento de
la Unificación del coreano reverendo Sun Myung Moon,
la Iglesia de la Cienciología de L. Ronald Hubbard,
el yoga integral de Sri Aurobindo, el "bhakti" yoga
de Sri Chinmoy y yogui Bhajan y su organización de
las tres haches: "Healthy", "Happy", "Holy
Organization" (sanos, felices y santos).
Imposible pasar por alto el budismo tibetano que hoy es uno
de los caminos espirituales de mayor crecimiento, el auge
de las mujeres gurus o madres-maestras como Shri Mataji, Madre
Meera o la muy leída sacerdotisa "new age"
Shakti Gawain, el chamaoismo y neochamanismo del recientemente
fallecido Carlos Castaneda y su "nagualismo", Sai
Baba -considerado el guru vivo más importante-, Benjamin
Creme -apóstol de un Maitreya que ya está entre
nosotros-, y la inagotable cantera india. Tampoco hemos de
echar al olvido a los gurus sin cuerpo humano, es decir, gurus
no personalizados, como el ya famoso "Curso de milagros"
o "El libro de Urantia".
También el cristianismo vive hoy una considerable
eclosión de milagrería, tanto en el protestantismo
como en el catolicismo. En este último, las apariciones
marianas se encuentran en pleno apogeo (Garabandal, Polonia,
El Escorial), el auge carismático que con los grupos
neocatecumenales de Kiko Argüello apuntan a ser parte
importante del futuro del catolicismo en el mundo, y los milagros
y favores del Beato José M. Escrivá que se cuentan
a cientos, según recogen las Hojas Informativas que
periódicamente publica la vicepostulación del
Opus Dei en España.
Nos encontramos en una etapa de auténtica profusión
de gurus, profetas y santos en busca del final del túnel.
Una compleja red que tal vez un día desemboque en una
religión mundial sencilla y plural, que cumplirá
mejor que todas estas fórmulas parciales e incompletas,
el esperanzado fin de "religare" a los humanos con
la auténtica fuente original que tanto ansiamos. Ese
día, si es que llega, los sujetos ya no se disolverán
más en la sumisión a una voluntad superior -la
del guru- de la que creen recibir un ser propio. Pero hoy
por hoy observamos que, para no pocos, prescindir del guru
puede ser una carga difícil y hasta insoportable.
Espero que este material te sirva para aclararte, y también
quizá te pueda ser útil para poder apoyar o
rebatir las afirmaciones de tu padre que, según cuentas,
te han dejado preocupada.
Como guardias de la circulación
(17 de abril, 1999)
Si echo una mirada atrás a los casi nueve años
que fui del Opus Dei, con la perspectiva que da la distancia,
veo con claridad -ya te lo he dicho alguna vez-, que mi recorrido
fue ir pasando desde una primera etapa de seducción,
hasta una última en la que detecté -no llegué
a padecerlo- el terror, pasando por otras etapas intermedias
de ilusión, lucidez, reflexión, desengaño...
Uno de los golpes más duros que sufrí en esta
etapa de desengaño fue darme cuenta de la utilización
retorcida que se podía llegar a hacer de la evangélica
corrección fraterna.
Desde un principio, en numerosas ocasiones, había
comentado con la directora de turno, que me chocaba que se
dejara convertir tantas estupideces en materia de corrección
fraterna (por ejemplo: "ayer cruzaste las piernas en
el oratorio", "a veces entras al oratorio sin ponerte
el velo"), que se abusara tanto de ella en lugar de reservarla
para ocasiones menos triviales y con mayor entidad, como pueden
ser faltas de responsabilidad, de pobreza, de caridad... La
explicación siempre era que lo importante era practicarla;
que todo el mundo se acostumbrara a vivida, sin importar cuán
nimia fuera la cosa. Y como es lógico, con esas pautas,
cada cual la vivía según sus entendederas.
Siendo consecuente con esta explicación, podías
poner en duda la capacidad de las personas que la ejercían,
sin embargo, las bondades de la corrección fraterna
continuaban intactas: la corrección era en sí
un medio maravilloso para ayudarnos mutuamente a mejorar,
y si en algunos casos no era así, solamente se debía
a la limitación de las personas que la practicaban.
Pero aquel verano de 1974, todo este planteamiento positivo
que había conseguido hacerme, me lo trastocaron. Acababa
de llegar una carta del Padre, y como era lo acostumbrado,
nos reunieron a las numerarias para que el sacerdote indicado
nos la leyera y comentara. Nosotras debíamos de escuchar
con los cinco sentidos y en total silencio -no se podía
hacer ningún tipo de intervención- para empaparnos
bien de aquello que nos comunicaban, ya que estaba absolutamente
prohibido tomar notas, y más aún, apuntar alguna
frase textual.
El contenido de la carta giraba en torno a una sola idea
central, y es que nosotras, cada una, teníamos que
ser para con las demás como simples guardias de la
circulación: "Sólo hay que coger el código
-decía el sacerdote- y estar vigilante para tocar el
silbato, dar el alto y denunciar a cualquiera que se lo salte
en lo más mínimo".
Pensaba que nuestros modelos tenían que ser los ángeles,
los santos..., pero de pronto resultaba que no, que debíamos
convertimos en guardias, en policías. Y bien es sabido
que los ángeles en ningún caso son policías,
ya que no se encargan de las sucias pero socialmente necesarias
tareas de la represión. Los ángeles existen
para hacernos la vida más fácil, nos amparan
cuando vamos a caer al pozo, nos guían en el peligroso
paso del puente sobre el precipicio, nos cogen del brazo cuando
estamos a punto de ser atropellados por un automóvil.
Aquello me sonó como una llamada pura y dura al chivatazo,
a la delación mutua. Nunca se me había pasado
por la cabeza la idea de convertirme en una hermana policía;
tampoco me parecía que pudiera ser bueno para nada
el vivir rodeada de hermanas policías, ¡qué
horror! Nos estaban diciendo y pidiendo que nos denunciáramos,
ante cualquier sospecha, sin conmiseración. Pero a
pesar de la claridad del mensaje me resultaba imposible el
tragarme lo de ser una policía por voluntad divina.
Resultaba contradictorio Y hasta imposible asociar Dios a
policía, para comprender a un Dios que es, lo primero,
Amor.
En consecuencia, mi yo más profundo insistía,
seguía insistiendo, en que la disposición para
la renuncia y la entrega de sí mismo no es simple disolución
-convertirse en guardia de la circulación-, sino un
nuevo proceso de personalización con su consiguiente
metamorfosis (llega un punto en que crecer siempre es transformarse).
También seguía haciendo especial hincapié
en que la comunicación con los demás es presupuesto
básico para el desarrollo de toda personalidad; comunicación
que ha de basarse en un espíritu de solidaridad. Sólo
así el individuo se desarrolla como persona. No olvidaba,
ni olvido, que igualmente importante es conocer los propios
límites y los de los otros.
Son formas de solidaridad: el respeto a los demás,
el reconocimiento de la persona y de su libertad, el reconocimiento
también de la importancia de los otros y de sus servicios,
así como el sentimiento de la responsabilidad para
con el prójimo y la capacidad para participar y compartir
sus penas y alegrías. La solidaridad también
se basa en la conciencia del individuo, pero su fuerza no
surge de la esfera racional del hombre. Esa fuerza es el amor;
fuerza central de la energía psíquica, que realiza
el acercamiento de los seres y los mantiene unidos.
Dentro de la Obra -creo que ya te lo he comentado en alguna
otra carta-, las asociadas numerarias vivíamos poco
o nada esa solidaridad en horizontal, es decir, entre iguales,
ya que las unas con las otras debíamos ser, según
el buen espíritu, casi unas desconocidas y no teníamos
por qué saber nada importante unas de otras. Así,
por ejemplo, si una numeraria con la que habías convivido
una serie de años, un buen día dejaba de serlo
-algo que venía a ser lo más importante que
te podía ocurrir-, nadie de su entorno, salvo el consejo
local, tenía que saber nada. Detectabas que esa persona
estaba ausente en los actos comunes y que no la encontrabas
en la mesa a las horas de comer y de cenar, luego veías
que su habitación había quedado vacía...
Pero el mutismo era total; como si esa numeraria que teóricamente
tenía que ser tu hermana no hubiera existido nunca.
Si preguntabas por ella a la directora, cosa que era lógica,
la respuesta reglamentaria debía ser que esa persona
tenía desequilibrios mentales, o que necesitaba casarse
o que no se sentía con fuerzas para vivir toda la exigencia
que pedía nuestra vocación. Ya partir de esa
escueta y fría explicación, había que
borrarla del mapa y punto. La advertencia de que nunca más
se debía de hablar de ella era rotunda, y el intentar
ponerse en comunicación con la misma suponía
tener el peor de los espíritus. También era
de fatal espíritu el que su nombre saliera a relucir
en alguna conversación, y más horroroso era
aún el recordar, aunque viniera a cuento, alguna gracia
o cualidad suya.
Recuerdo numerosos ejemplos que podrían ilustrar esa
falta de solidaridad básica de la que te hablo, pero
voy a contarte sólo un caso que, a parte de folletinesco,
resulta francamente ilustrativo. Ocurrió en el año
1973, es decir, que ya no era una numeraria novata y me daba
cuenta de bastantes más cosas que tiempo atrás.
La directora de la casa en la que entonces vivía,
Mercedes B., hacía varios días que estaba nerviosa
y agitada. Herméticamente cerrada en su despacho, hablaba
y hablaba, sin parar, por teléfono, a continuación,
casi sin decir adiós, se iba a Lérida, donde
vivía parte de su familia, y a las pocas horas regresaba
más desencajada aún que antes de irse, a pesar
de que lo intentaba disimular, A su vez, otra numeraria de
la casa, Manola C., también daba muestras de estar
francamente alterada; lloraba por los rincones y aparecía
en público con nariz como de catarro y ojos enrojecidos.
Algo importante les ocurría a ambas, y como si una
quiere saber acaba por enterarse, poco después supe
que una sobrina de Mercedes B. estaba embarazada del chico
con el que salía (ese era el motivo del gran revuelo).
El caso de Manola C. era algo similar pero con más
morbo, y es que una hermana suya, que era monja en no se qué
país sudamericano, había tenido un niño
indio y, de paso, había colgado los hábitos.
Cuando Manola C. supo que Mercedes B., encontrándose
en situación parecida a la suya, la escuchaba a ella
pero de su caso no le había soltado prenda -aunque
sólo fuera por aquello de "mal de muchos consuelo
de todos"-, lloró más que en el momento
que le dieron la noticia de que su hermana monja era madre
soltera. y para mayor inri, mientras Mercedes B. iba y venía
de Lérida para ayudar a su sobrina en su trance, fue
incapaz de facilitar el camino a Manola C., para que ésta
pudiera echar un cable a su hermana a su regreso a España.
En fin, que la estructura interna no facilitaba las posturas
de solidaridad, comprensión y ayuda mutua. Eso no quita
que, a título individual, y a veces saltándose
a la torera o esquivando las normativas, hubiera personas
buenísimas y con gran corazón, capaces de reír
con el que ríe y de llorar con el que llora. Pero el
montaje interno era duro y rígido y sabía poco
de obras de misericordia.
Un buen día le comenté al sacerdote con el
que me tocaba confesarme cada semana, mi preocupación
y mi malestar por el tenso ambiente que se nos forzaba a apoyar,
concretamente le dije, que me parecía que cada día
nos estábamos aproximando más al modelo hitleriano,
a lo que él me respondió:
-En lo que tendrías que fijarte es en la finalidad
que se persigue con estas medidas, finalidad que está
bien clara: tenemos que salvaguardar intacto el espíritu
de la Obra, y para conseguirlo, el mejor y el único
camino es el que se nos indica.
-Pero es que las consecuencias que trae consigo un estado
gendarme pueden llegar a ser atroces -añadí-,
y ahí tenemos como ejemplos muy recientes los horrores
del nazismo, y del estalinismo, sin contar con los que actualmente
debe de estar llevando a cabo el maoísmo (nos encontrábamos
en plena década de la revolución cultural china).
Yo creía que la organización o montaje de la
Obra, con todos nosotros incluidos, se tenía que parecer
más al despliegue de una inmensa orquesta que al vulgar
aparato de un estado policial. En una orquesta, cada músico
es responsable de su técnica, de su arte, y de sacar
el máximo partido de su instrumento dentro del conjunto;
cada uno de ellos es una individualidad que se integra.
Mi interlocutor se puso entonces tirante y firme:
-Pídele a Dios que te lo haga ver -dijo-. Tienes que
perder la Ingenuidad porque ya llevas suficiente tiempo en
la Obra como para que se te exija como a una persona mayor.
Pide más visión sobrenatural y olvídate
de tanto espíritu poético como el que tienes.
Que se metiera con mi espíritu poético me produjo
un cierto pique, y salté casi instintivamente:
-Si el propio Padre nos dice de hacer versos endecasílabos
con la prosa diaria. Y sin decir más, recordé
en mi interior aquellas palabras de Lou Andreas Salomé:
"Si la vida humana -en realidad toda vida- es poesía.
La vivimos inconscientemente, día a día, momento
a momento, pero en su inviolable totalidad, ella nos vive
a nosotros".
El sacerdote suavizó su tono para continuar diciendo:
-Piensa que puedes ser un elemento muy valioso para la Obra.
Pero doblegándote. Convéncete de que lo que
Dios quiere de ti es que obedezcas a tus directores hasta
en el más mínimo detalle. Si ahora nos dicen
que tenemos que poner un empeño especial en intensificar
la práctica de la corrección fraterna, nosotros
lo que tenemos que hacer es tenerlo presente las 24 horas
del día. Así, cualquier cosa, hasta la más
mínima, que te choque de alguna de tus hermanas, dísela
a tu directora. Eso es identificarse con el espíritu
de la Obra.
Esta identificación es una especie de decapitación
-me dije para mis adentros-. Como en los regímenes
nazi y estalinista, estábamos llamados a vivir y a
ser víctimas de: la vigilancia revolucionaria; el apoyo
del terror; el sometimiento a las fuerzas de policía
y seguridad. Con el hábito de la delación, el
miedo a los delatores, el espionaje y las denuncias, estábamos
llamados a convertimos en un colectivo intimidado y temeroso.
Aquello me parecía demasiado fuerte. El historiador
inglés A. Bullock, cuenta de estos terroríficos
regímenes cosas tales como: "Todos los miembros
del partido eran llamados a ejercer la vigilancia revolucionaria
ante los "enemigos internos", a espiar a sus vecinos
y a sus compañeros de trabajo y a informar de todo
cuanto les pareciese sospechoso".
"Tanto Hitler como Stalin sabían lo eficaz que
resultaba el apoyo del terror. En el Estado policial, tanto
la UGPU soviética como la Gestapo y las SS en Alemania
eran instrumentos que podían fabricar pruebas falsas,
imponer confesiones, organizar arrestos y desapariciones de
individuos o enviarles a campos de concentración. Todos
estos mecanismos los ponían en marcha contra todos
aquellos que de alguna forma entraban en conflicto con el
sistema"
..
"Nadie entendió mejor que Stalin que el verdadero
propósito de la propaganda no consiste en convencer,
ni mucho menos en persuadir, sino en crear un patrón
uniforme de discurso público en el que el primer indicio
de pensamiento heterodoxo se revele inmediatamente como una
desapacible disonancia".
"En la Alemania nazi se adiestraba a los miembros del
partido para que no permaneciesen callados cuando escuchaban
puntos de vista subversivos o murmuraciones, alentándoles
a que informasen de lo que habían oído. Las
delaciones tienen un efecto corrosivo y destruyen la confianza
entre los individuos, consecuencias éstas de las que
era muy consciente la policía secreta, que se dedicaba
a reclutar informadores no tan sólo por la información
que podían facilitar, sino teniendo presente también
ese tipo de consecuencias. También en la Unión
Soviética el hábito de la delación ha
sido descrito por muchos testigos presenciales como un auténtico
vicio nacional" .
"Entre los nazis, el "jefe de bloque" no sólo
era el oficial disciplinario del partido, sino también
su perro guardián, el encargado de mantener una supervisión
meticulosa sobre las actividades de cada cual y de informar
puntualmente sobre lo que sospechaba que andaba mal"
.
"El instinto de volver la cara, en la esperanza de pasar
inadvertido, se veía reforzado por el miedo a los delatores,
lo que hacía que todos tuviesen temor de hablar, con
lo que se producía una atomización de la sociedad
que ya Aristóteles, en época tan remota, vio
como uno de los pilares en los que se sustentaba la tiranía:
"La implantación de la desconfianza. Un tirano
no será derrocado hasta que los hombres no empiecen
a confiar los unos en los otros"".
"El espionaje y las denuncias eran una parte esencial
del sistema. A las personas se les obligaba a "cooperar",
a informar sobre sus vecinos y sus compañeros de trabajo;
otros consideraban la delación como un método
para ganarse el favor de los que detentaban el poder. Las
consecuencias corrosivas de este sistema eran la destrucción
de ese mínimo de confianza mutua del que dependen las
relaciones humanas, con lo que los seres humanos individuales
quedaban aislados unos de otros".
Aunque pueda parecerlo, no es mi intención transcribir
en esta carta las mil y muchas páginas del exhaustivo
trabajo del historiador A. Bullock, pero tampoco he querido
ahorrar citas por lo cargadas que están de significado;
por todo el paralelismo existente entre los regímenes
aludidos y el sistema con el que me encontraba comprometida.
Ese tener que convertirte en guardia de la circulación
-o policía, o fuerza de seguridad o vigilancia revolucionaria,
es lo mismo- y ejercer el oficio, iba creando unos prototipos
de numeraria que se podían catalogar de la siguiente
forma: las fanáticas, que perseguían activamente
todo lo que podía parecer conato de oposición,
crítica, discrepancia o heterodoxia; las arrepentidas,
un extenso grupo que reunía a las que ya habían
sido víctimas de algunas acusaciones y querían
hacer méritos para lavar su imagen haciendo ellas muchísimas
"correcciones fraternas" y, finalmente, las que
habiendo sido víctimas de la delación, después
de haber sufrido el consiguiente castigo, caían en
el mutismo y la resignación total, volviéndose
como tumbas.
Fanáticas y arrepentidas, sobre todo las primeras,
siempre estaban al acecho con un claro anhelo de posición,
de prestigio, de ser reconocidas por parte de los que mandaban.
A propósito de estos personajes, viene como anillo
al dedo aquello que decía Krishnamurti: "El santo
que busca una posición relacionada con la santidad,
es tan agresivo como la gallina que picotea en el corral"
[KRISHNAMURTI, Sobre el miedo, p. 18].
¡Qué razón tenía el maestro oriental!
Otro prototipo de persona que genera este sistema de funcionamiento,
es el que se amolda con facilidad a los lugares comunes; detectan
lo que conviene y lo que no conviene, y se acomodan con facilidad
a la talla del auditorio, aunque ellos, en su fuero interno,
piensen de otra forma. Circunscriben su pensamiento y su interés
a un pequeño número de materias prácticas
Y lo más superficiales posibles, y de este modo sobreviven
y se evitan un montón de problemas. Para acabar, y
matizando un poco más, también podría
considerarse prototipo, al grupo formado por individuos valiosos,
de carácter retraído, que no se atrevían
a dar rienda suelta a su pensamiento por temor a las consecuencias
que pudiera derivarse de ello. Más de una vez pude
contemplar el espectáculo de alguna de esas personas,
sensible y valiosa, que pasa su vida sofisticando su inteligencia,
imposible de acallar, y que agota todos los recursos de su
espíritu en intentar conciliar las aspiraciones de
su conciencia y de su razón con la ortodoxia, sin conseguido
casi nunca.
A medida que pasaba el tiempo e iba madurando, en lugar de
acostumbrarme a aquel entorno de estrechez creciente, cada
vez me hería más. Se fomentaba un clima de intolerancia
tal, que impulsaba a las personas a ocultar sus opiniones
o a abstenerse de todo esfuerzo activo por expresarlas. Y
a base de no dialogar ni opinar, casi todo el mundo acababa
repitiendo las mismas frases hechas; costra, corteza de las
ideas que dieron origen a esto o aquello.
"Nuestra convivencia acaba convirtiéndose en
una gran escuela de soledad", oí decir en cierta
ocasión a una numeraria mayor que acabó por
irse de la Obra. Y basaba su argumento en la falta de comunicación
real que se nos imponía, que acababa por hacer de nuestras
vidas un solitario andar entre la gente que nos rodeaba. Una
dura declaración, sin duda, que al ponerla sobre el
papel me hace recordar las palabras que el Nobel José
Saramago dice a través de su personaje Ricardo Reis:
"La soledad no es vivir solo, la soledad es no ser capaz
de hacer compañía a alguien o a algo que está
en nosotros, la soledad no es un árbol en medio de
una llanura donde sólo está él, es la
distancia entre la sabia profunda y la corteza, entre la hoja
y la raíz". Al leer esta carta, tal vez te dé
por pensar que es lógico que en toda institución
existan unos principios básicos, unas reglas de juego
que sean respetadas por todos, y estoy totalmente de acuerdo.
Lo malo estaba en que teníamos un "credo"
cada vez más extenso. Bastaba con apuntar: "el
Padre dice que...", para que de forma inmediata eso se
convirtiera en materia sagrada, intocable, en la que no cabía
interpretación ni opinión propia.
Supongo que Escrivá, a lo largo de sus muchos años
de vida, habría hablado de todo y opinado de casi todo.
Y lo que ocurría es que, ese todo o ese casi todo,
podía convertirse en dogma en cualquier momento. Por
tanto, cualquier tipo de apreciación personal o matiz
particular podía ser peligrosísimo.
Por si no ha quedado del todo claro insisto en que en mi
fuero Interno nunca puse en duda la necesidad de unos códigos
de fe y de conducta. Ni se me pasaba por la cabeza que la
Obra tuviera que ser un ente del todo invisible, sin estructura:
un algo en el aire. Pero de eso a creer en el poder absoluto
y en la Inquisición como mano derecha y su mejor arma,
hay mucho trecho.
Amo la disciplina, estoy convencida de la necesidad de un
orden, pero para que una y otro favorezcan la vida, no para
sustituirla, y menos ahogarla con normas y más normas
que exigen ser cumplidas bajo "advertencias" que
pueden convertirse en amenazas porque se considera que son
la única garantía de salvación.
Pero a pesar de todos los riesgos que apunto, había
quien conservaba su libertad de espíritu: unas por
ingenuidad -solían ser jóvenes y aún
no habían captado del todo el sistema en el que estaban
implicadas-, y otras, porque la situación era superior
a sus fuerzas y, alguna vez explotaban.
Para quienes conservaban su libertad de espíritu,
existían como tres categorías: las que habían
estado en "prisión", las que estaban en "prisión"
y las que estarían, algún día, en "prisión"
(las que ya habían sido llamadas al orden, las que
se encontraban en plena fase de llamada al orden y las que
iban a ser llamadas al orden).
La mayoría de estas personas, es lógico, acababan
yéndose del Opus Dei; bien porque las echaban después
de las correspondientes advertencias, o porque se iban por
sí mismas tras sufrir un hondo desengaño.
Todo debía estar bajo control
(19 de abril, 1999)
Visto desde fuera -dices- te parece imposible que resulte
tan difícil llegar a aclararse allí dentro.
Pues sí, es dificilísimo, hasta tal punto que
a algunos les resulta imposible; que en toda su vida no llegan
a aclararse.
El atar todos los cabos del juego interno del Opus, descubrir
sus entresijos, explicarte por qué las cosas son así,
es un trabajo largo y duro. Enterarse, llegar al fondo, para
una numeraria medianamente avispada, puede convertirse en
una costosa tarea, con avances y retrocesos, de hasta 10 años.
Una ex numeraria, que era muy popular en el ámbito
interno, y que dejó la institución después
de treinta años de militancia, me dijo en cierta ocasión:
"La inocencia, la buena fe, te puede durar allí
dentro hasta 10 años. Luego ya te lo sabes todo y,
por supuesto, te maleas".
Nos pescaban utópicos, y luego todos los esfuerzos
iban encaminados a convertirnos en dogmáticos feroces.
Si el utópico corre el peligro de vivir en el cielo
sin pisar la tierra, el dogmático pierde la distancia,
la fantasía y hasta la capacidad de generar esperanza.
"La gente busca seguridades, y nosotros vamos a dárselas."
Esta era una frase que los curas nos repetían hasta
la saciedad en mis últimos tiempos del Opus (olvidando
por completo y de una vez por todas el que la actitud de duda
y el sentido de lo relativo, que siempre acompañan
a quienes tienen una mínima curiosidad intelectual,
le inhabilitan para lanzar las robustas afirmaciones sin titubeos
que se exigen a los conductores de masas). Y para asegurar
la transmisión de esas seguridades, el despliegue de
controles se convirtió en una especie de pesadilla:
sumisión total a la autoridad -había que consultarlo
todo, hasta lo más mínimo-; en la confidencia,
las directoras debían preguntar sobre materias concretas
para informar, un escalón más arriba, de la
totalidad de los pensares y sentires de sus súbditas
acerca del llamado "espíritu"; el sacerdote,
en la confesión semanal, debía reforzar esa
tarea de control; la censura de las lecturas era cada vez
más estricta; el posible diálogo o simple intercambio
de ideas entre las numerarias se convirtió en una auténtica
persecución -si por casualidad se daba cualquier tipo
de comunicación, había que informar inmediatamente
a la directora: "He hablado con fulanita de tal cosa
y de tal otra"-.
Pienso que se trataba, cada vez más, de vivir una
ideología militarista, ya que exigía la disciplina
de las masas frente a la autoridad de mando de sus jefes;
a las masas se las consideraba llamadas únicamente
a obedecer. Se trataba de aceptar a tope un estilo de vida
que combinaba el servicio y la obediencia (sobre todo una
gran dosis de obediencia); espíritu de obediencia frente
a los directores, cualquiera que éstos fuesen. El "obedecer
o marcharse" se había convertido ya en el lema
favorito, y todo lo que sonaba a opinión propia resultaba
sospechoso y hacía que el sujeto que la ejercía
se sintiera tratado como judío entre nazis (el judío
era entonces el típico liberal moderno que no obedece
a ciegas, sino que prefiere pensar por su cuenta; que no se
postra ante ídolos, sino que obedece a su razón).
Una ex numeraria, Concha F., periodista de profesión
y amiga mía de antaño, me decía al recordar
aquellos tiempos sombríos que ella también vivió:
"Cada vez que comentaba al sacerdote que no podía
soportar la doble vida que llevaba; esa oposición entre
lo que pensaba y lo que tenía que hacer, y que iba
a acabar volviéndome loca, su respuesta era rotunda:
"Bueno, loca pero en casa, porque eso es lo realmente
importante. ¿Y qué te importa si Dios te quiere
así?"".
El sociólogo A. Moncada, conocedor del tema apunta
que "el paso del tiempo, en un escenario tan cerrado,
va deteriorando hasta la esquizofrenia, la personalidad de
quienes, se supone, han de estar en medio del mundo".
"A este respecto -añade- es interesante anotar
cómo el jefe de psiquiatría de la Clínica
Universitaria de Navarra en los años sesenta, miembro
del Opus él mismo, abandonó la Universidad y
la Obra por negarse a efectuar tratamientos conformistas y
tranquilizantes de cuantos socios llegaban allí con
una crisis biográfica. Las depresiones, angustias y
conflictos psicológicos y morales, son muy frecuentes
entre numerarios y numerarias, tanto por las represiones de
todo tipo como por la necesidad de estar constantemente fingiendo,
dentro o fuera de la Obra." "En España -apuntilla
Moncada- hay psiquiatras "de confianza", especializados
en atenderlos y en esos depósitos de biografías
dañadas que son los sanatorios mentales empiezan a
abundar los numerarios y las numerarias del Opus, cuyas fisiologías
pasan la factura a una psique manipulada."
Julián Marías dice de las llamadas "enfermedades
biográficas", que en la biografía influyen
muchos elementos, algunos genéticos y los más
aprendidos, situaciones casuales. A la intrincada mezcla de
elementos fisiológicos, psíquicos y conductuales
que influyen en el mal que el sujeto sufre es a lo que él
llama "enfermedad biográfica". Creo que aquella
locura recomendada tenía mucho que ver con ese tipo
específico de enfermedad.
¿Podía Dios querer volver turulata a su gente?
¿Era, tal vez, signo de mayor entrega e inmolación,
de superar fronteras, de romper límites?
La persona humana en estado patológico se encuentra
fragmentada. La ciencia experimental dice que la naturaleza
-incluida la humana, según el psicoanálisis-,
puede ser estudiada mejor en un estado de fragmentación
parcial, o de un acentuado conflicto, ya que este último
delimita fronteras y pone en claro las fuerzas que entran
en colisión en estas fronteras. Freud lo expresó
así: "Tan sólo podemos ver la estructura
de un cristal cuando se rompe". Pero es que un cristal
y una personalidad difieren básicamente por el hecho
de que el primero es materia inanimada, mientras que el segundo
es una totalidad orgánica que no puede romperse sin
afectar a las correspondientes partes. El "loca pero
en casa" me parecía muy fuerte.
Actuando en contra de tu manera de ser y pensar, entregada
del todo, loca... Bueno, ¿y qué importa si Dios
te quiere así? Era una clara llamada al fanatismo como
única salida válida; fanatismo que produce vértigo.
El mismo que se siente al leer a Simone Weil o a la poco conocida
escritora suiza, Isabelle Eberhardt. La primera, escribe en
su libro "La gravedad y la gracia": "Nada poseemos
en el mundo -porque el azar puede quitárnoslo todo-,
salvo el poder de decir "yo". Eso es lo que hay
que entregar a Dios, o sea destruir. No hay en absoluto ningún
otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de
la destrucción del yo" [SIMONE WEIL, La gravedad
y la gracia.]
El mismo tono mórbido y desesperado utiliza E. Eberhardt:
"Tal y como yo lo veo, no hay mayor belleza espiritual
que el fanatismo, esa clase de fanatismo tan sincero que sólo
puede terminar en el martirio" [ISABELLE EBERHARDT, Maiden
voyages].
Son palabras terribles, y me costaba mucho -y me cuesta entender,
cómo personas inteligentes y en sus cabales pueden
apuntar, sin dejar el menor hueco a la duda, hacia esos derroteros.
Y después de este inciso dedicado al fanatismo -con
una buena dosis del mismo todo quedaba resuelto-, retomo el
tema que nos ocupaba: el control expresado en su más
asfixiante totalidad. Ya sé que te parece que todo
lo estamos tratando con mucha prisa, pero que le vamos a hacer
si siempre nos acaba pudiendo alguna prisa. Mejor es seguir,
¿no te parece?
A la comunicación entre iguales cada día se
le tenía mayor pavor, y se ponían todos los
medios para cortar a tiempo cualquier posibilidad de formación
de estados de opinión que, como bien sabes, casi siempre
tienen un origen difuso, apenas perceptible: primero son comentarios,
apreciaciones y argumentos individuales, luego van manifestándose
coincidencias en la manera de pensar, y finalmente surgen
las convicciones, que se van matizando y reforzando con el
enriquecedor intercambio que supone el diálogo.
El más leve matiz crítico en torno a lo que
se consideraba doctrina, era tajantemente anatematizado; cualquier
persona sospechosa de ser crítica era vigilada; la
más mínima expresión de disconformidad
se consideraba intolerable, y la manifestación de una
simple diferencia, era siempre una falta grave. La crítica
venía a ser como un inquilino incómodo que pide
mucho y paga renta antigua. Ante tales inquilinos, los propietarios
de la finca, han de encargarse de hacer que prospere una simple
operación de desahucio.
En cierta ocasión parece ser que le preguntaron a
Stalin si prefería que su pueblo le fuese leal por
miedo o por convicción, y su respuesta fue: "Por
miedo. Las convicciones pueden cambiar pero el miedo permanece".
Esta misma filosofía de fondo funcionaba en la Obra
-al menos en los tiempos de los que estoy hablando-, pero
siempre deliberadamente oculta. Hacia el exterior había
que esforzarse por mostrar la cara amable, sonriente y atractiva,
mientras que la negra procesión del miedo, la delación,
la amenaza y hasta el terror, iban por dentro.
La cara externa seguía siendo: "La Obra la hacemos
entre todos"; "somos los amantes de la libertad";
"el Padre se fía más de un hijo suyo que
de la fe de un notario"; "somos una desorganizada
organización"... Pero también por lo bajini
funcionaba lo contrario: "Todo ha de pasar por la cabeza
y por el corazón del Padre"; "hay que seguir
siempre el conducto reglamentario"; "nuestro fin
es el corporativo"; "hay que consultarlo todo"...
¿Por qué tanto empeño en mantener ese
doble juego? Desde un punto de vista táctico, no dudo
que pueda ser eficaz, pero nada más lejos del espíritu
del Evangelio. Cara amable, noble y sensible, para seducir
y captar; cara insensible y hasta terrorífica, para
mantener todo bien atado. Te seducen por la vía de
los ideales, de la utopía, y luego te van atrapando,
atrapando hasta dejarte bien pegadita al suelo. Me costó
mucho darme cuenta, y aún más convencerme de
que la Obra no la hacíamos entre todos; que la casa
que quería ayudar a construir ya estaba edificada,
incluso habitada, y hasta tenía dueños.
Recuerdo que fue en primavera, una tarde de primavera de
1972, en Sitges. Habíamos tenido un día de convivencia
con un numeroso grupo de supernumerarias y, antes de regresar
a Barcelona, las tres numerarias -la directora de la casa,
otra numeraria mayor y yo- que habíamos llevado la
voz cantante en aquella intensa jornada, nos instalamos en
un chiringuito junto al mar, para tomar un refresco y descansar
un poco. La puesta de sol era fantástica e invitaba
tanto a la meditación como a la comunicación
profunda. No sé a cuento de qué, surgió
como tema de charla el gran crecimiento de la Obra en los
últimos años, y cómo el fenómeno
de la masificación estaba afectando a la marcha interna
de la institución, ya que las directrices que llegaban
de arriba, cada vez eran más rígidas, estrictas
y despersonalizadas. Yo objeté que también había
cauces por los que uno podía, al menos, hacer llegar
a los lugares donde se tomaban las decisiones, el humilde
pero personal punto de vista.
-Bueno, te advierto -dijo la numeraria mayor-, que es mejor
pasar desapercibida, ya que puedes ir con toda tu buena fe
a plantear tus iniciativas y a exponer tus opiniones y, por
las mismas, igual sales escaldada. No sería el primer
caso, y supongo que tampoco el último.
Antes de que acabara la frase, salté de inmediato:
-Pero entonces, ¿qué ocurre, hay dueños?
Es que si algún día llego a descubrir que los
hay, que la Obra no la estamos haciendo entre todos sino que
hay dueños, no tendré más remedio que
irme, con todo el dolor de mi corazón.
-¡Ja, ja, ja! Pues si es por eso, ya te puedes ir yendo
-añadió con una mezcla de sarcasmo y comprensión-.
¡Pero que ingenua sigues siendo! ¿Hasta cuándo
seguirás caminando con el lirio en la mano?
Estaba ya un poco mosca con que siempre me tomaran el pelo
con mi ingenuidad y exceso de idealismo, y desinflada contesté
con voz muy baja:
-Necesito con toda mi alma seguir creyendo que la Obra la
hacemos entre todos; que cada uno de nosotros es, y ha de
seguir siendo, una individualidad que se integra y, en ningún
caso una marioneta.
La directora, entonces, abundó descaradamente en el
tema:
-Sí, claro que hay dueños -afirmó-.
Los hay, y de hecho pueden hacer con nosotros lo que les dé
la gana. Pero si, como ya hemos hablado otras veces, consigues
aprender su idioma y te vas familiarizando con un cierto saber
hacer, pues consigues hacerte tu hueco y que todo sea bastante
llevadero.
Me estaba diciendo, con todo cinismo, que me faltaba astucia
y que lo realmente inteligente era "ser sensata".
No se trataba de crecer en capacidad de conocer o tener una
representación ajustada del mundo, o de manejar información
o de resolver problemas, sino de agrandar la facultad de dirigir
el comportamiento para salir bien librado de la situación
o de las situaciones. Se trataba, en definitiva, de ser práctico.
¿Conocimiento? Sí, el suficiente para capear
el temporal, para conocer la proximidad del mismo y saber
cambiar de rumbo, sorteado, refugiarse en el puerto. Lo demás
era vulnerabilidad; esa era la única verdad.
Tuve la sensación de que me estaban quitando el suelo
de debajo de los pies, cuando dije un tanto desconcertada:
-Pero si he venido a la Obra con la intención de hacerme
mejor, y resulta que cuando voy tocando fondo, se me sugiere
que lo que tengo que hacer es malearme; aprender a hacer el
juego, convirtiéndome en una persona con más
conchas y más retorcida, la verdad es que me quedo
perpleja, no sé a qué atenerme. Si por mí
misma llego a descubrir que lo que me decís es cierto,
no tendré más remedio que huir de este enmarañado
montaje.
¿Vivía yo excesivamente confiada? Parecía
que sí, que el exceso de confianza era lo mío.
El horizonte del mundo en el que mi yo individual estaba colocado,
el curso de las cosas y el trato con mis congéneres,
aparecían como algo de cuya relación no había
que esperar nada malo sino todo lo contrario, siempre, en
definitiva, algo bueno. Mi actitud era fundamentalmente franca
y confiada en contraste con la prudente y temerosa de mis
"hermanas mayores". Ellas sentían la seguridad
de su yo -su instinto de conservación- amenazada por
algo de lo que siempre estaban a la espera. Mientras mi postura
era de apertura, calma y petición de diálogo,
la suya era de alarma, ocultación y huida de todo lo
que pudiera aparecer como polémico.
Esa postura temerosa y desconfiada sostenida por personas
a las que consideraba maduras y humanamente equilibradas,
me dio pie para pensar que cuando la confianza renuncia al
examen o a la reflexión acerca del mundo que le rodea
y de las personas que lo habitan, cae en la confianza ciega.
Y a la persona que no llega a pensar en examinar críticamente
su confianza es a la que se llama cándida o sin malicia.
Eso es lo que yo era: una cándida; iba con el lirio
en la mano, y mi lirio -tal y como me decían- parecía
de acero inoxidable porque no se marchitaba nunca... Así
me lo estaban comunicando una vez más. ¿Tenían
razón? Era importante analizarlo.
En amigable discusión, todavía mantuve que
ellas se pasaban de temerosas, desconfiadas y hasta suspicaces
en el sentido más literal. Temor de lo imprevisible,
desconfianza ante las intenciones que adivinaban en sus semejantes,
y suspicaces porque siempre estaban en guardia, a la espera
de que personas y acontecimientos se volvieran en contra suya.
Por mi parte descubrí, de una vez por todas, la necesidad
de indagar en mi candidez o infundado optimismo y recordé
los inicios del famoso cuento de Voltaire: "Su fisonomía
no ocultaba su alma. Tenía el juicio bastante recto
y el espíritu muy simple; por esta razón, creo
yo, le llamaban Cándido".
¿Estaría yo siendo así de simple, salvaje,
infantil y primitiva? ¿A qué aplicaba mi sentido
crítico? ¿Dónde estaba, y a qué
altura, mi conciencia reflexiva? ¿Cuál era mi
posición, mi actitud, ante mis vivencias? ¿Hasta
qué punto estaba mi conducta dirigida por una conciencia
reflexiva? ¿Estaba, en definitiva, pecando de ingenua?
Tenía mucho que reflexionar sobre mí misma y
estaba dispuesta a hacerlo. El trato abierto, cordial y sincero
con aquellas "hermanas mayores" me ayudó,
sin duda, a llevarlo a cabo.
Los 30 km de regreso a casa los hicimos en profundo silencio,
mientras mi cabeza no paraba de dar vueltas a todo lo que
habíamos hablado. En los seis años que llevaba
siendo numeraria, había tenido ya bastantes ocasiones
de comprobar que la noble ambición de aportar las luces
propias en las tareas que te traías entre manos, no
era especialmente bien recibida; que todo lo que sonaba un
poco a renovador levantaba sospechas. También había
detectado, sobre todo en los últimos tiempos, un aumento
de desconfianza por parte de los superiores, hacia toda persona
que tuviera un espíritu abierto y dialogante. Entonces
comencé a ver con bastante nitidez que había
como dos Opus: el formado por los que ejercían el mando
o aspiraban a él, y el de los que no deseaban el mando
o que ni tan siquiera se habían planteado el desearlo
y, por tanto, estaban fuera de la fila de hacer méritos.
En el primer grupo se encontraban los dueños, y los
que con el tiempo también llegarían a serlo;
en el segundo se encontraban, entre. los muchos que formaban
la gran masa, personalidades mas individualizadas o más
fuertes. Efectivamente, había dueños, y eran
los del primer grupo los que controlaban a los del segundo;
todo debía estar vigilado y bajo su control. Como en
cualquier estado totalitario, nada quedaba a merced de la
espontaneidad.
De nuevo traigo a colación el estudio de Alan Bullock.
Los extractos que he seleccionado vienen a ser, salvando las
distancias, un reflejo del mar de fondo que viví los
dos últimos años que pertenecí a la Obra
-cuando fui consciente de que allí había dueños-;
ocurrían cosas francamente parecidas.
"Ninguno de los dos regímenes -estalinismo y
nazismo- dejaba nada a merced de la espontaneidad. Compartían
una animadversión, común y consustancial, contra
cualquier individuo o grupo que actuase por iniciativa propia".
"Todas las organizaciones de masas nazis tenían
el mismo objetivo: involucrar y vigilar a los camaradas, no
dejarlos solos, y a ser posible, no permitir que piensen en
absoluto. Prevenir que puedan llegar a tener realmente cosas
en común, cualquiera que estas sean...".
"Pero, ¿de qué soy culpable? La respuesta
es que a los ojos de Stalin, cualquier historia que pudiera
oler a actitud independiente o cualquier expresión
en la que se detectara capacidad crítica, había
que extirparlas de raíz, incluso si esto significaba
tener que sacrificar a alguien muy valioso" .
"¿Puede funcionar un colectivo intimidado y temeroso?
Como fondo omnipresente -tanto en el estalinismo como en el
nazismo- funcionaba el principio de "sufrirás
el castigo si...". Pero también se movilizaban
recursos para ganarse la sumisión voluntaria, con el
fin de persuadir a la gente de que si cooperaba, se le ofrecerían
oportunidades... Se establecía así una interacción
recíproca entre el miedo, la propaganda y la organización.
En la década de los treinta, Stalin confiaba más
en el primero; Hitler en la segunda, y ambos ponían
igual énfasis en la tercera".
Cómo te decía, salvando las distancias, el
paralelismo que se puede establecer es evidente. Los dueños
hacen funcionar el gigantesco aparato de forma similar.
Cuando el fin justifica los medios
(24 de abril, 1999)
En una de tus últimas cartas me cuentas que has comprobado
por ti misma -has tenido ocasión de verlo en el caso
de una amiga tuya-, el desprecio olímpico con que la
Obra trata la los ex socios. Como poco, no se vuelve a hablar
de ellos; como si nunca hubieran existido.
Efectivamente, eso ocurre en el mejor de los casos, ya que
si, por ejemplo, un ex socio decide recordar que sigue vivo,
y hace pública su verdad sobre por qué entró
y por qué salió del Opus Dei, la respuesta con
la que se encuentra no es el silencio, sino toda una organizada
campaña de difamación, que tiene por finalidad
el aniquilar a quien se ha atrevido a hablar. Al referirse
a este tema, M. C. Tapia recuerda: "Con las personas
que abandonaban la Obra, monseñor Escrivá era
muy duro. Prohibía todo trato con esas numerarias y,
por supuesto, no les proporcionaba jamás la menor ayuda,
tanto si abandonaban el instituto como si eran dimitidas.
El Opus Dei deja a la gente absolutamente en la calle. Nunca
se preocupó monseñor Escrivá, ni está
tan siquiera contemplado en ninguna de las dos versiones de
las Constituciones del Opus Dei, de que las numerarias, o
las numerarias sirvientas, tuvieran seguros sociales de trabajo,
vejez o enfermedad. y como digo, tampoco está contemplada
la posibilidad de ayudar a quienes salieran de Opus Dei".
Al disidente hay que verlo como enemigo, o como hereje y
traidor. La imagen de un o una ex numeraria virtuosa no se
puede tolerar. Se suponía que quien se iba tenía
que caer inevitablemente en la anarquía moral o en
algún tipo de violencia destructiva, aunque la realidad
se encargue de demostrar posteriormente que en absoluto se
trata de personas que vayan por la vida destilando veneno
ni buscando sofisticadas venganzas. ¿Y son resentidos?
Si por resentimiento se entiende la actitud propia de los
débiles y decadentes, que no saben estar seguros de
sí mismos si no niegan a los otros, pues no, resentidos
radicales, tampoco.
Lo que ocurre, suele ocurrir, es que todo lo que huela a
Opus -frases hechas, lugares comunes, anatemas, ejemplaridades-,
produce cierto repelús. Y tampoco hace falta ser especialmente
sensible para comprender que ver hecha añicos una visión
consoladora (vocación-instalación), de momento
produce hondo disgusto, profundo dolor, que si no se supera
con una cierta agilidad puede trocarse en hostilidad y rencor.
A propósito de disidencias, recuerdo un hecho ocurrido
en la primavera de 1971 o 1972, no recuerdo exactamente, que
me causó mucho impacto. Pilarín N. y Sofía
M., dos numerarias mayores -la primera de ellas histórica-,
que gozaban de gran prestigio, popularidad y simpatías,
se acababan de ir de la Obra. A pesar de que se habían
puesto todos los medios para ocultar tan impactante suceso,
fue imposible conseguir que no corriera la voz, y los ánimos
agitados se palpaban en el ambiente. En medio de aquel soterrado
revuelo, nos anunciaron la llegada de un veterano sacerdote
-muy apreciado entre las numerarias-, que venía a dirigirnos
una "improvisada" meditación. De inmediato
pasamos al oratorio, se apagaron las luces y comenzó
la plática.
El tema a meditar era la fidelidad; la importancia de ser
fieles, perseverantes, con una entrega incondicional y total;
sólo así conseguiríamos que la Obra siguiera
creciendo sana y fuerte, ya que se trataba de un organismo
vivo que necesitaba alimentarse y desarrollarse, y nuestra
cooperación en esa tarea era fundamental. Pero no podíamos
olvidar que todo organismo vivo también elimina residuos;
es más, es síntoma de buena salud de todo organismo
vivo el desechar, expulsar excrementos.
Con esta elemental lección de biología, la
impactante cuestión de las dos disidentes quedó
zanjada, sin tan siquiera tener que mencionarlas: eran residuos,
excrementos, heces.
Pero si esto es una cuestión muy seria, mucho más
espeluznante es el capítulo de las represalias con
las que se trata de acorralar a las personas; de ir a por
ellas con intención de liquidarlas.
"¿Llegarías a matar, hijo, si fuera preciso?
Digo si destriparías a un hombre por defender a tu
madre la Obra" [VICENTE GRACIA, En el nombre del Padre].
Son palabras terroríficas, escritas por un ex numerario,
Vicente Gracia, en el libro que tituló "En el
nombre del Padre", que publicó poco tiempo después
de salirse del Opus. El autor no dice que se trate de una
concesión o licencia literaria; una forma, más
o menos rigurosa, de novelar la realidad. No, no: lo dice
como si fuera así. Es impresionante. Y es que esto
puede ocurrir cuando a una persona se le descarga de su conciencia
individual y, en nombre del objetivo absoluto, se santifican
todos los medios, incluso los más sangrientos, incluso
el crimen.
Desconozco el número de historias de terror con el
que la Obra puede contar en sus más de 50 años
de vida; es casi imposible saberlo, por tratarse de materia
super reservada. Pero a pesar del top secret, algunas de ellas
sí que han salido a la luz. A mí, concretamente,
me tocó vivir de cerca una, y fue la represalia que
sufrió M. Angustias Moreno en 1977, con motivo de la
publicación de su libro, "El Opus Dei, anexo a
una historia". También he oído contar en
directo a algunas ex numerarias cómo transcurrió
su última etapa allí dentro; etapa en la que
tuvieron que pasar por el doloroso y aniquilante proceso de
los rumores, acusaciones, reclusión, llamadas al arrepentimiento
y a las confesiones forzadas y, finalmente, marcha voluntaria
o expulsión. Estas ex numerarias coinciden en que lo
que a ellas les ocurrió no es tan infrecuente en la
institución, lo que ocurre es que es muy difícil
saberlo, pues a la mayoría de las que les tocó
pasar por ese recorrido de checka, consiguieron reducirlas
al sucumbir en alguna de las fases que he enumerado, y permanecen
allí dentro sumidas en el más rotundo mutismo
o como enfermas vitalicias.
El retorcido y sucio affaire de M. Angustias Moreno, no sé
si lo conoces. Si te interesa, está extensamente recogido
en el libro, "La otra cara del Opus Dei", escrito
por la propia interesada.
De forma más o menos detallada -han pasado más
de 15 años-, te puedo contar la parte de la historia
en la que a mí me tocó participar.
M. Angustias -a la que no tenía el gusto de conocer-,
acababa de publicar su primer libro, que ya te he mencionado,
y ante el éxito inicial de ventas y lectura que estaba
teniendo, los miembros de la Obra decidieron movilizarse para
que el volumen fuera retirado de los escaparates de las librerías
e interceptar así su venta. Al conocer el asunto, un
grupo de periodistas redactamos una carta contando lo que
estaba ocurriendo con intención de defender la libertad
de expresión a la que todo ciudadano tiene derecho.
Un considerable número de personas -casi todas ex socias-,
se adhirieron al escrito con su firma, y éste fue publicado
en distintos periódicos de Madrid, Barcelona y Sevilla.
La reacción no se hizo esperar, y todos los firmantes
recibimos una llamada de un sacerdote del Opus Dei solicitando
una entrevista. A mí me llamó don Juan García
Llobet, y compareció acompañado de don Emilio
Navarro Rubio -a la solicitada entrevista siempre acudieron
los sacerdotes de dos en dos y con el fin de transmitir un
idéntico mensaje-. El contenido de la conversación
lo conservo íntegro, porque guardé copia del
escrito que entregué en el despacho del ya fallecido
abogado José M. Gil Robles. Para tu conocimiento, lo
transcribo:
-Venimos a hablarte del tema de tu firma en la carta -comenzó
diciendo G. Llobet-. Si no fuera por algo tan grave, puedes
suponer que dos sacerdotes no vendríamos a hablar a
una mujer. Tú seguro que has firmado con buena fe,
pero desconoces la realidad que ha movido a esta persona a
escribir su libro. Se trata del problema de una lesbiana,
y nada más. El resto de su libelo no son más
que una serie de verdades a medias, que son mentira, claro.
-Bueno, esa es su opinión -respondí-; la mía
es que es una persona que ha demostrado ser muy valiente y,
por supuesto, que no dice mentiras. El libro es testimonial
y, por tanto, válido.
-Pero, ¿es que no te das cuenta de lo grave del caso?
-insistió-, que lo importante es que, inconscientemente,
estáis yendo del brazo de una lesbiana; de una mujer
que tiene problemas de desviación sexual. Es que esta
persona, en Molinoviejo, intentaba acostarse con las sirvientas,
con las menores, para pervertirlas. Se intentó ayudarla
en todo, pero sabemos que no se ha corregido y te podría
contar cosas concretas.
-Gracias, se las puede ahorrar -dije entonces-. Yo he firmado
una carta defendiendo la libertad de expresión, y la
volvería a firmar. Lo demás -añadí-,
creo que es problema de ustedes.
-Veo que no te das cuenta -su idea era constante y fija-
de la gravedad de la actitud de una persona que no sabemos
adónde quiere llegar.
-Si les hace tanto daño -sugerí- la buena venta
del libro, que dicen ser un libelo, denúncienlo, queréllense.
No sé, ustedes sabrán, que son muchos y bien
preparados.
-No queremos difamar -adoctrinó-, comprende. Sólo
como sacerdotes llamamos a tu conciencia para decirte lo que
ocurre y así ayudarte. Deberías estar agradecida
a que dos sacerdotes se desplacen para...
En el transcurso de aquella cínica y macabra visita,
me impresionó constatar que los curas del Opus funcionaban
como si fueran una especie de policía secreta del Estado,
algo así como la Gestapo cuya misión consistía
en impedir toda discusión del dogma nazi, eliminar,
no importa por qué medios, a los oponentes y aun a
todos los que osaban dudar de la excelencia del régimen.
El seguir escuchando me parecía excesivo. Me puse
de pie, y para finalizar dije:
-Muchas gracias, pero su postura me parece del todo mezquina.
Supongo que su papel es desagradable; debe ser horrible tener
que obedecer a una consigna tan repulsiva. Les ruego, por
favor, que acaben con este turbio asunto y que se vayan.
M. Angustias Moreno en absoluto pretendió presentar
un trabajo teológico, ni sociológico. Simplemente,
frente a todos los recovecos, sutilezas y rebuscamientos que
nos envolvían a las mujeres del Opus, ella se atrevió,
como el niño del cuento y como nadie lo había
hecho hasta entonces, a mirar al rey desnudo y a decir en
voz alta que lo estaba. Su libro me pareció entonces
una estupenda lección que sólo una niña
grande, creyente, utópica y esperanzada nos podía
dar.
Después de aquella alucinante entrevista, conocí
a M. Angustias Moreno. La encontré impactada por lo
que estaba ocurriendo, pero serena y equilibrada. "¿Pero
cómo puede todo un colectivo de sacerdotes considerar
materia de obediencia la difamación y la injuria?"-se
preguntaba, y nos preguntábamos-. Ella puso tan sucio
affaire en manos de la justicia, y consiguió que la
Obra se retractase de todo lo dicho por boca de los sacerdotes.
M. del Carmen Tapia, al referirse al escalofriante tema de
las revanchas, afirma: "El Opus Dei no es un contrincante
limpio. Si bien es cierto que monseñor Escrivá
repetía a todos sus miembros y conocidos que "debemos
ahogar el mal en sobreabundancia de bien", no es menos
verdadero que el Opus Dei, como forma de ataque, utiliza la
represalia. Y que en sus críticas, para lograr algunos
de sus fines e incluso como defensa propia, ataca, utilizando
la calumnia, que, dada su obsesión, es siempre acerca
de la conducta sexual."
Y Tapia no habla de oídas, ya que ella misma ha sido
víctima de casi todas las persecuciones posibles. Su
último año como numeraria del Opus Dei lo pasó
secuestrada; fue recluida y psicológicamente torturada
hasta el momento de su expulsión. Una vez fuera de
la institución, la vituperaron ante la Iglesia católica,
hasta el punto de que ésta no la consideró digna
de ser testigo válido en el proceso de beatificación
de monseñor Escrivá.
Cuando leemos informes sobre lo que fue la checka rusa, o
lo que supusieron las SS en la Alemania de Hitler, y si nos
vamos un poco más atrás en la Historia, la Inquisición,
se nos ponen los pelos de punta y la carne de gallina. Lo
que esta persona cuenta que pasó aquel negro año
1965-1966, y que recoge en su autobiografía, no es
para menos. Para que te hagas una idea, te lo cuento, muy
resumido pero respetando su texto.
M. del Carmen Tapia estaba destinada como superiora mayor
en Caracas (Venezuela), cuando un buen día le anunciaron
que había llegado una nota de Roma en la que se decía
que acudiera allí cuanto antes. A ella el aviso le
pareció raro -por atípico-, pero como no consiguió
que nadie le aclarara nada más, preparó sus
cosas, y cuatro días después de recibir el aviso
aterrizaba en Roma. Era el mes de octubre de 1965.
"Pasaron dos semanas y nadie me explicaba la razón
de mi estancia en Roma -cuenta Tapia-. Me hacían ver
en mi confidencia y en mi confesión que yo había
hecho cosas terribles en Venezuela, dándome a entender
que contra el Padre y contra el espíritu de la Obra,
pero cuando preguntaba y pedía que me las concretasen
para poderme corregir y arrepentirme de ellas, la única
respuesta que recibía es que cómo era posible
que no me diera cuenta. Y de ahí nadie salía
ni me concretaba más."
En el mes de noviembre, el Padre la llamó para hacerle
la primera admonición canónica, advirtiéndole
que a la próxima se iba a la calle.
"A partir de ese día de noviembre de 1965 hasta
el mes de marzo de 1966 -dice la afectada-, me tuvieron totalmente
incomunicada de todo contacto exterior, con prohibición
absoluta de salir a la calle bajo ningún concepto,
así como tampoco recibir o hacer llamadas telefónicas,
ni escribir o recibir cartas... Estaba presa".
Los motivos de aquella primera admonición fueron:
que había murmurado de los escritos del Padre, que
había tenido la osadía de ponerlos en cuarentena;
que estaba apegadísima a Venezuela; que tenía
soberbia diabólica, porque la gente la había
llegado a querer tanto en Venezuela que se detenía
en ella y no iba a la Obra; que hacía daño y
sombra a la Obra; que tenía, por tanto, que cortar
todo trato con ese país.
"Pensaba que era injusto conmigo -comenta Tapia-, porque,
dado el caso de que yo hubiera sido tan "mala",
lo primero que necesitaba conocer para poder arrepentirme
eran mis faltas o pecados concretos. Todo lo dejaban en el
aire y eso era una tortura. Pedí una y otra vez ejemplos
concretos y nunca me los dieron. Me hacían acusaciones
fuertes, pero generales."
La lectura que personalmente hago de este tremebundo affaire
de M. del Carmen Tapia es que Escrivá quería
a su "hija" M. del Carmen sometida, no en ruinas.
Pero, eso sí, en caso de que no se sometiera, era preciso
destruirla, o mejor, conseguir que ella misma se autodestruyera;
función que las superdirectoras M. Kücking y M.
Morado parecían conocer a la perfección.
A mediados de aquel mismo año, recibió de boca
del Padre la segunda admonición. El motivo era que
había tenido noticia de que, a pesar de la tajante
prohibición, había escrito a una numeraria de
Venezuela y, además, había abierto un apartado
de correos para recibir correspondencia.
-Tras de aquello -cuenta la interfecta- vinieron los interrogatorios
constantes de Mercedes Morado y de Marlies Kücking (las
dos top superioras mayores), varias veces al día y
por espacio de horas. Uno detrás de otro. No me dejaban
respiro. No sé qué querían que les confesara
de mi estancia en Venezuela. Por la manera de preguntar me
daba la impresión de que, aunque sin decirlo, se referían
a algo de tipo sexual. Al no remorderme la conciencia por
algo que no sabía qué era, sus preguntas me
resultaban incomprensibles.
El 27 de mayo la volvieron a llamar a la sala de reuniones
de la Asesoría Central y el Padre le hizo la tercera
admonición. Le comunicó que no tenía
.más salida que la calle y le dio a escoger: a la calle
pidiendo ella la dimisión, o, de lo contrario, pondría
el tema en manos de la Santa Sede con documentos, cartas y
declaraciones juradas. Le daba de plazo para elegir hasta
las doce del día siguiente.
Esa misma tarde escribió su carta de dimisión,
diciendo adiós a la Obra después de 18 años
de militancia. Monseñor Escrivá la despidió
entre tremendos insultos y amenazándola con que si
contaba algo de lo que había ocurrido o hacía
algún comentario peyorativo de la Obra, él en
persona se encargaría de deshonrada públicamente,
ya que tenía la prensa mundial en sus manos.
El proceso de M. del Carmen Tapia me lleva a pensar que J.
P. Sartre está cargado de razón cuando en su
"Crítica de la razón dialéctica"
establece la fórmula terror-fraternidad. Según
él, la violencia viene exigida desde dentro de todo
grupo humano: "Es la ligazón de las libertades
activas" -dice-. El grupo se hace y se recompone, se
"totaliza" sin cesar en función de los objetivos
que deben ser alcanzados. La acción concurrente de
todos es indispensable: toda secesión debe impedirse.
La violencia se constituye como estructura difusa del grupo.
La libertad común se violenta para seguir siendo común
y el terror se convierte en la obligación de la fraternidad.
El juramento, implícito o explícito, constituye
la materialización del terror: jurar es exigir que
se me mate si hago secesión. "Somos hermanos -continúa
Sartre- en cuanto que después del acto del juramento
nos convertimos en nuestros propios hijos." El terror-fraternidad
es el derecho de todos a través de cada uno sobre cada
uno. La cólera y la violencia son vividas al propio
tiempo como terror ejercido sobre el traidor y como fraternidad
entre los "linchadores". El grupo de fusión
se transforma así en grupo de coacción.
M. del Carmen Tapia, con su actitud de toma de decisiones
por su cuenta y riesgo, de cierta postura crítica ante
algunos escritos del Padre, de excesivo trato de tú
a tú con determinados sacerdotes, estaba rompiendo
la sagrada unidad. La reacción, por tanto, no se hizo
esperar: fue fulminante. Mercedes Morado -como super directora-,
se encargó de decir adiós en nombre de la institución
a la numeraria procesada, recordándole que no se olvidara
de que se iba en pecado mortal. Finalmente, el sacerdote,
en el confesionario -después de la tercera admonición
le dijo que, quisiera o no, tenía que confesarse-,
le insistió en que había hecho un daño
cuyo alcance no podía ni prever. Que el choque psicológico
que iba a tener al salir del Opus Dei sería gigantesco
y que esperaba que se pusiera en manos de un buen psiquiatra.
Que Dios la perdonaba porque era Dios de misericordia y de
perdón, pero él, como sacerdote del Opus Dei,
decía que tendría que llevar hasta el fin de
sus días una vida de penitencia, de reparación
y de oración, si quería que Dios le concediera
más tarde la salvación de su alma, cosa que
él, como sacerdote, veía muy dudosa.
Coacciones morales y abusos de poder: se abusa de la obediencia
religiosa requerida del súbdito; también hay
abuso de poder cuando continúan caminando por la vía
abierta por la Inquisición medieval (empleo prioritario
de los medios de coacción y de violencia, sobre todo
psicológica).
Me produce vértigo comprobar la frialdad con que se
puede destruir a una persona. Porque de una humillación
tan terrible es difícil recuperarse del todo, por más
que el sujeto afectado recubra su corazón de una costra
de escepticismo, sentido común y valentía. Vértigo
también me produce el pensar que, en ese mismo año
1966, mientras la cúpula del Opus Dei estaba destruyendo
a una de sus "históricas", yo entregaba mi
vida en la misma institución, ilusionada y convencida
de que, con fe y esperanza, íbamos a poner amor en
todas las actividades humanas.
"Haremos del mundo una balsa de aceite" -me animaba
el sacerdote en el confesionario por aquel entonces-. ¡Y
qué lejos estaba yo de sospechar que también
podía tratarse de aceite hirviendo!
No puede producir más que espanto el que seres humanos
hayan ordenado ejecutar a otros ya fuera en el circo, en la
cámara de gas, en la hoguera de la Inquisición
o ejerciendo la coacción y la tortura moral y psicológica
(no sólo trataban de destrozarla sino que también
era preciso desacreditarla) sin que en ningún momento
sufrieran sus conciencias. Es más: actuando de acuerdo
a ellas.
Resulta sobrecogedor el poco valor que tiene la vida humana
cuando está en juego la defensa de las convicciones
de un colectivo. Sí, es sobrecogedor cómo en
tal caso se arma de razones el brazo del verdugo.
Al releer el "culebrón" del secuestro de
M. del Carmen Tapia -las presiones y torturas psicológicas
a las que fue sometida-, y al pensar que este caso no debe
haber sido el único, me vienen a la memoria las palabras
de Dostoievski en su obra, "Recuerdos de la casa de los
muertos":
"Cualquiera que haya experimentado el poder, la facultad
absoluta de poder humillar a otro ser humano... de infligirle
la humillación más extrema, perderá,
de grado o por fuerza, el control sobre sus propias sensaciones.
La tiranía es un hábito, lleva en su seno la
capacidad de desarrollarse y evoluciona finalmente hasta la
enfermedad... La sangre y el poder resultan intoxicantes...
El ser humano y el ciudadano mueren para siempre dentro del
tirano; la vuelta a la humanidad, el arrepentimiento y la
regeneración se hacen prácticamente imposible."
El testimonio es fundamental, es lo único que se me
ocurre añadir. El cristiano tiene la obligación
de profundizar en las relaciones morales existentes entre
el fin y los medios. No puede aceptar cualquier método
ni dejarse llevar por el solo criterio de la eficacia. Una
vez más es preciso recordar que para un cristiano el
fin no justifica los medios; un fin espiritual no puede necesitar
ontológicamente ni legitimar moralmente los medios
que serían esencialmente antiespirituales.
Tribunal especial para castigar
la "herejía" (30 de abril, 1999)
La lectura de mi última carta te dejó impresionada,
hasta el punto de que por la noche no podías conciliar
el sueño. Me cuentas que tuviste pesadillas en las
que aparecían y desaparecían los cuadros de
Goya de los encapuchados, la hoguera de la Inquisición,
los acusados con sus sambenitos compareciendo ante el Santo
Tribunal; y los fantasmas, el dolor, la crispación.
De rigideces, condenas, dogmatismos e inquisición
la historia de la Iglesia está llena. Si para muestra
vale un botón, podemos recordar la historia de Galileo,
seguidor de la astronomía copernicana que enseñó
a los hombres que la Tierra, lejos de constituir el centro
del Universo, era un planeta de tantos. Llegó a Roma,
lleno de euforia, decidido a convertir a la Corte pontificia,
pero el choque fue inevitable.
Galileo es el primero de los científicos modernos
en el sentido más real de la palabra. En sus trabajos
los hechos se obtienen por observación o experimentación
y se los acepta como son, con todas sus consecuencias inmediatas
e inevitables. En 1616 el papado impuso a Galileo el silencio,
descalificando, a través del Santo Oficio y por boca
del cardenal Belarmino, la teoría de Copérnico,
su maestro. En 1620, el cardenal Gaetani revisó los
trabajos y sólo introdujo algunos cambios sin importancia,
y hasta 1822 el papado no dio oficialmente disco verde al
Sol para convertirse en centro del sistema planetario.
No me parece, por tanto, extraña la asociación
que has hecho mientras maldormías, pues está
claro que la Obra también cuenta con su tribunal especial;
su inquisición para garantizar la llamada "unidad"
y castigar la "herejía". Y en el Opus es
herejía cualquier cosa que parezca atentar al dogma
interno, y dogma interno es todo aquello que el Padre haya
escrito, dicho o simplemente insinuado.
En la obra de Nicolau Eymerich, Inquisidor General de Aragón,
publicada hace más de cinco siglos, ya se dan instrucciones
sobre cómo deben llevarse a cabo los interrogatorios
a los sospechosos de herejía, y es increíble
el parecido que tienen con las que el Opus sigue en los tiempos
que corremos. Eymerich propone a los inquisidores una serie
de medidas, hábiles y preparadas, para hacer que los
herejes caigan en confesión: "Lo primero los apremiará
con repetidas preguntas a que responsan sin ambages y categóricamente
a las cuestiones que les hicieren [...] Lo segundo, si presumiere
el inquisidor que está resuelto el reo aprehendido
a no declarar su delito, le hablará con blandura, dándole
a entender que ya lo sabe todo. [...]
Sabiendo que una de las máximas angustias del prisionero
es no saber cuánto durará la cárcel,
Eymerich aconsejó mantener el suspenso sobre el tema.
[...] Lo cuarto consiste en insistir una y otra vez a las
preguntas sin dejarle respirar. [...] Si sigue negativo el
reo, multiplicará el inquisidor interrogatorios y preguntas,
y entonces o confesará aquél, o variará
en sus preguntas. [...] En la sexta treta, el inquisidor prometerá
al reo el perdón, sabiendo que no lo va a cumplir,
pero amparándose en el argumento de que "todo
es perdón, y las penitencias son favores y remedios"".
Todo vale para obtener la confesión que es el principal
objetivo del interrogador.
En los tiempos en que actuaba el Santo Tribunal, los hijos
tenían obligación de denunciar a sus padres,
y el marido o la esposa a su pareja, en cuanto notaran algo
sospechoso, y si no lo hacían, incurrían en
la pena de excomunión. El Tribunal procedía
con angustioso sigilo; la acusación debía hacerse
en secreto, y el que comunicara al inculpado las acusaciones
que había contra él, se hacía acreedor
de un grave castigo. El inculpado, si negaba o persistía
en su error, era torturado. En todas partes, desde la oscuridad
y el secreto que rodeaba su poder, el Santo Oficio acechaba
y podía causar la perdición y la ruina de cualquiera.
Por eso todos los ciudadanos debían disimular lo que
sentían, y lo que llevaban en el corazón sólo
podían decido a los más íntimos, y muy
en susurros.
De nuevo me produce vértigo el mero hecho de recordar
que, sin saberlo, he vivido bajo las características
de un Santo Tribunal. Bueno, mi ignorancia de que existiera
una inquisición interna y oculta, sólo fue total
en mis tiempos de seducción, adoctrinamiento y exaltación.
Más tarde, en los tiempos de lucidez, desengaño
y ruptura, veía muchas cosas que me dejaban perpleja,
pero las asociaba más con formas de actuar propias
de las dictaduras recientes, como era el nazismo, y hasta
el propio franquismo. Tampoco iba tan descaminada, ya que
todos estos sistemas absolutos tienen en común el ser
implacables en la defensa de su llamado "espíritu";
coinciden plenamente en que el fin justifica los medios; amenazan
con la tortura y la expulsión a los críticos;
fomentan el estado policial, etcétera.
Alan Bullock destaca en las biografías de Hitler y
Stalin: "Aquellos que tuvieron que trabajar cerca de
Stalin pronto se dieron cuenta de que cualquiera que se atreviera
a poner en tela de juicio su versión de los hechos,
o que incluso pasase por alto el afirmar que creía
en ella, podía pagarlo con su vida. En la purga de
la década de los treinta fueron muchos los "borrados
del mapa"".
"Para satisfacer a Stalin, aquellos que eran acusados
tenían que condenarse a sí mismos con sus propias
palabras. Al lograr que el acusado se acusara a sí
mismo de delito de alta traición, proporcionaba a Stalin
pruebas convincentes de los cargos imputados y, al mismo tiempo,
daba satisfacción a sus propias necesidades psicopatológicas"
.
"Ante la amenaza de expulsión del partido, muchos
se daban cuenta de que su vida carecía de significado
fuera del mismo, por lo que, con el fin de volver a sus filas,
se mostraban dispuestos a renunciar a su propia personalidad
y a declarar que lo blanco era negro y lo negro, blanco, si
es que el partido así lo pedía" .
"El instinto de volver la cara, en la esperanza de pasar
inadvertido, se veía reforzado por el miedo a los delatores,
lo que hacía que todos tuviesen temor de hablar".
Ante el panorama expuesto, yo me pregunto lo que muchos cristianos
de a pie se preguntarían: ¿es que puede haber
casos en los que el fin justifique los medios, todos los medios,
cualquier medio?
No, el fin no justifica los medios. Si miramos con los ojos
de la buena fe, podemos advertir con claridad suficiente que
los medios definen los fines. Por ejemplo, si se pretende
establecer la igualdad mediante un aumento de la desigualdad,
uno acabará imponiendo la desigualdad; si se pretende
alcanzar la libertad aplicando el terror colectivo, el resultado
será el terror colectivo; si se pretende luchar por
una sociedad justa mediante el miedo y la represión,
se logrará imponer el miedo y la represión,
en vez de la fraternidad universal.
Si el fin justifica los medios, los valores se pervierten.
¿Puede alguien, con sinceridad, llegar a pensar que
para que triunfe la virtud es necesario el terror? M. Robespierre,
en tiempos de la Revolución francesa, se lo planteó
hasta llegar a descubrir que el terror era muy útil.
"No hay virtud sin terror" -se dijo-. Y lo aplicó
con conciencia tranquila: el fin justifica los medios.
Pero lo que en realidad ocurrió es que el terror actuó
y la virtud se esfumó. Sólo le quedó
el poder de seguir aplicando el terror.
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