Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Ser mujer en el Opus Dei
Índice
Introducción
1. Tiempo de seducción
2. Tiempo de adoctrinamiento
3. Tiempo de exaltación
4. Tiempo de lucidez
5. Tiempo de desengaño
6. Tiempo de ruptura
7. Tiempo de resurgimiento
8. Tiempo de reflexiones
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SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas

 

CAPÍTULO 1. TIEMPO DE SEDUCCIÓN

-Alegre y despreocupada infancia.
-De prosélita adolescente a numeraria.
-Una existencia nueva.
-Como "una flor que hay que cuidar y regar"

Alegre y despreocupada infancia (7 de septiembre, 1998)

Me preguntas sobre mi infancia: cómo transcurrieron los primeros años de mi vida, cuando conocí la Obra y me entusiasmé hasta convertirla en el argumento central de mi vida.

Mi niñez y juventud no creo que tengan ninguna importancia, sin embargo pienso que a la hora de escribir memorias, es importante no dejar fuera a quien le ocurren las cosas. Contemos: "pasó esto o aquello", pero también es preciso decir cómo era la persona a quién le pasó. Me parece que los hechos significan más si conocemos antes, o a la vez, a la persona a quien le ocurren. ¿Quién era yo entonces?

Pienso que si hubiese nacido en un país árabe, tal vez estaría rezando cinco veces al día mirando a La Meca, como si hubiese nacido tibetana creería en el Dalai Lama o si hubiese sido criada en Pakistán quizá mataría en nombre de Mahoma. Pero nací en España, concretamente en Madrid, en el seno de una familia tradicional y bien instalada. Desde mi más tierna infancia mamé cristianismo, y mi formación católica se vio reforzada en el transcurso de los doce años -desde los cuatro a los dieciséis- vividos en el colegio de la Asunción de Velázquez en Madrid.

Soy la tercera de una familia de siete hijos, y como tal no puedo considerarme sino como un número entre otros. En situación así, cada cual se beneficia de una solicitud colectiva que no le alienta a creerse alguien -entre los hermanos muchas veces hemos comentado que la mejor escuela de humildad la teníamos a domicilio, donde el comentario irónico y oportuno de alguno, siempre conseguía bajarte los humos cuando menos lo pensabas-.

Un cierto espíritu de clan; ambiente de orden y de disciplina; una sólida autoridad paterna y bienestar y seguridad familiar son algunas otras de las notas dominantes de mi vida de infancia.

Conocí el Opus Dei cuando comenzaba quinto curso de bachillerato. Yo tenía inquietud religiosa, y los medios de formación que la Obra puso a mi alcance -era el año 1960- supuso para mí un respiro al comparado con el mundillo de las monjas de entonces. Todo me parecía más moderno, más abierto, como una bocanada de aire fresco. Conecté inmediatamente y me volqué con el entusiasmo, ilusión y generosidad propios de una quinceañera que cree que ha descubierto algo importante.

Todavía no había cumplido los dieciséis años, cuando me insinuaron, por primera vez, la vocación de numeraria; la maravilla de la entrega, la llamada del Señor.

Solía ir a Montelar (Escuela Hogar donde también podías aprender nociones de decoración, pintura, guitarra...) los jueves por la tarde, que era la tarde de la semana que no teníamos colegio. Primero tenía clase de guitarra, a continuación nos daban una charla de formación espiritual y, finalmente, quien quería se confesaba. Y bien, esa fue mi vía de entrada, mi primera conexión con el Opus, hasta que salí del colegio dos años más tarde. Entonces fue cuando me volvieron a plantear la vocación de numeraria de una manera más firme:

-Es Dios el que elige -me decían-. Nosotras no tenemos más que responder con generosidad a esa llamada. Recuerda la parábola del joven rico ("...deja todo cuanto tienes, ven y sígueme"). Exige, Él exige mucho, lo exige todo, pero no te arrepentirás porque el Señor sabe pagar con creces.

Pero a mí, en aquellos momentos, renunciar al amor humano de por vida me parecía tan insensato como desinteresarme de mi salvación, creyendo, como creía, en la eternidad. Vi clara la solución y así lo expuse:

-No, numeraria no. Me haré supernumeraria, pero ahora tampoco; dentro de unos años, a los diecinueve o a los veinte, cuando me sienta más madura para decidir, y mientras me iré formando a través del cumplimiento de las normas, del plan de vida, de la dirección espiritual, las convivencias, retiros, etcétera.

Tenía absolutamente idealizada la idea de la unión de dos seres: descubrir juntos el mundo ofreciéndoselo el uno al otro, y al mismo tiempo encontrando cada uno la razón de su existencia en la necesidad que el otro tenía de él. Dos seres unidos, me parecía maravilloso.

Pasé del idealismo de los libros de Martín Vigíl y de la colección Escélicer a contenidos más consistentes (Unamuno, Camus, Bernanos, Guardini...). Recuerdo que entonces me gustaba especialmente Paul Claudel porque glorificaba en el cuerpo la presencia maravillosamente sensible del alma. A Claudel me lo descubrió la madre Almudena, una monja del colegio que era hija del filósofo García Morente, quien se convirtió al catolicismo -o mejor dicho se reconvirtió- con la ayuda de este escritor francés. La madre Almudena era una auténtica forofa del mismo y en sus clases nos leía trozos escogidos de sus obras.

Fui entrando en su lectura y me compenetré durante un tiempo con su forma de pensar y de sentir. Pero era con la espiritualidad de Unamuno con la que conectaba más en profundidad, sin que sea necesario que me recuerdes que don Miguel no fue un católico ortodoxo y que hasta algunas de sus obras Roma las puso en el "Índice" de los libros prohibidos. Ahora bien, el no-católico Unamuno, y esto es lo que me parece realmente importante, irrumpió en medio de la monótona piedad recibida y usual, para hablar con acento nuevo, íntimo, personal, de la preocupación religiosa que todo hombre lleva dentro de sí. Unamuno ha aportado un estilo y una sensibilidad, hasta él inéditos, para los problemas de la auténtica vida religiosa. Su influencia como despertador del catolicismo seglar español fue muy grande y positiva.

En el verano de los quince años topé con mi primer amor. Él tenía veinte años y, por supuesto, estaba mucho más rodado que yo. Cuando me oía hablar y expresar lo que pensaba, insistía en explicarme que los hombres no eran santos; que el amor no era tan sublime, y que el pequeño o gran universo del contacto físico, aunque me pareciera un tanto prosaico, existía, y hasta contaba mucho para todo el mundo.

Con el fin de apoyar sus tesis, me contaba un montón de casos conocidos. Yo me llegaba a crispar, pero también me preguntaba y hacía conmigo misma ejercicios de sinceridad: ¿de dónde venían mis resistencias y prevenciones? ¿Es la formación católica la que nos deja tal aspiración de pureza, que la menor alusión a las cosas de la carne nos produce desazón? ¿No había también ahí mucho de orgullo?

Evidentemente, por mi parte tenía claro que no había que empecinarse, de manera indefinida, en la virginidad, pero que se podía vivir un auténtico amor sublime y blanco, y que las relaciones carnales eran para el matrimonio y con el fin primordial de contribuir a la procreación. Mis argumentos eran contundentes y, desde la mojigatería de mis dieciséis años, lo explicaba así:

-Todo anda bien si el cuerpo obedece a la cabeza y al corazón, pero no debe ocupar el primer plano.

Por su parte, él opinaba que yo ignoraba casi todo de la realidad e insistía:

-Esos del Opus te están lavando el cerebro. Te evades por las nubes y tu medio ambiente está lleno de convencionalismos. Eres un alma, un espíritu puro y claro, sólo te interesas por los espíritus y por las almas.

¿Mi actitud era angélica, era un espíritu puro, vivía en un estado etéreo? No sabía qué responder. Mi forma de pensar y sentir, de ver el mundo, era producto de una educación conservadora y tradicional. Ni más, ni menos.

Por hoy tengo que dejarte. Prometo que en cuanto tenga un rato libre te escribo de nuevo.

De prosélita adolescente a numeraria (11 de septiembre, 1998)

Cuando finalicé los estudios de bachillerato, salí del colegio e ingresé en la Escuela Oficial de Periodismo, y en mi elección de carrera tuvo mucho que ver la Obra.

Eran los tiempos en que funcionaba a plena marcha aquella máxima de monseñor Escrivá: "Llenaremos el mundo de letra impresa", y los socios del Opus Dei se habían puesto a trabajar con todo su empeño, creando nuevas empresas periodísticas y sacando a la calle periódicos y revistas con un aire más moderno que los que por entonces circulaban. Yo había cursado el bachillerato de Ciencias y pensaba hacer la carrera de Ciencias Exactas porque se me daban bien las matemáticas, pero influida por el ambiente que me rodeaba, cambié de rumbo, al decidir que con la escritura se podía hacer más bien que con los números.

En mis años de periodismo leí mucho, ensanché mi mente y me fui haciendo menos rígida; más abierta y comprensiva con otras formas de ver e interpretar la vida.

Poco antes de cumplir la veintena creí encontrar ese ser maravilloso con el que la mayoría de las jóvenes de mi tiempo soñábamos. Él era navarro, abogado de profesión, muy atractivo y campeón de natación, acababa de romper con una novia anterior, tenía veintisiete años y muchas ganas de casarse y encauzar su vida adulta. El verano que nos conocimos los dos pasábamos las vacaciones en Cambrils (Tarragona) y yo hacía mis primeras prácticas de periodismo en el "Diario Español de Tarragona", adonde iba a trabajar todas las tardes. De ahí surgió, precisamente, nuestra primera fuente de conflictos. Una y otra vez me manifestaba sus quejas:

-Para un mes que tengo de vacaciones y tú todas las tardes trabajando, es más, y a veces hasta por la noche. No entiendo para qué tienes que currar tanto, si dentro de un tiempo nos casaremos y te dedicarás, supongo, a tu familia. Limítate a acabar la carrera, y con eso ya está bien, es más que suficiente.

Me llenaba de dudas. Estuvo a punto de convencerme, porque estaba muy colada por él, y cuando le tenía delante podía conmigo; siempre acababa por ceder.

Sin embargo, cuando acabó el verano y él se fue a su ciudad y yo a la mía, la reflexión volvió a mí y me preguntaba: ¿Por qué he de hacer todo lo que él quiera? ¿Es que me llena tanto como para ver el mundo solamente a través suyo?

En una larga carta le expuse todas mis dudas, y como él era de poco escribir, me llamó inmediatamente por teléfono para quedar en que hablaríamos con calma el fin de semana siguiente. Pero no quiso despedirse sin hacer un comentario escueto y contundente de lo que sería el contenido de nuestra anunciada conversación:

-Tus cartas, más que cartas de amor, parecen ensayos filosóficos -dijo despidiéndose con todo cariño y un cierto retintín.

El encuentro acordado fue providencial, o al menos yo lo entendí así. Llegó a Madrid acompañado de toda su familia, pues venía a despedir a una de sus hermanas -numeraria del Opus Dei-, que se iba destinada a Filipinas (era el otoño de 1965 y la labor apostólica se acababa de empezar en aquel país). Este hecho me dio pie -el ambiente de emociones y adioses lo propiciaba-, para decide con claridad todo lo que estaba pasando por mis adentros:

-Me atrae enormemente la idea de poner mi vida al servicio de un ideal grande -dije-. Me estoy planteando muy en serio el dar yo también ese paso; hay algo que me llama con mucha fuerza.

Hablamos, discutimos, lloramos, y a medida que avanzábamos en el diálogo, las dudas eran menos y la decisión estaba más clara: esperaríamos hasta la próxima Navidad y, si por entonces nada fundamental había cambiado, tomaríamos una decisión definitiva y del todo sincera.

Al despedimos, comentó muy bajo y como con miedo: -Creo que en tu fuero interno la decisión ya la tienes tomada -le temblaba la voz, estaba pálido-.

Y así fue. Pasadas las navidades, hice un curso de retiro y, al finalizarlo, manifesté a la que iba a ser mi directora y al sacerdote con el que me confesaba, mi deseo de pedir la admisión como asociada numeraria. Hubo gran regocijo y también un recordatorio que, de momento, me dejó preocupada y con un cierto remordimiento:

-Le has robado al Señor cinco años, porque a los quince ya tenías una vocación clarísima -me dijo aquella directora que me conocía desde mis tiempos de colegio-.

El 19 de marzo de 1966, día de San José, llevé a cabo mi admisión como numeraria adscrita. En mis deseos de entrega total tenía cuatro objetivos: vida interior (profundizar, crecer hacia dentro); formarme a fondo en cultura cristiana (en el papel que debe desempeñar en la sociedad una auténtica cultura cristiana); caridad (entrega al prójimo y ayuda a los más pobres y necesitados); misión de apostolado y proselitismo (máxima disponibilidad para el mismo y para la expansión de la Obra).

Mi "leitmotiv" parecía bien definido. A partir de entonces se trataba de desarrollado, de darle vida. El 19 de marzo de 1966 estaba convencida de que me apuntaba al colectivo más idóneo para llevarlo a la práctica. Pero, ¿qué pasó? ¿Por qué no llegó a ser la Obra un medio válido para su desarrollo? Esto es precisamente lo que vaya tratar de contarte en el periodo de tiempo que dure nuestra correspondencia.

Mi historia en el Opus Dei la he dividido en distintos tiempos que he llamado: tiempo de seducción; de adoctrinamiento; de exaltación; de desengaño; de lucidez; de ruptura; de resurgimiento y de reflexiones. El contenido de esta carta forma parte, como verás, del primer tiempo, cuando estaba aún completamente convencida de que la providencia había puesto a mi alcance el mejor medio para crecer en esos cuatro objetivos que acabo de apuntar. Tuvieron que pasar muchos sinsabores para irme dando cuenta de que allí dentro, no solamente no avanzaba, sino que estaba entrando en una carrera que podía llegar a ser regresiva. A continuación te avanzo un breve resumen de lo que me fue ocurriendo.

En el plano de la vida interior, siempre he dado una gran importancia al desarrollo individual, ya que creo que si no se cultiva el espíritu, las personas acaban por estar vacías. Allí dentro nos atiborraban con frases hechas, consignas, reglamentos, normas, intenciones semanales y mensuales... Y a medida que esta retahíla iba en aumento, yo iba creciendo en el convencimiento de que el ser humano rezador necesita recuperar unos planos profundos de conciencia que no puede sustituir por simples fórmulas más utilitarias.

En cuanto a profundizar en cultura cristiana, te explico. Yo tenía influencias muy recientes de Maritain, Mounier, Lacroix, Teilhard de Chardin, etcétera, que eran algunos de mis autores preferidos en mis años jóvenes y tuve que aparcarlos al llegar a la Obra. Allí, durante algún tiempo, leí y asimilé muy a gusto a Guardini, G. Thibon, J. Leclerq, R. Garrigou Lagrange, J. Pieper, G. Chevrot, en fin, todos aquellos primeros autores de la colección Patmos, que más tarde fueron arrinconados o retirados, pues dio comienzo una carrera imparable de vetos, restricciones y prohibiciones, con posturas cada vez más rígidas y enrarecidas. Parecía que todos estaban equivocados y que solamente nosotros estábamos en posesión de la verdad, lo cual era imposible.

En el terreno de la caridad, echaba en falta la más mínima inquietud por ayudar directamente a los necesitados. No se fomentaba para nada entre la gente joven -ni en los mayores, pero mi campo de apostolado eran las jóvenes-, que dedicaran parte de su tiempo libre a ayuda social (alfabetización, atención doméstica, acción sanitaria...). No existía ni tan siquiera sensibilidad hacia ningún tipo de marginación.

En cuanto a apostolado y proselitismo, lo segundo sí estaba absolutamente claro: "¿Cuántas han pitado? Tienen que pitar... Hay que hacer para que piten...". El "pitaje" era una especie de droga que tenía que estar en el ambiente de una forma constante, y contagiaba y aturdía. El apostolado era algo más profundo, una tarea que exigía mayor seriedad e implicación personal.

Te cuento todo esto como un avance de lo que iremos desarrollando a continuación pues, de momento, estaba viviendo a tope la etapa primera; un tiempo de seducción.

Una existencia nueva (15 de septiembre, 1998)

Tienes un gran interés por saber si duele mucho el despegue; el decir adiós a tu familia, a tu medio, así como el hacerte a una forma de convivencia muy distinta a la que dejas. Una nueva vida de búsqueda de santidad personal y entrega; otra vida en la que había de dominar la responsabilidad de querer ser consecuente con un serio compromiso. Creo que estaba emocionada y aturdida despidiéndome de todo mientras me repetía interiormente palabras austeras: "Cambio amor por Amor, posesión por entrega, dar, darse, generosidad..." Palabras de impulso, de ánimo, con las que todas las vallas, todos los muros se esfumaban. Mi vida sería una hermosa historia que se iría haciendo verdadera a medida que la fuera viviendo. Todo era así de simple, idealista, hermoso y "light", aunque yo en aquel entonces me encontraba hasta un poco heroína. Nuestro libro de cabecera, Camino, reforzaba el argumento al decimos que nosotros éramos los elegidos y los demás "la clase de tropa".

Inauguré mi nueva existencia en Montelar (Madrid), donde fui muy bien recibida con una acogida calurosa, lo que agradecí profundamente. Acababa de regresar de Alemania, donde había ido de viaje de fin de carrera, y después de pasar un par de días con mis padres en la playa, casi para decides ola y adiós, regresé al horno de la capital para estrenarme en mi vida de numeraria, y también para empezar a trabajar, en régimen de prácticas, en el periódico "Informaciones".

Era finales de julio y lo normal en esas fechas es alcanzar los cuarenta grados cada día. En mi nueva casa estaban entonces seis numerarias -el resto de la plantilla se encontraba en cursos de verano-, y otras tantas numerarias auxiliares o sirvientas que se ocupaban de la cocina y de las limpiezas, no sólo de la Escuela Hogar en la que residíamos sino también de Torreta, una casa que estaba pegada a la nuestra y en la que residían todas las superioras mayores del Opus Dei en España. Era una silenciosa y cuidadísima vivienda en la que todo relucía -porque decir que brillaba es poco-, gracias al cotidiano esfuerzo de aquellas entregadas sirvientas.

De todas las mujeres que vivíamos allí, yo era la única que tenía un trabajo externo. Enseguida tuve ocasión de detectar que este hecho creaba una distancia grande en cuanto a intereses, que los ratos que pasábamos en común se llenaban con conversaciones muy superficiales y hasta huecas; la convivencia estaba llena de cumplidos y sonrisas que la mayor parte de las veces no respondían a nada, o simplemente a la oquedad que tapaban. En un principio, pensé que aquella ausencia de contenido generalizada, que notaba como un peso, era un precio que había que pagar, ya que lo único que realmente nos tenía que ligar era la meta común: crecer en vida espiritual y hacer apostolado.

-Ahora es el momento de crecer para adentro -me decía repitiéndome esta frase que, a su vez, me decían mis superiores. Y me conformaba fácilmente, a pesar de sentirme algo enjaulada.

Tenía el convencimiento de que un día no lejano esas rejas se romperían, que la sensación de agobio desaparecería; que cuando creciera en vida interior me saldrían alas. Era tiempo de sembrar, más tarde recogería los frutos. Había que trabajar, obedecer, amar al prójimo que es el próximo, vivir las normas y volcarse en todo para no dejar ni el más mínimo cabo suelto.

De los meses transcurridos en Montelar, recuerdo con especial emoción la oración de la tarde. El oratorio tenía, en aquella hora, una luz preciosa y el silencio era casi total. Sólo la ventana abierta dejaba oír los pájaros y las hojas de los árboles del jardín mecidas por el viento. El olor a verano era intenso y mis manifestaciones eran hondas y sinceras: "Si esto que estoy haciendo es lo que Tú quieres para mí, Señor, también es lo que yo quiero".

Y ya todo me parecía bien. Así de simple era la cosa.

Por las noches, acostada en la dura mesa del planchero -la clase de plancha era mi habitación de dormir y la mesa de plancha mi sólida cama-, rendida y con la cabeza hundida en la almohada, a menudo sentía que los ojos se me llenaban de lágrimas, y me decía algo así como: "Lloro, luego amo". Y era asombroso porque me dormía deslumbrada por mi descubrimiento. Al día siguiente me despertaba con los ojos pegados, la cara tirante y acartonada, y contenta por estar respondiendo a la llamada divina. ¡Qué maravilla!, no podía ser de otra forma.

Mi jornada diaria transcurría así: a las siete, en pie, media hora de oración, misa, acción de gracias, desayuno y, a las nueve, comienzo de jornada laboral en el periódico hasta las tres de mediodía. Cuando llegaba a casa, comía sola y corriendo para llegar a incorporarme a un rato de tertulia, que generalmente hacíamos con las numerarias auxiliares, llamadas también sirvientas o "nuestras hermanas pequeñas" -y, efectivamente, como a menores de edad las trataban, pero sólo en sus ratos libres, ya que a la hora de trabajar, curraban más tiempo y con mayor intensidad que cualquier empleada del hogar en una casa normal-.

De "nuestras hermanas pequeñas" llamaba la atención su aparente infantilismo -siendo como eran, mujeres hechas y derechas-, y en algunos casos, una sutil mala "milk". Supongo que una y otra actitud eran una reacción lógica, pura consecuencia del tipo de trato que recibían. Se ponían todos los medios para mantenerlas en una conveniente minoría de edad mental. Un ilustrativo ejemplo de los muchos que podría traer a colación es el de una canción que les había compuesto, para animadas al "curre", una numeraria de la casa central de Roma, lugar donde el servicio de limpieza se vivía hasta la extenuación y como una virtud máxima. Ni que decir tiene que la parte más dura del trabajo corría a cargo de "nuestras hermanas pequeñas", y para animar la marcha y que nadie decayera les hacían cantar la siguiente letra:

"...con mi bata, delantal y gorro, salto, brinco y corro más feliz que un rey...". (Pasado algún tiempo, esta canción dejó de cantarse y además se dijo que ya no era canción oficial y que no tenía que considerarse "una canción de casa").

Creo que es preciso señalar que ésta fue mi primera y única experiencia próxima de convivencia con las numerarias auxiliares.

En el transcurso de las tertulias todas nos sonreíamos mucho y nos decíamos naderías. A veces, me hacían contar alguna anécdota del periódico, o tocar la guitarra para cantar, sobre todo, "canciones de casa" (canciones compuestas por algún asociado, cuyas letras hacían alusión al espíritu que nos animaba y al proselitismo). Con frecuencia se sumaban a aquellas reuniones diarias algunas de las superioras mayores de la casa de al lado, y entonces ellas contaban cosas de Roma, del Padre y de los primeros tiempos de la Obra.

El hecho de que fuera verano y, por tanto, el ritmo de trabajo atípico, era lo que favorecía la asistencia casi continua de las superdirectoras en nuestras tertulias (se hacían después de comer y después de cenar y eran los ratos comunes de relax). Las tardes, largas y calurosas tardes de verano, transcurrían en hacer los encargos que me adjudicaban, en cumplir las normas -oración, rosario, lectura espiritual y, si podía, dedicaba un rato a leer y tomar notas de mi bibliografía sobre la Europa del siglo XX y, en especial, la reciente historia de Alemania; el fenómeno nazi y su padre Hitler. Como ya te he dicho, acababa de venir de ese país y me había quedado impresionada del machacamiento general y de su rápido resurgir. Tenía que documentarme bien acerca de todo lo que había visto para escribir una serie de artículos en el periódico donde trabajaba.

En aquella etapa de estreno vivía obsesionada con la idea de aprovechar el tiempo a tope, consideraba que esto formaba parte fundamental de mi vocación: "Es necesario que tu vida sirva" -me decía repitiendo las frases que me decían-. Estaba llena de máximas que me movilizaban y llenaban de esperanza y optimismo.

Contábamos con máximas para cualquier situación y colaboraban, de forma eficaz, a mantener la moral muy alta, por las nubes.

Como "una flor que hay que regar y cuidar" (21 de septiembre, 1998)

Te intriga saber cómo, por parte de la Obra, me dejaron ir a un viaje de estudios con compañeros de carrera, siendo ya numeraria.

Efectivamente, hacía cinco meses que había pedido la admisión como asociada numeraria, pero todavía vivía en casa de mis padres. Los detalles de mi planteamiento no los recuerdo con exactitud, me parece que lo expuse como un hecho consumado, es decir, dando por supuesto que no tenía más remedio que hacer ese viaje.

Mi argumento se encontraba lleno de lógica: el mencionado viaje estaba programado para el mes de julio, y yo me iba a ir a vivir a una casa de la Obra a finales de ese mes, que era cuando mi familia comenzaba su veraneo. Iría, por tanto, a Alemania, y al regreso realizaría mi cambio de domicilio. La directora, que no estaba de acuerdo con este planteamiento tan lleno de sentido común, me advirtió de que lo que pensaba hacer le parecía arriesgado:

-Pones en peligro tu vocación -dijo con tono trascendente- que es como una flor recién nacida a la que es preciso regar y cuidar para que crezca y se haga grande y fuerte.

La comparación no me gustó demasiado, me parecía excesivamente blanda. Entonces, tal y como pensaba que debía hacer, llevé el conflictivo tema a mi oración y, seguidamente, llegué a la conclusión que expuse:

-Si mi vocación se va a ir a pique por ir a un viaje de estudios, ¡qué poca vocación! -argumenté-. Si resulta que nos definimos como personas corrientes que nos santificamos en medio del mundo y a través del trabajo ordinario, ¿qué sentido tiene el exceso de protección y la actitud de huida?

Y me fui. Eso sí, con la idea clarísima de que, pasara lo que pasara, y a pesar de todas las dificultades que me encontrara en ruta, tenía que cumplir la totalidad de las normas -el llamado plan de vida-, pues consideraba -siempre lo consideré en los casi nueve años que permanecí en la Obra- que su cumplimiento sí que era clave para ser fiel al desarrollo de mi vocación. Pude sortear los obstáculos y todas las normas fueron cumplidas, a excepción de la confesión y la confidencia semanal que tuvieron que esperar unos días.

Aunque han pasado muchos años, recuerdo perfectamente que, a veces, resultó dificilísimo el conseguir lo de la misa diaria, ya que el encontrar iglesias católicas no es nada corriente en depende qué ciudades alemanas. En la tarea de búsqueda fue vital la ayuda de un compañero y amigo alemán, que en los lugares donde hacíamos escala se iba informando de dónde se encontraba la iglesia católica más próxima, y hasta me acompañaba. Aparte de esta importante colaboración, también me encontré con ciertas posturas de hostilidad por parte de otros miembros del grupo que criticaban mi impasible idealismo y mi empeño de no mirar la realidad de frente.

La postura de compromiso que voluntariamente había elegido, comprendía que no era fácil de entender por parte de los que me rodeaban y, por tanto, entendía también que en sus conversaciones hicieran todo lo posible para que supiera de sus desacuerdos.

Ni que decir tiene que en sus agresivas charlas no me sentía integrada, pero a pesar de la hostilidad, las seguía con interés, ya que aquello formaba parte de la realidad plural que había de conocer y reconocer.

El lenguaje de algunos compañeros era de abierto ataque; sus pensamientos eran categóricos y sus juicios fulminantes. Se burlaban, sobre todo, de lo que consideraban el orden burgués, y me provocaban para poder demostrar que vivía engañada por las sublimaciones burguesas. Ellos deshacían implacablemente todos los idealismos, se burlaban de las almas hermosas como palomas blancas; de la vida interior, lo maravilloso, el misterio. Aprovechaban cualquier oportunidad para manifestar que los hombres no eran espíritus sino cuerpos presas de necesidades y arrojados al universo en una aventura brutal, tal y como decía Sartre, que en aquella segunda mitad de los años sesenta estaba tan de moda -a mi Sartre siempre me produjo cierto rechazo, tal vez por aquella seguridad suya en negar cualquier rastro de la faz de Dios-. El mundo era así de rudo y lo demás eran disfraces; ellos habían tirado todos los disfraces y se atrevían a mirar la realidad de frente.

Antirreligiosos, anticlericales; el ascetismo cristiano les repugnaba. Eran posturas muy comunes entre los jóvenes universitarios de mi generación, y al advertir en mí los efluvios de un catolicismo y de un romanticismo que les enervaba, ponían un especial empeño en liberarme -aunque no les había pedido ningún tipo de ayuda-, de las mentiras de lo maravilloso, de las complicaciones católicas, de los problemas espirituales sin salida. Tenía, en definitiva y según ellos, que tocar tierra.

No voy a decir que en aquellas batallas me encontraba como pez en el agua -en algún momento ya he dicho que, hasta cierto punto, me alteraban-, pero tampoco me afectaban demasiado. _Cuando en soledad repensaba todos aquellos argumentos tan racionales, tan a ras de tierra, y los comparaba con los míos, tan espirituales, tan de fe, esperanza y amor, llegaba a la conclusión de que estos segundos argumentos podían traducirse en una realidad diaria más rica, solidaria y animante que los primeros, lo que me daba una gran paz.

Desde el punto de vista profesional, aquel conflictivo viaje de fin de carrera fue plenamente satisfactorio. El Gobierno alemán había invitado a los veinte primeros puestos de mi promoción para que conociéramos sus mejores medios de comunicación (prensa escrita, radio y televisión) y lo organizaron todo con la seriedad y el buen sentido racional que les caracteriza.

Sentía y siento por los alemanes una admiración que probablemente procede de la ley de la complementariedad. El español admira en el alemán virtudes de las más de las cuales él carece: orden, disciplina y perfecta organización, tesón y trabajo, elevado nivel científico, técnico e industrial; asimismo la profundidad espiritual y la seriedad moral. También me parecía admirable su sorprendente y rápido resurgimiento económico y su alto nivel medio de vida. Pero no todo son virtudes, y entre sus defectos cabe destacar su torpeza para la comunicación con el prójimo, la dificultad para reaccionar ante lo imprevisto, la carencia de intuición, falta de flexibilidad y menor capacidad que nosotros para la distensión. Frente a ellos, los españoles parecen más humanos, menos superhombres, menos robots...

La base de nuestro recorrido, sin contar las pequeñas excursiones, fue: vuelo Madrid-Frankfort -con escala en esta ciudad-, y desde allí seguimos en tren la cuenca del Rhin hasta hacer nueva parada en Bonn y Colonia. Resultaba impresionante comprobar el todavía reciente machacamiento generalizado que había sufrido aquel país y su rápido resurgir. Desde Bonn volamos a la preciosa ciudad de Hamburgo, y desde allí lo hicimos a Berlín, que me impresionó especialmente, porque en 1966 seguía pareciendo una ciudad en guerra, a pesar del gran despliegue de luminosidad y vida nocturna que había en sus calles. Nos contaron que el gobierno alemán estaba dando a la gente joven todo tipo de facilidades -mejores sueldos, menos impuestos-, pero aun así, eran pocos los que se decidían a ir a vivir allí, y se entendía perfectamente, ya que el famoso muro de Berlín y los militares de las distintas fuerzas de ocupación protagonizaban la vida de toda la ciudad, lo que resultaba un tanto angustioso. La proximidad del Berlín Este, con sus despampanantes y ruinosos palacios y sus monumentales edificios abandonados en contraste con los nuevos bloques de casas baratas y uniformes, acababan por hacer todo aún menos atractivo.

Aquel viaje -creo que ya te lo he comentado en otra carta-, despertó mi interés por la historia del siglo XX europeo y sus protagonistas, y desde entonces no he parado de leer muchos de los libros que se han ido publicando. Pero en aquel viaje a Alemania, ¡qué lejos estaba de encontrar paralelismo alguno entre el fenómeno nazi y la institución a la que me acababa de afiliar! Fue muy poco a poco como me fui dando cuenta de los enormes parecidos existentes entre los creadores de ambos sistemas y sus obras: liderazgo, carisma, régimen autocrático, obediencia ciega, fin corporativo, organización, misioneros con misión, movimiento de masas...

Ahora, contemplando el fenómeno con la perspectiva que dan los años y la distancia, pienso que el paralelismo tampoco tiene por qué ser tan extraño, ya que se trata de personajes contemporáneos e hijos de su tiempo y circunstancias. De hecho, el Führer no ha sido el único "enviado" de nuestro siglo, también fue líder carismático el Duce, en Italia, y el padrecito Stalin, en Rusia. Todos ellos triunfaron en su momento con formas de hacer similares, aunque cada uno con su. ideología y peculiaridades propias. También en nuestro país estuvo al frente, durante cuatro décadas, el Caudillo Franco, un personaje de la misma cuerda de elegido, y para él, "los chicos de monseñor Escrivá" llegaron a ser un puntal fundamental en sus formas de gobierno. Eran hombres disciplinados, sobre todo, y con una formación técnica que a él le faltaba.

 

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