SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 4. TIEMPO DE LUCIDEZ
-Ciudadanas de segunda.
-Cuando el sexo es un status.
-Los nuevos ricos del espíritu.
-El mundo de la política, los
negocios y el dinero.
-La trivialización
del espíritu.
-Sentido del humor: una liberación.
-La pobreza de nadar en la abundancia.
-Integración como valor
máximo.
-Cuestión de fe y voluntad.
-El gobierno de una gran masa.
-Negación de la complejidad.
-La ejemplaridad como conducta
Ciudadanas de segunda (13 de
enero, 1999)
El sexismo que se respiraba dentro de la Obra -ya te lo decía
en otra carta- era una realidad palpable. Pero como ocurre
con tantos otros problemas, no era algo que tenías
presente las 24 horas del día, sino que, como un Guadiana,
aparecía y desaparecía; se hacía presente
cuando surgía un caso concreto que podía doler
como una bofetada, pero al enrolarte de nuevo en tus obligaciones
cotidianas, te olvidabas de aquello que te había hecho
daño.
Las asociadas principalmente -mucho más que los asociados-,
en su mayoría no debían ser más que una
masa manejable, cuya resistencia y rendimiento se calcula
y se regula. A esa masa había que mantenerla en un
cierto estado de alarma y tensión y movilizarla para
que acudiera con entusiasmo a las grandes concentraciones
para vitorear y aplaudir a su líder, no para dialogar
con él y hacerse más consciente, por tanto,
de lo que uno se traía entre manos. Aquellos encuentros
multitudinarios, en los que me notaba extraña, no ajena,
se multiplicaron a partir del año 1972. En ellos sólo
unos pocos dominaban la técnica de coordinación,
y el resto lo que debía hacer era dejarse contagiar
con el alto grado de excitación colectiva. Pero recuerdo
que, un buen día, la perfecta organización patinó.
Ocurrió en el año 1972, en el gimnasio Brafa
de Barcelona cuando en el transcurso de un encuentro multitudinario
-una de aquellas tertulias masivas que le montaron al Padre
en los últimos años de su vida-, una joven numeraria,
Montse C., médica de profesión, cogió
el micrófono y espontáneamente -lo normal era
consultar por delante la pregunta que ibas a hacer para que
te dieran el visto bueno-, planteó a monseñor
Escrivá:
-Dado que en las últimas décadas el papel de
la mujer en la sociedad ha sufrido cambios profundísimos
y cada vez son más las mujeres que ocupan cargos de
responsabilidad en todos los ámbitos, ¿no cree
que habría que revisar el punto número 946 de
Camino, que dice: "...ellas no hace falta que sean sabias,
basta que sean discretas"?
En medio de un cortante silencio, monseñor Escrivá
comenzó a pasearse por el escenario muy agitado, y
con auténtica furia, contestó con tono insultante
e iracundo -la ira se desencadena por la creencia de que alguien
o algo nos está agrediendo-:
-¿Sabes tú lo que es ser discreta? Pues busca
la palabra en el diccionario y te enteras, que buena falta
te hace.
Y con un despectivo gesto -mezcla de rabia y desprecio-le
sacó la lengua, dejando claro que quería burlarse
de ella. Estaba furioso, no podía disimularlo, y le
resultaba imposible controlarse.
¿Por qué esa orden tajante, de freno y reprobación:
"Ellas basta con que sean discretas"? ¿A
qué se debe el juzgar indecoroso, o simplemente el
censurar el que una mujer utilice su mente, en lugar de sus
manos o de su espalda? No digo yo que esté mal lo de
ser discreta -en momentos determinados puede ser lo más
oportuno, y hasta lo más sabio-, pero tampoco que tenga
la exclusiva. Lo realmente chocante era el "basta".
¿Por qué le indignó tanto la pregunta
de la joven doctora? Pareció que se lo tomaba como
una ofensa personal, una amenaza directa a su autoridad. ¿O
es que, la pregunta suponía, acaso, la violación
de un tabú?
Inmediatamente, todo el ejército de numerarios que
rodeaban al Padre, sentados a sus pies, irrumpieron en vítores,
aplausos y manifestaciones de aprobación. Parecía
que se había tomado la pregunta como una auténtica
afrenta. Pero, piques aparte, con su actitud dejó claro,
una vez más, que respecto a la mujer tenía todos
los prejuicios propios del siglo XIX burgués, en el
que ser femenina era tanto como dejar de ser persona. Porque
no era entonces femenino tener inquietudes culturales, ni
ser inteligente, independiente o responsable de tu vida, y
ni siquiera poseer opiniones propias sobre las cosas. En aquel
tiempo también ocurría, que si no te adaptabas
a ese modelo mutilado de mujer, eras una puta, una enferma,
un monstruo. Pero en la segunda mitad del siglo XX, ya entrados
en los años setenta, parecía que el panorama
era claramente otro. No hay más que echar un vistazo
a la historia más próxima para comprobarlo.
Me impresionó ver tan indignado y lleno de ira a aquel
personaje que deberíamos tener divinizado. En aquel
momento me di cuenta, fui consciente, de que los hombres siempre
han definido la feminidad como un medio para mantener a raya
a las mujeres, y Escrivá nos ofreció un vivo
ejemplo (ellos tenían que aspirar a ser sabios, ellas
bastaba con que fueran discretas).
Cuando ocurrió este desafortunado y también
esclarecedor suceso que te cuento, hacía poco tiempo
-1970, exactamente-, que se había publicado en España
la "Historia y sociología del trabajo femenino",
de Evelyne Sullerot, un serio y objetivo estudio que dio importantes
luces a no pocas mujeres de mi generación. De esta
misma autora ya había tenido ocasión de leer,
"La vie des femmes" y "La presse fémenine".
Me pareció muy interesante la opinión de esta
prestigiosa figura en el campo de la sociología francesa,
quien insistía en que debería imponerse la distinción
entre "sexo-eros" y "sexo-sociedad" .
El "sexo-eros" -decía-, representa esa pequeña
cantidad de hormonas suplementarias que determinan el sexo
fisiológico. "Este último es irreductible
-añadía-, se nace hombre o mujer; dejando aparte
los casos patológicos, no se puede adoptar el comportamiento
erótico del sexo opuesto."
Por el contrario, el "sexo-sociedad" representa,
para ambos sexos, la androginia, y no debe entrañar
ningún tipo de discriminación social. Sullerot
señala aquí "la intolerancia de las sociedades
humanas con respecto a la indiferenciación de roles".
Para quienes nos aproximábamos a estas todavía
novedosas tesis, la cerrazón con que el Padre defendía
la inmovilidad de su máxima número 946 de Camino,
resultaba francamente preocupante.
Otra voz de mujer -E. Sullerot no era la única-, la
de Thérese Brosse, médica cardióloga
dedicada de lleno al estudio de lo que ella llamaba "hombre
integral", decía al referirse a este mismo tema:
"Los seres de uno y otro sexo viven en la ignorancia,
y por tanto descuidan el carácter andrógino
de la naturaleza humana. Este desconocimiento perjudica la
evolución de todos los individuos".
La doctora Brosse veía perjuicios tanto para los varones
como para las mujeres que se pueden resumir así:
A los del sexo fisiológicamente masculino, favoreciendo
la hipertrofia monstruosa de un machismo agresivo y dictatorial,
no equilibrado, en los seres insuficientemente desarrollados,
por la expansión de sus cualidades femeninas potenciales.
A los del sexo fisiológicamente femenino por el prejuicio
aún más grave de su aprisionamiento y explotación
por una sociedad patriarcal, ahogando la eclosión de
sus posibilidades creadoras y privando a la sociedad de la
mitad de su potencial de eficacia.
En la década de los sesenta los descubrimientos científicos,
en este sentido del carácter andrógino de la
naturaleza humana, estaban siendo determinantes. Biólogos
como Jean Brachet ("Embryologie chimique", 1956)
y Stéphane Lupasco ("Les trois matiéres",1960),
se expresaban así:
"Notemos aquí el hecho de la coexistencia de
hormonas masculinas y femeninas en cada macho y en cada hembra.
Hoy en día es un hecho establecido que cada individuo
o sistema vital, está potencialmente bisexuado. El
problema del determinismo sexual sólo resulta inteligible
si se tiene presente la noción de "bipolaridad
sexual", según la cual todo organismo posee en
estado potencial los dos sexos, si bien uno de ellos domina
sobre el otro."
Y hasta el programa de la Asamblea General de la ONU, de
noviembre de 1967, había ya sido sensible a esta cuestión.
Las Naciones Unidas adoptaron entonces por unanimidad, una
declaración sobre la necesidad de eliminar la discriminación
de la que la mujer venía siendo objeto, tanto en el
aspecto legal como en el de las costumbres y en el de los
prejuicios, y esto en todos los órdenes de la vida:
trabajo, vida conyugal, educación, etcétera.
Pero en desagravio de Escrivá he de añadir
que él no era, ni mucho menos, el único que
no estaba por la labor de cambiar su criterio en este terreno,
para ello me remito al estudio llevado a cabo por una socióloga
española y publicado en la revista "Cuadernos
para el diálogo" (junio 1966). Amelia Arana señala
en su encuesta que "la mujer española está
atravesando por una grave crisis que puede comprometer su
futuro. De un lado sus cualidades primitivas se han ido desvaneciendo
poco a poco y ha perdido la fe biológica en las tradicionales
virtudes femeninas -sumisión, pureza, abandono al matrimonio
y a la maternidad-. Aún no tiene conciencia de su nuevo
estado y se comporta, a menudo, como una niña".
Y la misma autora añade: "No deja lugar a dudas
que el sorprendente desarrollo de nuestro país no aventajará
a las mujeres sino en la medida en que ellas operen una verdadera
mutación interior. Sin embargo, nada las empuja por
ese camino y mayormente la segregación de los sexos
y la profunda dicotomía de los cometidos tal y como
siguen practicadas casi anacrónicamente por la sociedad
española".
Y antes de finalizar esta carta, en la que tal vez me he
alargado demasiado, voy a contarte otro hecho concreto, que
deja patente que en la Obra, a las mujeres, se nos consideraba
ciudadanas de segunda. Sucedió el verano de 1971, en
Pamplona, cuando en el transcurso de una conversación
con dos numerarias -ambas profesoras de la Facultad de Farmacia-,
me dijeron que no podían asistir a las reuniones de
profesores, ya que la totalidad de las numerarias que eran
profesoras de la Universidad tenían prohibido el asistir
a las reuniones del profesorado. Se trataba de una orden reciente,
que se había tomado a raíz de una historia sentimental
ocurrida entre una numeraria y un numerario, profesores ambos.
-Pero esa marginación drástica para una sola
de las dos partes, ¿no es injusto? -pregunté-.
¿No se podría encontrar una solución
más equitativa?
-Pues eso es lo que hay -dijeron como toda respuesta-. Estaba
claro que ni una ni otra querían comentar más
sobre el tema, pues de sobra sabían que hablando no
iban a solucionar nada y, sin embargo, cualquier tipo de comentario
sí podía crearles problemas.
Algún tiempo después, hablando con la numeraria
encargada de la AOP (Oficina del Apostolado de la Opinión
Pública), Lola de la R. -una chica vasca, de edad mediana,
que hasta entonces me había parecido una persona abierta
y dialogante-, no sé cómo surgió el tema
de las desigualdades y discriminaciones que las mujeres sufrían
en la Obra. Le comenté que me parecía que dentro
se vivía un sexismo mayor que en la sociedad normal,
ya de por sí sexista. Y como me miró con extrañeza,
le puse el ejemplo que recientemente me habían contado
las dos numerarias profesoras de la Universidad de Navarra.
Después de escucharme, respondió con gesto
altivo, lleno de orgullo, y como queriéndome dar una
lección:
-Eso que me cuentas, y otras muchas cosas, forman parte de
nuestra entrega. Y en ningún momento podemos olvidar
que para nosotras la entrega es lo primero de todo.
-Pero, ¿somos personas corrientes o no lo somos? -le
pregunté-, porque si lo somos, el hecho al que nos
estamos refiriendo me parece que es dar un paso atrás
en lugar de dado hacia delante.
-Nosotras no somos quiénes para juzgar -respondió-,
además, también es bueno recordar aquello de
que Dios escribe recto con líneas torcidas (se trataba
de una frase comodín, que se utilizaba mucho y que
era aplicable a las situaciones más dispares). Sí,
en nuestra escala de valores -repitió-, la entrega
ocupa el primer lugar, y si partimos de ese punto, todo lo
demás deja de ser preocupante y hasta acaba por resolverse
solo. Yo, por ejemplo -añadió-, que soy asistenta
social, estoy al frente de la AOP porque la Obra lo ha querido
así, y si la Obra lo quiere, tú tienes gracia
y fuerza más que suficiente para hacer bien lo que
se te ha confiado.
-Bueno, con todas mis limitaciones pienso -respondí-,
que nadie da lo que no tiene; que se trata de aprovechar y
potenciar los valores. Pero los valores, de alguna forma,
tienen que estar para poder impulsados y sacarles partido:
de la nada no sale nada.
Y así acabó nuestra conversación. No
hubo más que añadir.
Cuando el sexo es un status (15 de
enero, 1999)
A medida que pasa el tiempo, las oportunidades de acumular
experiencias va aumentando. Luego esas experiencias se contrastan,
se comparan, se asocian y, como es lógico, nos llevan
a sacar conclusiones. Hago esta reflexión para responder
a tu pregunta de cómo no se veía claro -si era
algo que saltaba a la vista-, que las mujeres recibían
un trato discriminado o injusto allí dentro. Mi respuesta
es que me daba cuenta de cosas, por supuesto -ya te lo he
ido contando-, pero de ahí a llegar a la conclusión
de que en la Obra regía el principio de que el sexo
es un "status", me costó unos cuantos años.
Este "status" hace que la agresividad, la inteligencia,
la fuerza y la eficacia se consideren atributos exclusivos
del hombre, mientras que la pasividad, la ignorancia, la docilidad
y la ineficacia son exclusivos atributos de la mujer. Esto
se complementa con una diferenciación de los papeles
que comportan una conducta y una actitud distintas para cada
sexo, reservándose a la mujer lo biológico,
mientras que al hombre se le reserva toda actividad distinta
y claramente propia del género humano.
Como en la mentalidad medieval, en el Opus el elemento masculino
se encontraba elevado al rango de mayor nobleza.
-Al comienzo de mi vocación -escribe M. del Carmen
Tapia, una veterana ex numeraria, en su autobiografía-
no pude captar las muchas diferencias que existían
entre varones y mujeres del Opus Dei. Las fui descubriendo
lentamente. Y hoy día comprendo que tales diferencias
no eran sino una expresión del comportamiento total,
sexista y machista, que en mucha mayor escala existía
y todavía existe en el Opus Dei, reflejo claro de la
conducta de monseñor Escrivá [M. Del Carmen
Tapia. "Tras el umbral"., p. 20].
Para llevar a cabo el buenísimo nivel deseado y conseguido
en sus residencias y centros, Escrivá necesitaba administradoras,
y además insistía en las cualidades que había
de tener la administración que quería: "La
buena administración es aquella que ni se ve ni se
oye". Su ideal del papel que había de jugar la
sección femenina de la Obra era idéntica a la
que Pilar Primo de Rivera había tenido de la suya.
Me sorprendió el comprobarlo y no me esperaba tanta
coincidencia, pues nos encontrábamos en los años
sesenta, y por aquellas fechas el pensamiento femenino de
Falange aparecía ya como de otros tiempos.
La labor de la Sección Femenina había de ser
callada y completamente subordinada a los hombres de la Falange.
Pilar lo especificaba así en el Quinto Consejo Nacional:
"Las Secciones Femeninas respecto a sus jefes tienen
que tener una actitud de obediencia y subordinación
absoluta. Como es siempre el papel de la mujer en la vida,
de sumisión al hombre". Veinte años más
tarde escribió: "El hombre es el rey; la mujer,
los niños, las ayudas, los necesarios complementos
para que el hombre alcance su plenitud".
En la Constitución de la Obra de 1950, la parte dedicada
a la sección de mujeres, no contempla que éstas
lleguen a una gran superioridad. Michael Walsh, ex jesuita
e historiador inglés, lo recoge así en su libro,
"El mundo secreto del Opus Dei":
-Las tareas que Escrivá anotó en el párrafo
444 eran firmemente tradicionales. Se esperaba que los miembros
femeninos del Opus Dei asumieran tareas como la de dirigir
casas de retiro, publicar propaganda católica -escrita
con ayuda de los editores-, trabajar en librerías o
bibliotecas, instruir a otras mujeres y alentarlas en la modestia
cristiana promoviendo la educación de las chicas -en
escuelas de un solo sexo-, enseñar a las mujeres campesinas
tanto la destreza apropiada como los preceptos cristianos
y preparar a las sirvientas para el trabajo doméstico,
un empeño principal para los miembros femeninos del
Opus y una significativa fuente de reclutas. Y también
tenían que cuidar de las capillas [...]. De gran importancia
para la buena regulación de toda la organización,
las mujeres tenían que ocuparse de la administración
de todas las casas del Instituto.
Entre las experiencias que iba viviendo, y que luego asociaba
hasta llegar a sacar conclusiones, recuerdo textualmente las
palabras de una numeraria mayor, que después de leer
en el semanario "Mundo" un "Informe sobre mujer
y Universidad" (1968), hizo su propia reflexión
en voz alta:
-Es horrible, pero cada vez me doy más cuenta de que
estamos contribuyendo a valorar a la mujer como virgen, como
madre y como buena cocinera, pero a esas facetas que hacen
a la persona humana completa, les estamos dando muy poco valor.
También recuerdo como especialmente significativa,
una conversación que tuve con otra numeraria mayor,
que era profesora de la Universidad de Barcelona, y que siempre
había tenido conflictos con sus directoras por su agudo
espíritu crítico.
Habíamos asistido en la Facultad de Filosofía
a una conferencia sobre el reciente fenómeno de la
contracultura y los tres movimientos entonces en plena efervescencia:
el pacifista, el de la liberación de la mujer y el
poder negro. El segundo de estos tres movimientos era el que
nos rozaba más de cerca, y nuestra conversación
se centró en ese despertar generalizado de las mujeres
y la postura que nosotras, como numerarias, podíamos
o no adoptar. Su opinión era que quienes tenían
un trabajo por libre -como lo teníamos ambas-, éramos,
en principio, también libres de colaborar y participar
con nuestras compañeras en las acciones que nos parecieran
oportunas. Sin embargo, el pensar que las mujeres de la Obra,
como colectivo, pudieran llegar a dar el más mínimo
paso en pro de la emancipación femenina, le parecía
imposible. Es más, estaba segura de que en el caso
de que las circunstancias empujaran a una toma de postura,
esa postura sería claramente reaccionaria.
-¿Y por qué tiene que ser así? -pregunté-,
si se trata de algo que está latente en la sociedad
en la que nos movemos y somos, si son cuestiones que se está
planteando cualquier mujer que se para a pensar un poco?
Había tenido ya bastantes ocasiones de comprobar que
se nos quería como gente mansurrona y lanar; que lo
aguantan y lo sufren todo sin rechistar, y que moralmente
pertenecen a la familia de los óvidos. "Criadas
o esclavas del Señor"; "...basta con que
sean discretas"... ¿No eran esos los mensajes
que nos dirigían de una manera, quizá adornada,
pero constante?
Su experiencia le había llevado al convencimiento
de que el concepto que los que gobernaban en la Obra tenían
acerca de la mujer era, por lo general, muy retrógrado,
es más, algunos de ellos es que nos tomaban por el
pito del sereno. Me contó entonces lo que le ocurrió
recién llegada a su destino de Londres, en los principios
de los años sesenta.
Parece ser que una numeraria que vivía en su misma
casa, había metido la pata en una cuestión de
pura administración ordinaria. Ante el percance, el
sacerdote, después de la consiguiente regañina,
había comentado con cierta sorna:
-Que le vamos a hacer, si es que no tenéis cabeza
-y a continuación, con tono jocoso, contó lo
que él había vivido en Roma, cuando caminando
con un grupo de numerarios y en compañía del
Padre, por no sé qué lugar de la ciudad, vieron
una escultura muy deteriorada, de la que sólo se distinguían
unos pliegues de una túnica sobre el mamotreto de piedra-.
Parece ser que Escrivá, señalándola,
comentó divertido:
-Es una mujer.
Alguien, entonces, preguntó asombrado:
-Pero, ¿y cómo lo sabe, Padre?
-Está muy claro, hijo -respondió-, porque no
tiene cabeza.
De momento, no le di demasiada importancia a la anécdota.
Me pareció una gracia muy machista pero muy de hombre
de su generación, en la que lo normal era ser machista.
Sin embargo, dos años después, cuando otra numeraria
contó de nuevo la anécdota de la estatua sin
cabeza, concluyendo con la moralina edificante de que, si
lo de no tener cabeza era lo nuestro, teníamos que
ser humildes y dejamos llevar y dirigir, entonces sí
que salté como una pantera:
-¿Pero no te das cuenta de que es una estupidez el
dar por supuesto que media humanidad no tiene cabeza?, ¿de
verdad te parece serio lo que estás diciendo? La realidad
nos muestra que hay hombres inteligentes y mujeres inteligentes,
hombres tontos y mujeres tontas, hombres con cabeza y mujeres
con cabeza. ¿No te parece que es así, más
o menos?
Se quedó espantada y no dijo ni media palabra. Lo
que no sé es si mi golpe de indignación sirvió
para algo más; para que, de alguna forma, entendiera
que el sexo no es un "status". Empeñarse
en seguir haciendo del sexo un "status", me parecía
que era algo como querer retroceder al siglo XVIII; a la esclavitud
que aquel tiempo imponía a las mujeres, y a la ceguera
que el peso del prejuicio provocaba hasta en las mejores cabezas.
No tenemos más que echar una mirada atrás para
encontramos con que todo un Locke, el filósofo defensor
de la "libertad natural" del hombre, sostenía
que ni los animales ni las mujeres participaban de esa libertad,
sino que tenían que estar subordinados al varón.
Rousseau decía que "una mujer sabia es un castigo
para un esposo, sus hijos, para todo el mundo". Kant
tampoco se quedó corto al afirmar que "el estudio
laborioso y las arduas reflexiones, incluso en el caso de
que una mujer tenga éxito al respecto, destrozan los
méritos propios de su sexo".
Tal vez te plantees, ¿y por qué fueron tan
pocas las mujeres que se rebelaron ante semejantes barbaridades?
La razón es que hace falta estar cultivado para poder
asumir una actitud crítica, y las mujeres de entonces
carecían casi por completo de educación. Pero
que dos siglos después continuaran existiendo mujeres
que permanecían impávidas ante planteamientos
similares me parecía realmente inaudito.
¿Por qué distinguir a todo propósito
entre mujeres y hombres? ¿No se refuerza así
la percepción de diferencias entre los sexos, con todas
las consecuencias que esta acentuación amenaza con
provocar? Pero, por otro lado, ¿se puede despreciar
ese enfoque diferencial y no se corre el riesgo, al contentarse
con un marco conceptual indiferenciado, descuidar observaciones
preciosas para la elaboración de soluciones más
apropiadas al sexo femenino, de medidas más equitativas?
¿No se corre el riesgo de despreciar la existencia
de especificidades femeninas que sería legítimo
tomar en cuenta, aunque sólo fuese para evitar el ahogar
su expresión?
Nuestra sociedad de los años setenta estaba concediendo,
por fin, un valor a la búsqueda de una mayor igualdad,
y también lo estaba concediendo a la expresión
de las diversidades, por la sencilla razón de que la
variedad está presente en la naturaleza. Esta observación
era tranquilizadora, y cada vez vamos siendo más los
que, no sólo la aceptamos sino que reclamamos la preservación
de la diversidad natural. Sin embargo, muchos de nosotros
nos negamos a aceptar que esa diferenciación se traduzca
en diferencias de destino, que puedan ser sufridas como desigualdades
por aquellas y aquellos que las viven o, peor todavía,
de las que se puedan sacar argumentos para perpetuar las desigualdades.
En consecuencia, surge el interrogante. ¿Cómo
acomodar el respeto de la diversidad con estos peligros? ¿Cómo
acomodar la búsqueda de la igualdad con la diversidad?
Se trata de una tarea en la que aún hay mucho por hacer.
Los nuevos ricos del espíritu
(22 de enero, 1999)
Según me cuentas, ayer te tocó discutir con
tu madre sobre el tema del Opus. Hacía tiempo que no
teníais ningún altercado porque, una y otra,
procurabais esquivar tan conflictivo asunto. Pero como daba
la casualidad de que ella venía de merendar con una
amiga cuyas hijas son alumnas de un colegio de la Obra, la
discusión fue inevitable. Llegaba indignada y enseguida
se puso a explicarte: niños y niñas separados;
todavía polemizan sobre si llevar biquini es pecado;
clasismo; poca inquietud social; copian en todo a lo que fueron
los colegios religiosos dedicados a la educación de
la alta burguesía hasta los años sesenta...
y a continuación pasó a meterse contigo porque
no entiende qué te puede interesar de una institución
que considera tan retrógrada.
Soy de la quinta de tu madre, más o menos, y tengo
que reconocer que, a finales de los años sesenta, yo
también me quedé un tanto congelada cuando vi
que, mientras curas y monjas dedicados a la educación
de la alta burguesía, se apeaban de sus tradicionales
elitismos y mundos cerrados para hacerse más igualitarios
y fraternales -acordes con el espíritu patrocinado
por el reciente Concilio Vaticano II-, sobre la misma marcha,
colegios "como los de antes", iban creciendo como
setas, aquí y allá, patrocinados por el Opus.
Debía correr el curso 1967-1968, cuando un día
me llamó por teléfono una de mis hermanas para
decirme que a una íntima amiga suya, monja de nuestro
colegio, la habían destinado a Barcelona y me pedía
que fuera a verla, pues sabía que le haría ilusión.
Se lo comenté a la directora de la casa en la que vivía,
y le pedí que me acompañara, ya que daba la
casualidad que, tanto mi hermana como la monja a la que íbamos
a ver, habían sido compañeras de curso suyas
en el colegio de la Asunción de Velázquez.
Estuvo de acuerdo con mi propuesta y concretamos día
y hora de encuentro.
El colegio de la Asunción de Barcelona estaba situado
en la zona más bonita del residencial barrio de Pedralbes,
y era una gran mansión con fantásticos jardines
-poco tiempo después allí se instaló
la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Caminos-.
Al llegar nos llamó la atención que el ambiente
era como de mudanza: clases medio recogidas, muebles embalados
y bultos varios. Salieron a recibimos, Marisabel, que era
a la que íbamos a ver, y otras dos monjas también
antiguas alumnas de Velázquez, que al enterarse de
nuestra visita, no quisieron perderse el encuentro.
Entre nosotras no nos habíamos visto desde los años
de bachillerato -unas lo habían acabado en 1960, y
otra de las monjas y yo, en 1962- y, por tanto, todas teníamos
entre veintiuno y veinticuatro años. Una de ellas había
estudiado pedagogía, las otras dos eran licenciadas
en historia, y las tres se dedicaban a la enseñanza.
Yo les conté que había acabado periodismo y
que estaba trabajando en Grupo Mundo, y Cristina les dijo
que era decoradora y trabajaba en la Escuela Llar.
La conversación se fue animando y les pregunté
a qué se debía que tuvieran medio colegio envuelto.
A partir de entonces ya sólo escuché y escuché.
El colegio de Pedralbes lo habían vendido y el curso
siguiente la comunidad se trasladaba a vivir a una modesta
casa de la Zona Franca e iban a empezar a trabajar en aquella
barriada. Se encontraban en plena efervescencia del postconcilio,
y deseaban purificar y volver a las fuentes de lo que consideraban
que era el auténtico espíritu evangélico:
estar más cerca de los pobres, de los problemas de
los necesitados. Pensaban que habían sido excesivamente
elitistas y deseaban rectificar, estando dispuestas a dar
el giro que consideraban necesario para ser consecuentes con
su vocación cristiana.
Pregunté por la madre Luisa Magdalena, que fue mi
maestra de clase en los últimos años de bachillerato
-era una mujer guapa, muy estirada, con contenido y magnífica
profesora de Arte-. Me contaron que había dejado la
enseñanza y estaba de secretaria de monseñor
Iniesta -el obispo de Vallecas-; también me pusieron
al día de otras monjas conocidas, que habían
dejado los colegios más elitistas y tradicionales para
irse de misioneras a los pueblos más pobres de Centro
y Sudamérica. Pero estas "testimoniales"
eran minoría, la mayoría de ellas seguían
trabajando en sus colegios de siempre, aunque con una mentalidad
muy distinta a la que habían tenido hasta entonces:
más abierta, interclasista, más al alcance de
todos...
En el camino de regreso hacia casa yo iba muy pensativa,
sin decir palabra, dando vueltas a todo lo que había
visto y oído: mientras quienes habían mamado
tanto clasismo y elitismo sentían la necesidad de despojarse
-de caminar más ligeras de equipaje, casi a pelo-,
la Obra estaba escalando y copiando todos los esquemas que
los primeros iban abandonando, para darles nueva marcha. Al
mismo ritmo que los centros religiosos de solera, dedicados
a la educación de la alta burguesía, iban desapareciendo
o se iban difuminando, el Opus Dei iba promocionando, sin
parar, centros similares o idénticos a éstos.
¿No estábamos forzando las agujas del reloj
para que giraran hacia atrás? Mientras que en nombre
de Dios unos se despojaban y descendían, en el nombre
del mismo Dios, otros se guarnecían y ascendían.
¿Pasábamos así a ser los nuevos ricos
del espíritu?
No hacía falta más que tener ojos en la cara
para darse cuenta de que igual que algunos grupos de católicos
se radicalizaban en su "opción por los pobres",
y parecía que para ser verdaderamente creyente no había
más remedio que levantar chabola en el Pozo del Tío
Raimundo junto al maravilloso jesuita José M. de Llanos,
nosotros, los de la Obra, nos decantábamos por la "opción
de los ricos", y además contentos porque nos estaban
dejando el campo cada vez más libre.
Antes de llegar a casa le comenté a mi directora todo
lo que estaba pasando por mi cabeza. Se quedó aterrada,
y me dijo: "Pero Isabel, estás loca, ¿cómo
te atreves ni a pensarlo?".
Cuando se crearon los primeros colegios pertenecientes al
Opus Dei, oí decir que monseñor Escrivá
había puntualizado que esos pocos centros venían
a ser como una excepción, que no era lo propio de la
Obra el tener colegios, que lo propio de los socios del Opus
es "buscarse la vida" cada quien, y en el caso de
la enseñanza, introducirse en los colegios e institutos
ya existentes, y trabajar aquí y allí como uno
más. Pero entre el dicho y el hecho hay poca relación,
ya que en la actualidad, el número de colegios de la
Obra se puede contar a cientos.
En cuanto a la pregunta que me hice aquella noche de invierno
de 1967: ¿Es que nosotros vamos a pasar a ser los nuevos
ricos del espíritu?, la vida misma se encargó
de irme dando la respuesta. En más de una ocasión
me encontré con jóvenes licenciadas, dispuestas
a hacerse supernumerarias, porque así veían
más factible la posibilidad de poder entrar como profesoras
en un colegio de la Obra, con un entorno más muelle
que el conflictivo ambiente de un instituto; también
he conocido a asociadas -a las que parecía que todo
les quedaba grande-, que desfallecían de la emoción
al comentar que tenían de alumna a la hija de fulano
de tal o a la de mengana de cual. Recuerdo a una numeraria
granadina, profesora de uno de estos colegios, que estaba
nerviosísima porque tenía una entrevista con
la madre de una alumna cuyo padre ocupaba un alto cargo en
la Administración. Durante varios días fue de
bólido buscándose un modelito para dicha ocasión.
Después de la entrevista, la madre de la alumna dijo
como todo comentario: "¡Qué horror!, ¡que
chica más afectada!". Lo supe por una tía
mía que era amiga de la mencionada señora.
Casos como éste o similares eran frecuentes, no me
refiero a un hecho aislado.
El despiporre por captar o arrimarse a los que social o económicamente
se movían en las alturas era chocante, y me hacía
pensar en el tipo de Iglesia concreta que surge alrededor
de la resurrección del crucificado. Sobre la primitiva
comunidad de Jerusalén nada hace suponer que entre
quienes la formaron había personas de poder y de fuerte
influencia social. Cuando San Pablo escribe a los Corintios
les dice: "¡Mirad, hermanos, quiénes habéis
sido llamados! No hay muchos sabios según la carne,
ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza. Dios ha escogido
más bien lo necio del mundo para confundir lo fuerte.
Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que
no es para reducir a la nada lo que es" (1 Coro 1, 26-28).
En cuanto a que el número de colegios del Opus Dei
fuera en imparable aumento, desde un punto de vista puramente
práctico, era realmente positivo, ya que se trataba
de una cantera fundamental de nuevas vocaciones. Por otra
parte, observado el fenómeno con la perspectiva de
los años, lo que ha ido ocurriendo es un proceso lógico.
La Obra ha ido creciendo desmesuradamente, y los supernumerarios,
cada vez más, desean para sus hijos, una formación
específica en medio de una sociedad abierta, cambiante
y hasta enloquecida: quieren que sus hijos crean lo que ellos
creen.
En la actualidad son un montón los países del
mundo en los que funcionan sociedades y cooperativas de padres
para promover y dirigir centros de enseñanza, a pesar
de que Escrivá nunca se desdijo de que lo propio de
la Obra no era llevar colegios-gueto, sino introducirse como
"inyección intravenosa" en el campo de la
enseñanza ya existente.
El sociólogo Alberto Moncada afirma que en 1996, no
hay ciudad española ni capital latinoamericana que
no tenga un colegio del Opus para chicos y otro para chicas
-no se admite el sistema coeducacional-, y algunas ciudades
tienen tres o más.
En ese empeño pedagógico, y en la burocracia
interna, gastan sus energías la mayoría de los
socios solteros del Opus, que, en cierto sentido, se ha transformado
en algo parecido a aquellas Congregaciones de enseñanza,
como la de los Hermanos de la Salle o los Maristas, que surgieron
en Francia como reacción contra el laicismo y el anticlericalismo
de la Revolución. Eran gente seglar pero con votos
religiosos, actuaban y vestían como laicos pero progresivamente
sus costumbres e incluso su vestimenta se fueron uniformando,
algo parecido a lo que ocurre con los solteros y, sobre todo,
las solteras de la Obra. Poco a poco, el Opus Dei se clericaliza
y hoy son sacerdotes la mayoría de sus mandos nacionales
y regionales. También se incrementa la endogamia social
y la mentalidad de fortín -protección para los
de dentro, gueto para los de fuera-. Porque muchos de sus
socios numerarios nacen ya en un hogar de supernumerarios,
van a los colegios propios, a la Universidad de Navarra, de
allí a Roma y, una vez entrenados, son destinados a
la burocracia interna o a la red educativa sin ejercer una
profesión civil ni tener experiencias mundanas.
Como antiguo socio de la Obra, Moncada dice que, la dedicación
preferente a la enseñanza produce una reconversión
de las metas fundacionales, y puntualiza: "Ya no se vislumbra
ese despliegue de los opusdeístas por todos los sectores
de la sociedad civil, a modo de "inyección intravenosa",
como expresaba el fundador, sino una concentración
de esfuerzos en la educación de la infancia y la juventud".
Moncada reconoce que los colegios de la Obra tienen prestigio
entre la clase media alta y media, por su calidad técnica
y por la atención tutorial. Han heredado esa relación
mezcla de cooperación y complicidad con las familias
y la creación de lazos clasistas entre los alumnos
que caracterizaba a la educación jesuítica,
y que un día hizo comentar al padre Arrupe: "Viendo
lo que ellos son hoy, veo lo que nosotros fuimos ayer y no
debimos ser nunca".
El Moncada sociólogo avisa que, en ese éxito
aparente está también el germen de sus nuevos
conflictos, la acusación por una gran parte del mundo
católico de que el Opus Dei practica el sectarismo
de menores a gran escala. "y en realidad no podía
ser de otra manera" -añade-. Los directivos del
Opus han tenido que cambiar su estrategia proselitista, su
recluta de numerarios ante las nuevas circunstancias sociales.
En la primera época los numerarios procedían
de la Universidad y estaba prohibido, y mal visto, que chicos
demasiado jóvenes fueran por casas de la Obra. Hoy,
sin embargo, el proselitismo es difícil entre los universitarios.
Resulta más fácil aprovechar la red de colegios
propios y el calor de los hogares de los supernumerarios para
convencer a niños y niñas, de quince y hasta
menos años, de que Dios los llama a una entrega total.
"Esta tarea -afirma Moncada- se convierte en una obsesión
para los maestros y maestras que se comprometen a hacer "pitar",
a reclutar a dos personas al año como mínimo
y, como consecuencia, no dejan en paz a los alumnos, en tutorías
y en confesionarios, generalmente con la complicidad de los
compañeros de éstos ya reclutados e igualmente
obsesos. Ampliar el número, "que seamos más",
es la consigna."
Escrivá decía que los jóvenes eran la
niña de sus ojos, ya que son pieza fundamental para
la continuidad del sistema. En esto coincidía plenamente
con una de las características de todos los regímenes
totalitarios, que es el culto a la juventud. Las circunstancias
comunista, fascista, y posteriormente, la consumista, participan
de una misma concepción estabulada y dictatorial de
la existencia, que invierte en pienso lo que ahorra en pensamiento.
Javier Ropero, que fue numerario desde los dieciséis
años hasta los veintidós, cuenta en un sustancioso
trabajo que tiene el significativo título de "Hijos
en el Opus Dei", como se lleva a cabo -paso a paso-,
la captación de los adolescentes: "Los muchachos
empiezan a entrar en esta dinámica con su incorporación
a la Labor de San Rafael: charlas, círculos y meditaciones
periódicas, libros de "lectura espiritual"
de la Obra, películas del fundador, etcétera".
A continuación describe como, una vez alcanzado el
"status" deseado de rendición absoluta hay
que mantenerlo. ¿Y cómo se consigue?, colocando
al jovencito en una situación en que sea incapaz de
pensar, de evaluar su momento presente, de arriesgarse a un
cambio de rumbo. Y J. Ropero piensa que es fácil colocar
al muchacho en esta situación, ya que con las dieciséis
normas de piedad que vocacionalmente está obligado
a cumplir diariamente, sus estudios, el procurarse un dinero
para pagar su residencia en el Opus y hacer el obligado proselitismo,
apenas tendrá tiempo para descansar las horas necesarias.
Javier Ropero, de profesión ingeniero del ICAI, una
vez fuera de la Obra, ha trabajado como voluntario en la Asociación
Pro Juventud AIS (Asesoramiento e Información sobre
Sectas), con el fin de prestar ayuda a ex socios con problemas
de readecuación psicológica. Su experiencia
es interesante pero, sobre todo, bastante terrorífica.
El mundo de la política,
los negocios y el dinero (27 de enero de 1999)
Con su manera de ser y de actuar, monseñor Escrivá
fomentaba poco el hacer escuela de filósofos, artistas
o sabios, sino que lo que deseaba eran políticos -aunque
fueran tecnócratas-, y desde luego los tuvo. El político
no elige ni la esfera abstracta del sabio ni el filósofo,
ni el mundo imaginario de los artistas. Está anclado
en la realidad; quiere actuar sobre los hombres para desviar
hacia ciertos fines la historia de su época. Esta empresa
puede adoptar en él la forma de una carrera. La política
se presenta como una forma en busca de un contenido; el fin
al que se apunta es ante todo el ejercicio de un poder, cualquiera
que sea, y el prestigio que de ello deriva. En otros casos
se trata de un compromiso suscitado -en un individuo formado
de cierta manera- por el curso de los acontecimientos: se
siente llamado, exigido. En general, las dos actitudes se
interfieren. El que quiere hacer carrera opta por ciertos
fines y será en adelante exigido por ellos. El hombre
al que una misión concreta reclama, buscará
el poder para realizarla.
Por aquel entonces, Laureano López Rodó, un
posibilista autoritario, inteligente, moderado y conocido
numerario de la Obra, había conseguido imponer, con
respaldo de Franco, un Gobierno en el que había once
miembros del Opus Dei. Una vez más salió a la
luz que estos hombres operaban dentro de una organización
que era de hecho una sociedad secreta: respaldos callados,
promociones sorprendentes... López Rodó era
una figura clave en la España de Franco y el inspirador
máximo de la larga etapa final del régimen autoritario
que pensaba que el pueblo español no era capaz de gobernarse
a sí mismo, que debía ser tratado como un menor
de edad y consultado todo lo más cada veinte años
en referéndum. Cuando se nos intentaba meter a todos
los miembros de la Obra en este mismo saco ideológico,
debíamos responder que la nuestra era una sociedad
puramente espiritual y que para nada se metía en otros
terrenos.
Política y negocios han sido dos caballos de batalla,
frente a los cuales, el Opus ha tenido que ir haciendo constantes
declaraciones de principio: "En política, como
en sus actividades profesionales, financieras o sociales -ha
repetido hasta la saciedad-, los miembros del Opus Dei, al
igual que otros católicos, gozan de una total libertad,
dentro de los límites de la enseñanza cristiana".
Me comentas que la teoría está muy clara, pero
que esto no quita, que en diversos escándalos financieros
que ha habido en España, entre los que cabe destacar
como especialmente sonoros e importantes, Matesa en 1969 y
Rumasa en 1983, miembros del Opus Dei y sus negocios se vieron
implicados en ellos. Del tema Rumasa; su expansión,
el montón de millones que dio al Opus -el propio Ruiz
Mateos declaró que alrededor de cuatro mil millones
de pesetas en veintitrés años-, expropiación
y la espera de resolución en la que se encuentra todavía
hoy su fundador, has leído cosas, pero del caso Matesa
no sabes nada pues cuando ocurrió ni tan siquiera habías
nacido. ¿Qué sucedió, por qué
el escándalo salpicó el nombre del Opus? -te
preguntas y me preguntas-.
Desde el punto de vista político, el caso Matesa fue
una venganza de la Falange que reaccionó como una fiera
azuzada ante el irreversible avance de Carrero Blanco y los
tecnócratas "opus" (eran las dos fuerzas
vivas que en aquel entonces luchaban a fondo por el poder).
Pero el escándalo existía, era real, y por eso
pudieron destaparlo.
Fueron varios los motivos por los que seguí bastante
de cerca aquel caso. En primer lugar, por aquel entonces yo
trabajaba en el departamento de información del IESE
y Juan Vilá Reyes, director de Matesa, no sólo
había sido alumno del Instituto sino que seguía
participando en los cursos de formación permanente.
Por otra parte, la familia Vilá Reyes eran íntimos
amigos de mi tío Joaquín, entonces notario de
Pamplona, y en su notaría se llevaba mucho papeleo
de Matesa. Finalmente, la curiosidad periodística y
el hecho de ser yo misma miembro del Opus, también
colaboraron a despertar mi interés por el tema.
Matesa, fundada en 1956, tenía su sede en Pamplona,
empleaba a unas dos mil personas en la confección de
maquinaria textil, y estaba considerada como una de las empresas
más dinámicas del país. Su auge culminante
llegó con la adquisición de una patente para
un determinado tipo de telar. La patente se pagó en
francos franceses, sacados de contrabando de España.
El siguiente paso consistía en conseguir el dinero
necesario para lanzar el nuevo telar al mercado mundial. Juan
Vilá Reyes, director de la compañía,
obtuvo el dinero que necesitaba del Banco de Crédito
Industrial, aduciendo que ese dinero iba a servir para financiar
ventas de sus máquinas, pero estas ventas resultaron
ficticias. El mencionado dinero -unos cinco mil millones de
pesetas-, era también sacado de contrabando y se volvía
a ingresar como pago de mercancías. Pasado algún
tiempo la empresa quebró con deudas de unos diez mil
millones de pesetas.
Vilá Reyes, como he dicho, era alumno de IESE; López
Bravo era el ministro de Industria que aprobó los créditos,
y otro miembro del Opus, Mariano Navarro Rubio, era gobernador
del Banco de España cuando tuvo lugar el fraude. Por
su parte, Vilá Reyes admitió haber dado dinero
a la Universidad de Navarra en Pamplona y al IESE de Barcelona.
También había dado diferentes sumas de dinero
para residencias de estudiantes en Estados Unidos y había
hecho importantes regalos a la sede central en Roma. Se habló
de que las cifras de los donativos superaban los dos mil millones
de pesetas, pero los datos fueron negados por el portavoz
de la oficina de prensa del Opus en Madrid. Lo que no podía
negarse y quedó flotando en la opinión pública,
es que el asunto Matesa respondía a una forma de hacer
negocios aprobada por la Obra; el autor del fraude se había
formado en la escuela del Opus, y conocidos nombres de miembros
de la Obra que en aquel momento desempeñaban cargos
relevantes en el mundo político y económico,
estaban implicados en el mencionado asunto, aunque ninguno
de ellos llegó a ser procesado.
Blanco y negro, los buenos y los malos. Y como se daba por
supuesto que nosotros éramos los buenos, pues todo
era válido, ya que por muy malo que fuera nunca iba
a pasar de ser un mal menor. El fin justificaba los medios:
nuestro fin era el bueno y por eso era mejor que nos aprovecháramos
nosotros y no que se aprovecharan los otros, es decir, los
malos. ¿Tenía algo que ver este planteamiento
con aquel consejo del Padre a sus hijos de que debían
ser "pillos y santos"? Aquel tema de Matesa en su
día me dejó perpleja, aturdida, un tanto liada.
Pero en el fondo, contaba con la suficiente lucidez como para
ver que no era posible apuntar a meta de santidad personal
y caminar por sendas de trampa, mentira, engaño, codicia,
zancadillas y avaricia, mucha avaricia, y pensando que las
leyes son para los otros, que son los malos, pero no para
nosotros que, siendo los buenos, nuestro fin justificaba los
medios.
La dicotomía "Dios o la anarquía moral"
-o hablando en términos seculares, "valores absolutos
o nihilismo"-, aplicada a rajatabla, puede llegar a ser
muy tramposa. He conocido a gente honesta, leal y maravillosa
que no adjudica intemporalidad a las normas hechas por el
hombre, pero tampoco las considera insignificantes. Viven
una filosofía crítica de la inmanencia y piensan
que los humanos existimos otorgando a las cosas valores que
van más allá de su estado natural. Creen que
de esa manera es como nos trascendemos y damos estructura,
sentido y dirección a nuestras vidas, así como
una identidad que merece afanes y sufrimientos aun en ausencia
del absoluto. Están convencidos de que el impulso existencial
de autotrascendencia basta para explicar tanto la génesis
de los valores (con su materialización en las formas
de instituciones sociales) como su poder de sujeción,
en tanto que se reconocen en ellos o los sienten parte de
su identidad. "Como tales los valores están vivos
-me decía un amigo médico, muy humano y muy
poco creyente en el sentido tradicional-: son pertinentes
y merece la pena luchar por ellos aunque carezcan de halo
trascendente y de su aprobación."
Por mi parte, pensaba y pienso que la honradez y la honestidad
deben ser ejercidas por igual, tanto por los que se consideran
gobernados por una filosofía de la inmanencia como
por los que su punto de referencia es trascendente, y no hay
fin alguno que justifique el saltarse a la torera ni la honestidad
ni la honradez. También pensaba y pienso que la búsqueda
de orden y sentido es una empresa válida y auténtica,
pero sin dejar de ser consciente de que una filosofía
de la inmanencia no puede llevar a la "salvación",
entendida ésta como traducción secular del ideal
religioso pleno. Es cierto que cualquier hombre puede conquistar
cierta libertad física y mental y, en casos felices
y creativos, dar sentido auténtico a sus vidas. Pero
no por eso dejarán de ser perecederos, ni la idea de
salvarse será otra cosa que una ilusión.
En primer lugar deberíamos tratar de llenar de contenido
positivo nuestro mundo de aquí abajo -en el que vivimos,
estamos y somos-; con nuestro trabajo, produciéndonos
a nosotros mismos con nuestro entorno y nuestros valores.
Como entidad interior al mundo es como la raza humana cumple
su papel, y también como criatura social, miembro de
colectivos históricos a cuyo funcionamiento y modificación
contribuye.
Por supuesto que esa tarea siempre la llevaremos a cabo con
todas nuestras limitaciones pero también con toda la
buena fe como punto de partida; con buena fe y no con pillería
-el pillo parece que siempre parte de la mala fe-. Con buena
fe y con toda la limitación, porque somos así,
limitados. Porque la reflexión parece que siempre llega
tarde; las más de las veces hacemos y luego nos llevamos
las manos a la cabeza.
Hacemos, vivimos, nos relacionamos y adoptamos papeles influidos
por fuerzas como la historia psíquica personal, la
propaganda social o las corrientes subterráneas sociales,
económicas y demográficas. Pero a pesar de todas
las influencias externas, podemos actuar con buena o con mala
fe, con juego limpio o sucio, con claridad, lealtad y respeto,
o con pillería, oscuridad, ocultación y desprecio
total al prójimo. Que el fin justifica los medios no
es un principio válido.
Aquel caso Matesa me dio mucho que pensar, pues no había
que analizarlo como un hecho aislado de un individuo aislado
que actuaba por su cuenta y riesgo.
Como era lógico, en el departamento de información
de IESE, no parábamos de recibir llamadas y visitas
de los compañeros de la prensa que querían constatar,
ampliar y desmentir los datos procedentes de las agencias
de noticias y publicaciones nacionales y extranjeras. Pero
nosotros teníamos la lección bien aprendida
y no debíamos desviamos ni un ápice de la explicación
oficial. Había que repetir, una y otra vez que: "El
Opus Dei es un Instituto Secular de la Iglesia católica,
cuyas actividades son exacta y exclusivamente apostólicas;
en virtud de su mismo espíritu, queda fuera de la esfera
de la política en cualquier país. El Opus Dei
desautoriza explícitamente a cualquier grupo o individuo
que utilice el nombre del Instituto para sus actividades políticas.
En este campo, como en sus actividades profesionales, financieras
o sociales, los miembros del Opus Dei, al igual que otros
católicos, gozan de una total libertad, dentro de los
límites de la enseñanza cristiana".
Pero aunque se guardaban bien de hablar del tema abiertamente,
se detectaba que en las alturas importaba mucho, por no decir
muchísimo, la conquista del poder político y
económico. Prevalecía, en definitiva, la táctica
frente al programa; importaba más luchar por unas posiciones
que por unos principios. No olvidemos que uno de los lemas
de la institución era el de "poner a cristo en
la cumbre de todas las actividades humanas", teniendo
clara conciencia de que el prestigio de la victoria multiplica
el número de los partidarios.
Algo que me llamó la atención ya al poco tiempo
de ser de la Obra, era que en unos aspectos del comportamiento
humano regían unas normas rígidas e inamovibles,
mientras que en otros, como eran todos aquellos que afectaban
a la economía, parecía que nunca había
una clara actitud de veto; todo era relativo, era cosa de
la responsabilidad de cada quien. Digo yo que tal diferencia
de criterios se puede deber a que la economía se apoya
en las matemáticas y en matemáticas no hay pecados,
solo errores. Por tanto, cualquier ganancia es legítima
si se cumplen ciertas reglas científicas.
En cuanto a aquellos empresarios, hombres de negocios y banqueros
del IESE, que se aproximaban al Opus Dei o pertenecían
al mismo, por lo general, no se veía que actuaran de
forma distinta -más justa y caritativa-, que los otros
que no se habían aproximado y que no pertenecían.
Su concepto del bien común, basado en el ya clásico
modelo mecanicista era el mismo, para unos y para otros, concepto
que podríamos resumir, más o menos, así:
si en la trama de las relaciones sociales, cada uno busca
su egoísmo con insolidaridad, pero de manera inteligente,
se producirá, por una especie de mecánica social
objetiva, un equilibrio de esos egoísmos, que acabará
por conducir al bien común, o, por lo menos, al bien
común posible, y por tanto al verdadero bien común,
al bien común real.
Como de todos es sabido, las estructuras del mundo capitalista
en el que estamos inmersos, responden a esta filosofía
y la refuerzan. También es sabida la contradicción
que existe entre el cristianismo y la concepción egoísta
del hombre (la esencia del cristianismo es fraternidad, caridad,
comunidad de corazones y de bienes, solidaridad, sentido social
de la justicia...). El conflicto, sin embargo, se resuelve
recurriendo a la distinción entre el plano de las relaciones
macrosociales y el plano de las relaciones micra-sociales.
En el plano macro-social de las relaciones socioeconómicas,
los cristianos aceptaban y aceptan la concepción económica
liberal del mercado de los egoísmos. En tanto, los
valores cristianos se reservaban y reservan para la familia
cristiana, para el plano personal estrictamente privado. Sin
embargo, el mensaje evangélico deja claro que el amor
cristiano no puede quedar circunscrito en el ámbito
personal y familiar.
El mundo del IESE daba mucho que pensar para quienes querían
tomarse realmente en serio el mensaje del Evangelio Allí
se concentraba un importante núcleo de poderío
político y económico -quizá el más
importante en aquellos momentos-; de muchos que habían
subido como la espuma y de otros que pegándose a ellos,
pretendían subir. Al contemplar el panorama con frecuencia
me venía a la cabeza una interpretación alegórica_
del pasaje evangélico de las tres tentaciones de Cristo
en el desierto. Los Evangelios de Mateo y Lucas nos presentan
a Cristo tentado y vencedor de la tentación. Pero a
lo largo de las historia vemos que también la Iglesia
-y destacados miembros de la misma- ha sido tentada. Y, a
diferencia de Cristo, ha caído en la tentación
y han caído. Para la Iglesia, la tentación del
pan ("di que estas piedras se conviertan en panes")
es la tentación de la riqueza. La tentación
del prodigio ("tírate abajo, porque está
escrito: a sus ángeles te encomendará, y te
llevarán en sus manos") es la tentación
del apoyo exclusivo en el culto y en los poderes sacramentales
con abandono de la santidad personal. Por último, la
tentación del poder ("todo esto -todos los reinos
del mundo y su gloria- te daré si te postras y me adoras")
es la tentación de realizar la obra de redención
apoyándose más en el dominio y el poder político,
social y económico que en el testimonio apostólico.
Las tres tentaciones del pan, del prodigio y del poder se
articulan en relaciones complejas y en mutuos influjos. Pero,
según la primera carta de San Pablo a Timoteo, la que
tiene un papel más radical es la del pan. "Los
que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el
lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden
a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque
la raíz de todos los males es el amor al dinero, y
algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en
la fe y se apuñalaron a sí mismos con muchos
tormentos" (1 Timoteo 6, 5-10).
También Lucas (16,13) y Mateo (6,24) destacan la incompatibilidad
entre codicia de dinero y cristianismo: "Ninguno puede
servir a dos señores: porque aborrecerá a uno
y amará a otro; o bien se entregará al uno y
despreciará al otro. No podéis servir a Dios
y al dinero".
La trivialización
del espíritu (2 de febrero, 1999)
Es cierto que hace poco, no sé bien a propósito
de qué, te comenté que en el mundillo de las
numerarias había pequeñas grandes cosas que
me sacaban de quicio por la impotencia que sentía al
no poder hacerles frente. Te ha picado la curiosidad, y me
pides que te concrete alguna historia que exprese con claridad
en qué consistían esas pequeñas grandes
cosas.
Recuerdo que me alteraban profundamente lo que llamaba las
"trivializaciones del espíritu". Por espíritu
de la Obra se entiende -ya te lo he contado al hablarte de
la etapa de adoctrinamiento-, todo lo contenido en los escritos
del Padre: las 999 máximas de Camino, las meditaciones,
cartas, notas, praxis e intenciones que venían directamente
de Roma.
Todos los miembros de la Obra estábamos dispuestos
a vivir el "espíritu" con fidelidad máxima,
y en ese empeño por querer llevarlo a la práctica
a rajatabla, podías encontrarte con las interpretaciones
más peregrinas, estúpidas y huecas. Voy a tratar
de contarte algunas que pueden servir de muestra de lo que
quiero decir. Estas situaciones casi siempre se daban en los
cursos anuales (esa etapa del año dedicada al descanso
y a la formación intensiva, Y en la que conviven un
montón de numerarias procedentes de distintos lugares).
Trivialización primera: sucedió en Pamplona
en el verano de 1970, en el Colegio Mayor Goimendi. La charla
ese día corría a cargo de la directora del curso,
Carmina C., y el tema que trataba era la filiación
divina. Quería hablarnos de las grandes exigencias
que suponía el hecho de ser hijas de Dios -exigencias
a todos los niveles, incluido el de nuestra apariencia externa-,
y como ejemplo gráfico nos puso lo que ella veía
que ocurría con los reyes y sus hijos. Se centró
concretamente en la familia real inglesa, y nos dijo con gran
fervor:
-En la revista "Hola" hemos visto muchas veces
imágenes de la reina de Inglaterra, y también
de su madre y de la princesa Ana; con qué discreción
visten, con qué decoro y delicada elegancia se comportan
(desde luego, no sospechaba lo que iban a ser las princesas
inglesas de los noventa). Y yo me pregunto -añadió
eufórica-, si esto hacen las reinas y las hijas de
las reinas, ¿qué no haremos nosotras que somos
hijas de Dios?
De este luminoso ejemplo deducía lo exigentes que
teníamos que ser con nosotras mismas en nuestro comportamiento
externo: arreglo personal, expresiones, posturas, gestos...,
ya que ser hija de Dios era aun mas importante que ser hija
de reyes.
Trivialización segunda: sucedió en Madrid,
en el verano de 1971, en la casa de Los Rosales (Villaciciosa
de adón). Era un julio castellano de un calor sofocante,
pero nosotras estábamos instaladas en una preciosa
mansión con un bonito jardín y una magnífica
piscina. El curso de verano transcurría con normalidad,
hasta que una mañana, a la hora del deporte, nos encontramos
con que la piscina estaba vacía. ¿Qué
había ocurrido? Pues que alguien se había equivocado
de botón, y en lugar de dar al botón de la depuradora
había dado al del desagüe. Pero esto no era lo
más grave; el problema era que las reservas de agua
del pueblo estaban al mínimo y en toda Villaviciosa
había restricciones, hasta el punto de que los propietarios
de piscinas que no las habían llenado antes de comenzar
el mes de julio no habían podido llenarlas. Bien, pues
no sé que tipo de influencias teníamos, el caso
es que esa misma tarde, la piscina comenzó a llenarse,
y al cabo de un par de días el problema estaba resuelto.
Te preguntarás por qué te cuento esta historia
que no tiene gran interés, pero es que es del todo
necesaria para que entiendas lo que ocurrió a continuación.
Llegó el día del círculo semanal, y
el tema a tratar era la pobreza. La directora -Carmencita
M.-, recordó, una vez más, que nuestra pobreza
no estaba basada en no tener sino en el estar desprendido
de las cosas, pero que un aspecto también importante
era el de no quejamos cuando faltase lo necesario. Puso entonces
como ejemplo vivo lo "heroicas" que habíamos
sido durante los dos días que no habíamos podido
bañamos. "¡Con qué alegría
y buen humor habíamos sobrellevado la contrariedad
y el sacrificio que ésta lleva consigo!".
En el transcurso de toda la charla no hubo la más
mínima alusión al coste económico del
fallo; ni al privilegio que disfrutábamos pudiendo
llenar de nuevo la piscina cuando había mucha gente
que no iba a poder llenarla ni una sola vez en todo el verano.
Por supuesto, tampoco hubo la más mínima referencia
a los muchísimos ciudadanos que ni tan siquiera tenían
una piscina a su alcance.
Aquí deseo hacer el inciso de que no quiero quedarme
en la postura negativa sin más de las personas que,
incapaces de producir nada, se limitan a denigrar las obras
de los otros. No pretendo ser como esos mosquitos que ponen
sus huevos detrás de las colas de los más hermosos
caballos, lo que no impide que éstos puedan correr.
Mi intención ha venido siendo, desde un principio,
la de ir respondiendo a tus preguntas con sinceridad. Ya sé
que es cierto aquello de que cada cual habla de la feria según
le va en ella, de acuerdo, ¿pero no es eso precisamente
lo que deseabas conocer? Cómo me fue en la feria a
mí, y que este conocimiento te sirva para ahondar en
los pros y en los contras que vas a encontrar si decides integrarte
en ese complejo colectivo. Pero una vez más insisto
en que, por mucho que conozcas de oídas, la experiencia
es insustituible. La teoría es una cosa, la práctica
otra.
Y vamos a por la trivialización tercera: sucedió
en Barcelona, en el verano del 72, en Castelldaura (Premia
de Mar). La protagonista del "show" fue una tal
Josefina R., la delegada de San Miguel de la asesoría
de Madrid (superiora máxima de todas las numerarias
de España). Llegó con el puente aéreo.
Dos numerarias la fueron a recoger al aeropuerto. Todas las
participantes en el curso anual la esperábamos con
gran agitación porque venía para damos una charla
sobre la nueva intención mensual indicada en Roma.
Aterrizó perfectamente conjuntada, con un moderno corte
de pelo y recién salida de la peluquería. Hago
esta alusión al "look" porque me sorprendió
la rápida transformación -casi mutación-,
que había sufrido, para bien, aquella chica aragonesa,
de aspecto absolutamente vulgar, que había conocido
de vista en la Escuela de Periodismo porque asistía
como oyente a algunas asignaturas. No la veía desde
entonces, y había pasado de ser como una alumna de
academia de barrio a parecer una señorita pija que
viene de jugar una partida de cartas en el club Puerta de
Hierro.
"¡Quién te ha visto y quién te ve!",
pensé para mis adentros. Existía un prototipo
de numeraria que constantemente se esforzaba en jugar al "señoritismo",
en el sentido más machadiano de la palabra. "El
señoritismo -escribe A. Machado- lleva implícita
una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos
sociales más de superficie -signos de clase, hábitos
e indumentos- a los valores propiamente dichos, religiosos
y humanos." Sí, había un prototipo de numeraria,
además bastante numeroso, que parecía que todo
les quedaba grande y su actitud era la del señoritismo
en su forma de hablar, de vestirse y de comportarse: tan artificioso
todo. Josefina R. se mostraba como un vivo ejemplo.
El tema de la charla que venía a darnos esta superdirectora
era la importancia del velo. Las numerarias siempre nos teníamos
que poner velo cuando entrábamos en nuestros oratorios,
pero a partir de ese momento se trataba de hacer una insistente
campaña para que todas las mujeres se cubrieran la
cabeza para entrar en cualquier templo. Entre las sugerencias
que nos dio para que la campaña tuviera éxito
y buena acogida, me llamó la atención por especialmente
absurda y pintoresca, la luminosa idea de una supernumeraria
-"una mujer muy moderna, muy guapa y con mucho estilo",
según nos contó la delegada de San Miguel-,
que había decidido hacerse velos de todos los colores,
siguiendo el año litúrgico. De este modo, no
sólo vivía la intención mensual de ponerse
velo, sino que además "daba un tono muy nuestro
de secularidad y también de vivir la unidad dentro
de la variedad", ya que nuestro espíritu tampoco
tenía que ser en ningún momento la uniformidad,
y de este modo daba cabida a la iniciativa personal.
A medida que avanzaba la entusiasmada charla, me iba quedando
cada vez más perpleja, más estupefacta, más
paralizada. ¿El corazón de aquella chica aragonesa
estaría tan cubierto de afeites como lo estaban sus
palabras y el mensaje de su charla? -me preguntaba llena de
vergüenza ajena y de asombro-. ¿Pero se podía
creer en serio lo que estaba diciendo? ¿Y teníamos
que contribuir a ese estúpido y engañoso juego
de peripuestas, granujas, bribonas y marionetas?
Sí, las trivialidades me sacaban de quicio y también
me hundían en la miseria, por la sencilla razón
de que estaba convencida de que me había tomado en
serio tanto la Obra como su espíritu, y esa estupidez
consagrada me hacía polvo.
Desde aquel entonces han pasado más de dos décadas,
tiempo más que suficiente para tener superadas muchas
historias y, sin embargo, tengo que reconocer que al traer
de nuevo al presente aquellas vivencias, aún no me
quedo indiferente; algo se me sigue revolviendo por dentro.
Tal vez porque tuve que tragar mucha estupidez sin encontrar
el momento oportuno para hacer lo que hizo una numeraria "histórica",
que se fue de la Obra después de treinta años
de militancia, y que al finalizar la última charla
de su último curso anual, avanzó hacia el estrado
y, dando un golpe de puño sobre el tablero, dijo: "Detrás
de esta mesa casi todo lo que se ha dicho han sido memeces".
Toda una catarsis, pero que consiguió después
de treinta largos años de proceso, y teniendo ya decidido
que quería irse. Yo entonces hacía cinco años
y pico que era de la Obra y, además, tenía claro
que no quería irme.
Es posible que al leer mi carta pienses que la discusión,
para ser válida, debe centrarse en argumentos y no
en descalificaciones personales. De sobra es sabido que en
cualquier colectivo uno puede encontrarse con todo tipo de
personajes: aduladores, trepas, negligentes, tramposos, junto
a otros que son sencillos, leales, irónicos, divertidos,
constantes, trabajadores y sin doblez. Por supuesto que también
en la Obra los había de todo pelaje; mujeres buenísimas,
buenas y menos buenas. Pero mi perplejidad, mi asombro, se
centraba en el argumento de que el sistema fomentaba, de forma
descarada, el artificio, la adulación, la comedia y
la coba, mientras que a la persona clara y directa se la tenía
un considerable miedo. Como verás, no, no me centro
en puras y simples descalificaciones personales, aunque para
decir lo que te quiero decir me sirva de casos concretos.
¡Cuánto formalismo! Formas y más formas.
¿Dónde quedaba el fondo de las cuestiones? ¿Qué
tenía de evangélico el prestar esa atención
extrema a lo que no eran más que puras formas externas?
Me producía una tristeza infinita el constatar tanta
fachada: entorno logrado, estilo, sonrisas, contento externo,
equilibrio de las formas, armonía de conjunto... Pero
el vacío detrás. Como aquellos edificios que
el turista podía ver en Hollywood: palacio italiano,
calle inglesa, iglesia rusa, todo de cartón piedra,
carente de fondo y de tercera dimensión. Se trataba
de una fachada bien construida, muy bien construida, pero
no era más que lo que se veía, de modo que tras
la fachada se abría y bostezaba el vacío; y
cuando uno llegaba a saberlo, sentía aquella insuficiencia.
Me acusaba con frecuencia de que para mí, muchas de
las que mandaban a gran escala, carecían de autoridad,
si por autoridad se entiende el reconocimiento de esa facultad
por quienes obedecen.
Peripuestas, vanidosas, marionetas -las llamaba en mi interior-.
¿Era honesto contribuir con el silencio a ese estúpido
y engañoso juego? Pero era imposible hacer nada ya
que quienes transmitían aquellos "sustanciosos"
mensajes eran directoras, es decir, lo hacían con todas
las bendiciones. Ese era el fondo realmente desalentador,
sobre todo cuando me remitía, como tantas veces lo
he hecho, al Evangelio y a su figura central, Jesucristo.
Jesús rompe con los ritos de la pureza ritual (la
"casherout"). tropieza con los fariseos a propósito
de la observancia del "sabba"; (sábado) y
sigue la misma línea de conducta frente al Templo de
Jerusalén.
Los ritos de la pureza ritual concernientes a los alimentos
hacen sonreír a Cristo, que no les concede importancia
alguna. No realiza los ritos de purificación prescritos
para antes de comer y tampoco obliga a sus discípulos
a hacerla. Por eso los doctores le preguntan: "¿Se
puede saber por qué comen tus discípulos con
manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?"
(Me. 7,5). Jesús responde: "Escuchadme todos y
entended esto: nada que entra de fuera puede manchar al hombre;
lo que sale de dentro es lo que mancha al hombre" (Mt.
7,5). Y más tarde insiste a sus discípulos:
"Lo que sale de dentro eso sí mancha al hombre;
porque de dentro, del corazón del hombre, salen las
malas ideas: inmoralidades robos, homicidios, adulterios,
codicias, perversidades, fraudes: desenfreno, envidias, calumnias,
arrogancia, desatino. Todas esas maldades salen de dentro
y manchan al hombre" (Me. 7,14-23).
Dos mensajes quedan claros: en primer lugar, tanto el Paraíso
como el Infierno están en nuestro interior; en segundo
lugar, reniega de todo formalismo.
Los fariseos protestan cuando ven a los discípulos
arrancar espigas de trigo y comerlas en sabbat: "¿Cómo
hacen en sábado lo que no está permitido?"
(Me. 2,23-24).
El "sabbat" era, y todavía es, la institución
más sagrada de Israel y su observancia escrupulosa
era, y todavía es, imperativa. Jesús rechaza
en múltiples ocasiones esta estricta observancia, que
conduce a situaciones absurdas e hipócritas. "Supongamos
que uno de vosotros tiene una oveja, y que un sábado
se le cae en una zanja, ¿la agarra y la saca o no?"
(Mc. 2,27-28). Cristo no niega la utilidad del "sabbat",
que él mismo practica, pero lo relativiza, transformándolo
en medio y negándole el rol de fin: la ley está
hecha para el hombre y no el hombre para la ley.
Jesús va a menudo a hacer sus oraciones al Templo,
pero piensa de él lo que ya pensaba el profeta Isaías:
"No me traigáis más dones vacíos,
más incienso execrable. Novilunios, sábados,
asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades y fiestas
las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más.
Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque
multipliquéis las plegarias, no os escucharé.
Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos,
apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar
mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al
oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda"
(Is. 1,13-17).
Cuando la samaritana le dice que sus antepasados han adorado
a Dios en Samaria y que los judíos dicen que es en
Jerusalén donde hay que adorarlo, Jesús le contesta:
"Créeme, mujer: se acerca la hora en que no daréis
culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén. Se
acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los que
dan culto auténtico darán culto al Padre en
espíritu y en verdad" (Jn. 4,20-23).
"En espíritu y en verdad." Y es que la religión
"en espíritu" se opone evidentemente a la
que prefiere la letra. Demasiados formalismos; formas y más
formas. Peripuestas, vanidosas, marionetas...
En la confesión solía acusarme de que una considerable
parte de las superdirectoras no me servían de ejemplo,
que no tenían para mí ningún prestigio.
Pero me encontraba con la contestación de que me faltaba
humildad y visión sobrenatural, y que me sobraba soberbia.
En la confidencia generalmente cabía la posibilidad
de ser más explícita y comentar las cosas con
más calma y confianza. Planteaba, con el Evangelio
en la mano, la posibilidad de hacer correcciones fraternas
que contrarrestaran lo que me parecía tanta banalidad.
A la directora le parecía demasiado arriesgado. -A
veces, tu ingenuidad es preocupante -recuerdo que me decía
Eloísa P., una de mis directoras-, nunca piensas mal
ni llegas a imaginar que tu verdad, en vez de ser aceptada,
se puede volver en contra tuya. Sé que no eres tonta
y, por tanto, es admirable la rigidez con que vives de acuerdo
con tus principios y tu conciencia. Pero yo te pediría
que no te pongas tampoco tan alcance del que puede pulverizarte.
Sé prudente, porque lo que a ti te parece letra muerta,
a ellos les parece espíritu vivo. No seas ingenua,
no vayas con el lirio en la mano.
-¿Yeso no es comulgar con ruedas de molino? -replicaba
con cierto desconcierto-, o irse convirtiendo en una cínica.
-No -añadía con toda tranquilidad-, es simplemente
hacerte más flexible, más tolerante, aceptando
lo que no entiendes.
Lo intenté sin conseguido, porque mi conciencia me
seguía diciendo lo mismo y no la podía callar.
Sentido del humor: una liberación
(7 de febrero, 1999)
El hecho de que en el transcurso de nuestra correspondencia
recuerde situaciones de preocupación, de desengaño,
de angustia o de desilusión, no quiere decir que una
viviera en perpetuo estado de agonía, ya que más
bien era todo lo contrario. La vida diaria transcurría
en un ambiente descongestionado, aunque a veces la procesión
fuera por dentro.
Hace algún tiempo, Núria P., una ex numeraria
que tenía fama de ser ingeniosa, irónica y divertida,
y a la que las numerarias más rígidas temían
como a un nublado, hacía la siguiente observación,
recordando lo que ya son viejos tiempos: "Desde que no
soy de la Obra me río menos. Pienso que la causa no
es otra que el hecho de desenvolverme en un medio normal y
corriente. Sí, ahora se dan muchas menos situaciones
artificiosas o estereotipadas que desaten mi ironía
y sentido del humor".
Es cierto que de manera inocua e intrascendente, con un sentido
del humor ligero y hasta un poco absurdo, algunas numerarias
se atrevían -nos atrevíamos, porque me tengo
que incluir en ese pequeño colectivo-, a ridiculizar
tópicos que amenazaban con asfixiamos. También
con desenfado y sentido del humor poníamos en tela
de juicio no pocos dogmas oficiales. Conseguíamos,
por la vía del humor, abrir ventanas por las que podía
entrar aire libre saludable y desmitificador que, poco a poco,
iba limpiando el ambiente de telarañas trascendentales,
de cursilerías, de engolamientos y situaciones artificiosas
que resultaban fáciles de ridiculizar.
El manifestar abiertamente que todo tiene un revés,
en un medio en el que sólo se podía mostrar
la cara de la moneda a la que se le había sacado brillo,
no era precisamente un juego inofensivo, sino más bien
audaz. Pero hacer frente al sentido del humor, para acabar
con él por resultar peligroso, no se sabía bien
cómo hacerla. Digo yo que la razón se encontraba
en que en las altas esferas el sentido del humor, su ejercicio,
debía de ser poco frecuente y, por tanto, no les tenía
que resultar fácil el reglamentar el cómo hacerle
frente. Pienso que había pocas fichas y notas concretas
que hicieran referencia al tema: "no coquetees con las
cosas...", "parece que frivolizas...", me parece
que era lo máximo que había en el archivo de
las frases hechas.
Por regla general no era la risa, venenosa y denigratoria,
del censor o censora, ni la risa paternalista de la "enteradilla",
ni la simple burla de la persona práctica. Era una
risa catártica y desmitificadora que venía a
dejar patente lo relativo que era todo, hasta lo que se nos
ofrecía como más pomposo y serio. El sentido
del humor, el humorismo iba ganando terreno a medida que ibas
llegando al fondo de las cosas.
Como he hecho en otras ocasiones, voy a ilustrar con un caso
concreto esto que te cuento. Nos encontrábamos, recuerdo,
en el Castelldaura nuevo. Esta casa, situada en Premiá
(Barcelona) se acababa de inaugurar, y en el trabajo de decoración
se habían gastado muchos millones, hasta el punto de
que la espectacularidad corría el peligro de sustituir
el buen gusto; que el estilo se convirtiera en ostentación
y el sentido de la pompa rozara la parodia.
En el flamante Castelldaura comenzaba un Curso de Retiro
para señoras, y otra numeraria y yo, que nos hacíamos
cargo del mismo, nos encontrábamos en la entrada de
la casa recibiendo a quienes iban llegando. Una de aquellas
señoras, que venía acompañada de su marido,
un notario de la provincia de Barcelona, nos pidió
si podíamos enseñar a éste, antes de
despedirse, un poco la casa. Le mostramos la parte más
de recibir y, al llegar al oratorio, a él le llamó
la atención un buen número de escudos recién
pintados. Como hacía poco tiempo que habíamos
vivido el sonado asunto del marquesado de Peralta concedido
al Padre, el notario visitante preguntó si se trataba
de escudos de la familia de Escrivá, a lo que la numeraria
que iba conmigo respondió:
"No tengo ni idea de a quién pertenecen esos
escudos, sólo sé que aparecen como las telarañas;
cada vez que miro para arriba me encuentro con que ha aparecido
algún escudo más".
Todos reímos la atrevida ingeniosidad, no sin cierto
desconcierto, pero nadie añadió comentario alguno,
y nos dijimos adiós con aquella simple pero significativa
nota de humor.
Sin embargo, a pesar de la risa momentánea, no podía
dejar de pensar y recordar lo que en no pocas ocasiones había
oído contar. en charlas y meditaciones, y es que el
Padre insistía en que el único emblema; el distintivo,
el sello de la Obra -"Sello, porque la Obra no tiene
escudos", así lo citaban textualmente-, era "la
Cruz metida en la entraña del mundo".
¿Qué significaba entonces toda aquella generación
de escudos y heráldicas? No había explicación
alguna, por lo tanto más valía quedarse en la
anécdota chisposa de que no pasaban de eso, de ser
como telarañas, y no darle más vueltas ni complicarse
la vida por escudo más, escudo menos; telaraña
más, telaraña menos, al fin y al cabo.
Los mismos contrastes o contradicciones que saltaban a la
vista en lo referente a las grandezas ocurrían en el
terreno de la pobreza: por un lado era del todo visible el
despliegue que se llevaba a cabo y el dineral que se gastaba
en cada desplazamiento del Padre y su séquito (le hacían
llegar de un continente a otro las mejores viandas, y también
se desplazaba el equipo de las más exquisitas cocineras
y administradoras para que todo estuviera a punto), mientras
por otro no paraban de contamos, en tertulias y meditaciones,
anécdotas redactadas en fichas -todas ellas muy edificantes
y ejemplares de cómo había que vivir la pobreza-,
para contar aquí y allá. Una de las más
famosas era la de la colcha del Padre, que se atribuía
a la entonces superiora mayor, Mercedes Morado.
Parece ser que en la década de los sesenta, las administradoras
de la casa central de Roma propusieron al Padre el poner colchas
en las camas de toda la residencia. Escrivá dio el
visto bueno pero tuvo el sutil detalle de especificar que
empezaran confeccionando las de sus hijas las de la administración,
después las de los residentes del Colegio Romano, seguidas
de las de los miembros del Consejo General y, en último
lugar, la suya, porque quería ser el último.
Cuando vio su colcha puesta, llamó a Mercedes M. y
le dijo -la anécdota se contaba al pie de la letra-:
"Mercedes, hija mía, cuando pase el tiempo y yo
ya no esté en este mundo, tú contarás
a tus hermanas esta pequeña anécdota: ¿por
qué el Padre ha querido ser el último en tener
colcha? Por dos razones: una, por el gran cariño que
tengo a mis hijas -deseaba que vosotras fueseis las primeras-;
y otra, por pobreza: ¡no pasa absolutamente nada, por
prescindir de una colcha!".
A propósito de esta anécdota, recuerdo las
palabras de una numeraria mayor ya muy quemada que, después
de escucharla por centésima vez, hizo una declaración
de principios sobre lo que debía de ser nuestra auténtica
pobreza: "...afán de no poseer, de no tener nada
como propio, de no quejarse si falta lo necesario, de prescindir
de lo superfluo...", y añadió: "Con
la anécdota de la tan manida colcha parece que queremos
tapar la realidad del alto nivel de vida del Padre y todos
los que le rodean. Pero, ¿a quién se pretende
engañar?". Seguidamente, con toda la chunga del
mundo y una cierta dosis de sarcasmo, mencionó el último
viaje del Padre y el millonario despliegue que había
supuesto; no sólo el avión privado en el que
se desplazaba, sino el envío de los más exquisitos
alimentos, y comenzó a enumerar con conocimiento de
causa, las marcas de los mejores vinos, los nombres de los
pescados frescos más selectos y demás viandas
que la mencionadísina colcha parecía querer
tapar.
El sentido del humor, a corto plazo, era una válvula
de oxígeno que te ayudaba a respirar, pero que al darte
una sana y natural vitalidad también te llevaba, si
eras honesta, a hacerte preguntas cosas en serio y hasta nuevos
replanteamientos de vida.
El humor, la chispa, las bromas, no son como los dogmas:
así sí, así no, sino que se trata de
algo mucho más sutil, que se introduce y va ganando
terreno casi inadvertidamente. En un medio en el que sólo
funcionan las definiciones estrictas, donde lo blanco no podía
ser más que blanco y lo negro nada más que negro,
el humor se introducía como un duende que se cuela
y desliza por un lado y por otro riéndose de todas
las etiquetas. Era un elemento molesto, al que las superioras
temían más que el agricultor a una granizada
pero al que no sabían bien como desbancar.
Al ingenioso -en este caso a la ingeniosa- se le temía
como al más amenazador de los revolucionarios, olvidando,
o mejor, sin tener en cuenta que los ingeniosos no suelen
ser revolucionarios, son transgresores que necesitan a los
carcas y trasnochados para escandalizarles, para distinguirse
por oposición, pero dentro de un marco estable. Creo
que era Sartre quien decía que la transgresión
es más aventura que revolución.
Podría contarte multitud de anécdotas que ilustran
bien ese peculiar sentido del humor, poco dañino y
casi infantil, que con su espíritu transgresor levantaba
ampollas.
Recuerdo a una chica de Segovia -alta, desgarbada y muy divertida-,
se llamaba M. Gloria M. y creo que continúa siendo
numeraria. Nos encontrábamos en un curso multitudinario
de verano y había venido una superiora mayor (de Torreta,
así se llamaba la casa donde residían las superdirectoras)
a dar una charla. En el transcurso del acto, la ponente no
abandonó ni por un momento su tono y su gesto rígido.
Al acabar la charla, la numeraria segoviana recitó
en voz alta y mirando a su alrededor con expresión
de juerga: "Coño, carajo, puñeta, las de
Torreta, las de Torreta".
También recuerdo a una profesora de Historia, M. Luisa
P., que a las salitas de la delegación (lugar en el
que las superioras citaban a las numerarias para hablar cuando
lo creían conveniente) las llamaba "las salitas
del Kremlin"; y a aquella otra numeraria catalana, Nuria
P., que cuando a alguna numeraria se le notaba que el cargo
que le habían dado se le había subido a la cabeza,
comentaba: "Mira, ya tenemos a otra gallina estarrufada
(inflada").
El sentido del humor era una válvula de escape y hasta
una magnífica tabla de salvación ante situaciones
que, en ocasiones, podían llegar a quitarte la respiración.
La ironía, esa capacidad para distanciarse de lo dado
y contemplado sin excesiva convicción, era otro buen
instrumento para no dejarte ahogar por determinadas circunstancias
desquiciantes. Una actitud irónica significaba la liberación
de lo que aparece como firme y establecido. La actitud irónica
es aquella que sabe separar lo que debe ser defendido y salvado
de lo que sólo merece ocupar un lugar secundario. Ironizar
es una forma de discernir; de distinguir lo fundamental de
lo anecdótico, de cargarte lo secundario o artificioso
para que, de alguna forma, pueda salir a la luz lo realmente
válido.
Era imposible renunciar al sentido del humor por mucho miedo
que se le tuviera; su soplo de aire fresco elevaba el tono
vital. No sé quien decía que "humor es
reír a pesar de todo".
El humor es reflexivo, no atolondrado, profundo, no superficial.
La risa del humor es como un saludo a la existencia. Carece
de humor quien toma demasiado en serio las deficiencias de
la existencia y de sus semejantes. El humor distribuye las
cosas con arreglo a su importancia sin dejarse engañar
por las apariencias. Es esencialmente crítico, y elimina
toda exageración y toda ilusión que el hombre
pueda hacerse sobre sí mismo y sobre su mundo.
Allí donde actúa con crítica, lo hace
sin herir, lo que hace que a menudo la persona aludida por
él pueda reír también. El humor no pretende
chafar a los demás y en su crítica suele haber
una intención y una advertencia educadoras. Todo esto
diferencia el humor de las despiadadas sátira, mofa,
sarcasmo..., que tienden a herir y se alimentan alegrándose
del mal ajeno. El humor no se ríe a costa del prójimo
y en su crítica siempre late algo de indulgencia, bondad,
comprensión y tolerancia. En el humor nunca deja de
haber calor humano en contraposición a la frialdad,
la causticidad de la sátira, la mofa y el sarcasmo.
Otro rasgo del humor es que, aun siendo esencialmente crítico,
comienza su crítica por sí mismo. El dar demasiada
importancia a la propia persona, el no ser capaz de reírse
de sí mismo, es siempre un signo de falta de sentido
del humor. Allí donde falta la distancia de sí
mismo, falta también el humor, por eso carecen de humor
todas aquellas personas en las que aparecen en primer plano
las exigencias de su propia importancia.
El humor es un soplo de aire fresco, y aire fresco es lo
que hacíamos correr las más de las veces. Sólo
en contadas ocasiones se detectaba cierta causticidad en alguna
fina ironía. Pero lo que con frecuencia ocurría
es que quienes no estaban capacitadas para el humor no sabían
distinguir éste de la sátira ni del sarcasmo,
y todo les sonaba a inadmisible mofa, sin ningún tipo
de matizaciones.
Pero cuando el humorismo se convierte en hábito, cuando
uno se acostumbra a tomarse todo un poco a risa, corre el
peligro de caer en la frivolidad, y hasta en la falsedad;
en el más rotundo cinismo y en la más cómoda
instalación. Esto me preocupaba, y después de
contemplarlo en mi oración, escribí una ficha
en la que plasmé mi "no al humorismo como instalación",
y en ella me hacía la reflexión siguiente (esta
ficha la conservo y te la copio tal cual):
"Aquí no vale el principio de que "a falta
de pan buenas son tortas". Me he dado cuenta de que el
humorismo no puede, ni siquiera en mínima parte, aspirar
a cubrir, ni aun con carácter de interinidad, la vacante
de la crítica seria y constructiva; no es más
que un sucedáneo y, en ocasiones, más mudo y
claudicante que el silencio mismo. El humorismo evita el ahondamiento
necesario. Da así a los espíritus una paz resistente
pero artificial: estanca, instala, no presenta soluciones.
El espíritu crítico, a pesar de ser tan temido
aquí dentro, es del todo necesario -ver, juzgar la
situación, decidir; es el proceso normal de transformación-.
Cuando el espíritu crítico se refugia en el
humorismo, tal vez no hace otra cosa que ocultarse a sí
mismo su propia impotencia. No, el "a falta de pan buenas
son tortas", no es válido como principio, tan
sólo sirve como tranquilizante para salir del paso.
Hacen falta cauces; urge abrirlos para poder contrastar, intercambiar,
rectificar, avanzar, desarrollar. Pero cuando estos cauces
no existen, cuando sólo cabe la postura de total adhesión
incondicional y todo lo demás se considera subversión,
entonces surge el humorismo como una defensa individual. Defensa,
sí, pero estéril, porque no arregla en nada
la situación. El humorismo, en este caso en nada se
distingue del pesimismo y del escepticismo, ya que igualmente
reconoce que no hay nada que hacer."
En mi reflexión destacaba los puntos siguientes:
-No es subversión el deseo de cambios y mejoras.
-No es subversión el oponerse a lo establecido, siempre
que se expresen claramente las razones de esta posición.
-No es subversión la discusión sobre los valores
tradicionalmente admitidos y que no cuentan ya con una vigencia
total.
-Sólo puede hablarse de subversión cuando el
juego se hace a la espalda; sin participación ni discusión.
-También hay una subversión de signo contrario
que es el inmovilismo, consiste en cerrar las vías
por donde pueden tener acceso las mejoras y la evolución.
-Me niego al humorismo como forma de instalación, como
fruto inmovilista de pesimistas y escépticos, pero
también me niego a renunciar a una crítica abierta
y constructiva, la única que conseguirá alejamos
de la hipocresía, de la doble faz, de la adulación
y del artificio.
Éstos eran mis puntos de reflexión que hoy
me siguen pareciendo válidos.
La pobreza de nadar en la abundancia
(14 de febrero, 1999)
Para quienes contempláis el panorama de la Obra desde
fuera, la pobreza que se vive allí dentro es uno de
los temas más polémicos, por eso no me sorprende
tu insistencia sobre el mismo. Desde mi experiencia personal,
yo diría que de todos los compromisos que uno ha de
cumplir, es en el que se tiene que poner más exigencia
personal para vivirlo, ya que las pautas generales, en la
práctica se hacen bastante elásticas.
Cuando entré en la Obra, en las charlas y meditaciones
que nos daban sobre pobreza, nos hablaban mucho de las carencias
de los primeros tiempos, pero a mediados de los años
sesenta, la realidad ya era muy otra. M. Angustias Moreno,
lo resume bien en uno de sus libros:
"Una pobreza que realmente empezó así;
empezó careciendo de muchas cosas, teniendo que vivir
hombres muy hombres, profesionales ya, en habitaciones de
literas; mujeres muy mujeres, sin más que cocinar que
mucha harina y viviendo en las porterías de las casas
residenciales que se iban adquiriendo para los varones. Unos
tiempos difíciles que pasaron, y pasaron, cabría
decir, al extremo opuesto" .
Más tarde se pasó de la organización
de la escasez a la organización de la abundancia. Quienes
la llevaban a cabo eran las administradoras, pero con el visto
bueno del correspondiente consejo local, es decir, con todas
las bendiciones.
Entre estas mujeres administradoras surgió un prototipo
con dos características dominantes: un gran apetito
de consumo y una sed de feminidad en el sentido más
tradicional de la palabra.
Este prototipo de administradora fue generalizándose
porque era una figura que se fomentaba desde el corazón
del propio sistema, y a la que le iba la marcha, vivía
encantada el mismo mariposeo que el ama de casa bien instalada,
que no le falta de nada y disfruta de todo lo que el mercado
pone a su alcance para máxima comodidad doméstica.
Era la administradora ideal, que se movía en un mundo
aparentemente infantilizado, separada de toda responsabilidad
social y glorificando la salvaguarda del hogar en un paraíso
de utensilios.
Aquella actitud tenía poco que ver con lo que tantas
veces me había repetido que tenía que ser la
pobreza que queríamos vivir: un empeñado afán
de no poseer, de no tener nada como propio, de no quejarse
si falta lo necesario, y de prescindir de lo superfluo.
El fundador de la Obra decía que la clase de pobreza
que se vive en el Opus Dei, es la de una familia numerosa
y pobre, "aunque -como afirma M. A. Moreno, después
de una larga experiencia en el mundo de las administraciones-,
luego las cosas fueron establecidas, por él también,
de muy distinta manera". "Las necesidades de la
vida de la Obra -añade la misma autora-, están
muy por encima de las de cualquier familia de clase media."
"No se trata de no tener sino de estar desprendido de
las cosas", era un eslogan que se nos repetía
constantemente, y que podía dar pie a holgadísimas
interpretaciones.
Así, por ejemplo, puedo contar como caso concreto,
que en la última casa de la Obra donde residí,
que era un piso recién estrenado, con todo nuevo -no
sólo la construcción, sino muebles, tapicerías,
todo tipo de electrodomésticos, batería de cocina,
vajillas, cristalería, etcétera-, la secretaria
y administradora de la casa, M. Dolores M. -hija de una modesta
viuda de Tarrasa- cada día aparecía encantada
con una nueva compra: el último exprimidor eléctrico,
la fuente más antiadherente, un aparato pela no se
qué... En menos de un año -no exagero- se estrenaron
cuatro planchas, y hasta la vajilla de invitados se tuvo que
reponer.
En la instalación de aquella casa yo había
colaborado activamente, pues había acompañado
a la decoradora a hacer las compras y, como es lógico,
me sabía de memoria todo lo que había. Para
diario se había comprado una vajilla de Arcopal, y
la de invitados era una vajilla de la Cartuja de Sevilla de
color marrón, que conseguimos a muy buen precio porque
ese color se había dejado de fabricar. La decoradora
pensó que como iba a tener poco uso, y con un mínimo
de cuidado, no tenía por qué romperse. Pero
ella no contaba con que la directora iba a decidir que el
Arcopal tenía poco tono para nuestra mesa, y que era
mejor dejarlo para la cocina. Así fue como la vajilla
de la Cartuja pasó al uso diario, a pesar de que advertí
de que tal medida no era práctica, puesto que si se
rompía algún plato, no había ya piezas
de repuesto.
Como era de suponer, sucesivos platos y alguna que otra fuente
fueron cayendo, hasta que al cabo de unos seis meses la vajilla
quedó totalmente coja. Pero no hubo ningún problema:
a los pocos días apareció otra flamante vajilla
danesa, de la más pura importación y de las
más caras que corrían en el mercado por aquel
entonces. Este último dato lo supe por el comentario
de una supernumeraria -mujer de un notario-, que un día
vio la mesa de la casa puesta y comentó: "Anda,
menuda vajilla, mi marido me la acaba de regalar igual por
nuestro aniversario de bodas. Nos dijo a todos, niños
incluidos, que ya podemos cuidarla porque es carísima".
Todo aquel chorreo de cosas, que me parecía un auténtico
desmadre, me preocupaba, y se lo comenté a la directora.
Le dije bastante indignada, que dónde estaba esa sobriedad
de "familia numerosa y pobre" que predicábamos,
y que en las casas de las familias numerosas, no pobres, sino
pudientes, las vajillas duraban toda la vida, las planchas
se utilizaban durante muchos años, y las cosas se cuidaban
más y se compraban menos.
La justificación que me dio, aunque ni ella misma
se lo creía, fue que en nuestras casas había
más trasiego que en una casa normal.
En una casa donde vivían once mujeres adultas, con
dos empleadas del hogar internas y una administradora dedicada
a la casa como única tarea profesional, ¿podía
haber más trasiego que en un hogar normal, con padre,
madre y tres, cinco o nueve hijos de edades variopintas y
que no se han propuesto camino de perfección alguno?
No, no podía estar de acuerdo. Además, para
constatarlo, no había más que fijarse en cómo
se funcionaba en las casas medias de familiares y amigos,
y en la de un elevado número de supernumerarias, de
las que también se podía tomar ejemplo.
A propósito de las supernumerarias y las administraciones,
recuerdo que se nos advertía que procurásemos
que éstas no vieran de cerca cómo vivíamos
las numerarias, porque a muchas les chocaba y, cuando tenían
ya una cierta confianza, manifestaban abiertamente que les
sorprendía tan alto nivel.
En cierta ocasión, una supernumeraria, costándole
mucho, me dijo: "Es que hay numerarias que parece que
no viven en la realidad". Detectaba en ellas afectación,
irresponsabilidad, simulación..., muchos detalles de
negación de relaciones reales; de vivir en la estratosfera,
de no tener los pies en el suelo. Mientras la escuchaba me
vino a la cabeza aquella fórmula de San Agustín:
"verum lacere se ipsum"; esto es, establecerse en
unas relaciones reales con las cosas, con los demás,
con Dios, porque nos hemos establecido en relaciones reales
con nosotros mismos. A aquella supernumeraria le chocaba encontrarse
con numerarias que parecían no haberse establecido
en relaciones reales con ellas mismas y, en consecuencia,
tampoco con las cosas ni con los demás.
Deseo dejar bien claro que ni por un momento quiero dar a
entender que todas las numerarias se saltaran la pobreza a
la torera. A título particular había personas
austeras, sobrias, responsables, exigentes consigo mismas,
y supongo que, igual que me ocurría, a mí, en
más de una ocasión se quedaban sorprendidas
o decepcionadas ante las concesiones del sistema en este terreno.
Haber, había de todo. M. Angustias Moreno, lo resume
bien cuando escribe en primera persona:
"Yo he visto a más de una de esas numerarias
decoradoras -las que instalan las viviendas y los centros
de la Obra- debatirse entre problemas serios y agobiantes,
frente a esos estilos de pobreza de la Obra. Numerarias de
familias muy acomodadas acostumbradas a vivir muy bien, que
en principio no tenían por qué extrañarse
de nada, y que les cuesta entenderlo, y les crea serias y
costosas dificultades. Es cuestión de "asimilar
la mentalidad del Padre" -les dicen- [...]. Las hay de
familias más modestas a las que de otra manera les
cuesta igual y no lo entienden tampoco; no logran, porque
no es fácil, superar la constante comparación
que todo les impone frente a las necesidades o dificultades
en las que saben que viven los suyos [...]. Como las hay que,
una vez mentalizadas, se dedican a exigir -amparadas en la
"dignidad de la Obra"- para hacerse de una "grandeza"
que nunca tampoco les hubiera correspondido fuera".
Cada uno tendría que hablar de sí mismo. En
mi caso puedo decirte, que nunca abrí una cuenta corriente;
que mi sueldo, en sobre cerrado, iba a parar directamente
a la secretaria de la casa, que nunca administré un
duro y que justificaba mis módicos gastos ordinarios.
Era consciente de que se trataba de hacer uso de las cosas
en función del trabajo y del apostolado, pero de no
tener nada: no tenía máquina de escribir propia,
ni cámara de fotos, ni grabadora, que hubiera podido
justificarse por mi profesión. Creo que me exigía
más de lo que me exigían, tanto en el vestir
como en objetos personales, ocio o relax -había quien
iba a gimnasio, a piscina climatizada y hasta a sauna-. Y
me fui, después de nueve años, con una gastada
maleta, una Biblia, unos Evangelios y el bolso vacío
-bueno, con mis documentos- en espera de que acabara el mes
y cobrar mi sueldo.
Como este caso, mi caso, supongo que habrá muchos,
y también mejores, o más arriesgados por tener
menos respaldos fuera.
Podrás comprobar que las historias que te cuento -ya
te lo advertí al principio-, hacen referencia al pequeño
mundo en el que vivíamos la inmensa mayoría.
De las macroeconomías de la Obra supongo que eran muy
pocas las que estaban informadas, y al resto no nos incumbía
el asunto. Por otra parte, los mensajes que nos llegaban periódicamente
de Roma eran frases redondas como: "Porque somos pobres
siempre tendremos que seguir pidiendo" o, "Siempre
seremos pobres porque siempre habrá Torediudades Y
Cavabiancas por hacer"...
Se trataba de dejar bien claro en los mensajes, que lo nuestro
tenía que ser pedir y punto. Y si alguna vez preguntabas
por el asunto Matesa, o cómo funcionaban las Fundaciones,
o lo que el Banco Atlántico tenía o no tenía
que ver con nosotros, porque eran cuestiones de actualidad
y constantemente te hacían comentarios en el trabajo,
la respuesta solía ser, que no había que prestar
atención a esos comentarios, que seguro que eran malintencionados.
De la envergadura del montaje económico de la Obra,
me he enterado de más cosas cuando he estado ya fuera
que en el tiempo que permanecí en la institución.
Una aportación interesante en este terreno me pareció
la que hace el historiador inglés, Michael Walsh, en
su libro "El mundo secreto del Opus Dei", donde
dedica todo un capítulo titulado "Política
y negocios", al tema económico de la Obra en muchos
países católicos del mundo.
Pero esto no quita, el que a título personal, muchos
miembros de la Obra tuviéramos como punto de referencia
de vida la frase evangélica: "Cuando soy débil
es cuando soy fuerte", y que viéramos un profundo
sentido al aprender desprendimiento real y renuncia, a luchar
contra el consumismo para estar más disponibles y dispuestos
a servir. Renuncia a posesiones y gustos para hacer sitio
en nuestro interior a las cosas de Dios y al trabajo por los
demás.
La lectura de Jacques Maritain me ayudó mucho a aclararme
en el terreno que comentamos. En su "Filosofía
de la Historia" establece una ley fundamental que llama
de la "jerarquía de los medios" y en la que
habla de la superioridad de los medios temporales humildes
(moyens pauvres, dice exactamente) sobre los medios temporales
ricos respecto a fines espirituales. Considera un error pensar
que los mejores medios serán los medios más
poderosos materiales, los mayores y más costosamente
equipados. Al referirse a estos moyens pauvres, piensa que
son los que verdaderamente consiguen atravesar el mundo de
cabo a rabo. "No siendo ordenados al éxito tangible
-especifica-, no abarcando en su esencia ninguna necesidad
interna de éxito temporal, participan en la eficacia
del espíritu."
¿No estábamos nosotros cayendo constantemente
en el error que Maritain advierte? ¿No dedicábamos
demasiado empeño y esfuerzo en instalamos al mismo
nivel que la burguesía mejor instalada? Escrivá
insistía en que teníamos que querer lo "mejor"
(en el sentido de calidad puramente material) para el Señor.
También solía decir, haciendo un ingenioso juego
de palabras:"... se gasta lo que se debe, aunque se deba
lo que se gasta".
Integración como valor
máximo (19 de febrero, 1999)
Hace poco insistías en que te contara acerca del momento
preciso en que el desengaño se manifestó como
algo irreversible y definitivo. Más que de un momento
preciso, se trata de todo un proceso en el transcurso del
cual, las desilusiones se van acumulando, el desencanto va
creciendo como consecuencia de diferentes decepciones y chascos,
lo negativo va ahogando lo positivo, el ideal va caminando
por un lado mientras la realidad lo hace por otro, hasta que
de pronto, un día cualquiera te encuentras repitiendo
dolorida la famosa frase de Ortega y Gasset: "¡No
es eso!, ¡no es eso!".
Cuantas veces el ser humano ha exclamado decepcionado al
contemplar el resultado de su acción que no esperaba:
"¡Yo no quería eso!". Nobel quería
trabajar para la ciencia, y trabajaba para la guerra; Epicuro
no había previsto lo que se llamaría más
tarde el epicureísmo; ni Nietzsche el nietzschianismo;
ni Jesucristo la Inquisición. Todo lo que sale de las
manos del hombre es empujado por el flujo y el reflujo de
la historia, modelado nuevamente a cada instante y suscitando
alrededor de sí remolinos, mil remolinos imprevistos.
Cristo y Marx hablaron del ideal de una sociedad sin poder
alguno, pero nos legaron la Inquisición y el Gulag.
También Freud temía por la suerte del psicoanálisis
y Newton sabía que su teoría de la atracción
sería deformada y se esclerosaría; con múltiples
advertencias trató en vano de impedir esas desviaciones.
Finalmente, Nietzsche tenía miedo de provocar falsas
interpretaciones, y los estudiosos de su obra aseguran que
hubiera rechazado las que los nazis dieron de la idea del
superhombre.
Parece ser que el desengaño forma parte de la vida
y que, tarde o temprano, acaba por llegar. Lo importante es
ser capaz de asumirlo_ e integrarlo, consiguiendo así
que no nos amargue la existencia.
Al carisma le sucede siempre, como tan bien supo comprender
y explicar Max Weber, la voluntad organizativa y cohesionadora,
o la implantación institucional. Se trata, pues, en
un segundo _momento de _promover el pasaje _del carisma a
la institución, o de organizar una "obra"
aquí en la Tierra que permita llevar a término
las previsiones, dándoles su adecuada implantación.
Entonces llega también el momento de las desfiguraciones.
La búsqueda de la utopía, de una sociedad ideal,
cuando cristaliza en movimientos, partidos, congregaciones,
institutos o prelaturas personales, pueden desfigurarse hasta
el punto de que la política real que persiguen es exactamente
lo contrario del ideal que profesan. Arthur Koestler, profundo
estudioso del tema, afirma: "Esta tendencia aparentemente
inevitable de las ideologías religiosas y seculares
a convertirse en su propia caricatura es una consecuencia
directa de las características de la mente grupal:
su necesidad de simplicidad intelectual, combinada con excitación
emocional".
Para Koestler, la mente grupal -que considera patógena-,
está dominada por un sistema de creencias, tradiciones
e imperativos morales de alto potencial emotivo, independientemente
de su contenido racional; y frecuentemente, su poder explosivo
se ve aumentado por esa misma irracionalidad. La fe en el
credo del grupo es un compromiso emocional, pues anestesia
las facultades críticas del individuo y rechaza la
duda racional como algo demoníaco. Este mismo autor
distingue en la "mente grupal" tres factores entremezclados:
la sumisión a la autoridad de un sustituto del padre;
una identificación sin restricciones con el grupo,
y una aceptación sin críticas de un sistema
de creencias.
Cuando llegas a ver con lucidez que formas parte de esa "mente
grupal" y que estás viviendo -a pesar tuyo, porque
pensabas que te habías apuntado a otra cosa- esos tres
factores entremezclados, entonces aterrizas en el desengaño.
Quienes hemos formado parte de una sólida agrupación,
corno es el caso del Opus, hemos tenido ocasión de
comprobar que allí sucede exactamente lo que el intelectual
anglosajón asegura que ocurre, o puede llegar a ocurrir,
en el interior de los colectivos de los más variados
signos. Lo que no me explico es por qué esa realidad
tan palpable, en la Obra no sólo se oculta sino que
se niega rotundamente, por ejemplo, definiéndose como
"los amantes de la libertad", porque se contaba
con la voluntad libre, libre, libre del individuo, para obedecer
hasta la insinuación más mínima. (Es
importante recordar aquí, ya con perspectiva más
que suficiente, que cada identidad de grupo cultiva su propio
sentimiento de libertad, motivo que es el que hace que un
grupo no comprenda, por lo general, aquello que hace que otro
grupo se sienta libre.)
En su mundo interno, a ningún socio se le considera
del todo integrado en la institución, hasta que da
evidentes pruebas de vivir esos tres factores que caracterizan
la "mente grupal". La integración se convierte
en el valor máximo, tal y como sucede en todos los
regímenes totalitarios, sean del signo que sean. Fidel
Castro, por ejemplo, decía del Partido, dirigiéndose
a los cubanos: "El Partido lo resume todo. En él
se sintetizan los sueños de todos los revolucionarios
a lo largo de la historia; en él se concentran las
ideas, los principios y la fuerza de la Revolución;
en él desaparecen nuestros individualismos y aprendemos
a pensar en términos de colectividad; él es
nuestro educador, nuestro maestro, nuestra guía y nuestra
conciencia vigilante, cuando nosotros no somos capaces de
ver nuestros errores, nuestros defectos y nuestras limitaciones;
en él nos sumamos todos y entre todos hacemos de cada
uno de nosotros un soldado espartano de la más justa
de las causas y de todos juntos un gigante invencible; en
él las ideas, las experiencias, el legado de los mártires".
Cosas muy similares dicen los dirigentes del Opus al hablar
de la Obra que definen como el conjunto de todos los bienes
sin mezcla de mal alguno: en ella se encuentra toda la farmacopea
para curar todo tipo de males. Para sus miembros, la Obra
es "la Madre guapa", fuera de ella no hay salvación
y es el mejor lugar para vivir y para morir.
Koestler también afirma que el impulso o anhelo de
trascendencia que reside en el interior del ser humano, es
el que le hace capaz de convertirse en artista, en santo o
en rebaño, más probablemente en rebaño,
ya que solamente una pequeña minoría es capaz
de canalizar los impulsos de trascendencia en la vía
de la creatividad. Para la gran mayoría, su búsqueda
de autotrascendencia, no es más que identificación
con el clan, la tribu, la nación, la iglesia o el partido,
la sumisión a sus líderes o a su líder,
el culto a sus símbolos y la aceptación infantil
de su sistema de creencias. El mismo autor señala que
en la "mente grupal", las tendencias a la autoafirmación
son más dominantes que a nivel individual, Y al identificarse
con el grupo, el individuo adopta un código de conducta
diferente de su código personal. La paradoja proviene
de que el acto de identificación con el grupo es un
acto de autotrascendencia que, no obstante, refuerza las tendencias
de autoafirmación del grupo. La identificación
con el grupo es un acto de devoción, de sumisión
amorosa a los intereses de la comunidad, un sometimiento parcial
o total de la identidad personal y de las tendencias a la
autoafirmación del individuo. Hasta cierto punto se
despersonaliza, es decir, se vuelve desinteresado en más
de un sentido (capaces de morir por el grupo y de matar o
tratar con despiadada brutalidad a los enemigos reales o imaginarios
del mismo). La conducta de autoafirmación del grupo
se basa en el comportamiento de autotrascendencia de sus miembros;
o dicho más simplemente, el egoísmo del grupo
se alimenta del altruismo de sus miembros. Pero no podemos
olvidar que del patriotismo al chauvinismo hay un paso; que
la lealtad al clan produce el espíritu de casta; que
el espíritu de cuerpo florece en el exclusivismo; que
el fervor religioso da lugar al fanatismo.
Los entresijos de lo que Koestler denomina "mente grupal"
parece que son bien conocidos y aceptados por los mandatarios
de la Obra, y así lo expresó con toda claridad
un sacerdote numerario de la delegación de Barcelona,
Joaquín I., cuando le dijo a Mercedes B., una numeraria
mayor, con toda crudeza: "Nosotros queremos carne, porque
la carne se asimila, se digiere, y alimenta al organismo que
es la Obra. Pero tampoco desechamos el oro cuando lo encontramos
a nuestro paso, porque con él se compra carne".
Al hablar de oro y de carne se refería a las personas
asociadas. Para el Opus, unas eran carne que servían
para engordar, y otras oro, que se utilizaba para comprar
más carne.
Esta bárbara historia de la carne y el oro, que cuando
la escuché de boca de Mercedes B. me pareció
horripilante, resume toda su filosofía, pero también
la gran mentira o la gran contradicción, que se traduce
en el afán premeditado, por parte de los que mandan,
de decir que las cosas son de una manera, cuando de sobra
saben que son de otra. Pretenden aparentar una realidad cuando
la realidad es la contraria; se empeñan en dar una
imagen externa de respeto a la libertad personal, al pluralismo,
a la "variedad dentro de la unidad", al "trato
desigual a los hijos desiguales", al "cada uno es
cada uno y tiene sus cadaunadas" -y otras mil frases
hechas-, cuando a la hora de la verdad actúan de modo
contrario: "Aquí no hay más fin que el
corporativo". Ésta sí que es su verdad.
Primero hacen planteamientos de obediencia inteligente; de
razón y fe. Luego, la realidad pura y dura es la exigencia
total de obediencia ciega; fe y voluntad, la razón
sobra. Primero palabras suaves, seductoras... Y después,
frases escuetas, imperativas, de mandato. El abrazo y el cuchillo;
uno sigue al otro cada vez en más rápida sucesión,
hasta que el sujeto no llega a distinguir y claudica. Un alto
porcentaje claudica, integrándose, al menos aparentemente,
en la "mente grupal".
Querías que te contara acerca del momento preciso
en el que el desengaño se manifestó como algo
irreversible y definitivo. El momento preciso fue cuando acabé
de ver con nitidez suficiente todo esto que te cuento.
Cuestión de fe y voluntad
(23 de febrero, 1999)
Hoy voy a continuar, aunque sea de forma muy escueta, el
complejo tema que traté en mi última carta y
que tengo la sensación, por los comentarios que me
haces, de que quedó incompleto.
Ni que decir tiene que, por mi parte, continúo pensando
que la mente grupal nunca debe despojar de su autocontrol
a la mente individual; que la única forma madura de
integración es, ya lo he dicho en distintas ocasiones,
la de la individualidad que se integra, la del individuo que
goza de autonomía dentro de las limitaciones impuestas
por el interés del grupo. La individualidad que se
integra quiere seguir pensando, reflexionando; desea poner
su cabeza y su corazón en lo que se trae entre manos.
Su lema es: razón y fe. Por el contrario, el lema de
la "mente grupal" es y será: fe y voluntad.
Se trata, por tanto, de dos posturas opuestas. Es más,
mi vida en el Opus me demostró que eran irreconciliables.
Pero, ¡cuánto sufrimiento hasta que uno llega
a vedo con claridad!
Ahora, con la perspectiva que da la distancia, parece imposible
que algo tan sencillo se hiciera tan complicado de descifrar.
Y es que lo más sencillo era también lo más
complejo y difícil: reconocer que tenías que
renunciar al grupo, que si tu vocación era de razón
y fe, lo que ese grupo concreto requería de ti, como
de todos sus socios, era fe y voluntad. La única solución
estaba en tener el valor de irse.
En todo grupo de signo totalitario, la razón siempre
ha sido un obstáculo, como poco, pues generalmente
es considerada como un enemigo peligroso que hay que reducir
o aniquilar.
Nazismo y bolchevismo tienen en común el "culto
a la voluntad". La meta está al alcance de la
voluntad. No hay que permitir que los sentimiento, ni las
dudas ni el razonamiento la vampiricen. En "El cero y
el infinito", de Arthur Koestler, Roubachov, miembro
de la vieja guardia bolchevique, es encarcelado por Stalin.
En el transcurso del proceso el personaje de Koestler se declara
culpable de haber seguido sus impulsos sentimentales y reflexivos,
y de haberse visto conducido a encontrarse en contradicción
con la necesidad histórica. "He escuchado las
lamentaciones de los sacrificados -dice- y así me he
vuelto sordo a los argumentos que demostraban la necesidad
de sacrificarlos. Me declaro culpable de haber colocado la
cuestión de la culpabilidad y de la inocencia antes
de la utilidad y de la inutilidad. Por último me acuso
de haber puesto la idea del hombre por encima de la idea de
humanidad."
La voluntad férrea y la fe ciega es lo que ha de primar
en ese tipo de grupos. Tanto Hitler como Stalin lo sabían
muy bien. A. Bullock afirma en la biografía de ambos
personajes: "La inmensa mayoría se contentaba
con decir: "Adolf Hitler es nuestra ideología",
y dejaba a su libre albedrío, en cuanto que Führer,
el proclamar en qué consistía. El equivalente
del mito del Führer para un comunista es el "culto
al partido", al partido como guardián de la doctrina
original e inalterable, no abierta a ninguna discusión.
En el caso de Hitler, la ideología era lo que el Führer
decía que era; en el caso de Stalin era lo que el secretario
general decía que Marx y Lenin habían dicho
que era".
El mismo autor también señala, que tanto Hitler
como Stalin tenían una baja opinión de los intelectuales:
"Éstos carecían de esa combinación
entre ideas fanáticamente definidas e instinto pragmático,
entre coherencia de mirar y flexibilidad práctica.
Eran inestables en sus opiniones personales y propendían
a poner en tela de juicio las directrices. En la búsqueda
de reclutas en los que se pudiese confiar que aceptarían
su dirección y continuarían realizando su trabajo,
conceden más utilidad a los prácticos".
Para Hitler la fe y la voluntad eran las fuerzas decisivas
en la historia. Su biógrafo, A. Bullock, lo expresa
así: "Una de sus convicciones fundamentales era
que la gente deseaba pertenecer, por eso te captan por tus
preferencias. Sería un error no ver más que
coerción en la práctica de la captación.
Luego te aprietan los tornillos hasta que no queda más
que el sueño para tu dominio privado. "Pertenecen
en cuerpo y alma" a una comunidad étnica, personificada
en la figura mítica de Hitler. Aquello era algo más
que simple manipulación; era compartir una experiencia
común sentida profundamente por todos los militantes".
Fe y voluntad, y A. Bullock apunta un tercer factor igualmente
importante, el fanatismo: "La misión de los nazis
consistía en crear la fuerza del partido y en templar
su voluntad con miras a la conquista del poder. "Esta
lucha -declaró Hitler- no se libra con armas intelectuales
sino con fanatismo"".
Como verás, esta carta no es más que una especie
de apéndice de la anterior, pero me parecía
necesario añadido.
El gobierno de una gran masa
(27 de febrero, 1999)
Crecíamos y crecíamos: más socios, más
casas, más colegios, más obras corporativas
y auxiliares. En los comienzos de los años setenta,
supongo que debido a esta enorme expansión de la Obra
y a un posible temor de perder las riendas de la organización,
los socios pudimos comprobar el especial empeño que
ponían nuestros superiores en la reinstauración
de la disciplina y en imponer más autoridad, tanto
ideológica como de hecho, del sistema. Se insistía
hasta la saciedad en la necesidad de vivir la corrección
fraterna, y el aliento hacia la acusación mutua llegó
a convertirse en algo obsesivo. Todas las semanas, tanto en
la confidencia como en la confesión, surgía,
una y otra vez, la misma cuestión: "¿Cuántas
correcciones fraternas has hecho en estos siete días?
No me irás a decir que no ves en tus hermanas cosas
que te choquen? Tenemos que convencernos plenamente de que
es la mejor forma de ayudarnos...".
Se estaba fomentando, de forma cada vez más descarada,
un régimen de espionaje incesante y se iba tejiendo
toda una red de vigilancia Y denuncia que nos iba envolviendo
a todos en sus mallas. El sacerdote de la casa era un elemento
clave en este terreno, y cuando las numerarias informaban
poco unas de otras, él era el encargado de provocar,
recordando en las meditaciones y en el confesionario: "Aquí
se vive poco la corrección fraterna". En una ocasión,
ante la insistencia de la pregunta: "¿Y no tienes
nada que decir de ninguna de tus hermanas?", le respondí:
"¿Y por qué no se lo pregunta a cada una,
y que cada quien hable de ella misma?, si las tiene a todas
aquí afuera". Efectivamente, todas estaban haciendo
cola para confesarse.
Mi contestación le sentó fatal, y con tono
más bien irritado, me dijo: "Eres como un pez
duro y frío, de formas precisas pero que no hay forma
de agarrarlo".
Ni dura, ni fría, ni pez. Me temblaban las piernas,
pero me levanté del confesionario y me fui. Pasara
lo que pasara no estaba dispuesta a convertirme en una chivata,
ni a ejercer por sistema lo del "corre, vete y dile";
éste es el mensaje que había intentado transmitirle.
(Recuerdo que esto ocurrió en invierno de 1973, y el
sacerdote era D. Jose M. P., no sé si él se
acordará tan bien como yo de aquel mal trago, aunque
me temo que no, ya que según me han contado, en la
actualidad se encuentra retirado de la circulación;
en manos de psiquiatras y con la cabeza perdida.)
Una y otra vez, y cada vez con mayor insistencia, nos recordaban
que había que consultarlo todo, todo, todo; como un
goteo constante dejaban caer las llamadas a lo que consideraban
que era la "obediencia inteligente": "Obedeciendo
no te equivocarás nunca"... "Lo que te digan
tus directores, eso es la voluntad de DIOS para contigo"...
"Somos instrumentos en manos de Dios"... "Déjate
llevar...".
También debíamos de tener mucho cuidado, sobre
todo las que trabajábamos fuera, de no dejarnos contagiar
por "ideas peligrosas"; el control de las lecturas
debía ser aún más riguroso de lo que
había sido hasta el momento; era preciso dar el alto
a cualquier conato de libertad de expresión y ejercer
la "caza de brujas" contra toda postura que pareciera
algo independiente. Aquello empezaba a convertirse en un leviathan:
el montaje se estaba comiendo a las personas; las engullía
en nombre de la entrega y del fin corporativo. En nombre de
la ortodoxia había que sacrificar todo lo que fuera
considerado preciso.
Los sacerdotes cada vez repetían más aquella
rotunda frase: "Aquí no cabe más que obedecer
o marcharse". Y mientras la escuchaba me decía
para mis adentros: "Aquí no cabe más que
cumplir órdenes y morir en silencio", porque no
comulgaba con aquellos principios tajantes, con esa militarización
total que se resumía en una reiterada frase: "Nuestro
fin es el corporativo", que debía traducirse en
hacerse una nueva "moral", que había de llevarse
a cabo sustituyendo la propia conciencia por una sumisión
total al dogma o dogmas de la Obra.
Me sobrecogía el comprobar las similitudes que todo
aquello tenía con los principios nazis en los que el
individuo no cuenta para nada, no existe más que como
miembro de una colectividad a la cual debe sacrificarlo todo,
y en los que para defender a la patria (que identifican con
el partido) todos los medios son buenos.
Resumiendo, lo único necesario es la disciplina absoluta
y una obediencia total al "jefe".
Al referirse a la evolución histórica del Opus
Dei y a su consolidación, el sociólogo, Joan
Estruch, señala:
"En la medida en lo que básicamente caracteriza
la evolución del Opus Dei a lo largo de estos años
es la progresiva ampliación de sus bases de reclutamiento,
la consolidación y extensión de su implantación
internacional, y la creciente diversificación de las
actividades que directa o indirectamente patrocina, hay un
elemento básico y decisivo que a partir de ahora será
preciso tomar en consideración y al que hasta aquí,
en cambio, no había sido indispensable prestar atención.
Concretamente nos referimos al hecho de que, como consecuencia
de su crecimiento y su diversificación, va a producirse
en el seno del Opus un lógico fenómeno de relativo
distanciamiento entre "las bases", cada vez más
numerosas, y "la cúpula", cada vez más
especializada en las tareas de dirección.
Ser más, había siempre que ser más.
Empecé a preguntarme, ¿nos estará pudiendo
el número? ¿No se estaría produciendo
("cuantofrenia", una visión únicamente
cuantitativa donde desaparece toda concepción de las
cualidades? Supongo que allí dentro habría muchas
personas que estaban haciéndose planteamientos y preguntas
similares, pero como la comunicación en horizontal
-entre iguales- estaba absolutamente prohibida, era imposible
saberlo: el aislamiento de los individuos entre sí
era un factor clave para la marcha del sistema.
Yo no era "anarca", ni "pasota", ni "trotska".
Mi actitud era la de una persona consciente de que la Obra
necesitaba una organización, de que sin ella no habría
columna vertebral. No estaba por el desorden soberano pero
tampoco por el orden-rey. Por supuesto que defendía
la necesidad de algunos principios constituyentes, sin los
cuales no puede configurarse una sociedad habitable. Estos
principios deben ser justificables, y una vez aceptados tienen
que funcionar con una gran seguridad. Pero no olvidemos que
un principio constituyente será detestable si: 1. no
puede aceptarse racionalmente su uso; y 2. no puede justificarse
su contenido.
Creía en la organización contando con la autoorganización.
¿Quién era yo?, ¿dónde estaba,
en qué lugar me había metido? El yo debía
surgir; el yo inquieto y modesto de quien piensa que su punto
de vista es necesariamente parcial y relativo, pero que es
el suyo.
El orden puede estar trabado por cadenas de hierro o por
hilos de seda; son posibles sistemas de superautoridad o sistemas
de autocontrol. Soñaba, seguí soñando
todavía durante algún tiempo, con dar el paso
de las cadenas de hierro a los hilos de seda. Pero mi deseo
de llegar a ser una individualidad que se integra, cada vez
parecía más difícil poder hacerlo realidad.
La reintraducción del yo, autorreflexiva y autocrítica
era incompatible con esa negación de la complejidad
que nuestros superiores nos estaban ofreciendo. Éramos
ya como un gran ejército gobernado por un cuerpo de
elite; como una gran masa dominada por las SS, en_ el caso
nazi, o por los miembros del partido, en el caso comunista.
Se trataba de imponer un ambiente castrense en el que todo
el mundo debe obediencia al jefe sin discrepancia posible.
Había que hacerse a los hábitos mecánicos
del ejército con todas sus consecuencias. Porque el
cerebro sometido largamente a la disciplina militar adquiere
un rígido pliegue profesional, se mecaniza en cierto
modo, y acaba por concebir acerca de la vida -fluida, cambiante,
inasible, imponderable, rebelde- una visión simplista,
automática, pobre, irreal.
Habíamos pasado de ser una familia patriarcal a convertirnos
en una organización centralizada, y a las masas había
que movilizarlas, contagiarlas de emoción y de ninguna
otra cosa. Una vez más, no puedo vencer la tentación,
de ilustrar estas páginas con algunas citas del intenso
trabajo de A. Bullock: "Hasta ahora nuestro partido ha
sido -decía Stalin- como una familia patriarcal hospitalaria,
que daba la bienvenida a su seno a cualquier simpatizante.
Pero ahora que nuestro partido se ha convertido en una organización
centralizada, se ha despojado de su apariencia patriarcal
y ha pasado a asemejarse a una fortaleza, cuyas puertas tan
sólo están abiertas para los que son dignos
de ella. Una organización coherente y centralizada
en la que hay que mantener la unidad en los puntos de vista,
no sólo en lo que respecta al programa, sino también
en lo que atañe a las tácticas y a la propia
organización".
Y al establecer el paralelismo del padrecito Stalin con Hitler,
escribe Bullock:
"Hitler compartía el mismo objetivo que Stalin
había tenido en la década de los veinte: movilizar
a las masas; el uno para hacer la revolución, el otro
en pro de una renovación nacional, todavía vagamente
concebida [...]. Con el fin de movilizar a las masas, Hitler
exigió la creación de un partido que dispusiese
de un núcleo de militantes comprometidos con la causa,
dispuestos a organizar los mítines de masas, a participar
en las reuniones, a consagrar, en definitiva, sus vidas a
satisfacer las demandas del partido. Así se desarrollaba
un vinculo cuyo carácter tenía más de
religioso que de político. Era "la fe de la Iglesia,
combinada con la disciplina del ejército"".
No dispongo por hoy de más tiempo para seguir escribiéndote,
pero en cuanto encuentre un rato libre lo haré.
Negación de la complejidad
(3 de marzo, 1999)
Veo que te has quedado impresionada con los paralelismos
y semejanzas que establezco entre los derroteros que tomó
la Obra en los comienzos de los años setenta -y tal
vez algo antes- y os regímenes totalitarios protagonistas
en nuestro siglo. Si a ti, que lo ves desde fuera te ha impresionado,
no te costará imaginar por dónde andaban mis
ánimos cuando me vi inmersa en aquellas formas de pensar
y obrar tan ajenas a mi manera de ser. Me encontraba, más
que aturdida, perpleja; con auténtica necesidad de
una visión que abriera las puertas de mi alma. Pero
mientras esa visión no llegase, tenía que seguir
caminando a cuestas con mi desconcierto. Y así lo hice.
Llegó un momento en que ya no sabía bien si
se trataba de una obsesión mía, pero a medida
que pasaba el tiempo, notaba con mayor intensidad, que todo
aquello que se consideraban desviaciones, contaba cada vez
con una parcela más amplia, y las exigencias para forzar
a seguir una trayectoria rectilínea crecían
sin parar. El batallar por una apertura parecía quijotesco;
bastante trabajo había con salvaguardar una cierta
autonomía, ganada a pulso, y conseguir no ser triturada
por las que vivían a rajatabla el llamado "buen
espíritu".
Éramos -el Padre había decidido que tenía
que ser así- el núcleo de los puros; los guardianes
de la integridad doctrinal. Esa mística de la pureza
conduce irremediablemente a la lógica del todo o nada.
La actitud de la Obra era cada vez más claramente maniquea:
cualquier discrepancia -o interrogante, comprensión
o duda- era el mal absoluto, y del mal hay que huir pues sólo
su proximidad contagia.
El lema era que nunca había que entrar en polémicas,
nunca había que discutir con los de fuera. Había
que descalificar, eso sí; nuestro procedimiento favorito
-para cualquier tipo de crítica, oposición o
rivalidad- debía ser la descalificación, colocando
una etiqueta que pudiera "hacer pupa".
Los que dirigían cada vez se limitaban más
a remachar el núcleo duro de nuestra ideología,
es decir, la creencia -infundada de que únicamente
nosotros éramos los íntegros, los puros, los
fieles seguidores de la Iglesia católica.
Nuestra única religión, en definitiva, era
la Obra, a la que había que sacrificado todo. Era algo
así como la religión patriótica con su
eslogan: "Patria o muerte".
Si en alguna ocasión -en la confidencia o en la confesión
manifestabas que el adaptarte a los constreñimientos
de la institución se te hacía cada vez más
arduo y difícil, la respuesta era: "Te falta entrega";.
"Pide más visión sobrenatural"; "Tienes
poco espíritu de sacrificio".
Por mi parte, siempre estaba deseando que se produjera un
"deshielo". Cada día nos daban directrices
y normas más definitivamente congeladas. El planteamiento
estaba cada vez más definido: o determinismo o caos.
No había más elección. Y uno y otro,
aislados, son de una pobreza desoladora. Para mí resultaba
imposible apoyarme en unas normas absolutas que iluminaban
el universo disipándolo de toda sombra.
Era común encontrarte con muchas asociadas numerarias
que no querían ni oír hablar de lo que pasaba
fuera de su redil, entre otras razones porque creían
que no pasaba nada que mereciera la pena, y es cierto que,
en algunos casos, es así, pero no siempre y por sistema.
En un entorno totalmente determinado, donde todo parece estar
atado y bien atado, en el que no puede suceder nada imprevisto
ni nuevo, no cabe ya espíritu humano que se introduzca.
Por eso seguía creyendo, a pesar de los pesares, en
una organización dinámica que, a medida que
crece y se desarrolla, va enriqueciéndose incorporando
nuevos elementos. Creía en la complejidad como aptitud
para evolucionar; esa complejidad que comienza desde el momento
que hay interrelaciones entre elementos diversos en una unidad
que se vuelve unidad compleja -una y múltiple-. En
esta dinámica hay dos partes igualmente importantes:
reconocer lo singular, lo individual, y captar y aceptar la
regla, la ley. Lo que no sé es por qué lo seguía
creyendo, cuando la realidad se estaba encargando de demostrarme,
una y otra vez, que los tiros no iban por ahí. Pero
mi actitud era más bien cerril, ya que no acababa de
apearme del burro. ¿Y en qué consistía
exactamente mi cerrilismo?
No trataba de destruir "la ley" pero aún
menos de idolatrarla. Mi punto de referencia estaba en San
Pablo, que lo que hace es relativizar la ley: la leyes destructora
si existe en sí misma (el hombre está hecho
para el sábado), pero es reconstructora si se basa
en el reconocimiento del otro (el sábado está
hecho para el hombre).
La ley no es un absoluto, sino que tiene por función
hacer posible la coexistencia. Pablo sitúa a la ley
en un orden diagonal o social. Desabsolutiza la ley, no la
suprime; ni la idolatra. La ley ha de facilitar el camino
al soplo del Espíritu y sus frutos que son 1a comunión,
el gozo, el amor (Gál. 5,22). Porque el Espíritu
es fuente de comunión, no de abolición de las
diferencias; no favorece la unidad eliminando las diferencias
en favor de la identidad. Cuando Pablo dice en el relato de
Pentecostés que "no hay judío, ni griego,
ni esclavo, ni libre, ni hombre ni mujer" (Gál.
3,28), no lo apunta en el sentido de que el Espíritu
cree una identidad cristiana destructora de todas las diferencias,
sino en el sentido de que el Espíritu establece la
diferencia como riqueza y no como fuente de conflictos que
haya que eliminar mediante una reducción de la identidad.
La diferencia lleva a la comunicación Y ésta,
cuando es auténtica, abre a la comunión. No
fusión ni identificación sino diferencias que
se comunican y comulgan en un mismo espíritu.
A medida que iba madurando, me iba desprendiendo, más
y más, de lo que consideraba que eran puros convencionalismos;
pensaba que esa era la forma de ir llegando a la raíz
de las cuestiones y también al fondo de uno mismo.
Por eso me sorprendía tanto, cuando me daba cuenta
de que gran parte del empeño de los que gobernaban,
se centraba en el pedirme que afinara más en los convencionalismos,
es más, que los viviera del todo. Recuerdo las palabras
textuales de Olga D., delegada de San Miguel -superdirectora
de las numerarias-, me decía: "Nos gustas, a la
Obra le gustas, y te queremos utilizar más, pero eres
tú la que no te dejas. Porque tienes que hacer como
las demás, hacer todo lo que hacen las demás;
que no se te note, porque te dejas notar".
Pero es que yo no podía identificar mis aspiraciones,
nada más y nada menos que de santidad, con el ser una
actriz, que era como veía a una considerable parte
de las que ocupaban cargos; que les daban un papel y lo interpretaban.
Lo que quería era ir haciéndome una persona
consciente, profunda. No deseaba que mi papel fuera otro que
el de ser mejor y ayudar a los demás a ser mejores
-sin metalenguajes, sin hablar ninguna jerga, sin sutiles
ni sibilinas insinuaciones-. No, no quería ser actriz.
El actor no es como el escritor, ni como el pintor ni como
el compositor. En todas estas artes, el artista se oculta
tras su trabajo. El actor, sin embargo, lo siente todo en
la piel, tal vez por eso son tan vulnerables. Y conste que
no olvido lo positivo del actor -en los escenarios, en la
pantalla-, que es un maravilloso juego de la naturaleza, y
no un simple engaño, pues cuando se es buen actor,
es preciso tener talento, y el talento es un valor de la vida
que poco tiene que ver con la tontería que allí
tantas veces era masticable. Un buen actor, gracias a su talento
consigue meterse a todos en el bolsillo. Pero un considerable
número de aquellas "superdirectoras" resultaban
imposibles de tragar, y su actuación no pasaba de ser
una mala función de colegio.
El gran caballero del teatro y seductor de las pantallas,
Victorio Gassman, dice del actor, desmitificando el universo
de las estrellas, que es como una caja vacía, y cuanto
más vacía esté mejor que mejor; interpreta
un personaje y la caja se llena, después termina el
trabajo y la caja se vacía. El actor no debe ser especialmente
culto y ni siquiera especialmente inteligente; incluso debe
ser -quizá- un poco idiota. "Sí, sí
-añade-, si fuese completamente idiota sería
un grandísimo actor". Y es que la identidad de
un actor es muy frágil; sólo mientras recitan
la lectura de un guión, mientras llevan la máscara,
mientras juegan el juego, tienen identidad. Por eso mismo
es frecuente que sufran enfermedades psicológicas como
la depresión, es un mal que genera el propio oficio.
Las directoras-actrices siempre estaban haciendo, o "malhaciendo",
su papel, recitando el guión aprendido, ocultas tras
sus máscaras de continuas sonrisas y frases hechas,
procurando no dejar traslucir en ningún momento lo
frágil de su identidad. Me viene a la cabeza la imagen
de Mercedes B., una directora-actriz -hacía tan al
pie de la letra su papel que siempre la conocí de directora,
no tenía ningún otro oficio ni profesión-,
que cuando Nuria P., una numeraria que era muy amiga suya,
le insinuó: "¿y que harás cuando
pierdas el sillón?", se quedó pálida
y absolutamente descompuesta, hasta el punto de que le fue
imposible responder una sola palabra y tardó casi una
semana en recuperarse del todo.
Ese tipo de personaje se daba con una cierta frecuencia,
a pesar de que era lo opuesto a lo que en teoría tenía
que ser una directora. Lo que habíamos aprendido en
la etapa de adoctrinamiento era que "los cargos son cargas";
que son servicios temporales que se toman con alegría
y se dejan con alegría; que en ningún sentido
los cargos son rangos honoríficos ni gradas ascendentes
de un escalafón; que gobernar, mandar, dirigir, es
servir.
Pero del dicho al hecho hay un trecho, y la maravillosa teoría,
en la práctica quedaba bastante menguada. En aquel
entonces le echaba parte de culpa a ese empeño rectilíneo,
que llevaba a la negación de toda complejidad y a tener
que limitarse a imitar unos modelos prefabricados, pero yo
solamente era un soldadito de a pie, y es muy posible que
se me perdieran parcelas de aquel macromundo en el que se
estaba convirtiendo la Obra.
La "ejemplaridad"
como conducta (7 de marzo, 1999)
El tema de la "utilización de las personas"
te interesa de modo especial, e insistes en que me extienda
un poco en el mismo, ya que no aciertas en verle el sentido,
que no acabas de entenderlo.
Como te contaba recientemente, los directores parece que
querían "utilizarme más" pero que
era yo la que no me dejaba porque no me integraba totalmente;
no me disolvía, se me notaba. Pero, ¿qué
podía hacer para rectificar sin desvirtuarme como persona?
Por mi parte, estaba poniendo todo mi empeño para ser
lo más directa, clara y verdadera que podía
ser. Entonces, ¿es que era superior a mis fuerzas?,
¿estaba incapacitada para pasar por el tubo?
Por supuesto que lo llevé a la oración, y lo
hice con ánimo de que todos mis argumentos se fueran
a pique, y que de una vez por todas viera las cosas como me
decían que las tenía que ver. Sin embargo, nada
de eso ocurrió, y el resultado de mi meditación
fue el desarrollo de una amplia ficha que titulé: "La
ejemplaridad como conducta", que a continuación
transcribo más o menos como la redacté en aquel
entonces.
La "ejemplaridad" como modelo de conducta individual,
me parece que es la forma más racionalizada de compensación
del conflicto entre la persona y su relación con una
estructura determinada. El conflicto, por supuesto, volverá
a aparecer cada vez que la persona se asome a la realidad.
Entonces, de lo que se trata es de no exponerse a la realidad
sino de retraerse, es decir, de ser ejemplar.
La forma más gratificadora de eludir el conflicto
es la retractación, adoptando eso que llamamos "ejemplaridad",
que es el resultado del temor, temor a la disociación
ética que forzosamente habría de aceptarse,
el compromiso que implica estar en la realidad. El precio
que hay que pagar, pues, para que esa disociación -que
provocaría a su vez un conflicto individual intolerable-
no se verifique, y las manos se mantengan limpias, es el retraimiento.
El ejemplar representa dentro del sistema, en primer lugar,
la omisión voluntaria, y en segundo, la privación
como una forma de ascesis ("No te fijes nada más
que en lo que el Padre dice y en hacer lo que te digan tus
directores. Lo demás a ti no te incumbe no tiene por
qué importarte", éste era el mensaje que
te transmitían reiterativamente).
Cuando miraba atenta y profundamente a las que practicaban
la "ejemplaridad", ni su omisión, ni su privación
ni su ascesis me parecían del todo auténticas.
Aquellas personas "ejemplares" vivían alejadas
de la realidad, o lo hacían en otra realidad (las numerarias
"liberadas" -que solían ser las ejemplares-,
cuyo mundo era exclusivamente el mundo interno, vivían
muy fuera de la realidad, lo hacían en otra realidad
muy distinta de la del ciudadano normal y corriente).
La "ejemplaridad" de las "ejemplares"
me parecía una "ejemplaridad" asocial. La
reflexión sobre las "ejemplares" me mostraba
que su sociabilidad estaba reducida al mínimo.
Alguna vez las "ejemplares" nos deparaban un cierto
sentimiento de emulación, y es en la medida que creíamos,
desde nuestra perspectiva, que su omisión y su privación,
era producto de una voluntaria retracción. Pero en
ocasiones, una también descubría que su omisión
y su privación respondía más a algo que
les salía de dentro, es decir, que se debía
más a su incapacidad o intolerancia para estar meramente
en la realidad.
No es nada extraño que estas "ejemplares",
a la larga, decepcionaran, si teníamos ocasión
de acercamos suficientemente, más allá de la
mitificación que había creado a su alrededor.
También hay que recordar aquí que la "ejemplaridad"
del "ejemplar" siempre se escenifica en el interior
del sistema pero nunca en la realidad de la vida. Estas mujeres-mito
(supongo que en la sección de varones también
habrá hombres-mito), "ejemplares", insisten
en la imposibilidad de que pueda existir otro modelo que el
de la "ejemplaridad" y en la inviabilidad de vivir
"inejemplarmente" en el sistema. Las "ejemplares"
se mitifican entre ellas mismas. La "ejemplar" muestra
su imagen, aduciendo que es la imagen a la que se debe aspirar.
Las "ejemplares", con cierto paternalismo autoritario,
fuerzan a todas las asociadas súbditas a la adopción
de hábitos que componen una segunda naturaleza.
La "ejemplar" es el ser petrificado: ha parado
el reloj. Todo está para ella pormenorizado en norma.
La "ejemplar" petrifica la fe, la esperanza, el
amor. Prescinde de la vida, porque tal vez lo que le ocurre
a la "ejemplar" es que no se atreve a vivir.
Jesús dijo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida". La "ejemplar" dice: "la verdad
es mía", y la cristaliza, la cosifica, la cuida,
la mete en una vitrina, le quita el polvo y la adorna. La
"ejemplar" ya tiene la verdad y prescinde del camino
y de la vida.
La "ejemplar" viene a ser como el campesino que,
tras haber sembrado la huerta y haber visto brotar las primeras
plantas, se ve asaltado por el temor de que algo pueda dañarlas,
Entonces, para protegerlas de la intemperie, compra un gran
plástico y lo coloca sobre el cultivo, después
de haber rociado las plantas con abundantes dosis de insecticidas
para mantener alejados los pulgones y las larvas: así
piensa que tiene la huerta bien defendida, mientras sus plantas
crecen sanas y fuertes, fuera de todo peligro. Sin embargo,
un buen día, al levantar el plástico, se encuentran
con la amarga sorpresa de que no hay casi ni rastro de planta
pues éstas se pudrieron antes de crecer. Si las hubiera
dejado al aire libre, algunas también habrían
muerto, pero otras, seguro que habrían sobrevivido.
El viento y los insectos habrían llevado a su campo
otras semillas que hubieran crecido junto a las plantadas
por él; algunas serían hierbajos y las arrancaría
en un momento, pero otras tal vez se hubieran convertido en
flores que son sus colores habrían alegrado el conjunto
de la huerta. Y es que en la vida siempre es mejor estar abierto,
y el cerrarse es una forma de muerte.
Somos limitados, débiles y hasta mezquinos; en nuestros
campos hay pulgones, sequedad o exceso de agua y cambios bruscos
de temperatura que dañan los cultivos, pero estancando
la vida, está claro que no conseguimos mejorarla.
En la retracción y en la renuncia, la "ejemplar"
halla los máximos valores; se mantiene pura por la
represión y no por una progresiva aspiración
a ir elevando las propias aspiraciones, que es la verdadera
forma de liberación, de salir del yo, de trascender.
Las restricciones propias de la conducta de la "ejemplar"
estancan la vida, la encogen, como poco, porque también
pueden llegar a matarla.
A mí lo de la "ejemplaridad" como conducta,
decididamente, no me iba. Me animaban los textos de San Juan
de la Cruz y su actitud de comprensión, de búsqueda
de iluminación interior que equilibra y armoniza todos
los factores. Luz del corazón como guía en la
noche oscura. Luz interior, despertar de la luz, iluminación.
Y volviendo al comienzo de esta carta y a tu incógnita
sobre el significado de la "utilización de las
personas", que querías ver despejada, te aclaro
que para ser "utilizada" en altos cargos internos
de responsabilidad -en este sentido se empleaba la palabra
"utilización"-, había que seguir los
pasos de las "ejemplares"; ejercer la "ejemplaridad",
convertirse en "ejemplar".
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