Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Índice
Prefacio
1. ¿Es el amor un arte?
2. La teoría del amor
3. El amor entre padres e hijos
4. Los objetos amorosos
5. El amor y su desintegración en la sociedad occidental contemporánea
6. La práctica del amor
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EL ARTE DE AMAR

Autor: Erich Fromm

CAPÍTULO VI. LA PRÁCTICA DEL AMOR

Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos enfrentamos ahora con un problema mucho más difícil, el de la práctica del arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un arte, excepto practicándolo?

La dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la mayoría de la gente de hoy en día, y, por lo tanto, muchos de los lectores de este libro, esperan recibir recetas del tipo "cómo debe usted hacerlo", y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a amar. Mucho me temo que quien comience este último capítulo con tales esperanzas resultará sumamente decepcionado. Amar es una experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya tenido esa experiencia, por lo menos en una forma rudimentaria, cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen de la práctica del amor puede hacer es considerar las premisas del arte de amar, los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso decisivo. Sin embargo, creo que el examen de los enfoques puede resultar útil para el dominio del arte -por lo menos para quienes han dejado de esperar "recetas"-.

La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales, independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy en el "estado de ánimo apropiado", puede constituir un "hobby" agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días durante cierto número de horas), sino en la disciplina en toda la vida. Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de manera sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra más agradable, "relajarse". Ese deseo de ociosidad constituye, en gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida. Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concentración.

El que la concentración es condición indispensable para el dominio de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel que alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es uno de los síntomas de la falta de concentración: ocupa la mano, la boca, los ojos y la nariz.)

Un tercer factor es la paciencia. Repetimos que quien haya tratado alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas para lograr rapidez: el coche y el aeroplano nos llevan rápidamente a destino -y cuanto más rápido mejor-. La máquina que puede producir la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más antigua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones económicas. Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es bueno para las máquinas debe serlo para el hombre -así dice la lógica-. El hombre moderno piensa que pierde algo -tiempo- cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo que gana -salvo matarlo.

Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un maestro. Esta condición es tan necesaria para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las otras artes.

Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones generales para aprender un arte. No se empieza por aprender el arte directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el arte mismo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería empieza haciendo ejercicios respiratorios (Para un cuadro de la concentración, la disciplina, la paciencia y la preocupación necesarias para el aprendizaje de un arte, recomiendo al lector Zen the Art of Archery, de E. Herrigel, Nueva York, Pantheon Books, Inc., 1953.). Si se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en buenas condiciones, según las funciones específicas que deba realizar. En lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida.

¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en mejores condiciones para contestar esa pregunta. Recomendaban levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de cualquier disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que equilibraba la forma rutinizada de vida impuesta durante ocho horas de trabajo. Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos límites, actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de nuestro concepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa es "buena". El Oriente ha reconocido hace mucho que lo que es bueno para el hombre -para su cuerpo y para su alma-también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar algunas resistencias.

La concentración es, con mucho, más difícil de practicar en nuestra cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de concentrarse. El paso más importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar la radio, fumar o beber. Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder estar solo con uno mismo -y esa habilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar-. Si estoy ligado a otra persona porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse molesto, inquieto, e incluso considerablemente angustiado. Se inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o sobre alguna dificultad en el trabajo que debe realizar, o sobre lo que hará esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la mente, antes que permitir que ésta se vacíe. Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples, como, por ejemplo, sentarse en una posición relajada (ni totalmente flojo ni rígido), cerrar los ojos y tratar de ver una pantalla blanca frente a los ojos, tratando de alejar todas las imágenes y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino seguirla -y, al hacerlo, percibirla-; tratar además de lograr una sensación de "yo"; yo = "mí mismo", como centro de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible, más tiempo) y todas las noches antes de acostarse2.( Si bien existe abundante cantidad de teoría y práctica sobre ese tema en las culturas orientales, especialmente en la India, también se han hecho en los últimos años intentos similares en Occidente. El más importante, en mi opinión, es la escuela de Gindler, cuyo fin es la percepción del propio cuerpo. Para la comprensión del método de Gindler, véase el trabajo de Charlotte Selver, en sus cursos y conferencias en la New School de Nueva York.)

Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo. Si uno está concentrado, poco importa qué está haciendo; las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia atención. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida de lo posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no es genuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un árbol que ambas conocen, del gusto del pan que acaban de comer juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal conversación puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que hablan y no se refieran a ese tema de una manera abstracta; por otro lado, una conversación puede referirse a cuestiones religiosas o políticas y ser, no obstante, trivial; ello ocurre cuando las dos personas hablan en clisés, cuando no sienten lo que dicen. Debo agregar aquí que, así como importa evitar la conversación trivial, importa también evitar las malas compañías. Por malas compañías no entiendo sólo la gente viciosa y destructiva, cuya órbita es venenosa y deprimente. Me refiero también a la compañía de zombies, de seres cuya alma está muerta, aunque su cuerpo siga vivo; a individuos cuyos pensamientos y conversación son triviales; que parlotean en lugar de hablar, y que afirman opiniones que son clisés en lugar de pensar. Pero no siempre es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno no reacciona en la forma esperada -es decir, con clisés y trivialidades- sino directa y humanamente, descubrirá con frecuencia que esa gente modifica su conducta, muchas veces con la ayuda de la sorpresa producida por el choque de lo inesperado.

Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás, y aun da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas. Resultado de ello: la conversación los cansa. Encuéntranse bajo la ilusión de que se sentirían aún más cansados si escucharan con concentración. Pero lo cierto es lo contrario. Cualquier actividad, realizada en forma concentrada, tiene un efecto estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y benéfico); cualquier actividad no concentrada, en cambio, causa somnolencia, y al mismo tiempo hace difícil conciliar el sueño al final del día.

Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy realizando otra. Es innecesario decir que la concentración debe ser sobre todo practicada por personas que se aman mutuamente. Deben aprender a estar el uno cerca del otro, sin escapar de las múltiples formas acostumbradas. El comienzo de la práctica de la concentración es difícil; se tiene la impresión de que jamás se logrará la finalidad buscada. Ello implica, evidentemente, la necesidad de tener paciencia. Si uno no sabe que todo tiene su momento, y quiere forzar las cosas, entonces es indudable que nunca logrará concentrarse -tampoco en el arte de amar-. Para tener una idea de lo que es la paciencia, basta con observar a un niño que aprende a caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo sigue ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse. ¡Qué no podría lograr la persona adulta si tuviera la paciencia del niño y su concentración en los fines que son importantes para él!

Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno mismo. ¿Qué significa eso? ¿Que hay que pensar continuamente en uno mismo, "analizarse", o qué? Si habláramos de ser sensible a una máquina, no habría dificultad para explicar lo que eso significa. Cualquiera que, por ejemplo, maneja un auto, es sensible a él. Advierte hasta un pequeño ruido inusual, o un insignificante cambio de la aceleración del motor. De la misma forma, el conductor es sensible a las irregularidades en la superficie del camino, a los movimientos de los coches que van detrás y delante de él. Sin embargo, no piensa en todos esos factores; su mente se encuentra en estado de serenidad vigilante, abierta a todos los cambios relacionados con la situación en la que está concentrado: manejar el coche sin peligro.

Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser humano, encontramos el ejemplo más obvio en la sensibilidad y correspondencia de una madre para con su hijo. Ella nota ciertos cambios corporales, exigencias y angustias, antes de que el niño los manifieste abiertamente. Se despierta porque su hijo llora, si bien otro sonido más fuerte no hubiera interrumpido su sueño. Todo eso significa que es sensible a las manifestaciones de la vida del niño; no está ansiosa ni preocupada, sino en un estado de equilibrio alerta, receptivo de cualquier comunicación significativa proveniente del niño. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo. Tener conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o depresión, y en lugar de entregarse a ella y aumentarla por medio de pensamientos deprimentes que siempre están a mano, preguntarse "¿qué ocurre?" "¿Por qué estoy deprimido?" Lo mismo sucede al observar que uno está irritado o enojado, o con tendencia a los ensueños u otras actividades escapistas. En cada uno de esos casos, lo que importa es tener conciencia de ellos y no racionalizarlos en las mil formas en que es factible hacerlo; además estar atentos a nuestra voz interior, que nos dice -por lo general inmediatamente- por qué estamos angustiados, deprimidos, irritados.

La persona media es sensible a sus procesos corporales; advierte los cambios y los más insignificantes dolores; ese tipo de sensibilidad corporal es relativamente fácil de experimentar, porque la mayoría de las personas tienen una imagen de lo que es sentirse bien. Una sensibilidad semejante para con los procesos mentales es más difícil, porque muchísima gente no ha conocido nunca a alguien que funcione óptimamente. Toman el funcionamiento psíquico de sus padres y parientes, o del grupo social en el que han nacido, como norma, y, mientras no difieren de ésta, se sienten normales y no tienen interés en observar nada. Hay mucha gente, por ejemplo, que jamás ha conocido a una persona amante, o a una persona con integridad, valor o concentración. Es notorio que, para ser sensible con respecto a uno mismo, hay que tener una imagen del funcionamiento humano completo y sano. Pero, ¿cómo es posible adquirir experiencia si no se la ha tenido en la propia infancia o en la vida adulta? Por cierto que no existe ninguna respuesta sencilla a tal pregunta; pero ésta señala un factor muy crítico de nuestro sistema educativo.

Si bien impartimos conocimiento, estamos descuidando la enseñanza más importante para el desarrollo humano: la que sólo puede impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante. En épocas anteriores de nuestra cultura, o en la China y la India, el hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales sobresalientes. Ni siquiera el maestro era única, o primariamente, una fuente de información, sino que su función consistía en transmitir ciertas actitudes humanas. En la sociedad capitalista contemporánea -así como en el comunismo ruso- los hombres propuestos para la admiración y la emulación son cualquier cosa menos arquetipos de cualidades espirituales significativas. Los que el público admira esencialmente son los que dan al hombre corriente una sensación de satisfacción substitutiva. Estrellas cinematográficas, animadores radiales, periodistas, importantes figuras del comercio o el gobierno, tales son los modelos de emulación. A menudo su principal calificación para esa función es que han logrado aparecer en letras de molde. Sin embargo, la situación no parece totalmente irremediable. Si se contempla el hecho de que un hombre como Albert Schweitzer se haya hecho famoso en los Estados Unidos, si se tienen en cuenta las múltiples posibilidades de familiarizar a nuestra juventud con personalidades históricas y contemporáneas que demuestran lo que los seres humanos pueden lograr como tales, y no como anfitriones (en el sentido más amplio de la palabra), si se piensa en las grandes obras de la literatura y el arte de todas las épocas, parece que existe la posibilidad de crear una visión de un buen funcionamiento humano, y por lo tanto una sensibilidad al mal funcionamiento. Si no lográramos mantener viva una visión de la vida madura, entonces indudablemente nos veríamos frente a la probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe. Esa tradición no se basa fundamentalmente en la transmisión de cierto tipo de conocimiento, sino en la de ciertas clases de rasgos humanos. Si la generación siguiente deja de ver esos rasgos, se derrumbará una cultura de cinco mil años, aunque su conocimiento se transmita y se siga desarrollando.

Hasta aquí me he referido a las condiciones para la práctica de cualquier arte. Examinaré ahora las cualidades de particular importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho sobre la naturaleza del amor, la condición fundamental para el logro del amor es la superación del propio narcisismo. En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro interior, mientras que los fenómenos del mundo exterior carecen de realidad de por sí y se experimentan sólo desde el punto de vista de su utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo es la objetividad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas tal como son, objetivamente, y poder separar esa imagen objetiva de la imagen formada por los propios deseos y temores. En todas las formas de psicosis hay una incapacidad extrema para ser objetivo. Para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos de su mundo interior, como su creación. Y todos procedemos de idéntica manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos, ponemos dramas en escena, que constituyen la expresión de nuestros anhelos y temores (aunque algunas veces también de nuestras intuiciones y juicios), y, mientras dormimos, estamos convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como la realidad que percibimos en el estado de vigilia.

El insano o el soñador carecen completamente de una visión objetiva del mundo exterior; pero todos nosotros somos más o menos insanos, o estamos más o menos dormidos; todos nosotros tenemos una visión no objetiva del mundo, que está deformada por nuestra orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera puede encontrarlos fácilmente observándose a sí mismo, a sus vecinos y leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación narcisista de la realidad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico, diciendo que quiere visitarlo en su consultorio esa tarde. El médico responde que no tiene tiempo ese día, pero que puede atenderla al día siguiente. La respuesta de la mujer es: "Pero, doctor, vivo sólo a cinco minutos de su consultorio." No puede entender la explicación del médico de que a él no le ahorra tiempo que la distancia sea tan corta. Ella experimenta la situación narcisísticamente: puesto que ella ahorra tiempo, él ahorra tiempo; para ella, la única realidad es ella misma.

Menos extremas -tal vez menos evidentes- son las deformaciones tan comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de que los complazca, les haga hacer un buen papel, y así siguiendo, en lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente para y por sí mismo? ¿Cuántos esposos ven a sus mujeres como dominadoras porque su propia relación con sus madres les hace interpretar cualquier demanda como una limitación de su libertad? ¿Cuántas esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron en su infancia?

En lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de objetividad es más que notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser considerada totalmente depravada y perversa, al tiempo que la propia nación representa todo lo que es bueno y noble. Toda acción del enemigo se juzga según una norma, y toda acción propia según otra. Hasta las buenas obras. realizadas por el enemigo se consideran signos de una perversidad particular con las que se propone engañar a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son necesarias y encuentran justificación en las nobles finalidades que sirven. Es indudable que si examinamos la relación entre las naciones, tanto como entre los individuos, llegamos a la conclusión de que la objetividad es la excepción, y lo corriente una deformación narcisista en mayor o menor grado.

La facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional que corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la infancia.

En los términos de este análisis de la práctica del arte de amar, ello significa: puesto que el amor depende de la ausencia relativa del narcisismo, requiere el desarrollo de humildad, objetividad y razón. Toda la vida debe estar dedicada a esa finalidad. La humildad y la objetividad son indivisibles, tal como lo es el amor. No puedo ser verdaderamente objetivo con respecto a mi familia si no puedo serlo con un extraño, y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar, debo esforzarme por ser objetivo en todas las situaciones y hacerme sensible a la situación frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de ver la diferencia entre mi imagen de una persona y de su conducta, tal como resulta de la deformación narcisista, y la realidad de esa persona tal como existe independientemente de mis intereses, necesidades y temores. La adquisición de la capacidad de ser objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia el dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en contacto conmigo. Si alguien quisiera reservar su objetividad para la persona amada, y cree que no necesita de ella en su relación con el resto del mundo, pronto descubrirá que fracasa en ambos sentidos.

La capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar, necesita de una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe.

¿Qué es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en Dios, o en doctrinas religiosas? ¿Está inevitablemente en contraste u oposición con la razón y el pensamiento racional? Aun para empezar a comprender el problema de la fe es necesario diferenciar la fe racional de la irracional. Al hablar de fe irracional me refiero a la creencia (en una persona o una idea) que se basa en la sumisión a una autoridad irracional. Por el contrario, la fe racional es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe racional no es primariamente una creencia en algo, sino la cualidad de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones. La fe es un rasgo caracterológico que penetra toda la personalidad, y no una creencia específica.

La fe racional arraiga en la actividad productiva intelectual y emocional. Constituye un importante componente del pensar racional, en el que se supone que la fe no tiene lugar. ¿Cómo llega un científico, por ejemplo, a un nuevo descubrimiento? ¿Comienza haciendo experimento tras experimento, reuniendo los hechos uno después del otro, sin una visión de lo que espera encontrar? Es excepcional que, un descubrimiento realmente importante se haya hecho de esa manera en cualquier terreno. Ni tampoco ocurre que la gente arribe a conclusiones significativas cuando se limita a perseguir una fantasía. El proceso del pensamiento creador en cualquier campo del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podríamos llamar una "visión racional", que constituye a su vez el resultado de considerables estudios previos, pensamiento reflexivo y observación. Cuando un científico logra reunir suficientes datos, o elaborar una fórmula matemática que hace altamente plausible su visión original, puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un cuidadoso análisis de la hipótesis, con el fin de discernir sus consecuencias, y la recopilación de datos que la apoyan, llevan a una hipótesis más adecuada y, quizás, eventualmente, a su inclusión en una teoría de amplio alcance.

La historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en las visiones de la verdad. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno murió quemado en la hoguera y Spinoza sufrió la excomunión. A cada paso, desde la concepción de una visión racional hasta la formulación de una teoría, es necesaria la fe; fe en la visión de una finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis como una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final, al menos hasta que se llegue a un consenso general acerca de su validez. Esa fe está arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el propio poder de pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así lo afirma una autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el propio pensamiento y observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría.

El pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la experiencia en el que se manifiesta la fe racional. En la esfera de las relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable de cualquier amistad o amor significativos. "Tener fe" en otra persona significa estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor. No me refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus opiniones, sino a que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que, por ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea parte de ella, no algo tornadizo.

En igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones. Ese núcleo constituye la realidad que sustenta a la palabra "yo", la realidad en la que se basa nuestra convicción de nuestra propia identidad. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo. La fe en uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer, y puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por su capacidad de prometer, la fe es una de las condiciones de la existencia humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio amor; en su capacidad de producir amor en los demás, y en su confianza.

Otro aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos en las potencialidades de los otros. La forma más rudimentaria en que se manifiesta es la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido: en que vivirá, crecerá, caminará y hablará. Sin embargo, el desarrollo del niño en ese sentido se produce con tal regularidad que parecería que no es necesaria la fe para estar seguro de él. Algo distinto ocurre con las potencialidades que pueden no desarrollarse: las de amar, ser feliz, utilizar la razón, y otras más específicas, el talento artístico, por ejemplo. Son las semillas que crecen y se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden ahogarse cuando éstas faltan.

De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación. Educación significa ayudar al niño a realizar sus potencialidades.(La raíz de la palabra educación es e-ducere, literalmente, conducir desde, o extraer algo que existía potencialmente.) Lo contrario de la educación es la manipulación, que se basa en la ausencia de fe, en el desarrollo de las potencialidades y en la convicción de que un niño será como corresponde sólo si los adultos le inculcan lo que es deseable y suprimen lo que parece indeseable. No hay necesidad de tener fe en el robot, puesto que tampoco hay vida en él.

La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo occidental, esa fe se expresa en términos religiosos en la religión judeo-cristiana, y en lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos ciento cincuenta años. Al igual que la fe en el niño, se basa en la idea de que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las condiciones apropiadas, podrá construir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha logrado aún construir ese orden, y, por lo tanto, la convicción de que puede hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco ésa es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia de los logros del pasado de la raza humana y en la experiencia interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el amor.

Mientras que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se considera avasalladoramente poderoso, omnisapiente y omnipotente, y en la abdicación del poder y la fuerza propios, la fe racional se basa en la experiencia opuesta. Tenemos fe en una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento. Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la humanidad, porque, y sólo en esa medida, hemos experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la realidad del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de nuestro propio poder y del amor. La base de la fe racional es la productividad; vivir de acuerdo con nuestra fe, significa vivir productivamente. Se deduce de ello que la creencia en el poder (en el sentido de dominación) y en el uso del poder constituye el reverso de la fe. Creer en el poder que existe es lo mismo que creer en el desarrollo de las potencialidades aún no realizadas. Es una predicción del futuro basada únicamente en el presente manifiesto; pero resulta ser un grave error de cálculo, profundamente irracional en su descuido de las potencialidades y el crecimiento humanos. No hay una fe racional en el poder. Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen, el deseo de conservarlo. Si bien para muchos el poder es la más real de todas las cosas, la historia del hombre ha demostrado que es el más inestable de todos los logros humanos. Debido a que la fe y el poder se excluyen mutuamente, todos los sistemas religiosos y políticos que se construyeron originariamente sobre una fe racional, se corrompieron y, eventualmente, pierden la fuerza que pueda quedarles, si sólo confían en el poder o se alían a él.

Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en la seguridad y la tranquilidad como condiciones primarias de la vida no puede tener fe; quien se encierra en un sistema de defensa, donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan seguridad, se convierte en un prisionero. Ser amado, y amar, requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental importancia -y de dar el salto y apostar todo a esos valores-.

Ese coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso fanfarrón Mussolini cuando utilizó el lema "vivir peligrosamente". Su tipo de coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una actitud destructiva hacia la vida, en la voluntad de arriesgar la vida porque uno es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario del coraje del amor, tal como la fe en el poder es lo opuesto de la. fe en la vida.

¿Hay algo que deba practicarse en relación con la fe y el valor? Indudablemente, la fe puede practicarse a cada momento. Requiere fe criar a un niño; se necesita fe para dormirse, para comenzar cualquier tarea. Pero todos estamos acostumbrados a tener ese tipo de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia por su hijo, por su insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier trabajo productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Mantener la propia opinión sobre una persona, aunque la opinión pública o algunos hechos imprevistos parezcan invalidarla, mantener las propias convicciones aunque éstas no sean populares: todo eso requiere fe y coraje. Tomar las dificultades, los reveses y penas de la vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes, y no como un injusto castigo que no tendríamos que recibir nosotros, requiere fe y coraje.

La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de la vida diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se pierde la fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y cómo la mayor debilidad nos lleva a una nueva traición, y así en adelante, en un círculo vicioso. Entonces reconoceremos también que mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aunque habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto de fe, y quien tenga poca fe también tiene poco amor. ¿Es posible decir algo más acerca de la práctica de la fe? Quizás otro podría hacerlo; si yo fuera poeta o predicador, podría intentarlo. Pero puesto que no soy ni lo uno ni lo otro, no puedo ni siquiera intentar decir algo más sobre la práctica de la fe, pero estoy seguro de que cualquiera realmente interesado puede aprender a tener fe como un niño aprende a caminar.

Una actitud, indispensable para la práctica del arte de amar, que hasta ahora sólo hemos mencionado de modo implícito, debe examinarse explícitamente ahora, pues es funda mental: la actividad. He dicho antes que actividad no significa "hacer algo", sino una actividad interior, el uso productivo de los propios poderes. El amor es una actividad; si amo, estoy en un constante estado de preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella. Porque seré incapaz de relacionarme activamente con la persona amada si soy perezoso, si no estoy en un constante estado de conciencia, alerta y actividad. El dormir es la única situación apropiada para la inactividad; en el estado de vigilia no debe haber lugar para ella. La situación paradójica de multitud de individuos hoy en día es que están semidormidos durante el día, y semidespiertos cuando duermen o cuando quieren dormir. Estar plenamente despierto es la condición para no aburrirnos o aburrir a los demás -y sin duda no estar o no ser aburrido es una de las condiciones fundamentales para amar-. Ser activo en el pensamiento, en el sentimiento, con los ojos y los oídos, durante todo el día, evitar la pereza interior, sea que ésta signifique mantenerse receptivo, acumular o meramente perder el tiempo, es condición indispensable para la práctica del arte de amar. Es una ilusión creer que se puede dividir la vida en forma tal que uno sea productivo en la esfera del amor e improductivo en las demás. La productividad no permite una tal división del trabajo. La capacidad de amar exige un estado de intensidad, de estar despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo puede ser el resultado de una orientación productiva y activa en muchas otras esferas de la vida. Si no se es productivo en otros aspectos, tampoco se es productivo en el amor.

El examen del arte de amar no puede limitarse al dominio personal de la adquisición y desarrollo de las características y aptitudes que hemos descrito en este capítulo. Está inseparablemente relacionado con el dominio social. Si amar significa tener una actitud de amor hacia todos, si el amor es un rasgo caracterológico, necesariamente debe existir no sólo en las relaciones con la propia familia y los amigos, sino también para con los que están en contacto con nosotros a través del trabajo, los negocios, la profesión. No hay una "división del trabajo" entre el amor a los nuestros y el amor a los ajenos. Por el contrario, la condición para la existencia del primero es la existencia del segundo. Comprender esto seriamente sin duda implica un cambio bastante drástico con respecto a las relaciones sociales acostumbradas. Si bien se habla mucho del ideal religioso del amor al prójimo, nuestras relaciones están de hecho determinadas, en el mejor de los casos, por el principio de equidad. Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el intercambio de artículos y servicios, o en el intercambio de sentimientos. "Te doy tanto como tú me das", así en los bienes materiales como en el amor, es la máxima ética predominante en la sociedad capitalista. Hasta podría decirse que el desarrollo de una ética de la equidad es la contribución ética particular de la sociedad capitalista.

Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la sociedad capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio de mercaderías estaba determinado por la fuerza directa, por la tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el capitalismo, el factor que todo lo determina en el intercambio es el mercado. Se trate del mercado de productos, del laboral o del de servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender por lo que quiere conseguir en las condiciones del mercado, sin recurrir a la fuerza o al fraude.

La ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la Regla Dorada. La máxima "haz a los demás lo que quisieras que te hicieran a ti" puede interpretarse como "sé equitativo en tu intercambio con los demás". Pero, en realidad, se formuló originalmente como una versión popular del "Ama a tu prójimo como a ti mismo" bíblico. Por cierto, la norma judeocristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él, mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y unido, sino distante y separado; significa respetar los derechos del prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada se haya convertido en la más popular de las máximas religiosas actuales; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en términos de una ética equitativa que todos comprenden y están dispuestos a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por reconocer la diferencia entre equidad y amor.

Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra organización social y económica está basada en el hecho de que cada uno trate de conseguir ventajas para sí mismo, si está regida por el principio del egotismo atemperado sólo por el principio ético de equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas las preocupaciones seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes cristianos y personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone Weil han planteado y resuelto ese problema en forma radical. Otros (Cf. el artículo de Herbert Marcuse, "The Social Implications of Psychoanalytic Revisionism", Dissent, Nueva York, verano de 1956.) comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan a la conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa participar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que todo examen del amor no es otra cosa que una prédica. Este respetable punto de vista se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad, es implícitamente compartido por la persona corriente que siente: "me gustaría ser un buen cristiano, pero tendría que morirme de hambre si lo tomara en serio". Este radicalismo resulta un nihilismo moral. Tanto los "pensadores radicales" como la persona corriente son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras que los primeros conocen y reconocen la "necesidad histórica" de ese hecho.

Tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad del amor y la vida "normal" sólo es correcta en un sentido abstracto. El principio sobre el que se basa la sociedad capitalista y el principio del amor son incompatibles. Pero la sociedad moderna en su aspecto concreto es un fenómeno complejo. El vendedor de un artículo inútil, por ejemplo, no puede operar económicamente sin mentir; un obrero especializado, un químico o un médico pueden hacerlo. De manera similar, un granjero, un obrero, un maestro y muchos tipos de hombres de negocios pueden tratar de practicar el amor sin dejar de funcionar económicamente. Aun si aceptamos que el principio del capitalismo es incompatible con el principio del amor, debemos admitir que el "capitalismo" es, en si mismo, una estructura compleja y continuamente cambiante, que incluso permite una buena medida de disconformidad y libertad personal.

Con esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos esperar que el sistema social actual continúe indefinidamente, y, al mismo tiempo, confiar en la realización del ideal de amor hacia nuestros hermanos. La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea. No tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud amorosa, sino porque el espíritu de una sociedad dedicada a la producción y ávida de artículos es tal que sólo el no conformista puede defenderse de ella con éxito. Los que se preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita cambios importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro, sólo podemos sugerir la dirección de tales cambios. (En mi libro Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, procuré examinar detalladamente ese problema.) Nuestra sociedad está regida por una burocracia administrativa, por políticos profesionales; los individuos son motivados por sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más, como objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas económicas, los medios se han convertido en fines; el hombre es un autómata -bien alimentado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que constituye su cualidad y función peculiarmente humana-.

Si el hombre quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lugar supremo. La máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él quien esté a su servicio. Debe capacitarse para compartir la experiencia, el trabajo, en vez de compartir, en el mejor de los casos, sus beneficios. La sociedad debe organizarse en tal forma que la naturaleza social y amorosa del hombre no esté separada de su existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he tratado de demostrar, que el amor es la única respuesta satisfactoria al problema de la existencia humana, entonces toda sociedad que excluya, relativamente, el desarrollo del amor, a la larga perece a causa de su propia contradicción con las necesidades básicas de la naturaleza del hombre. Hablar del amor no es "predicar", por la sencilla razón de que significa hablar de la necesidad fundamental y real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida no significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno social y no sólo excepcional e individual, es tener una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del hombre.

 

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