EL ARTE DE AMAR
Autor: Erich Fromm
CAPÍTULO III. EL AMOR ENTRE
PADRES E HIJOS
Al nacer, el infante sentiría miedo de morir si un
gracioso destino no lo protegiera de cualquier conciencia
de la angustia implícita en la separación de
la madre y de la existencia intrauterina. Aun después
de nacer, el infante es apenas diferente de lo que era antes
del nacimiento; no puede reconocer objetos, no tiene aún
conciencia de sí mismo, ni del mundo como algo exterior
a él. Sólo siente la estimulación positiva
del calor y el alimento, y todavía no los distingue
de su fuente: la madre. La madre es calor, es alimento, la
madre es el estado eufórico de satisfacción
y seguridad. Ese estado es narcisista, para usar un término
de Freud. La realidad exterior, las personas y las cosas,
tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen
o frustran el estado interno del cuerpo. Sólo es real
lo que está adentro; lo exterior sólo es real
en función de mis necesidades -nunca en función
de sus propias cualidades o necesidades-. Cuando el niño
crece y se desarrolla, se vuelve capaz de percibir las cosas
como son; la satisfacción de ser alimentado se distingue
del pezón, el pecho de la madre. Eventualmente, el
niño experimenta su sed, la leche que le satisface,
el pecho y la madre, como entidades diferentes. Aprende a
percibir muchas otras cosas como diferentes, como poseedoras
de una existencia propia: En ese momento empieza a darles
nombres. Al mismo tiempo aprende a manejarlas; aprende que
el fuego es caliente y doloroso, que el cuerpo de la madre
es tibio y placentero, que la mamadera es dura y pesada, que
el papel es liviano y se puede rasgar. Aprende a manejar a
la gente; que la mamá sonríe cuando él
come; que lo alza en sus brazos cuando llora; que lo alaba
cuando mueve el vientre. Todas esas experiencias se cristalizan
o integran en la experiencia: me aman. Me aman porque soy
el hijo de mi madre. Me aman porque estoy desvalido. Me aman
porque soy hermoso, admirable. Me aman porque mi madre me
necesita. Para utilizar una fórmula más general:
me aman por lo que soy, o quizá más exactamente,
me aman porque soy. Tal experiencia de ser amado por la madre
es pasiva. No tengo que hacer nada para que me quieran -el
amor de la madre es incondicional-. Todo lo que necesito es
ser -ser su hijo-. El amor de la madre significa dicha, paz,
no hace falta conseguirlo, ni merecerlo. Pero la cualidad
incondicional del amor materno tiene también un aspecto
negativo. No sólo es necesario merecerlo, mas también
es imposible conseguirlo, producirlo, controlarlo. Si existe,
es como una bendición; si no existe, es como si toda
la belleza hubiera desaparecido de la vida -y nada puedo hacer
para crearla-.
Para la mayoría de los niños entre los ocho
y medio a los diez años (Cf. la descripción
que de ese desarrollo hace Sullivan en The Interpersonal Theory
of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton and Co., 1953.), el
problema consiste casi exclusivamente en ser amado -en ser
amado por lo que se es-. Antes de esa edad, el niño
aún no ama; responde con gratitud y alegría
al amor que se le brinda. A esa altura del desarrollo infantil,
aparece en el cuadro un nuevo factor: un nuevo sentimiento
de producir amor por medio de la propia actividad. Por primera
vez, el niño piensa en dar algo a sus padres, en producir
algo -un poema, un dibujo, o lo que fuere-. Por primera vez
en la vida del niño, la idea del amor se transforma
de ser amado a amar, en crear amor. Muchos años transcurren
desde ese primer comienzo hasta la madurez del amor. Eventualmente,
el niño, que puede ser ahora un adolescente, ha superado
su egocentrismo; la otra persona ya no es primariamente un
medio para satisfacer sus propias necesidades. Las necesidades
de la otra persona son tan importantes como las propias; en
realidad, se han vuelto más importantes. Dar es más
satisfactorio, más dichoso que recibir; amar, aún
más importante que ser amado. Al amar, ha abandonado
la prisión de soledad y aislamiento que representaba
el estado de narcisismo y autocentrismo. Siente una nueva
sensación de unión, de compartir, de unidad.
Más aún, siente la potencia de producir amor
-antes que la dependencia de recibir siendo amado- para lo
cual debe ser pequeño, indefenso, enfermo -o "bueno"-.
El amor infantil sigue el principio: "Amo porque me aman."
El amor maduro obedece al principio: "Me aman porque
amo." El amor inmaduro dice: "Te amo porque te necesito."
El amor maduro dice: "Te necesito porque te amo."
En estrecha relación con el desarrollo de la capacidad
de amar está la evolución del objeto amoroso.
En los primeros meses y años de la vida, la relación
más estrecha del niño es la que tiene con la
madre. Esa relación comienza antes del nacimiento,
cuando madre e hijo son aún uno, aunque sean dos. El
nacimiento modifica la situación en algunos aspectos,
pero no tanto como parecería. El niño, si bien
vive ahora fuera del vientre materno, todavía depende
por completo de la madre. Pero día a día se
hace más independiente: aprende a caminar, a hablar,
a explorar el mundo por su cuenta; la relación con
la madre pierde algo de su significación vital; en
cambio, la relación con el padre se torna cada vez
más importante.
Para comprender ese paso de la madre al padre, debemos considerar
las esenciales diferencias cualitativas entre el amor materno
y el paterno. Hemos hablado ya acerca del amor materno. Ese
es, por su misma naturaleza, incondicional. La madre ama al
recién nacido porque es su hijo, no porque el niño
satisfaga alguna condición específica ni porque
llene sus aspiraciones particulares. (Naturalmente, cuando
hablo del amor de la madre y del padre, me refiero a "tipos
ideales" -en el sentido de Max Weber o en el del arquetipo
de Jung- y no significo que todos los padres amen en esa forma.
Me refiero al principio materno y al paterno, representados
en la persona materna y paterna.) El amor incondicional corresponde
a uno de los anhelos más profundos, no sólo
del niño, sino de todo ser humano; por otra parte,
que nos amen por los propios méritos, porque uno se
lo merece, siempre crea dudas; quizá no complací
a la persona que quiero que me ame, quizás eso, quizás
aquello -siempre existe el temor de que el amor desaparezca-.
Además, el amor "merecido" siempre deja un
amargo sentimiento de no ser amado por uno mismo, de que sólo
se nos ama cuando somos complacientes, de que, en último
análisis, no se nos ama, sino que se nos usa. No es
extraño, entonces, que todos nos aferremos al anhelo
de amor materno, cuando niños y también cuando
adultos. La mayoría de los niños tienen la suerte
de recibir amor materno (más adelante veremos en qué
medida). Cuando adultos, el mismo anhelo es más difícil
de satisfacer. En el desarrollo-más satisfactorio,
permanece como un componente del amor erótico normal;
muchas veces encuentra su expresión en formas religiosas,
pero con mayor frecuencia en formas neuróticas.
La relación con el padre es enteramente distinta.
La madre es el hogar de donde venimos, la naturaleza, el suelo,
el océano; el padre no representa un hogar natural
de ese tipo. Tiene escasa relación con el niño
durante los primeros años de su vida, y su importancia
para éste no puede compararse a la de la madre en ese
primer período. Pero, si bien el padre no representa
el mundo natural, significa el otro polo de la existencia
humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por
el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes
y la aventura. El padre es el que enseña al niño,
el que le muestra el camino hacia el mundo.
En estrecha conexión con esa función, existe
otra, vinculada al desarrollo económico-social. Cuando
surgió la propiedad privada, y cuando uno de los hijos
pudo heredar la propiedad privada, el padre comenzó
a seleccionar al hijo a quien legaría su propiedad.
Desde luego, elegía al que consideraba mejor dotado
para convertirse en su sucesor, el hijo que más se
le asemejaba y, en consecuencia, el que prefería. El
amor paterno es condicional. Su principio es "te amo
porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu deber,
porque eres como yo". En el amor condicional del padre
encontramos, como en el caso del amor incondicional de la
madre, un aspecto negativo y uno positivo. El aspecto negativo
consiste en el hecho mismo de que el amor paterno debe ganarse,
de que puede perderse si uno no hace lo que de uno se espera.
A la naturaleza del amor paterno débese el hecho de
que la obediencia constituya la principal virtud, la desobediencia
el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del
amor del padre. El aspecto positivo es igualmente importante.
Puesto que el amor de mi padre es condicional, es posible
hacer algo por conseguirlo; su amor no está fuera de
mi control, como ocurre con el de mi madre.
Las actitudes del padre y de la madre hacia el niño
corresponden a las propias necesidades de ése. El infante
necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto
fisiológica como psíquicamente. Después
de los seis años, el niño comienza a necesitar
el amor del padre, su autoridad y su guía. La función
de la madre es darle seguridad en la vida; la del padre, enseñarle,
guiarlo en la solución de los problemas que le plantea
la sociedad particular en la que ha nacido. En el caso ideal,
el amor de la madre no trata de impedir que el niño
crezca, no intenta hacer una virtud de la desvalidez. La madre
debe tener fe en la vida, y, por ende, no ser exageradamente
ansiosa y no contagiar al niño su ansiedad. Querer
que el niño se torne independiente y llegue a separarse
de ella debe ser parte de su vida. El amor paterno debe regirse
por principios y expectaciones; debe ser paciente y tolerante,
no amenazador y autoritario. Debe darle al niño que
crece un sentido cada vez mayor de la competencia, y oportunamente
permitirle ser su propia autoridad y dejar de lado la del
padre.
Eventualmente, la persona madura llega a la etapa en que
es su propio padre y su propia madre. Tiene, por así
decirlo, una conciencia materna y paterna. La conciencia materna
dice: "No hay ningún delito, ningún crimen,
que pueda privarte de mi amor, de mi deseo de que vivas y
seas feliz." La conciencia paterna dice: "Obraste
mal, no puedes dejar de aceptar las consecuencias de tu mala
acción, y, especialmente, debes cambiar si quieres
que te aprecie." La persona madura se ha liberado de
las figuras exteriores de la madre y el padre, y las ha erigido
en su interior. Sin embargo, y en contraste con el concepto
freudiano del superyó, las ha construido en su interior
sin incorporar al padre y a la madre, sino elaborando una
conciencia materna sobre su propia capacidad de amar, y una
conciencia paterna fundada en su razón y su discernimiento.
Además, la persona madura ama tanto con la conciencia
materna como con la paterna, a pesar de que ambas parecen
contradecirse mutuamente. Si un individuo conservara sólo
la conciencia paterna, se tornaría áspero e
inhumano. Si retuviera únicamente la conciencia materna,
podría perder su criterio y obstaculizar su propio
desarrollo o el de los demás.
En esa evolución de la relación centrada en
la madre a la centrada en el padre, y su eventual síntesis,
se encuentra la base de la salud mental y el logro de la madurez.
El fracaso de dicho desarrollo constituye la causa básica
de la neurosis. Si bien está más allá
de los propósitos de este libro examinar más
profundamente este punto, algunas breves observaciones servirán
para aclarar esa afirmación.
Una de las causas del desarrollo neurótico puede radicar
en que el niño tiene una madre amante, pero demasiado
indulgente o dominadora, y un padre débil e indiferente.
En tal caso, puede permanecer fijado a una temprana relación
con la madre, y convertirse en un individuo dependiente de
la madre, que se siente desamparado, posee los impulsos característicos
de la persona receptiva, es decir, de recibir, de ser protegido
y cuidado, y que carece de las cualidades paternas -disciplina,
independencia, habilidad de dominar la vida por sí
mismo-. Puede tratar de encontrar "madres" en todo
el mundo, a veces en las mujeres y a veces en los hombres
que ocupan una posición de autoridad y poder. Si, por
el contrario, la madre es fría, indiferente y dominadora,
puede transferir la necesidad de protección materna
al padre y a subsiguientes figuras paternas, en cuyo caso
el resultado final es similar al caso anterior, o se convierte
en una persona de orientación unilateralmente paterna,
enteramente entregado a los principios de la ley, el orden
y la autoridad, y carente de la capacidad de esperar o recibir
amor incondicional. Ese desarrollo se ve intensificado si
el padre es autoritario y, al mismo tiempo, muy apegado al
hijo. Lo característico de todos esos desarrollos neuróticos
es el hecho de que un principio, el paterno o el materno,
no alcanza a desarrollarse, o bien -como ocurre en muchas
neurosis serias que los papeles de la madre y el padre se
tornan confusos tanto en lo relativo a las personas exteriores
como a dichos papeles dentro de la persona. Un examen más
profundo puede mostrar que ciertos tipos de neurosis, las
obsesivas, por ejemplo, se desarrollan especialmente sobre
la base de un apego unilateral al padre, mientras que otras,
como la histeria, el alcoholismo, la incapacidad de autoafirmarse
y de enfrentar la vida en forma realista, y las depresiones,
son el resultado de una relación centrada en la madre.
Arriba
Anterior -
Siguiente
Volver a Recursos
para salir adelante
Ir a la página
principal
|