EL ARTE DE AMAR
Autor: Erich Fromm
CAPÍTULO V. EL AMOR Y SU DESINTEGRACIÓN
EN LA SOCIEDAD OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEA
Si el amor es una capacidad del carácter maduro, productivo,
de ello se sigue que la capacidad de amar de un individuo
perteneciente a cualquier cultura dada depende de la influencia
que esa cultura ejerce sobre el carácter de la persona
media. Al hablar del amor en la cultura occidental contemporánea,
entendemos preguntar si la estructura social de la civilización
occidental y el espíritu que de ella resulta llevan
al desarrollo del amor. Plantear tal interrogante es contestarlo
negativamente. Ningún observador objetivo de nuestra
vida occidental puede dudar de que el amor -fraterno, materno
y erótico- es un fenómeno relativamente raro,
y que en su lugar hay cierto número de formas de pseudoamor,
que son, en realidad, otras tantas formas de la desintegración
del amor.
La sociedad capitalista se basa en el principio de libertad
política, por un lado, y del mercado como regulador
de todas las relaciones económicas, y por lo tanto,
sociales, por el otro. El mercado de productos determina las
condiciones que rigen el intercambio de mercancías,
y el mercado del trabajo regula la adquisición y venta
de la mano de obra. Tanto las cosas útiles como la
energía y la habilidad humanas se transforman en artículos
que se intercambian sin utilizar la fuerza y sin fraude en
las condiciones del mercado. Los zapatos, por útiles
y necesarios que sean, carecen de valor económico (valor
de intercambio) si no hay demanda de ellos en el mercado;
la energía y la habilidad humanas no tienen valor de
intercambio si no existe demanda en las condiciones existentes
en el mercado. El poseedor de capital puede comprar mano de
obra y hacerla trabajar para la provechosa inversión
de su capital. El poseedor de mano de obra debe venderla a
los capitalistas según las condiciones existentes en
el mercado, o pasará hambre. Tal estructura económica
se refleja en una jerarquía de valores. El capital
domina al trabajo; las cosas acumuladas, lo que está
muerto, tiene más valor que el trabajo, los poderes
humanos, lo que está vivo.
Tal ha sido la estructura básica del capitalismo desde
sus comienzos. Y si bien caracteriza todavía al capitalismo
moderno, se han modificado ciertos factores que dan al capitalismo
contemporáneo sus cualidades específicas y ejercen
una honda influencia sobre la estructura caracterológica
del hombre moderno. Como resultado del desarrollo del capitalismo,
presenciamos un proceso siempre creciente de centralización
y concentración del capital. Las grandes empresas se
expanden continuamente, mientras las pequeñas se asfixian.
La posesión del capital invertido en tales empresas
está cada vez más separada de la función
de administrarlas. Cientos de miles de accionistas "poseen"
la empresa; una burocracia administrativa bien pagada, pero
que no posee la empresa, la maneja. Esa burocracia está
menos interesada en obtener beneficios máximos que
en la expansión de la empresa, y en su propio poder.
La concentración creciente de capital y el surgimiento
de una poderosa burocracia administrativa corren parejas con
el desarrollo del movimiento laboral. A través de la
sindicalización del trabajo, el trabajador individual
no tiene que comerciar por y para sí mismo en el mercado
laboral; pertenece a grandes sindicatos, dirigidos también
por una poderosa burocracia que lo representa ante los colosos
industriales. La iniciativa ha pasado, para bien o para mal,
del individuo a la burocracia, tanto en lo que respecta al
capital como al trabajo. Un número cada vez mayor de
individuos deja de ser independiente y comienza a depender
de quienes dirigen los grandes imperios económicos.
Otro rasgo decisivo que resulta de esa concentración
del capital, y característico del capitalismo moderno,
es la forma específica de la organización del
trabajo. Empresas sumamente centralizadas con una división
radical del trabajo conducen a una organización donde
el trabajador pierde su individualidad, en la que se convierte
en un engranaje no indispensable de la máquina. El
problema humano del capitalismo moderno puede formularse de
la siguiente manera:
El capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente
y en gran número; que quieran consumir cada vez más;
y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse
y anticiparse fácilmente. Necesita hombres que se sientan
libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad,
principio o conciencia moral -dispuestos, empero, a que los
manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a encajar sin
dificultades en la maquinaria social-; a los que se pueda
guiar sin recurrir a la fuerza, conducir, sin líderes,
impulsar sin finalidad alguna -excepto la de cumplir, apresurarse,
funcionar, seguir adelante-.
¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está
enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza.
(Cf. un estudio más detallado del apartamiento y de
la influencia de la sociedad moderna sobre el carácter
del hombre en mi libro The Sane Society, Nueva York, Rinehart
and Company, 1955.) Se ha transformado en un articulo, experimenta
sus fuerzas vitales como una inversión que debe producirle
el máximo de beneficios posible en las condiciones
imperantes en el mercado. Las relaciones humanas son esencialmente
las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa
su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no
diferir en el pensamiento, el sentimiento o la acción.
Al mismo tiempo que todos tratan de estar tan cerca de los
demás como sea posible, todos permanecen tremendamente
solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad,
de angustia y de culpa que surge siempre que es imposible
superar la separatidad humana. Nuestra civilización
ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente
esa soledad: en primer término, la estricta rutina
del trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la
gente a no tomar conciencia de sus deseos humanos más
fundamentales, del anhelo de trascendencia y unidad. En la
medida en que la rutina sola no basta para lograr ese fin,
el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente
por medio de la rutina de la diversión, la consumición
pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento;
y, además, por medio de la satisfacción de comprar
siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras.
El hombre moderno está actualmente muy cerca de la
imagen que Huxley describe en Un mundo feliz: bien alimentado,
bien vestido, sexualmente satisfecho, y no obstante sin yo,
sin contacto alguno, salvo el más superficial, con
sus semejantes, guiado por los lemas que Huxley formula tan
sucintamente, tales como: "Cuando el individuo siente,
la comunidad tambalea"; o "Nunca dejes para mañana
la diversión que puedes conseguir hoy", o, como
afirmación final: "Todo el mundo es feliz hoy
en día." La felicidad del hombre moderno consiste
en "divertirse". Divertirse significa la satisfacción
de consumir y asimilar artículos, espectáculos,
comida, bebidas, cigarrillos, gente, conferencias, libros,
películas; todo se consume, se traga. El mundo es un
enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran
botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente
expectantes, los esperanzados -y los eternamente desilusionados-.
Nuestro carácter está equipado para intercambiar
y recibir, para traficar y consumir; todo, tanto los objetos
materiales, como los espirituales, se convierten en objeto
de intercambio y de consumo.
La situación en lo que atañe al amor corresponde,
inevitablemente, al carácter social del hombre moderno.
Los autómatas no pueden amar, pueden intercambiar su
"bagaje de personalidad" y confiar en que la transacción
sea equitativa. Una de las expresiones más significativas
del amor, y en especial del matrimonio con esa estructura
enajenada, es la idea del "equipo". En innumerables
artículos sobre el matrimonio feliz, el ideal descrito
es el de un equipo que funciona sin dificultades. Tal descripción
no difiere demasiado de la idea de un empleado que trabaja
sin inconvenientes; debe ser "razonablemente independiente",
cooperativo, tolerante, y al mismo tiempo ambicioso y agresivo.
Así, el consejero matrimonial nos dice que el marido
debe "comprender" a su mujer y ayudarla. Debe comentar
favorablemente su nuevo vestido, y un plato sabroso. Ella,
a su vez, debe mostrarse comprensiva cuando él llega
a su hogar fatigado y de mal humor, debe escuchar atentamente
sus comentarios sobre sus problemas en el trabajo, no debe
mostrarse enojada sino comprensiva cuando él olvida
su cumpleaños. Ese tipo de relaciones no significa
otra cosa que una relación bien aceitada entre dos
personas que siguen siendo extrañas toda su vida, que
nunca logran una "relación central", sino
que se tratan con cortesía y se esfuerzan por hacer
que el otro se sienta mejor.
En ese concepto del amor y el matrimonio, lo más importante
es encontrar un refugio de la sensación de soledad
que, de otro modo, sería intolerable. En el "amor"
se encuentra, al fin, un remedio para la soledad. Se establece
una alianza de dos contra el mundo, y se confunde ese egoísmo
á deux con amor e intimidad.
La importancia que se otorga al espíritu de equipo,
la tolerancia mutua, etc., es algo relativamente reciente.
Lo precedió, en los años que siguieron a la
Primera Guerra Mundial, un concepto del amor en el que la
mutua satisfacción sexual suponíase la base
de las relaciones amorosas satisfactorias, y, especialmente,
de un matrimonio feliz. Creíase que las causas de los
frecuentes fracasos matrimoniales obedecían a que la
pareja no había logrado una adecuada "adaptación
sexual", lo cual se atribuía, a su vez, a la ignorancia
respecto de la conducta sexual "correcta", y, por
ende, a una teoría sexual defectuosa de una o las dos
partes. Con el fin de "curar" esa inadaptación
y de ayudar a parejas desgraciadas que no podían amarse
mutuamente, se publicaron muchos libros que daban instrucciones
y consejos referentes a la conducta sexual apropiada, y prometían
implícita o explícitamente la felicidad y el
amor como resultados. Se partía del principio de que
el amor es el hijo del placer sexual, y que dos personas se
amarán si aprenden a satisfacerse recíprocamente
en el aspecto sexual. Correspondía a la ilusión
general de la época suponer que el uso de las técnicas
adecuadas es la solución no sólo de los problemas
técnicos de la producción industrial, sino también
de todos los problemas humanos. Se desconocía totalmente
el hecho de que la verdad es precisamente lo contrario.
El amor no es el resultado de la satisfacción sexual
adecuada; por el contrario, la felicidad sexual -y aun el
conocimiento de la llamada técnica sexual- es el resultado
del amor. Si aparte de la observación diaria fueran
necesarias más pruebas en apoyo de esa tesis, podrían
encontrarse en el vasto material de los datos psicoanalíticos.
El estudio de los problemas sexuales más frecuentes
-frigidez en las mujeres y las formas más o menos serias
de impotencia psíquica en los hombres-, demuestra que
la causa no radica en una falta de conocimiento de la técnica
adecuada, sino en las inhibiciones que impiden amar. El temor
o el odio al otro sexo están en la raíz de las
dificultades que impiden a una persona entregarse por completo,
actuar espontáneamente, confiar en el compañero
sexual, en lo inmediato y directo de la unión sexual.
Si una persona sexualmente inhibida puede dejar de temer u
odiar, y tornarse entonces capaz de amar, sus problemas sexuales
están resueltos. Si no, ningún conocimiento
sobre técnicas sexuales le servirá de ayuda.
Pero si bien los datos de la terapia psicoanalitica señalan
la falacia de la idea de que el conocimiento de la técnica
sexual apropiada conduce a la felicidad sexual y al amor,
la suposición subyacente de que el amor es el concomitante
de la mutua satisfacción sexual está determinada
en alto grado por las teorías de Freud. Para Freud,
el amor es básicamente un fenómeno sexual. "El
hombre, al descubrir por experiencia que el amor sexual (genital)
le proporcionaba su gratificación máxima, de
modo que se convirtió en realidad de un prototipo de
toda felicidad para él, debió, en consecuencia,
haberse visto impelido a buscar su felicidad por el camino
de las relaciones sexuales, a hacer de su erotismo genital
el punto central de su vida." (S. Freud, Civilization
and Its Discontents (versión inglesa de J. Riviére),
Londres, The Hogarth Press, 1953, pág. 68.) Para Freud,
la experiencia del amor fraterno es un producto del amor sexual,
pero en el cual el instinto sexual se transforma en un impulso
con "finalidad inhibida". "Originalmente, el
amor con una finalidad inhibida estaba sin duda lleno de amor
sensual, y lo sigue estando aún en el inconsciente
del hombre." (Ibídem, pág. 69.) En lo que
atañe al sentimiento de fusión, de unidad ("sentimiento
oceánico"), que constituye la esencia de la experiencia
mística y la raíz de la más intensa sensación
de unión con otra persona o con nuestros semejantes,
Freud lo interpreta como un fenómeno patológico,
como una regresión a un estado de temprano "narcisismo
ilimitado". (Ibídem, pág. 21.)
Freud está sólo a un paso de afirmar que el
amor es en sí mismo un fenómeno irracional.
Para él no existe diferencia entre el amor irracional
y el amor como una expresión de la personalidad madura.
En un trabajo sobre el amor transferencial (Freud, Gesamte
Werke, Londres, 1940-52, Vol. X.), señaló que
éste no difiere esencialmente del fenómeno "normal"
del amor. Enamorarse linda siempre con lo anormal, siempre
se acompaña de ceguera a la realidad, compulsividad,
y constituye una transferencia de los objetos amorosos de
la infancia. El amor como fenómeno racional, como máximo
logro de la madurez, no es, para Freud, materia de investigación,
puesto que no tiene existencia real.
Sin embargo, sería un error sobrestimar la influencia
de las ideas de Freud sobre el concepto de que el amor es
el resultado de la atracción sexual, o de que es lo
mismo que la satisfacción sexual, reflejada en el sentimiento
consciente. Esencialmente, el nexo causal siguió la
dirección opuesta. Las ideas de Freud sufrieron en
parte la influencia del espíritu del siglo diecinueve,
en parte se hicieron populares a través de las tendencias
predominantes en los años que siguieron a la Primera
Guerra Mundial. Algunos de los factores que influyeron tanto
sobre el concepto popular como sobre el freudiano, fueron,
en primer término, una reacción contra las estrictas
normas de la era victoriana. El segundo factor determinante
de las teorías de Freud reside en el concepto de hombre
prevaleciente, concepto que se basa en la estructura del capitalismo.
A fin de demostrar que el capitalismo corresponde a las necesidades
naturales del hombre, había que probar que el hombre
era por naturaleza competitivo y hostil a los demás.
Mientras los economistas "demostraban" esto en función
del insaciable deseo de beneficios económicos, y los
darwinistas en función de la ley biológica de
la supervivencia del más apto, Freud llegó a
idéntico resultado partiendo de la suposición
de que el hombre está movido por un insaciable deseo
de conquista sexual de todas las mujeres, y que sólo
la presión de la sociedad le impide obrar de acuerdo
con sus deseos. Como resultado, los hombres son necesariamente
celosos los unos de los otros, y los celos y la competencia
recíprocos subsistirían aunque todas sus causas
sociales y económicas desaparecieran. ( El único
discípulo de Freud que nunca se separó de su
maestro y que, no obstante, en los últimos años
de su vida modificó sus puntos de vista sobre el amor,
fue Sándor Ferenczi. Un excelente estudio sobre este
tema, se encontrará en The Leaven of Love, de Izette
de Forest, Nueva York, Harper and Brothers, 1954.)
Eventualmente, el pensamiento freudiano acusó una
marcada influencia del tipo de materialismo predominante en
el siglo diecinueve. Creíase que el sustrato de todos
los fenómenos mentales se encontraba en los fenómenos
fisiológicos; por consiguiente, Freud consideró
el amor, el odio, la ambición, los celos, como otros
tantos productos de las diversas formas del instinto sexual.
No vio que la realidad básica está en la totalidad
de la existencia humana; en primer término, en la situación
humana común a todos los hombres, en segundo lugar,
en la práctica de vida determinada por la estructura
específica de la sociedad. (Marx dio un paso decisivo
más allá de ese tipo de materialismo, en su
propio "materialismo histórico", según
el cual ni el cuerpo, ni un instinto tal como la necesidad
de alimento o posesiones, constituye la clave de la comprensión
del hombre, sino la totalidad del proceso vital del hombre,
su "práctica de la vida".) Según Freud,
la satisfacción plena y desinhibida de todos los deseos
instintivos aseguraría la salud mental y la felicidad.
Pero hechos clínicos obvios muestran que los hombres
-y las mujeres- que dedican su vida a la satisfacción
sexual sin restricciones no son felices, y que a menudo sufren
graves síntomas y conflictos neuróticos. La
gratificación completa de todas las necesidades instintivas
no sólo no constituye la base de la felicidad, sino
que ni siquiera garantiza la salud mental. Las tesis freudianas
pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período
que siguió a la Primera Guerra Mundial, a causa de
los cambios ocurridos en el espíritu del capitalismo,
del énfasis en ahorrar al énfasis en gastar,
de la autofrustración como medio de lograr el éxito
económico al consumo como base de un mercado en constante
expansión y como principal satisfacción para
el individuo angustiado, automatizado. Tanto en la esfera
de lo sexual cuanto en la del consumo material, la tendencia
fundamental era no postergar la satisfacción de ningún
deseo.
Es interesante comparar los conceptos de Freud, que corresponden
al espíritu del capitalismo tal como existía
aún intacto, en los comienzos de este siglo, con los
conceptos teóricos de uno de los más brillantes
psicoanalistas contemporáneos, ya fallecido, H. S.
Sullivan. En el sistema psicoanalítico de Sullivan
encontramos, en contraste con el de Freud, una estricta división
entre sexualidad y amor.
¿Qué significado tienen el amor y la intimidad
en el concepto de Sullivan? "Intimidad es un tipo de
situación que comprende a dos personas y que permite
la validación de todos los componentes de la excelencia
personal. Tal validación requiere un tipo de relación
que llamo colaboración, entendiendo por ella adaptaciones
formuladas de la propia conducta a necesidades manifiestas
de la otra persona, en persecución de satisfacciones
cada vez más idénticas -esto es, satisfacciones
cada vez más mutuas, y para el mantenimiento de operaciones
de seguridad más y más similares" (H. S.
Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York,
W. W. Norton Co., 1953, pág. 246. Debe notarse que,
aunque Sullivan da esta definición en relación
a los impulsos de la preadolescencia, habla de ellos como
tendencias integrativas, que aparecen durante la preadolescencia,
"que cuando están completamente desarrolladas,
denominamos amor", y dice que ese amor de la preadolescencia
"representa el comienzo de algo muy similar al amor pleno,
psiquiátricamente definido".). Si liberamos ese
pasaje de su lenguaje algo complicado, la esencia del amor
se ve en una situación de colaboración, en la
que dos personas sienten: "Seguimos las reglas del juego
para conservar nuestro prestigio y sentimiento de superioridad
y mérito."( Ibídem, pág. 246. Otra
definición del amor según Sullivan: el amor
comienza cuando una persona siente que las necesidades de
otra persona son tan importantes como las propias, está
menos coloreada por el aspecto mercantil que la formulación
anterior.)
Así como el concepto freudiano del amor es una descripción
de la experiencia del varón patriarcal en términos
del capitalismo del siglo diecinueve, así la descripción
de Sullivan se refiere a la experiencia de la personalidad
enajenada y mercantil del siglo veinte. Es la descripción
de un "egotismo á deux", de dos personas
que aman sus intereses comunes y se unen frente a un mundo
hostil y enajenado. En realidad, su definición de la
intimidad es en principio válida para el sentimiento
de cualquier equipo cooperativo, en el que todos "adaptan
su conducta a las necesidades manifiestas de la otra persona,
en persecución de finalidades comunes" (es notable
que Sullivan hable aquí de necesidades manifiestas,
cuando lo menos que puede decirse del amor es que implica
una reacción a las necesidades inexpresadas entre dos
seres).
El amor como satisfacción sexual recíproca,
y el amor como "trabajo en equipo" y como un refugio
de la soledad, constituyen las dos formas "normales"
de la desintegración del amor en la sociedad occidental
contemporánea, de la patología del amor socialmente
determinado. Hay muchas formas individualizadas de la patología
del amor, que ocasionan sufrimientos conscientes y que tanto
los psiquiatras como muchos legos consideran neuróticas.
Algunas de las más frecuentes se describen brevemente
en los siguientes ejemplos:
La condición básica del amor neurótico
radica en el hecho de que uno o los dos "amantes"
han permanecido ligados a la figura de un progenitor y transfieren
los sentimientos, expectaciones y temores que una vez tuvieron
frente al padre o la madre, a la persona amada en la vida
adulta; tales personas no han superado el patrón de
relación infantil, y aspiran a repetirlo en sus exigencias
afectivas en la vida adulta. En tales casos, la persona sigue
siendo, desde el punto de vista afectivo, una criatura de
dos, cinco o doce años, mientras que, intelectual y
socialmente, está al nivel de su edad cronológica.
En los casos más graves, esa inmadurez emocional conduce
a perturbaciones en su afectividad social; en los más
leves, el conflicto se limita a la esfera de las relaciones
personales íntimas.
Con respecto a nuestro previo análisis de la personalidad
centrada en la madre o en el padre, el siguiente ejemplo de
ese tipo de relación neurótica amorosa frecuente
hoy en día, se refiere a los hombres que, en su desarrollo
emocional, han permanecido fijados a una relación infantil
con la madre. Trátase de hombres que, por así
decir, nunca fueron destetados; siguen sintiendo como niños;
quieren la protección, el amor, el calor, el cuidado
y la admiración de la madre; quieren el amor incondicional
de la madre, un amor que se da por la única razón
de que ellos lo necesitan, porque son sus hijos, porque están
desvalidos. Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encantadores
cuando tratan de lograr que una mujer los ame, y aun después
de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como,
en realidad, con toda la gente) es superficial e irresponsable.
Su finalidad es ser amados, no amar. Suele haber mucha vanidad
en ese tipo de hombre e ideas grandiosas más o menos
soslayadas. Si han encontrado a la mujer adecuada, se sienten
seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar gran cantidad
de afecto y encanto, por lo cual suelen ser engañosos.
Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de
responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan
a aparecer conflictos y resentimientos. Si la mujer no los
admira continuamente, si reclama una vida propia, si quiere
sentirse amada y protegida, y en los casos extremos, si no
está dispuesta a tolerar sus asuntos amorosos con otras
mujeres (o aun a admirar su interés por ellas), el
hombre se siente hondamente herido y desilusionado, y habitualmente
racionaliza ese sentimiento con la idea de que la mujer "no
lo ama, es egoísta o dominadora". Todo lo que
no corresponda a la actitud de la madre amante hacia un hijo
encantador, se toma como prueba de falta de amor. Esos hombres
suelen confundir su conducta afectuosa, su deseo de complacer,
con genuino amor, y llegan así a la conclusión
de que se los trata injustamente; imaginan ser grandes amantes
y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.
En casos excepcionales, una persona fijada a la madre puede
vivir sin perturbaciones serias. Si su madre, en realidad,
lo "amó" de una manera sobreprotectora (siendo
quizá dominante, pero no destructiva), si él
encuentra una esposa del mismo tipo maternal, si sus dones
y talentos especiales le permiten utilizar su encanto y ser
admirado (como ocurre con la mayoría de los políticos
de éxito), estará "bien adaptado"
en el sentido social, aunque sin alcanzar nunca un nivel de
madurez. Pero en condiciones menos favorables, que son, desde
luego, las más frecuentes, su vida amorosa, si no su
vida social, es una profunda desilusión; surgen conflictos,
y a menudo angustia y depresión intensas cuando este
tipo de personalidad se queda solo.
En otra forma aún más grave de la patología,
la fijación a la madre es más profunda e irracional.
En ese nivel, el deseo no consiste, hablando simbólicamente,
en volver a los brazos protectores de la madre, a su pecho
nutritivo, sino a sus entrañas que todo lo reciben
-y todo lo destruyen-. Si la naturaleza de la salud mental
consiste en salir de las entrañas al mundo, la naturaleza
de la enfermedad mental aguda es la atracción hacia
las entrañas, a introducirse nuevamente en ellas -y
eso equivale a ser arrebatado de la vida-. Tal tipo de fijación
se produce frecuentemente en la relación con madres
que tienen con los hijos una actitud absorbente y destructiva.
A veces, en nombre del amor, otras, en nombre del deber, quieren
mantener al niño, al adolescente, al hombre, dentro
de ellas; éste no tendría que respirar sino
a través de la madre; no debería amar, sino
en un nivel sexual superficial -degradando a todas las otras
mujeres-; no debe ser libre e independiente, sino un eterno
inválido o un criminal.
Esa actitud de la madre, absorbente y destructiva, constituye
el aspecto negativo de la figura materna. La madre puede dar
vida, también puede tomarla. Es ella quien revive,
y ella quien destruye; puede hacer milagros de amor -y nadie
puede herir tanto como ella-. En las imágenes religiosas
(tales como la diosa hindú Kali) y en el simbolismo
onírico, suelen encontrarse los dos aspectos opuestos
de la madre.
Los casos en que la relación principal se establece
con el padre ofrecen otra forma de patología neurótica.
Un caso ilustrativo es el de un hombre cuya madre es fría
e indiferente, mientras que el padre (en parte como consecuencia
de la frialdad de la madre) concentra todo su afecto e interés
en el hijo. Es un "buen padre", pero, al mismo tiempo,
autoritario. Cuando está complacido con la conducta
de su hijo, lo elogia, le hace regalos, es afectuoso; cuando
el hijo le da un disgusto, se aleja de él o lo reprende.
El hijo, que sólo cuenta con el afecto del padre, se
comporta frente a éste como un esclavo. Su finalidad
principal en la vida es complacerlo, y cuando lo logra, es
feliz, seguro y satisfecho. Pero cuando comete un error, fracasa
o no logra complacer al padre, se siente disminuido, rechazado,
abandonado. En los años posteriores, ese hombre tratará
de encontrar una figura paterna con la que pueda mantener
una relación similar. Toda su vida se convierte en
una serie de altos y bajos, según que haya logrado
o no ganar el elogio del padre. Tales individuos suelen tener
mucho éxito en su carrera social. Son escrupulosos,
afanosos, dignos de confianza -siempre y cuando la imagen
paternal que han elegido sepa manejarlos-. Pero en su relación
con las mujeres, permanecen apartados y distantes. La mujer
no posee una importancia central para ellos; suelen sentir
un leve desprecio por ella, generalmente oculto por una preocupación
paternal por las jovencitas. Su cualidad masculina puede impresionar
inicialmente a una mujer, pero ésta pronto se desilusiona,
cuando descubre que está destinada a desempeñar
un papel secundario al afecto fundamental por la figura paterna
que predomina en la vida de su esposo en un momento dado;
las cosas ocurren así, a menos que ella misma esté
aún ligada a su padre y se sienta por lo tanto feliz
junto a un hombre que la trata como a una niña caprichosa.
Más complicada es la clase de perturbación
neurótica que aparece en el amor basado en una situación
paterna de distinto tipo, que se produce cuando los padres
no se aman, pero son demasiado reprimidos como para tener
peleas o manifestar signos exteriores de insatisfacción.
Al mismo tiempo, su alejamiento les quita espontaneidad en
la relación con los hijos. Lo que una niña experimenta
es una atmósfera de "corrección",
pero nunca le permite un contacto íntimo con el padre
o la madre y por consiguiente la desconcierta y atemoriza.
Nunca está segura de lo que sus padres sienten o piensan;
siempre hay un elemento desconocido, misterioso, en la atmósfera.
Como resultado, la niña se retrae en un mundo propio,
tiene ensoñaciones, permanece alejada; y su actitud
será la misma en las relaciones amorosas posteriores.
Además, la retracción da lugar al desarrollo
de una angustia intensa, de un sentimiento de no estar firmemente
arraigada en el mundo, y suele llevar a tendencias masoquistas
como la única forma de experimentar una excitación
intensa. Tales mujeres prefieren por lo general que el esposo
les haga una escena y les grite, a que mantenga una conducta
más normal y sensata, porque al menos eso las libera
de la carga de tensión y miedo; incluso llegan a veces
a provocar esa conducta, con el fin de terminar con el atormentador
suspenso de la neutralidad afectiva.
En los párrafos siguientes se describen otras formas
frecuentes de amor irracional, sin entrar a analizar los factores
específicos del desarrollo infantil que las originan.
Una forma de pseudoamor, que no es rara y suele experimentarse
(y más frecuentemente describirse en las películas
y las novelas) como el "gran amor", es el amor idolátrico.
Si una persona no ha alcanzado el nivel correspondiente a
una sensación de identidad, de yoidad, arraigada en
el desenvolvimiento productivo de sus propios poderes, tiende
a "idolizar" a la persona amada. Está enajenada
de sus propios poderes y los proyecta en la persona amada,
a quien adora como al summum bonum, portadora de todo amor,
toda luz y toda dicha. En ese proceso, se priva de toda sensación
de fuerza, se pierde a sí misma en la persona amada,
en lugar de encontrarse. Puesto que usualmente ninguna persona
puede, a la larga, responder a las expectaciones de su adorador,
inevitablemente se produce una desilusión, y para remediarla
se busca un nuevo ídolo, a veces en una sucesión
interminable. Lo característico de este tipo de amor
es, al comienzo, lo intenso y precipitado de la experiencia
amorosa. El amor idolátrico suele describirse como
el verdadero y grande amor; pero, si bien se pretende que
personifique la intensidad y la profundidad del amor, sólo
demuestra el vacío y la desesperación del idólatra.
Es innecesario decir que no es raro que dos personas se idolatren
mutuamente, lo cual, en los casos extremos, representa el
cuadro de una folie á deux.
Otra forma de pseudoamor es lo que cabe llamar amor sentimental.
Su esencia consiste en que el amor sólo se experimenta
en la fantasía y no en el aquí y ahora de la
relación con otra persona real. La forma más
común de tal tipo de amor es la que se encuentra en
la gratificación amorosa substitutiva que experimenta
el consumidor de películas, novelas románticas
y canciones de amor. Todos los deseos insatisfechos de amor,
unión e intimidad hallan satisfacción en el
consumo de tales productos. Un hombre y una mujer que, en
su relación como esposos, son incapaces de atravesar
el muro de separatidad, se conmueven hasta las lágrimas
cuando comparten el amor feliz o desgraciado de una pareja
en la pantalla. Para muchos matrimonios, ésa constituye
la única ocasión en la que experimentan amor
-no el uno por el otro, sino juntos, como espectadores del
"amor" de otros seres-. En tanto el amor sea una
fantasía, pueden participar; en cuanto desciende a
la realidad de la relación entre dos seres reales,
se congelan.
Otro aspecto del amor sentimental es la "abstractificación"
del amor en términos de tiempo. Una pareja puede sentirse
hondamente conmovida por los recuerdos de su pasado amoroso,
aunque no haya experimentado amor alguno cuando ese pasado
era presente, o por las fantasías de su amor futuro.
¿Cuántas parejas comprometidas o recién
casadas sueñan con una dicha amorosa que se hará
realidad en el futuro, pese a que en el momento en que viven
han comenzado ya a aburrirse mutuamente? Esa tendencia coincide
con una característica actitud general del hombre moderno.
Ese vive en el pasado o en el futuro, pero no en el presente.
Recuerda sentimentalmente su infancia y a su madre -o hace
planes de felicidad futura-. Sea que el amor se experimente
substitutivamente, participando en las experiencias ficticias
de los demás, o que se traslade del presente al pasado
o al futuro, tal forma abstracta y enajenada del amor sirve
como opio que alivia el dolor de la realidad, la soledad y
la separación del individuo.
Otra forma de amor neurótico consiste en el uso de
mecanismos proyectivos a fin de evadirse de los problemas
propios y concentrarse, en cambio, en los defectos y flaquezas
de la persona "amada". Los individuos se comportan
en ese sentido de manera muy similar a los grupos, naciones
o religiones. Son muy sutiles para captar hasta los menores
defectos de la otra persona y viven felices ignorando los
propios, siempre ocupados tratando de acusar o reformar a
la otra persona. Si dos personas lo hacen -como suele ocurrir-,
la relación amorosa se convierte en una proyección
recíproca. Si soy dominador o indeciso, o ávido,
acuso de ello a mi pareja y, según mi carácter,
trato de corregirla o de castigarla. La otra persona hace
lo mismo y ambas consiguen así dejar de lado sus propios
problemas y, por lo tanto, no dan los pasos necesarios para
el progreso de su propia evolución.
Otra forma de proyección es la de los propios problemas
en los niños. En primer término, tal proyección
aparece con cierta frecuencia en el deseo de tener hijos.
En tales casos, ese deseo está principalmente determinado
por la proyección del propio problema de la existencia
en el de los hijos. Cuando una persona siente que no ha podido
dar sentido a su propia vida, trata de dárselo en función
de la vida de sus hijos. Pero está destinada a fracasar
consigo misma y para los hijos. Lo primero, porque cada uno
puede sólo resolver por sí mismo y no por poder
el problema de la existencia; lo segundo, porque carece de
las cualidades que se necesitan para guiar a los hijos en
su propia búsqueda de una respuesta. Los hijos también
sirven finalidades proyectivas cuando surge el problema de
disolver un matrimonio desgraciado. El argumento común
de los padres en tal situación es que no pueden separarse
para no privar a los hijos de las ventajas de un hogar unido.
Cualquier estudio detallado demostraría, empero, que
la atmósfera de tensión e infelicidad dentro
de la "familia unida" es más nociva para
los niños que una ruptura franca, que les enseña,
por lo menos, que el hombre es capaz de poner fin a una situación
intolerable por medio de una decisión valiente.
Debemos mencionar aquí otro error muy frecuente: la
ilusión de que el amor significa necesariamente la
ausencia de conflicto. Así como la gente cree que el
dolor y la tristeza deben evitarse en todas las circunstancias,
supone también que el amor significa la ausencia de
todo conflicto. Y encuentran buenos argumentos en favor de
esa idea en el hecho de que las disputas que observan a diario
no son otra cosa que intercambios destructivos que no producen
bien alguno a ninguno de los interesados. Pero el motivo de
ello está en el hecho de que los "conflictos"
de la mayoría de la gente constituyen, en realidad,
intentos de evitar los verdaderos conflictos reales. Son desacuerdos
sobre asuntos secundarios o superficiales que, por su misma
índole, no contribuyen a aclarar ni a solucionar nada.
Los conflictos reales entre dos personas, los que no sirven
para ocultar o proyectar, sino que se experimentan en un nivel
profundo de la realidad interior a la que pertenecen, no son
destructivos. Contribuyen a aclarar, producen una catarsis
de la que ambas personas emergen con más conocimiento
y mayor fuerza. Y eso nos lleva a destacar algo que ya dijimos
antes.
El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican
entre sí desde el centro de sus existencias, por lo
tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a sí
misma desde el centro de su existencia. Sólo en esa
"experiencia central" está la realidad humana,
sólo allí hay vida, sólo allí
está la base del amor. Experimentado en esa forma,
el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo,
sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía
o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con
respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan
desde la esencia de su existencia, de que son el uno con el
otro al ser uno consigo mismo y no al huir de sí mismos.
Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la hondura
de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una
de las personas implicadas; es por tales frutos por los que
se reconoce al amor.
Así como los autómatas no pueden amarse entre
sí tampoco pueden amar a Dios. La desintegración
del amor a Dios ha alcanzado las mismas proporciones que la
desintegración del amor al hombre. Ese hecho hállase
en evidente contradicción con la idea de que estamos
en presencia de un renacimiento religioso en nuestra época.
Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo
que presenciamos (si bien hay excepciones) es una regresión
a un concepto idolátrico de Dios, y una transformación
del amor a Dios en una relación correspondiente a una
estructura caracterológica enajenada. Es fácil
comprobar tal regresión. La gente está angustiada,
carece de principios o fe, no la mueve otra finalidad que
la de seguir adelante; por lo tanto, siguen siendo criaturas,
confiando en que el padre o la madre acuda a ayudarlos cuando
lo necesiten.
Es verdad que en diversas culturas religiosas, como la de
la Edad Media, el hombre corriente también consideraba
a Dios un padre y una madre protectores. Pero al mismo tiempo
también tomaba a Dios en serio, en el sentido de que
la meta fundamental de su vida era vivir según los
principios de Dios, hacer de la "salvación"
su preocupación suprema, a la cual subordinaba todas
las demás actividades. Nada queda de ese esfuerzo hoy
en día. La vida diaria está estrictamente separada
de cualquier valor religioso. Se dedica a obtener comodidades
materiales y éxito en el mercado de la personalidad.
Los principios en que se basan nuestros esfuerzos seculares
son los de indiferencia y egoísmo (el segundo rotulado
generalmente "individualismo" o "iniciativa
individual"). El hombre de culturas verdaderamente religiosas
puede compararse a un niño de ocho años, que
necesita la ayuda de su padre, pero que comienza a adoptar
en su vida sus enseñanzas y principios. El hombre contemporáneo
es más bien como un niño de tres años,
que llora llamando a su padre cuando lo necesita, o bien,
se muestra completamente autosuficiente cuando puede jugar.
En ese sentido, en la dependencia infantil de una imagen
antropomórfica de Dios sin la transformación
de la vida de acuerdo con los principios de Dios, estamos
más cerca de una tribu idólatra primitiva que
de la cultura religiosa de la Edad Media. En otro sentido,
nuestra situación religiosa muestra rasgos nuevos,
característicos únicamente de la sociedad occidental
capitalista contemporánea. Puedo remitirme a afirmaciones
hechas antes. El hombre moderno se ha transformado en un artículo;
experimenta su energía vital como una inversión
de la que debe obtener el máximo beneficio, teniendo
en cuenta su posición y la situación del mercado
de la personalidad. Está enajenado de sí mismo,
de sus semejantes y de la naturaleza. Su finalidad principal
es el intercambio ventajoso de sus aptitudes, su conocimiento
y de sí mismo, de su "bagaje de personalidad"
con otros individuos igualmente ansiosos de lograr un intercambio
conveniente y equitativo. La vida carece de finalidad, salvo
la de seguir adelante, de principios, excepto el del intercambio
equitativo, de satisfacción, excepto la de consumir.
¿Qué puede significar el concepto de Dios en
tales circunstancias? Ha perdido su significado religioso
original y se ha adaptado a la cultura enajenada del éxito.
En el renacimiento religioso de los últimos tiempos,
la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico
cuya finalidad es el hacer al individuo más apto para
la pugna competitiva.
La religión se alía con la autosugestión
y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades
comerciales. Después de la Primera Guerra Mundial aún
no se había recurrido a Dios con el propósito
de "mejorar la propia personalidad". El libro que
más se vendió en 1938, Cómo ganar amigos
e influir sobre la gente, de Dale Carnegie, se mantuvo en
un nivel estrictamente secular. La función que cumplió
entonces dicho libro de Dale Carnegie, es la que hoy realiza
el best-seller actual, El poder del pensamiento positivo,
del Reverendo N. V. Peale. En este libro religioso ni siquiera
se cuestiona que nuestra preocupación predominante
por el éxito esté de acuerdo con el espíritu
de la religión monoteísta. Por el contrario,
jamás se pone en duda tal finalidad suprema, sino que
se recomiendan la creencia en Dios y las plegarias como un
medio de aumentar la propia habilidad para alcanzar el éxito.
Así como los psiquiatras modernos recomiendan la felicidad
del empleado, para ganar la simpatía de los compradores,
del mismo modo algunos sacerdotes aconsejan amar a Dios para
tener más éxito. "Haz de Dios tu socio"
significa hacer de Dios un socio en los negocios, antes que
hacerse uno con El en el amor, la justicia y la verdad. De
modo similar a cómo se ha reemplazado el amor fraternal
por la equidad impersonal, se ha transformado a Dios en un
remoto Director General del Universo y Cía.; sabemos
que está allí, que dirige la función
(aunque ésta probablemente seguiría adelante
sin él), nunca lo vemos, pero aceptamos su dirección
mientras "desempeñamos nuestro papel".
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