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Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Índice
Prefacio
1. ¿Es el amor un arte?
2. La teoría del amor
3. El amor entre padres e hijos
4. Los objetos amorosos
5. El amor y su desintegración en la sociedad occidental contemporánea
6. La práctica del amor
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EL ARTE DE AMAR

Autor: Erich Fromm

CAPÍTULO V. EL AMOR Y SU DESINTEGRACIÓN EN LA SOCIEDAD OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEA

Si el amor es una capacidad del carácter maduro, productivo, de ello se sigue que la capacidad de amar de un individuo perteneciente a cualquier cultura dada depende de la influencia que esa cultura ejerce sobre el carácter de la persona media. Al hablar del amor en la cultura occidental contemporánea, entendemos preguntar si la estructura social de la civilización occidental y el espíritu que de ella resulta llevan al desarrollo del amor. Plantear tal interrogante es contestarlo negativamente. Ningún observador objetivo de nuestra vida occidental puede dudar de que el amor -fraterno, materno y erótico- es un fenómeno relativamente raro, y que en su lugar hay cierto número de formas de pseudoamor, que son, en realidad, otras tantas formas de la desintegración del amor.

La sociedad capitalista se basa en el principio de libertad política, por un lado, y del mercado como regulador de todas las relaciones económicas, y por lo tanto, sociales, por el otro. El mercado de productos determina las condiciones que rigen el intercambio de mercancías, y el mercado del trabajo regula la adquisición y venta de la mano de obra. Tanto las cosas útiles como la energía y la habilidad humanas se transforman en artículos que se intercambian sin utilizar la fuerza y sin fraude en las condiciones del mercado. Los zapatos, por útiles y necesarios que sean, carecen de valor económico (valor de intercambio) si no hay demanda de ellos en el mercado; la energía y la habilidad humanas no tienen valor de intercambio si no existe demanda en las condiciones existentes en el mercado. El poseedor de capital puede comprar mano de obra y hacerla trabajar para la provechosa inversión de su capital. El poseedor de mano de obra debe venderla a los capitalistas según las condiciones existentes en el mercado, o pasará hambre. Tal estructura económica se refleja en una jerarquía de valores. El capital domina al trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el trabajo, los poderes humanos, lo que está vivo.

Tal ha sido la estructura básica del capitalismo desde sus comienzos. Y si bien caracteriza todavía al capitalismo moderno, se han modificado ciertos factores que dan al capitalismo contemporáneo sus cualidades específicas y ejercen una honda influencia sobre la estructura caracterológica del hombre moderno. Como resultado del desarrollo del capitalismo, presenciamos un proceso siempre creciente de centralización y concentración del capital. Las grandes empresas se expanden continuamente, mientras las pequeñas se asfixian. La posesión del capital invertido en tales empresas está cada vez más separada de la función de administrarlas. Cientos de miles de accionistas "poseen" la empresa; una burocracia administrativa bien pagada, pero que no posee la empresa, la maneja. Esa burocracia está menos interesada en obtener beneficios máximos que en la expansión de la empresa, y en su propio poder. La concentración creciente de capital y el surgimiento de una poderosa burocracia administrativa corren parejas con el desarrollo del movimiento laboral. A través de la sindicalización del trabajo, el trabajador individual no tiene que comerciar por y para sí mismo en el mercado laboral; pertenece a grandes sindicatos, dirigidos también por una poderosa burocracia que lo representa ante los colosos industriales. La iniciativa ha pasado, para bien o para mal, del individuo a la burocracia, tanto en lo que respecta al capital como al trabajo. Un número cada vez mayor de individuos deja de ser independiente y comienza a depender de quienes dirigen los grandes imperios económicos.

Otro rasgo decisivo que resulta de esa concentración del capital, y característico del capitalismo moderno, es la forma específica de la organización del trabajo. Empresas sumamente centralizadas con una división radical del trabajo conducen a una organización donde el trabajador pierde su individualidad, en la que se convierte en un engranaje no indispensable de la máquina. El problema humano del capitalismo moderno puede formularse de la siguiente manera:

El capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse fácilmente. Necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral -dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a encajar sin dificultades en la maquinaria social-; a los que se pueda guiar sin recurrir a la fuerza, conducir, sin líderes, impulsar sin finalidad alguna -excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante-.

¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. (Cf. un estudio más detallado del apartamiento y de la influencia de la sociedad moderna sobre el carácter del hombre en mi libro The Sane Society, Nueva York, Rinehart and Company, 1955.) Se ha transformado en un articulo, experimenta sus fuerzas vitales como una inversión que debe producirle el máximo de beneficios posible en las condiciones imperantes en el mercado. Las relaciones humanas son esencialmente las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en el pensamiento, el sentimiento o la acción. Al mismo tiempo que todos tratan de estar tan cerca de los demás como sea posible, todos permanecen tremendamente solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge siempre que es imposible superar la separatidad humana. Nuestra civilización ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad: en primer término, la estricta rutina del trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos humanos más fundamentales, del anhelo de trascendencia y unidad. En la medida en que la rutina sola no basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y, además, por medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras. El hombre moderno está actualmente muy cerca de la imagen que Huxley describe en Un mundo feliz: bien alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho, y no obstante sin yo, sin contacto alguno, salvo el más superficial, con sus semejantes, guiado por los lemas que Huxley formula tan sucintamente, tales como: "Cuando el individuo siente, la comunidad tambalea"; o "Nunca dejes para mañana la diversión que puedes conseguir hoy", o, como afirmación final: "Todo el mundo es feliz hoy en día." La felicidad del hombre moderno consiste en "divertirse". Divertirse significa la satisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebidas, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El mundo es un enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente expectantes, los esperanzados -y los eternamente desilusionados-. Nuestro carácter está equipado para intercambiar y recibir, para traficar y consumir; todo, tanto los objetos materiales, como los espirituales, se convierten en objeto de intercambio y de consumo.

La situación en lo que atañe al amor corresponde, inevitablemente, al carácter social del hombre moderno. Los autómatas no pueden amar, pueden intercambiar su "bagaje de personalidad" y confiar en que la transacción sea equitativa. Una de las expresiones más significativas del amor, y en especial del matrimonio con esa estructura enajenada, es la idea del "equipo". En innumerables artículos sobre el matrimonio feliz, el ideal descrito es el de un equipo que funciona sin dificultades. Tal descripción no difiere demasiado de la idea de un empleado que trabaja sin inconvenientes; debe ser "razonablemente independiente", cooperativo, tolerante, y al mismo tiempo ambicioso y agresivo. Así, el consejero matrimonial nos dice que el marido debe "comprender" a su mujer y ayudarla. Debe comentar favorablemente su nuevo vestido, y un plato sabroso. Ella, a su vez, debe mostrarse comprensiva cuando él llega a su hogar fatigado y de mal humor, debe escuchar atentamente sus comentarios sobre sus problemas en el trabajo, no debe mostrarse enojada sino comprensiva cuando él olvida su cumpleaños. Ese tipo de relaciones no significa otra cosa que una relación bien aceitada entre dos personas que siguen siendo extrañas toda su vida, que nunca logran una "relación central", sino que se tratan con cortesía y se esfuerzan por hacer que el otro se sienta mejor.

En ese concepto del amor y el matrimonio, lo más importante es encontrar un refugio de la sensación de soledad que, de otro modo, sería intolerable. En el "amor" se encuentra, al fin, un remedio para la soledad. Se establece una alianza de dos contra el mundo, y se confunde ese egoísmo á deux con amor e intimidad.

La importancia que se otorga al espíritu de equipo, la tolerancia mutua, etc., es algo relativamente reciente. Lo precedió, en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, un concepto del amor en el que la mutua satisfacción sexual suponíase la base de las relaciones amorosas satisfactorias, y, especialmente, de un matrimonio feliz. Creíase que las causas de los frecuentes fracasos matrimoniales obedecían a que la pareja no había logrado una adecuada "adaptación sexual", lo cual se atribuía, a su vez, a la ignorancia respecto de la conducta sexual "correcta", y, por ende, a una teoría sexual defectuosa de una o las dos partes. Con el fin de "curar" esa inadaptación y de ayudar a parejas desgraciadas que no podían amarse mutuamente, se publicaron muchos libros que daban instrucciones y consejos referentes a la conducta sexual apropiada, y prometían implícita o explícitamente la felicidad y el amor como resultados. Se partía del principio de que el amor es el hijo del placer sexual, y que dos personas se amarán si aprenden a satisfacerse recíprocamente en el aspecto sexual. Correspondía a la ilusión general de la época suponer que el uso de las técnicas adecuadas es la solución no sólo de los problemas técnicos de la producción industrial, sino también de todos los problemas humanos. Se desconocía totalmente el hecho de que la verdad es precisamente lo contrario.

El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada; por el contrario, la felicidad sexual -y aun el conocimiento de la llamada técnica sexual- es el resultado del amor. Si aparte de la observación diaria fueran necesarias más pruebas en apoyo de esa tesis, podrían encontrarse en el vasto material de los datos psicoanalíticos. El estudio de los problemas sexuales más frecuentes -frigidez en las mujeres y las formas más o menos serias de impotencia psíquica en los hombres-, demuestra que la causa no radica en una falta de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que impiden amar. El temor o el odio al otro sexo están en la raíz de las dificultades que impiden a una persona entregarse por completo, actuar espontáneamente, confiar en el compañero sexual, en lo inmediato y directo de la unión sexual. Si una persona sexualmente inhibida puede dejar de temer u odiar, y tornarse entonces capaz de amar, sus problemas sexuales están resueltos. Si no, ningún conocimiento sobre técnicas sexuales le servirá de ayuda.

Pero si bien los datos de la terapia psicoanalitica señalan la falacia de la idea de que el conocimiento de la técnica sexual apropiada conduce a la felicidad sexual y al amor, la suposición subyacente de que el amor es el concomitante de la mutua satisfacción sexual está determinada en alto grado por las teorías de Freud. Para Freud, el amor es básicamente un fenómeno sexual. "El hombre, al descubrir por experiencia que el amor sexual (genital) le proporcionaba su gratificación máxima, de modo que se convirtió en realidad de un prototipo de toda felicidad para él, debió, en consecuencia, haberse visto impelido a buscar su felicidad por el camino de las relaciones sexuales, a hacer de su erotismo genital el punto central de su vida." (S. Freud, Civilization and Its Discontents (versión inglesa de J. Riviére), Londres, The Hogarth Press, 1953, pág. 68.) Para Freud, la experiencia del amor fraterno es un producto del amor sexual, pero en el cual el instinto sexual se transforma en un impulso con "finalidad inhibida". "Originalmente, el amor con una finalidad inhibida estaba sin duda lleno de amor sensual, y lo sigue estando aún en el inconsciente del hombre." (Ibídem, pág. 69.) En lo que atañe al sentimiento de fusión, de unidad ("sentimiento oceánico"), que constituye la esencia de la experiencia mística y la raíz de la más intensa sensación de unión con otra persona o con nuestros semejantes, Freud lo interpreta como un fenómeno patológico, como una regresión a un estado de temprano "narcisismo ilimitado". (Ibídem, pág. 21.)

Freud está sólo a un paso de afirmar que el amor es en sí mismo un fenómeno irracional. Para él no existe diferencia entre el amor irracional y el amor como una expresión de la personalidad madura. En un trabajo sobre el amor transferencial (Freud, Gesamte Werke, Londres, 1940-52, Vol. X.), señaló que éste no difiere esencialmente del fenómeno "normal" del amor. Enamorarse linda siempre con lo anormal, siempre se acompaña de ceguera a la realidad, compulsividad, y constituye una transferencia de los objetos amorosos de la infancia. El amor como fenómeno racional, como máximo logro de la madurez, no es, para Freud, materia de investigación, puesto que no tiene existencia real.

Sin embargo, sería un error sobrestimar la influencia de las ideas de Freud sobre el concepto de que el amor es el resultado de la atracción sexual, o de que es lo mismo que la satisfacción sexual, reflejada en el sentimiento consciente. Esencialmente, el nexo causal siguió la dirección opuesta. Las ideas de Freud sufrieron en parte la influencia del espíritu del siglo diecinueve, en parte se hicieron populares a través de las tendencias predominantes en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Algunos de los factores que influyeron tanto sobre el concepto popular como sobre el freudiano, fueron, en primer término, una reacción contra las estrictas normas de la era victoriana. El segundo factor determinante de las teorías de Freud reside en el concepto de hombre prevaleciente, concepto que se basa en la estructura del capitalismo. A fin de demostrar que el capitalismo corresponde a las necesidades naturales del hombre, había que probar que el hombre era por naturaleza competitivo y hostil a los demás. Mientras los economistas "demostraban" esto en función del insaciable deseo de beneficios económicos, y los darwinistas en función de la ley biológica de la supervivencia del más apto, Freud llegó a idéntico resultado partiendo de la suposición de que el hombre está movido por un insaciable deseo de conquista sexual de todas las mujeres, y que sólo la presión de la sociedad le impide obrar de acuerdo con sus deseos. Como resultado, los hombres son necesariamente celosos los unos de los otros, y los celos y la competencia recíprocos subsistirían aunque todas sus causas sociales y económicas desaparecieran. ( El único discípulo de Freud que nunca se separó de su maestro y que, no obstante, en los últimos años de su vida modificó sus puntos de vista sobre el amor, fue Sándor Ferenczi. Un excelente estudio sobre este tema, se encontrará en The Leaven of Love, de Izette de Forest, Nueva York, Harper and Brothers, 1954.)

Eventualmente, el pensamiento freudiano acusó una marcada influencia del tipo de materialismo predominante en el siglo diecinueve. Creíase que el sustrato de todos los fenómenos mentales se encontraba en los fenómenos fisiológicos; por consiguiente, Freud consideró el amor, el odio, la ambición, los celos, como otros tantos productos de las diversas formas del instinto sexual. No vio que la realidad básica está en la totalidad de la existencia humana; en primer término, en la situación humana común a todos los hombres, en segundo lugar, en la práctica de vida determinada por la estructura específica de la sociedad. (Marx dio un paso decisivo más allá de ese tipo de materialismo, en su propio "materialismo histórico", según el cual ni el cuerpo, ni un instinto tal como la necesidad de alimento o posesiones, constituye la clave de la comprensión del hombre, sino la totalidad del proceso vital del hombre, su "práctica de la vida".) Según Freud, la satisfacción plena y desinhibida de todos los deseos instintivos aseguraría la salud mental y la felicidad. Pero hechos clínicos obvios muestran que los hombres -y las mujeres- que dedican su vida a la satisfacción sexual sin restricciones no son felices, y que a menudo sufren graves síntomas y conflictos neuróticos. La gratificación completa de todas las necesidades instintivas no sólo no constituye la base de la felicidad, sino que ni siquiera garantiza la salud mental. Las tesis freudianas pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período que siguió a la Primera Guerra Mundial, a causa de los cambios ocurridos en el espíritu del capitalismo, del énfasis en ahorrar al énfasis en gastar, de la autofrustración como medio de lograr el éxito económico al consumo como base de un mercado en constante expansión y como principal satisfacción para el individuo angustiado, automatizado. Tanto en la esfera de lo sexual cuanto en la del consumo material, la tendencia fundamental era no postergar la satisfacción de ningún deseo.

Es interesante comparar los conceptos de Freud, que corresponden al espíritu del capitalismo tal como existía aún intacto, en los comienzos de este siglo, con los conceptos teóricos de uno de los más brillantes psicoanalistas contemporáneos, ya fallecido, H. S. Sullivan. En el sistema psicoanalítico de Sullivan encontramos, en contraste con el de Freud, una estricta división entre sexualidad y amor.

¿Qué significado tienen el amor y la intimidad en el concepto de Sullivan? "Intimidad es un tipo de situación que comprende a dos personas y que permite la validación de todos los componentes de la excelencia personal. Tal validación requiere un tipo de relación que llamo colaboración, entendiendo por ella adaptaciones formuladas de la propia conducta a necesidades manifiestas de la otra persona, en persecución de satisfacciones cada vez más idénticas -esto es, satisfacciones cada vez más mutuas, y para el mantenimiento de operaciones de seguridad más y más similares" (H. S. Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton Co., 1953, pág. 246. Debe notarse que, aunque Sullivan da esta definición en relación a los impulsos de la preadolescencia, habla de ellos como tendencias integrativas, que aparecen durante la preadolescencia, "que cuando están completamente desarrolladas, denominamos amor", y dice que ese amor de la preadolescencia "representa el comienzo de algo muy similar al amor pleno, psiquiátricamente definido".). Si liberamos ese pasaje de su lenguaje algo complicado, la esencia del amor se ve en una situación de colaboración, en la que dos personas sienten: "Seguimos las reglas del juego para conservar nuestro prestigio y sentimiento de superioridad y mérito."( Ibídem, pág. 246. Otra definición del amor según Sullivan: el amor comienza cuando una persona siente que las necesidades de otra persona son tan importantes como las propias, está menos coloreada por el aspecto mercantil que la formulación anterior.)

Así como el concepto freudiano del amor es una descripción de la experiencia del varón patriarcal en términos del capitalismo del siglo diecinueve, así la descripción de Sullivan se refiere a la experiencia de la personalidad enajenada y mercantil del siglo veinte. Es la descripción de un "egotismo á deux", de dos personas que aman sus intereses comunes y se unen frente a un mundo hostil y enajenado. En realidad, su definición de la intimidad es en principio válida para el sentimiento de cualquier equipo cooperativo, en el que todos "adaptan su conducta a las necesidades manifiestas de la otra persona, en persecución de finalidades comunes" (es notable que Sullivan hable aquí de necesidades manifiestas, cuando lo menos que puede decirse del amor es que implica una reacción a las necesidades inexpresadas entre dos seres).

El amor como satisfacción sexual recíproca, y el amor como "trabajo en equipo" y como un refugio de la soledad, constituyen las dos formas "normales" de la desintegración del amor en la sociedad occidental contemporánea, de la patología del amor socialmente determinado. Hay muchas formas individualizadas de la patología del amor, que ocasionan sufrimientos conscientes y que tanto los psiquiatras como muchos legos consideran neuróticas. Algunas de las más frecuentes se describen brevemente en los siguientes ejemplos:

La condición básica del amor neurótico radica en el hecho de que uno o los dos "amantes" han permanecido ligados a la figura de un progenitor y transfieren los sentimientos, expectaciones y temores que una vez tuvieron frente al padre o la madre, a la persona amada en la vida adulta; tales personas no han superado el patrón de relación infantil, y aspiran a repetirlo en sus exigencias afectivas en la vida adulta. En tales casos, la persona sigue siendo, desde el punto de vista afectivo, una criatura de dos, cinco o doce años, mientras que, intelectual y socialmente, está al nivel de su edad cronológica. En los casos más graves, esa inmadurez emocional conduce a perturbaciones en su afectividad social; en los más leves, el conflicto se limita a la esfera de las relaciones personales íntimas.

Con respecto a nuestro previo análisis de la personalidad centrada en la madre o en el padre, el siguiente ejemplo de ese tipo de relación neurótica amorosa frecuente hoy en día, se refiere a los hombres que, en su desarrollo emocional, han permanecido fijados a una relación infantil con la madre. Trátase de hombres que, por así decir, nunca fueron destetados; siguen sintiendo como niños; quieren la protección, el amor, el calor, el cuidado y la admiración de la madre; quieren el amor incondicional de la madre, un amor que se da por la única razón de que ellos lo necesitan, porque son sus hijos, porque están desvalidos. Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encantadores cuando tratan de lograr que una mujer los ame, y aun después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en realidad, con toda la gente) es superficial e irresponsable. Su finalidad es ser amados, no amar. Suele haber mucha vanidad en ese tipo de hombre e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han encontrado a la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar gran cantidad de afecto y encanto, por lo cual suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan a aparecer conflictos y resentimientos. Si la mujer no los admira continuamente, si reclama una vida propia, si quiere sentirse amada y protegida, y en los casos extremos, si no está dispuesta a tolerar sus asuntos amorosos con otras mujeres (o aun a admirar su interés por ellas), el hombre se siente hondamente herido y desilusionado, y habitualmente racionaliza ese sentimiento con la idea de que la mujer "no lo ama, es egoísta o dominadora". Todo lo que no corresponda a la actitud de la madre amante hacia un hijo encantador, se toma como prueba de falta de amor. Esos hombres suelen confundir su conducta afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y llegan así a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.

En casos excepcionales, una persona fijada a la madre puede vivir sin perturbaciones serias. Si su madre, en realidad, lo "amó" de una manera sobreprotectora (siendo quizá dominante, pero no destructiva), si él encuentra una esposa del mismo tipo maternal, si sus dones y talentos especiales le permiten utilizar su encanto y ser admirado (como ocurre con la mayoría de los políticos de éxito), estará "bien adaptado" en el sentido social, aunque sin alcanzar nunca un nivel de madurez. Pero en condiciones menos favorables, que son, desde luego, las más frecuentes, su vida amorosa, si no su vida social, es una profunda desilusión; surgen conflictos, y a menudo angustia y depresión intensas cuando este tipo de personalidad se queda solo.

En otra forma aún más grave de la patología, la fijación a la madre es más profunda e irracional. En ese nivel, el deseo no consiste, hablando simbólicamente, en volver a los brazos protectores de la madre, a su pecho nutritivo, sino a sus entrañas que todo lo reciben -y todo lo destruyen-. Si la naturaleza de la salud mental consiste en salir de las entrañas al mundo, la naturaleza de la enfermedad mental aguda es la atracción hacia las entrañas, a introducirse nuevamente en ellas -y eso equivale a ser arrebatado de la vida-. Tal tipo de fijación se produce frecuentemente en la relación con madres que tienen con los hijos una actitud absorbente y destructiva. A veces, en nombre del amor, otras, en nombre del deber, quieren mantener al niño, al adolescente, al hombre, dentro de ellas; éste no tendría que respirar sino a través de la madre; no debería amar, sino en un nivel sexual superficial -degradando a todas las otras mujeres-; no debe ser libre e independiente, sino un eterno inválido o un criminal.

Esa actitud de la madre, absorbente y destructiva, constituye el aspecto negativo de la figura materna. La madre puede dar vida, también puede tomarla. Es ella quien revive, y ella quien destruye; puede hacer milagros de amor -y nadie puede herir tanto como ella-. En las imágenes religiosas (tales como la diosa hindú Kali) y en el simbolismo onírico, suelen encontrarse los dos aspectos opuestos de la madre.

Los casos en que la relación principal se establece con el padre ofrecen otra forma de patología neurótica.

Un caso ilustrativo es el de un hombre cuya madre es fría e indiferente, mientras que el padre (en parte como consecuencia de la frialdad de la madre) concentra todo su afecto e interés en el hijo. Es un "buen padre", pero, al mismo tiempo, autoritario. Cuando está complacido con la conducta de su hijo, lo elogia, le hace regalos, es afectuoso; cuando el hijo le da un disgusto, se aleja de él o lo reprende. El hijo, que sólo cuenta con el afecto del padre, se comporta frente a éste como un esclavo. Su finalidad principal en la vida es complacerlo, y cuando lo logra, es feliz, seguro y satisfecho. Pero cuando comete un error, fracasa o no logra complacer al padre, se siente disminuido, rechazado, abandonado. En los años posteriores, ese hombre tratará de encontrar una figura paterna con la que pueda mantener una relación similar. Toda su vida se convierte en una serie de altos y bajos, según que haya logrado o no ganar el elogio del padre. Tales individuos suelen tener mucho éxito en su carrera social. Son escrupulosos, afanosos, dignos de confianza -siempre y cuando la imagen paternal que han elegido sepa manejarlos-. Pero en su relación con las mujeres, permanecen apartados y distantes. La mujer no posee una importancia central para ellos; suelen sentir un leve desprecio por ella, generalmente oculto por una preocupación paternal por las jovencitas. Su cualidad masculina puede impresionar inicialmente a una mujer, pero ésta pronto se desilusiona, cuando descubre que está destinada a desempeñar un papel secundario al afecto fundamental por la figura paterna que predomina en la vida de su esposo en un momento dado; las cosas ocurren así, a menos que ella misma esté aún ligada a su padre y se sienta por lo tanto feliz junto a un hombre que la trata como a una niña caprichosa.

Más complicada es la clase de perturbación neurótica que aparece en el amor basado en una situación paterna de distinto tipo, que se produce cuando los padres no se aman, pero son demasiado reprimidos como para tener peleas o manifestar signos exteriores de insatisfacción. Al mismo tiempo, su alejamiento les quita espontaneidad en la relación con los hijos. Lo que una niña experimenta es una atmósfera de "corrección", pero nunca le permite un contacto íntimo con el padre o la madre y por consiguiente la desconcierta y atemoriza. Nunca está segura de lo que sus padres sienten o piensan; siempre hay un elemento desconocido, misterioso, en la atmósfera. Como resultado, la niña se retrae en un mundo propio, tiene ensoñaciones, permanece alejada; y su actitud será la misma en las relaciones amorosas posteriores.

Además, la retracción da lugar al desarrollo de una angustia intensa, de un sentimiento de no estar firmemente arraigada en el mundo, y suele llevar a tendencias masoquistas como la única forma de experimentar una excitación intensa. Tales mujeres prefieren por lo general que el esposo les haga una escena y les grite, a que mantenga una conducta más normal y sensata, porque al menos eso las libera de la carga de tensión y miedo; incluso llegan a veces a provocar esa conducta, con el fin de terminar con el atormentador suspenso de la neutralidad afectiva.

En los párrafos siguientes se describen otras formas frecuentes de amor irracional, sin entrar a analizar los factores específicos del desarrollo infantil que las originan.

Una forma de pseudoamor, que no es rara y suele experimentarse (y más frecuentemente describirse en las películas y las novelas) como el "gran amor", es el amor idolátrico. Si una persona no ha alcanzado el nivel correspondiente a una sensación de identidad, de yoidad, arraigada en el desenvolvimiento productivo de sus propios poderes, tiende a "idolizar" a la persona amada. Está enajenada de sus propios poderes y los proyecta en la persona amada, a quien adora como al summum bonum, portadora de todo amor, toda luz y toda dicha. En ese proceso, se priva de toda sensación de fuerza, se pierde a sí misma en la persona amada, en lugar de encontrarse. Puesto que usualmente ninguna persona puede, a la larga, responder a las expectaciones de su adorador, inevitablemente se produce una desilusión, y para remediarla se busca un nuevo ídolo, a veces en una sucesión interminable. Lo característico de este tipo de amor es, al comienzo, lo intenso y precipitado de la experiencia amorosa. El amor idolátrico suele describirse como el verdadero y grande amor; pero, si bien se pretende que personifique la intensidad y la profundidad del amor, sólo demuestra el vacío y la desesperación del idólatra. Es innecesario decir que no es raro que dos personas se idolatren mutuamente, lo cual, en los casos extremos, representa el cuadro de una folie á deux.

Otra forma de pseudoamor es lo que cabe llamar amor sentimental. Su esencia consiste en que el amor sólo se experimenta en la fantasía y no en el aquí y ahora de la relación con otra persona real. La forma más común de tal tipo de amor es la que se encuentra en la gratificación amorosa substitutiva que experimenta el consumidor de películas, novelas románticas y canciones de amor. Todos los deseos insatisfechos de amor, unión e intimidad hallan satisfacción en el consumo de tales productos. Un hombre y una mujer que, en su relación como esposos, son incapaces de atravesar el muro de separatidad, se conmueven hasta las lágrimas cuando comparten el amor feliz o desgraciado de una pareja en la pantalla. Para muchos matrimonios, ésa constituye la única ocasión en la que experimentan amor -no el uno por el otro, sino juntos, como espectadores del "amor" de otros seres-. En tanto el amor sea una fantasía, pueden participar; en cuanto desciende a la realidad de la relación entre dos seres reales, se congelan.

Otro aspecto del amor sentimental es la "abstractificación" del amor en términos de tiempo. Una pareja puede sentirse hondamente conmovida por los recuerdos de su pasado amoroso, aunque no haya experimentado amor alguno cuando ese pasado era presente, o por las fantasías de su amor futuro. ¿Cuántas parejas comprometidas o recién casadas sueñan con una dicha amorosa que se hará realidad en el futuro, pese a que en el momento en que viven han comenzado ya a aburrirse mutuamente? Esa tendencia coincide con una característica actitud general del hombre moderno. Ese vive en el pasado o en el futuro, pero no en el presente. Recuerda sentimentalmente su infancia y a su madre -o hace planes de felicidad futura-. Sea que el amor se experimente substitutivamente, participando en las experiencias ficticias de los demás, o que se traslade del presente al pasado o al futuro, tal forma abstracta y enajenada del amor sirve como opio que alivia el dolor de la realidad, la soledad y la separación del individuo.

Otra forma de amor neurótico consiste en el uso de mecanismos proyectivos a fin de evadirse de los problemas propios y concentrarse, en cambio, en los defectos y flaquezas de la persona "amada". Los individuos se comportan en ese sentido de manera muy similar a los grupos, naciones o religiones. Son muy sutiles para captar hasta los menores defectos de la otra persona y viven felices ignorando los propios, siempre ocupados tratando de acusar o reformar a la otra persona. Si dos personas lo hacen -como suele ocurrir-, la relación amorosa se convierte en una proyección recíproca. Si soy dominador o indeciso, o ávido, acuso de ello a mi pareja y, según mi carácter, trato de corregirla o de castigarla. La otra persona hace lo mismo y ambas consiguen así dejar de lado sus propios problemas y, por lo tanto, no dan los pasos necesarios para el progreso de su propia evolución.

Otra forma de proyección es la de los propios problemas en los niños. En primer término, tal proyección aparece con cierta frecuencia en el deseo de tener hijos. En tales casos, ese deseo está principalmente determinado por la proyección del propio problema de la existencia en el de los hijos. Cuando una persona siente que no ha podido dar sentido a su propia vida, trata de dárselo en función de la vida de sus hijos. Pero está destinada a fracasar consigo misma y para los hijos. Lo primero, porque cada uno puede sólo resolver por sí mismo y no por poder el problema de la existencia; lo segundo, porque carece de las cualidades que se necesitan para guiar a los hijos en su propia búsqueda de una respuesta. Los hijos también sirven finalidades proyectivas cuando surge el problema de disolver un matrimonio desgraciado. El argumento común de los padres en tal situación es que no pueden separarse para no privar a los hijos de las ventajas de un hogar unido. Cualquier estudio detallado demostraría, empero, que la atmósfera de tensión e infelicidad dentro de la "familia unida" es más nociva para los niños que una ruptura franca, que les enseña, por lo menos, que el hombre es capaz de poner fin a una situación intolerable por medio de una decisión valiente.

Debemos mencionar aquí otro error muy frecuente: la ilusión de que el amor significa necesariamente la ausencia de conflicto. Así como la gente cree que el dolor y la tristeza deben evitarse en todas las circunstancias, supone también que el amor significa la ausencia de todo conflicto. Y encuentran buenos argumentos en favor de esa idea en el hecho de que las disputas que observan a diario no son otra cosa que intercambios destructivos que no producen bien alguno a ninguno de los interesados. Pero el motivo de ello está en el hecho de que los "conflictos" de la mayoría de la gente constituyen, en realidad, intentos de evitar los verdaderos conflictos reales. Son desacuerdos sobre asuntos secundarios o superficiales que, por su misma índole, no contribuyen a aclarar ni a solucionar nada. Los conflictos reales entre dos personas, los que no sirven para ocultar o proyectar, sino que se experimentan en un nivel profundo de la realidad interior a la que pertenecen, no son destructivos. Contribuyen a aclarar, producen una catarsis de la que ambas personas emergen con más conocimiento y mayor fuerza. Y eso nos lleva a destacar algo que ya dijimos antes.

El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias, por lo tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a sí misma desde el centro de su existencia. Sólo en esa "experiencia central" está la realidad humana, sólo allí hay vida, sólo allí está la base del amor. Experimentado en esa forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia, de que son el uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir de sí mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una de las personas implicadas; es por tales frutos por los que se reconoce al amor.

Así como los autómatas no pueden amarse entre sí tampoco pueden amar a Dios. La desintegración del amor a Dios ha alcanzado las mismas proporciones que la desintegración del amor al hombre. Ese hecho hállase en evidente contradicción con la idea de que estamos en presencia de un renacimiento religioso en nuestra época. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que presenciamos (si bien hay excepciones) es una regresión a un concepto idolátrico de Dios, y una transformación del amor a Dios en una relación correspondiente a una estructura caracterológica enajenada. Es fácil comprobar tal regresión. La gente está angustiada, carece de principios o fe, no la mueve otra finalidad que la de seguir adelante; por lo tanto, siguen siendo criaturas, confiando en que el padre o la madre acuda a ayudarlos cuando lo necesiten.

Es verdad que en diversas culturas religiosas, como la de la Edad Media, el hombre corriente también consideraba a Dios un padre y una madre protectores. Pero al mismo tiempo también tomaba a Dios en serio, en el sentido de que la meta fundamental de su vida era vivir según los principios de Dios, hacer de la "salvación" su preocupación suprema, a la cual subordinaba todas las demás actividades. Nada queda de ese esfuerzo hoy en día. La vida diaria está estrictamente separada de cualquier valor religioso. Se dedica a obtener comodidades materiales y éxito en el mercado de la personalidad. Los principios en que se basan nuestros esfuerzos seculares son los de indiferencia y egoísmo (el segundo rotulado generalmente "individualismo" o "iniciativa individual"). El hombre de culturas verdaderamente religiosas puede compararse a un niño de ocho años, que necesita la ayuda de su padre, pero que comienza a adoptar en su vida sus enseñanzas y principios. El hombre contemporáneo es más bien como un niño de tres años, que llora llamando a su padre cuando lo necesita, o bien, se muestra completamente autosuficiente cuando puede jugar.

En ese sentido, en la dependencia infantil de una imagen antropomórfica de Dios sin la transformación de la vida de acuerdo con los principios de Dios, estamos más cerca de una tribu idólatra primitiva que de la cultura religiosa de la Edad Media. En otro sentido, nuestra situación religiosa muestra rasgos nuevos, característicos únicamente de la sociedad occidental capitalista contemporánea. Puedo remitirme a afirmaciones hechas antes. El hombre moderno se ha transformado en un artículo; experimenta su energía vital como una inversión de la que debe obtener el máximo beneficio, teniendo en cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad. Está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. Su finalidad principal es el intercambio ventajoso de sus aptitudes, su conocimiento y de sí mismo, de su "bagaje de personalidad" con otros individuos igualmente ansiosos de lograr un intercambio conveniente y equitativo. La vida carece de finalidad, salvo la de seguir adelante, de principios, excepto el del intercambio equitativo, de satisfacción, excepto la de consumir.

¿Qué puede significar el concepto de Dios en tales circunstancias? Ha perdido su significado religioso original y se ha adaptado a la cultura enajenada del éxito. En el renacimiento religioso de los últimos tiempos, la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico cuya finalidad es el hacer al individuo más apto para la pugna competitiva.

La religión se alía con la autosugestión y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades comerciales. Después de la Primera Guerra Mundial aún no se había recurrido a Dios con el propósito de "mejorar la propia personalidad". El libro que más se vendió en 1938, Cómo ganar amigos e influir sobre la gente, de Dale Carnegie, se mantuvo en un nivel estrictamente secular. La función que cumplió entonces dicho libro de Dale Carnegie, es la que hoy realiza el best-seller actual, El poder del pensamiento positivo, del Reverendo N. V. Peale. En este libro religioso ni siquiera se cuestiona que nuestra preocupación predominante por el éxito esté de acuerdo con el espíritu de la religión monoteísta. Por el contrario, jamás se pone en duda tal finalidad suprema, sino que se recomiendan la creencia en Dios y las plegarias como un medio de aumentar la propia habilidad para alcanzar el éxito. Así como los psiquiatras modernos recomiendan la felicidad del empleado, para ganar la simpatía de los compradores, del mismo modo algunos sacerdotes aconsejan amar a Dios para tener más éxito. "Haz de Dios tu socio" significa hacer de Dios un socio en los negocios, antes que hacerse uno con El en el amor, la justicia y la verdad. De modo similar a cómo se ha reemplazado el amor fraternal por la equidad impersonal, se ha transformado a Dios en un remoto Director General del Universo y Cía.; sabemos que está allí, que dirige la función (aunque ésta probablemente seguiría adelante sin él), nunca lo vemos, pero aceptamos su dirección mientras "desempeñamos nuestro papel".

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