Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿UN CAMINO A NINGUNA PARTE?

De cómo entré en el Opus Dei
Índice
Prólogo e introducción
1. Primer contacto
2. Proselitismo y vocación
3. La santa coacción
4. El centro de estudios
5. El mundo real y el cariño de mis padres
6. Se me cae la venda de los ojos
7. Mi salida del Opus Dei
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DE CÓMO ENTRÉ EN EL OPUS DEI
(y otras tribulaciones)

Autora: HALMA

PROSELITISMO Y VOCACIÓN

Al poco tiempo, mi hermana se empezó a agobiar y dejó de ir. Decía que Rosa. -la que se juntó con ella- era una pesada y que no paraba de preguntarle cosas muy personales.

Pero yo seguí... sobre todo porque allí se estudiaba muy bien.

Y, así , entre actividad mundana y actividad divina lograron que me confesara por primera vez tras 4 años sin hacerlo.

También lograron dar respuesta muchas de las preguntas que, como adolescente, me planteaba en aquella época: "¿quién soy yo?, ¿Existe Dios de verdad? si existe ¿quién es, cómo es? ¿qué actitud he de tomar ante el mundo y sus problemas?..." y otras cuestiones filosóficas del estilo.

Corría el año 1986 cuando llevaba unos 5 meses yendo por allí. Un día, con 15 años apenas cumplidos, me preguntaron si quería hacerme de la obra.

Yo dije en seguida que sí, que estaba dispuesta a mejorar y a ser santa en medio del mundo. Eso me entusiasmaba. Quería parecerme a las chicas del club, ser como ellas, siempre contentas y alegres, con una vida interior rica, trabajadoras...

Me dijeron que tenía que escribir una carta al Padre para pedirle mi ingreso en el Opus Dei -en aquel momento era Alvaro del Portillo-. Podía escribirle lo que quisiera pero en algún momento de mi carta tenía que poner exactamente "le pido la admisión como asociada numeraria".

Así lo hice.

Y al acabar:

-Pax -me dijo Inma con cara sonriente al entregarle mi carta-. Tú tienes que contestar "in aeternum", significa "para siempre". Es el saludo que tenemos para "las de casa" y tu ya eres "de casa". "Las de fuera" no saben que nos saludamos de esta forma así que úsalo solo con "las de casa".

- Bueno, pues..."in aeternum" -dije yo, un poco sorprendida.

- Además, Halma, te has convertido en "el farolillo rojo" del centro: Eres la última que ha "pitado", la chiquitina de la casa...

- ¿"pitado"?, ¿eso qué es?

- A pedir la admisión en la Obra le llamamos"pitar".

- Aaahh...

Después, algunas chicas, que conocía tan solo de vista, me saludaban discretamente en latín, otras, con las que jamás hablé, se acercaban a mí con cara sonriente, me daban dos besos y me decían cosas como: "hay que ver, cuanto he rezado por ti", "ha sido tan rápido..." "no nos lo esperábamos tan pronto..."

Así fui conociéndolas a todas.

Enseguida fui aleccionada con respecto a mis padres: "Es preferible que no hables con tus padres de tu reciente vocación. Ten en cuenta que a lo mejor no lo entienden y te pueden hacer sufrir oponiéndose a ello. Además la vocación es como una pequeña llamita que, al principio, cualquier brisa, por pequeña que sea, puede apagar."

Pocos días antes de escribir la carta, me hicieron un análisis de sangre y una revisión médica. Me dijeron que todos los años se hacía eso a todas "las de casa" porque, "como en toda familia, no sólo se cuida de la salud espiritual sino también de la física."

Ahora, después de visitar esta web supongo que ese análisis iba a decidir si yo sería numeraria o agregada. Al estar sana como una pera me otorgaron la etiqueta "numeraria". Según he sabido después, la obra no quiere cargar con jóvenes enfermos y se aseguran de que no haya ninguna enfermedad. No es que todas las agregadas, ni mucho menos, estén enfermas cuando piden la admisión pero si lo están, es una razón por la cual deben ser agregadas para así seguir viviendo en casa de sus padres.

Después me asignaron una directora espiritual, María, con la que yo no había hablado en mi vida y con la que tendría que hablar de mis interioridades una vez a la semana. Me propuso un "plan de vida", es decir, una serie de encuentros concretos con Dios a lo largo del día. Empezamos con quince minutos de oración, el rosario y la lectura todos los días y me lo fue aumentando paulatinamente hasta llegar al plan de vida completo.

Luego, me enteré de que las numerarias no pueden ir con chicos.

Después me enteré de que no sólo no podía ir con ellos sino que, si me los presentaban, tenía que darles la mano y nunca darles dos besos como hacían todas las chicas de mi edad. Además, tenía que ser antipática con ellos para espantarlos. No podía ir a fiestas, pubs o discotecas porque era "falta de pobreza" y porque "en esos sitios se va, prácticamente, a ligar".

También me enteré de que no podía llevar pantalones. En el club se encargaron de transformar todos mis pantalones en falda con la máquina de coser.

Tampoco se podía ir a la playa porque "fomentaba la pereza y te podía hacer caer en cosas impuras".

Tampoco se podía ir al cine porque "es una falta de pobreza".

Era mejor abstenerse de ver la tele porque "pueden meterte falsas ideas en la cabeza o hacer tambalear tu vocación"

Y así podríamos seguir aumentando la lista de normas...

Yo no era tonta y me daba cuenta de que me estaba convirtiendo en un bicho raro que sólo sabía hablar de "quedar para estudiar" y de Dios... Mis amigas empezaron a notarme rara y, como nunca quería ir donde ellas, empezaron a dejar de llamarme.

Eso de ser "cristiano en medio del mundo", haciendo "lo que cualquier persona normal", lo será en teoría porque en la práctica dejaba mucho que desear.

Mis padres también me notaban rara: estaba menos en casa, iba al club muy a menudo, me notaban huidiza, y ayudaba menos en las tareas domesticas. Y me lo hacían saber.

Mi directora espiritual, María, me decía que "eso era culpa mía", me recriminaba que "no me portaba con naturalidad" en casa de mis padres, que "no había nada que esconder", que no actuara "como si estuviera haciendo algo malo". Sin embargo, al mismo tiempo me pedía que mantuviera en secreto mi vocación.

...A pesar de todo, me gustaba hacer oración y tener esos encuentros con Dios cada día. Me sentía crecer interiormente. Sobre todo porque antes de ir al club estaba teniendo una crisis de fe que me hacía dudar de la existencia de Dios y ahora estaba contenta de hacer oración. Era como si la luz fuera más importante que las sombras. Por eso seguía dentro, a pesar de las normas e indicaciones que antes he enumerado.

Un día en la charla le dije a María que esa semana la oración la había hecho por la noche, acostada en la cama, después de estudiar.

María me pegó una bronca tan morrocotuda que todavía me acuerdo:

- A Dios se le ofrece el mejor momento de tu tiempo, no las migajas que te sobran!!! Tu qué te has creído??? Eso es una falta grave!! Es más mmuuy grave!! Es una falta de respeto y de amor a Dios increíble!!!... etc, etc,"

...Y así descargó contra mi la santa ira divina, malinterpretando y deformando lo que, yo, con tan buena voluntad y gran amor de Dios hacía.

Otro día le dije que ese día no había tenido tiempo de ir a Misa. No cabe decir que otra bronca desproporcionada vino a mi encuentro.

Otro día le dije que tenía dudas de que mi vocación fuera de numeraria, que a mi me gustaban los chicos y que no me encontraba muy bien con esas historias de los besos y saludos tan artificiales, que yo quería formar una familia.

Me pegó la bronca y me dijo que "si yo quería ser como judas que me fuera", que "yo era libre" pero que "sería una desgraciada si me casaba porque no era lo que Dios había previsto para mí".

A "eso" ellos lo llaman "santa coacción."

El que lea esto, si no ha sido del Opus Dei, se preguntará ¿y por qué lo decías todo si sabías que te esperaba una bronca cada vez?.

La respuesta es sencilla: porque en el Opus Dei te crean un sentimiento profundo de culpabilidad si escondes algo a quien dirige la charla semanal. Eso es lo peor que puedes hacer. Te enseñan a no ser soberbio, a rebajarte, a ser "alfombra que todos pueden pisar", a dejarte guiar, asesorar y a aceptar todo lo que te dicen como si fuera norma de fe.

Otro día le dije a María que había venido al instituto un chico que había dejado el mundo de la droga. Había venido para contarnos, durante la clase de religión, cómo Dios lo había llamado y lo había ayudado a salir de esa penosa situación. Le dije cómo me conmovía que Dios pudiera llamar a todo el mundo, incluso a un exdrogadicto.

Su comentario fue seco y usó un tono que no me gusto por lo altivo: "A ese le habrá llamado pero a mí me ha llamado por mejores motivos". (Ay!, la soberbia algunos del Opus!...)

Así, poco a poco, las dudas empezaron a asaltarme. Además, cada semana por un motivo o por otro María me levantaba la voz. Era como Mister Jekyll, sonreía y sonreía y, de repente,... se transformaba, para volver a sonreír después, como si nada hubiera pasado.

Acabé por decidir que yo "eso" no lo quería para mí. Que no podía seguir así. Se lo dije a María durante la última charla que tuvimos. Que me iba y que me iba.

Al verme tan en mis trece, María desplegó su artillería pesada: Me dijo que "si me iba dejaría de ser hija de Dios", que me convertiría en "hija del demonio" (son palabras textuales) porque "estaba escuchando al mismo demonio", que "me iba a condenar", que iba a ser "una desgraciada por no seguir a Dios", que yo "le daba pena..." Que "me lo pensara bien..." Que hiciera "examen de conciencia". Que "me estaba equivocando" y que, en la próxima charla, le "dijera de nuevo si estaba dispuesta a irme realmente", que ella "tendría que rezar por mí muchísimo, que buena falta me hacía", que me veía "al borde del abismo".

Y así siguió y siguió hasta el hartazgo...

Recordemos que yo tenía 15 años, casi una niña. En mi caso, apenas se podía ver en mi cuerpo las huellas de una incipiente mujer.

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