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 Tus escritos: El integrismo del Opus Dei (III).- Ávila

090. Espiritualidad y ascética
Ávila :

3.- El viaje iniciático a la Verdad y la santa intransigencia

“¿Que no transijo?

¡Claro!: porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal”.

(Camino, 395)

 

Los sufridos habitantes de la antigua Unión Soviética decían con sarcasmo: “El país donde el futuro se conoce, pero el pasado cambia constantemente”. Aplíquese sin más al Opus Dei: el mañana está escrito hasta los últimos detalles, el pasado se reconstruye cada día. La cita anterior tiene mucho que ver con nuestra tarea por la imposibilidad de analizar con un mínimo de garantías el pensamiento escrito de Escrivá de Balaguer. La institución dispone de un bello edificio en España dedicado a la investigación histórica de san Josemaría, el "Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer" (CEDEJ), sección en España del Instituto Histórico Josemaría Escrivá, con sede en Roma. Deben tener mucho trabajo en rehacer la historia y no disponen de tiempo para publicar la documentación original de la institución. Siguen sin hacerse públicos la documentación histórica de primera hora, ni la correspondencia del santo, ni los múltiples escritos secretos, ni ningún autógrafo. Tienen sumido al orbe cristiano en la ignorancia, ayunos de verdadera doctrina católica, mientras se dedican con entusiasmo a manipular incluso el texto de Camino (demostrado con fotografías por Compaq y Brian en un escrito imprescindible: La doble doctrina del Opus Dei: capítulo 6). Si son capaces de cambiar el texto de Camino, ¿qué no serán capaces de hacer con los documentos internos?...



Hecha esta advertencia preliminar, intentaré comparar la doctrina sobre la intransigencia de Sardá y Salvany con la de Escrivá.

 

En Sardá y Salvany hemos descubierto al integrista en estado puro, el hombre intransigente y transparente, dispuesto a enfrentarse al mal del siglo, el Liberalismo, descubriendo todas sus cartas. Años después, Escrivá ha aprendido de las sociedades secretas el arte del ocultamiento, la función del disfraz y el maquillaje. En definitiva, el opus se presentará al mundo con un mensaje suavizado, pero con las mismas líneas ideológicas de Sardá y Salvany. Ambos fueron sembradores de palabras; el primero las hizo públicas, el segundo reservó la mayoría para el círculo interno de sus seguidores. Sardá y Salvany escribe ideas, Escrivá, máximas; debemos reconocer en él una gran capacidad para fabricar eslóganes y divulgarlos sin orden ni concierto. Siempre podrán argüir con uno u otro según convenga.

 

Vamos a detenernos en un concepto clave, puente de unión entre el integrismo del siglo XIX y el del XX: la “santa intransigencia”. Para Escrivá es el primer mandamiento de quienes aspiren al plano de la santidad según explica la máxima 387:  “El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza”. En Sardá y Salvany la intransigencia era la forma adecuada de cumplir el mandamiento del amor. Escrivá da un paso más y eleva la categoría hasta la santidad, forma suprema del amor. Ambos tienen como punto de partida enseñar el mandamiento del amor cristiano a sus seguidores, aunque para lograrlo toman un desvío por la vereda del ideal y la verdad: “La transigencia es señal cierta de no tener la verdad. - Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un... hombre sin ideal, sin honra y sin Fe” (Camino, 394). Luego de ahí se deduce que para amar he de poseer la verdad, concepto último y supremo: “¿Que no transijo? ¡Claro!: porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal” (Camino, 395).

 

La secuencia entre la intransigencia y la verdad queda acreditada en otros escritos de Escrivá. La verdad pertenece al mundo de las ideas, al cuerpo de doctrina cristiana (Surco, 192) que los católicos defienden sin transigir en nada. (Forja, 564). “No transigimos en nada de lo que se refiere al depósito de la fe, confiado por Cristo a la Iglesia, sencillamente porque es la verdad, y la verdad no tiene términos medios“ (Meditaciones IV, 282).

 

Si por algo se caracteriza la ética de Jesús de Nazaret es por la inmediatez; el prójimo es el próximo que Jesús se encuentra por el camino. Sin carga ideológica alguna, el mandamiento del amor llega hasta el extremo de identificar a Jesús con los desvalidos y los más necesitados (Mt 25). En la filosofía de Lévinas, el rostro del otro me interpela y fundamenta la ética.

 

Por el contrario, tanto en Sardá y Salvany como en Escrivá, para acceder al amor hemos de pasar por la santa intransigencia hasta llegar a La Verdad -concepto escrito con mayúsculas-, de quien depende todo lo demás. Los integristas creen poseerla y se saben sus servidores. La Verdad es Una, Inmutable, Inamovible, Objetiva, no sujeta a los avatares de la historia; no se extiende ni se desarrolla. Tampoco es el resultado de la suma de los votos ciudadanos (en esto tienen razón). En definitiva, la Verdad es Dios. De ahí van deduciendo todo lo demás: La Verdad ha sido comunicada a los hombres a través de Jesucristo, quien la depositó entera en la Iglesia, presidida por el Papa y administrada por los obispos. En esta concepción deductiva y vertical no caben ni la discordia ni las dudas. La Única Verdad está en el dogma católico trasmitida por Jesucristo a la Iglesia presidida por el Papa. La Verdad para los integristas es un paquete de dogmas que Jesucristo trajo desde el cielo en el momento de la encarnación. Decimos “trae”, porque los integristas tienden a olvidar que la Verdad “es” Jesucristo, Hombre y Dios, su Persona, y no una serie de dogmas preestablecidos que Él trasmite a la humanidad. Desde esta perspectiva, a cualquier cosa llamarán “dogma inamovible”. Por ejemplo, en el Vaticano I, la mayoría integrista quiso extender la infalibilidad a cualquier declaración del papado. La minoría se impuso al final limitándola a las definiciones ex cathedra.

 

La Verdad ni se estudia ni se investiga: está ahí. No tiene historia. Algunos hombres privilegiados han llegado a captarla. Son instrumentos de la Verdad, luces en la noche de una humanidad que ha perdido el norte. Incluso la Iglesia ha podido separarse de la Verdad y caer en las garras del error. La Verdad, para los integristas, ni se revela ni tiene contenidos, sencillamente se ve. Es una especie de fogonazo, una experiencia más cercana al trance que a la revelación mística. El hombre privilegiado queda captado, subsumido por la luz, es decir, Iluminado. El mediador, objeto de la iluminación queda anonadado ante tamaña experiencia, ha sido elevado al séptimo cielo y ha visto la luz para toda la eternidad. En el pecado de soberbia llevarán la penitencia, al haber cerrado su visión a toda posibilidad de desarrollo histórico y de cambio. A partir de este momento puede haber pequeñas adaptaciones a la realidad, nunca evolución del dogma.

 

El Iluminado por la Verdad hará partícipe de su descubrimiento a algunos privilegiados, los hijos de la Luz, sus hijos. El Padre-Escrivá se convierte en la nueva mediación de la Verdad trasmitida a sus hijos por filiación.

 

Introducen al neófito en un torbellino que sube hacia arriba en busca de La Verdad, como si se tratara de un huracán que va succionando todo lo que encuentra a su paso. A través de un rito iniciático, harán romper al neófito todos los espejos. Las personas nos contemplamos en diferentes espejos y en cada uno de ellos descubrimos una pequeña parcela de nuestra identidad. Somos padres o madres, hijos de otros, tenemos amigos, nacimos en una pequeña tierra, trabajamos aquí o allí, somos aficionados a una cosa u otra, de profesiones y clases sociales diversas, etc. Cada uno de esos aspectos garantiza una parcela de nuestra identidad personal y juntas en su complejidad y diversidad, garantizan nuestro yo. Pues bien, el integrismo, en cualquiera de sus formas, (cristianas o laicas, religiosas o políticas) por un proceso de concentración, nos irá haciendo romper todos los espejos menos uno hasta llegar a absolutizarlo. En el caso del integrismo católico sólo debe quedar un espejo en pie: el de la Verdad. Pertenezco a la Verdad, poseo la Verdad, ella me absorbe y yo la sirvo, soy un privilegiado, formo parte de un grupo selecto gracias a la iluminación previa de un líder, soy aristócrata del amor. Como, duermo,  trabajo y siento, siendo grupo, siendo Verdad. Lappso nos regalaba la descripción  de su propia experiencia sumergido en pleno viaje, cuando se encontraba a punto de renunciar a cualquier indicación de su conciencia libre:

 

No me acabo de dar cuenta de que todo mi ser es para la obra, que no hay aspecto alguno de mi vida que me pertenezca a mi, sino a Dios, a la obra, a los directores. "Mis" derechos son egoísmo. Los "suyos" son fidelidad-felicidad, eficacia apostólica y vida eterna: intimidad con Dios, cumplimiento de mi deber, opus dei. Que se me quite de la cabeza la obediencia selectiva: pueden decirme todo acerca de todo y en todo momento. Lo mío es obedecer. En todo y siempre. Es absurdo racionalizar la voluntad de Dios, ese es el disfraz de la infidelidad. Los cotos cerrados que aún tengo son el escenario de mi traición: Jesús en su cruz llamándome, y yo cuestionando las cosas de los directores: mezquino, mezquino, mezquino”.

 

Otros romperán por ti la mayor parte de los espejos. Se te captará muy joven, en la primera adolescencia. Rápidamente debes romper el espejo familiar, separarte de su familia y los referentes anteriores paterno-maternos; a continuación te romperán el espejo de las amistades, el de sus aficiones y así sucesivamente hasta quedarse desnudo. La frase de Escrivá más terrible –en mi opinión- de todas las publicadas por esta web lo confirma:

 

«Lo primero que hacemos es quitarles, a todos, hasta la camisa» (del fundador, Instrucción, mayo 1935, 14-IX-1950, nota 41; citado por EBE en "La santa extorsión").

 

Sin apercibirse, muy poco a poco, está convirtiendo el concepto Verdad en Absoluto. El desplazamiento no se hará de golpe. Paralelamente a la rotura de los espejos, se irá acrecentando la mitificación del Iluminado. Los preceptos y las normas irán haciendo su papel hasta que llegue a interiorizar totalmente todos los valores ascéticos: la cruz de palo, el borrico de noria, el pánico a salir de la barca de los elegidos, etc.

 

Sin darte cuenta, el viaje iniciático to está convirtiendo en un fanático. Pero, no lo olvides: el fanatismo para los integristas no es un defecto, sino la cumbre del amor: “¿No ha dicho valientemente el Conde de Maistre que donde no hay verdadero fanatismo no hay verdadero amor?” (Sardá y Salvany, El Apostolado seglar…, p.47). El proceso hacia el fanatismo dentro del opus dei ha sido muy bien explicado por María del Carmen Tapia en su libro "Tras el umbral. Una vida en el Opus Dei".  

 

La pócima no surtirá los mismos efectos en todas las personas. Dependerá del grado de implicación y convencimiento, de su psicología, etc.; unos entregarán todo a la causa, otros serán reticentes y se reservarán alguna parcela de su conciencia, por pequeña que sea; la psicología, la profesión, los estudios, el ser numerario o agregado, la personalidad del director, y otras variantes, determinarán el grado de implicación. Para quienes hayan entregado todo sin reservas y tengan una psicología delicada, el tratamiento será letal.

 

A la salida del laberinto, el resultado es desolador. En el mejor de los casos lo han convertido en una persona unidimensional, le han restringido considerablemente la perspectiva de la vida y habrán anulado bastantes de su potencialidades. No lo han capacitado para amar o ser santo, objetivo primero señalado, sino para hacer proselitismo. En el peor de los casos, se habrá vuelto una persona fría, distante, con los sentimientos amortiguados, ocultos y la capacidad de decidir anulada; un integrista en condiciones contempla un prado lleno de cadáveres y cree firmemente que se trata de gente echando la siesta, escucha el lamento de un herido y lo confunde con el canto de un ruiseñor. A la vuelta del viaje no oye, ni ve, ni habla ni entiende, salvo en los parámetros para los que ha sido educado. Se sentirá superior al común de los mortales y, paradójicamente, basura. Sus convicciones no estarán enraizadas en la decisión personal, sino en el fanatismo; su perseverancia quedará fuera de duda. Estará dispuesto a todo. Lo han robotizado. En el viaje le han dado patente de corso, está por encima del bien y del mal. Posee la Verdad y la Verdad lo ha poseído. Será muy difícil salir de ahí. Le han quitado hasta la camisa.

 

Veamos el resultado en un caso extremo para mejor descubrir la perversión del proceso. Lo cuenta Hannah Arendt:

 

“Para Eichmann el idealista era el hombre que vivía para su idea –en consecuencia un hombre de negocios no podía ser un idealista- y que estaba pronto a sacrificar cualquier cosa en aras de su idea, es decir, un hombre dispuesto a sacrificarlo todo, y a sacrificar a todos, por su idea. Cuando, en el curso del interrogatorio policial, dijo que habría enviado a la muerte a su propio padre, caso de que se lo hubieran ordenado, no pretendía solamente resaltar hasta qué punto estaba obligado a obedecer las órdenes que se le daban, y hasta qué punto las cumplía a gusto, sino que también quiso indicar el gran idealista que él era. Igual que el resto de los humanos, el perfecto idealista tenía también sus sentimientos personales y experimentaba sus propias emociones, pero, a diferencia de aquellos, jamás permitiría que obstaculizaran su actuación en el caso de que contradijeran su idea” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, Barcelona 2004, pp. 68-69).

 

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Publicado el Friday, 01 April 2005



 
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