LLAMADOS
AL ÉXITO
(El sentido del éxito en la Opus Dei)
E.B.E., 15 de abril de 2004
Preliminares
La otra llamada
La búsqueda de éxito como
"gancho"
Una exhortación al éxito
en nombre de Dios
La competencia y el sentido de Elite
Éxito y filiación
Éxito y fidelidad
El éxito como ética
Éxito y persecución
Éxito y encubrimiento
Del éxito al abismo
Éxito y propiedad
Consecuencias: el irrealismo
Exit
Preliminares
Antes de comenzar a desarrollar este escrito quería
hacer una aclaración importante: una cosa es la Obra
que muchos quisimos y en la cual pusimos nuestras esperanzas
y otra muy distinta es la Obra que resultó ser realidad.
Muchos aún transitan o acaban de empezar- el
camino idealizado de una Opus Dei maravillosa, mientras que
para otros ya no queda nada que idealizar. En honor y tributo
a aquélla Obra que no fue pero que pareció
ser- es que van escritas estas líneas como así
también los anteriores escritos. Tanto esa Obra que
no fue como nosotr@s, aquell@s que pusimos toda nuestra confianza,
nos merecíamos otra cosa y no la Obra que ahora es.
Justamente porque siento una necesidad de rescatar todo lo
bueno que hubo es que veo necesario señalar con la
mayor precisión posible los errores y las incoherencias
que llevaron a la Obra por un camino tan distinto al que nos
presentaron.
Es necesario hacer una crítica a la Obra, sin exageraciones
en lo posible- ni sentimientos desbordados, porque le
quitarían legitimidad y precisión. Una crítica
forzada es una crítica sin fuerza.
***
La Obra para muchos me parece- fue un tiempo de idealismo
tan fuera de la realidad como una psicodélica década
de los sesenta. No eran malos los ideales, simplemente estaban
rodeados de una realidad muy distinta y hasta opuesta en
nuestro caso, el rostro pragmático de la Obra-; también
una cierta ceguera inmanente a los ideales impedía
ver lo que estaba sucediendo y adónde iban a terminar
esos ideales. Estos fueron otro de los anzuelos importante,
sin duda- con los que la Obra nos pescó. Porque la
Obra primero se presentó como una Promesa, a la cual
le siguió unas Prácticas que fueron justificadas
por unas Explicaciones, cerrando así un círculo
dinámico que marearía a cualquiera y le llevaría
tiempo salir de ese laberinto.
La Promesa era la mística, el «Espíritu
de la Obra», aquello que todos esperábamos que
algún día se daría en plenitud. Aquello
por lo cual cada uno se entregó, en definitiva.
Las Prácticas eran el conjunto de acciones (mandatos
y normas) para supuestamente- alcanzar la Promesa.
Las Explicaciones fueron el lazo que unió las Prácticas
con la Promesa, porque la lógica por si misma no lograba
hacer congruente una cosa con la otra. Solamente por las Explicaciones
podría salvarse la distancia entre la Promesa y las
Prácticas, haciendo de la vida en la Obra un estado
de excepción permanente.
El problema sucedió cuando las Explicaciones fueron
insuficientes o necesitaban a su vez más Explicaciones
(problema inflacionario).
El problema se presentó cuando las Prácticas
no sirvieron para alcanzar la Promesa sino que estaban puestas
al servicio de otros fines (los corporativos) y la Promesa
vino a ser la excusa (malversación de la confianza).
El problema surgió cuando las Prácticas llevaron
a la depresión y a la autodestrucción, empañando
así la Promesa.
Generalmente las Explicaciones tenían un carácter
de autoridad y no de razonamiento, lo que permitía
salvar la distancia irracional entre Promesa y Prácticas.
El plano de las Prácticas tenía que ver justamente
con el plano político y de gobierno. Las Explicaciones
eran el aspecto «legislativo» de las Prácticas
políticas. El de la Promesa era el plano propiamente
espiritual.
Es interesante observar que la Promesa fue un llamado desde
el Amor mientras que las Prácticas y las Explicaciones
tenían que ver más con el Temor. Frente a la
frustración de los ideales, lo único que quedaba
era el consuelo de pensar en la Promesa como quien piensa
en el Cielo: algo con lo cual ilusionarse pero que se alcanzaría
después de la muerte. Había otra posibilidad,
y era renunciar al empeño de alcanzar una Promesa mediante
unas Prácticas tan enfrentadas con los ideales que
decía promover.
Si bien «renunciar» es el paso más importante
para volver a la realidad, la desintoxicación no es
instantánea. Pasará mucho tiempo hasta superar
la enorme frustración sufrida.
La otra llamada
Ahora voy a desarrollar una idea que no es mía, la
he tomado prestada. Me ha gustado mucho por su originalidad
y porque también ayuda a ver las cosas desde otro ángulo,
probablemente inesperado.
Es posible que no sea una idea «universalizable»
y que muchos no se sientan identificados para nada. Pero otros
sí.
Hay un llamado consciente al que se le denomina
vocación. Pero también hay otro llamado
al que se puede denominar seducción.
Aquél apunta a los altos ideales de santidad. La seducción,
en cambio, es un llamado en forma de tentación: apunta
a las debilidades, a las pasiones, a las conveniencias, a
las patologías, por qué no.
Así como la Opus Dei significó un llamado a
dar lo mejor de nosotros, un llamado a la santidad, de alguna
manera también pudo ser según sea el caso-
una convocación a lo peor de nosotros. No necesariamente
en el sentido moral aunque también lo incluyo-
sino en cuanto a debilidades y defectos.
Creo que aquí está otra de las «razones
irracionales» por las que nos hemos vinculado a la Obra
y aún puede permanecer vivo e invisible ese vínculo.
En la Obra se reciclan ciertas tendencias y defectos
que de otra forma si no hubiéramos estado en
la Obra- muy probablemente no se habrían despertado
o desarrollado tanto. Tal vez, habrían sido vistos
por nosotros como un problema a resolver, pero nunca a «elevarlos»
al orden de la santidad.
Quien posee ciertos defectos, los potencia con su ingreso
en la Obra, ya que en la Obra se vuelven santos
(santa coacción, santa indiscreción, santa desvergüenza
y tantas otras santidades). El problema de estos
«binomios» es que en nombre de la santidad se
permite hacer cosas «non sanctas». Más
claro por ejemplo- es hablar de valentía y no
de «santa desvergüenza». Es una perversión
de los términos y una puerta abierta hacia conductas
ambiguas que esconden intereses bien concretos de manipulación.
Estas tendencias son útiles al funcionamiento de la
Obra, por eso ella las explota. Son como nervaduras de su
armazón viviente. Y así estas tendencias al
potenciarse si ya las teníamos- nos hacen más
daño que si no hubiéramos pertenecido a la Obra.
Y más cuando en la Obra encuentra legitimación.
Por eso el paso por la Obra puede resultar tan dañino
sin saber bien por qué, al menos mientras está
sucediendo.
La Obra se sirve aunque no exclusivamente- de tendencias
patológicas tan diversas como: obsesiones compulsivas;
inseguridades (favoreciendo la dependencia total respecto
de la Obra y debilitando aún más a la persona
insegura); tendencia a la pasividad y a la falta de iniciativa
(convertidas en virtud de la docilidad); tendencia
a la autoexigencia desmesurada; problemas afectivos no resueltos
(como la búsqueda de un «padre» o «madre»
incondicionales, y para estos casos, la Obra viene como anillo
al dedo); ambiciones de éxito (al estilo de ciertos
cruzados que con la excusa del Evangelio iban tras otras realidades);
ambiciones de poder e influencias (tendencias manipuladoras
y a la coacción, búsquedas de ascenso social).
Aquí sólo desarrollaré uno de esos puntos:
la santa codicia como afán de éxito
puesto al servicio de Dios.
La búsqueda de éxito
como «gancho»
Por lo que he ido observando y conversando, la aspiración
al éxito es uno de los «ganchos» más
importantes y atractivos de la vocación a la Obra.
Por supuesto, no dejo de tener en cuenta la enorme rectitud
de intención que supone aceptar una vocación
a la santidad por parte del aspirante. Pero esto nunca fue
«un gancho» sino una aspiración llena de
rectitud. En cambio la idea de «gancho» está
asociada a la idea de seducción y manipulación.
La palabra «gancho» se lleva muy bien con la palabra
«trampa».
Mientras, por un lado, nos sentíamos llamados a entregar
nuestra vida a un camino de santidad en medio del mundo, por
otro lado la Obra misma emitía un mensaje de seducción
sobre la conquista de ese mismo mundo.
De alguna manera, era la Conquista unida a la Evangelización,
como siglos atrás. Fórmula que nunca funcionó
sino al contrario, le trajo graves problemas a la Iglesia
una y otra vez, por los cuales ha pedido perdón en
estos últimos años. Pero la Opus Dei parece
reproducir esta mentalidad. Un modelo de sociedad verticalista
y cerrada, asfixiante, donde es imposible que sobreviva la
idea de pluralismo, ya que «nosotros tenemos la verdad»
y el resto de la sociedad los no católicos- es
el enemigo al cual «nosotros tenemos la misión
y la obligación» de convertir o combatir:
«Este sueño malo, de la irresponsabilidad
de los que debían vigilar, ha permitido que el enemigo
sembrara tanta cizaña. Especialmente responsables son
los católicos laicos, a quienes compete más
directamente lo temporal, las cosas de la tierra, las estructuras
humanas.
Allí debían estar presentes y activos, y
no dejar que dominaran los que no conocen a Dios o le combaten.
La situación actual la que os acabo de dibujar
es la señal de un tremendo fracaso de los laicos en
la tarea de la consecratio mundi. Es el pecado de la poltronería,
del absentismo suicida.
Decidme cuántos grandes periódicos de
éstos que tienen millones de lectores, y hacen y deshacen
la opinión pública mundial conocéis
vosotros, que estén llevados por católicos practicantes:
no hay ninguno. En cambio, esa prensa está dirigida
por protestantes, por judíos, por masones o por marxistas
practicantes (
).
En todas partes se han dejado preceder los católicos.
Si los enemigos de Dios no han ocupado todos los puestos,
no es porque hayan encontrado en algún sitio a los
católicos trabajando ya con eficacia, sino porque no
les estorba en lo más mínimo que haya otros
en posiciones periféricas. Ellos [los enemigos de Dios]
han concentrado el esfuerzo en conquistar los puntos neurálgicos,
y desde allí lo controlan todo, dejando que los demás
se muevan sólo lo imprescindible para dar una apariencia
de variedad, para disimular el monopolio (
).
Tened la seguridad de que, a medida que este apostolado
se vaya extendiendo, llevando la buena doctrina por todos
los cauces que ofrecen hoy las estructuras de la sociedad,
se verán solucionados los grandes problemas de la opinión
pública, como consecuencia del espíritu cristiano
que irá empapando todas estas actividades. Se llevará
a cabo una cruzada de virilidad y de pureza, que contrarreste
y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es
una bestia. Se llenarán de caridad las relaciones entre
los hombres, y se aplacarán los odios, las luchas fratricidas,
las divisiones.
No os dé miedo, por tanto, la situación
actual, ni penséis que no tiene remedio. No os asusten
las olas embravecidas por la tempestad en el océano
del mundo. No tengáis deseos de huir, porque ese mundo
es nuestro: es obra de Dios y nos lo ha dado por heredad»
(Carta, 30-IV-1946, n. 37 y ss.).
Verdaderamente me preocupa mucho la parte que dice «se
verán solucionados los grandes problemas de la opinión
pública». ¿Cuál problema? ¿El
pluralismo? Es muy preocupante el carácter totalizador
de tal afirmación. Casi podríamos decir: «ya
no existirá más la opinión pública».
Por supuesto, de «ecuménico» el texto no
tiene nada sino todo lo contrario.
Este planteo desarrolla el itinerario mental e ideológico-
de cómo el fundador sitúa a la Obra frente al
mundo, itinerario contrario a los ideales que, por otro lado,
la misma Obra proclama y hace de ellos su bandera:
«
ese amor a la libertad es sincero y no un
mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria
consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo.»
(Conversaciones, n. 67);
«
debemos ser muy amigos de la libertad: enamorados
de la libertad, defensores de la libertad, propagadores de
la libertad. De la libertad de todo el mundo: primero la de
los demás; después, la nuestra» (Obras
II-1965 p. 13);
«Esta entraña efectivamente católica
del Opus Dei nos exige tener un ánimo grande, universal
(
) para superar y abatir las numerosas barreras mentales
y psicológicas que los hombres ponen a la fraternidad
de los hijos de Dios» (Carta, 11-III-1940, n. 63).
No se entiende cómo de una misma persona pueden haber
surgido textos tan enfrentados entre sí. Esta dualidad
es la que hace de la Obra una institución poco confiable.
Es que una cosa son los ideales y otra la ideología.
La Obra «pesca» con ideales como carnada pero
luego gobierna desde la ideología, la cual no revela
de manera abierta sino bajo formas de adoctrinamiento y de
los llamados criterios. Esto es lo más
peligroso de una institución como la Opus Dei: su rostro
externo es muy loable pero luego sus comportamientos «ad
intra» tienen una lógica muy distinta.
La ideología es lo determinante, lo que en definitiva
cuenta y define quién se queda y quién se va.
Ya el mismo planteo -tradicional en la Obra- de «salir
a pescar» implica una disposición de seducción
engañar con alguna carnada- que poco puede tener
que ver con el Evangelio.
La Obra bajo la pantalla de un camino espiritual- es
un proyecto de conquista basado en una fuerte ideología,
«demasiado humana» al decir de Nietzsche.
***
Creo que la gran «pegada» de la Obra fue unir
la búsqueda de la santidad a la búsqueda del
éxito. Predicar una especie de calvinismo católico
y de conquista evangelizadora con cierto aire de cruzada.
Fue toda una «fórmula existosa», a la
que se unió el uso de influencias (instrumentalizar
la amistad y las relaciones para sus propios fines corporativos)
asociado al apostolado, entendido como «influir en la
sociedad».
Creo que este punto es clave para entender si así
fue el caso- dónde comenzó a dividirse el camino
interior de cada uno, entre las aspiraciones espirituales
personales y la problemática con la Obra al resistir
su ideología.
La Obra es atractiva porque plantea la santidad de manera
exitista. La vocación a la Obra es una vocación
al éxito, como veremos. Y específicamente, las
vocaciones de numerari@ y agregad@ son las que han de llevar
la «mayor ganancia»: el ciento por uno en vida
y la salvación eterna después de la muerte.
Es un incentivo sacado del contexto evangélico-
muy materialista, «aunque se vista de ceda».
Hay ciertamente una falta de rectitud de intención
en el ejercicio de la ascética cristiana para alcanzar
la santidad, y es creer que «debe» llevar al éxito.
La insistencia en la «eficacia» (cfr. Seréis
eficaces) apunta a crear una asociación unívoca
entre santidad y resultados, entre santidad y éxito,
entre espiritualidad y ambiciones materialistas «elevadas
al orden de la gracia».
Las escuelas de negocios que promueve la Opus Dei no son
una casualidad o «una labor más». Son la
«síntesis perfecta» del éxito con
la santidad. No critico el que existan como tales, sino el
que sean una iniciativa «tan particular» de la
Obra.
El sentimiento de éxito está más cercano
a la inmadurez que a la sabiduría. No pienso que el
éxito sea malo, es insuficiente. Es una etapa, algo
a experimentar pero no donde quedar estancado o peor, ser
la meta vital.
Una exhortación al éxito
en nombre de Dios.
«Hay que poner a Cristo en la cumbre de todas las
actividades humanas» (Carta, 9-I-1932, n. 2);
«La Obra de Dios viene a cumplir la voluntad de
Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que
el cielo está empeñado en que se realice»
(Instrucciones, 19-III-1934, n. 47).
«Hemos de trabajar como el mejor de los colegas.
Y si puede ser, mejor que el mejor. Un hombre sin ilusión
profesional no me sirve» (Carta, 15-X-1948, n. 15).
«Yo os digo que si sois sinceros, si os mostráis
como sois, (
) vosotros y yo estaremos seguros en cualquier
ambiente, y podremos hablar siempre de victorias, y nos llamaremos
vencedores» (Meditación, 6-IV-1965).
«Si sois fieles, podréis llamaros vencedores.
En vuestra vida no conoceréis derrotas. No existen
fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo
cumplir la Voluntad de Dios. Con éxito o sin él
hemos triunfado, porque hemos hecho el trabajo por Amor»
(De nuestro Padre, n. 265).
De cualquier forma, el éxito es inevitable para un
miembro de la Obra. Qué sentido de predestinación.
La pregunta es ¿a qué responde la necesidad
de plantear la santidad en términos de triunfo? ¿Por
qué el fundador lleva la cuestión de la santidad
al terreno del «éxito inexorable»?
Este planteo exitista de la santidad es esencial en la mentalidad
del fundador, no se trata de una metáfora marginal
o una comparación que surge únicamente por hablar
de la santidad en términos de milicia y batallas.
No es que «no existen fracasos» porque uno plantea
la santidad en otros términos: no existen porque «con
éxito o sin él hemos triunfado». Esto
es lo que desconcierta al analizar en profundidad el discurso
del fundador.
La Obra entabla alianzas no explícitas con aspectos
personales «muy humanos» y que guardan una rectitud
de intención muy dudosa. Son alianzas que más
tarde pasan a ser pactos de silencio, que permiten la doble
vida: el caso del numerario que hace «su vida»
a cambio de aportar medios materiales para mantener las obras
corporativas, por ejemplo.
El éxito es una condición indispensable de
la vocación a la Obra, definida en términos
de aspiraciones. Es impensable la renuncia al éxito.
Es de las pocas cosas que no sólo «no se entregan»
sino que además se potencian.
Es más, la persona que no es exitosa, de alguna manera
termina «afuera». Es necesario, frente a la Obra,
demostrar la utilidad y la ganancia que alguien como miembro
le retribuye. Quien no es útil o «eficaz»,
termina siendo una pérdida para la Obra. «Todos
mis hijos pueden y deben sacar adelante todas las labores
de la Obra. Si no lo hicieran, se irían enmoheciendo
poco a poco, y llegarían a ser instrumentos inservibles,
que se tiran a un rincón» (Tertulia, 26-VI-1972).
No es sólo una advertencia de buen pastor
en forma de metáfora. Si bien un miembro puede ser
el que se vuelve «inservible», la pregunta es
¿quién es el que «lo tira» a un
rincón? La Obra se justifica en ese argumento para
tirar a sus miembros inservibles. El fundador
juega permanentemente entre el elogio y el desprecio. Depende
de cómo se le caiga en gracia.
La Obra no tolera perder como tampoco tolera la autocrítica.
La Obra no tolera que ella misma sea la causa de tantas depresiones
y por eso a «esos enfermos» no los señala
como un «tesoro» sino que los arrincona como residuos,
esperando que ellos mismos se hagan cargo de lo que es producto
de la Obra.
La competencia y el sentido de Élite
En la Obra se fomenta el que cada uno sea «el mejor»
dentro de su carrera profesional. Rienda suelta a los afanes
más materialistas. Pero con sus límites, como
veremos luego.
Esta exhortación a competir y ganar siendo los mejores,
no se limita al campo profesional. La Obra misma compite dentro
de la Iglesia.
«Queremos, por el contrario, ser con la gracia del
Señor que me perdone esta aparente falta de humildad
los mejores hijos de la Iglesia y del Papa» (Carta,
9-I-1932, n. 1). Sin embargo, en Camino aspiraba a todo lo
contrario: n. 284 «Aspiración: Que sea yo
bueno, y todos los demás mejores que yo».
Valdría aquí confrontar una reflexión
del mismo fundador: «¿Por qué somos
tan tontos? Siempre convencidos de que lo nuestro es lo mejor»
(Meditación, 25-XII-1972). Lamentablemente esa frase
tiene un contexto que no acompaña: no se trataba de
una autocrítica corporativa sino de una meditación
sobre humildad destinada a «someter el yo» de
cada miembro al Yo colectivo de la Obra.
Es indudable que la búsqueda del éxito implica
competir.
¿A qué responde esa necesidad de compararse
y sentirse superior al resto de la Iglesia? La necesidad de
éxito lo abarca todo. Es una patología.
En este caso, se trata de competir con el prójimo
y ser mejor que él. El prójimo como adversario.
Ser mejor, no para servir sino para tomar distancia y sentirse
«inalcanzable».
Responde a un sentimiento de superioridad y de elite. Se
entiende ahora que la Obra genere su propio sentido de rechazo.
Éxito y filiación
«Os aseguro que seréis felices (
) Además,
os prometo el Cielo» (Crónica, 1971, p. 12).
Ser hijos del fundador implicaba heredar su sentido de predestinación
y elección que él había tenido acá
en la tierra.
La razón última del sentido exitista de la
propia vocación era el mismo fundador: si lo decía
«el Padre» entonces «debía ser»
así. El éxito de la vocación estaba arraigado
en el mismo vínculo de filiación con el fundador.
No tenía ningún fundamento racional. Era sólo
la palabra del fundador, su sentido «profético»,
lo que sustenta ese éxito. Y por supuesto, nuestra
fuerte predisposición a creer que todo esto «venía
de Dios».
Dicho de otra forma, la filiación condicionaba el
éxito porque en la medida en que se era buen hijo,
en esa misma medida se participaba del sentido triunfador
que el fundador ha recibido de Dios.
Éxito y fidelidad
La búsqueda del éxito es legítima y
santificable dentro de la Obra en la medida en que se someta
a los intereses corporativos.
Para que nadie pudiera «extralimitarse», el fundador
puso límites claros al afán de éxito.
Necesitaba que fuera «señuelo» pero nunca
algo más fuerte que el anzuelo. Por eso, cuando el
señuelo se volvía demasiado placentero o apasionante,
el fundador hacía sentir el «dolor del anzuelo».
Si hacia fuera éramos «los mejores» como
corporación, hacia adentro (como individuos frente
a la Obra) éramos aún peores que los de «afuera».
No tenía mucha lógica, simplemente esta idea
tenía un sentido de advertencia. Se trataba de un ejercicio
de humillación personal: «Tu humildad, hijo,
no tiene de humildad más que las apariencias. Te crees
un hombre excepcional» (Instrucción, 9-1-1935,
n. 292). A veces me pregunto: ¿a quién le está
hablando? ¿a quién tiene delante en su imaginación?
Pareciera ser más bien un monólogo interior.
En algunos momentos, contradictoriamente, parecía
preferible no haber experimentado nunca el éxito, por
miedo a un posible castigo: «unas veces es que el
gran amigo que tuvimos en el mundo, luego hermano en la Obra,
o el hermano que fue instrumento de Dios para traernos a su
apostolado, flaquea, no corresponde a la gracia...y se queda
en el mundo como mundano. No, vacilaciones: raíces
profundísimas de humildad, que fortalezcan nuestra
vocación, hemos de sacar ante casos tan lamentables.
Ellos... quizá fueron mejores que nosotros: si in viridi
ligno haec faciunt, in árido quid fiet?; si eso pasa
con el leño verde, ¿qué se hará
con el seco? (Luc. XXIII, 31).» Si uno al principio
aspiraba al «éxito», ahora entonces aspiraba
a rasguñar el Purgatorio.
Don Alvaro trató el tema del éxito en su carta
de 1992 diciendo que el quicio de la santidad «es
el trabajo, no el éxito o el triunfo. (
) Que
no os invada el deseo de afirmación personal, el afán
de demostrar el propio valor a los demás y a uno mismo,
y otras tentaciones semejantes. Rectificad constantemente
la intención, contrarrestando con espíritu deportivo
la vana pretensión del éxito a cualquier precio,
mientras procuráis que nadie os gane en intensidad
y competencia en vuestra labor». La negrita cursiva
no es del original sino un resaltado con el cual quiero señalar
la contradicción. Por más que se quiera criticar
y negar el exitismo, pareciera que al mismo Don Alvaro le
traicionara el subconsciente de manera irreprimible.
El sentido de la competencia está metido en lo más
profundo del modelo de santidad enseñado en la Opus
Dei.
El éxito en la Obra es legítimo en la medida
en que está al servicio de la Obra.
En forma más suave que el fundador, Don Alvaro estaba
exhortando «a ser mejores» dentro de los cánones
de la Obra. Ser mejores como «corporación»,
sí; ser mejores como afirmación personal, no.
El éxito como ética
La insistencia en el enfoque exclusivamente positivo de las
cosas, pueden llevar a creer que uno es puramente bueno «sin
mezcla de mal alguno». La otra cara de la moneda es
una absoluta falta de autocrítica: «no os
escondo que yo he aprendido, en mi propia carne, lo que cuesta
el no ser comprendido. Me he esforzado siempre en hacerme
comprender, pero hay quienes se han empeñado en no
entenderme» (Carta, 9-I-1932, n. 67 y Es Cristo
que pasa, n. 124). «No me he encontrado nunca solo.
Esto me ha hecho callar ante cosas objetivamente intolerables:
¡hubiera podido producir un buen escándalo! Era
muy fácil, muy fácil... Pero no, he preferido
callar, he preferido ser yo personalmente el escándalo,
porque pensaba en los demás» (Meditación
Señal de vida interior, 3-III-1963).
Es propio de los gobiernos dictatoriales o imperiales este
tipo de conductas ausentes de autocrítica, para producir
en la opinión pública un efecto de bienestar
(«está todo bien») y evitar así
toda conciencia reflexiva.
El enfoque optimista a ultranza es agradable y da seguridad.
Pero hace a la conciencia más débil, le quita
capacidad de análisis, y la vuelve proclive al engaño
y al fraude. Produce una gran insensibilidad y favorece un
gobierno sin «auditorías» (así lo
ha logrado hasta ahora la Obra).
Muy atinado fue el comentario en su momento de Otaluto
(19/02/04) sobre la frase «si no puedes alabar, calla»,
frase que se puede traducir llanamente como «si no puedes
ser obsecuente, calla». Es una frase tan extremista
como «obedecer o marcharse». No hay puntos medios,
«alabar o callar», cuando en el mundo real fuera
de la Matrix- hay tantas posibilidades, tantos matices. Además,
en muchos casos, callar es ser cómplice de los abusos
de autoridad. Pero así funciona la Obra. Caracteriza
muy bien una parte importante de su ideología: se está
a favor de ella de manera absolutamente ciega o hay que callar
todas las críticas que se puedan tener (para que la
Obra no le retire al miembro en cuestión «la
visa de residente», de otra forma es expulsado; lo que
muestra cómo en la Obra no existen los derechos ni
la «ciudadanía», solamente las «visas
a discreción»). «Alabar o callar»
parece el mandato de un dictador arrogante y ególatra.
Mientras muchas personas sin reflexionar- traducen ingenuamente
esa frase como una máxima virtuosa, en realidad es
el enunciado de una postura soberbia al máximo.
La Obra se retrata a sí misma como víctima
cuando es criticada y como vanidosa-narcisista cuando habla
de sí misma. Basta releer las citas del comienzo de
este capítulo. Es un retrato un tanto desequilibrado,
retrato que no sólo lo presenta cuando se lo piden
sino que además lo publicita por adelantado (cfr. las
citas iniciales de Éxito y persecución).
Ese principio «alabar o callar» se aplica de
manera puntual a los «diarios» que se escriben
en los centros de la Obra relatando la historia cotidiana:
sólo hay que anotar lo positivo, no lo negativo. De
esta manera se escribe la historia de la Obra, una verdad
a medias o más bien tendiendo al cuarto de su peso.
El resto es un gran silencio y lo que se cuenta es una gran
exageración bondadosa.
Cuestionar, entonces, es ir contra «el progreso»,
es poner obstáculos al «éxito».
Y la docilidad que se inculca en la Obra tiene la función
de impedir cuestionamientos que «arruinen» el
clima de optimismo y unidad.
«Un sarmiento que no está unido a la vid,
en lugar de ser cosa viva, es palo seco que sólo sirve
para el fuego, o para arrear a las bestias, cuando más,
y para que lo pisotee todo el mundo. Hijos míos ¡muy
unidos a la cepa!, pegadicos a nuestra cepa, que es Jesucristo,
por la obediencia rendida a los Directores» (Crónica,
VI-1961, pág. 13). Me pregunto: ¿era necesario
agregar el «que lo pisotee todo el mundo»? No
describe una situación, ni demuestra una pena sino
sorprendentemente- expresa un desprecio y profetiza
un destino.
***
Dentro de esta ética del éxito (del «nunca
fracasamos» o del «esto nunca sucederá»)
estaba incluida la infalibilidad del fundador.
Sus palabras eran indiscutibles y un «camino seguro»
para «triunfar»: muchas veces debían ser
temidas y también obedecidas como verdades dogmáticas,
más cuando tenían el perfil categórico
de una definición de fe:
«Yo he tenido que enjugar muchas lágrimas
de personas que se han perdido por no hablar a tiempo. A los
quince días están asqueados, vienen llorando,
arrepentidos. No conozco a ninguno que sea feliz»
(Tertulia, 17-III-1969);
«Cuando algún hijo mío se ha perdido,
ha sido siempre por falta de sinceridad o porque le ha parecido
anticuado el decálogo. Y que no me venga con otras
razones, porque no son verdad» (Meditación
El talento de hablar, abril de 1972).
«Si el alma en circunstancias particulares necesita
una medicación por decirlo así más
cuidadosa, esto es, si se hace necesario el oportuno y rápido
consejo, la dirección espiritual más intensa,
no debe buscarla fuera de la Obra. Quien se comportara de
otro modo, se apartaría voluntariamente del buen camino
e iría hacia el abismo» (Carta, 28-III-1955,
n. 19).
El éxito sólo debía ser posible «dentro»
de la Obra y por ello necesariamente- los que se iban
debían «fracasar» de manera fatal e ir
al «abismo».
Abismo en el lenguaje de las Escrituras- es sinónimo
de Infierno. Abismo es una imagen terrorífica. Caer
en el abismo no es «perder la vocación»:
es perder la Salvación para siempre y de manera irrevocable.
Junto a otras expresiones similares por parte del fundador,
habría que pensar si no son formas de un discurso intimidatorio.
No estaría de más preguntarle a la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe qué opina
de la «abismal» afirmación del fundador.
Si buscar ayuda «afuera» era el abismo, se entiende
mejor ahora que tanta gente haya durado tanto dentro de la
Obra. Para buscar ayuda había que caer en el abismo
¿Cómo duramos tanto? Porque los ideales nos
atrajeron y la ideología nos atrapó.
En otras palabras, para todo miembro de la Obra el resto
de la Iglesia -que no es la Obra- forma parte de ese abismo.
Si el fundador usa palabras fuertes hay razones para interpretarlas
en sentido fuerte. No se puede buscar un «efecto fuerte»
y pretender luego una interpretación «indulgente».
Del mismo modo, los santos canonizados por ser figuras
públicas eminentes con altísima exposición-
no pueden ser icebergs que -a sabiendas- oculten y no aclaren
todo un pasado que no parece condecir con la santidad que
detentan. No puede darse una formula del tipo «es santo
pero no pregunten cómo». Es abusar de la fe como
virtud humana y como virtud sobrenatural- cuando se pide que
se crea lo que se puede demostrar y se debe explicar.
Lo peor que puede suceder es creer que «como ahora
es santo entonces ya no se puede revisar su pasado».
Sin duda sería un problema para la misma Iglesia comenzar
a encontrar cosas que no se vieron antes o no se quisieron
ver.
No se trata de ponerse en el lugar de Dios y juzgar la conciencia
de quien fue declarado santo, sino de no permitir que su actuación
pública sea calificada de conciencia y
así librada de todo juicio. Emitir activamente juicios
para obtener una canonización y luego abstenerse de
juzgar cuando se trata de aspectos negativos externos es una
aberración del sentido de la justicia. Pedir la «suspensión
del juicio» en nombre de la conciencia cuando se trata
de actuaciones públicas demuestra una gran ignorancia
o una mala intención.
Este es en parte- el escándalo que produce la
canonización de Escrivá. Habiendo la Iglesia
propuesto su figura como ejemplo de santidad y digna de veneración,
el resto de los cristianos tenemos derecho a saber sobre su
pasado de manera completa, más aún cuando se
sabe que el fundador aunque a su favor él mismo
dé razones de caridad y humildad- ha manipulado ese
pasado premeditadamente (cfr. Tertulia, 14 de junio, 1972:
«[la historia de la Obra] es muy bueno desear conocerla.
Lo he dicho siempre, de palabra y por escrito; y eso que sufro
recordando tantos sucesos buenos de estos cuarenta y cuatro
años. De bastantes no sabréis nada, porque he
procurado que no quedase rastro; pero conoceréis los
suficientes para vibrar muchísimo y dar muchas gracias
a Dios». No de «algunos» sino de «bastantes»,
dice, expresando un claro dominio sobre la manipulación
del registro histórico).
El que haya sido declarado santo le puede reportar muchísimo
prestigio público a su persona y a la institución,
pero su altísimo grado de exposición pública
implica una gravísima exigencia de dar a conocer todos
sus escritos doctrinales y pastorales, los llamados «internos»
de manera particular, que permanecen aún «bajo
el nivel del mar». El efecto «iceberg» es
moralmente improcedente.
Éxito y persecución
Parte del sentido de predestinación de la Obra consiste
en sentirse objeto de envidia por parte de los demás
y en objeto de persecución. El error siempre es atribuible
al «afuera», a los demás, y quien es predestinado
muestra su «grandeza» al «perdonarlos».
Una gran vanidad y narcisismo, volcados en una autoalabanza
permanente, en un intento por anticiparse y ganar la confianza
de un público potencialmente adicto.
El sentido de predestinación es un modo más
de evitar toda autocrítica y dirigir los cuestionamientos
hacia fuera.
«No hay que extrañarse de la cerrazón
de algunos, ni de la polvareda de críticas y calumnias
que levantan. Las sufrió el Señor»
(Don Alvaro, Carta, Marzo de 1992)
«Hemos aprendido a tener paciencia y el perdón
fácil cuando algunos movidos por el diablo o
ingenuamente equivocados nos calumniaban con perseverantes
campañas denigratorias» (Don Alvaro, Carta,
28-XI-1982, n. 25)
«A ti, Señor, he elevado mi alma: a lo largo
de estos años, ésta ha sido nuestra oración,
en el momento de las intrigas y de las calumnias incomprensibles,
no pocas veces brutales» (Carta, 14-IX-1951, n.
6).
«¿sabéis por qué la Obra se
ha desarrollado tanto? Porque han hecho con ella como con
un saco de trigo: le han dado golpes, la han maltratado, pero
la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario,
se ha esparcido a los cuatro vientos» (Crónica,
1972, p. 19).
«Yo pedía (
) la paz de la Obra, para
que ciertas personas, que durante años nos han calumniado
de modo sistemático, se dedicasen a servir a Dios y
nos dejaran realizar tranquilamente nuestra labor apostólica»
(Tertulia, 9-XI-1959).
«Vosotros no sabéis que por muchos años
hemos sufrido la persecución, también de los
buenos. No lo sabéis, porque el Padre [Escriva aquí
habla en tercera persona] ha prohibido que se hable o se escriba
de esas cosas. Fue una persecución como la que sufrió
Jesús de parte de los sacerdotes y de los príncipes
del pueblo: calumnias, mentiras, trapisondas, insultos; en
la prensa, en las conversaciones... Éramos la burla
de todo el mundo. Todos se sentían con derecho a escupir
encima» (Meditación, 29-III-1959).
En general, cuando alguien no quiere que se sepa algo, no
dice que no lo va a decir. De lo contrario, el mensaje es
otro: puede ser crear un misterio, una imagen de víctima
que no quiere esclarecer los hechos pero que tampoco los quiere
dejar de mencionar (para obtener una ganancia de algún
tipo, sin duda). De cualquier manera, es un modo de proceder
claramente injusto, en particular para aquellos a los que
se les reclama creerle a una víctima que no está
dispuesta a presentar nunca las pruebas. Parece una manipulación
propia de una personalidad narcisista.
En el caso de la Obra, creo que se trata de instaurar una
visión angelical y de víctima inocente. Instaurar
una santidad a priori y también una conciencia indulgente
hacia la Obra (lo que le evita exigencias y le otorga excepciones).
Toda crítica, entonces, será un nuevo ataque
hacia la «victima permanente».
Por eso es importante «adelantarse» a dar una
imagen de víctima pero también parece importante
que no se aclaren las circunstancias en que fue victimizada.
Un modelo arquetípico de canonización anticipada
que dice mucho sobre lo que sucedió después
con la canonización oficial.
La Obra ha sido un «adelantase» constante, posiblemente
porque detrás de la gran publicidad que hace de sí
misma está el vacío. No hay nada.
Éxito y encubrimiento
Es parte del marketing dar a conocer las bondades del producto
y ocultar sus defectos. Es parte de la lógica del éxito
encubrir aquello que le pueda restar o disminuir el valor
de la imagen que tiene una marca registrada.
Hace un tiempo una persona amiga me expresó su preocupación
por no hacer circular información que pudiera perjudicar
a la Iglesia en ese caso concreto, se refería
a una serie de delitos cometidos por un clérigo- ya
que podría hacer que mucha gente se alejara de la Iglesia
o no se terminara de acercar. Lo más preocupante fue
su comentario posterior: «eso ya se sabía»
en un ambiente eclesial determinado, pero nadie pensó
en hacer la denuncia y luego cuando fue inevitablemente público
gracias a la prensa- obviamente «nadie había
sabido nada nunca».
Esta es una mentalidad muy difundida dentro de la Iglesia,
el encubrimiento «en bien de la corporación»
para no darle motivos de ataques a los «enemigos de
la Iglesia». Como si pudiera existir la «doble
moral», como si los que no comparten o no tienen la
fe católica no tuvieran derecho a exigirles a los católicos
los mismos deberes a los que ellos están sometidos
como simples ciudadanos. Como si ciertos católicos
tuvieran el privilegio de no ser juzgados por los tribunales
seculares y formaran parte de «una sociedad dentro de
la sociedad». El encubrimiento es la mejor forma de
corromper a la Iglesia y enfrentarla con el resto de la humanidad
no católica.
La misma idea se aplicaba y se aplica- a la Obra: todo
lo que era elemento de crítica había que callarlo
o silenciarlo, decirlo a los directores y a nadie más.
Era un deber de fidelidad «encubrir» a la Obra
o a su fundador si se habían descubierto «defectos».
Si sólo se tratara de defectos, claramente habría
que resolver ese asunto en privado. Pero como se trata de
algo que trasciende lo privado-institucional y afecta directamente
a la sociedad, el callar es encubrir.
Hablar abiertamente de estos temas dentro de la Obra era
(y es) imposible y quien lo hacía era aconsejado para
que renunciara, o bien a los «juicios críticos»
o bien a la Obra.
A veces no quedará otra que hacer como Emile Zola:
ocultarse en Londres para luchar por la verdad en Francia.
Del éxito al abismo
«Puedo decir que el que cumple las Normas, el que
lucha por cumplirlas (
) ése está predestinado,
si persevera hasta el fin» (De nuestro Padre, Meditación,
4-III-1960). Predestinado, nada más ni nada menos.
¿Y si no persevera? También está predestinado,
pero a la perdición en medio del océano (cfr.
La Barca).
«Convéncete, hijo mío, de que desunirse
es morir» (Crónica, IX-1958, pág.
7).
Quien está predestinado produce «fruto»
y si alguien no produce fruto es porque no está predestinado
Por eso, si bien el éxito era toda una motivación
para la vocación a la Obra, ya dentro de «la
Barca» el fracaso era su cara opuesta: un terror a no
perseverar, a perderlo todo y además «ganar»
el castigo eterno.
El éxito tiene sentido y atractivo en la medida en
que existe el fracaso y alguien que pierde. Alguien que se
lleva consigo la encarnación de todo lo negativo para
que así el paraíso ganado sea todo bien sin
mezcla de mal alguno.
Si mal no recuerdo, Sartre decía «el infierno
son los otros». Pues bien, no queríamos por ninguna
razón llegar a ser «los otros».
Éxito y propiedad
No hay leyes ni derechos escritos. Lo único escrito
no está al alcance de los miembros: los Estatutos de
la Obra permanecen en latín para quien los quiera leer
(salvo que acceda a ellos por otros
canales, como esta web, y lea su traducción).
Hay criterios que imparte la autoridad para que sean obedecidos.
Ella tiene el control total de la situación jurídica
de los miembros de la Obra mientras que éstos posiblemente
para facilitarles la obediencia ciega- no tienen ningún
dominio sobre su situación dentro de la Obra.
El gobierno de la Obra es una especie de Inteligencia del
Estado: funciona en las sombras y los miembros no tienen derecho
a saber nada acerca de su funcionamiento y principios que
la rigen sino sólo de sus escritos doctrinales y sus
resoluciones ascéticas, las cuales deben obedecer o
marcharse.
Un vacío legal dentro de la Obra es la cuestión
de la propiedad: ¿de quién son las cosas que
cada uno usa? Porque la Obra no tiene nada y sus miembros
me refiero a los célibes- tampoco. Las propiedades
de la Obra están a nombre de sociedades y asociaciones
para cumplir corporativamente el «no tener nada»,
aunque se sabe que el dominio lo posee la Obra y esas asociaciones
le obedecen. En cierta manera este mecanismo más que
proteger la virtud de la pobreza parece más bien una
pantalla para actuar anónimamente y mediante testaferros,
ya que el fin de vivir el desprendimiento no lo cumple sino
sólo en los papeles.
Volviendo a la pregunta: ¿de quién son las
cosas que cada uno usa? ¿De las asociaciones propietarias
de los automóviles y casas de la Obra? No, sin duda.
Porque sería de una burocratización interminable
el hacer figurar, por ejemplo, la ropa de cada miembro en
los informes anuales o mensuales de la asociación en
cuestión. Los regalos que se deben entregar
siempre al director, ¿de quién son? No pueden
pasar a ser de la Obra ni del director. ¿Entonces?
No son de nadie. La autoridad administra los bienes que no
tienen propiedad y los que también la tienen (en las
asociaciones).
La propiedad, entonces, es reemplazada por un criterio de
posesión más importante aún: el mando.
Y éste deriva de la autoridad que «lo posee todo»,
resumiendo en sí la idea de posesión. O sea,
nadie puede poseer nada en la Obra: la propiedad como tal
está prohibida y descartada. Y esto de alguna manera
entra en contradicción con el éxito que la Obra
promueve. Es que, en definitiva, el éxito individual
es un señuelo más. Sólo está permitido
el éxito con sentido «corporativo».
La propiedad es el fundamento para el progreso material en
cualquier sociedad capitalista. En el feudalismo existía
la posesión de hecho y no la propiedad
como derecho. En este sentido la Obra es una estructura feudal
clerical inserta en una estructura capitalista (mediante testaferros
civiles) con la cual dice no sentir necesidad de aggiornamento.
Es que la Obra vive perfectamente aislada, «fuera del
tiempo» y por eso la idea de cambio no la
afecta, detentando así una especie de cualidad divina.
La falta de un ordenamiento jurídico claro deja indefenso
o vulnerable a los miembros especialmente a los numerari@s
y agregad@s-, al amparo de señores feudales grandes
y pequeños-, como son los directores, quienes deciden
sobre la posesión de los bienes arbitrariamente. Sólo
hay relaciones personales (del tipo feudal) miembro-director
y no un ordenamiento jurídico claro que comprometa
a las dos partes: a la Obra y a sus miembros, y donde la Obra
no pueda ejercer modificaciones arbitrarias y ocultamente.
Psicológicamente, con la propiedad existe la posibilidad
de «asirse» de algo como uno de los caminos para
tomar conciencia de sí y dominio de sí. En la
Obra, sin la propiedad sólo queda la autoridad que
fija los criterios de «administración de los
bienes» (un modo de asignar una especie de propiedad
temporal sobre los bienes). La ausencia de propiedad, o mejor,
la ausencia de criterios jurídicos claros sobre la
cuestión de la propiedad, fomenta el uso irresponsable
de los bienes porque, cuando todo es de todos, no es de nadie.
La indefinición sobre la propiedad es
una decisión consciente, no una omisión. Este
modo ambiguo de propiedad dentro de la Opus Dei impide señalar
quién es el dueño de todo y como
el dueño es quien ideó este orden, claramente
es funcional a sus intereses de anonimato, de manejarse de
manera invisible al orden jurídico secular. Ser libre
y moverse dentro de la sociedad sin ser reconocido ni tener
obligaciones («yo puedo ver a todos pero nadie me puede
ver a mí»). Una especie de poder por encima del
poder.
Consecuencias: el irrealismo
«Cuando pasen los años no os creeréis
lo que habéis vivido; os parecerá que habéis
soñado» (del fundador, Crónica, 1971,
p. 12).
Hace poco Gustavo
hacía una observación acertada: «Es
notable la diferencia entre las expectativas que a uno le
crean en la opus con lo que realmente pasa después».
Estábamos llamados a un destino de grandeza
según la propia vocación a la Obra y según
los horizontes delineados por el fundador. Una vez descubierto
el fraude: ¿Cómo bajarse de semejante altura
sin estrellarse? ¿Cómo no deprimirse? ¿Cómo
volver a la vida de todos los días? ¿Cómo
pasar de ser piloto de avión supersónico a simple
persona que camina? ¿Cómo abandonar la ficción
(que supuso la Obra) sin más? ¿Cómo abandonar
semejante estándar de grandeza? ¿Cómo
vivir sin una «misión»?
«Nunca, para la Obra, habrá problemas de
adaptación al mundo; nunca se encontrará en
la necesidad de plantearse el problema de ponerse al día.
Dios ha puesto al día su Obra de una vez para siempre,
dándole esas características seculares, laicales
(...). No habrá jamás necesidad de adaptarse
al mundo, porque somos del mundo; ni tendremos que ir detrás
del progreso humano, porque somos nosotros sois vosotros,
mis hijos, junto con los demás hombres que viven
en el mundo, los que hacéis este progreso con nuestro
trabajo ordinario» (Carta, 9-I-1932, n. 92). Está
claro que con los «jamás» y los «nunca»
quería asentar una doctrina cuasi-profética
y la firme convicción de que la Obra nunca necesitará
pasar por un «Vaticano II».
Lo que no se entiende, entonces, es la fuerte sensación
de falta de adaptación que sufren muchas personas al
dejar la Obra.
Es que la vida en la Opus Dei especialmente para l@s
numerari@s que viven en centros de la Prelatura- es de un
gran aislamiento y de una gran ficción: se vive en
medio de una estructura que lo tiene ya todo elaborado, vivienda,
comidas, lavado de ropa, pago de impuestos y servicios, electricidad,
teléfono, gastos para el mantenimiento de la casa.
Transcurre la vida sin conocer cómo se mantienen las
estructuras en las cuales uno se mueve y vive. Y querer saberlo
«es de mal espíritu», salvo que se tenga
el cargo de secretario del centro (porque ahí ya no
sería un derecho sino un deber).
Los fabuladores nunca entregan realidad sino promesas y estiran
las respuestas en el tiempo, tiran el problema para adelante.
En la Obra sucede lo mismo: no hay respuestas sino promesas
a futuro, cheques incobrables.
Creer o reventar.
Primero creer, luego reventar. Por eso muchos estiran el
creer, para no reventar, porque saben que no hay nada detrás
de las promesas especulativas.
No es extraño encontrar en uno mismo o en otras personas
que han dejado la Obra, una dosis importante de irrealismo,
de mundo ficcional. Es un modo de seguir estirando el «creer».
El convencimiento de estar llamado a vivir en un estándar
a la altura de las expectativas creadas en la Obra (cfr. Quien
me ha visto y quien me ve, especialmente el
comienzo).
Una consecuencia de ello, en el caso de quienes dejan la
Obra y pierden por ello el empleo, es comenzar a buscar un
trabajo que «colme sus expectativas» y mientras
tanto vivir de prestado o endeudado sin tener conciencia de
las consecuencias. O sea, no estar dispuesto a tomar cualquier
trabajo. Como quien sigue a raja tabla el dicho de Camino:
«se gasta lo que se deba aunque se deba lo que se
gasta».
Si los recursos con los que una persona vive no son generados
por ella (recursos genuinos), hay que preguntarse quién
la está «manteniendo».
Vivir en la ficción es posible porque alguien externo
a la ficción la alimenta (una herencia, por ejemplo).
Por eso es importante preguntar «quién financia
mis fantasías».
Si es uno mismo, la ficción no es tal, la situación
es probablemente saludable en la medida en que uno reponga
lo que gasta.
Si es alguien de afuera, se puede tratar de un manipulador
o de alguien con buena voluntad al cual podemos defraudar
si nos volvemos deudores «patológicos».
En el caso de la Obra su sentido de manipulación está
claro por el modo en que desecha a quienes no sirven más.
La Obra nos alimentaba la ficción porque nos usaba
como baterías (como sucedía en Matrix).
También es posible que se dé este mismo aspecto
en el campo afectivo: tener una expectativa muy alta sobre
la persona con la cual uno quiere entablar una relación
afectiva o directamente casarse. Si es una mujer, que reemplace
a la Administración. Si es un hombre, no lo sé,
porque no soy mujer
Es una característica típica de este irrealismo
la resistencia a abandonarlo. Es como si se le pidiera a alguien
que dejara de respirar. Le parecería una locura.
Exit
Toda esta reflexión quedaría incompleta si
terminara con la crítica al exitismo de la Opus Dei
y nada más.
Lo que queda del «éxito» de la Opus Dei
somos nosotros. ¿Cómo continúa todo para
nosotros, ahora?
Después de haber estado sometido a los parámetros
exitistas, reconozco que es difícil ir más allá
del éxito, medir las palabras y no buscar «ganarle»
a la Opus Dei (revanchismo). Es difícil, pero al menos
debemos intentarlo.
Terminaré comentado otra idea que tampoco es mía,
sino de la misma persona que me prestó la idea del
comienzo.
Me hablaba de la importancia de no quedar estancado en el
fracaso, en este caso, la experiencia de la Obra. No creo
que haya que tenerle temor a la palabra fracaso, porque el
«fracaso personal» habrá de verlo cada
uno. En la mayoría de los casos no creo que haya habido
un fracaso personal sino una «experiencia de fracaso»,
en la medida en que muestra de rectitud de intención
fue defraudada: confiamos plenamente en una institución
que nos pidió todo y nos dejó sin nada. Que
a mitad de camino cambió lo ideales por ideología.
Por eso hay que tener cuidado de no instalarse en el lugar
de la curación. Sentirse cómodo con el tratamiento,
puede ser un signo de que las cosas no van bien.
Hay que pasar por la curación pero no quedarse.
Si OpusLibros
sirve para recuperarse, habrá cumplido su misión.
El sentido de comunidad sirve a los efectos curativos pero
puede resultar un problema si para conservar la comunidad
hay que prolongar la vida de la patología. Esta web
me parece- es como un tratamiento para dejar de fumar:
no tiene sentido «continuar fumando para reunirse»
sino reunirse para dejar de fumar. En todo caso habrá
que buscarle una continuidad distinta a ese sentido de comunidad.
Es necesario llegar al fondo de las cuestiones para solucionarlas.
A veces no hacerlo permite seguir dándole vueltas al
problema indefinidamente. Este, entonces, pasa a ser una fuente
de recursos (convertido en una justificación para vivir).
Y se corre el peligro de ocupar el lugar de víctima
crónica. Esto ya no tiene nada que ver con curarse
sino con prolongar una situación que por alguna
razón- se vuelve beneficiosa. Los psicólogos
le llaman «los beneficios secundarios» de la enfermedad,
que terminan volviéndose un fin en sí mismo.
Lo que más complica la situación es que generalmente
ese «no curarse» es más inconsciente que
deliberado. Y a quien se le plantea esta posibilidad, cree
que a continuación será declarado culpable de
esa situación, lo que es un tormento el sólo
pensarlo. De todas maneras, no creo que tenga que ver con
culpas sino con «aceptaciones»: aceptar que existe
un problema y que hay que transitar la solución. La
culpa que impide curarse es parte del problema, no de la solución.
Es una culpa que «no sirve».
Parte de la ficción o irrealidad, señalada
anteriormente, es evitar la curación. O también,
la ficción es producto de huir del tratamiento. Todo
tratamiento de curación lleva necesariamente a conectar
con la realidad.
Quien vive en la irrealidad intenta incorporar el tratamiento
a su ficción para así enmascarar su firme voluntad
de no avanzar. Destrabar esta situación es parte importante
del trabajo de toda psicoterapia.
OpusLibros
es un lugar para pasar y contribuir. Y tal vez quedarse, pero
no como víctima. Perdería su esencia sanadora
y sería una justificación o pantalla para seguir
destruyéndose.
Posiblemente esta tendencia hacia la autodestrucción
es una continuidad de la patología sufrida en la Obra
y un signo de falta de esperanza en una curación final.
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