RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)
Autora: Aquilina
7. RECONSTRUCCIÓN
Volví con la conciencia de necesitar ayuda todavía,
pero tomando esta vez la decisión de manera completamente
autónoma, a hacer psicoterapia. La persona a la que
me dirigí no pertenecía esta vez al entorno
de la obra, más bien estaba en las antípodas.
Ha supuesto un trabajo largo, lleno de momentos bellos pero
también de otros dolorosos y difíciles. La tentación
de escapar ha sido, en algunos momentos, muy fuerte. Me ha
sido de gran ayuda, en todos aquellos años, el propósito
que me fue madurado dentro y que escribí para no perderlo
de vista y por mantenerme fiel: "quiero aprender a encontrar
el centro dentro de mí misma. Quiero -incluso sabiendo
que puedo necesitar a los otros- lograr que nadie sea indispensable,
no quiero sentir ese impulso invencible, casi forzoso, e irrazonable,
de encontrar dos orejas fiables capaces y listas para escuchar
lo que me angustia, o me deprime para luego sufrir más
por no sentirme adecuadamente consolada. Quizás todavía
he aprendido pocas cosas de la vida pero lo poco que sé,
lo quiero tener bien seguro. Ante todo, que cada uno de nosotros
es un santuario, que nadie si no Dios -tampoco el mismo interesado
a veces - puede saber qué cosas hay realmente en la
cabeza y en el corazón de otro, y que por tanto nadie
puede saber qué es lo que está bien o mal para
mì, salvo yo. Puede ayudarme a descubrirlo, pero no
puede descubrirlo o entenderlo en mi lugar, ni mucho menos,
imponérmelo."
El trabajo hecho con la psicoterapia ha sido fundamental.
Cada uno de nosotros lleva dentro sus puntos débiles,
más o menos acentuados. La diferencia consiste en aprender
a administrarlos, porque eliminarlos completamente no se puede.
He aprendido, poco a poco, a distinguir las cosas factibles
de las irrealizables, a empeñarme en lo nuevo sin sentirme
frustrada por el pasado; he aprendido a no manipular a los
otros, tratándolos de tal modo que espere la gratitud
o la consideración como recompensa. Hablando de ello,
aprendiendo palabras para contarlo, he afrontado muchos momentos
feos de mi pasado que consiguieron arruinarme el presente,
porque no los entendí ni los desmonté hasta
hacerlos inofensivos. La lección quizás más
importante, ha sido la de que ser adulto significa hacerse
responsable de las propias necesidades, no delegándolo
en otros sino sintiéndonos responsable en primera persona.
Ser adulto es aprender a ser padres de nosotros mismos: exigirnos,
consolarnos, gratificarnos, mimarnos. Aprender a quererse
y a sernos simpáticos. Poco a poco empecé a
sentirme mucho mejor y hasta a rejuvenecer como mujer; mi
físico, que hasta a entonces conservó las características
casi de adolescente, empezó a tomar formas más
definidas de mujer, y yo, dentro de él, estaba y me
sentía más cómoda.
Cambié de trabajo y mis colegas, que no habían
conocido antes a la persona rígida y poco natural que
era, empezaron a cortejarme y a demostrar interés por
mí. No fue una estúpida coquetería la
mía. Fue el despertar a una espontaneidad nunca experimentada
por una persona que se paró en la niñez sin
llegar nunca a ser adolescente, que fue dada de la tutela
agobiadora de los padres a la de una institución opresiva
sin haber tenido el tiempo de vivir las experiencias propias,
algo tontas, pero fundamentales, de todos los adolescentes.
Con la separación de mi marido, me puse de parte de
los que siempre había considerado que estaban equivocados.
Pero llegué después a este paso tras largas
y serias reflexiones y todos los razonamientos que hice me
llevaron a concluir que esta solución representó,
al menos en mi caso, el menor de los males. Esta situación,
paradójicamente, me ha llevado rápidamente a
entrar en otra relación con Dios. En esto también
me he sentido ayudada por la experiencia de la maternidad.
Supe por experiencia directa lo que significa tener un hijo,
y cómo se pueden convertirse en absurdas, frente a
esta experiencia, las categorías mezquinas en que encerramos
el amor de Dios hacia nosotros. La jovencita escrupulosa y
obsesiva salió del foso y descubrió que el amor
de Dios es otra cosa.
De aquella experiencia, mi mentalidad cambió radicalmente.
Haber aprendido a quererme me ha vuelto más serena
y tolerante con los demás. Poco a poco he entendido
que la regla evangélica "quiere al prójimo
como a ti mismo" no quiera decir que la medida mínima
del amor que tenemos que llevar a los demás tiene que
ser lo máximo del amor que tenemos por nosotros mismos,
sino que si no aprendemos primero a querernos a nosotros mismos,
el amor que pretendemos tener por los otros no será
más que fuente de nuestras neurosis y frustraciones.
He aprendido a hablar menos y con más calma, y a buscar
dentro de mí el centro de mi equilibrio y de mi serenidad.
Me han quedado algunas secuelas -cada vez más esporádicas-
de la depresión, que me atacan en los momentos más
inesperados a pesar de mi vida fundamentalmente serena. Yo
me siento curada de la depresión real, pero cuando
aparece esa extraña molestia, trato de aceptarla como
una cicatriz de mi vida pasada. En realidad la depresión
me ha dado lecciones importantes de compasión, de tolerancia,
de no juzgar a quién parece más débil,
de saber escuchar, sin querer por fuerza dar soluciones.
Tengo a una hija sana y feliz, que estoy intentando ayudar
a crecer sin atajos y que sea capaz de ir al centro de las
cuestiones. La relación con mi marido, pasados pronto
los primeros momentos borrascosos después de la separación,
está encontrando serenidad alrededor del objetivo común
de hacer que la separación no influya en la felicidad
de nuestra hija. Él trabaja al extranjero, y cuando
va a Italia sabemos darle a nuestra hija la posibilidad de
no tener que elegir entre ninguno de los dos. Y, en fin, hemos
encontrado un modus vivendi bastante aceptable. Ciertamente,
a menudo me siento muy sola. Después de mi separación,
me fui a vivir de nuevo con mi madre porque coincidió
con la muerte de mi padre. Tengo el soporte y el cariño
de mi familia, y veo a mi hija crecer en un ambiente casi
normal, pero añoro junto a mí una presencia
masculina con la que compartir preocupaciones y alegrías.
Pero por ahora está bien así.
Sé que mi historia es atípica. Conozco a personas
que, incluso dentro de la obra, han conservado su lucidez
de juicio y que han ido dándose cuenta de la injusticia
de las cosas que sucedían allá dentro. Yo he
tardado mucho tiempo en recobrar mi juicio. He dejado hacer
y he colaborado activamente en mi lavado del cerebro; perdí,
quizás por mi culpa, la capacidad de juzgar de manera
autónoma según mi conciencia. He hecho y he
dejado que me hicieran cosas que ahora me asustan. Mi cuerpo
y mi psique reaccionaron antes que mi inteligencia y que la
rectitud de mi conciencia. Me juzgan y me juzgo una persona
inteligente, sin embargo buena parte de mi vida ha sido una
gran estupidez.
Ahora, cuando pienso en mi historia, me veo como una nave
espacial que viaja lentamente al principio para vencer la
fuerza de gravedad, pero que luego, alcanzado un punto crítico,
empieza a acelerar y a viajar cada vez más velozmente.
Cuando luchaba, por dentro y por fuera de mí para recobrar
mi libertad, personas acreditadas del Opus Dei me dijeron
que me pesaría amargamente la decisión que estaba
tomando, que no encontraría jamás la paz conmigo
misma ni con Dios, que no tendría jamás tranquilidad.
Después de más de diez años que hace
que me fui, sin ninguna obligación ya de ser coherente
con ideas preconcebidas, hago cuentas. Con una gran satisfacción
y una serenidad que se parecen de cerca a la felicidad, puedo
constatar que mi vida no ha sido nunca tan equilibrada ni
ha estado tan en contacto con la realidad como lo está
hoy.
Roma, 3 de septiembre de 1999
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