Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Recuerdos del camino
Índice
1. Introducción
2. Infancia
3. Vocación - Centro de Estudios
4. Valencia - Apostolado
5. La Administración
6. Etapa final: Murcia
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RECUERDOS DEL CAMINO
Autora: Carmen Charo Pérez de San Román
Numeraria del Opus Dei de 1972 a 1990

 

VOCACIÓN - CENTRO DE ESTUDIOS

Así que a partir de los 14 años me bombardearon para que pitara. Como el seguimiento no era diario la cosa fue dilatándose. Yo no lo tenía nada claro. Realmente no sentía ninguna llamada y tampoco me sentía feliz y plena como para tomar semejante decisión. Tampoco se puede decir que fuera amiga íntima, de las que se puede decir, con plena confianza, de ninguna de las que iba por el centro. Yo no buscaba nada. Más bien me perseguían a mí.

Me presionaron diciéndome que Dios me llamaba y, recuerdo que en un curso de retiro o convivencia de pitables, no sé qué era aquello (creo que yo era la única "no de la obra") me "invitaron" a entrar en el oratorio y salir con una respuesta. La responsabilidad, desde luego que fue mía. Podía perfectamente haber dicho que no, aunque no sé que hubiera pasado, pero hacía falta conocerme poco o tener pocos escrúpulos, para plantearme a mí aquello.

Yo era demasiado obediente, no tenía peso para plantarme y decir que no, no disponía de claridad mental para razonar mi respuesta. La conciencia que tenía de mí misma era muy vaga. Me atraía el ideal, pero no sentía el impulso necesario como para tomar semejante decisión.

Salí y dije que sí, que pitaba, aunque, visto desde la perspectiva actual, con muy poca convicción. Desde luego que sí sabía a qué me comprometía y fui consecuente desde aquel momento. Yo sabía que le daba mi vida a Dios, renunciando al amor humano, para vivir donde la obra me necesitara y realizando la tarea que de mí se requiriera, sin perder mi condición de persona normal, es decir, sin ser monja.

Pité el 15 de agosto de 1972. Como en otros casos… los consejos de "no digas nada a tus padres", cosa por otra parte de sentido común. También los besos y abrazos de las 100 del centro de estudios, a las que no había visto nunca, o sea, "todo el mundo sabía mi historia"… Esto tampoco me escandalizó pues me pareció lógica la alegría de una más para la familia.

Ahora pienso cómo era yo entonces, y me veo como una niña tímida, encogida, sin espontaneidad. Estaba acostumbrada a sufrir y era excesivamente seria y responsable. Yo no pasé la rebeldía de la adolescencia, ni la despreocupación. Era muy formal, obediente y estudiosa.

No destacaba en nada porque había aprendido que pasando desapercibida se vivía mejor. Esa era mi máxima. Por lo tanto yo no era, no existía, no tenía vida. No me conocía. Así que para mí la obediencia en la obra no supuso gran cosa, ya que mi vida siempre estuvo marcada desde fuera. Yo no tenía criterio ni opinión. No tenía ilusiones ni objetivos.

Ahora me doy cuenta realmente, que entonces, inconscientemente, lo único que me importaba era encontrar un sitio donde sufrir lo menos posible.

Seguía convencida de mi nulidad, por lo que cualquier reconocimiento exterior era muy reconfortante.

Esta era mi realidad interior. Por otra parte, externamente no debía de dar la sensación de rara, ya que no me hubiesen perseguido. Aunque quizá, vieron en mí el peón fiel, un buen burro de carga. No sería una estrella, pero hacía mi papel.

Y fui de Guatemala a Guatepeor.

Siendo ya adscrita, íbamos un grupo de amigas, los domingos por la tarde, a hacer pasar unas horas agradables a personas con discapacidad psíquica. Esta era una actividad ajena totalmente a la obra. Yo era la única adscrita, y puesto que no se vivía de forma permanente en la ciudad, tenía que seguir haciendo mi vida.

En el centro no había ninguna sensibilidad por este tipo de actividades sociales. No tenían ni idea de que yo me dedicaba a ello. Pero les preocupó mucho que allí fueran también chicos del colegio de marianistas, majísimos, por cierto. Así que lo dejé.

Otra cosa que recuerdo que me chocó de aquel entonces, fueron las visitas a los pobres. Con otra chica del club que no era de la obra, íbamos a visitar a gente necesitada. Planteamos hacer una labor continua con alguna señora mayor que vivía sola, pero nos dijeron que no, que no era lo nuestro. La atención continua a personas pobres, enfermas… era para otros. Algo crujió dentro de mí pero así quedó. Ya lo entendería en su momento.

Mi vida de adscrita fue realmente rara. Era una santidad extraña, hecha de normas de piedad y apostolado o más bien proselitismo para llevar a mis compañeras por el centro, pero una vida aislada. Yo tenía una gran inquietud social, pero aquello no tenía cabida. La verdad es que el apostolado, tal y como se entendía en la Obra, o sea, buscar gente para acercarla a la Obra, nunca se me dio. Yo siempre enganchaba con las personas inadecuadas.

Mi situación personal de desprecio por mi misma era tal, que pensé que la que hacía las cosas mal era yo, y esto ha sido una constante durante muchos años. No sabía hacer apostolado. No enganchaba con la gente adecuada.

Como he dicho antes, algo crujió en mi interior, porque pude comprobar que de cien almas no interesan las cien, que sólo nos movíamos entre niñas bien, sin problemas. Nos dedicábamos a actividades absurdas y siempre para pasarlo bien nosotras, nunca para dar nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestras energías a los necesitados. Algo sentí con lo que no estaba de acuerdo, pero no supe racionalizarlo.

No fui a ningún curso anual, porque ni me dijeron de su existencia. Si asistí a un curso de retiro, cosa más fácil de entender para mis padres.

Como he dicho antes, durante un año fui la única adscrita de Vitoria. Al año, pitó otra chica de mi clase, pero despitó enseguida, así que seguí sola otro año más hasta que me fui al centro de estudios. No recuerdo nada de la primera formación, de los compromisos con la obra, costumbres… Seguro que me explicaron todo, pero de tal forma, o yo estaba tan hipnotizada que no se me quedó nada.

Recuerdo que fueron dos años de bien poco entusiasmo, en el que planteé varias veces el dejar de ser numeraria porque llevaba una vida muy solitaria, me sentía descolgada de todo. Todo lo que me resultaba gratificante, no encajaba con la vida que debía llevar.

Entonces, no fui capaz de ver que lo que me pedían era llevar una vida no precisamente normal, que había excesiva preocupación por proteger (todo era ocasión de tentación, de caer), no me ayudaron a crecer en libertad interior para poder vivir realmente en cualquier situación mi vocación. Se hablaba mucho de que la vocación es como una llama tenue que cualquier viento puede apagar. Ahora veo que realmente se dejaba, o mejor, se empujaba a pitar a personas con muy poco convencimiento. No era realmente una decisión libre.

Siempre se me presionó para que siguiera. Vivía como en una especie de nube, sin sentir la vida, sin la ilusión propia de los 16, 17 años.

Terminé COU y me dijeron que tenía que ir al centro de estudios a Pamplona. A mi me correspondía estudiar en Valladolid, donde había ido mi hermano a estudiar Medicina. Yo, a través de mi madre, presionaba a mi padre, al que no me atrevía a dirigirme personalmente. Reconozco que le tenía terror y no teníamos ninguna confianza mutua.

Yo quería estudiar Psicología, pero me aconsejaron en la Obra que cambiara a Pedagogía y así lo hice.

Fui a Pamplona, con la oposición total de mi padre, que tampoco quiso enfrentarse a una institución de la Iglesia Católica, (es una persona muy temerosa de Dios) pero con la que no simpatizaba en absoluto. Sólo mi madre vino a las convivencias para padres que se organizaron a lo largo de los dos años, ya que mi padre nunca quiso aparecer por el centro de estudios.

El 24 de Julio de 1974, me fui al semestre anterior al centro de estudios, tras una bronca fenomenal de mi padre por mi marcha. Recuerdo que para mi fueron buenos momentos. Me sentía de alguna manera libre, al estar fuera del alcance de mi padre. Pero, seguía sin estar distendida, relajada y a gusto. Seguía practicando lo aprendido de vivir a la defensiva, con mucha dificultad para abrirme, para ser espontánea.

Realmente la obra no era mi casa, mi familia, el lugar donde una se encuentra plenamente a gusto, centrada… pero como tampoco me encontraba así con mis padres, no era capaz de tomar una decisión o de valorar la situación. Seguía en mi huequecito, pasando desapercibida.

No hice la admisión hasta el 26 de julio de 1974, es decir, cuando llegué al semestre. A mí, nunca se me habló claro sobre lo que se pensaba de mí, o si en algo no daba la talla. Tampoco se me informó de que estaba en periodo de prueba y de que la admisión suponía el visto bueno de la Obra respecto a mi vocación.

El centro de estudios fue más de lo mismo. El hecho de que fuéramos más de cien personas, me ayudó a pasar más desapercibida. Recuerdo la charla fraterna con horror porque me costaba muchísimo abrirme y pasé por un montón de manos, unas más agradables que otras. Yo creo que la recuerdo con horror porque allí yo no iba a explayarme, a mostrarme como era, sino a dar cuenta de una serie de normas, costumbres, criterios…, más o menos como a quedar bien, a dar la talla. Había que hacer la charla y confesarse semanalmente, y hacer la charla con el sacerdote cada quince días. Así que no tenía descanso.

Vienen a mi memoria personas entrañables con las que pasé muy buenos ratos, que solían ser personas no precisamente con buen espíritu, y en las que me relajaba su libertad para mostrase como eran, cosa que yo era incapaz de hacer.

Recuerdo a una de mi curso, completamente resuelta, a la que le regalaron un abrigo de piel y una sortija muy vistosa. Realmente llamaba la atención ver una numeraria, en primero de carrera, con un abrigo abultadísimo de piel por el campus. Se debió montar bronca buena porque no quiso dejar en la mesa de dirección, ninguno de los dos regalos, y se quedó más ancha que larga. ¡Claro que no acabó el centro de estudios! Yo sentí verdadera pena cuando se fue porque era completamente gratificante en la vida de familia. Era de esas personas que ensanchan el alma y dan oxígeno a su alrededor.

Otro recuerdo de entonces fue la muerte del fundador. Fue un día terrible. Se mascaba la tensión. La subdirectora Tere Negre, ya fallecida, nos fue dando personalmente la noticia a cada una. Cada quien bajaba al oratorio y ponía cara de gran pesar o lloraba. Aquella situación era de todo menos natural. Todo el mundo estaba a la expectativa de lo que correspondía hacer para quedar bien, y no hacía falta ser un lince para darse cuenta. Era como si se tratara de dar un ambiente de dolor solemne y profundo a toda la casa.

Yo era bien experimentada en la tarea de estudiar las situaciones y actuar en consecuencia. Realmente, yo no sentí precisamente dolor o pena, pero ni me atrevía a ser consciente de ello, cuánto menos a decirlo a nadie. No se vivía ambiente de dolor, de unión familiar, que hubiese sido lo lógico. He de reconocer que puede salvar la situación el hecho de que éramos mucha gente y gente muy joven.

Hasta que me tocó pasar a mi a recibir la noticia, la tensión fue tremenda. Me dio tiempo a pensar de todo: que nos echaban a un montón de la obra, que se iba la directora… ¡yo que sé! Nadie hablaba con nadie. El silencio durante toda la tarde en la casa, fue sepulcral.

Por cierto, que tiempo después, nos pidieron a todas que escribiésemos un testimonio para la causa de beatificación. Prácticamente todas habíamos tenido ocasión de ver al fundador cuando vino a Pamplona el año 73 ó 74. Y, todas con muy buen espíritu, nos estrujamos el cerebro para sacar muestras de santidad, prácticamente de haberle visto pasar por una puerta, como fue mi caso, al salir del edificio central de la universidad.

Un tema importante para mí del centro de estudios, fueron las correcciones fraternas, que se prodigaban por doquier con el fin de que nadie viviera de forma espontánea y relajada. Externamente, el fin era empaparnos del "buen espíritu", exigirnos hasta en los detalles más nimios por vivir el espíritu que el fundador había recibido de Dios.

A mi vinieron a darme donde más me dolía, pues vivía en una pura tensión, llegando a ser aún menos auténtica de lo que ya era, a aprender a interpretar constantemente el papel de buena hija del Padre.

Recuerdo sobretodo dos correcciones, que me marcaron. Una de ellas fue por criticar lo que contaba un artículo de Noticias. Dicho artículo hablaba de la labor apostólica en Vitoria. Se suponía que una numeraria tenía una conversación conmigo, aún adscrita, y yo le decía que quería ser periodista… Yo comenté que lo que decía allí era inventado todo, porque yo jamás había dicho semejante cosa (¡Ya ves tú, periodista! ¡si mi máxima era pasar desapercibida!). Me corrigieron diciéndome, ¡que quién era yo para juzgar lo que decía en las publicaciones internas! Si acaso, no me acordaría de lo que había dicho.

La segunda corrección fraterna fue al protestar por tener que ir al monte de excursión con la faldita, absurda y dando un cante total. La misma persona que en la anterior corrección, me dijo que el que fuéramos con falda era una querer del Padre que yo debía aceptarlo con libertad, como algo propio, y con agrado. No era algo opinable, ni discutible, y no tenía derecho ni a que interiormente me sentara mal. Directamente debía de amar semejante disposición.

Así se trataba de hacer con todo. Aunque cualquier cosa te pareciera absurda integral, o fuera mentira total, tú no cuentas para nada. No tienes capacidad para pensar, juzgar, decidir, o incluso para ver. Así, una empieza a tener una desconfianza total de sí misma. Puedes no estar segura, incluso de si lo que tienes delante es una persona o una farola. Es un detalle, pero esto cultivado constantemente y en temas grandes y pequeños, te llega a deshacer como persona.

Otro tema que ya me empezó a pesar fue la separación de mi familia. La relación que tuve con ellos fue a través de mi madre, cuando venía a verme. Mi hermano mellizo cortó la relación conmigo. Mi hermana, dos años menor que yo, pitó y despitó a los pocos meses, única ocasión en la que me pidieron que fuera a casa de mis padres. Por cierto, fue el mismísimo día en que murió el generalísimo, así que no tuve que perder clase. MI hermano pequeño tenía 12 años, y pasaba de mí.

La verdad es que me costó volver de casa de mis padres. Yo, en casa no di a conocer mi situación, más bien al revés, tuve que demostrar que estaba encantada y feliz.

La relación con mi padre seguía muy tensa, pero mi madre derrochó mucha ternura conmigo. Yo me sentía muy sola y muy perdida. No sentía ningún calor humano, no percibía un cariño personal, no había intimidad, ni confianza. Todo me parecían risas huecas y disciplina. Llegar al centro suponía empezar a interpretar un papel de teatro. Empecé a pensar si me compensaba volver a casa de mis padres. A esto tampoco le di demasiada importancia pues pensaba que una casa con cien personas tampoco iba a ser lo habitual en el futuro.

Acabo el relato de esta etapa con una anécdota que he recordado muchas veces en los años posteriores, con gran cariño por la persona que la protagonizó.

Una del centro de estudios, andaluza, de Almería, graciosísima, que aún persevera, nos contó cómo en sus años de bachiller, su padre la mandó interna a un colegio y no le mandaba apenas dinero, o se lo tenía bastante recortado. Ella salió en una película del oeste americano haciendo de extra, sin que nadie lo supiera, claro. Así gano, 500 Pts y un bocadillo.

Bueno, la cuestión es que ella le escribía a su padre, pidiéndole dinero, y su padre le contestaba otra carta en la que se enrollaba contándole de su madre, sus hermanos, el pueblo, la abuela…. Y siempre terminaba diciéndole: ¡¡Bueno, y de lo del dinero!!…. Tu padre que te quiere. Y firmaba.

Realmente nos reímos con aquello, y yo he tenido ocasión de usar la expresión, muchas veces en la vida, y siempre acordándome de ella.

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