RECUERDOS DEL CAMINO
Autora: Carmen Charo Pérez de San Román
Numeraria del Opus Dei de 1972 a 1990
VOCACIÓN - CENTRO DE ESTUDIOS
Así que a partir de los 14 años me bombardearon
para que pitara. Como el seguimiento no era diario la cosa
fue dilatándose. Yo no lo tenía nada claro.
Realmente no sentía ninguna llamada y tampoco me sentía
feliz y plena como para tomar semejante decisión. Tampoco
se puede decir que fuera amiga íntima, de las que se
puede decir, con plena confianza, de ninguna de las que iba
por el centro. Yo no buscaba nada. Más bien me perseguían
a mí.
Me presionaron diciéndome que Dios me llamaba y, recuerdo
que en un curso de retiro o convivencia de pitables, no sé
qué era aquello (creo que yo era la única "no
de la obra") me "invitaron" a entrar en el
oratorio y salir con una respuesta. La responsabilidad, desde
luego que fue mía. Podía perfectamente haber
dicho que no, aunque no sé que hubiera pasado, pero
hacía falta conocerme poco o tener pocos escrúpulos,
para plantearme a mí aquello.
Yo era demasiado obediente, no tenía peso para plantarme
y decir que no, no disponía de claridad mental para
razonar mi respuesta. La conciencia que tenía de mí
misma era muy vaga. Me atraía el ideal, pero no sentía
el impulso necesario como para tomar semejante decisión.
Salí y dije que sí, que pitaba, aunque, visto
desde la perspectiva actual, con muy poca convicción.
Desde luego que sí sabía a qué me comprometía
y fui consecuente desde aquel momento. Yo sabía que
le daba mi vida a Dios, renunciando al amor humano, para vivir
donde la obra me necesitara y realizando la tarea que de mí
se requiriera, sin perder mi condición de persona normal,
es decir, sin ser monja.
Pité el 15 de agosto de 1972. Como en otros casos
los consejos de "no digas nada a tus padres", cosa
por otra parte de sentido común. También los
besos y abrazos de las 100 del centro de estudios, a las que
no había visto nunca, o sea, "todo el mundo sabía
mi historia"
Esto tampoco me escandalizó
pues me pareció lógica la alegría de
una más para la familia.
Ahora pienso cómo era yo entonces, y me veo como una
niña tímida, encogida, sin espontaneidad. Estaba
acostumbrada a sufrir y era excesivamente seria y responsable.
Yo no pasé la rebeldía de la adolescencia, ni
la despreocupación. Era muy formal, obediente y estudiosa.
No destacaba en nada porque había aprendido que pasando
desapercibida se vivía mejor. Esa era mi máxima.
Por lo tanto yo no era, no existía, no tenía
vida. No me conocía. Así que para mí
la obediencia en la obra no supuso gran cosa, ya que mi vida
siempre estuvo marcada desde fuera. Yo no tenía criterio
ni opinión. No tenía ilusiones ni objetivos.
Ahora me doy cuenta realmente, que entonces, inconscientemente,
lo único que me importaba era encontrar un sitio donde
sufrir lo menos posible.
Seguía convencida de mi nulidad, por lo que cualquier
reconocimiento exterior era muy reconfortante.
Esta era mi realidad interior. Por otra parte, externamente
no debía de dar la sensación de rara, ya que
no me hubiesen perseguido. Aunque quizá, vieron en
mí el peón fiel, un buen burro de carga. No
sería una estrella, pero hacía mi papel.
Y fui de Guatemala a Guatepeor.
Siendo ya adscrita, íbamos un grupo de amigas, los
domingos por la tarde, a hacer pasar unas horas agradables
a personas con discapacidad psíquica. Esta era una
actividad ajena totalmente a la obra. Yo era la única
adscrita, y puesto que no se vivía de forma permanente
en la ciudad, tenía que seguir haciendo mi vida.
En el centro no había ninguna sensibilidad por este
tipo de actividades sociales. No tenían ni idea de
que yo me dedicaba a ello. Pero les preocupó mucho
que allí fueran también chicos del colegio de
marianistas, majísimos, por cierto. Así que
lo dejé.
Otra cosa que recuerdo que me chocó de aquel entonces,
fueron las visitas a los pobres. Con otra chica del club que
no era de la obra, íbamos a visitar a gente necesitada.
Planteamos hacer una labor continua con alguna señora
mayor que vivía sola, pero nos dijeron que no, que
no era lo nuestro. La atención continua a personas
pobres, enfermas
era para otros. Algo crujió
dentro de mí pero así quedó. Ya lo entendería
en su momento.
Mi vida de adscrita fue realmente rara. Era una santidad
extraña, hecha de normas de piedad y apostolado o más
bien proselitismo para llevar a mis compañeras por
el centro, pero una vida aislada. Yo tenía una gran
inquietud social, pero aquello no tenía cabida. La
verdad es que el apostolado, tal y como se entendía
en la Obra, o sea, buscar gente para acercarla a la Obra,
nunca se me dio. Yo siempre enganchaba con las personas inadecuadas.
Mi situación personal de desprecio por mi misma era
tal, que pensé que la que hacía las cosas mal
era yo, y esto ha sido una constante durante muchos años.
No sabía hacer apostolado. No enganchaba con la gente
adecuada.
Como he dicho antes, algo crujió en mi interior, porque
pude comprobar que de cien almas no interesan las cien, que
sólo nos movíamos entre niñas bien, sin
problemas. Nos dedicábamos a actividades absurdas y
siempre para pasarlo bien nosotras, nunca para dar nuestro
tiempo, nuestro trabajo, nuestras energías a los necesitados.
Algo sentí con lo que no estaba de acuerdo, pero no
supe racionalizarlo.
No fui a ningún curso anual, porque ni me dijeron
de su existencia. Si asistí a un curso de retiro, cosa
más fácil de entender para mis padres.
Como he dicho antes, durante un año fui la única
adscrita de Vitoria. Al año, pitó otra chica
de mi clase, pero despitó enseguida, así que
seguí sola otro año más hasta que me
fui al centro de estudios. No recuerdo nada de la primera
formación, de los compromisos con la obra, costumbres
Seguro que me explicaron todo, pero de tal forma, o yo estaba
tan hipnotizada que no se me quedó nada.
Recuerdo que fueron dos años de bien poco entusiasmo,
en el que planteé varias veces el dejar de ser numeraria
porque llevaba una vida muy solitaria, me sentía descolgada
de todo. Todo lo que me resultaba gratificante, no encajaba
con la vida que debía llevar.
Entonces, no fui capaz de ver que lo que me pedían
era llevar una vida no precisamente normal, que había
excesiva preocupación por proteger (todo era ocasión
de tentación, de caer), no me ayudaron a crecer en
libertad interior para poder vivir realmente en cualquier
situación mi vocación. Se hablaba mucho de que
la vocación es como una llama tenue que cualquier viento
puede apagar. Ahora veo que realmente se dejaba, o mejor,
se empujaba a pitar a personas con muy poco convencimiento.
No era realmente una decisión libre.
Siempre se me presionó para que siguiera. Vivía
como en una especie de nube, sin sentir la vida, sin la ilusión
propia de los 16, 17 años.
Terminé COU y me dijeron que tenía que ir al
centro de estudios a Pamplona. A mi me correspondía
estudiar en Valladolid, donde había ido mi hermano
a estudiar Medicina. Yo, a través de mi madre, presionaba
a mi padre, al que no me atrevía a dirigirme personalmente.
Reconozco que le tenía terror y no teníamos
ninguna confianza mutua.
Yo quería estudiar Psicología, pero me aconsejaron
en la Obra que cambiara a Pedagogía y así lo
hice.
Fui a Pamplona, con la oposición total de mi padre,
que tampoco quiso enfrentarse a una institución de
la Iglesia Católica, (es una persona muy temerosa de
Dios) pero con la que no simpatizaba en absoluto. Sólo
mi madre vino a las convivencias para padres que se organizaron
a lo largo de los dos años, ya que mi padre nunca quiso
aparecer por el centro de estudios.
El 24 de Julio de 1974, me fui al semestre anterior al centro
de estudios, tras una bronca fenomenal de mi padre por mi
marcha. Recuerdo que para mi fueron buenos momentos. Me sentía
de alguna manera libre, al estar fuera del alcance de mi padre.
Pero, seguía sin estar distendida, relajada y a gusto.
Seguía practicando lo aprendido de vivir a la defensiva,
con mucha dificultad para abrirme, para ser espontánea.
Realmente la obra no era mi casa, mi familia, el lugar donde
una se encuentra plenamente a gusto, centrada
pero como
tampoco me encontraba así con mis padres, no era capaz
de tomar una decisión o de valorar la situación.
Seguía en mi huequecito, pasando desapercibida.
No hice la admisión hasta el 26 de julio de 1974,
es decir, cuando llegué al semestre. A mí, nunca
se me habló claro sobre lo que se pensaba de mí,
o si en algo no daba la talla. Tampoco se me informó
de que estaba en periodo de prueba y de que la admisión
suponía el visto bueno de la Obra respecto a mi vocación.
El centro de estudios fue más de lo mismo. El hecho
de que fuéramos más de cien personas, me ayudó
a pasar más desapercibida. Recuerdo la charla fraterna
con horror porque me costaba muchísimo abrirme y pasé
por un montón de manos, unas más agradables
que otras. Yo creo que la recuerdo con horror porque allí
yo no iba a explayarme, a mostrarme como era, sino a dar cuenta
de una serie de normas, costumbres, criterios
, más
o menos como a quedar bien, a dar la talla. Había que
hacer la charla y confesarse semanalmente, y hacer la charla
con el sacerdote cada quince días. Así que no
tenía descanso.
Vienen a mi memoria personas entrañables con las que
pasé muy buenos ratos, que solían ser personas
no precisamente con buen espíritu, y en las que me
relajaba su libertad para mostrase como eran, cosa que yo
era incapaz de hacer.
Recuerdo a una de mi curso, completamente resuelta, a la
que le regalaron un abrigo de piel y una sortija muy vistosa.
Realmente llamaba la atención ver una numeraria, en
primero de carrera, con un abrigo abultadísimo de piel
por el campus. Se debió montar bronca buena porque
no quiso dejar en la mesa de dirección, ninguno de
los dos regalos, y se quedó más ancha que larga.
¡Claro que no acabó el centro de estudios! Yo
sentí verdadera pena cuando se fue porque era completamente
gratificante en la vida de familia. Era de esas personas que
ensanchan el alma y dan oxígeno a su alrededor.
Otro recuerdo de entonces fue la muerte del fundador. Fue
un día terrible. Se mascaba la tensión. La subdirectora
Tere Negre, ya fallecida, nos fue dando personalmente la noticia
a cada una. Cada quien bajaba al oratorio y ponía cara
de gran pesar o lloraba. Aquella situación era de todo
menos natural. Todo el mundo estaba a la expectativa de lo
que correspondía hacer para quedar bien, y no hacía
falta ser un lince para darse cuenta. Era como si se tratara
de dar un ambiente de dolor solemne y profundo a toda la casa.
Yo era bien experimentada en la tarea de estudiar las situaciones
y actuar en consecuencia. Realmente, yo no sentí precisamente
dolor o pena, pero ni me atrevía a ser consciente de
ello, cuánto menos a decirlo a nadie. No se vivía
ambiente de dolor, de unión familiar, que hubiese sido
lo lógico. He de reconocer que puede salvar la situación
el hecho de que éramos mucha gente y gente muy joven.
Hasta que me tocó pasar a mi a recibir la noticia,
la tensión fue tremenda. Me dio tiempo a pensar de
todo: que nos echaban a un montón de la obra, que se
iba la directora
¡yo que sé! Nadie hablaba
con nadie. El silencio durante toda la tarde en la casa, fue
sepulcral.
Por cierto, que tiempo después, nos pidieron a todas
que escribiésemos un testimonio para la causa de beatificación.
Prácticamente todas habíamos tenido ocasión
de ver al fundador cuando vino a Pamplona el año 73
ó 74. Y, todas con muy buen espíritu, nos estrujamos
el cerebro para sacar muestras de santidad, prácticamente
de haberle visto pasar por una puerta, como fue mi caso, al
salir del edificio central de la universidad.
Un tema importante para mí del centro de estudios,
fueron las correcciones fraternas, que se prodigaban por doquier
con el fin de que nadie viviera de forma espontánea
y relajada. Externamente, el fin era empaparnos del "buen
espíritu", exigirnos hasta en los detalles más
nimios por vivir el espíritu que el fundador había
recibido de Dios.
A mi vinieron a darme donde más me dolía, pues
vivía en una pura tensión, llegando a ser aún
menos auténtica de lo que ya era, a aprender a interpretar
constantemente el papel de buena hija del Padre.
Recuerdo sobretodo dos correcciones, que me marcaron. Una
de ellas fue por criticar lo que contaba un artículo
de Noticias. Dicho artículo hablaba de la labor apostólica
en Vitoria. Se suponía que una numeraria tenía
una conversación conmigo, aún adscrita, y yo
le decía que quería ser periodista
Yo
comenté que lo que decía allí era inventado
todo, porque yo jamás había dicho semejante
cosa (¡Ya ves tú, periodista! ¡si mi máxima
era pasar desapercibida!). Me corrigieron diciéndome,
¡que quién era yo para juzgar lo que decía
en las publicaciones internas! Si acaso, no me acordaría
de lo que había dicho.
La segunda corrección fraterna fue al protestar por
tener que ir al monte de excursión con la faldita,
absurda y dando un cante total. La misma persona que en la
anterior corrección, me dijo que el que fuéramos
con falda era una querer del Padre que yo debía aceptarlo
con libertad, como algo propio, y con agrado. No era algo
opinable, ni discutible, y no tenía derecho ni a que
interiormente me sentara mal. Directamente debía de
amar semejante disposición.
Así se trataba de hacer con todo. Aunque cualquier
cosa te pareciera absurda integral, o fuera mentira total,
tú no cuentas para nada. No tienes capacidad para pensar,
juzgar, decidir, o incluso para ver. Así, una empieza
a tener una desconfianza total de sí misma. Puedes
no estar segura, incluso de si lo que tienes delante es una
persona o una farola. Es un detalle, pero esto cultivado constantemente
y en temas grandes y pequeños, te llega a deshacer
como persona.
Otro tema que ya me empezó a pesar fue la separación
de mi familia. La relación que tuve con ellos fue a
través de mi madre, cuando venía a verme. Mi
hermano mellizo cortó la relación conmigo. Mi
hermana, dos años menor que yo, pitó y despitó
a los pocos meses, única ocasión en la que me
pidieron que fuera a casa de mis padres. Por cierto, fue el
mismísimo día en que murió el generalísimo,
así que no tuve que perder clase. MI hermano pequeño
tenía 12 años, y pasaba de mí.
La verdad es que me costó volver de casa de mis padres.
Yo, en casa no di a conocer mi situación, más
bien al revés, tuve que demostrar que estaba encantada
y feliz.
La relación con mi padre seguía muy tensa,
pero mi madre derrochó mucha ternura conmigo. Yo me
sentía muy sola y muy perdida. No sentía ningún
calor humano, no percibía un cariño personal,
no había intimidad, ni confianza. Todo me parecían
risas huecas y disciplina. Llegar al centro suponía
empezar a interpretar un papel de teatro. Empecé a
pensar si me compensaba volver a casa de mis padres. A esto
tampoco le di demasiada importancia pues pensaba que una casa
con cien personas tampoco iba a ser lo habitual en el futuro.
Acabo el relato de esta etapa con una anécdota que
he recordado muchas veces en los años posteriores,
con gran cariño por la persona que la protagonizó.
Una del centro de estudios, andaluza, de Almería,
graciosísima, que aún persevera, nos contó
cómo en sus años de bachiller, su padre la mandó
interna a un colegio y no le mandaba apenas dinero, o se lo
tenía bastante recortado. Ella salió en una
película del oeste americano haciendo de extra, sin
que nadie lo supiera, claro. Así gano, 500 Pts y un
bocadillo.
Bueno, la cuestión es que ella le escribía
a su padre, pidiéndole dinero, y su padre le contestaba
otra carta en la que se enrollaba contándole de su
madre, sus hermanos, el pueblo, la abuela
. Y siempre
terminaba diciéndole: ¡¡Bueno, y de lo
del dinero!!
. Tu padre que te quiere. Y firmaba.
Realmente nos reímos con aquello, y yo he tenido ocasión
de usar la expresión, muchas veces en la vida, y siempre
acordándome de ella.
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