Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Recuerdos del camino
Índice
1. Introducción
2. Infancia
3. Vocación - Centro de Estudios
4. Valencia - Apostolado
5. La Administración
6. Etapa final: Murcia
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RECUERDOS DEL CAMINO
Autora: Carmen Charo Pérez de San Román
Numeraria del Opus Dei de 1972 a 1990

 

VALENCIA- APOSTOLADO

Más o menos bien pasaron los dos años, ¡y por fin comenzaba la vida ordinaria!

A mi me tocó ir a vivir a Valencia, a un centro de universitarias - Tetuán - en la Plaza de Tetuán, al lado de la Capitanía General, donde oíamos cada mañana y cada atardecer a los reclutas que izaban o arriaban la bandera, y al "turuta" que se pasaba el día ensayando.

Allí continué la carrera, gracias a Alejandro Llano, numerario, entonces decano de Filosofía en la Universidad de Valencia. El traslado a una universidad pública no era fácil ya que podía cursar Pedagogía en Valladolid, universidad que me correspondía por distrito.

Con mi maleta de cartón plastificado y liada con una cuerda, ya que se abría de puro mala que era, me pusieron en el tren y llegué a Valencia. Esas no eran, claro, las maletas que me había comprado mi madre. (Ese era uno de los misterios sin resolver del centro de estudios: todo el mundo llegaba con maletas nuevas y buenas, y se iba con auténticas reliquias, pero, ¡que todo fuera eso!).

Salió a recibirme la secretaria del centro. La casa era antigua, de techos muy altos, bonita, si no fuera porque se estaba cayendo. En una esquina de la casa había una grieta que controlaban los arquitectos del ayuntamiento, creo. Casi se veía la calle, y corría un fresco riquísimo. Pero, era una casa entrañable.

Al llegar al centro, saludé a la directora y me recibieron con cena fría. La verdad es que noté otro calor de familia. Me gustó el recibimiento.

Vivía en el centro Rosario Grases, la hermana de Montse, a la que abracé como a una reliquia viviente. Por cierto, que no me atreví a preguntarle nada acerca de ella, y luego, en los años en que coincidí con ella, jamás se habló del tema, a pesar de que es una persona en proceso de beatificación. Ahora lo lamento, porque sí me gustaría saber qué pensaba su propia hermana de su normalidad y santidad.

Me dieron una buena habitación. Ninguna era dormitorio personal. La mía era salita de día y dormitorio de noche, así que no había forma de perderse. Todas estábamos igual. Cuando hubo un poco más de confianza pasé a dormir encima de una mesa del estudio, y compartía el estudio con otras dos más. Eso sí, cada una dormíamos en una mesa.

También había clases en lo que a tablas de dormir se refiere. Las tablas de aglomerado eran más llevaderas por ser más blandas. Aquella no, aquella era una madera buenísima, gordísima y dura como la piedra. Extendía la cama por la noche y la recogía por la mañana, guardándola en el armario de un trastero-cocina que había, donde también guardábamos los zapatos. La ropa la tenía en un armario del pasillo. Era una casa incómoda, pero tengo que decir que guardo un gratísimo recuerdo de ella.

Tengo para mí, que cuanto más incómoda he vivido en la obra, he sido más feliz, porque se creaba un ambiente más especial, de mayor complicidad y sintonía.

En la casa había tres duchas para las nueve que vivíamos en el centro, la de la directora y otras dos más. En una había algún cable que hacía contacto y con bastante frecuencia te daba un buen calambrazo. Y, en la otra, no había agua caliente y no se podía cerrar completamente la ventana, así que había que ducharse con el relentillo.

Era una casa viejísima y las cucarachas campaban por sus fueros. Rosario Grases, era la encargada nada más levantarse, de sacar todos los cajones de la cocina y matar las cucas. Lo hacía con verdadera naturalidad. Todas estas cosas eran la sal de la vida, y las recuerdo con verdadero cariño.

De la directora, hoy guardo un cariñoso recuerdo, pero me hizo sufrir mucho, porque era de una disciplina germánica y, por entonces le faltaba humanidad a raudales. Años más tarde volví a coincidir con ella y la encontré como una mujer encantadora y humana.

La verdad es que nos unimos en aquella casa un grupo variado de gente y lo pasamos bien. Viene a mi mente, una de ellas, libre totalmente de espíritu, que como tal, dejó la obra a los pocos años. Le tengo que agradecer especialmente su cariñosísima bienvenida al centro, y su ayuda en lo profesional cuando abandoné la obra.

Había poco dinero, y ella consiguió que le regalaran un pavo, al que cuidaba en un patio interior y lo alimentaba, con el fin de que llegara a Navidad. El pavo, mal comido, estaba como una piedra en Navidad.

Otra anécdota curiosa que le sucedió a ella, fue con la portera de la casa. Se llamaba Atala, era coja y tenía muy mal genio. Cuando llegó ella al centro, en su afán por ser cariñosa, saludó a la portera y le dijo: ¡Hola Atila! ¿Qué le ha pasado en el pié? Ella, con la cara seria y los brazos en jarras, le contestó: Me llamo Atala, y lo del pié es de nacimiento. Ya no intentó ser más amable.

A mi me sorprendía la naturalidad con la que hacía lo que creía que tenía que hacer, tanto si caía bien como si caía mal. Así, era la única numeraria que yo haya conocido, que llevara al centro a un compañero (hombre) de curso porque tenían que hacer un trabajo conjunto. A mí esas libertades de espíritu me encantaban. No conseguía que nadie le condicionara, y yo la admiraba porque no me sentía capaz de tanto.

Allí se me fue esponjando el alma. La vida de familia era distinta que en el centro de estudios. Yo dejé de estar tanto a la defensiva y comencé a disfrutar. Recuerdo que tuve una temporada a toda la casa intrigada con un juego, que hoy me avergüenza por lo infantil. A nadie la pareció mal y no me cayó ninguna corrección fraterna.

Quizá, quien entonces ponía la nota amarga era la directora y su tensión apostólica agobiante.

Por este tema sí que lo pasé mal. Llegué al centro en fechas ya de hacer la matrícula en la universidad, y me tenía amargada, exigiéndome que le diera cuenta diaria de mis gestiones apostólicas: a quién había conocido en la cola de secretaría, en la calle, de qué había hablado…

Se trataba de salir a la calle y hablar a quien fuera del centro, pegase o no. Me exigía resultados diarios. Era antinatural y absurdo, pero yo era incapaz de hacérselo ver. Es más, me sentía torpe por ser incapaz de trabar una relación personal de golpe y porrazo.

Fue llegar y empezar a rendir. Me sentí mal porque nadie se preocupó de mi adaptación: vivir en un centro pequeño, lejos de mi tierra, de mi familia,… todo era nuevo y no tuve tiempo ni de comentar cómo me sentía. No había que perder un minuto. Me sentí mal, pero como siempre, no fui capaz de analizar.
Para colmo, mi horario de clases era el último de la tarde. A ese grupo, por la hora de clases, asistían fundamentalmente, personas mayores, maestros que hacían el curso puente para seguir con Pedagogía, monjas, frailes… Mi campo apostólico se veía reducido a nada. Yo vivía con esa obsesión constante y un sentimiento cada vez mayor de hacer las cosas mal, de inutilidad personal.

El apostolado, o sea, el compartir mi vida espiritual con las personas, que debiera ser la consecuencia lógica de una gran vida interior, un desbordamiento del amor de Dios en el propio corazón, y un compartir con todo tipo de personas, se convirtió en una tarea postiza y artificial, algo obligado, algo incómodo y antinatural.

Yo no era capaz de darme cuenta de que me estaban pidiendo algo postizo. Eso no era apostolado cristiano, y me echaba la culpa de mi ineficacia.

En todo este modo de proceder puede haber bastante de limitación de las personas, pero era lo habitual en la vida de todas las del centro, lo que quiere decir que era la directriz que marcaba la Obra.

Ahora soy capaz de ver, cómo faltaba una verdadera unidad de vida. El apostolado, nuevamente no era fruto de la vida interior.

En nuestra vida personal había como apartados: hacer las normas de piedad, hacer apostolado, vivir la vida de familia, trabajar o estudiar... En todos esos apartados había que cumplimentar una serie de requisitos, y así parecía que todo funcionaba bien. Era el modo de llegar a ser santas.

No se formaba a personas humanamente maduras, libres, a las que se les daban los medios para ahondar en su amor a Dios, y por tanto en su compromiso con El. De esta forma, todo lo que haríamos a lo largo del día, sería una consecuencia de ese convencimiento interior, de esa base cada vez más sólida y profunda.

Parece que lo lógico sería que cada quien viviese su compromiso cristiano en cualquier situación y momento del día, con todo tipo de personas.

Cada persona se santifica contando con sus cualidades, capacidades, dones personales, que Dios le ha dado, y por tanto la respuesta de cada uno es personal, única e irrepetible,

En la Obra, al revés, se te niega el pensamiento propio, el sano espíritu crítico. No se da a conocer el espíritu, y cada quien le da vida según su personalidad y dones particulares. No se vive de forma personal. No, en la Obra, todos, concretamos de la misma forma el modo de vivir cualquier virtud. Se da a conocer el espíritu, y se concreta hasta el más mínimo detalle el cómo vivir aquello. Esto uniforma a las personas, les anula la personalidad, les hace inmaduras.

No se trata de sacar lo bueno que cada uno guarda en su interior, sino de vestirse todos con el mismo traje. La vocación pasa a ser un corsé, más que un traje a medida, un ir por el carril indicado más que una respuesta personal y libre a la llamada de Dios. Poco a poco, la vocación va empobreciendo a la persona más que llenándola de plenitud.

A lo largo de aquel primer año en el centro, se fueron unas cinco adscritas de las diez que había, más una de las que vivía en el centro.

A ésta, la veíamos llorar y llorar, pero nadie le decía nada. Nadie podía o se atrevía acercarse a ella para consolarla, para hablar... No es que hubiera una prohibición expresa, pero todas entendíamos que no era cuestión personal de nadie. A la directora era a la única que le correspondía hablar con ella. Todas sabíamos de sobra que la vida personal es cuestión del consejo local.

La verdad es que estas situaciones en los centros son muy duras y difíciles de comprender cuando se trata de hacer ver que la obra es una familia.

Recuerdo también, que por aquel entonces, la familia de una de las del centro pasó unos apuros económicos tremendos. Su padre era un empresario bastante importante y se arruinaron. Bien, pues yo no me enteré absolutamente de nada. Conocí la situación años más tarde, cuando era evidente para todo el mundo. Eran conocidos en Valencia y tuvieron que marchar a trabajar a otro país…Me dolió mucho, y no creo que fuera yo la que vivía al margen de todo, aunque en ese momento también me eché la culpa de eso y pensé que iba a lo mío de tal forma que no me había dado cuenta de nada.

Me dolió la falta de confianza que tuvieron conmigo. No sé si las demás se enteraron, lo que sí es cierto que jamás se hizo un comentario sobre el tema en grupo, en la vida de familia.

Cambiamos de casa, a una nueva y el encanto de la vida de familia pasó a mejor vida. Yo permanecí en ese centro los dos años últimos de carrera.

Pasada la alegría y relajo de los primeros momentos, la vida pasó a ser más dura. Me sentía desenganchada totalmente en lo apostólico, me creía inútil y eso me hacía sentir muy mal. Por otra parte, la carrera fue un desastre. No podía leer nada, no podía asistir a ninguna actividad extraacadémica, no conectaba humanamente con nadie del curso… ¡Completamente frustrante!

Tengo muy buen recuerdo de los veranos. El primer año lo pasé entero en Yeste, en convivencias con bachilleres. Nos dejaron unas casas que llenaron de literas de la Marina. No había armarios ni nada. El desorden, la austeridad, la vida al aire libre…fueron muy positivas. Disfruté mucho con las niñas que pasaban por allí en tandas cada diez días. Yo no era del consejo local, sino peón de apoyo. No sabía, ni me sentía cómoda persiguiendo a nadie para que pitara. Ese verano disfruté verdaderamente de las personas. Humanamente fue muy reconfortante.

El segundo y tercer año, estuve en Cuatretonda, un pueblo de Valencia de unos 2.000 habitantes. Se trataba de una promoción rural con universitarias del centro. Una señora mayor del pueblo nos cedió su casa y vivíamos con ella. El sacerdote del pueblo era supernumerario y se llevaba a mal traer con el alcalde, que era socialista. Ahora me parece verdaderamente meritorio. El alcalde hizo gala de un sentido de la libertad que en la obra no hubieran tenido ni en los días de fiesta. ¡A buenas horas se ha dejado a ningún socialista entrar en un centro y dejarle que hable! Eran el coco, el demonio.

La cuestión política es otro tema de que hablar. Teóricamente, la Obra no debe influir sobre el pensamiento político de nadie. Es cierto que no se dan círculos ni charlas sobre pensamiento político, pero, como en tantos temas, el ambiente, el modo de vida...van inclinándote hacia un modo de pensar. Yo he llegado a ser "facha" y fanática donde las haya. También es cierto que he encontrado auténticas excepciones, personas que han tenido ideas claras y bien definidas en cuanto al tema político. Siempre tendían hacia un pensamiento liberal y de izquierdas. Se notaba claramente que no eran la norma y debían defenderlo.

También se procura que haya un buen botón de muestra que haga ver de forma patente que el Opus Dei no tiene opinión política y se respetan todas las tendencias. En mis tiempos se hablaba muchísimo de Calvo Serer, al que Franco mandó a la cárcel y tuvo que exiliarse, y por contra, los ministros Lopez Rodó y López Bravo, numerario y supernumerario, respectivamente.

A propósito de esto, recuerdo que en junio del año 77, creo que fue, no me dejaron votar al partido de Democracia Cristiana de Ruiz Jiménez. Fue la propia directora quien me preguntó qué es lo que iba a votar, y me lo dejó bien claro. La numeraria "libre de espíritu", de la que he hablado anteriormente, dijo que "pasaba", pero yo no. Esto, fue un error personal de la directora, que yo debía haber corregido, pero como lo mismo pasaba con distintos temas, la verdad es que no creí que fuera yo la equivocada. Sería una cosa más que entendería con el tiempo. Estaba claro que la Obra no influía en la opción política, pero…sus razones habría para aquella imposición.

Siguiendo con el tema político, años más tarde, cuando el golpe de estado de Tejero, también recuerdo que nadie dijo nada, pero en el ambiente se vivía cierta euforia, cierto gusto por el hecho de que el golpe de estado prosperase.

Sigo con la promoción rural. Dábamos clase a los niños por la mañana, y por la tarde, charlas a las chicas y señoras. Íbamos a la piscina del pueblo y enseñábamos a nadar a los niños. Eso sí, dimos el cantazo con nuestros bañadores de faldita antidiluvianos.

El fin de la promoción no era el bien de la gente del pueblo, sino conseguir que pitaran las universitarias que iban. Yo seguía sin encajar en aquello. La verdad es que todas las que por allí pasamos nos volcamos en la gente del pueblo y disfrutamos. No nos volcamos nadie de forma antinatural en la labor proselitista y fue una experiencia bonita para todas.

Llevar una vida normal, mezclada con la gente, hacer tertulias en la puerta de la casa hasta altas horas de la noche…en fin, romper todas las normas de la vida de una numeraria era completamente gratificante.

La gente se admiraba de que fuéramos a Misa todos los días, de que hiciéramos oración en la iglesia del pueblo, ayudáramos a limpiar bien la iglesia…Fuimos un punto de color, aquellos años, para mucha gente del pueblo. Eso sí que creo que fue verdadero apostolado.

De allí, la verdad es que sólo pitó una supernumeraria, que salió de la obra años más tarde.

Estas actividades me daban gasolina para el resto del año. Así se hacía llevadera la vida.

Otro recuerdo que no quiero dejar pasar por lo que me marcó hace relación de nuevo a las visitas a los pobres.

Me encargaron que fuera con unas chicas de San Rafael a hacer una visita a un orfanato. Las chicas no eran amigas personales mías. Eran las típicas niñas del colegio de la Obra, no sé si hijas de supernumerarios o afines. Iban por el centro como por rutina. Había que tirar de ellas para que asistieran cada semana al circulo, meditación… Es decir, y no es menosprecio hacia ellas, que no tenían excesivo interés. Parece que se trataba de que se removieran un poco viendo la desgracia de fuera, en contraste con su vida acomodada.

Llegamos al orfanato y se nos pegaron nada más entrar dos hermanitos, el niño de unos 7 años y la niña de 3 ó 4. Aquello fue inenarrable. El niño era como un hombre adulto. Se sentían solos. El protegía constantemente a su hermana. En su cara se reflejaba una madurez impropia de su edad, una seriedad y una tristeza que no sé describir. A mi se me hizo un nudo en la garganta terrible. Hicimos de tripas corazón y procuramos hacerles reír y que sintieran cariño. Cuando nos fuimos, yo ya no pude más y sin poderlo remediar lloré hasta hartarme, sin pudor por las chicas, por la gente que pasaba por la calle…No podía parar. Las lágrimas salían a borbotones, con hipo…No entendía nada. ¿Qué hacíamos nosotras allí? Nunca más íbamos a volver. No pretendíamos solucionar nada. Me pareció cruel y absurdo que nosotras lleváramos una vida tan fácil y hubiera niños tan pequeños dándonos verdaderas lecciones sobre la vida. Me duró la impresión, pero como todo se fue diluyendo con el tiempo.

Interiormente yo no había cambiado mucho. Seguía sin ser yo, sin pensar por mi cuenta, sin tener criterio ni opinión. Pasé por la carrera como por un túnel, sin ver nada. Aprobé sin conseguir enterarme de nada, ¡una auténtica obra maestra! Mi autoestima era muy baja. Todo el tema apostólico me hacía sentir bastante inútil. En alguna ocasión volví a plantear mi deseo de abandonar mi condición de numeraria y siguieron insistiéndome en la gravedad de dar la espalda a Dios, en que aquella era mi vocación y mi sitio. De fondo no era feliz. Había muchas cosas que no encajaban. Yo me sentía mal, sólo sabía identificar mi dificultad para el apostolado. En cuanto a lo demás no era capaz de criticarlo de forma concreta. Ahora veo que no llevaba una vida de persona corriente. Salía a la calle e iba a clase pero vivía inmersa en una burbuja. Era como una niña, consultaba absolutamente todo sin adquirir nunca criterio…Vivía ajena a la situación política del momento, de transición democrática. La universidad estaba muy movida, pero aquello no iba conmigo. Yo tenía bastante con subsistir y obedecer.

De nuevo mi familia no casaba nada en mi vida. Mis padres fueron a visitarme en alguna ocasión y la situación era del todo extraña. Me encontraba en medio entre ellos y mis hermanas del centro, no me sentía parte de ninguno.

Me dolía que fueran como de visita a mi propia casa, que no pudieran ver mi habitación, que no pudiera invitarles a comer…Cuando se volvían yo me quedaba fatal, volviendo a sentir de una manera crudísima la soledad, la falta de verdadero calor humano. Otra vez me pasaba como en el centro de estudios. Llegaba al centro y había que volver a colocar la sonrisa de que todo iba bien, había que volver a interpretar.

Nunca podía hacer lo que me diera la gana, el día estaba completamente marcado. Tenía que dar cuenta de todos los minutos del día. No existía el cansancio. Había que aprovechar el tiempo y se trataba de estar en permanente actividad. Jamás me fui sola a dar una vuelta. No tenía aficiones personales...

Recuerdo a una compañera de clase, hija única, que mantenía una relación muy estrecha y buena con sus padres, pero notaba la falta de hermanos. Nos hicimos muy amigas, pero no compartía nada la forma de ver la vida de la Obra. Me invitó muchas veces a ir con ella a una casa que tenían en un pueblo cerca de Valencia, a ir a comer con sus padres, a pasar días en su casa, ya que estaba bastante sola. Nunca me permitieron nada de eso. Sólo pude pasar ratos estudiando con ella o dando una vuelta. Pero, como tampoco quería venir por el centro, era más bien una pérdida de tiempo.

En muchos momentos me empezó a pesar no tener vida propia, no tener ningún descanso, pero a mi aire. Esto también soy capaz de verlo ahora. Entonces sólo lo identificaba como un sentirme mal, sin saberle poner nombre.

En el centro había buenos ratos pero la relación era muy superficial. Yo tampoco podía manifestar mi dolor por la marcha de mis padres. Sólo me consolaba pensar, y lo hice muchas veces, que cuando se murieran ellos no me dolería nada, pues el dolor ya lo estaba pasando en ese momento.

Las muestras de cariño con ellos eran extrañas. No se les podía llamar por teléfono por aquello de la pobreza. Si estaba bien visto escribirles, pero la relación no era directa. Las cartas se leían previamente por la directora. Recuerdo que en centro de estudios me hicieron eliminar algo que les comentaba a mis padres en una carta.

No se podía tener detalles, en el sentido de regalarles nada. Lo que ellos te regalaban, no te lo volvían a ver porque había que dejarlo en la mesa de dirección.

Era imposible estar en los avatares de su vida. Recuerdo que operaron a mi madre de un oído y no me dejaron ir, ni siquiera llamar por teléfono. Lo tuvieron que hacer ellos. Estas cosas duelen hasta el infinito. ¿Y, qué sentido se les da? Pues que una le ha entregado al Señor las 24 horas del día y no tiene tiempo. Todo el tiempo y todas las energías se deben de gastar en el encargo apostólico que a una le han encomendado. Por otra parte, somos pobres, "somos padres/madres de familia numerosa y pobre".

Si te duele excesivamente separarte de tus padres es porque estás apegada, y eso es una falta de generosidad con el Señor, es que realmente no te has entregado con total radicalidad, no has quemado las naves…

Ellos siempre me llamaban el día de Nochebuena para felicitarme la Navidad. Un año, me mandaron por Navidad a hacer el curso anual a Ampuero, un pueblo cerca de Santander, bien cerca de casa de mis padres. No me permitieron ir a verlos, así que ese año, lo que sí me permitieron es que les llamara yo por teléfono, con el fin de que no se enteraran de que estaba tan cerca de casa.

Me costaba la falta de libertad para tomar decisiones, todo había que consultarlo (gastos, empleo del tiempo, lecturas, estudios…) Pese a que todo, absolutamente todo se consultaba y cada semana se daba cuenta exhaustiva de la vida personal en todos los aspectos (pensamientos, deseos, tentaciones, acciones, omisiones…) nunca sentí que nadie me conociera realmente. Esto lo sufría especialmente el día de mi cumpleaños. Los detalles nunca me resultaron personales, como de quien te conoce bien. Me hacía sufrir mucho, aunque siempre pensé que era una egoísta y no sabía agradecer lo que me daban. Puede que lo hicieran con toda su buena voluntad, desde luego, pero también con gran desconocimiento. Quizá a mi me pasó lo mismo con las demás. Pido perdón por ello a las personas que han pasado a mi lado.

En la Obra nadie se supo adelantar a mis necesidades. Es cierto que yo debía ser quien marcara mis necesidades y mis límites, por lo que en gran parte me considero responsable de ello. Pero, creo que lo que voy a contar es un botón de muestra de la obra como familia, y por otra parte, de lo poco que se conoce a las personas...

Por otra parte creo que sí se llega al fondo de cada persona en cuanto a lo que puede rendir o dónde y cómo puede ser más eficaz, y esto se aprovecha bien. Se estira a la persona hasta que se rompe.

Esto me induce a ver malicia en el desconocimiento personal y falta real de amor cristiano y humano.

Mientras escribo este testimonio, muchas veces pienso, que la experiencia personal depende, en gran medida, de las personas con las que una ha vivido. Esto es cierto. Pero, como digo ahora, en la Obra, se llega a conocer muy bien, cómo es cada una y dónde puede ser más eficaz, lo que me hace pensar que no hay interés en ayudar a formar personas adultas, maduras y santas. Para mí este es un dato importante a la hora de juzgar al Opus Dei como perverso. Creo que hay más que falta de conocimiento o preparación en las personas que gobiernan. Es un estilo, un modo de hacer.

De lo que sí estoy segura es que no existe verdadero cariño humano, no se busca el bien de la persona, por parte de la obra como institución, representada por las directoras (consejos locales, delegación, asesorías)

No conozco ningún caso en el que la Obra se haya adelantado a parar a una persona en su actividad, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que se rompiera. Esto supone para mí un gran motivo de escándalo

Creo que nadie esperaba un agradecimiento humano por su tarea, pero sí algo de humanidad. Conozco algunos casos que han dejado la Obra y se han escandalizado, dudando de su sobrenaturalidad, precisamente por esto, por su inhumanidad, por su desprecio hacia la persona destrozada e inútil ya para su labor.

Como muestra del desinterés en lo referente a mi persona, éste es un botón de muestra. Nunca fui al dentista en los quince años que viví fuera de casa de mis padres. Recuerdo que en el último año de carrera pasé un dolor de muelas terrible, y perdí uno de los parciales de final de curso. La directora, después de mucho quejarme, me llevó a un dentista amigo de su familia y sin más me sacó la muela. No sé si había otra solución posible, pero aquella era la más fácil y más barata. Me dolió que actuaran así conmigo.

Tampoco recuerdo ningún reconocimiento médico serio en todos esos años. Íbamos a la consulta de un médico de la Obra, aunque sólo lo recuerdo entre los años 79 y 82, en que residí en la administración de Albalat. Creo que nunca me hicieron análisis clínicos…

Años más tarde, comencé a tener un dolor muy fuerte en la espalda, que me bajaba por toda la pierna. Me llevaron a un traumatólogo, no sé si de la Obra o no. Sólo recuerdo la cara de pasmo que se le quedó cuando al desnudarme vio las marcas que el cilicio me había dejado en las piernas. No comentó ni palabra. A la directora se le iban y se le venían los colores, y yo me quería morir, por la marca del cilicio y por el pudor absurdo e impropio de una mujer de 30 años, al verse en paños menores delante de un hombre.

El médico, sin mediar radiografías ni más historias, así, ¡a ojo!, me dijo que tenía una pierna más corta que otra y que me pusiera un alza en un zapato. Ahí quedó resuelto para ellas mi problema. Naturalmente le dolor no cesó, pero me aguanté. Cuando abandoné la Obra, dependiendo de los esfuerzos físicos que hiciera, el dolor reaparecía con más fuerza. Resultó ser una hernia discal, que me tuvieron que operar el año 92.

Yo era una persona muy austera, jamás pedí nada, ni me creí con derechos. Era de las personas que intentó vivir el espíritu de la Obra con su infinidad de indicaciones al pié de la letra, sin permitirme conscientemente ningún escape. Para mi no había cosa pequeña. Todo era importante.

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