¿POR
QUÉ PUEDE ESTÁR UNO TANTO TIEMPO EN EL OPUS
DEI?
JACINTO CHOZA, 6 de febrero de 2005
Como muchos habéis hecho esa pregunta, y últimamente
Tlin me la hace a mí convocándome
por mi nombre y apellido, voy a sumar mi respuesta a la que
habéis dado ya otras voces muy autorizadas y por las
que siento admiración y gratitud.
En primer lugar creo que el asunto no tiene que ver principalmente
con la inteligencia. Recuerdo que siendo de la obra me molestó
mucho ver la película "El festín de Babette",
porque una comunidad de cristianos daneses muy tradicionales
no eran capaces de alabar una cena maravillosa si el jefe
de la comunidad no expresaba en primer lugar que aquello era
bueno. Y cuando lo hizo, todos pudieron abrir en explosión
el gozo contenido durante muchos minutos.
La inteligencia casi siempre está cautiva de la moral,
y no es lo mismo percibir deficiencias o calamidades que decidir
oponerse a ellas y luchar abiertamente contra ellas. Eso lo
cuenta muy bien Retegui cuando habla de las estructuras
de pecado y pone como ejemplo el nazismo y algunas
instituciones de la Iglesia. Y eso nos pasó a Reteguí
y a mí cuando se nos rompió todo. No nos fuimos
porque...
De todos el grupo de amigos que nos fuimos por aquellos años
(década de los 90), sólo uno sacó la
conclusión "lógica" de que, puesto
que la institución estaba atropellando unos valores
supremos, debía irse, y lo hizo. Los demás nos
fuimos porque nos explotó algo en el cerebro y en el
estómago o porque los directores les aconsejaron que
estarían mejor fuera. Hay personas con una cabeza excepcional,
prodigiosa, y un corazón leal y bueno, como dice Tlin,
que no se irán mientras no se lo digan. Porque el vínculo
que uno puede sentir que tiene con Dios puede ser más
fuerte que cualquier cosa que uno pueda pensar.
Bueno, ese no fue mi caso. A mi me golpeó mucho la
novela "Lo que queda del día", y sentí
que ese era mi caso, pero también la película
"La voeuve" de Ives Montand, y "El archipiélago
Gulag", y "1984", y otras tantas cosas por
el estilo (Ah, nunca ninguna lectura "heterodoxa"
de filosofía ni de teología afectó en
lo más mínimo a mi fe: la fe no tiene tanto
que ver con la inteligencia en muchos casos).
Yo no he conocido nunca a un hombre con mejor cabeza filosófica
y teológica que Leonardo Polo, al que sigo considerando
mi maestro, y cuando le conté lo que me pasó,
lo entendió.
Me pasó que yo sentí escindirse dentro de mí
por un lado la obra, y por otro la Iglesia, y tenía
que decidir cual era la sede de la legitimidad, si Bruno Buozzi
o el Vaticano (muchas de estas cosas siempre las comentábamos
los tres amigos
que ya sabéis). Pero eso tenía mucho más
que ver con el corazón que con la cabeza.
Yo llegue a la obra a los 18 años procedente de la
gentilidad. Hijo y nieto de liberales, nunca había
ido a colegios de religiosos y nunca me había importado
nada la Iglesia. Cuando llegué a la obra aprendí
que el papa (Pablo VI) era malo, y que la obra y su fundador
eran buenos y salvarían a la Iglesia. Como yo había
visto algunas cosas positivas en la obra y no de la Iglesia,
porque heredé de mi padre su profundo anticlericalismo,
lo acepté sin indagar.
Aprendí a rezar por el papa que vendría después,
porque lo arreglaría todo, y me fui programando por
dentro para prestar a Juan Pablo II la misma adhesión
que había prestado al fundador de la obra y que ya
había muerto. Se la presté. Y al hacerlo, esperaba
que diría las mismas cosas que el fundador de la obra,
y no las que había dicho Pablo VI.
Cuando le escuche el discurso del 2 de octubre de 1979 en
la ONU en New York, le leí el discurso a los científicos
alemanes en la catedral de Colonia, y leí la 'Familiaris
Consortio', entendí que decía las mismas cosas
que Pablo VI, y entonces es cuando se produjo la escisión.
Creo que si yo no hubiera estado programado para prestarle
esa adhesión a él y no se la hubiera prestado,
no habría experimentado la escisión, como le
pasó también a Retegui.
Vivir eso me rompió en dos y me "desnortó"
como se dice en Sevilla. Me fui distanciando cada vez más
de lo que se decía en la Obra, y me fui aficionando
cada vez más a las homilías de Juan Pablo II
y a los teólogos en quienes él se había
inspirado, como Retegui.
Un día Polo vino a Sevilla y nos quedamos hablando.
Me preguntó qué me había pasado y le
conté esto. Él dijo, ah, ¿entonces has
dejado lo nuestro y te has pasado al papa? Le contesté:
no. Me he roto, y no me he pasado a nadie. Me he quedado deshecho.
Y él contestó. Sí, es así como
pasa. Y ya no volvimos a hablar más del asunto, aunque
cuando nos veíamos nos saludábamos con mucho
cariño. Y todavía nos seguimos queriendo mucho.
Si yo hubiera sido ingeniero a lo mejor no habría leído
ninguno de esos textos de Juan Pablo II, habría aprendido
lo que me hubieran comentado en las charlas internas, y no
me habría escindido nunca. O si yo hubiera sido italiano,
habría sabido desde siempre que lo normal es que cada
papa tenga una diferente concepción política
de la Iglesia, que cada grupo tiene que esperar que manden
los suyos, y tampoco me habría escindido. Quizá
me habría ido de la obra, pero no por el motivo de
haberme escindido así. No lo sé.
¿Por qué después de la escisión
no me fuí de la obra? Porque seguía pensando
que la obra probablemente era de Dios, y que el fundador era
santo. Eso lo seguí creyendo por lo menos hasta enero
de 1992, cuando participé en el primer debate público
de una televisión de España sobre la beatificación
de Monseñor Escrivá. Creó que lo seguí
creyendo unos años más todavía.
Me sentía cada vez más marginado en la obra
y sentía que lo mismo le ocurría a quienes habían
trabajado conmigo o lo seguían haciendo. Con la fe
y la esperanza que me quedaba, yo seguía elaborando
formulaciones para hacer posible la vida, la persistencia
en la obra, para mí y para mis amigos. Mi fórmula
era: la obra no tiene más garantías que la Iglesia,
por tanto, lo que ha pasado en la Iglesia, la crisis del Vaticano
II, pasará en la obra, y llegará un momento
en que habrá que reconstruirla entera y para eso haremos
falta nosotros.
Podía ofrecer esa esperanza a cuantos veía
en crisis a mi alrededor, pero siempre insistía a todos
en que la fe era más importante que la vocación.
Poco a poco vi que los que seguían por un motivo parecido
al mío lo pasaban demasiado mal, y que eran capaces
de perseverar gracias a los psicofármacos, a algunas
prácticas sexuales, y, sobre todo, al alcohol, y que
estaban cada vez más marginados. Entonces empecé
a sentirme culpable de la perseverancia de la gente que trabajaba
conmigo, que eran mis amigos y que me quería. Y escribí
una carta a algunos de ellos confesándoles que yo me
había metido en un callejón sin salida, que
me había equivocado, y que si alguien me seguía
también se estaría equivocando.
Empecé a pensar que si yo estuviera queriendo de verdad
a todos esos amigos míos, de verdad como les querían
sus madres, no me preocuparía la fe de ellos, sino
sus hígados, y comprendí que eso era mucho más
importante. Sus hígados. ¿Por qué seguía
entonces?
Sabía que si yo no me iba, ellos no se irían,
y que yo estaba dando un pésimo ejemplo. Pero no encontraba
motivo suficiente para dar el paso. Creo que ya había
perdido la fe en la obra como institución, como algo
de Dios en el sentido fuerte del término, y quizá
también en la santidad del fundador.
Pero no fue hasta después de un viaje a Marruecos,
en mayo del 96, cuando durante una semana, al dormirme por
las noches, me venían a la cabeza frases de la carta
de dimisión, como pompas que salen de un lago de fondo
sulfuroso. Salía una frase cada noche, y al cabo de
una semana la carta estaba escrita en mi mente. Tardé
una semana más en escribirla materialmente en papel,
en el ordenador, pero ya empecé a sentir una paz inmensa
dentro de mi cuando estuvo escrita en mi cabeza.
Luego sentí una paz inmensísima, y dejé
de sentirme culpable por la perseverancia de mis amigos. Vivía
en el colegio mayor Guadaira, en Sevilla, y tenía un
estudio cerca al que me podía ir a vivir, porque era
una casa completa. Hubiera deseado haberme quedado en el colegio,
viviendo con los estudiantes, como siempre había hecho,
y como más me gustaba. Porque ya tenía 52 años
y no se me ocurría que pudiera montar una familia,
y lo comenté con el director, pero ambos convinimos
en que resultaría muy raro que siguiera viviendo en
el colegio si pedía la dimisión en la obra.
La paz me trajo una alegría nueva y grandiosa, que
aumentaba a medida que veía a mis amigos dejar la obra
y encontrar una mujer maravillosa con la que montar una familia.
Y llegué a la conclusión que el Dios en el que
creo es un Dios magnífico, que a los que le han servido,
luego les paga con tías, y con unas tías imponentes.
Sí, mi Dios hace eso, y yo no me enfado con él
si en algún caso no sucede así.
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