QUARTA
COLLATIO
Antonio Ruiz Retegui
I. Ex Theologia Morali
1. Qué sea el pecado.
2. El pecado mortal y el pecado venial
3. Distinción de los pecados
según la especie y el número
4. Los pecados internos
5. Carácter de "pecado"
de las consecuencias sociales
6 . El pecado y la conversión
1. Qué sea el pecado
En el Catecismo de la Iglesia Católica, tercera parte,
primera sección, capítulo primero, artículo
8, II, se encuentran tres puntos bajo el título "Definición
del pecado" (que no han sido corregidos en la edición
típica latina), y dicen:
1849. El pecado es una falta contra la razón, la verdad,
la conciencia recta; es un faltar al amor verdadero para con
Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso
a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta
contra la solidaridad humana. Ha sido definido como "una
palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna"
(S. Agustín, "Contra Faustum Manichaeum",
22, 27; S. Tomás de Aquino, "Summa Teología",
I-II, q. 71, a. 6).
1850. El pecado es una ofensa a Dios: "Contra ti, contra
ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí"
(Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos
tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer
pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios
por el deseo de hacerse "como dioses", pretendiendo
conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado
es así "amor de sí hasta el desprecio de
Dios" (S. Agustín, civ. 1,14,28). Por esta exaltación
orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto
a la obediencia de Jesús que realiza la salvación
(cf Flp 2,6-9).
1851. En la Pasión, la misericordia de Cristo vence
al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor
su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas
por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y
crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura
a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos.
Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe
de este mundo (cf Jn 14,30), el sacrificio de Cristo se convierte
secretamente en la fuente de la que brotará inagotable
el perdón de nuestros pecados."
En la definición de San Agustín del n. 1849
("dictum vel factum vel concupitum contra legem Dei æternam"),
parece estar implícito el término "hominis"
referido esos posibles hechos. Por supuesto se podría
decir que la negativa de los ángeles malos en la prueba
que Dios le puso a los espíritus puros, fue también
un pecado. Pero aquella negativa fue tan radical y comprometida
que se distingue de los actos de la vida humana a los que
denominamos como pecado. Por eso se podría afirmar
que la cuestión de la posibilidad de pecar, que se
enraíza no solamente en el hecho de que el hombre sea
una criatura que ha de responder a Dios aceptando el amor
que se ha ofrecido en la llamada creadora -lo cual lo tiene
el hombre en común con los ángeles-, sino en
la situación temporal y "perdonable" del
ser humano.
La distinción entre la "plenitud" del pecado
angélico y la cierta oscuridad en que acontece siempre
el pecado humano, parece importante. En efecto, hace unas
décadas surgieron algunas teorías antropológicas
y morales que sostenían que el pecado, en toda su negatividad,
era prácticamente imposible para un ser cuya actuación
está tan condicionada por elementos ambientales, psicológicos
o anímico-corporales, como es el ser humano. Pero es
precisamente esa cierta oscuridad lo que hace posible hablar
del pecado en la vida de los hombres. Esta oscuridad que es
inseparable del actuar humano es lo que hace que el pecado
del hombre sea un pecado "perdonable". La posibilidad
de ser perdonado es una característica propia del pecado
humano. Más aún, la revelación de la
malicia del pecado tiene lugar en el seno de la revelación
de la misericordia divina: en el mismo Catecismo de la Iglesia
Católica, la definición del pecado antes transcrita
va precedida de tres números sobre "La misericordia
y el pecado". La plenitud de la revelación sobre
el pecado acontece en la revelación de la victoria
de la misericordia de Cristo en la Pasión, sobre el
mismo pecado: el pecado se manifiesta cuando es vencido.
Esta relación entre la revelación de la misericordia
y la revelación del pecado, nos prepara para el recto
entendimiento del pecado en cuanto tal, porque entender adecuadamente
le pecado no es solamente entender un acto humano que no se
ajusta a una determinada ley. En efecto, este conocimiento,
aunque puede ser meramente teórico, depende del conocimiento
íntimo personal, y "se tiene la experiencia del
mal sólo prohibiéndonos el hacerlo; o, si se
ha realizado, arrepintiéndose. Cuando se lo realiza,
no se lo conoce, porque el mal huye de la luz" (S. Weil).
El pecado tiene como dimensión suya esencial el rechazo
del amor de Dios, es decir, la ofensa a Dios. Ahora bien,
a Dios no se le ofende sino actuamos contra nuestro propio
bien. Hablando de una determinada materia moral pecaminosa
dice Santo Tomás de Aquino: "Non autem videtur
esse reponsio sufficiens, si quis dicat quod facit iniuriam
Deo. Non enim Deus a nobis offenditur nisi ex eo quod contra
nostrum bonum facimus" ("No sería respuesta
suficiente para decir que algo es pecado, el afirmar que con
ese acto se injuria a Dios, pues nosotros no ofendemos a Dios
sino cuando actuamos contra nuestro propio bien") (Santo
Tomás de Aquino, "Summa contra Gentes", III,
cap. 122). Por eso es importante determinar qué es
lo que da la moralidad a la materia moral. Pero en el pecado,
como en todos los actos humanos hay una dimensión de
afección a Dios, que le da un carácter teologal,
y, por tanto, misterioso, que sólo se puede alcanzar
desde la fe, es decir, desde la relación con otras
verdades reveladas.
Además, hay pecados de debilidad, que son tales pecados
porque incluyen un desorden en algo que se suyo es bueno,
como los defectos en el trato entre los novios cuando el amor
verdadero y bueno que se tienen puede llevar "naturalmente"
a manifestaciones de cariño que siendo en sí
mismas propias del amor humano, son aún impropias de
la situación del amor concreto entre ese varón
y esa mujer. Por eso son esencialmente distintas, por ejemplo,
"la simple fornicación", por una parte, y,
por otra, lo que es una relación propiamente pre-matrimonial
entre dos personas que se quieren, que se han prometido formalmente
un amor fiel y perdurable, pero que aún no han hecho
eficaz esa promesa en el sacramento del matrimonio. La protesta
de algunos novios que se ven violentamente reprochados por
su conducta en las relaciones íntimas, que ciertamente
son objetiva y gravemente desordenadas, tiene algo de razón
si el que les reprocha equipara esas relaciones con la simple
fornicación.
2. El pecado mortal y el pecado
venial
El pecado mortal se denomina así en dependencia del
presupuesto de que la "vida" en sentido pleno es
la comunión con Dios (cfr Juan 17, 3). El pecado mortal
rompe la comunión con Dios, y en ese sentido, mata
el alma del que lo comete. Pero el pecado mortal es remisible,
es decir, es "mortal" en sentido verdadero, pero
no lo es de manera definitiva. Quien pierde la vida del alma
por un pecado mortal, no muere de la misma manera que en la
muerte natural, pues ésta es irreparable, mientras
que la muerte implicada en el pecado mortal, sí lo
es.
Quien peca gravemente pierde la gracia santificante, pero
sigue siendo una criatura llamada por Dios a la filiación,
aunque esa llamada esté impedida en su eficacia por
la negativa de la libertad. Por eso, el que está en
pecado mortal ha perdido realmente la filiación divina,
pero al mismo tiempo, cuando se convierte puede estar seguro
de ser recibido por el Padre como un hijo pródigo,
pues Dios no le ha retirado el amor paternal.
A este respecto puede ser muy importante considerar un aspecto
verdadero que está en el fondo de la teoría
de la "opción fundamental". Quien tiene el
proyecto vital de estar junto al Señor, y la mantiene
a pesar de las propias debilidades ocasionales, aunque sean
objetivamente graves, y sean "mortales" de suyo,
pueden "no tener especial importancia", si se inscriben
en una vida en la que permanece el proyecto vital de estar
junto al Señor, y se tiene la disposición firme
se volver a Él por la penitencia.
La doctrina de pecado venial debe inscribirse en la perspectiva
de que los actos engendran hábitos, y de esa manera
el apartamiento de Dios se puede "preparar" con
actos que van indisponiendo el corazón respecto del
amor a Dios, por ejemplo cambiando el fin, desde el amor a
Dios a los aspectos sociales o institucionales. Por eso se
solía decir que el pecado venial es un desorden respecto
de los medios: la palabra pecado la tomaría del fin
al que va encaminando, y la palabra venial vendría
de la posición del acto respecto de ese fin, pues no
es aún determinante. Hay materias morales que no tiene
fuerza para comprometer la unión con Dios, por eso,
por ejemplo, no pueden ser materia de compromisos que la hagan
grave.
3. Distinción de los pecados
según la especie y el número
La distinción numérica y específica
de los actos pecaminosos debe basarse en la consideración
previa sobre la unidad de cada acto moral. Así pues,
trataremos la cuestión de la unidad de los actos humanos,
es decir, la unidad de la materia del acto, que lo hace distinto
del mero "suceso". La materia de un acto humano,
es decir, la respuesta adecuada a la pregunta "¿qué
ha hecho quien lo ha realizado?", debe buscarse a partir
de la distinción que realizó ya Aristóteles
entre "acciones" y "sucesos".
En la Encíclica "Veritatis Splendor" se
trata explícitamente de este asunto, aunque me parece
que no es de los pasajes más claros. Por eso es un
tema que exige una consideración detallada. El texto
de la Encíclica es el siguiente: "para poder aprehender
el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que
situarse en la perspectiva de la persona que actúa.
En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento
elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de
la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos
perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin
último en el bien perfecto, el amor originario. Así
pues, no se puede tomar como objeto de un determinado acto
moral, un proceso o un evento de orden físico solamente,
que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas
en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de
una elección deliberada que determina el acto del querer
de la persona que actúa". Éste es un texto
importante, pero parece que su contenido está poco
explicado.
Santo Tomás explica la relación entre la "materia"
del acto y la intención del agente en un texto que
debería considerarse como clásico, y que me
parece que es más claro que la misma Veritatis Splendor:
"Aliqui actus dicuntur humani, inquantum sunt voluntarii,
sicut supra dictum est. In actu autem voluntario invenitur
duplex actus, scilicet actus interior voluntatis, et actus
exterior, et uterque horum actuum habet suum obiectum. Finis
autem proprie est obiectum interioris actus voluntarii, id
autem circa quod est actio exterior, est obiectum eius. Sicut
igitur actus exterior accipit speciem ab obiecto circa quod
est; ita actus interior voluntatis accipit speciem a fine,
sicut a proprio obiecto. Ita autem quod est ex parte voluntatis,
se habet ut formale ad id quod est ex parte exterioris actus,
quia voluntas utitur membris ad agendum, sicut instrumentis;
neque actus exteriores habent rationem moralitatis, nisi inquantum
sunt voluntarii. Et ideo actus humani species formaliter consideratur
secundum finem, materialiter autem secundum obiectum exterioris
actus. Unde Philosophus dicit, in V Ethic., quod ille qui
furatur ut committat adulterium, est, per se loquendo, magis
adulter quam fur" ("Los actos se dicen "humanos"
en cuanto que son voluntarios, como se ha dicho antes. En
el acto voluntario se encuentra un doble acto, a saber, el
acto interior de la voluntad, y el acto exterior, y de los
dos recibe el acto su objeto. El fin propiamente es el objeto
de acto voluntario interior, mientras que aquello a que se
refiere el acto exterior es su objeto. Así como el
acto exterior recibe su especie del objeto a que se refiere,
así el acto interior de la voluntad recibe su especie
del fin, como de su objeto propio. Así también
lo que pertenece a la parte de la voluntad, es como lo formal
respecto a lo que corresponde al aspecto exterior del acto,
puesto que la voluntad usa de los miembros para actuar como
instrumentos; tampoco los actos exteriores tienen razón
de moralidad sino en cuanto son voluntarios. Por eso las especies
de los actos humanos se consideran formalmente según
el fin, y materialmente según el objeto exterior del
acto. Por eso dice el Filósofo, en el quinto libro
de la Ética, que aquel que roba para cometer adulterio,
es hablando con propiedad, más adúltero que
ladrón") ("Summa Teología", I-II,
q. 18 a. 6c).
En este texto se distinguen dos actos de la voluntad, el
interior y el exterior. Esta distinción es decisiva
para entender la diferencia entre la "materia" o
el "objeto" del acto, por una parte, y, por otra,
el "fin" que es lo que da al acto su formalidad
humana y moral.
El "objeto" de una acción humana viene determinado
por la "intención" directa del agente en
su aspecto "externo", de la siguiente manera: Cuando
actuamos advertimos que los efectos que se producen son amplios
y, en cierto modo, ilimitados. Cuando advertimos esa serie
de efectos, restringimos nuestra intención a un conjunto
definido, mientras que relegamos el resto, más o menos
previstos y permitidos, a la condición de "efectos
secundarios". La materia del acto es aquello que hemos
elegido con nuestra intención. Así, por ejemplo,
quien secciona el ovario canceroso de una mujer, la ha operado
de un cáncer, pero decir que la ha esterilizado, sería
incorrecto. Análogamente de quien ha calificado negativamente
el ejercicio de un estudiante no se puede decir que le ha
impedido seguir en esa universidad, aunque esos sean efectos
que se siguen de lo que ha hecho. Por eso, con la misma "acción
física" se pueden hacer "acciones humanas"
diversas.
Para tratar de la distinción numérica de los
pecados hay que comenzar distinguiendo la distinción
numérica de los actos. Para esto debemos centrarnos
ante todo en la "materia". Es la materia del acto
lo que hace que sea "un" acto humano, y no una simple
sucesión de acontecimientos físicos. Además,
hay que considerar que en un mismo acto se pueden violar varias
leyes morales graves. Por eso se habla a veces de distinción
numérica en cuanto que hay diversos actos pecaminosos,
y otras veces en cuanto en un mismo acto se violan distintas
leyes morales. Esto nos debe llevar a distinguir entre la
"materia" del acto humano y su "materia moral",
pues la materia del acto humano no es directamente la materia
moral. En lo que el sujeto ha obrado hay diversos aspectos.
Puede haber un aspecto que afecte de suyo a la relación
con Dios. Éste es el aspecto que determina la materia
moral Pero la presencia de ese aspecto no es necesaria ni
universal. Hay también otros aspectos como son los
que se refieren a relaciones con otras realidades que no comprometen
de suyo la relación con Dios.
La relación de la "materia" del acto con
Dios puede ser explícita, como sucede en los actos
"teologales", que tienen por objeto directamente
a Dios, o implícita, como sucede en los actos que afectan
de alguna manera a las personas. La manera de afectar a las
personas en cuanto tales están determinadas por la
"naturaleza humana" de las personas, es decir, por
las "aperturas" que las personas tienen respecto
a las demás, es decir, por las formas de "alteridad"
que se dan entre los seres humanos. Los mandamientos de la
Segunda Tabla del Decálogo, expresan las articulaciones
del segundo mandamiento de la caridad.
Puede ser que la persona sobre la que se actúa sea
la propia persona, pero en cualquier caso lo decisivo es advertir
que la afección a cualquier persona, sea propia o ajena,
tiene como consecuencia la afección a la persona del
agente en cuanto tal.
Cuando la acción humana no tiene como objeto ni a
Dios ni a la persona humana, por ejemplo, cuando actúa
sobre cosas no personales, la "materia" de esos
actos estará definida, pero no contendrá una
"materia moral" propiamente dicha. Ciertamente eso
no significa que esos actos no estén afectados de moralidad,
sólo se quiere decir que en esos casos se trata de
actos cuya "materia" es ajena a la moralidad y,
por tanto, su cualificación moral, procederá
de otros aspectos o componentes del acto, como son las circunstancias
o la finalidad del agente.
4. Los pecados internos
Se llaman pecados internos a aquellos que no tienen una traducción
directa en actos externos, y que, por tanto, reciben toda
su cualificación moral a partir del acto interno de
la voluntad.
En estos actos internos se da aquel elemento del acto humano
que lo hace propiamente humano y dotado de moralidad.
Tradicionalmente se suelen considerar tres tipos de pecados
internos: la "delectatio morosa", el "gaudium
peccaminosum" y el "desiderium pravum".
En la "delectatio morosa" la voluntad se complace
simplemente en un objeto malo. Esta complacencia es un acto
propio de la voluntad, aunque no se denomine propiamente "deseo".
Es importante advertir que este acto interno de la voluntad,
cuando se complace en un objeto prohibido, es verdadero pecado,
aunque no trascienda externamente de ninguna manera. El acto
de la complacencia, aunque no se traduzca en deseo o en imperio
a otras potencias operativas, es un acto propio de la voluntad.
Incluso se podría decir que es el acto más propio,
pues es el que corresponde al aspecto esencial del amor de
benevolencia.
El "gaudium peccaminosum" es la reafirmación
de un acto previo de la voluntad por el que se ha cometido
algún pecado. En este sentido renueva lo que de más
formal tenía aquel pecado. Derivadamente, se puede
asimilar a este pecado el acto por el que se detesta un acto
previo de la voluntad con el cual se rechazó un mal
moral; sería como el arrepentimiento de no haber pecado
cuando se pudo.
El "desiderium pravum" es el acto desordenado de
la voluntad cuando ésta tiene el carácter de
"deseo" o de "imperio" y no de pura complacencia.
Evidentemente, en el caso de los actos internos, la distinción
numérica se ha de considerar de manera distinta a la
de los actos externos, que se distinguían por la unidad
del acto. Los moralistas han tratado esta cuestión,
ciertamente lábil, a causa de la indicación
del Concilio de Trento, sobre la necesidad de confesar los
pecados graves, por tanto también, los internos, con
su distinción numérica y específica.
De todas formas, en la práctica, estas distinciones
son, u obvias (como los pensamientos o deseos en tiempos muy
distantes) o muy difíciles de establecer (si la persona
se mantuvo en esa disposición interior durante cierto
tiempo seguido).
5. Carácter de "pecado"
de las consecuencias sociales
A veces se advierten estructuras o elementos en el mundo
social y cultural a las que se llama, sobre todo desde hace
unos años, "estructuras de pecado". Esto
se ha aplicado sobre todo a las estructuras del funcionamiento
económico, pues la justicia sobre las organizaciones
sociales se remite casi inconscientemente y casi exclusivamente
al aspecto económico y material.
El modo como la sociedad humana participa de lo que formalmente
constituye el pecado, es asunto difícil, pues ciertamente
la sociedad no es el sujeto directo de la acción pecaminosa
que es siempre personal. Por otra parte, es importante subrayar
que cuando se habla de "pecado social" o de "estructuras
de pecado" se alude a aquello que participa "formalmente"
de la condición del pecado, y no a lo que son propiamente
meras "consecuencias" del pecado, como serían
las epidemias consecuencias de los vicios, o los defectos
en las construcciones materiales consecuencias de la falta
de honradez o de la impericia. Aquí se podría
aplicar lo que decía el Magisterio sobre la concupiscencia,
que aunque alguna vez se la llame pecado en la Escritura,
en realidad, nunca se ha entendido que sea verdadera y propiamente
pecado, sino que se la llama así "quia ex peccato
procedit et ad peccatum inclinat".
Para tratar adecuadamente las consecuencias sociales del
pecado, hay que partir de una visión explícita
de cuál es la articulación de la sociedad en
que se hace posible la acción humana, y que a su vez
es configurada por la misma acción humana. Éste
es un tema de extraordinaria importancia, porque está
en la base del intento por lograr un cierto entendimiento
de lo que puede significar la "consecratio mundi".
Ciertamente, el estudio de la configuración humana
"natural" de la sociedad, y más aún
la consideración de algo así como "una
sociedad cristiana" alza serias reservas, sobre todo
allí donde el estudio de la sociedad se ha hecho sobre
todo desde la perspectiva de la moral personal. Algunos piensan
que éste es un asunto que conlleva el riesgo de presentar
como "cristianos" modelos de sociedad o de civilización
que son esencialmente pasados, o de incurrir en algo parecido
a lo que pretendieron ciertas teologías de la liberación.
Pero si se pretende tomar en serio que la "consecratio
mundi" debe tener un contenido concreto, si se pretende
entender qué puede significar el reinado de Cristo,
si nos lamentamos por el hecho de que sociedades de mayoría
cristiana haya aceptado legislaciones anticristianas por "el
pecado de poltronería de los cristianos", o de
que se expulse a Dios de las leyes, de las costumbres, de
las escuelas, entonces hay que plantearse de qué manera
la redención ha de incidir en la organización
de la sociedad, de la civilización, de la cultura,
del mundo. Como dijo Juan Pablo II en su discurso a los profesores
de la Universidad Complutense en 1982, "la síntesis
entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura,
sino también de la fe
Una fe que no se hace cultura,
es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no
fielmente vivida".
La cuestión que nos planteamos no es simple ni fácil,
pero es irrenunciable. De hecho muchos buenos pensadores cristianos,
principalmente en el siglo XX, se la han propuesto y han realizado
estudios que, si no son definitivos, sí son intentos
que pueden abrirnos camino. Además el Magisterio de
la Iglesia ha producido varios documentos que inciden directamente
sobre esta cuestión. El Concilio Vaticano II dedicó
directamente uno de su documentos más importantes,
la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes".
Todo este cuerpo de enseñanzas constituye la doctrina
social de la Iglesia que "propone principios de reflexión,
extrae criterios de juicio, da orientaciones para la acción"
("Catecismo de la Iglesia Católica", n. 2423).
Desarrollar esos principios, criterios y orientaciones son
exigencias propias del empeño por la "consecratio
mundi".
Para plantearse la santificación del mundo hay que
considerar que la santificación presupone la humanización,
pues la gracia supone la naturaleza, y la santificación
presupone la rectitud de aquello de que se trate. La humanización
del mundo es una exigencia semejante al cuidado de las virtudes
naturales de cada persona para que la gracia pueda acceder
de manera adecuada. No es que la gracia no pueda acceder sobre
una base natural defectuosa, sino que reclama de suyo un fundamento
natural de rectitud.
En este momento hay que hacer una precisión importante.
La "santificación del mundo" deberá
verse de manera que el objeto de la santificación sea
directamente el mundo, y no la persona singular. Hay mundos
muy desordenados e inhumanos que han contribuido indirectamente
a que surjan en ellos muestra excelsas de santidad. A este
respecto hay que recordar una frase varias veces repetidas
en el ámbito del pensamiento moral: "Del mal sale
muchas veces el bien, pero eso es algo que compete a Dios.
A nosotros lo que nos toca es saber que para que surja el
bien debemos hacer el bien". Por lo tanto, no se debe
mirar directamente la santidad de las personas, sino la rectitud
del mundo como ámbito humano.
Por eso, para tratar de la santificación del mundo
no debemos poner la mirada primariamente en el fin de la santificación
de las personas singulares -que es ciertamente lo más
importante, pero que puede lograrse, y de hecho se ha logrado,
también en un mundo de injusticia-, sino en cuál
es el orden propio que corresponde a ese conjunto articulado
que hemos denominado "mundo" y cuáles deben
ser sus elementos. debemos, pues considerar dos aspectos distintos:
uno, primero que se refiere a la "estructura" del
mundo humano; y otro, segundo, que se refiere a los elementos
concretos que entran en la configuración de la sociedad.
La pluralidad humana se constituye en un "mundo"
merced a una articulación que, en sus elementos fundamentales,
es definida por la misma naturaleza humana. El orden fundamental
entre los seres humanos es aquel en que las personas se tratan
como tales personas libres, capaces de diálogo. Este
orden fundamental requiere como condición indispensable
el que las personas tengan una lengua y una cultura común.
A su vez, la cultura común exige comunidad de naturaleza,
la cual sólo es posible mediante la pertenencia a una
misma especie que se reproduce por generación. La generación
a su vez requiere que los seres humanos sean "organismos
materiales", seres vivos que viven en un "medio"
con el que "metabolizan", es decir, del que toman
aire, calor, alimentos, etc. Pero al mismo tiempo, es necesario
que la materialidad del organismo humano no esté completamente
inmersa en la necesidad de la materia, pues en ese caso, el
comportamiento del ser humano estaría completamente
determinado por las leyes necesarias de la materia.
Esto nos presenta una serie de niveles "naturales"
-originados por la condición "natural" del
ser humano- en la organización de la pluralidad humana:
el nivel cultural, el nivel sexual-familiar, el nivel biológico
y el nivel productivo. Estos niveles han de ser considerados
adecuadamente si se quiere tener una visión "humana"
de la socialidad. Una organización "buena"
de la pluralidad humana será aquella en la que esos
elementos están situados mutuamente según el
orden de fundamentación sucesiva que hemos mostrado,
y en la que cada nivel esté constituido por elementos
tales que permitan esa misión de fundamentación
sucesiva.
Así, es necesario que toda organización social
disponga suficientemente de los medios que sostienen la vida
biológica, pero al mismo tiempo es necesario que ese
cuidado de la vida biológica sea de suyo ayuda para
los niveles existenciales superiores. Todos los niveles han
de ayudar a la vida dialogal, que es la dimensión propiamente
humana, evitando el riesgo de situarse en la posición
de lo absoluto. La dimensión superior de lo humano
no es el "hombre cultural", ni el "homo faber",
ni el hombre "en buena forma física" en un
medio confortable y bien alimentado, como "animal sano",
sino el hombre que sabe vivir en diálogo. La medida
de la auténtica calidad de "vida humana"
debe tener su referencia en la dimensión dialógica
-o "política" en sentido clásico-.
Es significativo que cuando Newman hizo su memorable descripción
del gentleman (cfr. "Discursos sobre el fin y la naturaleza
de la educación universitaria", VIII, 10, Eunsa,
Pamplona 1996, pp. 210-213), se centró exclusivamente
en la consideración de sus cualidades dialógicas.
Y es también muy significativo que en nuestro tiempo,
cuando predomina la dimensión material, haya aparecido
un interés inusitado por estudiar la historia según
las formas materiales de vida (por eso han proliferado los
estudios e investigaciones sobre "La vida ordinaria en
tiempos de
", entendiendo por "vida ordinaria"
la que se refiere a los aspectos biológicos y materiales
de la existencia humana) que eran aspectos menos atendidos
cuando se consideraba que la vida humana estaba constituida
sobre todo por las dimensiones dialógicas de la existencia.
Desde el presupuesto de la articulación de la pluralidad
humana que se deduce de la propia condición humana,
podemos ya afirmar que la santificación del mundo debe
tener como su objetivo directo el instaurar el orden adecuado
entre los diversos niveles de esa pluralidad, de manera que
cada uno pueda cumplir su misión propia como condición
de posibilidad para los niveles superiores, según se
ha expuesto más arriba al tratar de las relaciones
entre las diversas articulaciones de la pluralidad.
Una sociedad será naturalmente más recta, es
decir, "más justa y humana", cuando sea la
que sea su constitución empírica, tenga las
dimensiones de que hemos hablado en la justa relación
mutua, sin que haya desequilibrios entre las inferiores y
las superiores. Ciertamente hay muchas formas de que una organización
social sea "inhumana" e "injusta", no
solamente aquella en la que los bienes económicos están
regulados por leyes injustas de suyo. Los desajustes más
importantes que hay en las organizaciones sociales son los
que se refieren al desorden mutuo entre las dimensiones esenciales
de la sociedad. Si la primacía se da a la dimensión
económica por encima de la familiar o la cultural,
la organización social en cuestión será
injusta de fondo. De esta manera se pueden advertir distintas
formas de estructuras "inhumanas". Dada la limitación
de esta exposición, me limitaré a tratar dos
de las posibles rupturas del orden justo, que no suele ser
muy consideradas explícitamente pero que son muy generales
y de efectos graves. Me refiero, primero, a la inversión
del orden mutuo de las dimensiones de la socialidad humana,
con el consiguiente predominio de las dimensiones materiales
o biológicas. En segundo lugar, la forma de injusticia
concreta que supone una situación social en la que
el aspecto "cultural" se alza por encima del aspecto
propiamente personal, y tiende a ahogarlo.
I. "La inversión del orden y la primacía
de lo material-biológico". Al tratar de
las dimensiones de la socialidad humana se ha puesto de manifiesto
que la dimensión material-biológica es condición
de posibilidad para las dimensiones superiores y de modo especial
para la dimensión existencial propiamente personal
dialógica. Esa relación es susceptible de una
confusión: pensar que lo que es condición de
posibilidad material, es en realidad la dimensión fundamental
de la existencia humana. Esta confusión se ha ido imponiendo
progresivamente en los últimos siglos de la historia
europea, de manera que las dimensiones superiores han pasado
a ser consideradas sólo como epifenómenos de
los componentes y procesos materiales biológicos. La
afirmación "En el principio era el Verbo"
ha sido substituida por la afirmación "en el principio,
es decir, en el fondo, es la materia".
La historia de la modernidad es en buena parte la historia
de un cambio de actitud ante el mundo, como consecuencia de
la primacía del conocimiento científico positivo.
El enorme prestigio de la ciencia positiva ha hecho, primero,
que se identifique casi completamente, "conocimiento
verdadero" con "conocimiento científico",
y, en consecuencia, la identificación entre la realidad
completa con la visión de la realidad en cuanto es
explicada por la ciencia positiva. Los fenómenos más
propiamente humanos se presentan y se conciben según
la explicación que de ellos da la ciencia positiva.
La base material de la vida humana ha pasado a ser lo esencialmente
verdadero de la vida humana.
Esta mutación tuvo lugar en un primer momento sólo
en el nivel cognoscitivo, pero progresivamente se ha impuesto
también en el nivel existencial práctico de
la vida de las personas y de la cultura. El hombre ya no es
visto tanto como "imago Dei" o como "homo sapiens",
sino como "homo faber", es decir, como constructor
y productor de artificios a los que impone su propia racionalidad.
Cuando mira al mundo desde esta perspectiva no se ven tanto
las huellas de Dios, como el fruto de la capacidad configuradora
y dominadora de la razón humana. El conocimiento contemplativo,
que trata de percibir los significados de un mundo que es
fruto de la Sabiduría Creadora, ha sido substituido
por el conocimiento científico positivo, que prescinde
de todas aquellas dimensiones de la realidad que no son susceptibles
de ser medidas según el método científico.
Entonces el conocimiento ya no es fuente de interpelaciones
para la libertad, sino medio para al dominio irrestricto de
la realidad. "Scientiam propter potentiam "(Hobbes).
Este cambio en la visión del mundo -aunque encuentra
siempre la resistencia de la realidad que permite constantemente
volver a la perspectiva correcta- está de hecho vigente
con una fuerza casi incontestada en la práctica. La
vida de las personas está dominada sobre todo por la
atención a los aspectos más materiales. La política
es sobre todo economía. La enseñanza es sobre
todo adquisición de destrezas para el dominio técnico.
Los jóvenes no estudian "filosofía"
sino "economía" o "medicina" o
"ciencias empresariales", o "ingeniería".
La misma filosofía, para hacerse plausible en este
mundo, claudica de su objeto propio y tiende a "homologarse"
científicamente y se hace lógica matemática,
estudio de la lógica del lenguaje, antropología
cultural,
Incluso la ética pasa de ser en estudio
del "deber-ser" a ser ciencia de las costumbres.
Cuando esta visión del mundo se hace autocomprensión
del hombre, éste se ve sobre todo como un organismo
biofisiológico, y esta autocomprensión empieza
enseguida a configurar su modo de vivir o de concebir las
cuestiones más fundamentales de la existencia. El bien
humano será en consecuencia el bien biológico
y corporal.
Actualmente vemos muchas de las consecuencias lógicas
de esta trasposición. La ley de lo humano empieza a
ser la ley de lo biológico. Esto es lo que está
en la base del predominio del vitalismo hedonista, del predominio
irresistible de los sentimiento más inmediatos en las
relaciones humanas. Los hombres ya no contemplan sus relaciones
a la luz de la condición espiritual dialógica,
sino desde la perspectiva de sus afecciones subjetivas. El
predominio de lo material fuerza necesariamente a perder de
perspectiva la trascendencia relacional, y ve todas las afecciones
que el hombre recibe como causas de estados subjetivos, incomunicables.
La preeminencia que en la modernidad ha tenido la cuestión
del conocimiento es la consecuencia de haber puesto en primer
lugar la causa material, y haber dejado al hombre esencialmente
incomunicado.
Aunque parezca que el hedonismo, copiosamente satisfecho
por la productividad técnica, da lugar a un vida más
plácida y tolerantemente humana, en realidad, es principio
de violencia ciega. Los griegos ya vieron con claridad que
el régimen de lo biológico-necesario, es la
violencia. En efecto, si el hombre es visto como un ser espiritual,
se le podrá guiar a través de palabras, de significados.
Pero si es visto como un organismo regido por las leyes necesarias
de la materia, necesariamente su régimen propio será
la violencia.
La cadencia hacia lo material-biológico conlleva una
alteración de todas las magnitudes sociales. Aquí
no disponemos de espacio para hacer un desarrollo explícito,
pero podemos al menos señalar la línea de esas
transformaciones. En primer lugar el "amor" pasa
de ser ante todo "comprensión" a ser principalmente
ayuda material para el bienestar. La "unidad" pasa
se ser la unidad dialógica, que refleja la unidad de
Dios, "neque confundentes personas neque substantiam
separantes", a ser sobre todo unidad de organización
al modo de los artefactos. La educación decae se ser
formación de la persona para el diálogo, a ser
transmisión de destrezas prácticas. El "gobierno"
de las personas deja de tener el paradigma de la causalidad
final y pasa a ser sobre todo un gobierno eficiente, al modo
del dominio técnico: el poder se convierte en fuerza.
La "libertad" se transforma de ser capacidad para
la participación en un diálogo a ser dominio
incondicionado. El "trabajo" humano es visto no
tanto como acción interpersonal cuanto como producción
de medios materiales o de ayuda a los procesos de la vida.
La "felicidad" se concibe más como salud
biológica y como experiencia de placer que como comunión
personal basada en el diálogo y en el amor. La misma
"vida" humana es vista más desde su aspecto
corporal que como conocimiento y comunicación. La noción
de "mundo" se transforma de ser ante todo espacio
para la libre comunicación y aparición de las
personas ante las otras, a ser sobre todo una especie de "medio"
confortable para la vida de los organismos.
Por supuesto que todas estas magnitudes sociales humanas
tienen aspectos en todas las dimensiones de la existencia.
La cuestión decisiva es que en las transformaciones
a las que hemos aludido, el acento se desplaza hacia las dimensiones
de lo material.
Estas transformaciones suponen una distorsión en el
mundo humano, que vician su estructura "natural",
y, en consecuencia, dificultan su disposición para
ser objeto de santificación.
II. "La primacía del aspecto cultural-institucional".
La cultura tiende a anular la dimensión propiamente
personal cuando es la sociedad, o el estado, quien se presenta
como dador último de sentido. Una buena escuela o una
buena universidad son instituciones culturales que facilitan
que las personas puedan desarrollarse como tales personas
libres. Pero ha habido culturas que se han alzado con pretensiones
de absoluto. Sucede esto cuando en esa cultura se pretende
proporcionar a sus miembros todos los elementos necesarios
para la vida y se les impide el ejercicio de la capacidad
de conocer y valorar la realidad por sí mismos, y se
anula la conciencia y la libertad personales. La sociedad
alemana del Tercer Reich, era una sociedad de este tipo. Nadie
puede dudar de la riqueza de elementos culturales que había
en ella. Si, a pesar de esa riqueza cultural, la reconocemos
como inhumana, no es solamente porque hubiera en ellas algunas
leyes gravemente injustas, sino porque impedía el que
las personas se alzaran por encima de la visión del
mundo y de las respuestas vigentes para todas las cuestiones
humanas: se impedía el que las personas individuales
ejercieran su capacidad propia de conocer y de juzgar, hasta
el punto de expropiarles la conciencia.
Estas pretensiones implícitas en tantos mundos culturales
no son infrecuentes y constituyen en punto de apoyo de la
tentación, nunca extirpada por completo, de lo que
constituía la esencia del paganismo, que consiste precisamente
en dar carácter de absoluto, es decir, divinizar, la
propia instancia cultural, el propio mundo, la propia historia.
Hay, en efecto, una tendencia casi inevitable a considerar,
al menos implícitamente, la propia cultura y tradición
como algo absoluto y fuente de las interpelaciones absolutas
que corresponden a la moral. Hasta el descubrimiento de que
la realidad, y especialmente los seres humanos en cuanto tales
son de una condición que interpela a la libertad, es
decir, hasta el descubrimiento de la "naturaleza"
como referencia para la vida y la conducta de las personas,
la referencia moral fundamental, fue siempre la tradición
de cada pueblo. La tendencia a considerar la propia tradición,
lo "ancestral", como referencia moral fundamental,
conducía lógicamente a dar un carácter
religioso o divino a esa tradición: "Ciertamente
no sería razonable identificar el bien con lo ancestral,
si no se supusiera que los primeros antepasados eran absolutamente
superiores al común de los mortales. Así nos
vemos llevados a pensar que los primeros antepasados, los
que instituyeron el camino ancestral, eran dioses, o hijos
de dioses o, al menos, "tenían su morada cerca
de los dioses". La identificación de lo recto
y lo bueno con la tradición ancestral lleva a ver el
"modo de comportamiento" como instituido por dioses,
o hijos de dioses, o discípulos de dioses: el "modo
de comportamiento" recto debe ser una ley divina".
Esto significa exactamente que cada mundo cultural se tenía
a sí mismo como divino, lo cual es, como decíamos,
la esencia del paganismo. El frecuente recurso a los santos
patronos, o incluso a ciertas advocaciones de la Virgen, de
muchos pueblos enfrentados a otros pueblos, es una muestra
de la tendencia, también presente en los pueblos cristianos,
de vincular con "el cielo", es decir, con lo absoluto
trascendente, la propia instancia terrena.
La relación entre lo "cultural" y lo "religioso"
es importante para tratar el aspecto concreto de la santificación
del mundo. La apertura de la persona a la trascendencia, es
decir a Dios, es lo que constituye la dimensión teologal
de la existencia humana, y es la capacidad de la relación
de cada persona humana con Dios. Para que esta apertura pueda
desplegarse adecuadamente es necesaria la existencia, en la
dimensión cultural, de unas referencias o "valores"
que hagan posible la formación y la vida de las personas
en su dimensión religiosa. Es además necesario
un elemento que "institucionalice" la relación
con lo absoluto. Este elemento es la "institución
religiosa", aunque la relación con la institución
religiosa no sea aún la relación con Dios, sino
solamente una de las condiciones que la hacen posible.
Estas pretensiones se dan con especial fuerza en las instituciones
culturales de tipo explícitamente religioso. En efecto,
si en las instituciones culturales de amplia influencia, aparece
siempre el riesgo de la absolutización y de la divinización,
aún cuando estas culturas tengan un ámbito propio
de carácter profano, cuando las instituciones tienen
un carácter explícitamente religioso, la tendencia
a arrogarse cualidades "divinas", es lógicamente
mucho más fuerte y explícita. Ya no es que la
vigencia de la propia cultura tienda a fundamentar una religión,
sino que, en el caso de las instituciones explícitamente
religiosas, se encuentra ya una religión comúnmente
aceptada en la que apoyarse. En cualquier caso, lo decisivo
es que estas formas institucionales explícitamente
religiosas se encuentran particularmente inclinadas a concebirse
a sí mismas garantizadas en sus elementos por el mismo
Dios y, por eso mismo, capacitadas para exigir a las personas
un sometimiento absoluto en todos los ámbitos.
Ese riesgo es expresión de que la institución
religiosa, en vez de ser medio para la relación con
Dios, de hecho tiende a sustituirlo. En este sentido, un criterio
de la autenticidad de las instituciones religiosas o eclesiales,
es que, a semejanza de la misma Iglesia, no pretenda afirmar
una vinculación unívoca de su aspecto institucional
y la relación teologal con Dios.
"Santificar el mundo" tiene como un objetivo esencial,
el promover una cultura que se empeñe en proporcionar
con más riqueza las condiciones necesarias para la
vida personal consciente, pero sin alzar pretensiones de absoluto,
sino más bien dando esos medios y acompañándolos
del impulso para el ejercicio personal de la propia libertad.
Por eso, un criterio decisivo para juzgar la calidad "humana"
de un medio cultural o institucional, es la conciencia que
existe en ese medio de su propia contingencia o relatividad,
y su misión de dar paso a una dimensión superior
de la persona, sin pretender nunca asumir la responsabilidad
de la conciencia de sus miembros. La Iglesia de Jesucristo
es un ejemplo claro: ella se reconoce como indispensable para
la salvación, pero no principalmente en su aspecto
institucional, sino en el aspecto invisible mistérico.
La Iglesia católica rechaza decidida y significativamente
la interpretación institucional-visible del aforismo
clásico "Extra Ecclesia nulla salus".
Cuando la dimensión cultural-institucional se absolutiza,
ofrece la ventaja de dar a las personas un substitutivo, más
o menos explícito, de la relación teologal.
Esto es aparentemente una gran ventaja, pues la relación
teologal, es decir, la conexión directa personal con
Dios, no es algo controlable, ni se puede garantizar desde
la posición humana. Si la relación con Dios
se une de manera unívoca con una relación humana,
material, el deseo de seguridad que todos experimentamos queda
satisfecho. Por eso es tan fácil que las personas cambien
la relación teologal por una relación institucional,
de este mundo.
Los individuos "institucionales" no son "eo
ipso" "hombres cumplidos", sino más
bien hombres cumplidores de las pautas convencionales, que
podrían correr el riesgo de atropellar a las personas
cuando lo consideren necesario desde su punto de vista. La
insistencia que hace unas décadas se advertía
por estar "integrados", por "participar"
con todos, no era tanto una invitación a la relación
dialógica con los demás, sino más bien
una muestra de que el riesgo del predominio de lo "institucional
religioso" estaba muy presente.
Además de la exigencia de una estructura determinada
por el orden respectivo en los niveles de la pluralidad articulada,
se deben considerar los elementos concretos que entran a formar
parte de la configuración de la sociedad. Las leyes
respetuosas con la religión, la institución
de la familia de fundación matrimonial, la libertad
de enseñanza, la vigencia del principio de subsidiaridad,
ciertos elementos materiales que muestren la referencia a
lo sagrado, los contenidos de los programas de la enseñanza,
las instituciones de caridad, las garantías legales
para la defensa de los derechos humanos, la rectitud de las
costumbres en todos los ámbitos, etc. son elementos
de este tipo, que muestran también que en la sociedad
hay elementos que pueden ser muy bien base para que en ella
se viva la vida cristiana.
En cierta medida se podría pensar que la presencia
de estos elementos ya tendría de suyo fuerza suficiente
para hacer que las estructuras fundamentales se ordenaran
correctamente. Sin embargo, la historia enseña que
la presencia de valores humanos y cristianos concretos, no
es de suyo garantía para que la sociedad esté
correctamente ordenada. Por eso es indispensable tener en
cuenta explícitamente la ordenación mútua
de los diversos órdenes como hemos hecho antes.
"Santificar el mundo" no puede ser, pues, simplemente
hacer más presentes y dominantes los "valores
religiosos", sino hacer que todos los elementos de la
dimensión cultural, también aquel elemento que
es la institución religiosa, esté al servicio
de la relación personal de cada uno con Dios. Esto
significa que no basta la mera presencia de los llamados "valores
cristianos" sustantivos, pues éstos no se pueden
hacer verdaderamente humanos si no es de una forma determinada,
es decir, libremente. Por eso, una sociedad en la que brille
mucho el cristianismo, con sus monumentos, sus fiestas, sus
símbolos, sus leyes, etc. como eran ciertas sociedades
antiguas o medievales, se puede decir que era cristiana sólo
en sus contenidos, pero fallaba gravemente en las condiciones
humanas del respeto a la dimensión personal de la libertad
y de la conciencia. Por supuesto en esa sociedad brillaron
figuran excelsas, pero por la misma razón se podría
decir que también han brillado heroísmos egregios
en el pagano y anticristiano Imperio Romano de los primeros
siglos.
A esto hay que añadir aún algunas precisiones
importantes. La primera es que el ser humano es persona y,
al mismo tiempo, individuo de una cultura institucional es
decir, de una tradición, de una "patria".
El lema "Todo por la Patria" tiene un sentido correcto
si se limita al aspecto de "individuo" que tiene
todo ser humano. Pero el "todo" en ese lema no puede
entenderse de manera que disuelva la conciencia y la dignidad
de la persona. A este respecto, habría de considerarse
como un complemento aclarador el texto famoso de Calderón
de la Barca: al final de la primera jornada del "El alcalde
de Zalamea", D. Lope advierte a Crespo que por el rey
ha de estar dispuesto a sufrir todas las cargas, y Crespo
dice: "Con mi hacienda, // pero con mi fama no. //
Al Rey la hacienda y la vida // se han de dar; pero el honor
// es patrimonio del alma // y el alma sólo es de Dios".
Hasta hace relativamente poco tiempo, se tenía conciencia
de que entregar la vida no era exactamente dar la propia persona
en su dignidad. Por eso, los militares, que estaban en situación
de tratar a otras personas en su dimensión más
material, tendían a desarrollar un sentido particularmente
intenso de honor y de la dignidad. En cambio, en los últimos
años, se ha impuesto de tal manera la visión
puramente material del hombre, que la vida, la dignidad, la
calidad de vida, ha quedado identificada prácticamente
con los aspectos más materiales y biológicos.
Por eso, ya no se acepta como antes la distinción entre
la vida física y la dignidad, y, por tanto, que es
compatible perder la vida y mantener la dignidad: en algunos
países occidentales se tiende a considerar inaceptable
que la guerra pueda causar algún muerto.
El segundo aspecto que querría subrayar es el que
se refiere al recto entendimiento de la libertad y de su papel
en la vida social. Los tratados actuales más influyentes
de filosofía política sitúan la libertad
en una posición tal que dan lugar a organizaciones
sociales que pueden ser profundamente inhumanas. Ciertamente
debe defenderse la importancia decisiva de la libertad en
la organización social. Pero la cuestión es
la relación entre la libertad y la verdad o el bien
humanos. Aquí no se trata solamente de la libertad
interior. Esta libertad es la que permite que surgen grandes
figuras aún en sociedades muy poco cristianas. La libertad
de la que se debe pensar a la hora de santificar el mundo
es la libertad social o política. Esta especie de libertad
es la que se desea cuando se dice que se busca libertad, y
es difícil encontrarla.
Por eso para entender la "consecratio mundi" hay
que entender la libertad no simplemente como la capacidad
de hacer el bien, sino de hacerlo de manera realmente personal.
El problema es que en las teorías políticas
se suele plantear la cuestión de una manera un tanto
excluyente: o se defienden los valores sustantivos cristianos,
o se pugna por la libertad social casi sin referencia a los
valores sustantivos. Tal es en buena parte la cuestión
que han planteado los filósofos políticos en
el reciente debate entre los llamados "liberales"
y sus críticos "comunitaristas". Me parece
que el llamado "liberalismo político", tal
como se expone, por ejemplo, en los dos libros de John Rawls,
es una muestra de lo que antes hemos descrito como el triunfo
de "homo faber" o del "animal laborans",
sobre el "homo sapiens" o el hombre como "imago
Dei". En efecto, cuando la dimensión material
biológica alcanza la primacía, la perspectiva
del diálogo como ámbito humano para alcanzar
la verdad de las cosas decae, y la tolerancia decae a su vez
en indiferencia respecto de los demás. En consecuencia,
se considera que la sociedad justa no debe ser aquella que
está ordenada según las normas que surgen de
la verdad del hombre, tal como puede alcanzarse en un diálogo
libre, sino aquella que permite que cada ser humano pueda
seguir el camino de sus preferencias sin interferir con los
demás. La sociedad no estará unificada por una
visión común del bien humano, sino solamente
por las estructuras materiales que permiten la cercanía
física y la participación en los bienes materiales
que el hombre produce: las leyes sociales se asimilan cada
vez más a las leyes de la construcción de los
artefactos. La política ya no es asunto de la prudencia
sino una cuestión fundamentalmente técnica,
su tema será, como hemos dicho antes, sobre todo la
economía.
La tarea de la santificación del mundo tiene hoy un
objetivo muy importante en la distribución justa de
las riquezas. Pero ése es un objetivo que se mantiene
al nivel existencial de la dimensión biológica
del ser humana. Es ciertamente necesario, pero no es suficiente.
Las cuestiones involucradas en la "consecratio mundi"
son decisivas en los niveles más altos, que son los
de la relación entre la dimensión cultural-institucional
y la dimensión propiamente personal y libre. Los valores
no deben imponerse de manera que sitúen la dimensión
cultural en lo más alto, sino de manera que promuevan
y reclamen las dimensiones superiores de las personas. Esto
significa, por ejemplo, que los valores y las costumbres deben
imponerse no "por ley", sino merced al brillo de
quienes las viven con suficiente intensidad. Tocqueville decía
en "La democracia en América" que los sacerdotes
católicos con los que habló, que ellos preferían
claramente el régimen de la democracia americana a
los estados confesionales europeos en los que había
una alianza estrecha entre el trono y el altar.
Sin duda, una de las estructuras de pecado más perniciosas
que encontramos en nuestro mundo cultural, es la de haber
establecido una ruptura entre los bienes cristianos de verdad
y de costumbres, y la libertad de las personas. En este ámbito
urge recuperar el sentido de la manera verdaderamente humana
de "imponer" los valores cristianos es hacerlos
brillar con suficiente intensidad. La primacía no se
puede confiar a la institución sino a la persona que
es la única en la que pueden manifestarse esos valores.
6. El pecado y la conversión
El pecado del hombre, aunque sea muy grave objetivamente
puede ser perdonado. No hay pecado que no pueda ser limpiado
por la misericordia infinita de Dios en Cristo. Pero el perdón
no es un efecto automático que pueda tener lugar independientemente
de las disposiciones del sujeto que lo recibe. En la persona
que ha pecado, el punto de partida del perdón es el
reconocimiento del pecado en cuanto pecado. Percibir el pecado
en cuanto pecado significa buscar el perdón. Quien
afirmase que conoce su pecado pero quiere mantenerse en él,
en realidad no lo concibe como pecado. Como se ha dicho antes,
el mal sólo se lo conoce prohibiéndose el hacerlo
o, si se ha realizado, arrepintiéndose y pidiendo perdón.
"El discurso heroico de Heidegger acerca de un supuesto
querer ser culpable es sólo una "façon
de parler". Ese modo de hablar deriva de la soledad esencial
de la existencia tal como es concebida en "Ser y tiempo".
Sin embargo, una culpa que se quiere conservar no se concibe
realmente como culpa. La razón, a cuya luz exclusivamente
puede surgir un concepto como el de culpa, es aquí
tercamente anulada en la centralidad de la inquietud, para
la que está en juego su propio poder ser. No puede
desarrollar el derecho que le es propio ni inaugurar su dimensión
genuina. Encarar la culpa -no sólo la responsabilidad
personal- como culpa efectiva significa querer vencerla. Mas
eso sólo ocurre con la ayuda de los demás. Tanto
perseverar en la propia culpa, cuanto la pretensión
de exculparse a sí mismo son actitudes que permanecen
en el círculo de la autoafirmación que se expresa
como "precisamente así soy yo". Por lo demás,
siempre que uno haga responsable a otro de ese "precisamente
así eres tú", se destruye el camino hacia
la libertad. El culpable no puede prescindir del perdón.
El descubrimiento de esta necesidad es el primer paso de retorno
a la verdad. Ese primer paso no lo es nunca la autoinculpación
del que hace hincapié en que "esto no me lo perdonaré
nunca". En esta proposición se esconde la misma
soberbia que en la acción de la que se afirma que no
se puede perdonar. Nadie puede desde luego perdonarse algo
a sí mismo. No podemos sino hacernos perdonar y aceptar
el perdón. El resultado es el agradecimiento. El agradecimiento
es por su parte la forma más pura de benevolencia libre
de todo peligro de soberbia disimulada" (Spaemann).
"El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la
misericordia y del amor benigno, no solamente como momentáneo
acto interior, sino también como disposición
estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer
de este modo a Dios, quienes lo "ven" así,
no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El.
Viven pues "in statu conversionis"; es este estado
el que traza la componente más profunda de la peregrinación
de todo hombre por la tierra "in statu viatoris""
(Juan Pablo II, "Dives in misericordia").
Antonio Ruiz Retegui
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