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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Antonio Ruiz Retegui
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QUARTA COLLATIO
Antonio Ruiz Retegui


I. Ex Theologia Morali

1. Qué sea el pecado.
2. El pecado mortal y el pecado venial
3. Distinción de los pecados según la especie y el número
4. Los pecados internos
5. Carácter de "pecado" de las consecuencias sociales
6 . El pecado y la conversión

1. Qué sea el pecado

En el Catecismo de la Iglesia Católica, tercera parte, primera sección, capítulo primero, artículo 8, II, se encuentran tres puntos bajo el título "Definición del pecado" (que no han sido corregidos en la edición típica latina), y dicen:

1849. El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es un faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como "una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna" (S. Agustín, "Contra Faustum Manichaeum", 22, 27; S. Tomás de Aquino, "Summa Teología", I-II, q. 71, a. 6).

1850. El pecado es una ofensa a Dios: "Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí" (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse "como dioses", pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así "amor de sí hasta el desprecio de Dios" (S. Agustín, civ. 1,14,28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2,6-9).

1851. En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14,30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados."

En la definición de San Agustín del n. 1849 ("dictum vel factum vel concupitum contra legem Dei æternam"), parece estar implícito el término "hominis" referido esos posibles hechos. Por supuesto se podría decir que la negativa de los ángeles malos en la prueba que Dios le puso a los espíritus puros, fue también un pecado. Pero aquella negativa fue tan radical y comprometida que se distingue de los actos de la vida humana a los que denominamos como pecado. Por eso se podría afirmar que la cuestión de la posibilidad de pecar, que se enraíza no solamente en el hecho de que el hombre sea una criatura que ha de responder a Dios aceptando el amor que se ha ofrecido en la llamada creadora -lo cual lo tiene el hombre en común con los ángeles-, sino en la situación temporal y "perdonable" del ser humano.

La distinción entre la "plenitud" del pecado angélico y la cierta oscuridad en que acontece siempre el pecado humano, parece importante. En efecto, hace unas décadas surgieron algunas teorías antropológicas y morales que sostenían que el pecado, en toda su negatividad, era prácticamente imposible para un ser cuya actuación está tan condicionada por elementos ambientales, psicológicos o anímico-corporales, como es el ser humano. Pero es precisamente esa cierta oscuridad lo que hace posible hablar del pecado en la vida de los hombres. Esta oscuridad que es inseparable del actuar humano es lo que hace que el pecado del hombre sea un pecado "perdonable". La posibilidad de ser perdonado es una característica propia del pecado humano. Más aún, la revelación de la malicia del pecado tiene lugar en el seno de la revelación de la misericordia divina: en el mismo Catecismo de la Iglesia Católica, la definición del pecado antes transcrita va precedida de tres números sobre "La misericordia y el pecado". La plenitud de la revelación sobre el pecado acontece en la revelación de la victoria de la misericordia de Cristo en la Pasión, sobre el mismo pecado: el pecado se manifiesta cuando es vencido.

Esta relación entre la revelación de la misericordia y la revelación del pecado, nos prepara para el recto entendimiento del pecado en cuanto tal, porque entender adecuadamente le pecado no es solamente entender un acto humano que no se ajusta a una determinada ley. En efecto, este conocimiento, aunque puede ser meramente teórico, depende del conocimiento íntimo personal, y "se tiene la experiencia del mal sólo prohibiéndonos el hacerlo; o, si se ha realizado, arrepintiéndose. Cuando se lo realiza, no se lo conoce, porque el mal huye de la luz" (S. Weil).

El pecado tiene como dimensión suya esencial el rechazo del amor de Dios, es decir, la ofensa a Dios. Ahora bien, a Dios no se le ofende sino actuamos contra nuestro propio bien. Hablando de una determinada materia moral pecaminosa dice Santo Tomás de Aquino: "Non autem videtur esse reponsio sufficiens, si quis dicat quod facit iniuriam Deo. Non enim Deus a nobis offenditur nisi ex eo quod contra nostrum bonum facimus" ("No sería respuesta suficiente para decir que algo es pecado, el afirmar que con ese acto se injuria a Dios, pues nosotros no ofendemos a Dios sino cuando actuamos contra nuestro propio bien") (Santo Tomás de Aquino, "Summa contra Gentes", III, cap. 122). Por eso es importante determinar qué es lo que da la moralidad a la materia moral. Pero en el pecado, como en todos los actos humanos hay una dimensión de afección a Dios, que le da un carácter teologal, y, por tanto, misterioso, que sólo se puede alcanzar desde la fe, es decir, desde la relación con otras verdades reveladas.

Además, hay pecados de debilidad, que son tales pecados porque incluyen un desorden en algo que se suyo es bueno, como los defectos en el trato entre los novios cuando el amor verdadero y bueno que se tienen puede llevar "naturalmente" a manifestaciones de cariño que siendo en sí mismas propias del amor humano, son aún impropias de la situación del amor concreto entre ese varón y esa mujer. Por eso son esencialmente distintas, por ejemplo, "la simple fornicación", por una parte, y, por otra, lo que es una relación propiamente pre-matrimonial entre dos personas que se quieren, que se han prometido formalmente un amor fiel y perdurable, pero que aún no han hecho eficaz esa promesa en el sacramento del matrimonio. La protesta de algunos novios que se ven violentamente reprochados por su conducta en las relaciones íntimas, que ciertamente son objetiva y gravemente desordenadas, tiene algo de razón si el que les reprocha equipara esas relaciones con la simple fornicación.

2. El pecado mortal y el pecado venial

El pecado mortal se denomina así en dependencia del presupuesto de que la "vida" en sentido pleno es la comunión con Dios (cfr Juan 17, 3). El pecado mortal rompe la comunión con Dios, y en ese sentido, mata el alma del que lo comete. Pero el pecado mortal es remisible, es decir, es "mortal" en sentido verdadero, pero no lo es de manera definitiva. Quien pierde la vida del alma por un pecado mortal, no muere de la misma manera que en la muerte natural, pues ésta es irreparable, mientras que la muerte implicada en el pecado mortal, sí lo es.

Quien peca gravemente pierde la gracia santificante, pero sigue siendo una criatura llamada por Dios a la filiación, aunque esa llamada esté impedida en su eficacia por la negativa de la libertad. Por eso, el que está en pecado mortal ha perdido realmente la filiación divina, pero al mismo tiempo, cuando se convierte puede estar seguro de ser recibido por el Padre como un hijo pródigo, pues Dios no le ha retirado el amor paternal.

A este respecto puede ser muy importante considerar un aspecto verdadero que está en el fondo de la teoría de la "opción fundamental". Quien tiene el proyecto vital de estar junto al Señor, y la mantiene a pesar de las propias debilidades ocasionales, aunque sean objetivamente graves, y sean "mortales" de suyo, pueden "no tener especial importancia", si se inscriben en una vida en la que permanece el proyecto vital de estar junto al Señor, y se tiene la disposición firme se volver a Él por la penitencia.

La doctrina de pecado venial debe inscribirse en la perspectiva de que los actos engendran hábitos, y de esa manera el apartamiento de Dios se puede "preparar" con actos que van indisponiendo el corazón respecto del amor a Dios, por ejemplo cambiando el fin, desde el amor a Dios a los aspectos sociales o institucionales. Por eso se solía decir que el pecado venial es un desorden respecto de los medios: la palabra pecado la tomaría del fin al que va encaminando, y la palabra venial vendría de la posición del acto respecto de ese fin, pues no es aún determinante. Hay materias morales que no tiene fuerza para comprometer la unión con Dios, por eso, por ejemplo, no pueden ser materia de compromisos que la hagan grave.

3. Distinción de los pecados según la especie y el número

La distinción numérica y específica de los actos pecaminosos debe basarse en la consideración previa sobre la unidad de cada acto moral. Así pues, trataremos la cuestión de la unidad de los actos humanos, es decir, la unidad de la materia del acto, que lo hace distinto del mero "suceso". La materia de un acto humano, es decir, la respuesta adecuada a la pregunta "¿qué ha hecho quien lo ha realizado?", debe buscarse a partir de la distinción que realizó ya Aristóteles entre "acciones" y "sucesos".

En la Encíclica "Veritatis Splendor" se trata explícitamente de este asunto, aunque me parece que no es de los pasajes más claros. Por eso es un tema que exige una consideración detallada. El texto de la Encíclica es el siguiente: "para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Así pues, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa". Éste es un texto importante, pero parece que su contenido está poco explicado.

Santo Tomás explica la relación entre la "materia" del acto y la intención del agente en un texto que debería considerarse como clásico, y que me parece que es más claro que la misma Veritatis Splendor: "Aliqui actus dicuntur humani, inquantum sunt voluntarii, sicut supra dictum est. In actu autem voluntario invenitur duplex actus, scilicet actus interior voluntatis, et actus exterior, et uterque horum actuum habet suum obiectum. Finis autem proprie est obiectum interioris actus voluntarii, id autem circa quod est actio exterior, est obiectum eius. Sicut igitur actus exterior accipit speciem ab obiecto circa quod est; ita actus interior voluntatis accipit speciem a fine, sicut a proprio obiecto. Ita autem quod est ex parte voluntatis, se habet ut formale ad id quod est ex parte exterioris actus, quia voluntas utitur membris ad agendum, sicut instrumentis; neque actus exteriores habent rationem moralitatis, nisi inquantum sunt voluntarii. Et ideo actus humani species formaliter consideratur secundum finem, materialiter autem secundum obiectum exterioris actus. Unde Philosophus dicit, in V Ethic., quod ille qui furatur ut committat adulterium, est, per se loquendo, magis adulter quam fur" ("Los actos se dicen "humanos" en cuanto que son voluntarios, como se ha dicho antes. En el acto voluntario se encuentra un doble acto, a saber, el acto interior de la voluntad, y el acto exterior, y de los dos recibe el acto su objeto. El fin propiamente es el objeto de acto voluntario interior, mientras que aquello a que se refiere el acto exterior es su objeto. Así como el acto exterior recibe su especie del objeto a que se refiere, así el acto interior de la voluntad recibe su especie del fin, como de su objeto propio. Así también lo que pertenece a la parte de la voluntad, es como lo formal respecto a lo que corresponde al aspecto exterior del acto, puesto que la voluntad usa de los miembros para actuar como instrumentos; tampoco los actos exteriores tienen razón de moralidad sino en cuanto son voluntarios. Por eso las especies de los actos humanos se consideran formalmente según el fin, y materialmente según el objeto exterior del acto. Por eso dice el Filósofo, en el quinto libro de la Ética, que aquel que roba para cometer adulterio, es hablando con propiedad, más adúltero que ladrón") ("Summa Teología", I-II, q. 18 a. 6c).

En este texto se distinguen dos actos de la voluntad, el interior y el exterior. Esta distinción es decisiva para entender la diferencia entre la "materia" o el "objeto" del acto, por una parte, y, por otra, el "fin" que es lo que da al acto su formalidad humana y moral.

El "objeto" de una acción humana viene determinado por la "intención" directa del agente en su aspecto "externo", de la siguiente manera: Cuando actuamos advertimos que los efectos que se producen son amplios y, en cierto modo, ilimitados. Cuando advertimos esa serie de efectos, restringimos nuestra intención a un conjunto definido, mientras que relegamos el resto, más o menos previstos y permitidos, a la condición de "efectos secundarios". La materia del acto es aquello que hemos elegido con nuestra intención. Así, por ejemplo, quien secciona el ovario canceroso de una mujer, la ha operado de un cáncer, pero decir que la ha esterilizado, sería incorrecto. Análogamente de quien ha calificado negativamente el ejercicio de un estudiante no se puede decir que le ha impedido seguir en esa universidad, aunque esos sean efectos que se siguen de lo que ha hecho. Por eso, con la misma "acción física" se pueden hacer "acciones humanas" diversas.

Para tratar de la distinción numérica de los pecados hay que comenzar distinguiendo la distinción numérica de los actos. Para esto debemos centrarnos ante todo en la "materia". Es la materia del acto lo que hace que sea "un" acto humano, y no una simple sucesión de acontecimientos físicos. Además, hay que considerar que en un mismo acto se pueden violar varias leyes morales graves. Por eso se habla a veces de distinción numérica en cuanto que hay diversos actos pecaminosos, y otras veces en cuanto en un mismo acto se violan distintas leyes morales. Esto nos debe llevar a distinguir entre la "materia" del acto humano y su "materia moral", pues la materia del acto humano no es directamente la materia moral. En lo que el sujeto ha obrado hay diversos aspectos. Puede haber un aspecto que afecte de suyo a la relación con Dios. Éste es el aspecto que determina la materia moral Pero la presencia de ese aspecto no es necesaria ni universal. Hay también otros aspectos como son los que se refieren a relaciones con otras realidades que no comprometen de suyo la relación con Dios.

La relación de la "materia" del acto con Dios puede ser explícita, como sucede en los actos "teologales", que tienen por objeto directamente a Dios, o implícita, como sucede en los actos que afectan de alguna manera a las personas. La manera de afectar a las personas en cuanto tales están determinadas por la "naturaleza humana" de las personas, es decir, por las "aperturas" que las personas tienen respecto a las demás, es decir, por las formas de "alteridad" que se dan entre los seres humanos. Los mandamientos de la Segunda Tabla del Decálogo, expresan las articulaciones del segundo mandamiento de la caridad.

Puede ser que la persona sobre la que se actúa sea la propia persona, pero en cualquier caso lo decisivo es advertir que la afección a cualquier persona, sea propia o ajena, tiene como consecuencia la afección a la persona del agente en cuanto tal.

Cuando la acción humana no tiene como objeto ni a Dios ni a la persona humana, por ejemplo, cuando actúa sobre cosas no personales, la "materia" de esos actos estará definida, pero no contendrá una "materia moral" propiamente dicha. Ciertamente eso no significa que esos actos no estén afectados de moralidad, sólo se quiere decir que en esos casos se trata de actos cuya "materia" es ajena a la moralidad y, por tanto, su cualificación moral, procederá de otros aspectos o componentes del acto, como son las circunstancias o la finalidad del agente.

4. Los pecados internos

Se llaman pecados internos a aquellos que no tienen una traducción directa en actos externos, y que, por tanto, reciben toda su cualificación moral a partir del acto interno de la voluntad.

En estos actos internos se da aquel elemento del acto humano que lo hace propiamente humano y dotado de moralidad.

Tradicionalmente se suelen considerar tres tipos de pecados internos: la "delectatio morosa", el "gaudium peccaminosum" y el "desiderium pravum".

En la "delectatio morosa" la voluntad se complace simplemente en un objeto malo. Esta complacencia es un acto propio de la voluntad, aunque no se denomine propiamente "deseo". Es importante advertir que este acto interno de la voluntad, cuando se complace en un objeto prohibido, es verdadero pecado, aunque no trascienda externamente de ninguna manera. El acto de la complacencia, aunque no se traduzca en deseo o en imperio a otras potencias operativas, es un acto propio de la voluntad. Incluso se podría decir que es el acto más propio, pues es el que corresponde al aspecto esencial del amor de benevolencia.

El "gaudium peccaminosum" es la reafirmación de un acto previo de la voluntad por el que se ha cometido algún pecado. En este sentido renueva lo que de más formal tenía aquel pecado. Derivadamente, se puede asimilar a este pecado el acto por el que se detesta un acto previo de la voluntad con el cual se rechazó un mal moral; sería como el arrepentimiento de no haber pecado cuando se pudo.

El "desiderium pravum" es el acto desordenado de la voluntad cuando ésta tiene el carácter de "deseo" o de "imperio" y no de pura complacencia.

Evidentemente, en el caso de los actos internos, la distinción numérica se ha de considerar de manera distinta a la de los actos externos, que se distinguían por la unidad del acto. Los moralistas han tratado esta cuestión, ciertamente lábil, a causa de la indicación del Concilio de Trento, sobre la necesidad de confesar los pecados graves, por tanto también, los internos, con su distinción numérica y específica. De todas formas, en la práctica, estas distinciones son, u obvias (como los pensamientos o deseos en tiempos muy distantes) o muy difíciles de establecer (si la persona se mantuvo en esa disposición interior durante cierto tiempo seguido).

5. Carácter de "pecado" de las consecuencias sociales

A veces se advierten estructuras o elementos en el mundo social y cultural a las que se llama, sobre todo desde hace unos años, "estructuras de pecado". Esto se ha aplicado sobre todo a las estructuras del funcionamiento económico, pues la justicia sobre las organizaciones sociales se remite casi inconscientemente y casi exclusivamente al aspecto económico y material.

El modo como la sociedad humana participa de lo que formalmente constituye el pecado, es asunto difícil, pues ciertamente la sociedad no es el sujeto directo de la acción pecaminosa que es siempre personal. Por otra parte, es importante subrayar que cuando se habla de "pecado social" o de "estructuras de pecado" se alude a aquello que participa "formalmente" de la condición del pecado, y no a lo que son propiamente meras "consecuencias" del pecado, como serían las epidemias consecuencias de los vicios, o los defectos en las construcciones materiales consecuencias de la falta de honradez o de la impericia. Aquí se podría aplicar lo que decía el Magisterio sobre la concupiscencia, que aunque alguna vez se la llame pecado en la Escritura, en realidad, nunca se ha entendido que sea verdadera y propiamente pecado, sino que se la llama así "quia ex peccato procedit et ad peccatum inclinat".

Para tratar adecuadamente las consecuencias sociales del pecado, hay que partir de una visión explícita de cuál es la articulación de la sociedad en que se hace posible la acción humana, y que a su vez es configurada por la misma acción humana. Éste es un tema de extraordinaria importancia, porque está en la base del intento por lograr un cierto entendimiento de lo que puede significar la "consecratio mundi". Ciertamente, el estudio de la configuración humana "natural" de la sociedad, y más aún la consideración de algo así como "una sociedad cristiana" alza serias reservas, sobre todo allí donde el estudio de la sociedad se ha hecho sobre todo desde la perspectiva de la moral personal. Algunos piensan que éste es un asunto que conlleva el riesgo de presentar como "cristianos" modelos de sociedad o de civilización que son esencialmente pasados, o de incurrir en algo parecido a lo que pretendieron ciertas teologías de la liberación. Pero si se pretende tomar en serio que la "consecratio mundi" debe tener un contenido concreto, si se pretende entender qué puede significar el reinado de Cristo, si nos lamentamos por el hecho de que sociedades de mayoría cristiana haya aceptado legislaciones anticristianas por "el pecado de poltronería de los cristianos", o de que se expulse a Dios de las leyes, de las costumbres, de las escuelas, entonces hay que plantearse de qué manera la redención ha de incidir en la organización de la sociedad, de la civilización, de la cultura, del mundo. Como dijo Juan Pablo II en su discurso a los profesores de la Universidad Complutense en 1982, "la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe… Una fe que no se hace cultura, es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida".

La cuestión que nos planteamos no es simple ni fácil, pero es irrenunciable. De hecho muchos buenos pensadores cristianos, principalmente en el siglo XX, se la han propuesto y han realizado estudios que, si no son definitivos, sí son intentos que pueden abrirnos camino. Además el Magisterio de la Iglesia ha producido varios documentos que inciden directamente sobre esta cuestión. El Concilio Vaticano II dedicó directamente uno de su documentos más importantes, la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes". Todo este cuerpo de enseñanzas constituye la doctrina social de la Iglesia que "propone principios de reflexión, extrae criterios de juicio, da orientaciones para la acción" ("Catecismo de la Iglesia Católica", n. 2423). Desarrollar esos principios, criterios y orientaciones son exigencias propias del empeño por la "consecratio mundi".

Para plantearse la santificación del mundo hay que considerar que la santificación presupone la humanización, pues la gracia supone la naturaleza, y la santificación presupone la rectitud de aquello de que se trate. La humanización del mundo es una exigencia semejante al cuidado de las virtudes naturales de cada persona para que la gracia pueda acceder de manera adecuada. No es que la gracia no pueda acceder sobre una base natural defectuosa, sino que reclama de suyo un fundamento natural de rectitud.

En este momento hay que hacer una precisión importante. La "santificación del mundo" deberá verse de manera que el objeto de la santificación sea directamente el mundo, y no la persona singular. Hay mundos muy desordenados e inhumanos que han contribuido indirectamente a que surjan en ellos muestra excelsas de santidad. A este respecto hay que recordar una frase varias veces repetidas en el ámbito del pensamiento moral: "Del mal sale muchas veces el bien, pero eso es algo que compete a Dios. A nosotros lo que nos toca es saber que para que surja el bien debemos hacer el bien". Por lo tanto, no se debe mirar directamente la santidad de las personas, sino la rectitud del mundo como ámbito humano.

Por eso, para tratar de la santificación del mundo no debemos poner la mirada primariamente en el fin de la santificación de las personas singulares -que es ciertamente lo más importante, pero que puede lograrse, y de hecho se ha logrado, también en un mundo de injusticia-, sino en cuál es el orden propio que corresponde a ese conjunto articulado que hemos denominado "mundo" y cuáles deben ser sus elementos. debemos, pues considerar dos aspectos distintos: uno, primero que se refiere a la "estructura" del mundo humano; y otro, segundo, que se refiere a los elementos concretos que entran en la configuración de la sociedad.

La pluralidad humana se constituye en un "mundo" merced a una articulación que, en sus elementos fundamentales, es definida por la misma naturaleza humana. El orden fundamental entre los seres humanos es aquel en que las personas se tratan como tales personas libres, capaces de diálogo. Este orden fundamental requiere como condición indispensable el que las personas tengan una lengua y una cultura común. A su vez, la cultura común exige comunidad de naturaleza, la cual sólo es posible mediante la pertenencia a una misma especie que se reproduce por generación. La generación a su vez requiere que los seres humanos sean "organismos materiales", seres vivos que viven en un "medio" con el que "metabolizan", es decir, del que toman aire, calor, alimentos, etc. Pero al mismo tiempo, es necesario que la materialidad del organismo humano no esté completamente inmersa en la necesidad de la materia, pues en ese caso, el comportamiento del ser humano estaría completamente determinado por las leyes necesarias de la materia.

Esto nos presenta una serie de niveles "naturales" -originados por la condición "natural" del ser humano- en la organización de la pluralidad humana: el nivel cultural, el nivel sexual-familiar, el nivel biológico y el nivel productivo. Estos niveles han de ser considerados adecuadamente si se quiere tener una visión "humana" de la socialidad. Una organización "buena" de la pluralidad humana será aquella en la que esos elementos están situados mutuamente según el orden de fundamentación sucesiva que hemos mostrado, y en la que cada nivel esté constituido por elementos tales que permitan esa misión de fundamentación sucesiva.

Así, es necesario que toda organización social disponga suficientemente de los medios que sostienen la vida biológica, pero al mismo tiempo es necesario que ese cuidado de la vida biológica sea de suyo ayuda para los niveles existenciales superiores. Todos los niveles han de ayudar a la vida dialogal, que es la dimensión propiamente humana, evitando el riesgo de situarse en la posición de lo absoluto. La dimensión superior de lo humano no es el "hombre cultural", ni el "homo faber", ni el hombre "en buena forma física" en un medio confortable y bien alimentado, como "animal sano", sino el hombre que sabe vivir en diálogo. La medida de la auténtica calidad de "vida humana" debe tener su referencia en la dimensión dialógica -o "política" en sentido clásico-. Es significativo que cuando Newman hizo su memorable descripción del gentleman (cfr. "Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria", VIII, 10, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 210-213), se centró exclusivamente en la consideración de sus cualidades dialógicas. Y es también muy significativo que en nuestro tiempo, cuando predomina la dimensión material, haya aparecido un interés inusitado por estudiar la historia según las formas materiales de vida (por eso han proliferado los estudios e investigaciones sobre "La vida ordinaria en tiempos de…", entendiendo por "vida ordinaria" la que se refiere a los aspectos biológicos y materiales de la existencia humana) que eran aspectos menos atendidos cuando se consideraba que la vida humana estaba constituida sobre todo por las dimensiones dialógicas de la existencia.

Desde el presupuesto de la articulación de la pluralidad humana que se deduce de la propia condición humana, podemos ya afirmar que la santificación del mundo debe tener como su objetivo directo el instaurar el orden adecuado entre los diversos niveles de esa pluralidad, de manera que cada uno pueda cumplir su misión propia como condición de posibilidad para los niveles superiores, según se ha expuesto más arriba al tratar de las relaciones entre las diversas articulaciones de la pluralidad.

Una sociedad será naturalmente más recta, es decir, "más justa y humana", cuando sea la que sea su constitución empírica, tenga las dimensiones de que hemos hablado en la justa relación mutua, sin que haya desequilibrios entre las inferiores y las superiores. Ciertamente hay muchas formas de que una organización social sea "inhumana" e "injusta", no solamente aquella en la que los bienes económicos están regulados por leyes injustas de suyo. Los desajustes más importantes que hay en las organizaciones sociales son los que se refieren al desorden mutuo entre las dimensiones esenciales de la sociedad. Si la primacía se da a la dimensión económica por encima de la familiar o la cultural, la organización social en cuestión será injusta de fondo. De esta manera se pueden advertir distintas formas de estructuras "inhumanas". Dada la limitación de esta exposición, me limitaré a tratar dos de las posibles rupturas del orden justo, que no suele ser muy consideradas explícitamente pero que son muy generales y de efectos graves. Me refiero, primero, a la inversión del orden mutuo de las dimensiones de la socialidad humana, con el consiguiente predominio de las dimensiones materiales o biológicas. En segundo lugar, la forma de injusticia concreta que supone una situación social en la que el aspecto "cultural" se alza por encima del aspecto propiamente personal, y tiende a ahogarlo.

I. "La inversión del orden y la primacía de lo material-biológico". Al tratar de las dimensiones de la socialidad humana se ha puesto de manifiesto que la dimensión material-biológica es condición de posibilidad para las dimensiones superiores y de modo especial para la dimensión existencial propiamente personal dialógica. Esa relación es susceptible de una confusión: pensar que lo que es condición de posibilidad material, es en realidad la dimensión fundamental de la existencia humana. Esta confusión se ha ido imponiendo progresivamente en los últimos siglos de la historia europea, de manera que las dimensiones superiores han pasado a ser consideradas sólo como epifenómenos de los componentes y procesos materiales biológicos. La afirmación "En el principio era el Verbo" ha sido substituida por la afirmación "en el principio, es decir, en el fondo, es la materia".

La historia de la modernidad es en buena parte la historia de un cambio de actitud ante el mundo, como consecuencia de la primacía del conocimiento científico positivo. El enorme prestigio de la ciencia positiva ha hecho, primero, que se identifique casi completamente, "conocimiento verdadero" con "conocimiento científico", y, en consecuencia, la identificación entre la realidad completa con la visión de la realidad en cuanto es explicada por la ciencia positiva. Los fenómenos más propiamente humanos se presentan y se conciben según la explicación que de ellos da la ciencia positiva. La base material de la vida humana ha pasado a ser lo esencialmente verdadero de la vida humana.

Esta mutación tuvo lugar en un primer momento sólo en el nivel cognoscitivo, pero progresivamente se ha impuesto también en el nivel existencial práctico de la vida de las personas y de la cultura. El hombre ya no es visto tanto como "imago Dei" o como "homo sapiens", sino como "homo faber", es decir, como constructor y productor de artificios a los que impone su propia racionalidad. Cuando mira al mundo desde esta perspectiva no se ven tanto las huellas de Dios, como el fruto de la capacidad configuradora y dominadora de la razón humana. El conocimiento contemplativo, que trata de percibir los significados de un mundo que es fruto de la Sabiduría Creadora, ha sido substituido por el conocimiento científico positivo, que prescinde de todas aquellas dimensiones de la realidad que no son susceptibles de ser medidas según el método científico. Entonces el conocimiento ya no es fuente de interpelaciones para la libertad, sino medio para al dominio irrestricto de la realidad. "Scientiam propter potentiam "(Hobbes).

Este cambio en la visión del mundo -aunque encuentra siempre la resistencia de la realidad que permite constantemente volver a la perspectiva correcta- está de hecho vigente con una fuerza casi incontestada en la práctica. La vida de las personas está dominada sobre todo por la atención a los aspectos más materiales. La política es sobre todo economía. La enseñanza es sobre todo adquisición de destrezas para el dominio técnico. Los jóvenes no estudian "filosofía" sino "economía" o "medicina" o "ciencias empresariales", o "ingeniería". La misma filosofía, para hacerse plausible en este mundo, claudica de su objeto propio y tiende a "homologarse" científicamente y se hace lógica matemática, estudio de la lógica del lenguaje, antropología cultural,… Incluso la ética pasa de ser en estudio del "deber-ser" a ser ciencia de las costumbres.

Cuando esta visión del mundo se hace autocomprensión del hombre, éste se ve sobre todo como un organismo biofisiológico, y esta autocomprensión empieza enseguida a configurar su modo de vivir o de concebir las cuestiones más fundamentales de la existencia. El bien humano será en consecuencia el bien biológico y corporal.

Actualmente vemos muchas de las consecuencias lógicas de esta trasposición. La ley de lo humano empieza a ser la ley de lo biológico. Esto es lo que está en la base del predominio del vitalismo hedonista, del predominio irresistible de los sentimiento más inmediatos en las relaciones humanas. Los hombres ya no contemplan sus relaciones a la luz de la condición espiritual dialógica, sino desde la perspectiva de sus afecciones subjetivas. El predominio de lo material fuerza necesariamente a perder de perspectiva la trascendencia relacional, y ve todas las afecciones que el hombre recibe como causas de estados subjetivos, incomunicables. La preeminencia que en la modernidad ha tenido la cuestión del conocimiento es la consecuencia de haber puesto en primer lugar la causa material, y haber dejado al hombre esencialmente incomunicado.

Aunque parezca que el hedonismo, copiosamente satisfecho por la productividad técnica, da lugar a un vida más plácida y tolerantemente humana, en realidad, es principio de violencia ciega. Los griegos ya vieron con claridad que el régimen de lo biológico-necesario, es la violencia. En efecto, si el hombre es visto como un ser espiritual, se le podrá guiar a través de palabras, de significados. Pero si es visto como un organismo regido por las leyes necesarias de la materia, necesariamente su régimen propio será la violencia.

La cadencia hacia lo material-biológico conlleva una alteración de todas las magnitudes sociales. Aquí no disponemos de espacio para hacer un desarrollo explícito, pero podemos al menos señalar la línea de esas transformaciones. En primer lugar el "amor" pasa de ser ante todo "comprensión" a ser principalmente ayuda material para el bienestar. La "unidad" pasa se ser la unidad dialógica, que refleja la unidad de Dios, "neque confundentes personas neque substantiam separantes", a ser sobre todo unidad de organización al modo de los artefactos. La educación decae se ser formación de la persona para el diálogo, a ser transmisión de destrezas prácticas. El "gobierno" de las personas deja de tener el paradigma de la causalidad final y pasa a ser sobre todo un gobierno eficiente, al modo del dominio técnico: el poder se convierte en fuerza. La "libertad" se transforma de ser capacidad para la participación en un diálogo a ser dominio incondicionado. El "trabajo" humano es visto no tanto como acción interpersonal cuanto como producción de medios materiales o de ayuda a los procesos de la vida. La "felicidad" se concibe más como salud biológica y como experiencia de placer que como comunión personal basada en el diálogo y en el amor. La misma "vida" humana es vista más desde su aspecto corporal que como conocimiento y comunicación. La noción de "mundo" se transforma de ser ante todo espacio para la libre comunicación y aparición de las personas ante las otras, a ser sobre todo una especie de "medio" confortable para la vida de los organismos.

Por supuesto que todas estas magnitudes sociales humanas tienen aspectos en todas las dimensiones de la existencia. La cuestión decisiva es que en las transformaciones a las que hemos aludido, el acento se desplaza hacia las dimensiones de lo material.

Estas transformaciones suponen una distorsión en el mundo humano, que vician su estructura "natural", y, en consecuencia, dificultan su disposición para ser objeto de santificación.

II. "La primacía del aspecto cultural-institucional". La cultura tiende a anular la dimensión propiamente personal cuando es la sociedad, o el estado, quien se presenta como dador último de sentido. Una buena escuela o una buena universidad son instituciones culturales que facilitan que las personas puedan desarrollarse como tales personas libres. Pero ha habido culturas que se han alzado con pretensiones de absoluto. Sucede esto cuando en esa cultura se pretende proporcionar a sus miembros todos los elementos necesarios para la vida y se les impide el ejercicio de la capacidad de conocer y valorar la realidad por sí mismos, y se anula la conciencia y la libertad personales. La sociedad alemana del Tercer Reich, era una sociedad de este tipo. Nadie puede dudar de la riqueza de elementos culturales que había en ella. Si, a pesar de esa riqueza cultural, la reconocemos como inhumana, no es solamente porque hubiera en ellas algunas leyes gravemente injustas, sino porque impedía el que las personas se alzaran por encima de la visión del mundo y de las respuestas vigentes para todas las cuestiones humanas: se impedía el que las personas individuales ejercieran su capacidad propia de conocer y de juzgar, hasta el punto de expropiarles la conciencia.

Estas pretensiones implícitas en tantos mundos culturales no son infrecuentes y constituyen en punto de apoyo de la tentación, nunca extirpada por completo, de lo que constituía la esencia del paganismo, que consiste precisamente en dar carácter de absoluto, es decir, divinizar, la propia instancia cultural, el propio mundo, la propia historia.

Hay, en efecto, una tendencia casi inevitable a considerar, al menos implícitamente, la propia cultura y tradición como algo absoluto y fuente de las interpelaciones absolutas que corresponden a la moral. Hasta el descubrimiento de que la realidad, y especialmente los seres humanos en cuanto tales son de una condición que interpela a la libertad, es decir, hasta el descubrimiento de la "naturaleza" como referencia para la vida y la conducta de las personas, la referencia moral fundamental, fue siempre la tradición de cada pueblo. La tendencia a considerar la propia tradición, lo "ancestral", como referencia moral fundamental, conducía lógicamente a dar un carácter religioso o divino a esa tradición: "Ciertamente no sería razonable identificar el bien con lo ancestral, si no se supusiera que los primeros antepasados eran absolutamente superiores al común de los mortales. Así nos vemos llevados a pensar que los primeros antepasados, los que instituyeron el camino ancestral, eran dioses, o hijos de dioses o, al menos, "tenían su morada cerca de los dioses". La identificación de lo recto y lo bueno con la tradición ancestral lleva a ver el "modo de comportamiento" como instituido por dioses, o hijos de dioses, o discípulos de dioses: el "modo de comportamiento" recto debe ser una ley divina". Esto significa exactamente que cada mundo cultural se tenía a sí mismo como divino, lo cual es, como decíamos, la esencia del paganismo. El frecuente recurso a los santos patronos, o incluso a ciertas advocaciones de la Virgen, de muchos pueblos enfrentados a otros pueblos, es una muestra de la tendencia, también presente en los pueblos cristianos, de vincular con "el cielo", es decir, con lo absoluto trascendente, la propia instancia terrena.

La relación entre lo "cultural" y lo "religioso" es importante para tratar el aspecto concreto de la santificación del mundo. La apertura de la persona a la trascendencia, es decir a Dios, es lo que constituye la dimensión teologal de la existencia humana, y es la capacidad de la relación de cada persona humana con Dios. Para que esta apertura pueda desplegarse adecuadamente es necesaria la existencia, en la dimensión cultural, de unas referencias o "valores" que hagan posible la formación y la vida de las personas en su dimensión religiosa. Es además necesario un elemento que "institucionalice" la relación con lo absoluto. Este elemento es la "institución religiosa", aunque la relación con la institución religiosa no sea aún la relación con Dios, sino solamente una de las condiciones que la hacen posible.

Estas pretensiones se dan con especial fuerza en las instituciones culturales de tipo explícitamente religioso. En efecto, si en las instituciones culturales de amplia influencia, aparece siempre el riesgo de la absolutización y de la divinización, aún cuando estas culturas tengan un ámbito propio de carácter profano, cuando las instituciones tienen un carácter explícitamente religioso, la tendencia a arrogarse cualidades "divinas", es lógicamente mucho más fuerte y explícita. Ya no es que la vigencia de la propia cultura tienda a fundamentar una religión, sino que, en el caso de las instituciones explícitamente religiosas, se encuentra ya una religión comúnmente aceptada en la que apoyarse. En cualquier caso, lo decisivo es que estas formas institucionales explícitamente religiosas se encuentran particularmente inclinadas a concebirse a sí mismas garantizadas en sus elementos por el mismo Dios y, por eso mismo, capacitadas para exigir a las personas un sometimiento absoluto en todos los ámbitos.

Ese riesgo es expresión de que la institución religiosa, en vez de ser medio para la relación con Dios, de hecho tiende a sustituirlo. En este sentido, un criterio de la autenticidad de las instituciones religiosas o eclesiales, es que, a semejanza de la misma Iglesia, no pretenda afirmar una vinculación unívoca de su aspecto institucional y la relación teologal con Dios.

"Santificar el mundo" tiene como un objetivo esencial, el promover una cultura que se empeñe en proporcionar con más riqueza las condiciones necesarias para la vida personal consciente, pero sin alzar pretensiones de absoluto, sino más bien dando esos medios y acompañándolos del impulso para el ejercicio personal de la propia libertad. Por eso, un criterio decisivo para juzgar la calidad "humana" de un medio cultural o institucional, es la conciencia que existe en ese medio de su propia contingencia o relatividad, y su misión de dar paso a una dimensión superior de la persona, sin pretender nunca asumir la responsabilidad de la conciencia de sus miembros. La Iglesia de Jesucristo es un ejemplo claro: ella se reconoce como indispensable para la salvación, pero no principalmente en su aspecto institucional, sino en el aspecto invisible mistérico. La Iglesia católica rechaza decidida y significativamente la interpretación institucional-visible del aforismo clásico "Extra Ecclesia nulla salus".

Cuando la dimensión cultural-institucional se absolutiza, ofrece la ventaja de dar a las personas un substitutivo, más o menos explícito, de la relación teologal. Esto es aparentemente una gran ventaja, pues la relación teologal, es decir, la conexión directa personal con Dios, no es algo controlable, ni se puede garantizar desde la posición humana. Si la relación con Dios se une de manera unívoca con una relación humana, material, el deseo de seguridad que todos experimentamos queda satisfecho. Por eso es tan fácil que las personas cambien la relación teologal por una relación institucional, de este mundo.

Los individuos "institucionales" no son "eo ipso" "hombres cumplidos", sino más bien hombres cumplidores de las pautas convencionales, que podrían correr el riesgo de atropellar a las personas cuando lo consideren necesario desde su punto de vista. La insistencia que hace unas décadas se advertía por estar "integrados", por "participar" con todos, no era tanto una invitación a la relación dialógica con los demás, sino más bien una muestra de que el riesgo del predominio de lo "institucional religioso" estaba muy presente.

Además de la exigencia de una estructura determinada por el orden respectivo en los niveles de la pluralidad articulada, se deben considerar los elementos concretos que entran a formar parte de la configuración de la sociedad. Las leyes respetuosas con la religión, la institución de la familia de fundación matrimonial, la libertad de enseñanza, la vigencia del principio de subsidiaridad, ciertos elementos materiales que muestren la referencia a lo sagrado, los contenidos de los programas de la enseñanza, las instituciones de caridad, las garantías legales para la defensa de los derechos humanos, la rectitud de las costumbres en todos los ámbitos, etc. son elementos de este tipo, que muestran también que en la sociedad hay elementos que pueden ser muy bien base para que en ella se viva la vida cristiana.

En cierta medida se podría pensar que la presencia de estos elementos ya tendría de suyo fuerza suficiente para hacer que las estructuras fundamentales se ordenaran correctamente. Sin embargo, la historia enseña que la presencia de valores humanos y cristianos concretos, no es de suyo garantía para que la sociedad esté correctamente ordenada. Por eso es indispensable tener en cuenta explícitamente la ordenación mútua de los diversos órdenes como hemos hecho antes.

"Santificar el mundo" no puede ser, pues, simplemente hacer más presentes y dominantes los "valores religiosos", sino hacer que todos los elementos de la dimensión cultural, también aquel elemento que es la institución religiosa, esté al servicio de la relación personal de cada uno con Dios. Esto significa que no basta la mera presencia de los llamados "valores cristianos" sustantivos, pues éstos no se pueden hacer verdaderamente humanos si no es de una forma determinada, es decir, libremente. Por eso, una sociedad en la que brille mucho el cristianismo, con sus monumentos, sus fiestas, sus símbolos, sus leyes, etc. como eran ciertas sociedades antiguas o medievales, se puede decir que era cristiana sólo en sus contenidos, pero fallaba gravemente en las condiciones humanas del respeto a la dimensión personal de la libertad y de la conciencia. Por supuesto en esa sociedad brillaron figuran excelsas, pero por la misma razón se podría decir que también han brillado heroísmos egregios en el pagano y anticristiano Imperio Romano de los primeros siglos.

A esto hay que añadir aún algunas precisiones importantes. La primera es que el ser humano es persona y, al mismo tiempo, individuo de una cultura institucional es decir, de una tradición, de una "patria". El lema "Todo por la Patria" tiene un sentido correcto si se limita al aspecto de "individuo" que tiene todo ser humano. Pero el "todo" en ese lema no puede entenderse de manera que disuelva la conciencia y la dignidad de la persona. A este respecto, habría de considerarse como un complemento aclarador el texto famoso de Calderón de la Barca: al final de la primera jornada del "El alcalde de Zalamea", D. Lope advierte a Crespo que por el rey ha de estar dispuesto a sufrir todas las cargas, y Crespo dice: "Con mi hacienda, // pero con mi fama no. // Al Rey la hacienda y la vida // se han de dar; pero el honor // es patrimonio del alma // y el alma sólo es de Dios".

Hasta hace relativamente poco tiempo, se tenía conciencia de que entregar la vida no era exactamente dar la propia persona en su dignidad. Por eso, los militares, que estaban en situación de tratar a otras personas en su dimensión más material, tendían a desarrollar un sentido particularmente intenso de honor y de la dignidad. En cambio, en los últimos años, se ha impuesto de tal manera la visión puramente material del hombre, que la vida, la dignidad, la calidad de vida, ha quedado identificada prácticamente con los aspectos más materiales y biológicos. Por eso, ya no se acepta como antes la distinción entre la vida física y la dignidad, y, por tanto, que es compatible perder la vida y mantener la dignidad: en algunos países occidentales se tiende a considerar inaceptable que la guerra pueda causar algún muerto.

El segundo aspecto que querría subrayar es el que se refiere al recto entendimiento de la libertad y de su papel en la vida social. Los tratados actuales más influyentes de filosofía política sitúan la libertad en una posición tal que dan lugar a organizaciones sociales que pueden ser profundamente inhumanas. Ciertamente debe defenderse la importancia decisiva de la libertad en la organización social. Pero la cuestión es la relación entre la libertad y la verdad o el bien humanos. Aquí no se trata solamente de la libertad interior. Esta libertad es la que permite que surgen grandes figuras aún en sociedades muy poco cristianas. La libertad de la que se debe pensar a la hora de santificar el mundo es la libertad social o política. Esta especie de libertad es la que se desea cuando se dice que se busca libertad, y es difícil encontrarla.

Por eso para entender la "consecratio mundi" hay que entender la libertad no simplemente como la capacidad de hacer el bien, sino de hacerlo de manera realmente personal.

El problema es que en las teorías políticas se suele plantear la cuestión de una manera un tanto excluyente: o se defienden los valores sustantivos cristianos, o se pugna por la libertad social casi sin referencia a los valores sustantivos. Tal es en buena parte la cuestión que han planteado los filósofos políticos en el reciente debate entre los llamados "liberales" y sus críticos "comunitaristas". Me parece que el llamado "liberalismo político", tal como se expone, por ejemplo, en los dos libros de John Rawls, es una muestra de lo que antes hemos descrito como el triunfo de "homo faber" o del "animal laborans", sobre el "homo sapiens" o el hombre como "imago Dei". En efecto, cuando la dimensión material biológica alcanza la primacía, la perspectiva del diálogo como ámbito humano para alcanzar la verdad de las cosas decae, y la tolerancia decae a su vez en indiferencia respecto de los demás. En consecuencia, se considera que la sociedad justa no debe ser aquella que está ordenada según las normas que surgen de la verdad del hombre, tal como puede alcanzarse en un diálogo libre, sino aquella que permite que cada ser humano pueda seguir el camino de sus preferencias sin interferir con los demás. La sociedad no estará unificada por una visión común del bien humano, sino solamente por las estructuras materiales que permiten la cercanía física y la participación en los bienes materiales que el hombre produce: las leyes sociales se asimilan cada vez más a las leyes de la construcción de los artefactos. La política ya no es asunto de la prudencia sino una cuestión fundamentalmente técnica, su tema será, como hemos dicho antes, sobre todo la economía.

La tarea de la santificación del mundo tiene hoy un objetivo muy importante en la distribución justa de las riquezas. Pero ése es un objetivo que se mantiene al nivel existencial de la dimensión biológica del ser humana. Es ciertamente necesario, pero no es suficiente. Las cuestiones involucradas en la "consecratio mundi" son decisivas en los niveles más altos, que son los de la relación entre la dimensión cultural-institucional y la dimensión propiamente personal y libre. Los valores no deben imponerse de manera que sitúen la dimensión cultural en lo más alto, sino de manera que promuevan y reclamen las dimensiones superiores de las personas. Esto significa, por ejemplo, que los valores y las costumbres deben imponerse no "por ley", sino merced al brillo de quienes las viven con suficiente intensidad. Tocqueville decía en "La democracia en América" que los sacerdotes católicos con los que habló, que ellos preferían claramente el régimen de la democracia americana a los estados confesionales europeos en los que había una alianza estrecha entre el trono y el altar.

Sin duda, una de las estructuras de pecado más perniciosas que encontramos en nuestro mundo cultural, es la de haber establecido una ruptura entre los bienes cristianos de verdad y de costumbres, y la libertad de las personas. En este ámbito urge recuperar el sentido de la manera verdaderamente humana de "imponer" los valores cristianos es hacerlos brillar con suficiente intensidad. La primacía no se puede confiar a la institución sino a la persona que es la única en la que pueden manifestarse esos valores.

6. El pecado y la conversión

El pecado del hombre, aunque sea muy grave objetivamente puede ser perdonado. No hay pecado que no pueda ser limpiado por la misericordia infinita de Dios en Cristo. Pero el perdón no es un efecto automático que pueda tener lugar independientemente de las disposiciones del sujeto que lo recibe. En la persona que ha pecado, el punto de partida del perdón es el reconocimiento del pecado en cuanto pecado. Percibir el pecado en cuanto pecado significa buscar el perdón. Quien afirmase que conoce su pecado pero quiere mantenerse en él, en realidad no lo concibe como pecado. Como se ha dicho antes, el mal sólo se lo conoce prohibiéndose el hacerlo o, si se ha realizado, arrepintiéndose y pidiendo perdón.

"El discurso heroico de Heidegger acerca de un supuesto querer ser culpable es sólo una "façon de parler". Ese modo de hablar deriva de la soledad esencial de la existencia tal como es concebida en "Ser y tiempo". Sin embargo, una culpa que se quiere conservar no se concibe realmente como culpa. La razón, a cuya luz exclusivamente puede surgir un concepto como el de culpa, es aquí tercamente anulada en la centralidad de la inquietud, para la que está en juego su propio poder ser. No puede desarrollar el derecho que le es propio ni inaugurar su dimensión genuina. Encarar la culpa -no sólo la responsabilidad personal- como culpa efectiva significa querer vencerla. Mas eso sólo ocurre con la ayuda de los demás. Tanto perseverar en la propia culpa, cuanto la pretensión de exculparse a sí mismo son actitudes que permanecen en el círculo de la autoafirmación que se expresa como "precisamente así soy yo". Por lo demás, siempre que uno haga responsable a otro de ese "precisamente así eres tú", se destruye el camino hacia la libertad. El culpable no puede prescindir del perdón. El descubrimiento de esta necesidad es el primer paso de retorno a la verdad. Ese primer paso no lo es nunca la autoinculpación del que hace hincapié en que "esto no me lo perdonaré nunca". En esta proposición se esconde la misma soberbia que en la acción de la que se afirma que no se puede perdonar. Nadie puede desde luego perdonarse algo a sí mismo. No podemos sino hacernos perdonar y aceptar el perdón. El resultado es el agradecimiento. El agradecimiento es por su parte la forma más pura de benevolencia libre de todo peligro de soberbia disimulada" (Spaemann).

"El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo "ven" así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues "in statu conversionis"; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra "in statu viatoris"" (Juan Pablo II, "Dives in misericordia").

Antonio Ruiz Retegui

 

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