NO
ERA ESTO, NO ERA ESTO...
LAPSO, 12 de septiembre de 2005
Y seguimos con las jurispreciosidades a cuestas. Que si los
Estatutos son así o asá, y que por eso las glosas
no valen; que si los laicos son propiamente de (o más
bien sólo colaboran en) la Prelatura; que si el contrato
tiene o no tiene validez; que si en realidad mandan los curas
y eso no era lo que nuestroqueridísimofundador deseaba;
incluso, que si los votos que hicimos y no hicimos tenían
valor real; que si el cum-proprio-pópulo era esencial
para ellos y por eso Ratzinger les
desfloró el A y se tuvieron que conformar con
el plan B...
No sé. Ando bastante enfadado con ellos por la cuestión
esta, como luego supongo que os contaré, y me gustaría
equivocarme. Pero para empezar, rotundamente le supongo a
la obradedios tres inmensos atributos, tres, que son: una
inmensa capacidad intelectual, jurídica e intra-eclesiástica
(que me inclina a pensar que lo que han hecho es como
mínimo- una de las mejores cosas que deseaban hacer);
la holgura ética suficiente como para tener mucho más
en cuenta su particular concepto del propio carisma que la
plena transparencia frente a la Iglesia; y la exactísima
fidelidad a los dictados de su queridísimofundador,
que por nada del mundo trastabillarían en ningún
caso y bajo ningún concepto (so pena de que sus amadísimoshuesos
sobresaltaran la paz de la Paz, como maldijo su primer prelado).
O sea: el trabajo jurídico lo han tenido que hacer
bien, muy bien. Seguro. Y lo más probable es que no
les haya costado ningún esfuerzo volver a ceder
sin conceder, pero esta vez no con ánimo de
recuperar, sino de ya nos organizaremos por dentro como
siempre hemos hecho, que al fin y al cabo el retemblor de
las campanas de Santa Engracia están muy por encima
de los escrúpulos legales que quienes no nos entienden
del todo se obstinan en satisfacer. Al fin y al cabo, queridísimos
miembros del Consejo, lo importante es que nuestro espíritu
quede intacto, que salte a la vista que no somos religiosos
ni nada que se le parezca, que dejemos ya de una vez esos
dolorosos votos que tantas lágrimas arrancaron a nuestroadmiradísimoysantopadre,
que sus disposiciones queden a salvo sin que nadie las toque
ni una coma, que accedamos a una autonomía de funcionamiento
definitiva para que nunca más los de siempre
(o los de ahora) se inmiscuyan en nuestra casa, que vuestros
hermanos se den cuenta de que en realidad esto no cambia nada,
porque nada podrá cambiar jamás en la obra:
os lo dije en aquel momento histórico e irrepetible
y os lo repito ahora; y si hay que quedarse sin el proprio-pópulo,
pues qué más da, si nuestro pópulo es
el más proprio que hay. Lo esencial permanece y queda
potenciado: todo continuará exactamente igual que antes,
excepto que nadie nos podrá confundir con lo que no
somos y que podremos funcionar con mucha más independencia
que antes. Por eso, poned mucho cuidado al explicarlo para
que nadie tenga la mínima sensación de que cambia
algo de nuestro espíritu o de nuestra praxis. Porque
no es así, ni lo será nunca.
A un viejo ministro español, uno de sus ayudantes
le preguntó la causa de su satisfacción al terminar
una sesión en la que el Parlamento había rechazado
la inclusión en determinada Ley de algunas importantes
iniciativas suyas. Nuestro hombre sentenció: dejémosles
a ellos las leyes, que ya haré yo los reglamentos.
Como taimado e inteligente profesional, se conformaba con
el resultado final y restaba importancia a las grandes palabras.
Y es que hay muchas ocasiones en que no hace falta que una
ley (o un contrato, o unos Estatutos prelaturísticos)
prescriba lo que uno quiere que prescriba: basta con que lo
mencione de un modo no del todo concreto, que no lo mencione,
o incluso que no lo prohíba taxativamente.
La pequeña historia de cada uno de nosotros está
repleta de episodios en los que escuchamos confiadamente y
de buena fe trozos de verdad plenamente satisfactorios, que
al cabo del tiempo, con la luz que derrama la libertad interior,
se nos aparecieron como descaradas mentiras. Sutiles, con
sus gramitos de realidad, bien elaboradas, con sus puntitos
defendibles, incluso dulces
. pero descaradas mentiras
al fin y al cabo en sus efectos prácticos para nuestras
vidas. Y me da me da me da que la gran historia jurídica
de esta gente es una aleación de dos sólidos
metales: la mentalidad de aquel viejo político (sabio,
pragmático) que se conformaba con hacer
los reglamentos, y esa práctica universal de los directores
hacia adentro (y los propagadores hacia fuera) que consiste
en decir solamente lo estrictamente imprescindible para que
el sobreentendido y el afán de agradar hagan el trabajo
sucio de mover la voluntad de las personas hacia el comportamiento
que se trata de inducirles.
Tras darla algunas vueltas más, incluida la buena
aportación al tema que nos trajo Federico
el día dos de septiembre, estoy muy triste y más
convencido que antes de varias cosas:
1. Que los viejos Estatutos siguen vigentes en muchas de
sus disposiciones, sobre todo las más concretas,
las que aluden a la praxis diaria, las más prolijas,
que coinciden obviamente con las más difíciles
de explicar ahí afuera, en ese mundo libre que les
contempla. Que para todo aquello que los nuevos Estatutos
no derogan con claridad o expresamente, permanecen en vigor
los de antes. No sólo de hecho, sino oficialmente,
con todas las de la ley, aunque no se diga nunca y si me
apuráis aunque no todos los legisladores externos
se hayan dado cuenta de ello. Ese es el sentido de que digan
los nuevos Estatutos que sus miembros (
) están
obligados con las mismas obligaciones y guardan los mismos
derechos que tenían en el régimen jurídico
precedente, a no ser que los preceptos de este Códice
establezcan otra cosa expresamente (
). Y esa es
la razón de que, por una parte, no haya en el nuevo
Estatuto una clara derogación general del antiguo
régimen, y por otra que hayan renunciado a incluir
en él multitud de asuntos que sí se regulaban
concretísimamente en el anterior.
2. Sí les mola la solución jurídica
de la prelaturosidad. Y les mola definitivamente. No tanto
por el trabajito que les (que nos) costó o porque
sea exactamente óptima, sino porque, por un lado,
su propia naturaleza conlleva la permanente legitimidad
de sus actuaciones (de alguna manera, cuando la obra actúa
es la Iglesia quien actúa, ya que forma parte de
su estructura jerárquica tanto como la diócesis
de Poyensa-Calviá o el Dicasterio de Chóferes
Cardenalicios); y por otro, porque les dota de una inagotable
autonomía reguladora, sobre todo para sus laicos,
que al no ser Miembros sino Fieles pueden (oficialmente,
claro) limitarse a optar libremente por seguir el dictado
de una larga ristra de obligaciones que no es necesario
incluir en la Ley porque (primero) ya basta para
eso con el correspondiente reglamento ejecutivo,
y (segundo)al fin y al cabo no afectan específicamente
a los verdaderos miembros (los sacerdotes), cuyo régimen
sí está más tasado globalmente por
el propio derecho canónico aunque para ellos se admitan
grados de estrangulamiento vital más específicos
en el seno de la Iglesia. ¿Que resulta que da la
casualidad de que de hecho ninguno de los fieles numerarios
de la prelatura va jamás al cine o al fútbol?
-Pues qué cosas, fíjese, Eminencia, qué
grado de dedicación a nuestra santamadreiglesia tienen
estos céilbes hijos míos, que no tienen tiempo
ni para eso, a ver si cunde el ejemplo... ¿Que resulta
que de hecho todos los fieles numerarios y agregados entregan
todo su sueldo a la caja prelaticia? -Pues qué cosas,
fíjese, Eminencia, qué grado de generosidad
nos inculcó nuestrosantofundador, que pudiendo estos
hijos míos limitarse a darnos lo que les sobra nos
lo dan todo, pero lo que se dice todo. Por cierto, Eminencia:
¿de dónde ha sacado usted esos dos datos?,
¿no estará siendo víctima de insidiosas
publicaciones que todo lo tergiversan y que a todo encuentran
explicaciones no-sobrenaturales?
3. Que, en efecto, en lo puramente corporativo se trata
de una estructura radicalmente clerical de principio a fin.
Lo cual, por cierto, ya era así en los antiguos Estatutos,
con la diferencia de que se nos explicaba que habíamos
tenido que tragar con ello por imposición de los
de siempre. Y resulta que no es en realidad la Cosa una
institución de laicos, sino para laicos.
Como la propia Iglesia -para lo organizativo e institucional-
es una corporación para la gente pero de
la jerarquía. En los niveles no locales, las decisiones
son de los Vicarios, a los que ayuda o aconseja su
equipito de gobierno bien dotado de laicos, que por tanto
no deciden sino que asesoran (no digamos las laicas).
Esta simple afirmación pertenece a la mismísima
esencia del asunto: si eres una prelatura personal, o sea,
como una diócesis pero sin territorio y sin efectos
canónicos sobre tus fieles (aunque sí sobre
tus curas)
entonces eres una institución absolutamente
clerical en la que mandar-mandar solamente mandan el obispo,
sus vicarios y sus párrocos. Que por debajo de eso
algunos de tus fieles vivan de ordinario juntos (ya
de paso con tus curas) y designes a unos cuantos seglares
para que haya una cierta autoridad mundana en el día-a-día,
pues vale; que le des nombre a eso, que digas que hay secretarios
y encargados de arreglos, pues vale. Pero tu estructura,
el armazón que todo lo sostiene, la base y los pilares
de tu organización
son los curas, que actúan
en nombre de tu prelado y de sus vicarios, que responden
del ejercicio pastoral y no sólo del sacramental.
Y esto es lo que me desconcierta y me cabrea. Me desasosiega
porque, elevado a categoría no sólo jurídica
sino vital, destruye algo que antes-durante-y-después
crei a pies juntillas: que la obra era un invento de
laicos y para laicos, y que los curas solamente vinieron
para cubrir las necesidades sacramentales de los socios
y las socias; que el hecho de que a la cabeza de la Comisión
y de la Delegación hubiera siempre un cura respondía
únicamente a la necesidad de concentrar en ellos el
gobierno de las dos secciones. Y resulta que no. Que en cuanto
llega la prelaturez que han ansiado durante décadas-
y se destapa la filosofía real del asunto, son los
curas los que realmente protagonizan el opusdei y se sirven
de los seglares para que les echen una mano en la llevanza
y crecimiento de esa especie de diócesis.
Pues si os digo la verdad, yo a eso no me hubiera apuntado.
Yo creí siempre que éramos nosotros, los tíos
y las tías, los dueños del asunto: que
Dios le había inspirado a nuestropadre -¡y ahí
radicaba la novedad, coño!- que no hacía falta
ser cura y ponerse de negro y rezar el breviario y sonreir
a todo quisque y no hablar de política para ser (no
para estar: para ser) opusdei, una porción
del pueblo de Dios plenamente responsable de su propia institución,
con todas las de la ley, no como todos los demás, que
siempre tienen que ir tras la estela de los curas, nosotros
sí que somos guays, nosotros sí que somos revolucionarios
en la Iglesia, que tenemos curas sólo por aquello del
muro sacramental y porque alguien se tiene que ocupar
de nuestrashermanas, pero esto es nuestro, la obradedios
es nuestra, es de laicos, es la primera vez en la historia
que al fin Dios demuestra con hechos institucionales la llamada
universal a la santidad desde la mismísima almendrita
de la laicidad, de la persona corriente y moliente
que dirige almas, que gobierna una corporación de la
iglesia sin importar si es o no cura mientras va por la calle
con el mismo aire interior y externo que cualquier otro hijo
de vecino. ¿Dónde queda lo específico,
si al final y como en todas partes los laicos son comparsas
de los dichosos curas?
Me he llevado una decepción, y os lo digo en serio.
Cuando tienen la oportunidad de dejar claro para siempre que
aquí los que furulan son los seglares, la aprovechan
para subrayar in aeternum todo lo contrario: que en realidad
es una organización de curas que eso sí-
se dedican a que cada vez haya más laicos y sean mejores.
Eso no era. Eso no es lo que me contaron. Era exactamente
al revés. Por eso los curas tardaron en llegar a la
obra: hasta que hicieron falta como simples instrumentos sacramentales
(ni siquiera pastorales).
No era eso. Y resulta que sí lo es. Y os digo solemnemente,
en este momento histórico e irrepetible, que me toca
los cojones haber estado sin saberlo en esas condiciones de
subordinación corporativa a los sacerdotes. De haberlo
sabido, jamás lo hubiera aceptado. Y desde luego no
hubiera creido, como crei hasta hace unos días, que
al menos se trataba de un aporte novedoso a la vida de la
Iglesia.
Que no. Otra filfa, vaya.
Y van unas cuantas.
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