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MI SALIDA DE LA OBRA

ITACA, 2 de diciembre de 2005

 

Acabo de leer los testimonios de Marina y de Luis y he recordado que ayer, 30 de noviembre, hizo 31 años de mi salida de la Obra; si no fuera por ellos lo habría olvidado, como lo he olvidado en los años anteriores.

Bien, ellos me han hecho recordar un hecho muy lejano para mí y que tuvo unas características bastantes distintas a las reseñadas por Marina y otros participantes en esta web. Quizá sea conveniente exponerlas.

Yo vi claro que mi permanencia en la Obra tenía fecha de caducidad en 1972, después de asistir a cuatro tertulias de Escrivá en el Brafa: me colé en todas las que pude, porque necesitaba clarificar mis ideas. Y sí, efectivamente, las clarifiqué: vi a un Escrivá haciendo teatro, buscando el aplauso fácil, zahiriendo a quien se atrevía a hacer una pregunta fuera del programa, misógino hasta la médula (¿pues no dijo que una mujer con pantalones era “un mapamundi con patas de alambre”? Y la gente le aplaudió entusiasmada, claro). Un día, con más tiempo, os explicaré algunas cosas de estas tertulias...


Pero una cosa es ver que en la Obra tú no tienes cabida y otra decidirte a dar el paso definitivo: piensas que lo has de madurar más, que puedes equivocarte, y –sobre todo- que tienes personas que confían en ti y no las quieres fallar: yo llevaba un grupo de supernumerarias mayores, escasas de dinero, algunas viudas, en fin, de esas que sólo pueden aportar a la Obra su entusiasmo y su entrega. Aguanté por ellas, porque las quería.

Por otra parte, yo tenía mi trabajo profesional, creía que con él realizaba el apostolado que me pedían en la Obra y, más o menos, me lo respetaban. Bueno, recuerdo cuando me pidieron una lista exhaustiva de los libros que yo había leído en un mes, y coincidió que yo estaba preparando un libro de cuentos infantiles y les envié una lista con La Caperucita Roja, El Gato con botas, Hansel y Gretel... también puse el “Yo creo en la esperanza” de Díaz Alegría y un cuento de Alberto Moravia. Estos dos últimos me prohibieron leerlos, “quod erat demostrandum”, y me dejaron en paz.

En mi casa vivíamos 12 numerarias, la mitad profesionales jóvenes y la otra mitad numerarias mayores. Había un espíritu de apertura, de diálogo y de amistad: digamos que le teníamos “comido el coco” a la directora. Isabel de Armas sabe mucho de ello, era, por así decirlo, la líder del “movimiento”. En seis meses, Isabel, periodista, Montse, neuróloga, y Nuria, decoradora, que no vivía en la casa pero que estaba ligada a algunas de nosotras, dejaron la Obra. Entonces la delegación tomó cartas en el asunto y decretó que “prietas las filas” y todas en orden de batalla. Traducido: la directora me insinuó la posibilidad de dedicarme a dar clases en colegios de Fomento y, para apretarme más las clavijas, me encargaron de un grupo de supernumerarias jóvenes que sólo se podían atender por las mañanas, justo en mis horas de trabajo. Vale, mensaje recibido: quema las naves.

Recuerdo que el 24 de septiembre, festividad de la Merced en Barcelona, me pasé tres horas en la basílica, cerca del puerto, pidiendo con todas mis fuerzas ver claro. Salí diciendo “se acabó, es la hora”.

Y preparé la salida: hablé con mi hermano y le pedí que me ayudara a buscar un piso. Después de bastantes vueltas, encontré un pequeño tugurio amueblado cerca de mi lugar de trabajo. Entonces le dije a mi familia que dejaba la Obra, pero que pedía silencio porque todavía no lo había dicho a mis directoras: mi idea era comunicarlo el mismo día de mi marcha, para evitar conflictos. Pero mi hermana, asidua a un club de la Obra, lo cantó de inmediato a su tutora.

Consecuentemente, mi directora me llamó a su despacho para decirme que yo no era sincera con la Obra, que se habían enterado de que me quería ir y que me marchara ¡¡ya!!. Le contesté que paso a paso: que el piso no me lo daban hasta final de mes, que hasta final de mes no cobraba mi sueldo con el que contaba para empezar a vivir por libre y que, si me habían aguantado 13 años, 15 días no era tanto. Parece ser que la convencí, a ella y a las directoras de la delegación.

Me marché con toda discreción, fui sacando mis cosas (eran pocas) a horas en las que no había prácticamente nadie en la casa, sólo me despedí de dos numerarias mayores (las dos dejaron la Obra unos meses después) y cogí la puerta “quasi in oculto”.

La misma tarde de mi marcha fui a la delegación a entregar la carta: era la única condición que me habían puesto. Y la hice, claro que la hice. Recuerdo perfectamente el texto:

“Excelentísimo y Reverendísimo Monseñor José María de Balaguer y Albás, Presidente de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (Opus Dei)

Excelentísimo y Reverendísimo Señor:

Le comunico mi decisión de dejar de pertenecer a la Asociación Sacerdotal de la Santa Cruz (Opus Dei) en la que pedí la admisión como asociada numeraria el 8 de diciembre de 1961.

Firmado: Ana Calzada”

Bueno, a Rosario Ezcurra (directora entonces de la delegación de Barcelona) no le gustó mucho la misiva, porque insistió una y otra vez que cambiara la redacción. Me decía que en ella no pedía la dispensa de los votos, pero resultaba que, aquel año, nos había llegado una nota interna de Escrivá en la que indicaba que la Obra no quería votos y que, por tanto, el 19 de marzo los asociados no tenían que comunicar a sus directores si habían renovado o no sus compromisos. Por tanto, ¿cómo me podían dispensar de unos votos que no sabían si había hecho? Si los tenía –y, de hecho, los había renovado- eran votos privados, de los que me podía dispensar cualquier sacerdote diocesano. Como me puse en plan mula, al final cogió la carta y se despidió de mí diciéndome: “ya sabes, puedes contar con nosotros para cualquier ayuda –espiritual, claro está- porque material no podemos darte”. Y yo, que estaba en vena, le contesté que si ellos necesitaban cualquier tipo de ayuda, espiritual o material, que me era igual, que no dudaran en pedírmela. Vamos, no iba a ser mezquina...

Salí cansada, exhausta, me sentía tan vieja como si tuviera mil años, tan experta en el dolor como el enfermo en su agonía, tan derrotada como quien ha querido detener una inundación sacando el agua con sus manos, tan triste como quien ha visto morir a una persona amada, tan vacía como el que ha descubierto la falsedad de sus sueños, tan cabreada como cuando descubres que te han robado la cartera. Pero había un mañana; y lo empecé a vivir.

 

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