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 Tus escritos: Depre para mí, depre para ti, mucha depre veo por aquí (2).- SaturiaValentín

105. Psiquiatría: problemas y praxis
SaturiaValentín :

 

 

DEPRE PARA MÍ, DEPRE PARA TI, MUCHA DEPRE VEO POR AQUÍ (2)

 

2. Part One: muy mal debieron verme

(Aviso a navegantes: inserto mensaje de la SaturiaValentín del futuro, la que ya ha terminado el escrito y lo está releyendo, que se lo está flipando hasta ella por lo que viene a partir de ahora. *tono pachorrón* NO OS PREOCUPÉIS, que todo lo que aquí se cuenta, si bien fue así, hórribol total, está pasado y más que pasado. Nunca más volví a padecerlo. No sufráis. Ya pasó. Ya no hay pupita.)

Retomo mi relato anterior.

Al finalizar el segundo año del centro de estudios (en adelante ce), antes del semestre veraniego pre-asignación de centro, la mismísima directora me comunicó que se acabó lo que se daba. That's all folks. Y no sólo. Ni numeraria, ni agregada, ni super, ni copiguay, ni nada de nada, lo que se dice nada, ni ahora ni, previsiblemente, nunca. Madre mía qué mal debieron verme...  



No hace mucho, una profesional del ramo psicosanitario estuvo, por un comentario que yo le hice de pasada, revisando la medicación que tomé entonces (¿Qué tomaste? ¿Queeeeeee? ¿Añooooos? ¿Quieres decir años de los de 365 días cada unooo? ¿Coomooorrrr?). En el momento más álgido del asunto, esto es, durante gran parte de primero y segundo del ce, yo tomaba doce pastillas al día. DOCE. Lo recuerdo como si fuera ayer. Y recuerdo perfectamente, que en varias ocasiones, me preguntaron que cuántas pastillas tomaba al día y yo las conté mentalmente y dije: doce, para pasmo de mis interlocutores. Se me dirá que es imposible que todas fueran ansiolíticos, y es cierto: había dos que eran para subir la tensión, como parte integrante del programa “levanta ese ánimo, mujer, questonoesná”. Otras dos eran para dormir. Pues bien, según esta profesional, los psicofármacos que yo tomaba no eran meramente ansiolíticos, sino también antipsicóticos. Específicamente se suelen emplear en pacientes deprimidos y con trastornos psicóticos de pérdida del contacto con la realidad y alucinativos (ni que decir tiene que yo nunca tuve nada de eso). Una cosa fortísima y, vamos a ser claros, para gente que está un poco p´allá. Con razón no se los había visto yo tomar a nadie, nunca, ni antes ni después. Ahora lo entiendo todo.

Yo no sé si el facultativo de entonces (un psiquiatra marca Opus Dei, obviously) erró en el diagnóstico, pero con toda seguridad me sobremedicó. Y mucho. Y durante mucho tiempo. Años. Yo no necesitaba semejante tratamiento, pero tengo comprobado que con harta frecuencia así es la praxis Opus Dei: matar moscas a cañonazos. Porque si las podemos matar a cañonazos, para matarlas bien muertas, o más bien para que se mueran lo antes posible, para qué usar un matamoscas. Qué importan los efectos colaterales. Qué importa si se ponen como bolas, si se fatigan por todo, si no tienen ganas ni de respirar, si no pueden ni pensar (mira, mejor, menos problemas. Y de rebote, sextoynoveno solucionados). Qué importa si se le descalabran las neuronas y se escacharran sus conexiones. Qué importa si la gente se queda medio lela. Con lo cómodo que es dar pastillas y yastá. ¿Anestesia emocional? ¡Mejor! Así viven como robots. Como robots buenecitos. Voy a ignorar alegremente que tomar psicofármacos tochos durante años no es gratis.

(Anotación al margen: matar moscas a cañonazos, sin dárseles una higa de que los efectos secundarios de los cañonazos te estén machacando vivo, no sólo es praxis en el Opus Dei: es lo que en el Opus Dei se atribuye como praxis a Dios mismo. Sé que suena muy fuerte, pero, ¿cómo era aquello de “así hace Dios las cosas, da una en el clavo y ciento en la herradura”? Era algo así, ¿no? Pues es una barbaridad. Dios tiene mucha mejor puntería. Y además, es creer que Dios es como tú. Que piensa como tú. Es asignar tu modus operandi a Dios mismo. Dios no es tan torpe. Ni tan cafre. Dios no es como tú. No va dando cachiporrazos por donde le pilla, sino que hila fino. Muy fino. Fin de la nota al margen. Prosigamos.)

(No, no prosigamos, que me he acordado de otra cosa. A mí no me dieron el famoso Prozac, pero el famoso Prozac rulaba a mares poco después de mi partida. Y uno de los efectos secundarios del famoso Prozac, no muy frecuente pero que está descrito, son los orgasmos espontáneos y la erupción láctica. Por no hablar de los sangrados vaginales de buenas a primeras sin razón alguna (este sí es frecuente). Qué bonito y apropiado para un colectivo de mujeres en estricto celibato. Esta información me vino directamente de una numeraria. No digo más. A buen entendedor. Ahora sí, prosigamos.)

Yo me he preguntado muchas veces por qué esperaron al final de segundo año para echarme. Porque fue echarme: yo había renovado en marzo, y en junio me vienen con esas. Y además, faltando unos pocos días para irnos de semestre. Pasaron menos de tres días desde la comunicación oficial hasta mi salida, maleta en ristre, que no me dio tiempo ni de reaccionar. Esperaron hasta el último momento, vamos. Deberían haberme soltado ya al terminar primero, o al empezar segundo. El semestre entre primero y segundo fue glorioso (para la depre, no para mí). Pero no lo hicieron. Hice todo segundo. Visto y leído lo que sucedió con otras personas, me he planteado el porqué. Podían haberme largado acabado primero: eso ya pintaba suficientemente mal. No soy de posibles, ni lo era mi familia. Mucho menos descendemos de la pata del Cid. Lo único que se me ocurre es que yo era listina. Listina de 30 e lode. Así que debieron plantearse que igual merecía la pena esperar, a ver si mejoraba algo. Es la única razón que se me viene a la cabeza. Durante mucho tiempo pensé que no me querían dejar sola, pasando lo peor. Que querían esperar a que mejorase antes de darme el piro, por aquello de tratar bien a las personas y preocuparse por ellas. Pero luego me di cuenta de que, al año siguiente, y los siguientes, y hasta el final de la carrera, que seguía en tratamiento y en estado chunguete (yo estaba en la misma ciudad y la misma universidad), me ignoraron olímpicamente. Ni una llamada. Ni una. Nada de saludos al cruzarnos en la facultad. Mucho menos pasar a verme o quedar para un cafetito rápido. El vacío más total. Creo que es legítimo que me entren serias dudas.

Digo que era listilla porque ya no lo soy, o lo soy bastante menos. Es lo que tiene haber estado empastillada hasta las trancas durante años. Los psicofármacos pasan factura. Y si los tomas con profusión y alegría pa` tu cuerpo Macarena, en los años en que aún se está formando el cerebro y las conexiones neuronales, pos ya ni te digo. Os voy a dar un dato, así, en plan ministra: el cerebro termina de desarrollarse y madurar entre los 25 y los 30 años. Ahí lo dejo. En resumen: el tratamiento tipo melocargotodo, me dejó algo tonta, o por lo menos, menos lista. Ya, ya os oigo. Acabáramos. Ahora os explicáis muchas cosas. Lo sé. Yo también.

La depresión no empezó de repente. Ni tampoco acabó de repente. Estas cosas nunca son de repente, ni tampoco sencillas. Rara es la depresión que va ella solita y sin compañía. Yo ya tenía síntomas depresivos (incluyendo somatizaciones), pero muchos, antes del ce. Por ejemplo, pesadillas muy fuertes y llamativas. Las dos mayores pesadillas que he tenido yo en mi vida, en toda mi vida, pesadillas de las de despertarme llorando y seguir llorando todo el día, y el día de después también, las tuve siendo adscrita y en el curso anual. Caramba qué coincidencia. Ambas se referían a sobrellevar un fardo muy muy desproporcionado para alguien de mi edad. No se puede decir que después de contarlo a quien me preceptuaba hubiese una respuesta de cariño, atención afectuosa, al menos durante unos días. Me escucharon con atención y comprensión, por supuesto, pero sin darle importancia alguna. Se buscó una solución, no un acompañamiento (es defecto tan Opus Dei el de hacer, en vez de escuchar y acompañar). No se le dio ninguna importancia desde el punto de vista emocional ni psicológico. Ni se preocuparon.

Así que yo iba en caída libre, pero nadie lo vio. Quienes llevaban mi centro no sólo no lo vieron (¿cómo iban a saberlo, pobrecicas, ¡si solamente les abría mi alma de par en par cada semana! imposible... Ah, *mirada soñadora* ese curso de COU, qué recuerdos: se me juntó la presión vocacional pre-centro de estudios con el fin de curso / selectividad / qué carrera haré / enfermedad grave y operación a vida o muerte de un familiar / tener que encargarme del negocio familiar prácticamente sola… ¡Es que era imposible siquiera concebirlo!). Entonces, decíamos, no sólo no lo vieron sino que me apretaron las clavijas todo que pudieron (no será verdad que dejas de levantarte todos los santos días de Dios a las siete menos cuarto de la mañana y tirar para el centro a la oración y a Misa sin saltarte absolutamente ninguna norma hasta entrada la noche pase lo que pase y que no vea yo que bajan esas notas además trabaja lo que tengas que trabajar y todo ello tirando del carro tú sola), de modo que cuando entré en el ce no sólo tenía una depresión en toda regla, también comencé a tener anorexia.

¿Anorexia? ¿Eso no es lo de las que se ven gordas sin razón? ¿Pero eso qué tiene que ver? Pues tiene mucho que ver. Veamos si me explico. Hay trastornos que tienen un origen psicológico, y pueden no ser lo que parecen desde fuera. Pongamos por caso una cosa muy frecuente entre niños y adolescentes: autolesionarse. Los que os hayáis quedado con la cara torcida, antes de que me pongáis a bajar de un burro, sí, es un trastorno muy frecuente entre los niños y sobre todo los adolescentes. En el centro educativo de aquí, mi prole®, en cada aula, entre 2-3 alumnos se autolesionan de modo habitual, normalmente haciéndose cortes. Estamos hablando de un centro de enseñanza público de buena reputación y ubicado en el centro de una capitalcity, gente normalita por aquí, gracias. Bienvenidos al mundo real. Os doy un momento para procesarlo … (y ya de paso reflexionad profundamente sobre cuán difícil es ser padres hoy en día, que no te vale acudir a tu propia experiencia, tipo: cuando yo tenía su edad tal y cual y las cosas eran así y nunca hacíamos esto y lo otro. O sí lo hacíamos, lo que sea. No volváis a decir esas cosas a los que son padres ahora. Nunca. Mal. Mu mal. Caca.) Sigamos. Aparentemente si alguien se autolesiona será porque se odia a sí mismo, o porque le falla lo del instinto de autoconservación, que es uno de los instintos básicos y normales. Pero no, aquí el mecanismo es mucho más perverso. El mecanismo tiene que ver con el sufrimiento moral: yo soy un niño/adolescente, con pocos recursos psicológicos, por eso, porque sólo soy un chaval. Y me pasan cosas gordas que me hacen sufrir mucho (gritos en casa, mi padre pega a mi madre, mi madre viene borracha, mi tío me abusa, mi hermano se droga, mi padre se larga, mi madre tiene cáncer, me paso todo el día solo, me estresa tanta exigencia, todos me aprietan, no tengo amigos, nadie me comprende, sufro y nadie me hace caso… esas cosas) y yo, como soy un chaval, ese sufrimiento me parece ingente, no lo sé llevar, me supera, me sobrepasa. Da igual si para una persona adulta y equilibrada ese sufrimiento no es para tanto, basta con que a mí, un chavalete o chavaleta, me parezca ingente, no sobrellevable y que me supere. Pero, ah, el sufrimiento físico sí que me lo sé, sé cómo es y cómo se siente y cómo es el proceso. Así que, si me siento sobrepasado por un sufrimiento que no sé gestionar, pues voy y me hago un corte, que me duele, y me sangra. Ese dolor lo conozco, lo sé gestionar. Y es un dolor que se impone, se pone por encima del otro, es más perentorio. Así que en realidad es un dolor que me alivia. Ya me siento mejor, voy a curarme el corte.

Ni que decir tiene que todo este proceso es completamente inconsciente. Los chavales no formulan este razonamiento dentro de sus cabezas. Lo hacen por intuición. Ellos únicamente saben que sienten alivio al cortarse.

Pues lo de la anorexia es parecido, habrá quien sea anoréxico/a porque se ve gordo y quiere ser flaco y se le va la mano, pero en otros casos se emplea para intentar controlar algo. Así como la autolesión intenta controlar el sufrimiento, la anorexia intenta controlar lo incontrolable, por así decir. Y lo incontrolable para cada persona será una cosa (he conocido a varias personas anoréxicas y para cada una era algo diferente). Yo sólo puedo hablar por mí: yo, mi yo de 18 años, no podía controlar nada. Es cierto que hay cosas que nadie puede controlar, como las enfermedades de los demás, pero eso es relativamente fácil de aceptar. Pertenece a la racionalidad que eso está fuera de mi control, y lo acepto. No puedo decidir sobre la enfermedad como no puedo decidir qué tiempo va a hacer. Eso se entiende. Pero hay cosas, muchas, que deberían estar bajo mi control. Decisiones sobre mi vida, sobre mis actos, sobre lo que hago cada día. Las grandes (qué carrera hago, en qué creo, cómo veo la vida…) y las pequeñas (qué me pongo hoy, a qué hora me levanto, estoy cansada ¡voy a ver la tele!, se me acabó la crema de la cara, voy a comprar…). Y no lo están, todo está controlado y organizado por un modo de vida que se me ha impuesto. Cosas que se me están imponiendo bajo una premisa falsa: que yo firmé un cheque en blanco con catorce años y medio, que lo abarca todo, absolutamente todo, y es de naturaleza irrevocable (obviamente en ese momento yo no me daba cuenta de que la premisa era falsa, me la creía a pies juntillas). No sólo se me impone en todo momento qué hacer, se me impone además un estilo del que no me puedo salir (esto es algo que me fastidia muchísimo del Opus Dei: la imposición de un estilo. No vale ser un cristiano/a de lo mejorcito, requetepiadoso y rezumar santidad. No. Hay que serlo con un estilo determinado, porque si no, no vale. Cualquier cosa que se salga de ese estilo, grande o pequeña, no vale. Es que me revienta). Hasta se me imponen cosas que repugnan a mi razón: no puedes quedarte con este boli tan majo, te vas a apegar a él; ver a tu familia produce familiosis; hacer correcciones fraternas es el camino a la santidad; ser sirvienta es una vocación específica, Dios así lo estableció; ¡escándalo! esa falda te marca un poco el perfil cuando echas la pierna hacia adelante, ¡es ocasión de pecado!… Y no queda ahí la cosa. Además, todo este fardo que te echan encima, todo, lo que te gusta y lo que no, lo que llevas bien y lo que odias, lo que entiendes y lo que es incomprensible, todo, lo tienes que querer. Querer en el sentido de la voluntad, y también en el sentido del amor. No puedes decir, ni sentir, que te lo imponen. Tienes que decir que lo quieres tú, y además, quererlo. En ambos sentidos.

Y aquí entra en juego la anorexia: en algún lugar al fondo de mi psique, muy, muy abajo, de un modo completamente inconsciente, mi cerebro reptiliano (o como lo queráis llamar) dijo: yo quiero controlar algo, lo que sea. Necesito sentir que controlo algo. No me hace falta que sea grande, pero tengo que controlarlo solo yo. Como esta taruga de la SaturiaValentín consciente ni se plantea vivir sin rectitud de intención o engañar un poquito, hay que buscar algo imposible de controlar externamente. Algo en lo que sólo mande yo y no me puedan obligar. ¿Qué está exclusivamente bajo mi control? Pues no comer. Ojo, no el comer, el comer no me vale, porque lo normal es comer, y además cuando como, tengo que comer lo que deciden otros, cuando deciden otros, donde deciden otros y como deciden otros. El no comer, eso es lo que puedo controlar solo yo y nada más que yo. Así que sí, la anorexia tiene mucho que ver como trastorno asociado a la situación que yo vivía y a la depresión. Todo que ver. Espero haberme explicado bien.

La misma profesional que examinó mis viejos psicofármacos, se lo flipó con que yo hubiera tenido anorexia (menudo día le di, no salía de su asombro). Porque no tengo los antecedentes que suelen tener las personas que padecen anorexia, ni psicológicos, ni de personalidad, ni de situación familiar. Pero tuve anorexia, vaya si la tuve. Llegué a estar quince kilos por debajo de mi rango de normopeso. Y eso es grave, porque no soy alta. Casi un año en amenorrea, ahí es nada.

Cuando en el primer año del centro de estudios, en Navidad, tuve que ir a mi ciudad (no se pudieron negar por razones económicas. Si desatiendes el negocio, no hay money. Sin dinero no hay rock and roll. Le fric, c´est chic. E così via.) (Claro que, ahora que lo pienso, igual fue por darme un respiro) (espera, no, darte un respiro es mandarte de vacaciones a la playa, no mandarte a jornadas de trabajo de 12 horas y luego al centro a hacer la hora santa. Y al día siguiente levantarte a las seis y media, y vuelta a empezar. Vale, no he dicho nada), pues una vez en mi ciudad, digo, a mi madre se le saltaban las lágrimas de verme. Me preguntó qué había pasado con las tres cajas enormes de complejos vitamínicos de todo tipo que me había mandado en octubre, que le habían costado una pasta gansa. Obviamente, como eran un regalo, y además constituían una decisión sobre mi propia salud, los tuve que dejar en dirección. Pues bien, la decisión fue que NO ME HACÍAN FALTA. No me los devolvieron ni los volví a ver. Ni vi que se los tomara nadie más. Pienso que los debieron de tirar. Y le tuve que decir a mi madre: ¡que no, tonta!, ¡si no me hacen falta! ¡qué cosas tienes!, mientras se me marcaban las escápulas a través de la ropa. La de invierno.

En fin, con respecto a la anorexia, empeoró antes de mejorar. Pero no os preocupéis, en segundo ya empecé a comer. Es lo que tiene tomar unos psicofármacos de caballo, que ya de suyo tienen el efecto secundario contrario. Sin embargo, la depresión me duró unos tres años más, siempre disminuyendo de a poquitos. Recuerdo con especial horror el primer año después de salir, pues no sólo tomaba casi lo mismo, sino que además estaba muy sola, y por la salida tan abrupta e inesperada, pasé una especie de “síndrome de abstinencia” del modo de vida numeraril que me habían estado marcando a fuego hasta entonces. Yo no disfruté el “soy libre” de después por el modo en que salí. En que me salieron. Todo lo contrario.

De la depresión se sale, amigos, pero se sale si te dejan salir. Y es fascinante, porque salir de una depresión no solamente es curarte de una enfermedad. Es salir de una cárcel, y conocer a alguien muy interesante: tú mismo. Esto es particularmente cierto (y arduo), cuando sólo has conocido la depresión, porque tu infancia fue así como medio triste, y ya en tu adolescencia entraste en depresión clínica. La tarea de encontrarte contigo mismo y con el mundo que te rodea es larga y ardua.

 

Capítulo anterior

1. Introducción

 

Próxima entrega: Part Two: de lo que se siembra, se recoge

 




Publicado el Monday, 11 December 2023



 
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