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 Tus escritos: Rejalgar, barruntos, encomendar, pitar...- Gómez

070. Costumbres y Praxis
Gómez :

 

Rejalgar, barruntos, encomendar, pitar... palabras que no eran nuestras

Gómez, 6/12/2023

 

En el Opus Dei fui aprendiendo una buena cantidad de palabras y expresiones, muchas de ellas para usar solo internamente, rejalgar, barruntos, disciplinas, cilicio, buena pinta, encomendar, no perseveró, enmendatio, pitó, bendición de viaje, pax, in æternum, compelle intrare, cavalcavía, cortile vecchio, soggiiorno… Hablaba en latín a toda hora y me sabía el Pangue lingua mejor que Mocedades. Uno terminaba asimilando mucho léxico y mucha forma de hablar a la italiana y a la española, sin llegar a morderse la lengua para pronunciar la c y la z, que en Colombia pronunciamos como s, pero sí hasta usar voces desconocidas en este país, como hucha, que llamamos alcancía, o chicos, que en ese tiempo traducíamos por muchachos, por no hablar de los verbos compuestos españoles, le han dado de baja, que reemplazaban a los simples colombianos, lo dieron de baja...



Eran los años 70. Pepe Albendea había llegado después de don Teodoro Ruiz (1951), Ángel Jolín, médico, y don Aurelio Motta Bru, que fueron los tres primeros numerarios que arribaron a estas tierras tropicales. Pepe, a quien yo recién pitado le decía «doctor Albendea», fue uno de los cinco numerarios españoles becados por el gobierno colombiano para estudiar en la Universidad Nacional (Bogotá), donde se graduó de abogado y aprendió a hablar santafereño como el más exquisito de los cachacos. Abandonó la c y la z, optó por arrastrar la r, empezó a saludar «¡ala, cachifo, ¿cómo estás!» y a decirles a las señoras que lo saludaban “¡encantado de conocerte, ala!». Usaba gabardina y zapatones, jugaba fútbol, prefería la aguapanela con queso a la tortilla de huevo con cebolla y era hincha del Santa Fe. A finales de los 60 había sido administrador regional, luego estuvo en alguna compañía de seguros a la que lo había llevado un supernumerario amigo y más adelante fue rector del Gimnasio de los Cerros, obra corporativa para la educación de los niños bien de Bogotá. Pepe se enorgullecía de haber adoptado esa forma de hablar, más bogotana que la del mismísimo Rafael Pombo, el de Rin Rin Renacuajo, y decía que eso era verdaderamente «hacerse todo con todos para ganarlos a todos».

Cuando el padre vino a la vecina Venezuela, y fuimos a verlo en febrero de 1975, advirtió que los numerarios españoles llegados a esas ricas tierras petroleras habían hecho lo propio. Hablaban como maracuchos o caraqueños, le decían lechosa a la papaya, pivote a la caneca, chamos a los chicos y hasta se comían algunas eses finales, «gracia y adió», a pesar de haber nacido y crecido en la península ibérica. Los demás españoles laicos y sacerdotes que vinieron a Colombia conservaban su jota gutural, sus ces y sus zetas, lo cual resultaba ventajoso en estas tierras, donde un europeo siempre era visto desde nuestra perspectiva criolla como un ser superior, al que hay que creer y obedecer o al menos respetar mucho.

Nosotros, mientras tanto, aprendíamos más latín, italiano y español. Barruntos no es palabra familiar. Yo solamente la he oído relacionada con la llamada divina del padre. En este rincón del mundo hablábamos de pálpitos, presentimientos o corazonadas, pero nunca de barruntos, que nos sonaba más a acné juvenil que a vocación sagrada. Lo de buena pinta se manejaba estrictamente en el ámbito de la labor apostólica, pues todos los candidatos a numerarios debían tenerla. Más allá de ese entorno, ningún hombre decía de otro que tenía buena pinta, pues podía sonar mariposón o a franca salida del clóset. Y eran otros tiempos. En cambio, en tertulias y listas de san José era lugar común. «Tiene buena pinta y estudia en la Universidad de los Andes», «tiene buena pinta y vive en el Chicó», «tiene buena pinta y es hijo de general» podían ser las descripciones más vendedoras del mundo mundial.

Lo de pitar me ha dejado turulato en estos últimos tiempos, pues a los colombianos que íbamos a Pamplona en los 70 nos advertían de que en España no habláramos del «pito de los carros», sino de la «bocina de los coches», pues lo primero podía causar escalofrío al más malhablado de los ibéricos. Sin embargo, el verbo pitar, lo que se hace con el pito, en nuestro léxico suramericano, era de uso diario en los centros de la Obra. Esa advertencia iba de la mano de otra en la que nos recomendaban no preguntar al entrar al salón de clase «¿dónde me hago?», sino «¿dónde me ubico?», y en el restaurante no zafarse con un «me provoca una paella», sino «me apetece una paella». Para estas últimas no necesito ninguna explicación. Para la de pitar, sí, si alguien de ustedes es tan amable.

Antes de terminar, permítanme otro recuerdo. Cuando estaba en el Centro de Estudios fue a darnos la meditación de la mañana algún día normal don Aurelio Motta Bru. Para entonces ya era una persona mayor y había sobrevivido a don Teodoro y al doctor Ángel Jolín. Durante la meditación habló de algún personaje ejemplar que no había perseverado y como disco rayado siguió mencionando numerarios que habían hecho algo bueno y ejemplar, digno de que nosotros lo conociéramos, "pero no habían perseverado". No sé cuántas veces dijo que Equis o Ye "no perseveró". No las conté, pero fueron muchas. Lo cierto es que después de esa meditación y de la misa que celebró enseguida, nunca más lo volvimos a ver en el país.

Termino con la palabra rejalgar, que tanto aparece en estas páginas, y que efectivamente oí durante los años en que fui numerario. No la usé nunca, pero la oí con frecuencia en los medios de formación. No la conocí en mi familia, ni en el colegio, ni en la cuadra ni de parte de ningún predicador carmelita de los de la iglesia de mi barrio. Me sonaba a rejo, palabra con la que amenazaban a los niños de mi época cuando no había libre desarrollo de la personalidad ni psicólogas, sino palo, cable y rejo. Rejalgar podría ser algo así como una buena dosis de rejo, ¡una muenda! Años después, ya lejos jurídica y emocionalmente de la Obra, se me ocurrió averiguar qué es rejalgar, y descubrí que, por una parte, es un mineral, relacionado con arsénico y azufre, y calificado como veneno, y de otra, una planta de la que se saca un aceite purgante. Esta planta se llama también sandáraca, higuera del infierno y ricino. ¡Y ahí estaba la palabra clave!, ricino, una amenaza para los niños colombianos de mi época, pues el aceite de ricino era apenas comparable con el aceite de hígado de bacalao, comercialmente Emulsión de Scott, ninguno de los cuales faltaba nunca en casa. Ricino, ¡qué asco! ¡Esa era la palabra que nos hubieran asustado a todos a este lado del Atlántico!

Gómez 




Publicado el Wednesday, 06 December 2023



 
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