Tomás Anderson es un joven de 16 años. Su familia se cambió de casa y lo pusieron en un nuevo colegio, un “colegio Opus”, de esos que destacan académicamente y que se venden por tener “muy buena formación” y por estar compuestos por “buenas familias”. Su familia es católica, y siempre se vio en la dificultad de ir contra corriente en su ambiente, sin una formación muy sólida en materias de fe. Tomás tiene sus defectos, pero es inteligente, amable, generoso. Todo se ve prometedor en su vida: tiene capacidades para ser un gran profesional, un desarrollo más o menos sano, un grado de madurez considerable para su edad, herramientas para desplegar su potencial en diversos aspectos de su vida y, por supuesto, una avidez por conocer y vivir más a fondo su vida espiritual, ahora que puede hacerlo…

Para Tomás el Opus Dei es algo nuevo, que se presenta como maravilloso, como una entidad perfecta: formación, cuidado de la liturgia, cariño humano, cercanía… Comenzó muy entusiasmado a asistir al Centro Cultural Neb. Allí pudo conocer y estar con nuevos amigos que no sentían vergüenza de su fe, además de formarse, conocer más de cerca al cura, hablar con el numerario que le tocó, con el que se lleva muy bien. Ese numerario se llama Morfeo; es un estudiante que se encuentra en su último año en la universidad, brillante, muy cercano y divertido, bueno para el fútbol, ávido lector de Tolkien… en fin, un personaje muy completo, que generaba gran admiración entre los impúberes que asistían a los medios de formación de la Obra.

El cura, por su parte, tenía también una personalidad atractiva: tocaba guitarra, era muy culto, era atento, muy rezador, muy delicado con la Eucaristía, sabía latín… era un buen cura, pero lo más llamativo es que estaba rodeado como de un aura especial, como de una especie de don que lo presentaba frente a otros ―aunque él nunca lo haya dicho― como el Oráculo, como una pitonisa capaz de discernir por ti tu propio destino.

En ese momento, Tomás tiene un listado de frentes en su vida ―pocos, como todo adolescente―, pero poco a poco comienza a dedicar más tiempo a Neb, el centro, y así su vida empieza a girar cada vez más en torno a la Obra. Falta a una fiesta para ir a un partido de fútbol a Neb y a la meditación del sábado; otra semana llega tarde a una comida familiar por haber ido a hacer una visita a los pobres con Morfeo; en otra ocasión se encontraba en Misa… Sus padres, por supuesto, muy contentos de verlo tan feliz, a pesar de estar menos con él en casa. Tomás realmente se siente a gusto en el centro: encontró personas que se muestran cariñosas, que parece que lo entienden, lo quieren y le ayudan a mejorar. Está feliz, y parece haber encontrado algo que le diera una dirección a su vida, una entidad a la que gustosamente entraría, quizás en algún futuro que parecía lejano aún. El Opus Dei es como una cebolla, con muchas capas. Tomás conoce solamente la cáscara, con su color y su textura, pero le parece agradable desde fuera.

En una de sus cada vez más frecuentes conversaciones con el Oráculo, surgió un tema nuevo. El cura llevó la conversación al futuro de Tomás, a sus ideales, a conocer qué quiere Dios de él… Tomás, que nunca se había planteado nada que pase de una vaga proyección a vivir más o menos como su padre, no parecía comprender del todo la pregunta, aunque no le escandalizó. Y el oráculo lo llevó a pensar en apuntar alto y con generosidad, incluso pareció ridiculizar un poco esa vaga proyección con la que veía su vida, como si aspirar a las aspiraciones corrientes de un hombre corriente fuese poco generoso, como si fuese un “horizonte estrecho”. Y en esa conversación, como que no quiere la cosa, le insinuó: “quizás Dios te pide que seas un numerario de la Obra”. Y aunque la conversación no pasó de un “quizás”, y nada más, entró una idea en su cabeza, una idea según la cual tenía el deber de enfrentar la vida dando todo lo que pudiera. Pero, sobre todo, una idea que lo quemaba por dentro, ansiosamente: la idea de saber qué es la Matrix, la idea de entregarse por entero y dejarlo todo por un ideal noble. Solamente le dejaron una pista (como si le hubieran dicho “sigue al conejo blanco”), pero ya era suficiente para que su curiosidad adolescente, su generosidad y su idealismo hicieran el resto del trabajo.

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