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 Tus escritos: Quiero contarte mi experiencia. Para Estrella.- Ananaru

010. Testimonios
ananaru :

Querida Estrella:

 

El viernes por la noche leí tu mensaje y, posteriormente, todos los que habías enviado a la web. Y me provocó una tristeza enorme, que ha hecho que haya estado todo el fin de semana pidiendo a Dios por ti.

 

Yo no sé lo que Dios quiere de tu vida. El simple hecho de insinuarlo sería una pretensión por mi parte. Pero, gracias a Dios, sí que sé lo que quiere de la mía, y por eso quiero contarte mi experiencia.

 

Cuando yo pité todos mis hermanos ya eran numerarios. De hecho, a mí no me tuvieron que plantear la vocación. Yo solita me la planteé al ver a mis hermanos. Sin embargo, para cuando me llegó el momento de irme al Centro de Estudios, ya todos mis hermanos habían vuelto a casa de mis padres, y allí me fui yo, con el peso de darle a Dios la fidelidad que no le habían dado ellos (eso fue lo que me dijeron cuando el primero de ellos lo dejó)...



Estuve en la Obra casi diez años. Desde el segundo mes ya no lo vi, pero me hablaban de ser fiel, y yo repetía “quiero ser fiel, quiero ser fiel, quiero ser fiel”, cientos de veces al día.  (creyendo que era una oración, aunque la psiquiatra supernumeraria que me atendió el último año me dijo que era una repetición obsesiva, o algo así, y no una oración). Yo pensé que, si no era lo mío, las directoras, que tenían gracia de estado, tendrían que verlo, y no debían dejarme dar más pasos, pero lo que veían es que yo tenía una vocación clarísima, y así pité de numeraria a los 16,5, hice la admisión a los 17 y con la oblación recién hecha me fui al Centro de Estudios. Recuerdo que todo para mí era difícil: las normas, el apostolado, la charla, los círculos, todo. Pero yo luchaba para darle al Señor la fidelidad que no le habían dado mis hermanos, y por todos lados (sacerdote secretario, delegación, centro) me decían que debía ser fiel. Mi meta era hacer la fidelidad cayera quien cayera (mis hermanos lo habían dejado antes). Pero antes de hacerla, el Señor me concedió la gracia de toparme con una directora que me quiso de verdad y que no lo veía (aunque yo eso en aquel momento no lo sabía). Me retrasaron la fidelidad seis meses (¡yo ya llevaba ocho años y medio!), y eso me hizo sufrir lo indecible. Seguí dejándome la piel por ser fiel, y cumplido el plazo me la volvieron a retrasar otros seis meses. Y un año más tarde de cuando debía haber hecho la fidelidad me llamaron de la delegación para decirme que mi camino claramente era el matrimonio. Y me tuve que ir.

 

Cuando me fui estaba desconcertada. No entendía cómo ahora no tenía vocación, cuando durante tantos años me habían dicho que sí. Además, llevaba seis años fuera de mi ciudad, mis hermanos se habían casado en ese tiempo, mis amigas (¡cómo se portaron, con el poco caso que les hice esos seis años!) no sabían tampoco cómo integrarme en un mundo que hacía mucho tiempo no era el mío (además que todas tenían novios). Y la Iglesia era una auténtica  desconocida. Para mí, hasta ese momento, la Iglesia y la Obra era lo mismo, y me habían enseñado a mirar con recelo cualquier realidad de la Iglesia que no fuera la Obra.

 

Se me pasó por la cabeza dejar la Iglesia, y si no lo hice fue por miedo al infierno. Yo tenía claro que Cristo era el Hijo de Dios, y que habían fundado la Iglesia, y por tanto yo de ahí no me podía mover. Pero sentía un peso enorme. Me preguntaba que por qué me había tocado a mí tener que conocer la Iglesia. Y tenía una envidia enorme del Buen Ladrón, que había hecho en su vida lo que le había dado la gana y en el último momento se encontró con Cristo y se fue al Cielo. Es un poco lo que tú decías en uno de tus escritos (no lo tengo delante pero decías más o menos: me quedo en la Obra, aunque tenga que pasar unos cuantos años fastidiada para ganarme el Cielo.

 

Por no dejar la Iglesia, empecé a ir un grupo de la parroquia, y al año me invitaron a una peregrinación. A mi madre, supernumeraria, le pareció fatal (¡chicos y chicas durmiendo juntos!), y por más que yo le explicaba que era algo de la Iglesia no entraba en razón, así que hice algo que no había hecho en mi vida. Le dije: mamá, soy mayor de edad, me voy. Y lo que sucedió en aquella peregrinación fue algo que no se puede contar con palabras. Allí conocí a un sacerdote que me impactó como en mi vida, y me dije: yo quiero ser como ése. Quiero mirar como mira él, rezar como reza él, querer como quiere él. Me lo pasé como en mi vida, y volví con una alegría que la última vez que la recordaba fue la primera vez que hice un rato de oración, un año antes de pitar.

 

A la vuelta de la peregrinación (estaba feliz) fui a misa temprano, y rezando después de misa se me pasó una idea por la cabeza imposible: ¿Y si en la Obra se hubieran equivocado? (yo por entonces buscaba novio desesperadamente para casarme, tal y como me habían dicho) ¿Y si el Señor me siguiera queriendo para Sí? En aquel momento me entró un pavor tremendo por dos motivos. Uno, porque yo había sufrido mucho, y no tenía ganas de volver a sufrir. El segundo, porque había aprendido a mirar con recelo a las órdenes religiosas y sus votos, y no me apetecía nada (me parecían ñoñas, y los votos algo inútil, porque ni botas, ni votos…). Pero le dije al Señor: Señor, Tú conoces mi vida mejor que yo, y sabes lo que me puede hacer feliz mejor que yo, y aunque yo no quiero votos, si eso es lo que Tú quieres para mí, yo te digo que sí.

 

Lo que me sucedió en aquél momento es algo indescriptible. Desde entonces comprendo el evangelio de la samaritana: un agua que brotará hasta la vida eterna. Eso fue. Una alegría que empezó a manar como de una fuente y aún brota hoy con la misma fuerza (hace ya doce años de esto). Y a partir de ahí empecé a buscar. No fue fácil, ya que no me atraía nada, y yo estaba cierta que lo tuviera que ser tenía que producir en mí un atractivo. Seguí yendo a las misas de este sacerdote que había conocido en la peregrinación (aunque no había hablado con él, sólo lo había visto), y al cabo de los meses me decidí a hablar con él. Poco a poco nació una amistad, y al cabo de un año, a través de él (aunque no directamente, ya que él era discretísimo respecto a mi libertad) conocí un movimiento y al cabo de los años me planteé entrar en la asociación de laicos consagrados de ese movimiento (entré hace cuatro años).

 

Y te puedo decir que no hay nada mejor en la vida que darle la vida a Cristo. No me cambiaría por nadie del mundo. No creo que pueda haber mejor vida que la mía. Y no significa que mi vida no tenga miserias y pecados, pero la gracia los atraviesa y hace que sea Cristo el que brille en mi vida. Puedo decir con la cabeza bien alta que soy feliz. Y la gente a mi alrededor lo nota, aunque no les diga “Cristo”. Y a veces me preguntan, y unas pocas me siguen. No hago apostolado. Simplemente disfruto de la gracia, de la vida de Cristo, de la vida de la Iglesia. Disfruto de lo que el Señor me da: de mi familia, de mis amigos, de mi comunidad, de mi trabajo. Y no me preocupa nada más. Porque, como bien dice un amigo mío, sólo hay un modo de transmitir el cristianismo: por envidia. Cuando uno está fastidiado y ve a otro que tiene sus mismas circunstancias y está feliz, inevitablemente le pregunta: ¿Y tú, qué tienes? Así se extendió en un inicio, y es el único modo de extenderlo hoy a otros.

 

¿Por qué te cuento todo esto? Porque lo que dijo el Papa en el inicio de su pontificado es cierto: “Cristo no quita nada, lo da todo”. Porque lo del ciento por uno existe (te lo digo yo, que lo disfruto día a día hasta en las cosas más pequeñas y en cada una de mis relaciones, incluso en aquellas que me resultan más difíciles), y si no lo percibes es porque algo no funciona. No es una cuestión de generosidad. El Señor se lo da todo a los que disfrutan de Él, no a los que son generosos. Y si no disfrutas, es que quizá no Le hayas encontrado, por muchos círculos que des sobre Él. Yo di cientos de círculos, y sin embargo no Le encontré hasta el 25 de octubre de 1995, a eso de las 8 de la mañana, y no se me dio por entero (vi la vocación) hasta tres días más tarde, el 28 de octubre, a las 9:00, en el segundo banco del tercer bloque de bancos de la derecha de mi parroquia. “Era cerca de la hora nona”.

 

Pido por ti. No porque dejes o sigas en la Obra (si no es porque para ti es muy muy duro, te diría que es lo que menos me importa). Pido para que encuentres lo que encontró Zaqueo, o la samaritana, o el ciego de nacimiento. Y disfrutes de lo mismo que ellos encontraron. Porque ¡qué duro es vivir sin Cristo! Yo no necesito a Cristo para vivir cristianamente, sino para vivir. ¡Para vivir humanamente! Ahora pienso en el Buen Ladrón y digo: ¡pobre diablo! ¡qué vida tan dura debió pasar! ¡gracias, Señor, que en el último momento tuviste piedad de él!

 

Ananaru




Publicado el Monday, 14 April 2008



 
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