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 Correos: Para Jacinto Choza: Rejalgar.- Alberto

010. Testimonios
Alberto :

Querido Jacinto:

 

Acabo de leer tu último envío a Opuslibros, sobre "la maldición del rejalgar", y me gustaría darte mi opinión. Las líneas que siguen podría enviarlas directamente a Opuslibros. Pero me ha sucedido varias veces que he enviado correspondencia que luego no ha salido publicada, no sé si por algún problema informático (aunque probé a mandarla desde varios ordenadores), o porque alguien consideró que no eran pertinentes. Por ese motivo, desistí de seguir enviando cosas, y por eso también ahora prefiero escribirte directamente a ti, a título personal y privado*.

 

Como sabes, yo nunca he sido miembro del Opus Dei bajo ninguna categoría, aunque durante mi primer año de carrera tomé parte en las diversas actividades religiosas que el Opus Dei ofrece (círculo, dirección espiritual, confesión, meditaciones, charlas, etc.). Esa participación la corté en el momento en que me propusieron hacerme numerario. No la corté inmediatamente, porque, como tú explicas de ti mismo en tu escrito sobre el rejalgar, el espíritu, como la materia, también está sujeto a la ley de la inercia, y sigue practicando sus hábitos hasta que el impulso de la fuerza inicial, cuando deja de ser ejercido, poco a poco va cediendo a otra fuerza que, también en el mundo del espíritu, opera siempre, la fuerza de la gravedad, es decir: se cae por su propio peso. En mi caso, la propuesta de ingreso me la hicieron justo después de Semana Santa (después de que el insistente acoso para que yo viajara al UNIV fracasara), y yo seguí asistiendo al centro del Opus Dei, que era Torre II, hasta fin de curso. Con las vacaciones me marché a Huesca con mi familia y mis amigos, y cuando regresé a Pamplona en septiembre, lo hice ya con un distanciamiento y casi hasta con un olvido absoluto del Opus Dei: jamás volví a poner los pies en Torre II. Por otro lado, en cuanto quedó claro que yo no ingresaba en la Obra, el numerario que me había estado acompañando cortó también toda relación conmigo y ya no volvimos a tener ningún trato.

 

Por todo esto, puedo decir que tuve una experiencia personal del Opus Dei, pero que no fue ni muy prolongada (un año), ni muy intensa (salvo los tres o cuatro días en que se desató en mí la "crisis de la vocación", de la cual también te hablé).

 

Hace unos meses cumplí cuarenta años, y a lo largo de mi vida he tenido varias veces la experiencia clarividente, vívida e intensa de que, todo lo que me han enseñado, no sirve para nada; de que todos los valores en los que he estado viviendo, han dejado de valer y ya no sirven, han sido reemplazados, superados y desbordados por valores nuevos, por mundos nuevos, por generaciones nuevas, y en esa misma medida, yo mismo me veo reemplazado, superado y rebasado por mundos nuevos, por generaciones nuevas. Es la experiencia de darse cuenta de pronto de que el mundo del cual se procede ha dejado de existir, la experiencia de una extrañeza y un distanciamiento moral absoluto, que viene acompañado de una nostalgia muy fuerte hacia un tiempo y un mundo que ya no existen. Una experiencia así trae consigo melancolía, evocación y a veces tristeza, pero no comporta ninguna posibilidad de arrepentimiento, porque ese mundo y ese tiempo de los cuales a veces siento nostalgia, yo no los he abandonado y siempre me mantuve fiel a ellos, sino que ellos se me han ido.

 

Ésa no es la experiencia de la que tú hablas en tu escrito. Esa experiencia que tú describes es más bien la de gente que en un momento dado, por propia decisión, abandona lo que hasta entonces ha sido su mundo, y cuando se siente perdida en un mundo nuevo, se da cuenta de que ya no puede regresar. Su mundo anterior sigue existiendo en alguna parte, es más, sigue existiendo donde siempre estuvo, pero ellos no pueden regresar porque una vez que han salido de él, han quedado marcados por el estigma de la traición. Pero desde el momento en que el paso de salida fue una decisión tomada por ellos, existe ya la posibilidad de arrepentirse, y si ese arrepentimiento lo vuelven sobre sí mismos, acabará gestando en ellos la conciencia de traición y de ser unos traidores, y es entonces cuando sentirán que la "profecía del rejalgar" se ha cumplido. El sentimiento de que la "profecía del rejalgar" se ha cumplido es en parte la experiencia de la equivocación, de haberse equivocado, de haber cometido un error, y en parte es la sensación de ser un traidor, pero una sensación cargada además de tintes religiosos, sobrenaturales y eternos...



Hay dos modos de consolar al desgraciado: sacándolo de la desgracia nosotros que estamos fuera de ella, o viniendo hasta él y poniéndonos en su lugar, dándole compañía para que al menos no se sienta solo.

 

Cuando, como es tu caso ahora, uno conoce personas que están sufriendo en sus carnes la "profecía del rejalgar", lo fácil es darles ánimos y enseñarles experiencias ajenas con un final feliz, como es el caso del propio Sátur. Eso es lo fácil, pero precisamente por eso, no sirve de nada, ni da ningún consuelo. Incluso puede desanimar todavía más, si uno piensa que la desgracia en que se ve sumido es merecida.

 

Para ayudar a "los malditos del rejalgar", lo primero que hay que hacer es entenderles, ponerse en su lugar. Y para entenderles, lo primero que hay que pensar es que, cuando uno toma una decisión, cuando uno da un paso, siempre es posible que eso salga mal. Cuando uno abandona el Opus Dei porque no se encuentra bien en él, es muy posible que después le vaya peor. Igual que no es una verdad la "profecía del rejalgar", tampoco es verdad que fuera del Opus Dei a uno forzosamente le irá mejor.

 

En cómo le vaya a uno al abandonar el Opus Dei, intervienen dos tipos de factores: en primer lugar, la suerte que tenga, y sobre eso no tenemos ningún control; en segundo lugar, su propia capacidad de "recomponerse la crisma", pero sobre nuestras propias capacidades también tenemos sólo un control limitado. Pero en cualquier caso, hay que tener siempre presente que es muy posible que fuera del Opus Dei a uno le vaya realmente mal, y que en tal medida uno pueda arrepentirse de haber dejado el Opus Dei, y también es muy posible que esa sensación de arrepentimiento se acabe transformando en autorreproche, en autoacusación, y por tanto, en autocondenación. Y entonces, cuando luego las cosas salen mal, uno encima se ve forzado a reconocer que el paso no sólo lo dio él sin permiso de nadie, sino que encima los otros le avisaron para que no lo hiciera. Y ese aviso no fue sólo una advertencia: fue una profecía, que ahora se cumple. Y encima una profecía pronunciada no desde el resentimiento ni desde el reproche, sino desde el amor que nos tenían y su preocupación hacia nosotros. Cómo no sentirse un tonto. Cómo no sentirse un desagradecido. Cómo no sentirse un traidor. Cómo no sentirse un miserable. Cómo no sentirse un condenado y un maldito. Cómo no sentir que la "maldición del rejalgar" no es una profecía, sino un axioma matemático.

 

No hace falta que todo fracase estrepitosamente. Basta con que una menudencia no salga del todo bien, y la "maldición del rejalgar", que nos acompañaba a todas partes como una sombra que rehuíamos mirar, como un remordimiento inconfesado, colgando sobre nosotros como una espada de Damocles cuando abandonamos o nos distanciamos del Opus Dei, caerá sobre nuestras cabezas con la inexorabilidad de una ley física, de un axioma matemático, o de uno de aquellos axiomas gnoseológicos que alumbraban la mente de Leonardo Polo en sus tenebrosas noches de insomnio. Las profecías, como las leyes y los axiomas, porque sirven a la verdad y ésta no tolera componendas, no conocen la clemencia.

 

Todo aquel que no tiene un carácter resuelto y que es propenso a las indecisiones (y el Opus Dei, sustrayendo a los hombres su capacidad de tomar decisiones y de hacerse responsables, los vuelve personas irresueltas), sabe hasta qué punto lo que por azar resulta mal, aunque ese azar no haya estado en nuestras manos, suscita arrepentimiento, y también sabe con qué facilidad ese arrepentimiento se transforma en autorreproche... y en autodesprecio.

 

Y en el caso de Escrivá y la "maldición del rejalgar", a esta dinámica psicológica, que de todos modos se activa por sí misma, se le suma un segundo aspecto. El profeta no es el promulgador de la profecía: es sólo la voz que hace audible para nosotros el designio divino. Al profeta no cabe hacerle ningún reproche, porque él no tiene ninguna culpa de que Dios quiera que las cosas sean así. Por eso, como nuestra indignación no podemos dirigirla contra el profeta, y como tampoco se nos ocurrirá volverla contra Dios, entonces, o bien nos la tragamos y nos damos por escarmentados, o bien la dirigimos contra nosotros y nos autodespreciamos.

 

Autodespreciarse significa pensar de sí mismo que a uno no se le debe ningún aprecio, que no se es merecedor de ninguna estima, que uno no posee ninguna dignidad que deba ser reconocida. Por eso uno no tiene ningún derecho a lamentarse de lo que le sucede, es más, eso que le está sucediendo no es ya sólo una mala suerte, sino que es lo que se merece en toda justicia. Entonces, cuando con base en esa conciencia de que uno no es digno de nada, uno reconoce la justicia de lo malo que le está sucediendo, sentirá que su única dignidad puede consistir ya en ponerse de parte de esa justicia, y encontrará alivio psicológico aplicándose e infligiéndose esa justicia a sí mismo, es decir, autocastigándose.

 

En su forma más mitigada, ese autoinfligimiento de justicia es el autorreproche. Y en una forma más extrema, uno puede llegar a autolesionarse físicamente. El autorreproche y la autolesión son formas psicológicas de alivio, que consisten en buscar una última y desesperada autojustificación poniéndose de parte de esa justicia inexorable -humana o divina- que lo está condenando merecidamente, porque uno siente con todas las fibras de su ser que lo único que le hace digno de seguir existiendo es darle la razón a quien le castiga. E igual que uno se hace reproches y lesiones a sí mismo, podrá hacer reproches y lesiones a las personas que siente como parte de sí mismo, su familia o sus amigos cercanos, como tú describes en tu escrito.

 

Autorreproche y autolesión. Y todavía hay una tercera forma más acentuada de encontrar alivio psicológico poniéndose de parte de la justicia que nos está condenando, que consiste en autodegradarnos, no por un deleite perverso en la autohumillación, sino para evidenciarnos a nosotros mismos que esa justicia que nos condena tiene razón y que uno no es más que un cúmulo de inmundicias. ¿Cómo era aquello del cubo de los desperdicios?

 

Entonces nos entregaremos a vicios, pero no a vicios estremecedores y sublimes, sino a vicios mezquinos, ridículos y vergonzantes, a la altura de la medida de lo que nosotros mismos valemos, a saber, nada. Uno puede incluso inventarse canciones contra sí mismo, y canturrearlas aporreándose la cabeza acompasadamente. Pero siempre existe un consuelo: hay quien por menos se ha hecho terrorista.

 

En un nivel laboral, a mí me sucedió algo parecido cuando abandoné mi primera empresa, en la que había estado trabajando durante cinco años y medio. Me fui de mi antigua empresa en parte por una amenaza de inestabilidad, y en parte porque la nueva empresa prometía ser mucho mejor. La realidad fue todo lo contrario, y eso me llevó a un infierno laboral de dos años, donde, a las condiciones objetivas de mi nueva empresa, y sobre todo al ambiente laboral, que resultaron ser mucho peores de lo que yo jamás pude haber esperado, se sumó toda la carga de arrepentimiento subjetivo por haber dado un paso equivocado. El resultado fue... asistencia psiquiátrica y psicológica, y medicación psicofarmacéutica. Durante dos años. Hasta que finalmente tuve la suerte de encontrar un puesto de trabajo en mi empresa actual. Entonces, todas mis depresiones se terminaron. Pero digo "hasta que tuve la suerte" de encontrar un puesto de trabajo en otra empresa, porque eso podría muy bien no haber sucedido. Y, realmente, no quiero pensar qué sería de mí ahora, cinco años después, si todavía siguiera en aquella empresa funesta. Supongo que me habría convertido en un deshecho humano, en una piltrafa, o yo qué sé. Me libré de serlo por un encadenamiento de circunstancias contingentes que se tradujeron en una oferta laboral para la que yo era la persona apropiada. Pero todo eso podría muy bien no haber sucedido. Y entonces sentiría cumplida en mí, en un nivel laboral, la "profecía del rejalgar".

 

La posibilidad de recomponerse la crisma, de aprendizaje, e incluso la posibilidad de tener suerte, depende mucho de uno mismo, pero también depende mucho de factores que uno no controla. No es lo mismo volver a empezar con treinta años que con sesenta, ni uno tiene abiertas las mismas posibilidades ni las mismas perspectivas a ambas edades. Es muy difícil que una empresa contrate a alguien que tiene cincuenta años, e igual de difícil es empezar una relación afectiva "sana" con esa edad, cuando uno lleva encima toda una carga biográfica y de experiencia, pero también de complejos, traumas, miedos y temores de los que jamás se podrá desembarazar.

 

Cuanto mayor haya sido el tiempo de pertenencia al Opus Dei, y por tanto, cuanto mayor sea la edad a la que uno lo abandona, tanto más difícil será deshabituarse de todas las costumbres asimiladas, y tanto más probable será luego que las cosas no vayan bien, que uno no encuentre el trabajo que espera y que le permita sentirse a gusto consigo mismo, que no encuentre una pareja que a su vez tenga la frescura suficiente como para volver a empezar de cero, etc. Y en esa situación en la que uno vuelve a empezar de cero en todos los ámbitos, en lo biográfico, en lo afectivo, en lo laboral... y también en lo religioso, cuando entonces algo sale mal, ¿quién podrá discernir si la causa de ese fracaso son contingencias, o la mala suerte, o los defectos propios, o los defectos ajenos, o... la voluntad de Dios?

 

Desde luego, esto no significa en ningún caso que uno tenga que permanecer en el Opus Dei por miedo a volver a empezar. Si uno percibe el Opus Dei como una gran mentira, en cualquier caso, lo que tiene que hacer es marcharse. Pero tiene que marcharse sabiendo que no tiene ninguna garantía de que después las cosas le van a ir bien.

 

La vida es así. Son las reglas de la biografía laboral, de la biografía psicológica y de la biografía afectiva. Pero en el Opus Dei, a las dimensiones laborales, psicológicas y afectivas que conlleva todo cambio de vida, se le suman además unas dimensiones religiosas. Y ése es el gran engaño del que se nutre la "profecía del rejalgar". Cuando uno abandona el Opus Dei, no sólo es posible que fracase laboral, afectiva, psicológica y biográficamente porque la vida es así y esas cosas a veces suceden, sino que forzosamente fracasará, y además ese fracaso se lo tendrá merecido, porque a pesar de todas las advertencias de quienes le querían, ha abandonado el mejor sitio para vivir y para morir, y entonces no sólo fracasará mundanamente, sino que se condenará... y ya se condenado. Es un traidor. No sólo ha abandonado el Opus Dei, sino que ha dado la espalda a Jesucristo, a la Iglesia, a todos los hemanos y a todas las almas. En lo laboral y lo afectivo, fracasará, y en lo espiritual se condenará. No en consumación de una venganza, sino en cumplimiento de una justicia. De una justicia terrena, y de una justicia sobrenatural, que uno encima se verá obligado a reconocer.

 

A quien se siente desgraciado, y sobre todo cuando en su desgracia percibe una verdad (y en toda desgracia reside una verdad que entonces sale a la luz), de nada sirve darle ánimos, porque a lo mejor ni siquiera quiere salir ni ser sacado de esa desgracia. Uno puede hacerse amigo de su desgracia, y hasta confraternizarse con ella. Uno puede incluso sentir su desgracia como el único sitio donde todavía puede seguir siendo sí mismo, sobre todo si esa desgracia se generó por haber abandonado por propia voluntad todo lo que hasta entonces había constituido su vida y le había constituido a él mismo, porque, sobre todo entonces, creerá percibir con clarividencia que esa desgracia es lo que se merece. Alguien así no querrá ser sacado de su desgracia por quienes están fuera de ella, y los ánimos externos no harán más que acentuar su amargura. A alguien así, hasta que todo eso se le pase por sí mismo, más le ayudará que nosotros vayamos hasta donde él está, poniéndonos en su lugar y haciéndole compañía, para que al menos no se sienta solo.

 

Nunca hay que perder las esperanzas, pero tampoco nunca hay que engañarse: desde luego que uno puede fracasar laboral, afectiva y biográficamente al abandonar el Opus Dei. Sólo que eso no tiene nada que ver con la religión, y ni siquiera con la moral. Y esto sí que es algo que se le puede enseñar y que puede consolar a los "malditos del rejalgar".

 

El principio en que se basa el Opus Dei se puede definir como la monopolización y apropiación de la religión, de la fe, del amor, y en último término de Dios. Pero, porque la conciencia es una facultad de apropiación espiritual, este mismo principio también puede formularse así: es la suplantación de la religión por la conciencia de la religión, la suplantación de la fe por la conciencia de fe, la suplantación del amor de Dios por la conciencia del amor de Dios, y en último término, la suplantación de Dios por la conciencia de Dios. Por eso para el Opus Dei es tan necesario machacarse la conciencia reiterada, constante, ininterrumpidamente con letanías, rezos, reglas, meditaciones, confesiones, propósitos, encomendaciones, etc. Y por eso es tan indeseable la conciencia desocupada, es decir, el tiempo libre, la desocupación, la holganza, y más que nada, la despreocupación.

El numerario que nos daba los círculos nos dijo un día, muy ufano, que había adiestrado su mente para que en ella se activara automáticamente la idea de Dios cada vez que oía el ruido de una puerta. Igual que en el perro de Pavlov la percepción de un olor determinado activaba las glándulas salivares, en nuestro director de círculo la percepción del ruido de la puerta activaba el pensamiento en Dios. Tuvo suerte de no acabar vendiendo o controlando billetes de metro, escuchando todo el maldito día la apertura y cierre constantes de las barreras automáticas. Este hombre acabó luego en alguna universidad. No quiero imaginarme la de disparates que habrá explicado a sus alumnos al cabo de todos estos años.

 

Éste es para mí el engaño fundamental del Opus Dei: basar la religión en la conciencia de la religión. Desde este punto de vista, el Opus Dei es indiscernible de una ideología. La ideología es la suplantación de un principio por la conciencia de dicho principio. O dicho de otro modo: la ideología es la elevación de la conciencia a principio. Por eso, en la ideología la conciencia adquiere un nivel principial y universal, y por eso toda ideología es, al cabo, una panideología.

 

Y por este motivo, el Opus Dei necesita creerse que es universal, que el Opus Dei está en todas partes, o que en todas partes hay una presencia del Opus Dei; que fuera del Opus Dei no existe nada, o por lo menos nada que merezca la pena.

 

Por lo que yo recuerdo, cuando uno llegaba nuevo a una ciudad, lo primero que hacía el Opus Dei era enseñársela, creando asociaciones entre los lugares de esa ciudad y el Opus Dei: esta plaza del neoclasicismo castellano es muy famosa, y está cerca de una empresa de la que es cliente la otra empresa en una de cuyas sucursales trabaja el hermano de Álvaro Fontán de la Rica y Landázuri (nombre inventado). Y luego, cuando uno paseaba por esa plaza, sentía que el Opus Dei estaba presente ahí de cuerpo entero, y andaba amedrentado y absteniéndose de muchas cosas.

 

El término “corrección fraterna” no es más que un eufemismo para designar esa técnica de delación anónima, generalizada y mutua que conocen, aplican y fomentan todos los totalitarismos y organizaciones ideológicas para generar en sus adeptos la conciencia de ser permanentemente observados, y de que no existe ya ningún rincón, ni sobre la tierra ni dentro de sí mismos, donde esconderse y ponerse a salvo de una vigilancia omnipresente.

 

En sus anatemizaciones de las ideologías, y pensando tanto en las religiones ideologizadas como en las ideologías elevadas a religión, junto con “la organización del tiempo libre, el espionaje universal, la normativación del amor y un abuso del poder sagrado con fines de poder”, Dostoievski hablaba también de “la destrucción de la conciencia moral mediante la praxis confesional de un desnudamiento anímico completo a cargo de analistas psíquicos bajo la figura de padres confesores inquisitoriales”. La policía estatal de la antigua Alemania Oriental, la Stasi, cuando detenía a un sospechoso (y como sospecha bastaba la mera delación), antes de iniciar sus implacables interrogatorios, le hacía desnudarse, para generar en él la conciencia de estar totalmente expuesto y a la vista, de que es inútil pretender ocultar nada porque ha sido despojado de todo pliegue secreto. Y toda ese desnudamiento anímico era luego sistemáticamente tramitado a instancias superiores y desconocidas, de modo que el interrogado (en términos de Dostoievski, el confesado) perdía toda referencia para calibrar el alcance de su exhibición, y en adelante sentía con todas las fibras de su ser que, como había quedado desnudo por completo a la vista de todo el mundo, ya no tendrá jamás ningún sentido tratar de ocultar nada.

 

Pero precisamente por todo esto, cuando uno abandona o se aleja del Opus Dei, experimenta como un alivio y como una liberación indescriptibles que el Opus Dei, en realidad, no existe casi en ningún sitio, y que la mayoría de la gente no ha oído hablar jamás del Opus Dei ni sabe lo que es eso. Ni lo sabe, ni le interesa lo más mínimo. De esto también habla Sátur en su libro.

 

El Opus Dei prácticamente no existe en ninguna parte. Sólo existía dentro de nuestras cabezas, como un tumor del nervio óptico que alteraba nuestra percepción del mundo externo, haciéndonos ver como presencias reales unos fantasmas que sólo existían en nuestra mente. Yo de esto me di cuenta de pronto, paseando un día por la calle, y lo sentí como una alegría y un alivio tremendos. A lo mejor, en España es frecuente que toda persona de formación media haya oído hablar del Opus Dei y tenga una idea remota de que es un grupo de la Iglesia católica. Pero fuera de España, en Alemania por ejemplo, incluso personas que tienen una formación superior es muy infrecuente que hayan oído hablar alguna vez del Opus Dei. Fuera de algunos lugares de España, el Opus Dei prácticamente no existe... más que en un entramado de conciencias cautivadas.

 

Una consecuencia de sustituir la realidad por la conciencia de la realidad, es atribuir realidad a lo que sólo son ficciones. Ficciones pueden ser miedos o temores infundados, pero ficciones también pueden ser petulancias, presunciones o vanidades. Por eso es tan frecuente que los miembros del Opus Dei exageren hasta lo inverosímil sus méritos y sus currícula, sacando de plano méritos más bien insignificantes, o bien, directamente, inventándolos, por ejemplo, y por referirme a un caso recientemente documentado en Opuslibros (aunque yo conozco otros), haciéndose pasar por catedráticos o por titulares de Universidades donde no han estado jamás... y hasta aportando méritos milagrosos para causas de santificación. Y esto lo hacen sin la menor sensación de estar engañando a nadie, sino con la (presunta) legitimación que les da fundamentar la realidad en la conciencia que de ella tienen.

 

En un órgano difusorio y propagandístico de la Universidad de Navarra, leí en cierta ocasión, para mayor asombro mío, que a una profesora le habían invitado a pronunciar una conferencia en una universidad extranjera de renombre. Resultó que la invitación consistía... en que había llegado al departamento propaganda de un congreso. Pero para esa mujer ambas cosas estaban en el mismo plano. No quiero pensar en los méritos milagrosos que habrán aportado para canonizar a Escrivá sin tener la menor conciencia de estar estafando a nadie, y en qué consistieron en realidad tales “méritos”. Me creo cualquier cosa.

 

Y a lo mejor esto explica también el miedo a la verdadera realidad, al mundo de fuera, que es tan fácil percibir en los miembros del Opus Dei, que tan a gusto se retraen y se esconden, y que tan inseguros, desconfiados, recelosos y a la defensiva se muestran cuando se ven a sí mismos fuera de su medio.

 

También esto explica la noción opusdeísta de apostolado. En historia de las religiones, yo había aprendido que el apostolado consistía en llevar el Evangelio a quienes no han tenido ocasión de conocer a Cristo y en bautizar a los paganos, y en el caso del Islam, en propagar la fe monoteísta y circundidar a los politeístas e infieles. Éste fue el ánimo de las grandes campañas misionales. Pero en Pamplona me enteré de que el apostolado consiste en que ingresen en el Opus Dei... ¡quienes ya son católicos bautizados! Por aquel entonces yo eso no lo entendía. Pero ahora sí entiendo la diferencia entre economía de monopolio y de libre mercado, y también entiendo que a cualquier institución con conciencia y voluntad de monopolio, más que abrirse a nuevos mercados suprimiendo las fronteras prestablecidas, le interesará atenerse a esas fronteras y eliminar toda competencia dentro de un mercado propio ya definido de antemano.

 

Que la fe, el amor, la religión y Dios no son monopolizables, que la fe no consiste en la conciencia de fe, que el amor no consiste en la conciencia del amor, que la religión no consiste en la conciencia de la religión, y que Dios no consiste en la conciencia de Dios, puede experimentarse como vacío, como pérdida de control, como vértigo, como caos, como inseguridad, como crisis, y hasta como angustia.

Pero también puede experimentarse como alivio, y como una indecible y dichosa liberación.

Tal vez entender esto pueda ayudar a quienes sufren la "profecía del rejalgar", desde luego no en sus dimensiones laborales y afectivas, pero sí en sus dimensiones religiosas.

 

Que la religión no se basa en la conciencia, nos lo enseña explícitamente el pasaje evangélico del "Juicio a las Naciones", e implícitamente casi todas las parábolas del Evangelio.

 

Las técnicas psicológicas que las organizaciones ideológicas emplean para cautivar las conciencias de sus adeptos y generar en ellos la conciencia de universalidad y omnipresencia, de que esa organización está realmente presente en todas partes, siendo que en realidad no existe en ningún sitio, Dostoievski las exploró literariamente en su novela "Los demonios" para denunciarlas y anatemizarlas; Renan las exploró filosóficamente en sus “Diálogos y fragmentos filosóficos” para fundamentarlas y difundirlas; y Nechayev y otros muchos las aplicaron en tantos lugares desde mediados del XIX hasta fines del XX, es decir, durante el tiempo histórico en que en Occidente la conciencia como principio gozó de su predicamento máximo.

 

Por último, una ilustración cinematográfica paradigmática de la experiencia de la equivocación avisada, del error pronosticado, del fracaso biográfico profetizado, y en consecuencia, del autorreproche, el autodesprecio, la autohumillación y la autodegradación, de la conciencia de valor nulo y de desgracia merecida, y de la escenificación de esa autodegradación y de esa conciencia, es el papel de Emil Jannings -el primer óscar de la historia­- en el clásico del cine alemán “El ángel azul”, cuya imagen final siendo conducido al escenario ofrece una macabra semejanza con la de Sadam Hussein siendo llevado al patíbulo. Ése es el tema de la película: “rejalgar a tope”. Ahora mismo, ex opera operatio, canonizo al personaje de Jannings, el profesor Immanuel Rath, nombrándolo santo patrón y mártir de los “malditos del rejalgar”, de todos aquellos “descaminados y desgraciados” que sólo pueden beber ya como un cáliz amargo “todas esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad”: en su caso, compartir lecho con Marlene Dietrich.

 

Alberto

 

*Nota de Agustina.- Esta carta la envió Jacinto para que se publicara, con el consentimiento de Alberto.




Publicado el Friday, 01 February 2008



 
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