LOS
DÍAS CONTADOS
E.B.E., 26 de septiembre de 2004
Tengo una inquietud que me gustaría transmitir a todos
los que leen Opuslibros: ¿Cuando pitaron, no tuvieron
la impresión de que, a partir de ese momento, nuestros
días en la Obra estaban contados, que simplemente lo
que no sabíamos era «el día y la hora»?
No digo que fuera una intuición clara, ni una certeza
precisa: simplemente una extraña y lejana sensación,
un presentimiento. Una sospecha.
Pero que no se podía ni siquiera pensar ni analizar
conscientemente, porque sería «dialogar con la
tentación». Había que rechazar tal pensamiento.
Pero dejar de sentirlo, eso escapaba a la «obediencia».
¿No tuvieron la impresión de que el «para
siempre» era una quimera, algo imposible de alcanzar
dentro de la Obra y que perseverar consistiría en desafiar
esa sensación como si fuera la ley de gravedad?
El por qué de ese presentimiento es por ahora lo de
menos: lo perturbador es que esa sensación existiera,
más allá de las razones, que sin duda serán
importantes conocerlas.
***
Tengo en claro lo de la «elección divina»
como argumento fundante de nuestra presencia en la Obra. También
tengo en claro que había un compromiso consciente entre
las dos partes (entre uno y la Obra).
Pero en medio de todas esas «certezas» ¿no
había, mezclado, un borroso presentimiento de que en
algún momento la Obra se iba a deshacer de nosotros,
que el Opus Dei se iba a acabar (para nosotros, claro)?
Y hacer «la Fidelidad» no iba a detener este proceso,
simplemente a postergarlo un poco más.
***
Creo que conscientemente negábamos tal pensamiento,
pero el cuerpo nos lo recordaba por medio del miedo, aunque
no supiéramos desde dónde la Obra cometería
semejante acción abyecta, ya que los principios morales
que la sostenían «aparentemente» no le
permitirían traicionarlos con facilidad. Había
razones sobradas para «confiar en la Obra», pero
el cuerpo «pensaba diferente» y manifestaba sus
«reservas».
Lo confuso era precisamente eso: una sensación, un
miedo, totalmente en contradicción con «la razón
moral» que legitimaba a la Obra. No había forma
de explicar racionalmente esa sensación. Al contrario,
se podía teorizar «ad infinitum». Sólo
quedaba esperar a que ese día nefasto llegara, para
darle así la razón a ese sentimiento «infundado».
Yo al menos tengo este recuerdo. Y lo tengo presente cada
vez que me entero de «uno más» que se va
o que «lo van» (haya llevado pocos o, más
aún, muchos años): su destino estaba marcado,
simplemente faltaba saber «el día y la hora».
Como la muerte.
***
Para salvarse de ese destino funesto, la única posibilidad
era negociar como Fausto. Esa era la única forma -y
que sigo viendo hoy- de perseverar en la Obra. Pactando, como
Fausto. A veces conscientemente, e inconscientemente las muchas
de las veces.
O sea, la perseverancia en la Obra se sostenía, y se
sostiene, desde el sentimiento de muerte y desde la «obediencia
extorsiva». Por eso se perseveraba desde el miedo.
Me explico: mientras suponíamos que la vocación
a la Obra era «el inicio de una nueva vida» que
no tenía fin, en realidad fue el anuncio remoto de
una muerte en proceso, que sólo se podría detener
si nos «sometíamos».
Así como el ser humano que nace sabe que morirá,
numerari@s y agregad@s saben que son «mortales»
en la Obra, que tienen sus días contados aunque no
sepan cuántos son (l@s supernumerari@s, ni hablar,
con el cuento de la renovación anual). Lo del «para
siempre» es puro marketing.
Por eso el fundador y toda su formación alimentaban
-y alimentan- el miedo a no perseverar, la «condición
mortal» de la vocación: el abismo como la punta
del otro extremo de una «vocación divina».
Absurdo.
Pero no tanto: esa «tensión» entre la «predestinación»
y el «abismo» permitía la perseverancia,
era su mecanismo.
Este es, quizás, el meollo de la trampa que contiene
la vocación a la Obra: lo que se dice eterno en realidad
tiene fecha de vencimiento.
***
Ingresar a la Obra fue descubrir una vocación que tenía
sus días contados, que un día moriría.
La vocación a la Obra fue como el Pecado Original:
el «conocimiento» -el dar el sí a la Obra-
implicó el sometimiento a una muerte no querida.
Desde el momento en que nos creímos con vocación,
accedimos a una vida que tenía en sí los gérmenes
de su propia muerte (al decir de Karl). Por eso la Obra es
un engendrar y abortar permanente: biológicamente es
un organismo espantoso, porque no se trata de un ciclo vital
sino de un proceso abortivo permanente. Lo confirma el mismo
Vademecum de Consejos Locales: «resulta inevitable
que algunos se vayan. Es una prueba más del vigor sobrenatural
y de la salud de espíritu de la Obra. Como todo cuerpo
sano, se resiste a asimilar lo que no le conviene, y expulsa
inmediatamente lo que no asimila. Y no sufre por eso: se robustece»
(VCL, 19-III-1987,
pág. 48)
Qué «biológica» se revela una vocación
que parecía tan sobrenatural...
Y nosotros caímos en la trampa.
La perseverancia consistió en «retrasar ese día».
La paradoja del instinto de conservación hizo -y hace,
en los que aún siguen allí- que todas las energías
se usaran para perseverar en la Obra el mayor tiempo posible,
para evitar la muerte.
La vocación tuvo doble efecto: atraernos desde afuera
(por la seducción de su «eternidad») y
someternos desde dentro (una vez en la trampa). Fue vernos
envueltos en un «cuerpo de muerte» (no del que
habla San Pablo) que fue «la vocación»,
que no duraría para siempre pero que nos mataría,
nos aniquilaría espiritual y físicamente si
lo abandonábamos por nuestra cuenta (sin permiso ni
«dispensa»... qué poder el de esta palabra).
Perderíamos «la felicidad aquí en la tierra
y luego en el cielo».
La vocación fue como un virus: a partir de ese momento
moriríamos, a menos que recibiéramos permanentemente
«las vacunas de la Obra», salvo que permaneciéramos
el resto de nuestras vidas «dentro de la Obra»,
como verdaderos enfermos ambulantes.
La trampa fue creerle a Escrivá, que un día
habló de las bienaventuranzas de la vocación
a la Obra y al día siguiente -cuando ya estábamos
adentro- habló de las maldiciones que les esperaban
a quienes abandonaran la Obra.
El problema fue que la misma autoridad que dijo unas cosas
también dijo las otras. Y al creerle sobre lo bueno,
era imposible no creerle sobre lo malo. Nuestro error fue
«creerle demasiado», de manera imprudente.
Pero de lo que no somos para nada culpables es de la manipulación
perversa, del trueque de una vocación llamada a permanecer
para siempre en una vocación amenazada de muerte.
La vocación que nos iba a transformar en «casi-super-humanos»
nos terminó debilitando más que la kriptonica
a Superman.
Aspiramos a un perfeccionamiento y terminamos sometidos a
un encierro: es la paradoja que resume a la Obra.
En medio de todo esto, nunca supimos los mecanismos bajo los
cuales operaba esta transformación en nosotros. Sólo
sabíamos que habíamos descubierto una «mortalidad»
-que no afectaba al resto de los mortales, sólo a «los
elegidos» que teníamos «el farol encendido»-
y no podíamos abandonar la Obra «si queríamos
vivir». ¡Qué libertad la de «los
hijos de Dios en el Opus Dei!
Se entiende ahora que nos aguantáramos tantas contradicciones,
tantos criterios con los que no estábamos de acuerdo,
tanta incoherencia, tanto autoritarismo: el instinto de conservación
nos llevaba a «tragarnos lo que fuera» con tal
de no caer en el «abismo». Solo así se
entiende que permitiéramos la deformación de
la conciencia hasta actuar contra conciencia. Solo así
se entiende que nos creyéramos libres siendo realmente
esclavos. Sólo así se entiende que nos fanatizáramos.
No había muchas opciones: «obedecer o marchase»
era equivalente a «vivir o matarse».
Se entiende ahora que las raíces de la perseverancia
en esa institución sean tan fuertes y desgarradoras
al mismo tiempo.
Qué tensión, qué angustias. Y qué
libertad el día que dejamos la Obra. Ese día
«vencimos a la muerte», nos liberamos de ese «cuerpo
de muerte que reclama por sus fueros perdidos», esa
vocación que reclamaba obediencia a la Obra «hasta
la muerte», hasta que la Obra misma ordenara el «suicido
vocacional».
Ese día que dejamos la Obra, las palabras de Escrivá
se descubrieron vanas: no había tal abismo, no había
muerte, no había tal rejalgar. Había sí
una cosa: una Gran Mentira.
***
Los «ex en buen plan» de los que hablaba Pablo
en su escrito,
son personas que aún siguen adentro, no se animan a
«morir a la Obra» y la siguen defendiendo como
si estuvieran físicamente adentro. Aun le tienen miedo
a la Obra, creen que nunca se podrán librar de ese
«cuerpo de muerte» de la vocación y que
necesitan de la Obra para seguir viviendo y en paz.
Es que había una posibilidad de sobrevivir a la muerte,
aún yéndose de la Obra: no hablar nunca del
tema, encapsularlo como a un cáncer. Hablar de ello
produciría metástasis, liberaría el virus
que nos mataría.
No, no debíamos hablar. Si nos olvidábamos,
la Obra «nos perdonaría» la condena.
***
La certeza de que no perseveraríamos estaba implícita
desde el primer momento. Nuestra «Caída»
o pecado original fue tal vez creer que con la vocación
«seríamos como dioses», superiores a los
demás, que accederíamos a un conocimiento superior
(«llamados al éxito»).
En ese momento de seducción ingresamos a la Obra pero
también ingresó «la muerte a la Obra»
en nuestra vida. Y nos creímos «condenados a
perseverar», si es que no queríamos finalmente
morir.
¿No es estremecedor?
¿No se entienden así tantas cosas de la Obra?
¿No se entiende así TODA la Obra?
¿No fue nuestra perseverancia, en algunos casos, una
resistencia instintiva a morir, porque creíamos -como
lo fue- que nuestra vocación «tenía sus
días contados» y por lo tanto no queríamos
que ese día llegara porque «moriríamos»?
¿No fue la depresión, si la sufrimos, una manifestación
de esa resistencia a morir, un modo de retrasar «la
salida» y de «desacelerar los tiempos»?
¿No se entienden mejor, entonces, las reacciones virulentas
de quienes están aferrados a la Obra y ven en nuestras
críticas el fin de la ficción que están
viviendo?
Nuestras criticas ponen en evidencia que existe «un
día y una hora», y que lo que «parecía
y decía» ser eterno no es más que una
mentira, una verdadera trampa psicológica. Es lógico
que reaccionen violentamente cuando no tienen la verdad que
decían tener y temen por el fundamento que los sostiene
en vida.
¿Y no será nuestra existencia, como «ex»,
una forma de rebelión, de «desobediencia»
a esa sentencia de muerte? ¿No podría decirse
que Opuslibros es más que nunca una demostración
de vitalidad? Creo que nosotros somos una especie de «resucitados
indeseables» para el mandato imperativo de la Obra,
según el cual debíamos estar bien muertos, o
al menos haber quedado como Cooperadores...
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