EL “NORMATIVISMO ACANÓNICO” DEL OPUS DEI
© por oráculo
sumario: 1. La relación
derecho y vida en el Opus Dei. 2. Del espíritu vivo a la letra
muerta. 3. El control de la organización sobre la “familia”. 4. El poder
totalitario de los Directores. 5. La organización desorganizada del Opus
Dei. 6. El principio de la libertad de las conciencias. 7. Conclusión.
Dos escritos de Doserra
dedicados a mostrar cómo El
Opus Dei gobierna al margen de la ley canónica de un lado, y otro
más reciente sobre La
formación “microdóxica” del Opus Dei,
ambos extraordinariamente acertados y agudos, me permiten adelantar hoy
comentarios a un tema sobre el que habría escrito más tarde, tras publicar
otros escritos, por mi deseo de suavizar un poco su carácter quizás demasiado
abstracto.
Pero, en
fin, esas lúcidas colaboraciones de Doserra me
facilitan presentar ya una nueva reflexión sobre un aspecto que caracteriza el
fenómeno Opus Dei en su conjunto, cuya recta comprensión desvela la raíz
de muchas de sus patologías. El tema es éste: la tensión entre derecho y
vida en el seno de la institución, ya que en su intimidad esa relación
no parece estar ni bien resuelta ni tampoco en equilibrio. Ahí se encuentran
las causas de sus desviaciones actuales hacia los modos sectarios de
comportamiento.
La
consideración de este tema es oportuna también porque Claire Fischer acaba de anunciarnos
la continuación de los comentarios que inició hace unos meses sobre el régimen
canónico otorgado al Opus Dei por la Santa Sede. Y, sin embargo, Doserra ha destacado que la actividad interna
de la Prelatura del Opus Dei se rige no tanto por sus normas canónicas, a salvo
los grandes trazos genéricos, como por otras “normas” todavía desconocidas para
la Sede romana y los Obispos locales.
Por tanto,
la mirada a las dos riveras del río —el derecho formal y la vida real— resulta
complementaria, aparte de necesaria para calcular el volumen del caudal.
Confieso que el tema puede resultar árido, difícil por abstracto, pero hemos de
intentar su descripción para comprender integradamente la realidad.
1. LA RELACIÓN “DERECHO” Y “VIDA” EN
EL OPUS DEI
Desde el pontificado de Juan Pablo II, la jerarquía parece
haber dado como un “voto de confianza” al Opus Dei, porque supone que su obrar
se ajusta a sus Estatutos
y al derecho
canónico universal. Pero quienes conocen de cerca sus “modos internos”
de obrar y de gobernar saben que eso no es así, aunque ahora resulte difícil
discutir la confianza otorgada sin provocar escándalos.
Algunos
han destacado, por ejemplo, que los Estatutos aprobados por la Santa Sede permanecen
en latín, sin que exista traducción ninguna oficial, ni tampoco
unas “ediciones internas” para los fieles de la Prelatura. Y, por tanto, ese
documento no está a disposición de la generalidad de los miembros de la
Prelatura —de todas las razas, lenguas y condiciones sociales— en sus
respectivos idiomas. En consecuencia, es un hecho que la generalidad de sus
fieles viven “ignorantes” al margen de sus
normas canónicas básicas: éstas son poco más que un
documento de aprobación oficial para determinar la relación del Prelado con la
jerarquía ordinaria. Y, a veces, ni siquiera eso, pues no faltan Obispos con
dificultades para la comprensión de la vieja lengua de los romanos.
Por
contraste, la vida de esos fieles se rige entonces por una extensa serie de documentos
internos, muchos de ellos secretos, sin entidad
canónica, que son considerados como expresión —se dice— del “espíritu” y del
“contenido” de los Estatutos
o bien como la autorizada muestra de su recta aplicación. Y no faltan quienes
piensan que debe actuarse así porque el Opus Dei es una “familia” y la
convivencia familiar no se expresa ni se manifiesta en normas jurídicas. El
contenido de los Estatutos
se aprende, en efecto, pero de otro modo: a través de la “vida vivida” y no por
la reflexión sobre la norma.
No
discutiré esta idea, de momento, pero tampoco debe darse por supuesto que tal
afirmación sea una realidad objetiva. Basta un ejemplo. El Catecismo
de la Obra se autopresenta
como una explicación autorizada del contenido de los Estatutos
y, sin embargo, un simple cotejo de contenidos permite advertir que este documento
secreto contiene concreciones sustantivas que de ningún modo aparecen en la
norma estatutaria aprobada por Roma. Es más: examinados sus puntos con
atención, a veces parecen contrarios a otras leyes generales de la Iglesia. Y
por eso sería muy deseable que la jerarquía conociese todos los documentos
secretos del Opus Dei —no sólo el Catecismo—
para su examen, al igual que vigila y valora el desarrollo de la vida cristiana
de las demás instituciones eclesiales.
¿Es concebible,
por ejemplo, que las reglas aprobadas en un sínodo diocesano, de una Iglesia
Particular, sean éstas escritas o consuetudinarias, quedaran ocultas y fuera
del control de la Santa Sede? Obviamente, no: al menos, no parece que pueda
discutirse que corresponde a la autoridad suprema otorgar las cartas de
comunión, a usanza de los primeros siglos. Pero el Opus Dei parece gozar
de una exención que no se da en ninguna otra institución canónica,
tal vez por un “abuso” de la confianza otorgada por la jerarquía, ya que el
Prelado de esa Prelatura personal es quien se cuida muy mucho de no elaborar
sus “normas” y “mandatos” con las formas seguras y ciertas del derecho
canónico. Esto es algo ciertamente curioso.
Hace unos
meses comentaba aquí los
defectos de promulgación de los siete Decretos Generales
dictados por el Prelado, durante los años 1999 y 2000, considerados como un
desarrollo parcial de la norma estatutaria. Pero de ellos se dice ahora que para
evitar la multiplicación de documentos en los Centros, ordinariamente se
guardan sólo en las sedes de las Delegaciones, Comisiones y Asesorias,
aunque todos los fieles de la Prelatura conocen su existencia y, siempre que lo
deseen, pueden consultarlos en esas sedes. En total son unos pocos folios.
¿No suena todo esto muy raro, sobre todo cuando a los Centros llega todo tipo
de papeles sobre las menudencias más intrascendentes?
Ahorraré
trabajo al prójimo y, al menos, dejo constancia ahora de las fechas y materias
de esas nuevas normas, tan importantes para la Prelatura. Estos siete Decretos
del Prelado son: 1) Decr. Gen. 1/99:
“Sobre algunas cuestiones del gobierno regional y local”. 2) Decr. Gen. 2/99: “Sobre la adscripción a la Prelatura”.
3) Decr. Gen. 3/99: “Sobre
nombramientos”. 4) Decr. Gen. 4/99:
“Sobre algunas cuestiones relativas a los sacerdotes incardinados en la
Prelatura”. 5) Decr. Gen. 5/99: “Sobre el
asesoramiento para las publicaciones”. 6) Decr.
Gen. 6/99: “Sobre algunas cuestiones económicas”. 7) Decr.
Gen. 1/2000: “Sobre la confirmación de la incorporación definitiva”.
Quizás pueda
pensarse que estamos ante aspectos de la “autonomía del carisma” y de su Prelatura
y, por tanto, carece de sentido un control superior de las “normas familiares”.
Supongamos que sea así. Pues, aun en este caso, lo que nunca podrá aceptarse
es que ese proceder interno diseñado en los documentos secretos —y muy excepcionalmente
en normas o decretos “ocultos”— esté en contradicción abierta con los propios
Estatutos y con el derecho
universal de la Iglesia Católica. Y éste es en definitiva el tema
de fondo que, desde distintos ángulos, hoy puede ya mostrarse y demostrarse
objetivamente, en puntos muy precisos que reclaman con urgencia un discernimiento
espiritual.
2. DEL “ESPÍRITU” VIVO A LA “LETRA”
MUERTA
Efectivamente, la Prelatura del Opus Dei actúa ad intra de un modo ajeno al derecho canónico universal e
incluso de un modo contrario al previsto por sus propios Estatutos,
en aspectos muy determinados. No es éste el momento para hacer el elenco de los
temas. Pero sí es la ocasión para subrayar que la institución afirma de sí
misma que gobierna desde la fidelidad al espíritu legado por su
Fundador, que sería entonces tradición en el Opus Dei.
La contradicción
tiene cierta lógica, pues bastantes ideas y praxis del Fundador hoy ya no
están en consonancia con la doctrina
ni con el derecho
de la Iglesia, porque son fruto de su mentalidad personal, de su particular
formación o de su época, y en nuestros días están ya ampliamente superados.
Marcus Tank ha hecho una reflexión muy aguda sobre este aspecto biográfico.
Pero hoy nos basta pensar en el ecumenismo y en sus múltiples implicaciones
—teológicas, pastorales y aún de liturgia— para advertir esa distancia de
enfoques, o también en muchos otros temas que en esta web suelen comentarse con frecuencia.
Al
justificarse este obrar en la idea de que “esas tradiciones” son la expresión
adecuada de un gobierno familiar de la institución —una unidad
cohesionada donde hay un “padre”, “hermanos mayores”, y otros “menores” (casi
todos) que no tienen por qué conocer todos los problemas de la familia— y
expresión también de su espíritu plasmado en sus Estatutos,
no existe en efecto posibilidad ninguna de someter a discusión las
“indicaciones normativas internas” de la autoridad: ni
para verificar su racionalidad, ni su oportunidad, ni su posible arbitrariedad,
y ni aún cabe siquiera la reserva mental sobre la aceptación de sus contenidos.
Y, desde luego, tampoco existe ninguna instancia formal para su impugnación:
¡cómo va a existir esa instancia “de revisión” si tales “normas” no han sido
promulgadas, ni son públicas, y ni tan siquiera son “normas” porque carecen de
entidad canónica!
La realidad es que, para un cristiano, el único espíritu
aceptable será el reconocido como tal por la autoridad de la Iglesia: de momento,
el núcleo de los Estatutos.
De ahí que no sea difícil encontrar contradicciones fuertes entre las praxis
y el gobierno actuales del Opus Dei, de un lado, y el derecho y la doctrina
de la Iglesia, de otro. Habitualmente son prácticas que lesionan los derechos
personales de los fieles, como han señalado Doserra
o Marcus Tank o también se muestra en algunos
de
mis escritos.
El
resultado final es que nos encontramos ante la paradoja de que el gobierno de
la institución Opus Dei es normativista
y al mismo tiempo es acanónico: gobierna la
“letra” muerta de un “espíritu” no renovado. Un gobierno casi siempre oral para
los súbditos, incluso cuando juzga, censura e impone sanciones o realiza
admoniciones penales, o cuando simplemente decide sobre la posición de sus
gobernados. En estos casos, nunca podrán recurrirse canónicamente las
sanciones, porque éstas ni se proponen como tales, ni se comunican por escrito
a los interesados, y entonces generan por fuerza una flagrante indefensión. Es
evidente que en este aspecto no se respetan las normas del vigente Código latino de 1983
(cánones 37, 51 y 54).
En
consecuencia: salvo los Estatutos
aprobados por la Santa Sede, puede afirmarse que no existe criterio alguno
seguro para distinguir qué es o qué debe ser lo permanente y qué es o
qué debe ser lo variable en la vida de los fieles del Opus Dei. No
existe en efecto ningún criterio racional diverso de la pura voluntad de
poder de los Directores, cuyo hacer es un imperio “despótico” que jamás
acepta discutir sus dictados.
3. EL CONTROL DE LA ORGANIZACIÓN
SOBRE LA “FAMILIA”
¿Existe algún fundamento que justifique este modo
de obrar? Algunos insisten en que lo importante es la vida y no las leyes:
el hecho de que el Opus Dei sea una “verdadera” familia, bien que
“sobrenatural”. Pero lo cierto es que, después de reflexiones así, a los fieles
se les impone una verdadera regla de vida, que encorseta la espontaneidad
vital sobre infinidad de asuntos que la norma canónica común deja abiertos a la
libertad.
Es como
si, de un lado, no se diera valor alguno a la perspectiva canónica y, de otro,
se manipulara la existencia de los cánones porque lo buscado era en realidad un
“poder legalizado” de actuar ad intra con
total libertad, sin control ninguno de la jerarquía ordinaria. Y, si esto es
así, se comprende entonces qué peligrosa resulta la existencia de esa Prelatura
para los fieles de la Iglesia en general, ya que su norma estatutaria estaría
potenciando un gobierno autoritario capaz de controlar pero fuera de todo
control. Y aún resulta más peligroso para los mismos fieles del Opus Dei,
porque su “vinculación institucional” los deja inermes ante los eventuales abusos
—cuando acaecen— de quienes gobiernan.
Bien
mirado, en los Estatutos
de 1982 lo que menos parece importar es la posición de los “súbditos”: su
situación, sus derechos o su protección frente a los Directores, porque en
ningún momento se considera la posibilidad de “patologías” —abusos,
injusticias, errores— en la línea ascendente del mando. Por eso el “poder”
diseñado resulta así doblemente absoluto, sin limitaciones ni contrapesos de
equilibrio.
Si uno se
fija en la sucesión del Prelado o en la colación de los cargos, por ejemplo,
comprobará que todo depende siempre de quienes mandan: no existe posibilidad
ninguna de participación en la toma de decisiones, ni en las elecciones del
Prelado sucesor, ni aun colaboración por vía de consejo. Los “Electores” del
nuevo Prelado y los cargos son más un resultado de actos de cooptación, donde
apenas se atiende a la valía de las personas, pues pesa más la confianza en
ellas cara a mantener la “disciplina de la unidad establecida”, el stablishment en sentido estricto, que no acepta ser
discutido.
Y, a todo esto, debe añadirse la habitual ausencia de
transparencia del gobierno con sus súbditos. Los buenos deseos de servir a Dios
son canalizados siempre mediante una adhesión a la bondad (“divinidad”)
de la institución y sus actos, como un cheque en blanco. Pero la institución
nunca informa sobre los modos de proceder ad intra,
ni siquiera en las etapas de formación de los candidatos; este conocimiento se
adquiere según los fieles son cooptados o asumidos por la organización
institucional, algo que acontece en paralelo al hecho de que éstos vayan
gradualmente “asimilando la formación”: es decir, claudicando de sus criterios
personales, “anonadados” por el sistema, a veces hasta el extremo de abdicar de
su propia conciencia, practicando un fideísmo ingenuo que “diviniza” todo lo
que son decisiones humanas de sus Directores.
Los Estatutos
son en efecto una norma genérica que facilita al Prelado y a sus
colaboradores gobernar fuera de toda regla, manteniendo siempre un absoluto
control de los cargos desde el vértice. Esta norma en sí sólo parece interesar
como “salvoconducto” de un obrar legal ante la jerarquía ordinaria de la
Iglesia, pero apenas tiene relevancia en el día a día de la vida de los fieles
de la Prelatura personal: éstos son formados, “adoctrinados” o “desinformados”,
por lo prescrito en el Catecismo
propio y en los otros documentos secretos.
Esta descripción
puede parecer fuerte, descarnada, pero no se aleja de la realidad más real
de la vida concreta de muchos fieles de la Prelatura. Y bastará una
reflexión para su contraste. ¿Por qué no son públicos y accesibles todos los
“documentos
internos” que, en teoría, explican el contenido y los modos de la
entrega? ¿Por qué siempre son secretos y se guardan celosamente bajo llave?
¿Por qué no se entregan a la Santa Sede para su valoración? ¿Por qué no se
promulga convenientemente —como normas canónicas— todo aquello que es considerado
de rango normativo? La razón parece clara: porque son documentos de un gobierno
que no acepta la discusión sobre sus medidas ni sobre sus interpretaciones
del carisma: un gobierno “despótico” por ilimitado, sin contrapesos, que a
su vez carece de transparencia en sus decisiones.
En consecuencia, dentro del Opus Dei la “desinformación”
para con sus fieles —sobre la propia realidad en la que están inmersos— es
intencionalmente querida como mecanismo de control, de igual modo que sus Estatutos
han omitido las concreciones y los aspectos de la “praxis tradicional” que
probablemente nunca hubieran sido aprobados por la Santa Sede. Si el contenido
de ese Codex iuris particularis
se compara con el Catecismo
de la Obra o con muchos otros de los documentos internos, por
ejemplo, el contraste es notorio, como anteriormente decía. Y es difícil negar
la falta de transparencia del gobierno de esa Prelatura ante los suyos y ante
la comunidad eclesial. Por eso su aparente unidad o disciplina férreas más
parece un gigante con pies de barro, que sólo de momento —veremos por cuánto
tiempo— está logrando ocultar sus modos totalitarios de acción, bien que
practicados con “formas colegiales”.
4. EL PODER TOTALITARIO DE LOS
DIRECTORES
El funcionamiento ad intra
resulta entonces “secreto” y “engañoso”, porque evita exponer su proceder a la
luz pública, como hacen las demás instituciones de la Iglesia. Es indudable que
la publicación de “normas” facilita siempre un debate canónico, en el que
sanamente puede criticarse cuanto de suyo es opinable, pues toda ley canónica
es un producto humano, aun cuando arrastre a veces contenidos del derecho
divino. Que los Estatutos
de la Obra no se entreguen a sus miembros, ni su textualidad
se considere formalmente en los “medios de formación”, significa que su
gobierno actúa de espaldas a las decisiones de la Iglesia y, en cierto modo,
desconectado de ella: es un “engaño doloso” para con sus fieles.
Como este
modo de obrar es intencionado, el hecho permite hacer ahora una nueva
reflexión. ¿Por qué esa voluntad de “marginar” la textualidad
de los Estatutos?
¿No será porque los fieles del Opus Dei podrían advertir entonces que en nombre
del “querer divino”, de su vocación personal, se les exigen a veces
comportamientos que nunca han sido aprobados por la Santa Sede? ¿No será porque
entonces esos fieles se percatarían de la inconsistencia de tantas “normas
internas” sin fundamento canónico? O ¿no será porque comprenderían entonces la doble
moral practicada —ese doble funcionamiento canónico y acanónico
a un tiempo— y, al final, podrían acabar por hacer caso omiso de las imposiciones
arbitrarias y abusivas que no gozan de aprobación eclesiástica y que no pocas
veces contrarían la legislación canónica universal?
Desde
luego, no existe oposición objetiva entre concebir la vida del Opus Dei como la
de una “familia sobrenatural” en la Iglesia y el carácter público de su
dimensión institucional, su derecho o su dimensión jurídica, como tampoco
existe oposición entre el amor de los esposos y la regulación jurídica de su
matrimonio. No deben confundirse ambos planos y cada aspecto debe mostrarse
según corresponde. La vida de familia no se opone a que su “reglamentación” sea
transparente: en cuanto afecta a muchos, debería ser pública y no quedar
“reservada” a unos pocos, la supuesta élite de los
“hermanos mayores” o los “mayores de edad” en la familia, que aquí coincide
precisamente con quienes son nombrados Directores y por el hecho de su
nombramiento.
Este tipo
de “paternalismo” está fuera del tiempo, y fuera de la ley canónica. En una institución
cuyo requisito de pertenencia es la mayoría de edad, no existen en efecto
“menores” que deban quedar al margen de los temas y problemas de la familia,
pues actuar de otro modo significa tratar a esos fieles como inmaduros y
privarles de una información a la que tienen perfecto derecho, porque les
afecta muy directamente ya que aquello “regula” sus vidas.
El amplio contexto en el que se encuadra este desorden
vital e institucional, que venimos describiendo, es la ausencia de facto
de un marco legal de referencias estable, que describa canónicamente el
“espíritu” del carisma, sus concreciones básicas de vida: es decir, la ausencia
de unas normas estables de funcionamiento que, para ambas partes, señalen
obligaciones y derechos de inexcusable cumplimiento. Sabemos en efecto que
existen los Estatutos
como un Codex iuris
particularis de la Prelatura, sí, e incluso que
las leyes universales de la Iglesia rigen esa Prelatura. Pero, como se ha
visto, ni ese Codex se da a conocer a los
fieles en su textualidad, ni realmente se cumple: sea
por acción o por omisión, sea por exceso o por defecto, habitualmente es
sustituido por documentos secretos que inculcan de continuo la sumisión
a los Directores. Y toda la pastoral interna se orienta en esa dirección, bajo
un criterio de confianza que al súbdito se le exige siempre y que éste
no puede retirar ni discutir en la práctica.
Si las normas de vida no se publican ni se sujetan
a un debate humano, porque son secretas o porque no lo son pero se mantienen
en secreto, entonces toda opinión y sana crítica sobre ellas tenderá a
considerarse “conspiración”: ¡exactamente igual a como ocurre en los Estados
totalitarios que desconocen el principio de legalidad! En puridad, toda la
“normativa interna” del Opus Dei —una buena parte de sus “documentos secretos”,
muchos calificados ahora de experiencias, pero cuya observancia se exige
como si fueran leyes— carece de entidad canónica y, por tanto, de legitimidad
objetiva, pues no ha sido debidamente promulgada ni aprobada, ni examinada por
la Santa Sede si fuera necesario. Ergo: ni es exigible, ni puede obligar en
conciencia.
5. LA ORGANIZACIÓN “DESORGANIZADA”
DEL OPUS DEI
En la formación de los fieles de la Prelatura se insiste
en que la Obra es una organización desorganizada, y aun parece de “buen
espíritu” desentenderse de los temas canónicos, porque el discurso de los
derechos y obligaciones parece reñido con los deseos de entrega y de servicio a
Dios o con la disponibilidad personal. De hecho ad intra, de puertas adentro de la Prelatura, el aspecto
canónico ha carecido siempre de consistencia, como si fuese algo externo o
exterior a la vida vivida: un simple “ropaje jurídico”
que el Vaticano exige a todas las instituciones de la Iglesia y que, en el caso
del Opus Dei, ha sido problemático desde sus comienzos. Así se ha actuado
siempre.
Y, sin
embargo, las leyes son muy importantes, también en la Iglesia, porque protegen
los derechos de todos y ayudan a evitar los abusos, tanto de los súbditos como
de los superiores, y más todavía en las instituciones eclesiásticas cuando
éstas poseen un derecho particular propio. Y éste es el motivo por el que la
Iglesia exige aprobación canónica a toda organización intraeclesial que pretende de los fieles compromisos específicos
de naturaleza moral que se añaden a la común condición bautismal.
Podría pensarse que los fieles de la Obra no carecen de
alguna responsabilidad por ese desconocimiento de los aspectos canónicos de su
compromiso o de lo relativo a su institución. Cierto, pero cierto sólo en
parte, pues el solo hecho de preguntar e inquirir sobre estos temas suele ser
percibido por los Directores como “actitudes de desconfianza”. Y en un ambiente
opaco, proclive a un gobierno “totalitario en colegialidad”,
la manifestación de cualquier deseo de clarificación suele estar mal vista por
quienes gobiernan. A los “inquietos” se les complica la vida: más tarde o más
temprano conduce al choque, al enfrentamiento, a la marginación y, no pocas
veces, a la dimisión. Enterarse, investigar, beber en otras fuentes distintas
de las “oficiales” internas, saber “demasiado”, salirse del guión de lo
establecido, de lo que siempre se ha dicho o de lo que está previsto, etcétera,
son las actitudes que tarde o temprano conducen a la denuncia de cuanto no es
conforme al derecho y a la doctrina de la Iglesia. Y, tarde o temprano, a la
expulsión de la institución.
No vale la
pena chocar contra el muro. Es mejor aprender a moverse con habilidad, con
agilidad, y sobre todo con claridad de conciencia. Hoy por hoy, a la
institución le resulta imposible asumir ninguna autocrítica. Más parece presa
del pánico ante el riesgo de desviarse de lo establecido por el Fundador: allí
donde éste dejó una silla en determinada posición, allí se levanta una placa
testimonial que da fe del hecho, y allí debe quedar aquella silla de por vida,
foto fija, en idéntica posición. Es una fidelidad materialista, que comienza a
ahogar la libertad de espíritu creativa y parece alumbrar una nueva generación
de fariseos, celosos de la letra muerta de la ley, que entierran —eso sí, con
toda reverencia— el talento recibido.
En fin, el funcionamiento actual del Opus Dei es
deliberadamente opaco porque su Prelatura es cualquier cosa menos algo
“desorganizado”. Y así se da la paradoja de que en su realidad existencial conviven una “consciente ignorancia” de muchos sobre la
realidad objetiva de su propia institución y un “peculiar desdén” por las
normas canónicas, para aceptar luego en su lugar —ad intra
y sin reparos— un normativismo asfixiante fuera de
toda regla.
Podría
decirse entonces: ¡pues peor para ellos! Sí, pero el asunto es muy grave porque
tales modos de hacer conllevan verdaderos atentados a los derechos
fundamentales de fieles concretos, y violaciones del ordenamiento canónico
vigente, practicados “en nombre” de Dios y de su Iglesia, o supuestamente con
su aprobación. Dicho con otras palabras, no estamos
sólo ante un funcionamiento extra legem, sino
también ante un obrar contra legem, que deriva
con facilidad hacia los comportamientos de “secta”.
De ahí la
necesidad, cada día sentida con mayor urgencia, de que la jerarquía ordinaria
de la Iglesia Católica sea consciente de estos hechos y, como proceda, ejerza
su función de vigilancia del “buen espíritu” de comunión, garantizando a los
fieles la observancia de la disciplina común.
6. EL PRINCIPIO DE LA LIBERTAD DE
LAS CONCIENCIAS
Según los Estatutos
del Opus Dei (número 27 §3, 1º), cuando los fieles de la Prelatura formalizan
su entrega, se comprometen a permanecer bajo la jurisdicción del Prelado y
de las demás autoridades competentes de la Prelatura, para dedicarse fielmente
a todo aquello que atañe al fin peculiar de la Prelatura. Y, sin embargo,
en ese momento los fieles suelen ignorar que el “espíritu del Opus Dei”, que
alienta ese fin, suele entenderse como un hongo expansivo, omniabarcante,
nunca delimitado en la norma estatutaria y, al contrario, explicitado en una
amplísima variedad de “indicaciones”, “criterios”, “experiencias”, cuyo
cumplimiento se exige como fidelidad a un querer divino.
¿Es esto correcto? Salvo en el caso de Jesucristo: verus homo sed non merus
homo al decir de San Ambrosio, o bien perfectus
Deus, perfectus homo
según la fe atanasiana, no puede identificarse jamás
un “carisma fundacional” ni con la voluntad de su Fundador ni menos con su
vida. Por tanto, siempre será necesario distinguir entre “lo inspirado” por
Dios y lo caduco del carismático. Y ahí el juicio del discernimiento jerárquico
es fundamental para trazar la frontera, más incluso que la propia
experiencia de vida de los Fundadores, ya que el desarrollo de los carismas
les trasciende en la historia de la salvación.
Así pues,
de modos diversos en la historia, la Iglesia ha venido traduciendo las
espiritualidades difusas en compromisos canónicos explícitos, reglas concretas
para ayuda de sus fieles, y siempre bajo una ley común de libertad de las
conciencias: el verdadero santuario donde el Espíritu de Dios habla
directamente a cada uno. En el caso del Opus Dei, su Codex iuris particularis
de 1982, y sólo ese Codex, es el núcleo de
lo permanente.
El normativismo acanónico, tan propio de la Prelatura actual consiste
precisamente en que considera como “manifestaciones de espíritu” toda una
espiral inacabable y asfixiante de indicaciones humanas, la “letra muerta” del
pasado, que son consideradas “tradición de la etapa fundacional” por remontarse
a experiencias de vida del Fundador. Son entonces múltiples los “criterios”
reguladores de la vida de los fieles, al modo de una “normativa carismática”, y
es constante la emanación de concreciones, nunca consideradas como algo
meramente coyuntural.
Se llega
hasta los extremos ridículos de determinar las medidas de los cuartos de baño,
de las habitaciones de un Centro, de la disposición de los armarios, del uso de
la televisión, de la revisión de toda facturación como práctica inexcusable de
pobreza, del número de películas que pueden verse cada año en vídeo, o cada
mes, del uso de la radio en los coches, y un largo y extenuante etcétera de
menudencias, más propio de neuróticos que de personas normales. Son rigideces continuas que van encorsetando la vida espontánea
y llegan a ahogar el fervor de la piedad. ¿Es eso el “espíritu esculpido” en
piedra, que decía el Fundador?
Este gobernar a partir de notas anónimas y
numeradas, o de criterios de todo tipo, enunciados como tales por la
propia institución, evidencia un proceder escasamente canónico y nada sensible
a la libertad y a la confianza en la Iglesia y en sus fieles. Suele
justificarse diciendo que lo importante son las virtudes de las personas, no el
derecho, y que los “criterios” son como “guías prácticas” de la conciencia
personal: esto es, modos de concreción de las virtudes según el “espíritu
secular” que debe encarnarse.
Sin
embargo, este hecho muestra otro problema más de fondo, y es éste: que suele
considerarse función del munus regendi la guía “personal” de las conciencias ajenas.
De ahí la afirmación —reiteradamente comentada en esta web
y denunciada por otros ante la Santa Sede— de que la dirección espiritual
personal es impartida por la institución y no por personas singulares. Y de ahí
también la necesidad de cuadricular —se dirá, mejor, que es una ordinatio rationis
oportuna y conveniente— la vida de los fieles. Pero, si no actuáramos con ese
control, ¿cómo asegurar entonces la fidelidad al “espíritu” fundacional?
Respondo,
interrogando primero: ¿acaso la obediencia al Codex particular aprobado por la Iglesia
no es suficiente garantía? Ciertamente, lo es. Sin embargo, en el caso del Opus
Dei actual, su peculiar duplicidad normativa hace que debamos formular otra
pregunta previa: ¿de qué “espíritu” se está hablando?, ¿de
los Estatutos aprobados por la Sede Apostólica o de esas otras
“experiencias” que sistemáticamente han sido hurtadas a su juicio de
discernimiento? He aquí el problema más de fondo que está provocando ese tipo
de gobierno opaco, acanónico, en cierto modo
fraudulento, que además oculta sus pautas de decisión. Y, en este cuadro, lo
único cierto es que, en nombre de Dios y de su Iglesia, a los fieles de la
Prelatura no se les puede exigir cosa distinta de lo aprobado por la Santa Sede
y normado por sus leyes universales: sólo esto queda bajo la obediencia
canónica.
7. CONCLUSIÓN
Como resultado de su régimen acanónico,
“autojustificado” en el carisma transmitido, el
Prelado del Opus Dei practica hoy, de hecho, un gobierno de las conciencias y
de las personas sin restricciones, sin condiciones de legalidad ni de respeto a
los derechos de los fieles, y sin dar cuenta de nada a nadie, al más puro
estilo totalitario y absolutista. Y, desde luego, hoy en la Iglesia no puede
aceptarse que unos gobernantes puedan obrar a su arbitrio así, sin contrapesos,
y menos “en nombre de Dios”, y además autoconsiderándose
jerarquía de la Iglesia cuando de facto el gobierno espiritual es
ejercido por laicos.
La
sencillez, la verdad y la transparencia, son características del espíritu
evangélico y de quienes viven la vida del Espíritu, siempre contrario a la
opacidad del engaño. Y la Iglesia y sus instituciones, en cuanto estructuras
al servicio de la comunión con Dios, deben distinguirse necesariamente por
su transparencia y por su rectitud. No hay campo para justificar la “doblez canónica”, ni aun excusada en el proteccionismo
de los débiles, menos aún cuando existen Estatutos
aprobados por la Santa Sede.
Hoy por hoy, el Opus Dei es una institución eclesial que
parece instalada en la preocupación por su imagen exterior y en la
perplejidad por sus contradicciones íntimas. Se pretende vivir un carisma
supuestamente secular, pero su habitual estilo de vida, su organización y los
compromisos reales de sus fieles célibes, gradualmente se van acercando a los
regímenes de las familias religiosas monacales, aunque sin la profesión de los
votos ni la consagración formal. Su actual forma canónica de Prelatura personal
le da un carácter marcadamente clerical, pero esto contrasta a su vez con el
hecho de que sus Directores sean laicos en su mayoría, con la obligación de
gobernar colegialmente, lo que no parece muy propio de la jerarquía unipersonal
que vertebra la comunión eclesial. Y encima, como ya
se ha dicho, se tiende a vivir según una “normativa carismática acanónica”, cuyo régimen no coincide en una parte muy
sustantiva con el de su aprobación pontificia.
Todas
estas incoherencias reclaman estudios de clarificación, para que lo válido del
carisma no se vea oscurecido. La figura histórica de su Fundador debería
mostrarse con sus limitaciones humanas, de aciertos y errores, dejando a un
lado las manipulaciones bienintencionadas que reinterpretan el pasado a
conveniencia. Afrontar con rectitud esta clarificación, cambiando lo que haya
que cambiar delante de Dios, es un presupuesto para que la institución se
purifique de sus espacios opacos y humildemente pueda caminar por las sendas
del amor divino en un servicio auténtico y veraz a las almas.
De inmediato, lo urgente, lo necesario, lo más fácil y
accesible, es que se cumplan los Estatutos
aprobados, con un mínimo de sentido canónico, superando el normativismo
acanónico que ahoga la libertad de espíritu y la
libertad de las conciencias. Debería evitarse también la duplicidad de
un obrar diverso —en paralelo— al de sus aprobaciones eclesiásticas. Y si
después —tras esta purificación interior de la propia “memoria histórica”—
pareciese conveniente modificar en algo los Estatutos,
bien podría emprenderse la tarea por los cauces establecidos, pero sin ocultar
nada a las autoridades de la Iglesia. O ¿acaso alguien piensa que el carisma de
la espiritualidad secular continúa todavía sin ser comprendido en el
seno de la comunidad cristiana?
Entretanto,
es evidente que los fieles del Opus Dei tienen perfecto derecho a conocer la
literalidad textual de su Codex iuris particularis,
como también tienen derecho a resistir que arbitrariamente se les impongan
comportamientos “en nombre de Dios” —por ejemplo, las manifestaciones de
conciencia a sus Directores— censurados por los cánones universales. Y, desde
luego, el recto ejercicio de la libertad de investigación, de estudio y de
comunicación sobre todos estos temas, es un buen paso para caminar en la
dirección correcta. ¿Se comprende ahora mejor por qué son muchos los motivos, y
también muy sólidos, para leer y escribir en esta web
tan formidable?
¡Dios
bendiga a Agustina ad multos annos!