LA VOZ DE LOS QUE DISIENTEN
Isabel de Armas
CAPÍTULO I
Qué
es un santo
«Yo he sido muy crítico con el Opus Dei y con su fundador, y digo que
he sido porque ya no me atrevo a serlo. Ahora es santo, cuenta con todas las
bendiciones del Santo Padre, y eso a mí me merece mucho respeto.» Así se
expresa un filólogo que me escribe desde Huesca. Más rotunda aún se muestra una
ex numeraria histórica, que llegó a ser expulsada de la Obra por el propio
Escrivá, cuando dice que ella ya no puede ir abiertamente en contra del Opus y
de su fundador, porque ahora es santo, y lo de la santidad viene a ser como un
dogma de fe para todo católico practicante, y ella lo es.
He elegido como prototipo estas dos opiniones, pero son muchas las
cartas que he recibido en las que el o la remitente trata este tema. También
han sido numerosas las llamadas telefónicas y las entrevistas personales en las
que el asunto de tan polémica y discutida subida a los altares ha salido a
relucir.
El 1 de octubre de 2002, vísperas de la canonización de Josemaría
Escrivá, el teólogo Casiano Floristán escribía en el Diario de Navarra: «Con libertad de espíritu y afecto cristiano me
permito sugerir unas modestas ideas para gente perpleja en esta cuestión y en
esta hora». De su escrito merece la pena destacar tres puntos que me parecen
importantes.
·
La canonización de un cristiano, acto reservado al
Papa, ha ocasionado con frecuencia discusiones ya que, al reconocerse
públicamente la santidad de una persona en una solemne eucaristía papal, se la
propone como modelo para los católicos de todo el orbe. Sin embargo, no todos
los santos son iguales, ni todos los ejemplos de santidad son unánimemente
aceptados. Los cristianos tienen libertad de elegir como propio el nombre de un
santo, rezar a quien más les complazca de la corte celestial y, si son
coherentes, seguir la senda que recorrió antes un admirable imitador de
Jesucristo. Por «sentido de fe», el pueblo ha sabido ensalzar a unos santos y
desestimar a otros.
·
La santidad, como valor fundamental cristiano, está
por encima de una canonización concreta. Hay más santos sin peana que con ella.
Dicho de otra manera, un cristiano puede estar lejos de un proceso de
canonización, con tal de que aprecie el valor de la santidad. En fin, que se
puede disentir del modelo de santidad que refleja el fundador del Opus Dei y
sentirse más cerca de otras figuras que el pueblo considera ya santas, por
ejemplo Juan XXIII y el obispo salvadoreño Óscar Romero.
·
La santidad es plural, como son diferentes las
personas; las culturas y las épocas. Ahora bien, al ser los santos imitadores
de Cristo, deberán seguirlo en lo medular, en el compromiso y las acciones. Hoy
podemos considerar santo a un cristiano entregado (que está al servicio de los
más necesitados), que sabe perdonar (que concilia y reconcilia), que obra con
justicia y libertad (el reino de Dios es su causa), que se encara con los
ídolos (el dinero, el poder), que vive la cercanía de Dios (que dialoga con Él)
y que reacciona evangélicamente ante la vida y la muerte (pues sus valores son
los de Jesús). Quien así obra será santo, suba o no a los altares.
Para quien no desee meterse en mayores berenjenales, estos tres puntos
pueden resultar suficientemente aclaratorios y tranquilizadores, pero a otros
pueden parecerles insuficientes, y a otros más, innecesarios, como es el caso
de un amigo, conocedor de la Obra por estar rodeado de familiares miembros de
la misma, que me decía: «Yo, después de la canonización del San Marqués, es que
ya paso de todo». Una postura entendible, pero también demasiado fácil. Y, para
no caer yo también en lo facilón, he intentado profundizar en el tema. En esta
tarea me ha resultado de gran ayuda el trabajo realizado por Wolfgang Beinert,
profesor de Teología sistemática y de los dogmas en la universidad de Ratisbona
(Alemania), y publicado en la Stimnzen
Der Zeit, revista de los jesuitas alemanes. Dicho artículo está traducido y
condensado en la revista Selecciones de
Teología 166 (2003), pp. 83-92, con el título «¿Qué son los santos?».
Lo primero que destaca W. Beinert es que el fenómeno de la santidad ha
fascinado, sin excepción, a todas las religiones. Los judíos profesan devoción
a sus rabinos famosos, los budistas veneran a sus «iluminados» (llamados lamas
en el Tibet), el hinduismo admira a los «maestros» (gurús) y el islam a los
«místicos» (sufíes).
También las diversas confesiones cristianas veneran a los santos. Los
pro-'testantes se opusieron a los abusos de la piedad popular, recibidos en la
Edad Media, y condenaron las formas de culto de los santos. Pero nunca negaron
la existencia de personas santas, ni tampoco su merecida veneración. «Sólo la
Iglesia católica -especifica Beinert- posee un secular procedimiento,
centralizado en Roma, para reconocer la santidad auténtica de un fiel
cristiano.»
¿Qué
es un santo? ¿Qué relevancia tiene la santidad para la vida cristiana? ¿Qué
procedimiento se sigue en la Iglesia católica para reconocer la santidad de
alguno de sus fieles? ¿Qué puede decirse de este procedimiento y de lo que
implica? Éstas son algunas de las preguntas que pueden planteársenos ante los
complejos procesos de beatificación y canonización propios de la Iglesia
católica. Procesos que, últimamente, han sido noticia para propios y extraños,
sobre todo teniendo en cuenta la discutida personalidad de algunas de las
personas que han merecido llegar al honor de los altares.
Al referirse a la devoción de los santos, el profesor Beinert señala
que este fenómeno tan universal nos lleva a aceptar en la naturaleza social
humana una necesidad de ideales y modelos éticos. «Los santos -dice- son los
héroes religiosos.»
Las religiones prometen vida más allá de la muerte y recompensa para
el bien obrar de la tierra. De ahí la creencia común de que los hombres y
mujeres que mejor vivieron su fe, gozan ahora ante Dios de especial favor y
poder y pueden interceder por nosotros en las contrariedades de esta vida. Ello
explica la veneración de los santos y que les pidamos beneficios espirituales o
materiales.
Al analizar la palabra «santo», Beinert descubre gran variedad de
significados y siempre con un sentimiento analógico. Se trata de cosas santas
por su mayor o menor relación con un «analogatum princeps». Dios es el Santo,
el absolutamente santo. Dios es santo en sí mismo y sin relación a otra persona
o cosa. La santidad es un atributo divino que no puede describirse. Todo lo que
se refiere a Dios es santo. Lo que no es Dios, no es santo. La
santidad de Dios no depende de nada, es absoluta, pero Él la ha querido compartir
con sus criaturas. Esta divina solidaridad con los seres humanos permite
afirmar que cuanto entra en relación con Dios puede llamarse santo, bien que en
un momento posterior o como algo derivado del «analogatum princeps». «Hay
cristianos que se toman muy en serio el seguimiento de Cristo, el Santo de
Dios. Éstos se merecen de manera especial el atributo de santos», escribe san
Pablo en su primera Carta a los Corintios.
Merecen el nombre de «santos», en primer lugar, los «mártires»
(vivieron prisión, testimonio de fe y muerte violenta) seguidos de los
«confesores» (que, por amor a Cristo, sufrieron condena, cárcel y torturas, sin
llegar a la pena capital). Cuando, en el siglo IV, el cristianismo deviene
religión del Estado, ya no se dan persecuciones sangrientas. Entonces surgen en
la Iglesia cristianos que viven tan austeramente su fe que merecen ser llamados
«mártires blancos». Son los monjes y las
vírgenes, los ascetas, los ermitaños y los
anacoretas. A todos ellos se les reconoce una particular santidad.
Ya en la Edad Media la Iglesia admiró y veneró la santidad de aquellos
cristianos que vivían el Evangelio de forma poco común (obispos, misioneros,
teólogos, miembros de órdenes de caballería). El santo es entonces un héroe
moral. Y, puesto que al final de la época antigua se había infiltrado en el
cristianismo un cierto dualismo, caracterizado por la oposición al cuerpo, se
privilegió la perfecta continencia y castidad. Así, en 1320 santo Tomás de
Cantilupe fue canonizado porque amaba tanto la castidad que ni aseaba su cuerpo
ni se atrevía a abrazar a sus hermanas. En el siglo XIV, el único laico
canonizado fue san Eleazar de Sabrau, quien, en veinticinco años de convivencia
matrimonial, no consumó nunca su matrimonio.
¿Qué significa «canonizar»? «Canonizar» significa inscribir a alguien
en la lista de personas santas, en sentido bíblico. El santo canonizado merece
culto litúrgico. Se le asigna un día en el calendario, se hace memoria de él en
la liturgia de las horas y en la celebración eucarística. Puede también ser
declarado patrono de una iglesia local y recibir veneración privada por parte
de los fieles.
¿Cómo
se llega, de hecho, a ser un santo reconocido? La Iglesia ha desarrollado un
procedimiento singular para ello, que ha sufrido considerables cambios a lo
largo del tiempo. El procedimiento actual es relativamente reciente y se
remonta al año 1983, habiendo sido promulgado por Juan Pablo II. Se distingue
entre santos y beatos. La beatificación tiene como consecuencia que la persona
beatificada sólo puede ser venerada en una diócesis determinada o en una
congregación religiosa específica. La canonización, por el contrario, permite
la veneración por parte de la Iglesia Universal. El testimonio, el milagro y la
veneración son de vital importancia para el procedimiento de la canonización.
Al
referirse a los actuales procesos de canonización, el profesor Beinert no puede
ocultar su malestar, y el de otros muchos, al comprobar lo siguiente. Cada
causa, al ingresar en la congregación, recibe rigurosamente un número de
protocolo. Pero tanto la congregación como el mismo papa pueden promocionar una
causa o congelarla.
Los
motivos no son siempre bien comprendidos -escribe textualmente-. Canonizar un
determinado santo conlleva un hecho de significado «político». ¿Se trata de
motivos reales y objetivos o su actualidad depende del juicio de Roma? Ahí
radica el disgusto de muchos fieles cristianos por la canonización del Padre
Pío y Josemaría Escrivá (1). Su conducta personal en vida y el
posterior comportamiento de sus seguidores no han dejado de levantar sospechas.
(1) Son muchos los que han sentido desazón, desaliento o escándalo ante la canonización de
monseñor Escrivá. M.ª Angustias
Moreno lo expresaba con claridad en
su libro El Opus Dei. Entresijos de un proceso, pp. 45 y 46. Canonizando a Escrivá -escribe- quedaría canonizado: el culto desmedido a la
persona de un fundador, por el hecho de serlo y promocionado por él mismo; el
afán de poder en todas sus esferas,
como razón de eficacia cristiana; el secreto como prerrogativa de eclesialidad;
la mentira como sistema de eficacia; la negación de la conciencia personal, el
avasallamiento de ésta so pretexto de
voluntad divina; el aniquilamiento mental del individuo, mediante el
sometimiento, la manipulación y el secuestro mental, en concepto de generosidad
o entrega a Dios; la ficción; la suficiencia y el totalitarismo como sistema de
autoridad; la doblez, el engaño y el sectarismo; el sistema de desprestigios e
insultos a los que recurren, como única
posibilidad de razonamiento o respuesta
para cualquier disconformidad con una institución como la Obra, al fin y al cabo una de tantas.
La
canonización es un proceso jurídico que ratifica la ejemplaridad de una vida cristiana,
consumada a veces con el martirio a causa de la fe o notoriamente marcada por
el ejercicio de las virtudes morales vividas en grado heroico. El juicio del
papa, que, según la teología oficial de la Iglesia, es infalible en los
procesos de canonización (no así en los de beatificación), confirma que estos
santos gozan eternamente de la comunión de vida con Dios. Con ello quedan
claros los límites y significado de este proceso. He aquí sus principales
limitaciones:
1.
El juicio papal tiene carácter «aseverativo», no «exclusivo»; afirma que un
santo vive en la eternidad divina. El papa sólo quiere resaltar el carisma más
sobresaliente de la persona canonizada y mostrarlo como ejemplo a los
creyentes.
2. Se trata de un juicio que «permite», no «obliga». Permite venerar e
invocar a un santo o a una santa. Pero no obliga a sentir o manifestar
devoción. Nadie tiene obligación de profesar veneración a un determinado santo,
y menos aún a su peculiar manera de «ser cristiano».
3. La declaración papal es «escatológica», no histórica. Afirma que el
santo y la santa, una vez acabada su vida terrena, ha alcanzado la gloria
celestial. No afirma que todas sus actuaciones u omisiones fueran buenas,
cristianas y correctas.
Los santos han sido pecadores. Incurrieron en los errores de su
tiempo. Su horizonte teológico era limitado. El honor que la Iglesia tributa a
los santos no se extiende tampoco a sus escritos (que la crítica puede
considerar mediocres o malos), ni a sus instituciones o fundaciones. «Por esto
-puntualiza Beinert-, la canonización de Josemaría Escrivá no sustrae a la
crítica ni los aforismos de Camino ni
al Opus Dei.»
El santo es la persona más propia y auténticamente humana; es el
hombre humano por definición. En la medida en que alguien está en comunión con
Cristo es santo, con peana o sin peana, y, en consecuencia, vive lo humano con
todas sus fuerzas. Pienso que viene al caso aquello de: «Ni son todos los que
están ni están todos los que son».
Y tan sabio refrán encaja aquí como anillo al dedo si tenemos también
en cuenta que, ante una amenaza de inflación de santos, el papa Pablo VI
intervino en 1969, mandando borrar del catálogo oficial y del calendario
litúrgico a más de cuarenta santos.
La lista de santos y santas eliminados es la siguiente: Mauro, 15 de
enero; Pablo el Ermitaño, 15 de enero; Prisca, 18 de enero; Martina, 30 de
enero; Domitila, 12 de mayo; Bonifacio de Tarso, 14 de mayo; Venancio, 18 de
mayo; Prudenciana, 19 de mayo; Modesto y Crescenda, 15 de junio; Juan y Pablo
mártires, 26 de junio; Alejo, 17 de julio; Sinforosa e hijos, 18 de julio;
Margarita de Antioquía, 20 de julio; Práxedes, 21 de julio; Cristóbal, 25 de
julio; Susana, 11 de agosto; Eusebio, 14 de agosto; Hipólito, 22 de agosto;
Sabina, 29 de agosto; los doce hermanos mártires, 1 de septiembre; Lucía y
Germiniano, 16 de septiembre; Eustaquio y compañeros mártires, 20 de
septiembre; Tecla, 23 de septiembre; Cipriano y Justina, 26 de septiembre;
Plácido y sus compañeros mártires, 5 de octubre; Baco y Apuleyo, 7 de octubre; Úrsula
y sus compañeras mártires, 25 de octubre; Trifón, Respicio y Ninfa, 10 de
noviembre; Félix de Valois, 20 de noviembre; Crisógomo, 24 de noviembre;
Catalina de Alejandría, 25 de noviembre; Bibiana, 2 de diciembre; Bárbara, 4 de
diciembre, y Anastasia, 25 de diciembre.
Ante
esta reducción drástica, una de las primeras decisiones durante el papado de
Juan Pablo II fue la de decidir aumentar el número de santos. El papa Wojtyla
expuso sus intenciones en la introducción al apéndice I del reformado Código de
Derecho Canónico sobre la «causa de los santos», y en el documento reconocía
que «debido a experiencias recientes se ha considerado oportuno revisar esta
forma de procesos para simplificar las normas, salvaguardando naturalmente la
solidez de la investigación».
El Opus Dei se ha sumado a esta carrera imparable de
nuevos santos y, tan sólo un año y medio después de que Juan Pablo II
canonizara a San Josemaría, el 5 de marzo de 2004, arrancaba en Roma el proceso
de canonización de Álvaro del Portillo, sucesor de Escrivá al frente de la
Obra. Y todo indica que llegará a los altares con la misma celeridad.
Junto al que fue la «sombra» del fundador, la Obra cuenta con otros
seis santos en cartera y con proceso abierto: Montse Grasses, Ernesto Cofiño,
Tony Zweifel, Isidoro
Zorzano, Eduardo Ortiz de Landázuri y Guadalupe Ortiz de Landázuri. Los
procesos están en manos de un equipo de postuladores bien engrasado, al que dicen
que no hay abogado del diablo que se le resista. Pero sobre todo, cuentan con
la protección de Su Santidad (2).
2. Mientras corrijo las
pruebas del presente libro, todos los medios de comunicación se hacen eco del
fallecimiento de Juan Pablo II.
3. R. W.
EMERSON, Hombres representativos, del
capítulo «Platón, o el filósofo», Barcelona,
Ibérica, 1947.
Líderes
carismáticos y líderes
inspiradores
«Homero, Platón, Rafael, Shakespeare... Estos
hombres magnetizan a sus contemporáneos de tal manera, que sus compañeros
pueden hacer, gracias a ellos, lo que jamás hubieran podido hacer por sí
mismos; y de este modo, el gran hombre vive en varios campos, y escribe, o
pinta, o actúa con varias manos; y pasado algún tiempo ya no es fácil decir
cuál es la obra auténtica del maestro y cuál pertenece únicamente a su escuela.
» Así se expresa R. W Emerson en su obra Hombres
representativos (3).
En
el transcurso de una reciente charla que mantuve con una ex numeraria de los
llamados «primeros tiempos», la cual conoció a san Josemaría muy de cerca, le
pregunté -en plan algo provocador- acerca del grado de magnetismo de Escrivá, y
si pensaba que era digno de ser incluido en la galería de «hombres
representativos» apuntada por Emerson.
Después
de dejar bien claro que ella nunca se sintió hechizada por el personaje que
tratamos y que, además, él lo detectaba, responde:
Intelectualmente,
su medida era corta, corta. Básicamente era un hombre de fe; de fe que quiere
arrastrar a su causa a todo lo que le salga al paso. También era orgulloso y
soberbio. Bueno, decir que era orgulloso y soberbio me parece demasiado decir,
ya que creo que no daba la talla para eso. Era vanidoso, enormemente vanidoso.
Sí, así de simple, era simplemente vanidoso. De lo contrario, ¿cómo se explica
uno que disfrutara poniéndose el atuendo de «prelado doméstico», y que pasara
al planchero, para pasearse así vestido, tan contento, delante de las
sirvientas a las que pretendía extasiar, y a una mayoría extasiaba?
Me quedé pensativa. Porque una persona vanidosa, fundamentalmente
vanidosa, suele ser inofensiva, es decir: ni buena ni mala. Una persona
vanidosa suele ser proclive a los halagos, y, por lo mismo, muy receptiva al
regalo adulador, pero, en el fondo, «ni fu ni fa».
Es cierto que los nombramientos, las cruces, los honores, las
distinciones y los títulos, le volvían del revés. Así, a lo largo de los años
cincuenta es condecorado con la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, la Gran Cruz
de San Raimundo de Peñafort, la Gran Cruz de Isabel la Católica, etcétera; en
1960 recibió el doctorado honoris causa por
la Universidad de Zaragoza, y años más tarde fue nombrado «hijo predilecto de
Barbastro», su ciudad natal. Igualmente cierto es el asunto de la «mitra
episcopal», cuando en 1950 puso en marcha a Álvaro del Portillo para perseguir
el nombramiento de obispo para el fundador, y parece ser que estuvo a punto de
conseguirlo, de no ser porque el asunto fue frenado en el último momento por
intervención de algunos miembros de la Compañía de Jesús muy próximos a Pío
XII. Finalmente, sus ansias de grandezas quedaron coronadas a finales de la
década de los sesenta con la adquisición del marquesado
de Peralta.
Vanidad de vanidades que tanto contrasta con su n.° 677 de Camino: «Honores, distinciones,
títulos..., cosas de aire, hinchazones de soberbia, mentiras, nada». Su
hagiógrafa, Pilar Urbano, abunda en este punto, cuando escribe en su
hagiografía: «Este voluntario eclipsamiento, tan opuesto a la tendencia natural
de cualquier trayectoria humana, que lo que busca es despuntar, sobresalir,
ganar relieves de prestigio y de notoriedad social, Josemaría Escrivá lo
pretende desde siempre: hay ya una carta suya, en los primeros años treinta, en
la que declara al Vicario general de la diócesis de Madrid: "Cada vez veo
más claro que lo mío es ocultarme y desaparecer"» 4.
4. P. URBANO, El hombre de Villa Tevere: los años romanos
de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza y Janés, 1995, p. 346.
Asombroso, ¿no? «Sui generis», sí. Estoy de acuerdo con J. Estruch,
cuando en su Santos
y pillos, afirma al
referirse a Escrivá:
Por
más que sea hijo de su tiempo, no es un hijo cualquiera de su tiempo. La suya
es una personalidad fuerte y acusada; guste o no, es un auténtico líder
religioso; y la obra que ha dejado en herencia no es simplemente una más de las
tantas fundaciones de la Iglesia católica en el siglo XX. Por inspiración
divina, por habilidad personal o por todo un conjunto de esas bromas,
imprevistas e imprevisibles, que suele gastar la historia, monseñor Escrivá fue
un hombre que generalmente supo estar en el lugar adecuado y en el momento
oportuno (5).
5. J. ESTRUCH, Santos
y pillos: el Opus Dei y sus paradojas, Barcelona, Herder, 1994, p.
114. 6 Ibid., p. 100.
Además de vanidoso y con ciertas dosis de orgullo y soberbia, quienes
le conocieron de cerca -dejando aparte repulsas o atracciones personales- le
suelen definir como un personaje simpático y cordial, también un individuo
impulsivo, irascible, que fácilmente se irritaba. Un hombre asimismo ambicioso
y exuberante. Muchos destacan su capacidad de «dominio de las masas», sus
extraordinarias cualidades de «puesta en escena» y su «magnetismo». Todas estas
facetas que se destacan de su personalidad coinciden con los rasgos característicos
del personaje que Max Weber llama «líder carismático».
Todos reconocen, tanto los que le ven desde el polo negativo como los
que lo hacen desde el positivo, que era un hombre fundamentalmente de fe, que
actuaba impulsado por una gran ilusión y entusiasmo. J. Estruch escribe:
«Instrumento escogido por Dios y objeto de favores especiales, monseñor Escrivá
es un hombre tan baturramente convencido de que cuanto hace es voluntad divina,
de que es la Obra de Dios, que quien actúa contra él y contra el Opus actúa
contra Dios. Por esta razón se producen a lo largo de toda su vida
intervenciones sobrenaturales "cuando era menester"» (6).
(6) Ibid., p. 100.
Max
Weber entiende el término «carisma» como referencia a una cualidad
«extraordinaria» de una persona, independientemente de que ésta sea real,
pretendida o supuesta. En consecuencia, la «autoridad carismática» se referirá
a un dominio sobre los hombres, ya sea predominantemente externo o ante todo
interno, al que se someten los gobernados debido a su fe en la cualidad
extraordinaria de la persona específica. El brujo hechicero, el profeta, el
jefe de expediciones de caza y de saqueo, el cacique guerrero, el llamado
gobernante «cesarista» y, bajo determinadas condiciones, el jefe personal de un
partido, todos ellos son dirigentes de este tipo en relación a sus discípulos,
seguidores, tropas alistadas, partidos, etc. La legitimidad de su mando se basa
en la fe y la devoción por lo extraordinario, apreciado porque trasciende las
cualidades humanas normales y considerado originariamente sobrenatural. La
legitimidad del mando carismático se basa, por tanto, en la fe en poderes
mágicos, revelaciones y culto al héroe.
7 M. WEBER, Ensayos de sociología
contemporánea, Barcelona, Martínez Roca, 1972, pp. 361-362.
El dirigente carismático únicamente obtiene y mantiene su autoridad a
base de demostrar su fuerza en la vida (8.) Si desea ser profeta, debe realizar
milagros; si desea ser un jefe guerrero debe realizar hazañas heroicas. Sin
embargo, su misión divina debe «probarse» ante todo como tal en el éxito de los
que confían devotamente en él. Si éstos no tienen éxito, evidentemente no se
trata del señor enviado por los dioses.
Para el carismático, el reconocimiento de sus seguidores es
fundamental. Weber dice: «El depositario del carisma se encarga de la tarea
adecuada para él y exige obediencia a un grupo de seguidores, en virtud de su
misión. Sus pretensiones carismáticas fracasan si su misión no es reconocida
por aquellos a los que se considera enviado. Si lo reconocen, se convierte en
su jefe»(9). [...] «Los súbditos pueden otorgar una
"aceptación" más activa o pasiva a la misión personal del jefe
carismático. Su poder se basa en una aceptación puramente factual y emana de
una fiel devoción a lo extraordinario y desconocido, a lo que es ajeno a toda
norma y tradición, y que por tanto se considera divino (10).»
De Escrivá dicen que borraba a los que no sintonizaban con su mente o
no le seguían con una fe total. Si alguien le contradecía le podían dar ataques
de auténtica ira. Y entonces llegaba a humillar, amenazar, y acorralar y
aterrorizar.
Era sabido que, sin su conocimiento y aquiescencia, en la Obra no se
movían ni las hojas de los árboles de sus jardines ni las de las plantas que
decoraban los interiores de sus casas. Impuso inequívocamente su Führerprinzip, es decir, su jefatura
única e indiscutible, su voluntad omnímoda sobre todo y sobre todos y todas.
También es cierto que sabía desplegar todo su encanto y sus dotes
persuasorias para atraerse a individuos con marcada personalidad. Los
seguidores de Hitler hablan de facetas de su personalidad muy parecidas a estas
que comentamos. Ahora me viene a la cabeza el ejemplo de Goebbels, cuando,
después de haber sido hechizado de una vez para siempre por el Führer, anota,
fascinado, en su diario: «Hitler es el instrumento de un destino divino...
Amable, bueno y generoso como un niño. Sutil, astuto y suave como un gato.
Rugiente y feroz como un león».
El liderazgo carismático se basa en las cualidades casi místicas que
los partidarios de un líder le confieren. Esta forma de poder no está arraigada
en ninguna tradición ni se basa en una autoridad institucional; no reconoce
constitución alguna y se aparta por completo de lo que puede ser el poder de
alguien elegido en el marco de una democracia.
(8) M. Weber, op. cit., p. 306.
(9) Ibid., p. 302.
(10) Ibid., p. 306.
En
la creación del carisma tiene gran importancia la autosugestión; el líder
carismático tiene mucho poder sobre la imaginación y la psique. Recuerdo que en
mis tiempos de militancia en la Obra, cuando planteabas algún tipo de duda
acerca del fundador o su institución, los directores proponían una respuesta
estándar que era: «No pares un solo momento de pedir en tu oración:
"Señor, que lo vea. Que lo vea, Señor". Es seguro que te escucha, y
lo acabarás viendo».
Los éxitos en la expansión de su Prelatura y los incesantes esfuerzos
por crear un culto hacia su personalidad consolidaron o fueron consolidando el
reconocimiento de su carisma. La ideología Opus cultivaba un auténtico culto
religioso al Padre; deificaba su figura mesiánica.
¿Cómo
podía inspirar una devoción, en ocasiones, tan fanática? La respuesta es que
tenía carisma, que ejercía un poder personal, casi mítico, sobre los que le
rodeaban. No se anunciaba con brazalete y botas altas, sino con sotana, pero
actuaba como un auténtico Führer. El fenómeno Escrivá, yo lo he visto, daba pie
a que gente inteligente suspendiera la actividad de esa parte de nuestros
cerebros donde se aloja el pensamiento racional. Hay numerosos ejemplos de
personas con alto índice de inteligencia, que quedaban fascinadas por la figura
del Padre.
De Hitler también se han recopilado numerosos casos de obnubilados: Hermann
Göring, mariscal del Reich, llegó a decir: «Si Hitler te decía que eras una
mujer, salías del edificio pensando que eras una mujer»; el mariscal Werner von
Blomberg, ministro de Defensa alemán, declaraba que un cordial apretón de manos
del Führer podía curarlo de un catarro; uno de los oficiales de su Estado
Mayor, el general Walter Warlimont, recordaba que «casi ninguno de los grandes
comandantes con mando operativo que acudían al cuartel general para presentar
un informe o recibir órdenes era inmune a la abrumadora presencia de Hitler».
Un atributo clave de todo líder carismático es la tenacidad casi
sobrehumana mantenida a lo largo de los años y en cualquier circunstancia. De
su Obra, Escrivá decía: «El cielo está empeñado en que se realice».
El líder carismático se aferra sin pestañear a sus convicciones. En
Escrivá su convicción principal era la de creerse un elegido de la Providencia,
que tenía una misión salvadora. Tenía una fe inquebrantable en su propia
estrella: la Divinidad le envía, le dirige.
Tenacidad y fe indeclinable en su misión. Este factor es muy
importante para conseguir ganar muchos seguidores. Escrivá tenía un profundo
sentido de su misión, y nada ni nadie pudo desviarle de sus propósitos.
La esencia del liderazgo exitoso es tener y mantener una visión:
aferrarse sin vacilar a una visión. El líder carismático ofrece así a sus
seguidores un objetivo común con el que pueden identificarse sin reservas.
También es imprescindible saber venderse y saber vender su visión; han
de convencer a los otros de su valía y de la validez de su mensaje. La prédica,
el discurso hablado es aquí fundamental por persuasivo y eficaz, pero también
la palabra escrita, la imagen externa y el despliegue de persuasión a todos los
niveles es importante. Escrivá lo sabía bien y supo cuidarlo.
Inspirar a los demás es otro de los factores clave para un gran líder:
despertar los espíritus. Su ánimo, en ocasiones, resulta más importante que sus
acciones. El Padre, en este terreno, se movía como pez en el agua.
Finalmente,
un gesto importante del liderazgo -y no sólo del carismático- es el de exigir
grandes sacrificios a sus seguidores; muchas personas se sienten bien cuando
afrontan algún sacrificio, y hasta consiguen, entonces, liberar lo mejor de sí
mismos. Los gurús del liderazgo, a la vez que exigen sacrificios, saben
inyectar optimismo. Escrivá conocía que se trataba de un punto básico.
Podemos concluir diciendo que hay dos tipos de líderes: los
carismáticos y los inspiradores, y que san Josemaría, sin lugar a dudas,
pertenece al primer grupo. Cuando en un número de magia vemos al mago realizar
sus trucos, unos se fijan en sus manos y tratan de averiguar el secreto de esos
trucos, mientras otros se limitan a seguir sus evoluciones, dejándose llevar
por la sensación de asombro. Los primeros, que son los escépticos, seguirán a
un líder inspirador y siempre sospecharán de cualquier líder carismático.
Sinceramente, pienso que una cierta dosis de escepticismo es muy saludable y es
bueno favorecerla y alentarla.
San Josemaría creo que fue un carismático muy vanidoso. Pero también
estoy convencida de que un estudio a fondo, una verdadera biografía de este
importante personaje del siglo XX está todavía por hacer. Con mi experiencia y
la información que hasta mí ha llegado, puedo suscribir lo que Luis Carandell
ya apuntaba en 1975: «Creo que el fundador es una de esas personas que han
alcanzado tal grado de autoconvencimiento respecto de su propia misión en el
mundo que su sentido lógico queda completamente satisfecho con las justificaciones
que él mismo da de sus actos y del desenvolvimiento de su obra personal »11,
Se trata de lo que los psicólogos llaman «la inautenticidad auténtica».
El
estudio está todavía por hacer. Espero que, para el bien de muchos, surja
alguien suficientemente capacitado para llevarlo a cabo.
11. L. CARANDELL, Vida y milagros
de monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, Barcelona, Laia, 1975, pp. 85-86.
He
sido numerario durante más de diez años -desde los 15 hasta los 27- y tengo que
reconocer que durante la mayor parte del tiempo que permanecí allí dentro me
creí al pie de la letra todo lo que me decían: la Obra era perfecta, su fundador
el «enviado» o Mesías y nosotros, los numerarios, los «elegidos». Me ayudó a
abrir los ojos y a reflexionar un compañero de trabajo, al que empecé a tratar
en plan proselitista, pero poco tiempo después nos hicimos amigos de verdad, y
a los dos nos gustaba hablar abierta y sinceramente de todo lo divino y lo
humano. Cuando llegamos a tratar temas de fondo, él se quedó asombrado de mi
capacidad de mitificación y de mi convencimiento de que san Josemaría había
sido el Mesías del siglo XX. Me costó salir de mis «seguridades», ya que desde
los once años me las habían ido metiendo en el «coco»: todo lo referente al
Opus Dei y a su fundador era providencial, sagrado y producto de una
inspiración directa y exclusiva de Dios. Fue laborioso para mí el superar
aquellos maravillosos planteamientos inducidos y comenzar a formar mi propio
criterio. Hoy pienso que los mesianismos y los mesías no son saludables, es
más, que pueden llegar a ser peligrosos [...].
El caso (su caso) que este chico cuenta es más frecuente de lo que él
mismo cree. Muchas personas inteligentes y equilibradas han pasado por el mismo
proceso. Vladimir Feltzmann, ex sacerdote numerario y después sacerdote
colaborador del Cardenal Primado de Inglaterra, declaraba a Cambio 16 en marzo de 1992:
Había
entrado en la Obra a los veinte años. Una vez dentro nos dicen que el fundador
ha recibido inspiración directa de Dios. Él es el más puro, el más
transparente, el transmisor de la voluntad divina. Si uno ama a Dios, tiene que
atender lo que dice el fundador. Si uno se atreve a criticar, es que padece
orgullo intelectual. Pero en 1981 me dije: ¡Qué estúpido! ¿Cómo un doctor en
Teología, un máster en Ciencias, no puede advertir que Dios y el Opus no son la
misma cosa? El Opus había sido una barrera para mi contacto con Dios, porque
Dios es la verdad y el Opus está constantemente ocultando la verdad.
El caso de este crédulo muchacho es normal si tenemos en cuenta, como
Joan Estruch señala en sus Santos
y pillos (p. 99), que la
totalidad de la literatura hagiográfica destaca y magnifica este carácter de la
figura de monseñor Escrivá como «elegido», como «enviado», como «ungido». Pero
además es que es el propio fundador del Opus quien, con sus manifestaciones,
contribuye con frecuencia a ello. En el último periodo de su vida, básicamente
con dos tipos de comparaciones: por una parte, al presentar al Opus Dei como
«el pequeño resto de Israel», como el grupo de aquellos que por su fidelidad y
por su ortodoxia han sido escogidos por Dios con la misión de preservar la fe
de la Iglesia (una elección y una misión de las que Escrivá es, históricamente,
el instrumento por excelencia). Y, por otra parte, al poner de relieve que el
Opus Dei supone en la vida de la Iglesia una realidad nueva, equiparable sólo a
la de las primeras comunidades cristianas.
El fallecido periodista Luis Carandell, que tan bien caló la personalidad
de Escrivá sin tan siquiera conocerle, cuenta en su Vida y milagros
de monseñor Escrivá de Balaguer
(pp. 42-43) que en una ocasión
preguntó a un periodista amigo suyo, que pertenecía a la Obra, cuáles creía él
que eran los autores que más pudieron influir en monseñor en la época de la
gestación del Opus Dei. Él pensaba, por ejemplo, en los grandes místicos o
ascéticos del pasado, como santa Teresa, san Ignacio o santa Catalina de Siena,
o bien en escritores modernos como Ramiro de Maeztu, Unamuno, Ortega o el
jesuita padre Ayala, fundador de la Congregación de «Los Luises», de la que
surgió el núcleo inicial de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas,
o su primer presidente, Ángel Herrera. «Ante mi asombro -escribe Carandell-, y
con el aplomo de quien está repitiendo una consigna, mi amigo me contestó que
no había existido en monseñor ningún tipo de influencias intelectuales, por el
sencillo hecho de que el Opus Dei había sido inspirado por Dios en su mente y
Dios no acostumbra a compartir influencias intelectuales de ningún tipo.»
El mismo fundador lo daba a entender claramente. En un coloquio
celebrado en la capilla Barbazana de la catedral de Pamplona con un grupo de
periodistas, el corresponsal de France-Presse en España le preguntó:
-¿A
qué atribuye usted el gran desarrollo del Opus Dei en el mundo?
A
lo que el Padre respondió:
-¿Usted
se lo explica? Yo, no. Humanamente no tiene explicación. Es Obra de Dios y sólo
El podría satisfacer su curiosidad.
Y a partir del momento en que el Señor manifiesta a Escrivá cuál es el
camino que debe seguir, su personalidad providencial se rodea de un halo de
misterio, se agiganta y se va haciendo progresivamente inaccesible. Sus hijos
tienen que hacerse niños que idealizan a su padre, lo mitifican y lo colocan en
un pedestal, poniendo todos los medios para mantener intacto lo que en el Opus
Dei se denomina su «carisma fundacional». La personalidad del Padre es la
piedra angular sobre la que se sostiene todo el edificio de la Obra, y como
consecuencia surge el culto a la personalidad del fundador, que crece y crece
sin límites hasta llegar a ser -valga la comparación- del todo «estalinista».
Al citado Carandell, lo que le sorprende de un modo especial es el
dominio que ejerce la personalidad de monseñor sobre sus discípulos, que no
depende simplemente de su permanencia al frente del Instituto. «Es un dominio
de tipo mental -escribe- que moldea la personalidad de sus hijos y los
sintoniza con su pensamiento. Un dominio que se viene ejerciendo desde el día
ya lejano en que los primeros estudiantes pasaron a formar parte del núcleo
inicial de la "Gran Familia" que el Opus Dei ha llegado a ser más
tarde. Un dominio que se ejercerá sin duda aun después de la desaparición
física del fundador, mientras exista el Instituto. » (Con motivo de la
canonización de monseñor Escrivá hemos tenido ocasión de comprobar la
premonición de Carandell hecha realidad.)
Y a todo lo contado hay que sumar la campaña pedagógica que la Obra
ejerce para que los socios -en especial los neófitos- se convenzan de que toda
crítica ha de ser interpretada como pura «habladuría», «faena de comadres»,
«trapisonda, enredo, chisme, cuento, insidia», «lengua, lengua, lengua», «tu obediencia
debe ser muda, ¡esa lengua!» (véanse los puntos de Camino dedicados a la crítica). Además, todo asociado de «buen
espíritu» ha de obstinarse en ignorar las críticas que desde fuera se dirigen a
la Obra.
En
fin, que lo que le ocurrió a este muchacho cuya carta reproducimos, contando
con todas estas circunstancias a las que hemos hecho referencia, le podía haber
ocurrido a cualquiera. Cómo él mismo cuenta, es fácil dejarse enganchar, y
difícil el desengancharse.
Pero el caso del Opus no es el único ni el primero. Sin ir más lejos,
también a la causa de Adolf Hitler se engancharon muchos, y sus mecanismos
externos para enganchar fueron muy parecidos.
Hitler, en el verano de 1937, tiempo en el que ya se creía infalible,
declaraba: «Cuando recuerdo los cinco últimos años, puedo decir: esto no ha
sido obra de la mano del hombre únicamente». Y por las mismas
fechas, en uno de sus discursos dirigido al pueblo alemán, decía: «Ése es el
milagro de nuestra época, que me hayáis encontrado entre tantos millones. Y yo
os he encontrado a vosotros. Esa es la suerte de Alemania».
El líder nazi tenía tanta fe en sí mismo que no dejó que nada le
desviara de sus propósitos y atribuía toda su energía a la «Divina
Providencia». En esta idea del «providencial encuentro» le alentaba el Partido
Nazi; por ejemplo, Schulz, de las SS de Pomerania, despreciaba toda comparación
de Adolf Hitler con Jesucristo porque, mientras éste había tenido tan sólo doce
discípulos, Hitler tenía setenta millones12.
(12) D. JABLONSKY, Churchill and
Hitler: Essays on the Political-Military Direction of Total War, Ilford, Cass, 1994, p. 260.
El último biógrafo de Hitler, sir Ian Kershaw, en su obra The Hitler Myth, declara no sentir
extrañeza por la mitificación de su personaje:
Por
supuesto, la inclinación a poner todas nuestras esperanzas en el «liderazgo» y
autoridad de un «hombre fuerte» no es en sí misma particular de Alemania.
Alentada por elites amenazadas y por la aceptación de unas masas deseosas de un
liderazgo autoritario y firme, personificado con frecuencia en una figura
«carismática», esta inclinación la han experimentado (y aún la experimentan)
muchas sociedades en las que un sistema pluralista débil se muestra incapaz de
resolver las profundas fisuras políticas e ideológicas existentes y da la
impresión de encontrarse en una crisis terminal.
Ante las grandes crisis, la glorificación del liderazgo «carismático»
se presenta como una tabla de salvación. ¿Y es el carisma algo natural, es decir,
que se tiene o no se tiene? Los más recientes estudiosos del tema dicen que se
trata de un rasgo adquirido, ya que es la percepción que los demás tienen de él
lo que confiere carisma a un líder, pues, al fin y al cabo, nadie nace
carismático. El Führer sólo adquirió carisma gracias a sus éxitos políticos y a
sus incesantes esfuerzos por crear un culto hacia su propia personalidad.
Algunas
veces, los líderes religiosos tienen carisma -al menos a los ojos de sus
seguidores, como es el caso de monseñor Escrivá, hoy san Josemaría- porque su
autoridad se funda en la fe. En su condición de religión secular, el nazismo no
era muy diferente en este aspecto. Distintos historiadores han demostrado
cuánto tenía en común la ideología nazi con un culto religioso, sobre todo en
la deificación de la figura mesiánica. La autoridad del Führer estaba fuera de
toda duda, y Hitler subrayó deliberadamente este carisma que se le atribuía
alimentando su presunta condición de elegido e infalible.
Para finalizar, quiero decirle al joven que ha iniciado este escrito
con su carta que, si quiere ver su caso definitivamente aclarado, le recomiendo
la lectura de algún estudio serio sobre el mito de Hitler; él mismo podrá
comprobar la cantidad de paralelismos que pueden establecerse entre este
fenómeno y el que él ha vivido. Al mismo joven también puede resultarle útil y
aclaratoria la lectura de una buena y crítica biografía de Franco, personaje al
que monseñor Escrivá admiró y aduló en más de una ocasión. Un claro ejemplo
puede ser una de las cartas que san Josemaría escribió al dictador español en
el año 1958. (Las fotocopias de las cartas inéditas de Escrivá de Balaguer a
Franco se conservan en el archivo de la Fundación Nacional Francisco Franco, c/
Marqués de Urquijo 10, 28008 Madrid. El original de esta carta aquí reproducida
lo posee la hija del Generalísimo, duquesa de Franco.)
El
texto dice así:
Al Excmo. Sr. Don
Francisco Franco Bahamonde, jefe del Estado Español. Excelencia,
No
quiero dejar de unir a las muchas felicitaciones que habría recibido, con
motivo de la promulgación de los Principios Fundamentales, la mía personal más
sincera.
La
obligada ausencia de la Patria en servicio de Dios y de las almas, lejos de
debilitar mi amor a España, ha venido, si cabe, a acrecentarlo. Con la
perspectiva que se adquiere en esta Roma Eterna he podido ver mejor que nunca
la hermosura de esa hija predilecta de la Iglesia que es mi Patria, de la que
el Señor se ha servido en tantas ocasiones como instrumento para la defensa y
propagación de la Santa Fe Católica en el mundo.
Aunque
apartado de toda actividad política, no he podido por menos de alegrarme, como
sacerdote y como español, de que la voz autorizada del jefe del Estado proclame
que «la Nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley
de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana,
única verdadera y Fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su
legislación». En la fidelidad a la tradición católica de nuestro pueblo se encontrará
siempre, junto con la bendición divina para las personas constituidas en
autoridad, la mejor garantía de acierto en los actos de gobierno, y en la
seguridad de una justa y duradera paz en el seno de la comunidad nacional.
Pido a
Dios Nuestro Señor que colme a Vuestra Excelencia de toda suerte de venturas y
le depare gracia abundante en el desempeño de la alta misión que tiene
confiada.
Reciba, Excelencia, el
testimonio de mi consideración personal más distinguida con la seguridad de mis
oraciones para toda su familia.
De Vuestra
Excelencia affmo. In Domino
Roma,
23 de mayo de 1958.
Un ex numerario mayor, que pasó sus años de juventud en Roma junto a
Escrivá, dice: «Es que no han tenido ni el pudor de esperar a que
desaparezcamos los testigos, es decir, a que estemos muertos. De esta forma
hubieran podido, con más tranquilidad, crear una versión oficial sin riesgo de
escándalo». Piensa que tantas prisas por rematar el proceso de canonización se
han debido, en parte, a la inseguridad. Con Juan Pablo II parece que todo lo
tienen a favor, pero si este papa hubiera fallecido en el transcurso de estos
diez o quince últimos años, el Opus Dei hubiera corrido el riesgo de dejar de
ser el number one y, por tanto, de no tenerlo todo tan
fácil. Había que aprovechar la buena estrella para conseguir santificar el mito
del fundador; una vez conseguido, todo queda legitimado y la «ejemplaridad»
probada.
«Hablo de mito -añade-, porque aquí ha funcionado una auténtica tarea
de marketing; han querido hacer, y
han hecho, de Escrivá, una Coca-Cola beata para calmar la sed de santidad que
padecían el fundador y su Obra. Al subirlo a los altares han calmado su sed,
pero otros nos preguntamos: si monseñor está ya encaramado a los altares,
¿dónde vamos a encaramar ahora a los verdaderamente buenos?»
A continuación cuenta que el Opus Dei confía del todo en Juan Pablo
II, pero siempre ha desconfiado de la Iglesia católica. Para los directivos de
la Obra ellos son el único criterio, y la historia reciente se ha encargado de
dejarlo patente. ¿Por qué les pareció bueno este papa? Porque estaba de acuerdo
con lo que el Opus hacía. Pablo VI no les parecía bueno porque no estaba de
acuerdo, y Juan XXIII tampoco era «santo de su devoción» porque no les hacía el
juego, aparte de que tampoco les gustaba por sus orígenes campesinos y, sobre
todo, por haber convocado el Concilio Vaticano II.
A propósito del mito Escrivá, poco después de su canonización,
publiqué en el diario El Mundo (5 de noviembre de 2002) una carta en la
que decía:
[...] Se ha hecho un santo
de diseño -diseño que él mismo se encargó de hacer ya en vida-: han inventado
un personaje para convertirlo en modeló emblemático de determinados ideales;
han hecho un resumen de todas las virtudes atribuidas a su imagen, han buscado
testimonios que apoyen esa imagen, y ya poco importa la realidad y la
autenticidad del personaje.
Algo
innegable es que Escrivá era un hombre de fe, un convencido de que era un
elegido de los cielos para realizar su «obra de Dios», y puso toda la carne en
el asador para conseguirlo, hasta tal punto que se automitificó y todos los
socios de su asociación debíamos hacer permanente propaganda de ese mito.
Juan Pablo II ha canonizado una idea -la aspiración del cristiano a la
santidad en medio del mundo-, la idea que me llevó a apuntarme al Opus Dei y
más tarde también a desapuntarme.
En
fin, hay personajes que están a la altura de su leyenda, mientras que otros tienen
que recurrir a muy estudiadas técnicas de autopropaganda para ampliar su figura
y su imagen y poder entrar así en el imaginario colectivo, algo que resulta más
inmortal que los libros de Historia.
Hay acontecimientos que con el tiempo se vuelven legendarios. Se trata
de acontecimientos significativos o tenidos por tales por los formadores de
leyendas. La finalidad de una leyenda es poner de manifiesto el significado de
una persona histórica o de un acontecimiento histórico. La verdad de una leyenda
no se basa en que todo lo que cuenta sucedió punto por punto, sino en captar lo
que se considera principal e interpretarlo.
De leyendas, sin duda, san Josemaría sabía, es más, él mismo tenía
mucha prisa por hacerse legendario, por eso aprovechaba los acontecimientos más
insignificantes para conseguir que los suyos los convirtieran rápidamente en
acontecimientos simbólicos. Y en esa imparable carrera de convertirse en
leyenda, no pocos hechos reales fueron falseados, o simplemente silenciados, y
algunos fueron inventados. Los que le rodeaban debían colaborar con una
propaganda activa y, con sus imágenes o relatos testimoniales o aparentemente
testimoniales, debían contribuir a la sobrevaloración de cualquier
acontecimiento que tuviera alguna relación con la historia del Padre, su
historia. En la descripción de dichos acontecimientos no convenía distinguir
los hechos de las ficciones (base de toda auténtica ciencia histórica) sino
sobrevalorar el acontecimiento, y punto, para ir así formando la leyenda y el personaje
legendario. Un ex numerario, catedrático de Derecho, que pasó varios años en
Roma junto a Escrivá, me cuenta que a los/las que no entraban en este juego,
porque su sentido de la realidad les llevaba a distinguir entre hechos y
ficciones, o bien porque no les salía de dentro, o se les daba mal lo de
sobrevalorar acontecimientos, monseñor Escrivá no los/las quería tener cerca de
él y, con uno u otro motivo, los/las mandaba bien lejos. «Además -dice mi
interlocutor- tenía un olfato especial para detectar quién entraba en el juego
y quién no».
Joan Estruch, en su estudio sobre El Opus Dei y
sus paradojas, hace
hincapié en esa permanente insistencia de «hombre escogido», por parte de los
suyos: en ciertas ocasiones podría hablarse casi de «mesianismo» en el caso del
fundador de la Obra13. Y no sólo a tenor de los términos utilizados
por la literatura «oficial» para referirse a su iluminación o visión del año
1928, presentándole como «el instrumento elegido por Dios para realizar en la
tierra la empresa divina del Opus Dei».
A Estruch le llama la atención cómo la literatura hagiográfica destaca
y magnifica este carácter de la figura de monseñor Escrivá como «elegido», como
«enviado», como «ungido». Pero aún le sorprende más que sea el propio fundador
del Opus quien, con sus manifestaciones, contribuye con frecuencia a ello (14).
En el último periodo de su vida -dice-, básicamente con dos tipos de
comparaciones: por una parte, al presentar al Opus Dei como «el pequeño resto
de Israel», como el grupo de aquellos que, por su fidelidad y por su ortodoxia,
han sido escogidos por Dios con la misión de preservar la fe de la Iglesia (una
elección y una misión de las que Escrivá es, históricamente, el instrumento por
excelencia). Y, por otra parte, al poner de relieve que el Opus Dei supone en
la vida de la Iglesia una realidad nueva, equiparable sólo a la de las primeras
comunidades cristianas. «Dentro de la Iglesia católica -concluye Estruch-, en
efecto, esta pretensión de conexión directa con las comunidades cristianas
primitivas, por inspiración divina no menos directa, ha sido una de las
características de todos los movimientos de tipo mesiánico.»
El autor de Santos y
pillos puntualiza que los
biógrafos «oficiales» han tenido quizá el privilegio de dormir con la cabeza
encima de los documentos del «Registro Histórico del Fundador», pero no se han
dado cuenta de que con esto no bastaba. «Han querido mitificar al Padre
-insiste- y lo han convertido en un fetiche, un "ser deforme", un
"caso para que lo estudie un médico modernista". No existe aún un
buen estudio sobre monseñor Escrivá. Y el personaje lo merece 15.»
13 J. Estruch, op. cit., pp.
98-99.
14 Ibid., p. 99.
15 Ibid.,p. 117.
Después de escuchar con toda atención las opiniones de distintos ex
asociados y ex asociadas que estuvieron cerca, y algunos hasta muy cerca, de
Escrivá, me reafirmo en que buena parte de la fama y el prestigio que rodeaba y
rodea su figura se debe, más que a su personalidad real, al anecdotario surgido
en su entorno, que unas veces fue motivado por su propio esfuerzo por poner en
evidencia siempre y en cualquier circunstancia su naturaleza de ungido, y otras
por el extremo cuidado desplegado por parte de quienes le rodearon; ellos
potenciaron su naturaleza como elegido de Dios.
La fama y la gloria de muchos de los personajes que han contado con
ella alcanzaron su realce gracias a la publicidad que se dio de sus actos desde
el mismo momento de llevarlos a cabo. Detrás de cada época, y junto a cada
protagonista de los que han determinado los capítulos esenciales del devenir
histórico, ha habido siempre unas ideas publicitadas por personas de su
entorno, dedicadas a promocionarlas, y sin cuya exaltación esos protagonistas
no habrían logrado la fama que adquirieron. Y es que cuando la semilla sembrada
por una determinada doctrina sale victoriosa, aquella exaltación primera se troca
en paradigma y el personaje carismático pasa así a convertirse en modelo
emblemático de determinados ideales y en un auténtico motor de toda una
Historia llena de su carisma.
Desencadenada esta historia y desaparecido el carismático personaje
que la promovió, el séquito que contribuyó a tal desencadenamiento se convierte
en una clase dominante que necesita estabilizar su dominio, legitimarse, pasar
a ser, definitivamente, séquito carismático continuador del carisma de la
historia original. Este fenómeno lo explica como nadie Max Weber en su Sociología de la autoridad carismática. El
padre de los sociólogos observa que, cuando el carisma se convierte en
institución permanente de una comunidad, queda destinado a dar paso a poderes
tradicionales y de socialización racional. En general, este desvanecimiento del
carisma indica una disminución de la importancia de la acción individual16.
Y el más irresistible de los poderes que reducen la importancia de la
acción individual es la disciplina racional.
El contenido de la disciplina no es más que la ejecución
consistentemente racionalizada, metódicamente enseñada y exacta de la orden
recibida, en la cual se suprime incondicionalmente toda crítica personal y el
actor se dispone a poner en práctica la orden, de modo exclusivo y sin
vacilación. Además, esta conducta bajo órdenes es uniforme. Su cualidad de
acción comunal de una organización de «masas» condiciona los efectos
específicos de dicha uniformidad. Los que obedecen no constituyen
necesariamente una masa que responde al unísono, y tampoco se hallan
especialmente reunidos en una localidad específica. Lo decisivo para la
disciplina es que la obediencia de una pluralidad de personas sea racionalmente
uniforme.
Weber continúa diciendo que, una vez desaparecido el líder
carismático, su séquito sólo puede mantener su vigilancia y su superioridad
sobre sus súbditos mediante una disciplina estricta. La disciplina viene así a
sustituir al éxtasis heroico o a la devoción individual 17, al
entusiasmo arrebatado o la devoción por un dirigente, por la habituación a una
práctica «rutinizada».
16. M. Weber, op. cit., p. 310.
17. Ibid., p. 311.
En todos estos complejos «tejemanejes», no cabe la
menor duda de que los más interesados en «legitimar» o«santificar» al «líder
carismático» son los que forman su séquito más próximo; en conseguirlo o no,
les va la vida, bueno, su vida. Decir legitimación es decir reconocimiento de
sus posiciones y saberlas así también santificadas. De este modo se conservan
los elementos carismáticos traducidos en estructura de dominación.
Según Weber, el poder extraordinario, «sobrenatural y divino» del
carisma, se convierte, una vez «rutinizado», en fuente adecuada para la
adquisición legítima de poder soberano por los sucesores del héroe carismático18.
En consecuencia, el carisma «rutinizado» continúa favoreciendo, en especial, a
aquellos cuyo poder y posesión se hallan garantizados por ese poder soberano y
que, por tanto, dependen de la existencia continuada de ése.
Legitimar el mito era un paso fundamental, no sólo para satisfacer el
insistente deseo de Escrivá de llegar a ser san Josemaría, sino también para la
continuidad de su institución.
Es vasco por los cuatro costados y tiene 43 años. Me cuenta en su carta
que estudió la carrera de Derecho en la Universidad de Navarra, que frecuentó
el colegio mayor Belagua, que conoce bien todos los «tics» del Opus, pero que
no pudieron con él, es decir, que por más que le persiguieron no dieron con la
meta de «pescarle». Explica también que él fue siempre un hombre pacífico -y
hasta de principios pacifistas-, está felizmente casado, tiene tres hijos y
trabaja en un próspero negocio familiar en el que «curran» tres generaciones
(abuelo, padre y tíos, y nietos). Hace hincapié en lo de pacífico y pacifista
porque, según dice, una de las cosas que más le chocaron de la Obra fue el
empeño de hacerle entender la espiritualidad cristiana como un caudillismo
ambicioso en todos los campos, aunque revestido de espiritualismo; un
caudillaje, en definitiva, que apunta a un cristianismo elitista y uniformado:
«¿Adocenarte? ¿Tú del montón? Si has nacido para caudillo.» (Camino n.° 15.) «[.,.] Y, después,
guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que arrastres, con tu ejemplo y con tu
palabra y con tu ciencia y con tu imperio.» (Camino
n.° 19.)
En esta misma línea he recibido varias cartas, todas ellas escritas
por varones. No me he detenido a analizar el fenómeno, pero es posible que el
asunto vaya por lo de que, al leer o meditar todos aquellos puntos de Camino que hablan del caudillaje, tal
vez las mujeres dábamos por supuesto que iban dirigidos a los varones, ya que
nosotras pensábamos poco, o nada, en lo de grandes liderazgos19 o en
arrastrar masas.
18
Ibid., p. 321.
19 Hay que señalar
que en la sección de mujeres del Opus Dei
actual hay excepciones, como es el caso de Ruth Kelly, irlandesa de 36 años,
casada, madre de cuatro hijos y
supernumeraria. En la actualidad ministra de Educación del gabinete
británico del laborista Tony Blair, es licenciada en Filosofía, Política y
Economía y ha desempeñado también los cargos
de secretaria de Estado de Economía y secretaria de Estado de Finanzas.
El sociólogo Joan Estruch, en su libro Santos
y pillos, dedica la
primera parte de su trabajo a llevar a cabo una aproximación histórica y
sociológica al fenómeno Opus Dei, y en ella escribe:
Por
más que en la actualidad se insista en que Camino
se dirige a hombres y mujeres, solteros y casados, de toda clase social y
de cualquier profesión, lo cierto es que fue redactado pensando
fundamentalmente en hombres, jóvenes, de buena familia, universitarios, y
dispuestos a comprometerse a una vida de celibato. Unos hombres llamados
justamente a no ser «clase de tropa», antes, muy al contrario, «caudillos».
«¡Has nacido para caudillo?» (Camino n.° 16);
«Viriliza tu voluntad para que Dios te haga caudillo» (n.° 833); «Me dijiste
que querías ser caudillo» (n.º 931)20.
El profesor Estruch21 dice que el recurso de Escrivá al
elegir como modelo el piramidal del Ejército no le sorprende, dadas las
circunstancias:
No es
tan sorprendente, si se tiene en cuenta el contexto histórico en el que se
publica Camino, así como el tipo de
personas a quienes va dirigido. En efecto Camino
se publica en 1939, inmediatamente después de concluir la guerra española
(«Año de la Victoria», según consta en la primera edición). Y el Opus Dei se
estructurará a partir de esa fecha de acuerdo con un modelo piramidal,
fuertemente jerarquizado, con categorías distintas de miembros (como queda
especificado en las
Constituciones de 1950), hasta el punto de que el propio Escrivá lo
definirá en más de una ocasión como un «ejército ordenado» 22.
Lo que sí sorprende es comprobar que, pasados más de sesenta años, Camino no haya cambiado su terminología y,
sin embargo, con ese lenguaje tan de una época determinada y tan poco parecido
al del Evangelio, continúe siendo punto de referencia y guía espiritual de
muchos miles de hombres y mujeres. Para mí esto sí que resulta, más que
sorprendente, pasmoso. Pues, ¿qué facultades son las que cuentan en la
selección de un caudillo? Aparte de las cualidades de voluntad, decisivas para
todo en este mundo, lo que cuenta, sobre todo, es el poder del discurso
demagógico; para mover a las masas el caudillo utiliza medios puramente
emocionales; utiliza la emotividad de las masas.
No podemos hablar de caudillaje y de caudillos sin tener en cuenta a
los seguidores; ¿qué pintaría un caudillo sin una masa, cuanta más mejor, que
le siga? Según Max Weber, que trató a fondo este tema del caudillaje, hay tres
formas de seguir a algo o a alguien: tradición, razón y carisma, que
corresponden a tres principios de obediencia. El hombre obedece a los jefes que
la costumbre consagra, que la razón designa o que el entusiasmo eleva por encima
de los demás. Los abuelos, los organizadores y los profetas simbolizan
respectivamente estas tres fuentes de legitimidad.
20.J. Estruch, op. cit., p. 106.
21 Un buen amigo
me avisa de que cito demasiado a Joan Estruch. Mi respuesta es que estos apuntes no son un alarde de erudición ni
una tesis doctoral, y para hacer un especial hincapié en determinadas facetas
de la personalidad de Escrivá (caudillismo, mesianismo, culto a su
persona;..), el análisis de Estruch me parece profundo, acertado y que da
muy en el clavo.
22 Ibid.
La entrega al carisma del profeta, del caudillo, o del gran demagogo,
significa, en efecto, que esta figura es vista como la de alguien que está
internamente «llamado» a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan
obediencia porque lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en
él. Y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, «vive
para su obra». Pero es a una persona y a sus cualidades a las que se entrega el
discipulado, el séquito, el partido. «El caudillaje -afirma Max Weber- ha
surgido en todos los lugares y épocas bajo uno de estos dos aspectos, los más
importantes en el pasado: el de mago o profeta, de una parte, y el de príncipe
guerrero, jefe de banda o "condottiero", de la otra.»
¿Y
qué precio se paga por la dirección de un caudillo? Max Weber nos habla de la
«desespiritualización» de sus seguidores; de su proletarización espiritual.
Afirma textualmente: «Para ser aparato utilizable por el caudillo han de
obedecer ciegamente, convertirse en una máquina, no sentirse perturbados por
vanidades de notables y pretensiones de tener opinión propia». Más adelante, el
mismo Weber añade: «Como en todo aparato sometido a una jefatura, una de las
condiciones del éxito es el empobrecimiento espiritual, la cosificación, la
proletarización espiritual en pro de la "disciplina". El séquito
triunfante de un caudillo ideológico suele así transformarse con especial
facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendados».
Para acabar, he de decir -en especial a los que me han planteado este
tema- que entonces como hoy buscaba y busco maestros no caudillos y que, como
digo al principio de estas reflexiones, nunca me planteé lo de ser caudillo,
aparte de que en mis tiempos caudillo, lo que se dice caudillo, parecía sólo
haber uno, el de España: Francisco Franco.
Yo buscaba maestros que me ayudaran a enriquecer mi visión del mundo, y
me enseñaran y animaran a gobernar mi vida y hacerme más y mejor persona; para aprender a dirigir mi conducta,
para enseñarme a saber escuchar la voz del Espíritu. El maestro aporta método y
disciplina para llevar a cabo todos estos descubrimientos; aporta claridad para
verse a uno mismo mejor.
Buscaba
maestros, no demagogos. El maestro aporta claridad y responsabilidad. Lo del
caudillaje, ciertamente, siempre me quedó muy lejos.
Dice que se dirige a mí con todo cariño pero, a continuación, casi
hasta me regaña, porque en mi
anterior libro no digo una sola palabra acerca de cómo en el Opus Dei,
desde sus comienzos, se han tergiversado distintos hechos y fechas de cuándo
sucedió o cuándo se escribió esto o aquello. Nunca más a propósito que aquel
refrán de: «Así se escribe la historia».
Me lo cuenta una ex numeraria de los primeros
tiempos, trayendo a colación distintos recuerdos y anécdotas sustanciosas en
las que -en todas ellas- puede establecerse un denominador común: la clara
intencionalidad de modificar y reinterpretar los hechos (lo que había ocurrido
o lo que estaba ocurriendo). Para no aburrir al lector -como he hecho ya en
otras ocasiones y pienso que lo voy a seguir haciendo a lo largo de este
trabajo-, elijo uno, entre la multitud de relatos, que me parece claramente
significativo.
La ex numeraria que, con todo cariño, casi me regañaba -digo casi
porque era consciente de que yo no tenía por qué saber todo lo que ella sí
había tenido ocasión de conocer-, cuenta que, cuando vivía en Roma, ella y las
sirvientas elegidas para tan insigne tarea se encargaban de limpiar los
aposentos del Padre. Con toda discreción y fervor -y supongo que también con la
misma dosis de curiosidad-, cuando venía al caso, echaba una ojeada a los
distintos apuntes y notas que monseñor Escrivá dejaba sobre su mesa y, por
tanto, estaban a la vista. Ella lo consideraba como algo valiosísimo y casi
sagrado. Pero, cuál fue su asombro, cuando empezó a comprobar que distintos
escritos del Padre que iban apareciendo en las publicaciones internas -los
mismos que ella había leído en el transcurso de sus limpiezas- se editaban con
fechas de hacía ya algunos años. A la vez, los sacerdotes se encargaban, en sus
prédicas, de dejar bien claro que el Padre era un pionero, que se había
adelantado a los tiempos, y que la inspiración divina era lo que le había
llevado a ver, con mucha antelación, lo que otros, dentro de la Iglesia,
parecía que estaban empezando a comprender.
De este tema realmente yo no sabía nada, pero tan nada de nada, que
nunca llegué ni tan siquiera a plantearme el que en la Obra pudiera haber
especialistas en modificar y reinventar fechas y aconteceres, y, menos aún, que
el creador de tal montaje, o al menos el que lo apoyaba directamente, fuera el
propio fundador. Lo que primero me abrió los ojos en este sentido fue el libro,
del catedrático de sociología Joan Estruch, Santos
y pillos, el Opus Dei y sus paradojas, que trata el tema de forma seria y
desapasionada. Escribe Estruch:
Así,
en nombre de la posterior internacionalización del Opus Dei, se niega su
carácter originalmente español y, en cierto sentido, «típicamente» español
incluso. En nombre de la -relativa- diversidad de posiciones sociales de sus
actuales miembros, se reivindica también para el pasado esa misma diversidad.
En nombre de la -no menos relativa- pluralidad de sus opciones ideológicas
actuales, se niega la existencia de una modalidad anterior de pensamiento que
no era pluralista en absoluto. Y una vez comprobada -muy a pesar suyo, por lo
demás- la irreversibilidad de toda una serie de cambios introducidos en la
Iglesia católica a raíz del Concilio Vaticano II, el Opus Dei pretende
presentarse actualmente como un precursor de esos mismos cambios.
Joan
Estruch resume diciendo:
Podría
decirse en este sentido que toda la historia del Opus Dei constituye un ejemplo
monumental y extraordinario de aquella actitud que consiste en «modificar el
pasado» y en reinterpretarlo, adaptándolo a las circunstancias y a los
intereses del presente. De ahí que el esfuerzo por situar al Opus Dei en el
contexto histórico en el que nació y se desarrolló termine siendo un ejercicio
particularmente atractivo, a la vez que particularmente complejo y
previsiblemente polémico. 23.
El lector quizá se pregunte cómo puede ser que, después de nueve años
de haber estado en la Obra, sea uno de fuera el que ayuda a abrir los ojos. Una
respuesta, que suena a rotunda pero que es muy válida, la daba el sociólogo
Alberto Moncada en su libro Los españoles
y su fe, al afirmar que «la verdadera historia del Opus no se va a contar
nunca. Los que saben poco, porque lo simplifican todo, en un sentido o en otro.
Los que saben las verdades, por diferentes tipos de miedo o cobardía»24.
En su intento de llevar a cabo un trabajo serio y lo más objetivo
posible sobre el Opus Dei, J. Estruch se encontró con muchas sorpresas de este
tipo: las fechas no coinciden con los dichos y los hechos, y, al revés, los
hechos y los dichos no encajan con las fechas. Es especialmente significativo
el análisis que lleva a cabo de la carta del Padre «Non ignoratis»,
con fecha 2 de octubre de 1958, en la que Escrivá deja claro que a su
asociación no quiere que se le aplique nunca más el nombre de instituto
secular.
Después de empaparse de su contenido, el autor que comentamos
comprueba con asombro que Salvador Canals, sacerdote de la Obra y uno de los
más estrechos colaboradores de Escrivá, publica en 1960 y en Ediciones Rialp un
libro titulado Los
institutos seculares, en
el que se muestra del todo identificado con este tipo de asociaciones. Estruch
llega a la conclusión de que la única forma de hacer comprensible el trabajo de
Canals es suponer que el autor ignoraba por completo el texto de la «Non ignoratis».
¿Y cómo lo desconocía si hacía ya dos años que se había escrito?
El
autor de Santos y pillos se plantea
los siguientes interrogantes:
¿Realmente
redactó monseñor Escrivá la carta «Non ignoratis»
el día 2 de octubre de 1958? Si la escribió, ¿la envió a sus «hijas e hijos»?
¿Con alguna condición, como por ejemplo la prohibición de hacer uso de ella?
¿Podría haberse escrito la carta con posterioridad a 1958 y antes de 1964? ¿Podría
haber sido redactada incluso entre 1964 y 1975, año de la muerte del fundador?
Y por último, con el fin de no omitir ningún interrogante posible -verosímil o
inverosímil-, ¿podría haber sido redactada después de 1975 y no ser, por
consiguiente, una carta de monseñor Escrivá?25
En su intento de aproximación histórica y sociológica al Opus Dei,
Estruch se encuentra con la realidad de un revuelto «rompecabezas», y lo
manifiesta así:
23 J. Estruch, op, cit., p. 18.
24 A. MONCADA, Los españoles y su fe,
Madrid, Penthalon, 1982, p. 150.
25 J. Estruch, op. cit., p. 308.
En
algunas ocasiones nuestro ya mareado constructor del «rompecabezas» acaba
teniendo la clarísima sensación de que quienes le han precedido se han dedicado
a colocar en algunas zonas más piezas de la cuenta. Algunos pedazos de puzzle aparecen superpoblados y se
presentan como excesivamente completos. Al observarlo con mayor detalle, le
parece comprobar que algunas piezas a primera vista están efectivamente bien
encajadas, pero en realidad encajan de modo forzado. En otras palabras, al
rompecabezas ahora le sobran piezas. Unas piezas que, aunque bastante parecidas
a las originales, probablemente no forman parte de él26.
Ante tal «quebradero de coco», el profesor Estruch recuerda lo que los
autores Berger y Luckmann dicen sobre el fenómeno de la alteración,
concretamente cuando éstos hablan de las «reinterpretaciones específicas de
ciertos acontecimientos del pasado» que el individuo quisiera olvidar por
completo:
[...]
Pero como olvidar algo por completo resulta francamente difícil, [...] dado que
resulta algo más fácil inventar cosas que no han sucedido, que olvidar las que
han tenido lugar, el individuo puede fabricar acontecimientos y colocarlos
donde sea preciso con el fin de armonizar el pasado que recuerda con lo que
reinterpreta. Y puesto que la realidad que ahora le resulta plausible es la
nueva y no la vieja, el individuo puede hacerlo con toda «sinceridad»: no es
que mienta sobre el pasado, sino que lo ajusta a la «verdad», la cual
necesariamente ha de comprender tanto el presente como el mismo pasado.
Resulta curioso y hasta divertido, si no fuera por
la trascendencia del tema, comprobar que el sesudo catedrático de Sociología,
con su trabajo de investigación, y la ex numeraria, con su sencilla tarea de
limpieza, coinciden del todo en los resultados de sus indagaciones. Uno y otro
detectan que el «rompecabezas» está enmarañado; uno y otro descubren que en la
historia oficial que se pretende hacer de la Obra hay escritos, dichos, hechos
y fechas amañados.
26 Ibid., p. 50.
Para finalizar el presente apunte, incluyo en estas
páginas una pequeña parte del largo informe que un profesor de filosofía,
entonces numerario de la Obra, dirigió en 1995 a sus directores acompañando a
su correspondiente carta de dimisión. Bajo el título «Interés y verdad» dice:
La
falta de intelección de las cosas de la Obra es especialmente grave en una
institución que está dirigida primordialmente a los intelectuales. Por eso, es sorprendente
que los que llevan mucho tiempo en la Obra y que, en teoría, son intelectuales,
no conozcan la historia real de la Obra, sino sólo una historia «ad usum
delphini». Por eso, la impresión que incluso un numerario mayor e intelectual
puede tener es que, en la Obra, no hay verdadera comunicación ni transparencia,
ni se sabe realmente lo que pasa: todo son decisiones de los directores que uno
tiene que asumir sin conocer verdaderamente la realidad. Pero, en mi opinión,
es muy difícil -por no decir imposible- hacer propio algo que no se conoce a
fondo, algo que no sea transparente.
Poniendo
algunos ejemplos. En Casa se practica sistemáticamente la «damnatio historiae»:
el pasado --como en la Roma decadente y en la antigua URSS- es continuamente
reinterpretado, cambiado, para adecuarlo a los intereses prácticos del momento.
Por ejemplo, los que han «despitado» dejan de existir para los de Casa: se
omite rigurosamente su nombre en las reuniones del Centro en que vivió durante
muchos años (incluso se indica -como me ocurrió a mí- que no se frecuente el
trato con los que han despitado); se expurgan continuamente los álbumes de
fotos; se cortan y sustituyen por otras las páginas de las «Crónicas», que no
se adecuan a los intereses actuales (editoriales, fotos, artículos varios). En
una palabra, nadie sabe realmente la historia interna de la Obra.
Otros
ejemplos en la línea de la falta de transparencia pueden ser los siguientes. En
los Centros no se sabe lo que cuestan las cosas, ni lo que se debe, ni cómo van
las cuentas, ni..., ¿cómo se van a asumir responsablemente sus necesidades si
se ignora la situación real? No se trata, evidentemente, de que los directores
tengan que justificar a cada momento lo que hacen, pero que, al menos, se sepa,
en líneas generales, cómo funcionan las cosas. A la postre, siempre sucede lo
mismo: sin conocimiento no puede haber ni libertad ni responsabilidad ni asumir
algo como propio.
En
definitiva, quiero decir que lo que interesa en cada momento prevalece sobre la
verdad. Todo lo que diga en esta línea me parecerá siempre poco: la mayor
traición que puede darse es no someterse a la verdad, ocultarla, manipularla.
Convertirnos en «políticos» es hacer traición esencial al espíritu, no sólo al
de Casa, sino al espíritu sin más: sólo la verdad libera -verdad teórica y
verdad práctica-; sólo se puede practicar el bien dentro de un respeto
exquisito a la verdad.
Recientemente, leyendo el demoledor testimonio de una ex numeraria que
hace muy poco se fue de la Obra después de casi veinte años de militancia,
compruebo que también trata este tema de las modificaciones, invenciones y
manipulaciones. En concreto, al referirse al libro de monseñor Escrivá Via Crucis, publicado a principios de
los años ochenta, Ana
Azanza comenta 27: «Ellos dicen que el libro lo
escribió el fundador del Opus Dei, pero hay tantas cosas que van saliendo con
el paso de los años, "auténticas" de monseñor que luego se descubre
que son "apaños" de palabras suyas pronunciadas por él en distintos
momentos y aumentadas por sus seguidores, que ya no sé que pensar».
Refiriéndose a este mismo tema, páginas más adelante
afirma (p. 172): «En el Opus se reescribe la historia las veces que haga falta
para que se vea la sobrenaturalidad del camino, todo lo cual demuestra que no
es un auténtico camino. En los caminos de verdad hay subidas y bajadas, piedras
con las que se tropieza, caídas y necesidad de levantarse, polvo que se pega y
hay que sacudírselo, algún que otro bache o socavón. La Obra, si se les cree a
ellos, toda su bibliografía lo demuestra fehacientemente, es como la estrella
de los Reyes Magos, deja una estela de luz por donde pasa sin ninguna sombra.
Saben muy bien que ocultan todo lo que no les interesa que se sepa».
27 A. AZANZA ELIO, Diecinueve
años caminando en una mentira: Opus Dei, Jaén, Grupo El Olivo,
2004, p. 84.
Jóvenes
-de ambos sexos- que apuntaban a intelectuales me cuentan la cantidad de trabas
con las que se fueron encontrando desde los inicios de su compromiso con la
institución. Antes no, la imagen que les vendían de sí mismos era la de ser
todo lo contrario: ellos eran la auténtica apertura y la verdadera libertad.
Desde el momento en que se llevaba a cabo la admisión en la Obra, enseguida
empezaban las cribas y las censuras en todo tipo de lecturas: este autor, con
reparos; aquel otro, no; casi todos los demás, tampoco. Pero, bueno, la cosa no
era para tanto -les decían-, porque la solución estaba en leer un resumen, que
te daban ya elaborado, acerca de lo que había que decir sobre tal o cual
pensador, y eso parecía ya ser más que suficiente.
Uno de estos jóvenes me cuenta que se quedó perplejo el día que vio en
un vídeo la imagen de san Josemaría, entonces monseñor Escrivá, en una de sus
alocuciones públicas, que aparecía en plan chistoso, levantando el dedo índice
de su mano derecha y diciendo: «Cuando el Papa quitó el Índice de la Iglesia, yo
puse el mío».
Efectivamente, todo miembro de la institución que quiere leer un
determinado libro ha de consultar previamente un fichero donde se indica si se
puede leer o no. A veces ocurre que el trabajo puede ser leído con ciertas
reservas. En este caso se indica también la lectura de otro texto que pueda
servir de antídoto. Suponiendo que, por fuerza mayor, el numerario/a necesite
trabajar sobre una obra censurada, como puede ser El capital de Karl Marx, se le proporcionará una
sinopsis del libro enfocada desde la particular óptica del Opus.
Lógicamente, si no existe dicha sinopsis, el asociado no tendrá más remedio que
ingeniárselas para evitar hacer ese trabajo.
Al
referirse a esta férrea censura de los libros, un joven ex numerario irlandés,
Colm Larkin, declaraba a Fergal Bowers:
Todavía
creo en los principales objetivos y principios del movimiento, pero me apena el
contemplar cómo se llevan a la práctica a lo largo de los años. Por ejemplo,
mientras estudiaba en Nullamore se aplicaba un riguroso código de censura.
Todos los libros y revistas que potencialmente pudiesen ser leídos por los
miembros del Opus Dei llevaban un coeficiente de censura que iba de uno a seis.
El libro lo podía leer cualquiera si llevaba un coeficiente uno. Un coeficiente
de dos indicaba que había que pedir permiso para leer ese libro concreto. Los
libros que llevaban un coeficiente de tres a cinco los podían leer los socios
dependiendo de su veteranía. Si el libro tenía un coeficiente de seis no lo
podía leer nadie. De hecho había que erradicarlo de las casas de la Obra. [...]
Pienso que este tipo de actitudes infringen el derecho a la libertad personal y
rayan en el antiintelectualismo28.
Esta limitación de información externa se extiende también a la
prensa, radio y televisión. El asociado debe consultar al director la
conveniencia de leer, ver u oír cualquier periódico, programa de televisión o
de radio.
Hoy ya no existe el índice, como
tampoco hay Santa Inquisición. Pero eso no quiere decir que en el seno de la
Iglesia haya desaparecido toda forma de control, ya que sobreviven distintos
métodos para llevar a cabo las imposiciones convenientes. El control reaparece
en otras formas y bajo otros nombres, con su policía, sus tribunales, sus
interrogatorios, sus peculiares procedimientos y su aniquilación sistemática de
todo disenso. Hoy a los clérigos y teólogos se les puede condenar al silencio,
a retractaciones, y hasta a la desesperación. Y todo esto, a pesar de que,
después del Concilio Vaticano II, el Santo Oficio es sólo un recuerdo. Fue
Pablo VI quien, por el motu
proprio «Integrae servandae»,
cambió a fines de 1965 el nombre y los métodos del Santo Oficio. Desde entonces
los procesos ya no son secretos, y los escritores pueden defenderse. La actual
Congregación para la Doctrina de la Fe juzga los errores según las normas
procesales ordinarias y recurre al consejo de expertos encargado del examen de
los textos controvertidos.
Como se puede observar, en la Iglesia actual no hay índice para anatematizar y poner en la «lista negra» a los
autores en general, pero sí existen controles para los autores de dentro de la
propia Iglesia. ¿No es así la censura ya más que suficiente? A san Josemaría le
sabía a poco, por eso decidió fabricar su propio índice.
28 F.
BOWERS, The Work. An Investigation into the History of Opus Dei and how it
Operates in Ireland Today, Dublín, Poolbeg Press Ltd., 1989, p. 90.
Un profesor universitario me ha enviado, desde su luminosa tierra
andaluza, el interesante informe que entregó a sus directores de la Obra hace
ocho años, poco antes de presentar su dimisión como miembro numerario. Lo
titula Vida intelectual en el Opus Dei y,
de forma extractada, recogemos aquí su contenido:
Si es
que queremos dar la vuelta al mundo; si es que pretendemos no sólo influir,
sino crear pensamiento, ciencia, cultura, y hacer que el mundo occidental
vuelva a ser cristiano de los pies a la cabeza, el capítulo de la vida
intelectual, especialmente de los numerarios, es capital.
Es
decisivo darse cuenta de que esto es una tarea primordial. Sin una verdadera
vida intelectual y cultural es imposible recristianizar la vieja Europa. Vida
del espíritu significa que no se pueden recorrer los mismos cauces trillados,
seguir fielmente -sin apartarse por miedo al error- a los maestros del pasado.
Haciendo un balance muy general, puede decirse que, desde los siglos XVII-XVIII, los católicos hemos perdido el
liderazgo de la ciencia y el pensamiento. Recuperarlo implica volver a recrear todo
el mundo de la cultura, y eso no se hace a través de un acatamiento reverencial
al pasado.
Quizá
la institución que más podría haber contribuido a esa no ya renovación, sino
refundimiento de todo el pensamiento es el Opus Dei, pero, por desgracia, no ha
sido capaz de asumir institucionalmente el reto que suponía la modernidad y
mucho menos los enormes cambios sociales y culturales de la segunda mitad del
siglo XX. Es más, creo que ha
sucedido todo lo contrario: se han puesto todos los medios para que la
formación intelectual y cultural de los miembros de la Obra respondiera a
caminos ya recorridos, a visiones de la realidad ya caducas. Ya sé que los
directores se han movido por prudencia, por el bonum animarum -yo no juzgo los motivos, ni discuto su conveniencia
para la piedad-, pero sucede que la Obra no es lo que debería haber sido: la
fuerza renovadora de la cultura y el pensamiento.
Creo
que no nos hemos hecho cargo de que renovar la vida cultural e intelectual de
la sociedad implica dedicarse a fondo, sin miedo, con libertad, a esas
cuestiones. Por un lado, hay que dedicar muchas horas cada día y muchos años
para poder hacer algo medio serio en el campo del pensamiento y, por otro,
tener mucha sensibilidad para lo que sucede en el mundo, sin estar encerrados
en determinadas corrientes.
Son
muchos los frentes en los que institucionalmente se ha impulsado a los miembros
de la Obra en una dirección errada. Señalo algunos.
Ya en
nuestros mismos estatutos
se dice que nos debemos formar según el tomismo (Statuta, 103). Ciertamente la Iglesia así lo pidió a principios
del siglo XX, pero ya no es así. Lo
que deberíamos hacer es formarnos intelectualmente según el estado actual de la
investigación filosófica, teológica, antropológica, sociológica, etc. Nos
importa la verdad, no la «ortodoxia», ni la seguridad doctrinal.
Además,
esa directriz se ha concretado hasta extremos excesivos: en la segunda mitad de
los años setenta del siglo XX -me refiero a estas fechas porque son las que yo
viví-, en nuestro Colegio Romano se estudiaba la teología con los textos de
santo Tomás -en las clases se leían en voz alta y se comentaban-, exactamente
igual que si estuviéramos en 1275. Lo cual, aparte de contribuir poco al
conocimiento de lo que hoy día pasa, es un «desprecio» a la investigación de
nuestros colegas, y un pésimo método pedagógico.
La
renovación que el mundo esperaba de nosotros en teología y filosofía se
concretó, por entonces, en editar en castellano las obras de santo Tomás.
Esta
orientación de los estudios se agravó por las restricciones, en las lecturas,
hasta el punto de que en la Obra se creó una escuela oficial de orientación fabriana
(de Cornelio Fabro), donde todo se juzgaba según una particular interpretación
del tomismo. Igualmente la historia de la filosofía se interpretaba según un
modelo oficial interno. Esto explica que se consideraran escritos perniciosos
libros que después han tenido que ser «recalificados», como, por ejemplo, los
de Ratzinger.
En la
Obra se ha descuidado muy notablemente el estudio de la teología y de la
filosofía, y en general todo el cultivo del mundo del espíritu. Las clases
internas de nuestros cursos anuales -hablo de mi experiencia- son penosas: con
un nivel muy bajo, sin una verdadera intelección de los problemas, repitiendo
fórmulas hechas sin ninguna vida. Las charlas doctrinales son dadas por
personas no suficientemente preparadas, que se limitan a exponer guiones. Los
guiones internos carecen muchas veces del mínimo rigor intelectual; por
ejemplo, el que había sobre la doctrina católica contenía no pocos errores
filosóficos y teológicos (escribí una serie de observaciones sobre él, pero ante
la inutilidad de mis sugerencias, desistí por cansancio).
El
sistema de calificaciones doctrinales de libros y, en general, todo el
asesoramiento doctrinal debe basarse en un presupuesto: la ciencia de quien lo
hace; dejarse guiar por un ignorante quizá sea una buena ayuda para la
humildad, pero no para la búsqueda de la verdad.
En
teoría, lo que se hace en la Obra es eso: una valoración justa; pero de hecho
la gente que las hace no sabe suficientemente y se deja guiar por clichés. Por
ejemplo, cuando estando en Roma hice la recensión de una obra de Husserl, se me
indicó que la «endureciera» (ninguno de los que participaron en esa decisión
había leído la obra: sólo tenían la impresión de que debía de ser moralmente
peor de lo que yo decía); rehice la recensión varias veces; ni aun así, gustó:
los que no habían leído a Husserl seguían pensando que ellos tenían razón y no
yo.
En
general, el sistema de asesoramiento ayuda muy poco, por no decir que muchas
veces es más obstáculo que ayuda. La tarea de saber implica dedicarse muchos
años con seriedad al estudio y la investigación; sin eso, se dan consejos
«piadosos», pero científicamente falsos e inadecuados.
La
llamada «opción por los pobres»
Me llega una larga carta de un economista y psicólogo salmantino. En las
primeras líneas me da las gracias por lo que de bueno le ha aportado la lectura
de mi
libro, y enseguida pasa a contarme el significado de unos recortes de
letra impresa que adjunta, y que corresponden a distintos números de las Hojas
Informativas que ha venido distribuyendo la Prelatura del Opus Dei para
promocionar la causa de su santo. En todos ellos se destaca la constante y gran
preocupación que Escrivá sentía por los más pobres y necesitados. La síntesis
del contenido de los mismos -me dice- viene a ser ésta: su actitud de servicio
es patente en su entrega al ministerio sacerdotal y en la magnanimidad con la
cual impulsó tantas obras de evangelización y de promoción humana en favor,
sobre todo, de los que sufren todo tipo de carencias y miserias. «Asombroso,
¿no?» -puntualiza-. El autor de la carta manifiesta así su asombro ante esta
falsa faceta de Escrivá, que los que trabajaban por subirle a los altares quisieron
destacar como rasgo característico de su persona, a pesar de que tantos y
tantas que lo conocieron saben de sobra que para nada se sentía especialmente
próximo a los más pobres y necesitados, sino más bien todo lo contrario. Él
también vivió una experiencia concreta, que le impactó de tal forma, que con
esa «una» tuvo suficiente para alejarse de todo lo que le oliera a Opus.
Seguidamente me cuenta aquello que tanto le afectó en su etapa de conexión y
desconexión con el Centro que frecuentaba.
Se define como creyente y afirma que siempre ha tenido una cierta
inquietud social y que llegó a conocer la Obra a los 18 años, por un primo suyo
que por aquel entonces era numerario.
En un principio, su relación con la institución fue ingenua, animosa y
gratificante, hasta que un buen día, entre las muchas anécdotas e historias
edificantes que, con interés, solía escuchar en tertulias, charlas, círculos y
prédicas, se quedó pasmado ante la que un numerario mayor contó con tono
pedagógico y trascendente. En cierta ocasión, parece que algunos de sus hijos
preguntaron al Padre qué pensaba acerca de la llamada «opción por los pobres»
-que por los años setenta comenzó a aguijonear con fuerza a la conciencia de
los cristianos.
-También tienen alma... los que no tienen piojos
-respondió firme y contundente.
A él aquella respuesta le sonó a despiadada y frívola, algo así como
decir: «Oye, que los ricos también lloran». En fin, que se quedó tan congelado
que, a partir de ese momento, no quiso saber más de la Obra y los suyos.
La conclusión edificante a la que quería llegar, con tan desventurada
anécdota, aquel numerario mayor, era que para Escrivá no hay Iglesia de los
pobres, ni Iglesia de los ricos, ya que, como él decía o exclamaba: «¡Todas las
almas son pobres!».
Tras la lectura de esta carta, de contenido duro y real, he repasado
mentalmente las Bienaventuranzas y las catorce obras de Misericordia, con el
fin de comprobar, una vez más, que en el contenido de los Evangelios existe una
clara predilección por los más pobres y necesitados. Después he hojeado
diferentes textos de Juan Pablo II, con intención de encontrar referencias al
tema de la pobreza. En un visto y no visto, he encontrado tantas, que tan sólo
voy a citar unas pocas:
·
Un signo distintivo del cristiano debe ser,
hoy más que nunca, el amor por los pobres, los débiles y los que sufren. Vivir
este exigente compromiso requiere un vuelco total de aquellos supuestos valores
que inducen a buscar el bien solamente para sí mismo: el poder, el placer, el
enriquecimiento sin escrúpulos. (Jornada Mundial de la Paz, 1998.)
·
Una de las mayores injusticias del mundo
contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente «pocos»
los que poseen mucho, y «muchos» los que no poseen casi nada. Es la injusticia
de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a
todos. (Encíclica «Sollicitudo rei socialis», 1987, p. 28.)
·
La solidaridad con los pobres resulta más
creíble si los cristianos viven con sencillez, siguiendo el ejemplo de Jesús.
La sencillez de vida, la fe profunda y el amor sincero a todos, especialmente a
los pobres y abandonados, son ejemplos luminosos del Evangelio en acción.
(Exhortación apostólica «Ecclesia in Asia», 1999, p. 34)
·
Las zonas de miseria o de hambre que existen
en nuestro globo hubieran podido ser fertilizadas en breve tiempo, si las
gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a 1a destrucción
hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento que sirva a la vida.
(Encíclica «Redemptor hominis», 1979, p.16)
·
Hace falta esta mirada de amor para darnos
cuenta de que el hermano que está a nuestro lado, con la pérdida de su trabajo,
de su casa, de la posibilidad de mantener dignamente a su familia y de dar instrucción
a sus hijos experimenta un sentimiento de abandono, extravío y desconfianza.
Hace falta la creatividad de la caridad. (Polonia, 2002.)
La respuesta de san Josemaría: «También tienen alma... los que no
tienen piojos», ante el serio planteamiento de la miseria, de la pobreza y de
los que hacen «opción» por las mismas es, verdaderamente, sangrante y
antievangélica. Esta carta a la que hago referencia, toda ella seria y
profunda, finaliza así: «Somos muchos los que tenemos la impresión de que se ha
canonizado un camino diverso del camino de Jesús. Un camino de éxito mundano y
de los medios necesarios para alcanzar este éxito, que no son la pura
competencia técnica, sino el dinero y el poder. Al camino de Jesús pertenece la
Bienaventuranza de la persecución por la justicia (Mt 5, 10) y el escándalo de
la Cruz (Ga 5, 11; Co 1, 23)».
Recuerdo
que hace años se contaba un chiste que decía:
-¿Sabes qué paralelismo existe entre san Francisco
de Asís y monseñor Escrivá [hoy tendríamos que decir san Josemaría]?
-Que el primero se caracterizó por su amor a los
pobres y el segundo por su amor a los ricos.
Y siguiendo la línea del humor, traigo a estas páginas lo que Alfonso
Ussía escribió
a propósito de la beatificación de Escrivá, estableciendo un paralelismo entre
él y el padre Llanos, el «cura rojo». El humorista, en esta ocasión, perdió
todo humor -incluido el humor amargo-. Todo su escrito destila repulsa y
amargura a secas cuando expresa:
[...]
Y mientras él [Llanos] se entierra, «el otro» [Escrivá] se eleva. Y yo me
pregunto: ¿cómo es posible que todo siga su curso? ¿Cómo se puede admitir que
la más cursi nube del supuesto Cielo, la más rica nube del supuesto Cielo, la
más elitista nube de ese Cielo -a partir de ahora, con minúscula- se adueñe de
la inteligente frialdad de la Iglesia? El santo de los pobres y el «santo» de
los millonarios. El jesuita que se equivocó sin ira, y el irascible señorito de
los señoritos juntos con el mismo Dios. No, no y no. Dios no se tambalea tanto.
Dios no exige cruces de piedras preciosas, ni Dios gustaba de la colonia
«Atkinsons», ni Dios besaba más veces a los ministros que a los directores
generales, ni Dios pagó lo indecible para ser marqués,
ni Dios buscó en los poderosos la consistencia de su mensaje, ni Dios trucó su
origen y apellidos, ni Dios admitió la soberbia y la vanidad. Dios, mi Dios, es
otro. Y está más cerca de mi pobre y equivocado padre Llanos, que de mi nada
pobre y tremendo marqués de
Peralta 29.
La evangélica «opción por los pobres» es una opción tan seria, que a
algunos les ha costado hasta la vida. Ejemplos de mártires recientes los
tenemos en Óscar Romero, obispo de El Salvador, en los seis jesuitas de la
Universidad de El Salvador, en Pierre Claverie, obispo de Orán, y en los siete
monjes trapenses de Tibhirine.
El jesuita, filósofo y teólogo Ignacio Ellacuría, un fidedigno
representante de esta «opción», decía que «los pobres son objeto de salvación y
que esos mismos pobres son sujetos de salvación».
Un
discípulo de Ellacuría, José Sols Lucia, lo explica así:
Lo primero es
relativamente sencillo de asimilar: los pobres son objeto de salvación, o sea,
necesitan salir de su opresión, necesitan la liberación de Dios, que se
vehicula a través de la acción libre de los hombres. Lo segundo es más
peliagudo, aunque igualmente cierto: los pobres son sujetos de salvación, o
sea, ellos traen la salvación. No es que ellos sean la fuente de la salvación
(sólo Dios es la fuente), sino que la salvación nos viene a todos a través de
ellos... porque Dios es así, porque Dios se da kenóticamente, porque su Amor se
muestra en el abajamiento. La Biblia está empapada de este ser de Dios: el
escogido es el pueblo hebreo, esclavo, y no el pueblo egipcio, el libre; la
escogida es la humilde María, y no la deslumbrante Cleopatra; el escogido es
Jesús, hijo de un carpintero de Nazaret, y no el Sumo Sacerdote o el rey de
Galilea. Y hoy los escogidos son los que constituyen el pueblo crucificado, y
no los que sufren insomnio pensando en sus acciones de Wall Street30.
29 Época (2
de marzo de 1992).
30 J. SOLS LUCIA, El legado de Ignacio Ellacuría: para
preparar el decenio, de su martirio, Barcelona, Cuadernos
Cristianismo y justicia n,° 86, 1998, p. 22.
Jon
Sobrino, filósofo, teólogo, jesuita y comprometido en la misma «opción» que
Ellacuría, define quiénes son los pobres de América Latina y de todo el Tercer
Mundo, nombrando sus rostros concretos:
[...]
campesinos, obreros, pobladores de tugurios, perseguidos, torturados, etc. De estos
pobres, que hoy como en tiempo de Isaías y de Jesús, son los destinatarios
primarios de la buena noticia, quienes por su situación material e histórica
están en mejor condición de comprender de qué se trata en la buena noticia, de
estos pobres decimos que son el centro inspirador y organizador de la Iglesia.
[...] Una Iglesia que surge en solidaridad con los pobres, protestando contra
su pobreza material como expresión del pecado, luchando contra ella como
expresión de la liberación, y dejándose
afectar por su pobreza y consecuencias
como expresión de la kénosis, esa Iglesia se constituye como Iglesia de los
pobres31.
Esta Iglesia, tan arraigada en América Latina y en
otros países del Tercer Mundo, ¿tiene razón de ser en Europa, en EEUU y otras
latitudes ricas del Planeta?
En estas latitudes «problemas y realidades humanas difíciles no
faltan», escribe el jesuita José Sols Lucia en su trabajo dedicado al legado de
Ignacio Ellacuría, y enumera una larga lista de problemas concretos32:
·
Grandes grupos de otros continentes que
llegan a Europa y que se instalan aquí con dificultad: magrebíes, africanos
negros, turcos, latinoamericanos, etcétera.
·
El denominado Cuarto Mundo: la marginación
social en las grandes ciudades modernas.
·
Las cárceles pobladas de extranjeros, a
menudo indefensos en la práctica, aunque no en teoría.
·
El imperio internacional de la droga, que
llega a corromper incluso a algunos de los que, se supone, deberían luchar
contra él.
·
La cultura de la violencia.
·
El desastre en que ha quedado la Europa del
Este; desmembrada en un sinfín de naciones de incierta frontera, a caballo
entre un socialismo centralista y burocrático y un capitalismo salvaje, con
escasa cultura democrática, donde las mafias encuentran una tierra bien abonada
para su crecimiento.
·
Las redes de prostitución de menores, en las
que hay implicadas incluso personalidades importantes.
· La presencia de niños, por supuesto, mal pagados, en la fabricación de
famosos productos que luego utilizamos sin escrúpulos en la vida diaria.
Para concluir, yo diría que «los que no tienen piojos... y tienen
alma» no pueden permanecer impasibles ante esta realidad de millones y millones
de seres humanos que viven en la miseria y la indignidad. Los que han hecho
«opción por los pobres» viven inmersos en esa dura realidad, ayudando a los que
consideran sus hermanos «con piojos y con alma», y acompañándoles en su lucha
por salir de una situación injusta. Los «con alma y sin piojos», aunque no
estemos en la brecha ni batallando en primera fila, contamos con muy distintas
formas de colaborar. Lo que no podemos hacer, en ningún caso, es ignorar esa
realidad, o lo que es aún peor, negarla.
31 J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia.-
los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Santander, Sal Terrae,
1994, p. 110.
32 J. Sols Lucia, op. cit., p.
20.
Se me quedó profundamente grabado lo que en cierta
ocasión oí decir a una persona, muy querida, y que vive del todo entregada a
los más necesitados: «Debo estar tan cerca de mi hermano que, si él tiene los
zapatos rotos, yo tengo que sentir frío en los pies».
Y acabo con una cita más del papa Juan Pablo II: «Los pobres exigen el
derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar
su capacidad de trabajo, creando así un mundo más justo y más próspero para
todos. La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento
moral, cultural e incluso económico de la Humanidad entera»33
El maestro y el administrador o traficante de sueños
Hoy catedrático de Historia jubilado, a finales de
la década de los cuarenta del siglo pasado, siendo muy joven, casi un crío,
conoció de cerca a muchos de los «chicos de Escrivá» de las primeras hornadas,
pero él nunca perteneció a la Obra; su espíritu abierto le llevó a decantarse
por otros derroteros. Ahora aprovecha nuestro encuentro para recordar aquellos
tiempos en que el joven sacerdote, fundador del Opus Dei, deseaba ser el
caudillo del cambio de la España liberal e intelectual. Quería conseguir un
grupo de intelectuales con una vida de entrega completa a su asociación,
entonces todavía en ciernes, que «pusiera a Cristo en la cumbre de todas las
actividades humanas», según decía textualmente.
Su
sueño, su ideal, su plan era ambicioso, pero en la ejecución del mismo se
encontraba un serio problema, y es que él quería ser el líder único de ese
imaginado grupo, puesto que él sólo había recibido la inspiración de las
alturas -«la inspiración divina»-, pero también ocurría que él no era ningún
intelectual, ni de cerca ni de lejos. Escrivá tenía el íntimo deseo de
neutralizar la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco Giner de
los Ríos en 1876, incansable defensor de la idea de libertad en la cultura y en
las humanidades, libertad que nunca invocó por una razón política o sectaria.
Para llevar a cabo su ambiciosa tarea no hizo más que imitar en su apariencia
externa cada uno de los proyectos de esta institución. Entre ellos destacan las
labores de la junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y
lo que era una proyección de la junta: la residencia de Pinar, centro conocido
por su ambiente multicultural y por ser un importante lugar de encuentro para
discusiones y tertulias de intelectuales y artistas de primera fila.
33 Encíclica «Centesimus annus», 1991, p. 28.
Escrivá quería tener centros del estilo de Pinar, pero su finalidad
era muy otra, ya que lo suyo iba de «cruzada religiosa». Sus metas, pues, nada
tenían que ver con los objetivos intelectuales de personajes como Ortega y
Gasset, Unamuno, Menéndez Pidal, Dalí o García Lorca y de numerosos sabios de
otros países, como Albert Einstein, Marie Curie, Paul Valéry o Henri Bergson,
que también aportaron sus saberes en la Residencia de Estudiantes.
Al finalizar la guerra civil española de 1936, la junta de Ampliación
de Estudios e Investigaciones Científicas fue abolida por el gobierno del
general Franco. Ni que decir tiene que la nueva situación supuso para Escrivá
todo un golpe de suerte, ya que, a partir de entonces, con la creación del
nuevo Consejo Superior de Investigaciones Científicas, los miembros del Opus
Dei pasaron a hacerse los reyes del lugar, acaparando los puestos claves en el
recién nacido Consejo. Los numerarios de las primeras hornadas pasaron así a
ser los intelectuales de la nueva España de la posguerra, con las máximas
posibilidades para conseguir becas de estudio en el interior y en el exterior y
las mejores recomendaciones para hacerse con las cátedras dentro de la universidad
española.
Mi
interlocutor es hijo de un viejo liberal de la escuela de los krausistas
españoles (Julián Sanz del Río, Francisco Giner de los Ríos, Fernando de
Castro, Gumersindo de Azcárate...), de todos aquellos que intentaban la
renovación de nuestro país llegando a un mayor acuerdo con el moderno espíritu
de libertad. Los viejos liberales batallaban desde la filosofía moderna en la
que prevalece, ante todo, la autonomía de la conciencia, frente a la ortodoxia
religiosa, que todavía arrastraba grandes lastres del argumento de autoridad de
la época medieval.
Giner y los que conectaban con su onda consideraban necesario mantener
la educación religiosa, pero con sus «peros». El fundador de la Institución
Libre de Enseñanza criticaba a quienes defienden la enseñanza confesional de
las religiones positivas, aunque, al mismo tiempo, afirmaba la necesidad de
cultivar en los niños y jóvenes el espíritu religioso que define como «el
presentimiento de un orden universal de las cosas, un ideal supremo de vida y
un primer principio y nexo fundamental de los seres...». Por libertad religiosa
entiende no forzar las conciencias, pero también quiere decir que hay que
facilitar los datos para que cada quien pueda formar su propio criterio y
elección a fin de que la ignorancia no sea un determinante negativo. Si Giner
criticaba la educación confesional era por ser un determinante positivo de
coacción. Él pensaba que los sentimientos religiosos pertenecen al interior de
la conciencia y, por tanto, si vienen de ese último fondo, del más íntimo y el
más poderoso de la vida, de ninguna manera pueden imponerse mediante un corpus
de dogmas.
Con el peso específico de esta sólida formación, ¿cómo iba mi interlocutor
a conectar con las ideas de Escrivá, por muy bonitas que quisiera pintarlas?
Efectivamente, un honesto discípulo de la Institución Libre de Enseñanza
enseguida detectaría, de una u otra forma, los blancos de este personaje.
Hace poco leí un artículo del profesor García de Cortázar, catedrático
de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto, que colaboró
positivamente a aclarar la visión que este catedrático e hijo de viejo liberal
me daba. «El maestro y el traficante de sueños» es el título, y los conceptos
clarificadores que en este escueto trabajo descubrí son los que siguen34
El mencionado artículo es un recuerdo a Francisco Giner de los Ríos y
a su obra. El profesor García de Cortázar considera, en primer lugar, que la
vida de Giner es una de las más intensas apologías que podemos hallar sobre la
figura del maestro, y que evocar a Giner hoy es evocar la diferencia que existe
entre el gestor o administrador de sueños que aspira a crear bandos y
eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir individuos, generar copias e
imitadores, y el maestro cuyo afán se reduce a formar personas. «Giner
pertenece -afirma- a esta segunda clase.» Seguidamente destaca su voluntad de
concordia, que no sólo era metafísica, ya que quería crear un país, una política,
un clima ético, pero no transmitiendo a los discípulos una verdad teológica o
filosófica, sino ofreciendo el ejemplo vivo de cómo se busca, enseñando la
claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que
es inseparable de ésta. «En un país atrapado en la esquizofrenia del alma
-comenta el citado autor-, atravesado por clericales y anticlericales
agresivos, Giner estaba por el juicio razonado y se negaba a tomar partido en
opiniones reservadas a la conciencia.»
El buen maestro tiene que abrir ventanas y ampliar horizontes. El
maestro es tal porque, aun afirmando sus propias creencias, no desea
imponérselas a sus discípulos. No busca acólitos. No quiere formar calcos de sí
mismo, sino inteligencias independientes, capaces de avanzar por su propio
camino. Los maestros como Giner siempre han escaseado -han abundado más los
guías-, porque es más fácil lanzar consignas que tener unos sólidos principios
y vivir de acuerdo con ellos.
La responsabilidad de decidir individualmente ha sido, y sigue siendo,
un querer minoritario. Siempre han sido más numerosos los que han preferido ir
de un lado a otro buscando padres, jefes, dueños, gestores de sueños, alguien
que les dicte lo que deben hacer y pensar. El legado del fundador de la Institución
Libre de Enseñanza era y es el llamamiento a dejar atrás la minoría de edad, el
requerimiento íntimo a resistirse ante cualquier absolutización de las
ideologías, el desafío a pensar por uno mismo, sin tutores que nos aprisionen
en su teología, sus consignas o su himno emocionado. Es cierto que en la
actualidad hay muchos hombres y mujeres que siguen atados al pensamiento que
catequiza; Giner, sin embargo, laico y escéptico, se movió por el territorio de
la ciudadanía y estimuló a sus discípulos a pensar por sí mismos y a que su
sueño fuera soñar la libertad de ser libre como individuo.
El administrador o traficante de sueños pretende
todo lo contrario y se dirige, fundamentalmente, a los que sólo pueden vivir de
prestado.
34. E GARCÍA DE CORTÁZAR, «El maestro y el traficante de sueños», ABC (5 de junio de 2004), p. 3.
Giner siempre apuntó a maestro, Escrivá -hoy san Josemaría- lo hacía
más bien hacia el gestor, administrador o traficante de sueños35
-«soñad y os quedaréis cortos», decía frecuentemente como frase feliz-. Mi
interlocutor, discípulo de Giner, nunca acabó de conectar con Escrivá ni con
sus chicos. Bueno, con algunos, sí, pero todos ellos, pasados unos años,
dejaron de pertenecer al Opus Dei.
En cuanto a los modelos organizativos que conformaron
en principio la Obra de Escrivá, no se puede dejar de mencionar, además de la
Institución Libre de Enseñanza, la Liga de San Pío V (organización formada por
católicos integristas, acérrimos defensores de la integridad de la doctrina
católica), la Compañía de Jesús (aunque el militarismo de san Josemaría ya no
es medieval, como el de san Ignacio de Loyola, sino fascista y español, es
decir, clerical-autoritario) y la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas (la ACNP, organización laica promocionada por los jesuitas, con
personajes impulsores tan claves como el padre Ayala y Ángel Herrera Oria,
después cardenal Herrera).
35 Y tal vez por
eso, lo del rigor a san Josemaría le importaba poco. Lo suyo era la «eficacia»
y para ello, en la Obra, se modificaba e inventaba lo que hiciera falta (este
tema se trata ampliamente en un capítulo anterior, pp. 32-37).
La ex numeraria Mª
del Carmen Tapia recuerda que cuando ella era directora de la imprenta
de la casa central del Opus Dei en Roma, hasta llegó a modificar el texto de
las Constituciones de la Obra, texto ya aprobado «a perpetuidad» por la Santa
Sede (B. y P. DES MAZERY, L'Opus Dei. Une
église au coeur de L'Église, París, Flammarion, 2005, p. 133). También
cuenta que tuvo que hacer numerosos cambios en las publicaciones internas (Noticias y Crónicas), sobre todo para
levantar fotos y textos donde
aparecían imágenes o nombres de personas que habían abandonado la Obra. En el
mismo libro (p. 134), el ex numerario y sacerdote Vladimir Felzmann recuerda
que monseñor Escrivá, en la década de 1960, solía ir en verano a Inglaterra y
residía en la casa en la que él vivía. El padre Felzmann afirma que fue testigo
de verle escribir cartas dirigidas a sus hijos, en las que ponía fecha de 1939
o de 1940, como si hubieran sido escritas en ese tiempo. Para el traficante de
sueños, el fin de la «eficacia» justifica todos los medios.