LA VOZ DE LOS QUE DISIENTEN
Apuntes para san Josemaría
Isabel de Armas
CAPITULO II
APUNTES SOBRE LOS MIEMBROS Y SU PRELATURA
Filólogo clásico y profesor universitario. Me escribe una larga carta
en la que resume sus más de veinte años de militancia como numerario en el Opus
Dei -desde los 19 hasta los 42; en la actualidad tiene 46-, y en la que también
comenta una serie de puntos importantes del contenido de mi
libro, que acaba de leer. Aquí solamente me voy a centrar en uno de
estos puntos.
[...] He echado de menos en su libro -escribe- la
mención a una importante obra literaria del siglo XX que, si usted la hubiera
mencionado en él, habría venido como anillo al dedo a toda su exposición. Me
refiero a una excelente novela del alemán Hermann Hesse, Das Glasperlenspiel o El juego de los abalorios. Si no la ha leído, le aconsejo vivamente que lo haga, ya que en esta obra
se relata, por parte de un hombre cultísimo como fue Hesse, la vivencia de una
persona que, tras muchos años de inmersión en una institución absorbente,
decide valientemente abandonarla. Hesse no conoció el Opus, claro está; pero
sus reflexiones se pueden aplicar a casos personales como los nuestros, ya que
las instituciones omniabarcantes están reguladas por unos parámetros de tipo
psicológico y sociológico comunes a todas ellas (el Opus no es una excepción,
sino un ejemplo).
Sí que leí en su día este interesante trabajo de Hesse, que fue su
última novela publicada -he leído muchos de sus libros-, pero como en aquel
entonces no se me ocurrió establecer los paralelismos que el autor de esta
carta que cito sí estableció, decido hacer una relectura a fondo, con la
intención de encontrar las connotaciones que mi amable lector apunta.
Escrita supuestamente por un narrador anónimo de la mítica Castalia hacia el año 2400, la obra gira en torno a un extraño juego del que toma título, abarcador de todos los contenidos y valores de la cultura, y vinculado con el advenimiento del Tercer reino del espíritu, unificación de todos los tiempos del hombre.
José Knecht, el protagonista de la novela, ingresa en la Orden siendo
aún un niño: «pertenecía al sector feliz -dice Hesse- de los que parecen
nacidos y propiamente destinados para Castalia, la Orden y el servicio de la
misión educativa». (La mitología situaba la fuente Castalia cerca de Delfos;
estaba dedicada a las musas; las aguas castalias inspiraban el genio poético.
El autor quiso dar el nombre de esta legendaria fuente a la provincia
pedagógica donde ocurren los hechos.)
Hesse continúa diciendo de su personaje:
aunque no le fue desconocida, ni mucho menos, la
problemática de la vida espiritual, le fue dado experimentar sin personal
amargura la tragedia ingénita de toda existencia consagrada a las cosas
inmateriales. En realidad no ha sido este vislumbre trágico el que nos ha
tentado a dedicar nuestro concienzudo estudio a la personalidad de José Knecht;
fue, más bien, aquella manera serena, jovial y hasta radiante con la que supo
hacer realidad su destino, sus aptitudes, su vocación. Como todo hombre
importante tiene su daimonion (espíritu que anima al genio) y su amor fati (apego al propio destino);
pero este último se nos muestra en él libre de toda lobreguez y fanatismo.
En Castalia, la eliminación de lo individual, la inserción más completa
de la persona en la escala jerárquica de las autoridades educativas y de las
ciencias, es considerado uno de los principios supremos de la vida del
espíritu. Este principio se ha ido aplicando dilatadamente a lo largo de los
siglos, al punto de que en el tiempo de desarrollo del relato es dificilísimo
encontrar pormenores biográficos y psicológicos de las personas individuales
que han servido de forma sobresaliente a aquella jerarquía; son muy numerosos
los casos en que ni siquiera pueden determinarse los nombres propios.
José Knecht vive en el exigente y dorado mundo castalio su primera
etapa de vocación, seguida de largos años de estudio, y, cuando sus superiores
le encuentran lo suficientemente preparado, le envían, para su perfeccionamiento,
a pasar una temporada con el llamado Hermano Mayor, que vive solitario en un
maravilloso bosquecillo de bambúes. Aquí es donde se lleva a cabo el comienzo
de su «despertar», que viene a significar para él un reconocimiento de sí mismo
y de su situación dentro del orden castalio y humano; la palabra «despertar» le
acerca a la autoconciencia, le aproxima progresivamente a un sentimiento de su
posición y destino únicos y particulares, mientras las ideas y las categorías
de la jerarquía castalia se le van haciendo más relativas.
Knecht pasó junto al Hermano Mayor unos meses de aprendizaje especialmente felices. Se encontraba extasiado en aquel lugar idílico, y expresó su deseo de poder él, algún día, llegar a hacerse un espacio similar.
El maestro sonrió y dijo: «¡Pues manos a la obra! Ya verás lo que es
bueno... Se puede encajar un lindo jardín de bambúes en el mundo, pero me
parece en verdad problemático eso de que le sea dado al jardinero encajar el
mundo en un bosquecillo de bambúes».
Las conversaciones con el Hermano Mayor fueron definitivas para su
«despertar».
Knecht regresó a su mundo castalio y los años siguieron pasando, hasta
que, un buen día, fueron las palabras de un amigo -que en su juventud se formó
para castalio, pero que más tarde abandonó ese camino y volvió a la vida
mundana- las que le hicieron, de nuevo, extender las antenas y ponerse alerta.
Transcribo esas palabras:
A cada instante me parece más y más dudoso el
problema de determinar quién de los dos es realmente el hombre válido y
genuino: tú o yo, o el determinar si lo es siquiera uno de nosotros. Hubo un
tiempo en que levanté los ojos hacia vosotros, gente de la Orden y jugadores de
abalorios, con una veneración, un sentimiento de inferioridad y una envidia
parejos a los que podía haber experimentado ante dioses o superhombres, dueños
por siempre de la alegría serena, inasequibles a toda pesadumbre dentro de su
eterno jugar y gozar de la existencia. En otro tiempo fuisteis para mí ora
envidiables, ora dignos de compasión, ora despreciables o como castrados,
retenidos artificialmente en una infancia perpetua, pueril y cándidamente
guardados en un cosmos sin pasiones y pulcramente cercado, espacioso, como un
gran jardín de la infancia, donde se relimpia cuidadosamente cada nariz y se elimina y enmienda toda
reacción destemplada de sentimientos o pensamientos, donde durante todo el
tiempo de estancia se juega, y los juegos son hermosos, desprovistos de
peligro, incruentos, y cualquier reacción discordante, sentimientos profundos,
pasiones auténticas, agitaciones del ánimo, son vigiladas, destorcidas y
neutralizadas en seguida mediante la terapéutica de la meditación. ¿Acaso no es
un mundo artificial, esterilizado, cortado según el patrón magisterial; un
mundo a medias, sólo aparente, donde vivís por cobardía; un mundo sin vicios,
sin pasiones, sin hambre, sin savia ni sal; un mundo sin noción de la familia,
sin madres ni hijos, sin mujeres? (pp. 334-335)
Knecht, aún integrado del todo en Castalia, entiende que su amigo está
amargado, aunque sus duras palabras también le dan que pensar; «la procesión va
por dentro».
Siguen pasando los años, y nuestro protagonista llega a desempeñar en
Castalia los más altos cargos de responsabilidad. Sin embargo, aquel
«despertar» inicial no sólo continúa vivo, sino que ha ido madurando. Así lo
comunica un buen día al presidente de la Orden:
-[...] es una especie de suceso espiritual que me
ocurre de cuando en cuando y que yo llamo «despertar». De ello ya tenéis
conocimiento, os hablé una vez del asunto cuando erais mi mentor a gurú.
-Lo recuerdo -confirmó el presidente-, yo estaba
entonces algo perplejo ante vuestra capacidad para esta clase de vivencias; se
encuentra entre nosotros raras veces, pero en el mundo exterior se presenta de
formas muy diversas; acaso en el genio, sobre todo en estadísticas y caudillos
de ejército, y también en individuos débiles, semipatológicos, en general más
bien infradotados, como videntes, telépatas, médiums. Con estos dos tipos de
personas, con los héroes de guerra como con los videntes y zahoríes, no me
parecíais tener absolutamente nada en común. Más bien me parecíais ser entonces
y hasta ayer un buen miembro de la Orden, prudente, claro, obediente. El ser
visitado y dominado por voces misteriosas, divinas o demoníacas, o por voces
del propio interior, no parecía armonizar en absoluto con vos. Por eso
interpreté los estados de «despertar», tal como me los describíais,
sencillamente como un afloramiento secundario en la conciencia del crecimiento
personal. [...] Mas decís: ¿habéis creído alguna vez que esos despertares hayan
sido algo así como revelaciones de poderes superiores, comunicaciones o
llamadas procedentes de regiones de una verdad objetiva, eterna o divina? (p. 424)
Entonces,
José Knecht se explaya:
-[...] Lo que da a esas vivencias su fuerza y su
poder de convicción, no es su contenido en verdad, su elevado origen, su
divinidad o algo parecido, sino su realidad. Son enormemente reales, tales como
acaso un intenso dolor físico o un fenómeno sorprendente de la naturaleza
[...]. Una forma semejante de realidad aumentada tiene mi «despertar» para mí,
de ahí su nombre; en esas horas tengo la sensación de haber estado durante
mucho tiempo durmiendo, pero de estar de pronto despierto, lúcido y receptivo
como nunca antes. (p. 425)
Seguidamente,
Knecht recuerda a su maestro la leyenda de san Cristóbal:
«Cristóbal
era varón de grandes fuerzas y valor, pero no quería ser señor ni gobernar,
sino servir; servir era su fuerza y su arte. Sin embargo, no le daba lo mismo
servir a cualquier amo. Había de ser el señor más grande. Y siempre que supiera
que un señor fuera más grande que el actual, ofrecía sus servicios a aquél».
El
maestro le responde:
- [...] aun cuando esta figura tiene algo de
grandioso y conmovedor, no es ningún modelo para un servidor de la jerarquía.
Quien quiera servir, ha de servir a aquel señor a quien ha prestado juramento,
a todo evento, y no con la secreta reserva de cambiar de señor tan pronto
encuentre a otro más excelso. Con ello, el servidor se constituye en juez de
sus amos, y exactamente lo mismo hacéis vos. Queréis servir solamente al señor
más augusto, y sois tan ingenuo de decidir por vos mismo sobre la preeminencia
de uno o de otro de los señores, entre los cuales elegís. (p. 427)
Después
de escuchar atentamente, Knecht añade:
-[...] Pero aún me queda por deciros cuál es el
significado que ha tenido para mí desde los años estudiantiles y desde el
«despertar» la palabra trascender. Creo que acudió a mí durante la lectura de un
filósofo enciclopedista y desde entonces, al igual que el «despertar», fue para
mí una verdadera palabra mágica, exigiendo, impulsando, consolando y
prometiendo. Mi vida (algo así me propuse) debía ser un trascender, un
progresar de escalón en escalón; un espacio tras otro debía ser atravesado y
quedar atrás, tal como la música aborda, toca, corona y deja atrás tema tras
tema y tiempo tras tiempo. (p. 428)
El
presidente interviene con tono de tristeza y reproche:
-Cada vez me causáis mayor asombro. Habláis de
vuestra vida, y no se trata apenas más que de vivencias particulares,
subjetivas, deseos personales, revelaciones e iniciativas personalísimas: en
verdad, nunca imaginé que un castalio de vuestra categoría pudiera verse a sí
mismo y ver su vida de ese modo. (p. 429)
Knecht
responde:
-Pero, muy venerable, en este momento no hablamos de
Castalia ni de la autoridad ni de la jerarquía, sino exclusivamente de mí, de
la psicología de un hombre que, por desgracia, ha debido causaros grandes
contrariedades. [...] Durante mi aprendizaje descubrí que no solamente era yo
un castalio, sino también un ser humano, que el mundo entero me afectaba y
tenía derecho a exigirme que conviviera en él. [...] Un mundo lleno de aconteceres,
lleno de Historia, lleno de ensayos y comienzos eternamente renovados; un mundo
tal vez caótico, pero que es la patria y el suelo materno de todos los
destinos, de todas las elevaciones, de todas las artes, de todo lo humano. (p. 430)
Finalmente, José Knecht decide abandonar Castalia y volver al mundo de
los humanos normales y corrientes. Se va una tarde serena y luminosa de
septiembre, e inicia su marcha ligero de equipaje, con lo puesto y una pequeña
flauta de madera para animar con música su caminar. Hace su viaje a pie, y
disfruta andando por paisajes amplios, alegremente soleados.
Hermann Hesse concluye su novela escribiendo: «Así no
le había mirado el día y el mundo desde hacía mucho tiempo: así, ingrávido, tan
gallardo e inocente. La felicidad de su libre albedrío le fluía por todo el ser
como savia nueva».
Voy a acabar mi relectura de El juego de los abalorios con las palabras de
un viejo amigo, que en sus años jóvenes también fue numerario del Opus Dei:
«Escrivá se empeñó -y ahora sus más próximos se empeñan- en que nadie en la
institución debía pensar, pero a la hora de la verdad se encuentran con que,
como no es posible "poner puertas al campo", los predispuestos al pensamiento, al llegar a los 40 años -o incluso más-, se
destapan; es decir, que van y piensan. Entonces entran en crisis y, en el mejor
de los casos, dicen adiós a todo esto. Y digo, intencionadamente, en el mejor
de los casos, porque, de lo contrario, acaban siendo "carne" de la
planta de psiquiatría de la clínica de la Universidad de Navarra; son muchos y
muchas los que por allí acaban pasando. Y es que, mientras consiguen vivir en
su burbuja, aguantan, pero si tienen que salir de ella, pierden pie».
Antes de cerrar este capítulo, he de añadir que recientemente descubrí
que dentro de la Obra hay otra forma frecuente de permanecer en una burbuja, es
decir, de vivir a salvo de roces e influencias del mundo exterior,
desenvolviéndose a gusto en un mundillo interno autosuficiente. Es la burbuja
del protagonismo. ¿Y en qué-consiste? Me lo cuenta alguien que
permaneció en su interior durante más de veinte años.
Ha cumplido ya los cincuenta, es mujer, economista de profesión, entró
en la Obra a finales de la década de los sesenta y allí permaneció hasta
entrados los noventa. Personalmente la conozco muy poco; coincidimos viviendo
en Barcelona pero apenas tuvimos ocasión de vernos. Pasados los años, ya en el
2000, nos encontramos en la presentación de un libro y nos saludamos; hicimos
intercambio de teléfonos y quedamos en vernos algún día. Después de un tiempo,
ese día llegó, y el encuentro fue interesante aunque bastante triste.
Charlamos un rato largo y nos pusimos al día de nuestros recorridos
vitales. Me quedé asombrada de que, pensando como parecía que pensaba, hubiera
permanecido en el Opus Dei durante más de veinte años. El asombro suyo
consistía en comprobar que yo, después de lo vivido, seguía teniendo fe; ella
afirmaba que la había perdido del todo, o mejor dicho, que le parecía que no la
había tenido nunca.
«A mí lo que me mantuvo allí -me dijo- fue el protagonismo: contaban
conmigo, me halagaban, me daban cargos de responsabilidad, y yo me sentía
admirada, importante, satisfecha. Luego, cuando dejé de ser persona de tanta
confianza, todavía duré unos cuantos años, ya que vivía como en un hotel de
cinco estrellas, tenía un trabajo cómodo y nadie me ponía pegas, hasta que
llegó una directora que me las comenzó a poner: todo eran "peros" a
mis excesivas salidas y entradas, y pretendía fiscalizar mis pasos. En fin, que
me fui sintiendo acorralada, hasta que decidí decir adiós».
«El pensar en tener que montarme por mi cuenta -añadió- me parecía
duro, pero el aguantar aquella situación me parecía todavía peor. Si me
hubieran dejado en paz, es posible que aún seguiría allí dentro».
Escucharla me dejó perpleja y angustiada. Ayuda al prójimo, inquietud
social, deseo de colaborar en hacer un mundo un poco mejor; solidaridad, paz,
justicia; misericordia, bienaventuranza, oración, contemplación, sacramentos;
fe, esperanza, amor... No conectaba con nada de todo eso. Ni siendo economista
le movilizaban los desafíos del mundo actual: pobreza, injusticia, crecimiento,
ecología.
«No insistas -dijo para finalizar-. Si para mí lo asombroso es que tú
sigas creyendo en todo eso que me dices».
Sí, efectivamente, creo que el Espíritu de Dios está obrando en los
corazones y en las conciencias desde los orígenes de la humanidad. También creo
que todo ser humano que se abre a su acción se traduce en actos positivos, y
creo que este proceso tiene dos planos: uno es personal de apertura a Dios, que
es la fe, y otro moral de apertura a la conciencia, que se puede llamar
justicia, rectitud, amor y todo lo que eso lleva consigo.
Vivir en una burbuja nunca es bueno, pero vivir en la del protagonismo y la vanidad satisfecha tal vez sea lo peor que a uno le pueda ocurrir.
Y cuando este apunte estaba ya concluido, recibo un interesante documento firmado por un catedrático de Filosofía que fue numerario durante muchos años y abandonó la Obra hace escasamente diez. El presente escrito, que titula «fractura entre el mundo y la Obra. Ghetto social y cultural», lo envió a sus directores poco antes de presentar su dimisión. Resumo su contenido pero respetando del todo su redacción:
[...] Respecto a la Obra en general, la fractura
entre ella y el mundo ha adquirido tales proporciones que hoy en día la
realidad histórico-social que se llama Opus Dei se ha convertido en un ghetto:
es un ambiente muy cerrado y aislado, donde se ponen los medios para tener bajo
control el modo de pensar y actuar de los que a él pertenecen. Y eso sucede con
la mejor intención de ayudar a los de Casa y a muchos más, pues se considera
que los modos de pensar y obrar establecidos son lo correcto, lo que más ayuda
al común de las gentes. En definitiva, se intenta que la gente piense
correctamente y sea virtuosa por decreto.
Este ser un ghetto se manifiesta especialmente en
que la Obra ha venido a ser un grupo cultural cerrado con su propia visión del
mundo. No somos -ni de lejos- esa punta de lanza en todos los campos, no somos
esa fuerza renovadora, creadora, en el pensamiento, en la cultura, la ciencia,
la moda..., sino más bien somos todo lo contrario: el sector más conservador,
menos innovador de la sociedad y de la Iglesia.
Está claro que no intento hacer alabanza de un
ridículo prurito de leer la última tontería publicada o de jugar a la
frivolidad superficial, sino que, por desgracia, nos hemos encerrado y
homogeneizado: leemos los mismos libros de literatura o de espiritualidad,
recibimos las mismas revistas en los Centros, compramos los mismos periódicos,
estudiamos los mismos manuales de teología o filosofía (y normalmente escritos
por los de Casa), vemos las mismas películas..., así todos acabamos pensando lo
mismo y actuando como si estuviéramos cortados por el mismo patrón. Y no sólo
eso, sino vistiendo de modo parecido -se viste como un numerario, no como un
filósofo o como un abogado-, hablando del mismo modo o con frases parecidas,
etcétera.
Esta homogeneidad creada dentro de la Obra quizá no
sea tanta si se toma gente de diversos países, pero, por supuesto, en el mismo
país, e incluso diría que especialmente los numerarios de todo el mundo, tienen
no ya un denominador común, sino casi un numerador común.
Otro aspecto -muy distinto- de este ser un ghetto es
que muchos numerarios trabajan en cuestiones «de Casa», sean trabajos internos,
sean obras corporativas o laborales personales. En buena parte, todos
circulamos por los circuitos ya hechos, lo cual favorece la rutina, la falta de
iniciativa, no renovarse, etc. De este modo, se ha perdido en buena parte el
sentido de la Obra de estar en todos los sitios donde nacen las ideas, la
cultura, de abrirse en abanico, de renovar el mundo, etcétera.
Este sistema cerrado de las cosas de Casa ha
conformado el modo de funcionar de las obras corporativas y labores personales.
Dicho sintéticamente: esas labores no funcionan con criterios profesionales y
académicos, sino como si fuese un trozo del Opus Dei con su sistema de criterios,
normatividad, etc. Me parece que hay que transformar radicalmente su modo de
funcionar, separando radicalmente entre fuero externo y fuero interno, que, por
desgracia, ahora están unidos.
Por ejemplo, en. dichas obras y
labores, se juzga el trabajo de uno de Casa en función de sus disposiciones
conocidas por la dirección espiritual; se hace que sólo den clases de religión
los de Casa -no los que más saben o los que mejor lo hacen-; se contrata gente
no por su calidad científica y profesional, sino por indicación de los
directores, etc.; igualmente se manipulan las elecciones a representantes
sindicales o de alumnos o... siempre con la finalidad de tener todo bajo
control, pues no se quiere aceptar el riesgo de la libertad. Por todo eso,
tantas veces las obras corporativas y labores personales tienden a ser un
ghetto con sus criterios internos de funcionamiento que la gente «huele», pero
que nadie reconoce públicamente. En definitiva, se subordinan los criterios
académicos a criterios de fuero interno, con una notable falta de
transparencia.
Todo este tema lo he vivido de un modo muy directo,
pues en Roma -en el Instituto de Filosofía- estaba todo formando una unidad:
los directores de la Obra eran al mismo tiempo directores de la institución
académica, con lo cual había una continua interferencia del fuero interno en lo
profesional. En el poco tiempo que estuve en la Universidad de Navarra pude
comprobar que eso sucedía igualmente: discrepar de la dirección académica se
entendía como criticar a la Obra y a los directores.
Por último, y no querría dejar de hacerlo constar,
con este sistema de que tanta gente de Casa trabaja sólo en lo interno o en lo
parainterno, resulta que hay algunos que perseveran porque perderían el trabajo
que tienen si dejasen de serlo; de ahí que haya no pocos que al conseguir un
trabajo «externo» dejan de ser de Casa.
El resumen del presente informe es un vivo testimonio del título que
encabeza el presente apunte: «Mientras viven en su burbuja, aguantan».
En sus comunicaciones, algunos sólo resaltan lo negativo de sus
contactos con el Opus Dei, otros matizan más y hablan tanto de lo negativo como
de lo positivo que vivieron. Me parece una buena síntesis de lo que unos y
otros exponen la que realiza un ex numerario maduro -ha cumplido ya los
setenta-, que militó en las filas de la Obra desde principios de los años
cincuenta hasta entrados los setenta. En definitiva, lo que viene a decir es
que no siempre coinciden lo que se busca y lo que se encuentra. Él lo cuenta
así:
En un principio valoré, y puedo seguir valorando
-aunque con matices- de forma positiva, los puntos que a continuación comento.
•Reconocimiento de
las potencialidades del laicado.
Las características de esta institución implicaban
un claro reconocimiento de las posibilidades de los laicos -tanto en lo
referente a la espiritualidad como a la actividad evangelizadora- desde el
mismo ejercicio de sus tareas civiles, principalmente su trabajo profesional.
Aún hoy, a pesar de los contenidos del Vaticano II, puede comprobarse,
simplemente escuchando unas cuantas homilías, la escasa consideración que se
concede a la influencia evangelizadora de los laicos a través de sus tareas
profanas y no sólo de sus colaboraciones eclesiales en catequesis, liturgia,
etc., que normalmente son las únicas que se valoran.
•«Unidad de vida».
Un
aspecto central de su espiritualidad lo constituye el esfuerzo, permanentemente
renovado, para lograr lo que denominan «unidad de vida»; es decir, evitar caer
en una distribución de sus principales aspiraciones vitales en compartimentos
estancos: por un lado la vivencia de lo religioso, por otro la influencia
evangelizadora (humanizadora y cristianizadora) y, finalmente, las tareas
civiles: trabajo profesional, vida familiar, responsabilidades ciudadanas,
actividades culturales, sindicales, artísticas, etc. La aspiración a la «unidad
de vida» conduce a un ejercicio armonioso de estas tres vertientes de la vida
del cristiano, de forma que haya una colaboración o ayuda recíproca entre todas
ellas.
•Actitud de
«contemplativos», pero sin apartarse del mundo.
Considero valioso el hecho de que en la Obra exista
una espiritualidad y una praxis que permite hablar de «vida contemplativa en medio
del mundo». La conciencia, permanentemente actualizada a lo largo de los días,
de la presencia de la Realidad Divina en cualquier situación humana, la
práctica diaria de una hora de meditación contemplativa, junto con las
prácticas sacramentales habituales en la Iglesia católica, pienso que facilita
que esa aspiración de poder ser contemplativos sin necesidad de ser monjes
tienda a realizarse en ellos.
•Austeridad y solidaridad en la administración de
los bienes materiales y del tiempo.
Según mi experiencia, es también claramente valiosa
-diría que admirable- la entrega que han de practicar los socios, especialmente
los numerarios, respecto a sus ingresos económicos. Cualesquiera que sean los
ingresos que obtengan por su trabajo profesional, entregan la totalidad de los
mismos, al igual que los regalos que reciban. Aparte solicitan semanalmente el
dinero -que no sienten ya como suyo- para sus gastos personales (previa
consulta y obtención del «visto bueno», que no siempre se concede). El
excedente que se produce sirve de base para el mantenimiento de diversos
centros docentes, culturales o asistenciales que tiene la institución, centros
que por sus características o por sus destinatarios son necesariamente
deficitarios. A esta actitud sobria y solidaria en la administración de sus
ingresos ha de unirse el sentido de responsabilidad en la administración de su
tiempo con una actitud de servicio en cualquiera de sus tareas, sean o no las
profesionales.
Hasta aquí lo positivo. Y ahora paso a comentar los aspectos que
percibí gradualmente como negativos, o incluso contradictorios, respecto a la
imagen inicial que me transmitieron.
·
Actitud radicalmente
conservadora.
La principal contradicción que yo viví en la
institución -y que se manifestó de forma creciente a medida que pasaban los
años- es la actitud radicalmente conservadora que se fue imponiendo,
principalmente respecto a los miembros intelectuales del Opus Dei. Por una
parte, la Obra siempre se presentó como defensora a ultranza de la libertad de
pensamiento y respetuosa del pluralismo: siempre recalcó que en ella cabrían
personas de todas las mentalidades y corrientes de pensamiento, con tal que
éstas no fuesen claramente incompatibles con la esencia del cristianismo y de
la Iglesia. De hecho, sin embargo, se produjo un creciente recelo hacia todas
las aportaciones de las ciencias humanas -Psicología, Antropología cultural,
Sociología, etc.-, hacia la Filosofía (salvo las corrientes escolástica y neotomista) y hacia las nuevas corrientes
teológicas que proliferaron desde mediados del siglo veinte. Ello condujo a
que, mientras el papa Pablo VI decidía suprimir el denominado índice de libros prohibidos, en el Opus Dei se iniciara algo incomparablemente
más limitador: una especie de índice de libros
permitidos; de forma que todos los que
no estuviesen incluidos se entendían como prohibidos. Entre éstos se
encontraban la inmensa mayoría de los principales teólogos contemporáneos, los
que tuvieron una principal influencia, como asesores, en las Comisiones de
trabajo del Concilio Vaticano II. Muchos de ellos, en tiempos del papa Pío XII,
cuando el encargado de dirigir el organismo del Vaticano que velaba por la
defensa de la ortodoxia era el famoso cardenal Ottaviani -que muchos calificaron
acertadamente como «martillo de herejes»-, habían recibido amonestaciones por
parte de este organismo, y algunos de ellos habían sido apartados de sus
cátedras en las universidades de la Iglesia. Sin embargo, muchos de éstos, en
tiempos del papa Juan XXIII, fueron propuestos como asesores teológicos en los
trabajos del Concilio Vaticano II. Para el Opus Dei, sin embargo, siguieron
siendo autores prohibidos.
De esta forma se producía un hecho paradójico: así
como yo, a los veinte años, necesitando leer las obras del filósofo francés
Henri Bergson -todas ellas incluidas entonces en el índice de libros prohibidos-, obtenía el permiso del obispado para leerlas, en un
trámite rapidísimo; a los treinta años, teniendo que dirigir unas conferencias
teológicas en las que requería necesariamente, por su temática, citar al famoso
teólogo dominico Yves Congar (cuyas obras no constaban en la lista de los
libros permitidos en el Opus Dei, a pesar de haber sido una de las principales
figuras entre los teólogos del Vaticano II), tras solicitar el permiso
correspondiente, recibía una respuesta negativa de los directores de la Obra.
Cuando se produjo, desde dentro de la Iglesia, la
renovación hacia un claro aumento de libertad y de actitud de diálogo con las
nuevas corrientes culturales y científicas, algunos miembros de la institución
-que siempre nos habíamos sentido incómodos con la actitud conservadora y
temerosa que venía caracterizando a ésta hacía tiempo y que la suponíamos
ocasionada por tener que adaptarse al conservadurismo doctrinal de la jerarquía
vaticana anterior a Juan XXIII- esperábamos un claro cambio de actitud, a tono
con los nuevos aires que se respiraban en el Vaticano.
Sin embargo, nuestro asombro fue total, al comprobar
que desde la dirección del Opus Dei se respiraba una auténtica reacción de
malestar y de desconfianza respecto a una parte importante de las reformas
promovidas por el Vaticano II en distintas áreas: la liturgia, la defensa de la
libertad religiosa, las relaciones de la Iglesia con la cultura y la sociedad
contemporánea, con los cristianos no católicos, con los no creyentes, etcétera.
Recuerdo que por aquel entonces me planteaba que o
la institución estaba cambiando notablemente, a causa de las necesarias
relaciones diplomáticas de sus dirigentes con el Vaticano de la época
preconciliar, o tal vez nosotros habíamos vivido confundidos por unas falsas
interpretaciones y expectativas, a las que daban pie los términos usados por el
Opus para describirse a sí mismo.
• Actitud
crecientemente autoritaria de las relaciones entre los directivos y los
miembros del Instituto (éste fue para mí otro importante punto, negativo y
desalentador).
Alrededor del año 1955 comienza a constatarse, de
forma alarmante, un clima de rigidez de fondo. Desde Roma llegaban, semana tras
semana, notas y avisos con normas y reglamentos sobre los más variados detalles
de la vida de los socios; normas que los directores de cada centro aplicaban
inmediatamente al pie de la letra, con una disciplina de tipo militar.
Mi hipótesis era que en Escrivá y en el equipo
dirigente central -todos ellos residentes en Roma- se estaba dando un creciente
temor de que el proceso de plena integración de la institución en la Iglesia,
con un ropaje jurídico a su medida que reclamaba innovaciones importantes en el
Derecho Canónico, fuese un proceso que se eternizase.
A partir de aquellos años Escrivá acentuó
notablemente el ejercicio del control doctrinal de los miembros y las normas
protectoras contra cualquier desviación en la vida de los socios, de un estilo
cada vez más puritano. Se fue produciendo una creciente disminución en el
margen de espontaneidad para las iniciativas evangelizadoras de sus miembros, y
un endurecimiento de las vías para el control detallado de todas sus
actuaciones; también hubo orden de retirada de las bibliotecas de la
institución de libros de espiritualidad o de teología que tuviesen alguna
relación con los movimientos innovadores que surgían en el seno de la Iglesia.
Por
otra parte, entonces comencé a pensar que probablemente en la personalidad de
Escrivá hubiese un elevado grado de complicidad a favor de este nuevo estilo
«integrista», reclamado por las circunstancias para que la institución pudiese
subsistir y crecer con tranquilidad en el seno de una Iglesia preconciliar.
• Finalmente, la
actitud proselitista y el proceso de integración de nuevos miembros en la
institución es otro aspecto que percibí negativamente y como peligroso, desde
el principio.
Si echamos la vista atrás, con la perspectiva que facilitan los años,
vemos que, desde que finaliza la guerra civil en 1939
(fecha clave para los inicios de expansión de la
Obra) hasta nuestros días, la Iglesia española va pasando por las etapas
siguientes.
En las décadas de 1940 y 1950 aparecen tres rasgos característicos:
el «nacionalcatolicísmo», fruto de la guerra civil y de la connivencia de la
Iglesia con la dictadura franquista, expresada en el Concordato de 1953; la
«beligerancia antimodernista», consecuencia de nuestro aislacionismo cultural y
pavor, más que miedo, a cualquier novedad; y el «conservadurismo teológico y
pastoral», derivado de una ignorancia, un dogmatismo, una moral centrada, casi
en exclusiva, en el sexo, unas prácticas religiosas devocionales y un sentido
de la autoridad excluyente y vertical.
En las décadas de 1960 y 1970, en la sociedad y en la Iglesia española
se van produciendo, gradualmente, cambios importantes en el terreno político,
con los primeros conatos de apertura desde la dictadura franquista hacia una
futura democracia; en el eclesial, con la transición de una Iglesia clerical,
devocional y sacral a una Iglesia comunitaria y evangelizadora de base laical,
fruto del Concilio Vaticano II; y en el teológico, con un giro de la
escolástica a la teología de la historia de la salvación y de la liberación.
Finalmente, desde la década de 1980 y hasta la actualidad, podemos
decir que las riendas de la Iglesia católica van estando cada vez más en manos
de los conservadores, que han retornado algunos ultramontanos y que han ido
emergiendo grupos eclesiales neoconservadores, con éxito y mando en plaza.
El papel que ha venido desempeñando el Opus Dei, dentro de este
panorama general de la Iglesia, queda claro en todo lo expresado a lo largo de
este capítulo.
Falta de libertad y depresión
Son numerosas las comunicaciones que me han llegado
en las que los protagonistas -ex numerarios y numerarias- hablan de depresión,
o, para ser más exactos, de las depresiones sufridas, sobre todo, el tiempo
antes de desvincularse de la institución: «me sentía agotado»; «padecía
insomnio»; «había momentos en los que me notaba extenuada»; «me encontraba como
en blanco, incapaz de reaccionar ante nada ni por nada»; «me atiborraban a
pastillas e iba como sonámbula»; «los últimos meses me quedé mudo, no podía
articular palabra»...
El sociólogo Alberto Moncada (1) comenta a este respecto:
El capítulo patológico de tantas vidas de socios y
asociadas comienza a salir a la luz. Muchos conflictos de conciencia se
transformaban, por decisión de los superiores, en cansancios o enfermedades,
recetándose descanso o tranquilizantes para encubrir lo que no era sino una
necesidad de clarificación biográfica. Bastantes casos testimonian con sus
depresiones, neurosis y hasta intentos de suicidio, semejante estrategia directiva,
que hizo salirse de la Obra y de la Universidad de Navarra a un numerario
médico que se negó a administrar tal política. 2.
1. En un reciente artículo (El
Siglo 605, del 31 de
mayo al 6 de junio de 2004),
el sociólogo Alberto Moncada afirma que en los
últimos tiempos se constata, entre los socios numerarios del Opus Dei, un creciente número de enfermedades mentales
y un peculiar tratamiento de ellas en la cuarta planta de la Clínica
Universitaria de Navarra. Explica que a la cuarta planta son enviados los
miembros del Opus con problemas. Por una parte, hombres y mujeres que sufren
trastornos piscológicos producidos por las contradicciones de la vida de numerario.
«Al cabo
de cierto tiempo -dice-, muchos entran en depresiones, en neurosis...» También
afirma que los directivos del Opus no permiten que profesionales de la salud
mental ajenos a la Obra se ocupen de ellos y han organizado un equipo propio en
Pamplona, dirigido por el doctor Cervera y nutrido exclusivamente por miembros
del Opus, para tratarlos. La segunda fuente de pacientes para la cuarta planta
son los indecisos o críticos. «Los directivos del Opus -comenta Moncada- comparten con los teóricos del
estalinismo la tesis de que la desviación ideológica es una enfermedad mental y
cuando algunos numerarios del Opus atraviesan crisis de identidad son
aconsejados o forzados a pasar una temporada en la cuarta planta».
Según algunos de los miembros de la prelatura tratados, hoy fuera de
la Obra, el trabajo del equipo médico no consiste tanto en ayudar a recuperar la salud, a
clarificar la identidad sino, sobre todo, a
insistirles que sigan en el Opus y acepten su enfermedad como prueba divina.
2 A. MONCADA, Historia
oral del Opus Dei, Barcelona, Plaza & Janés, 1992, p. 149.
Se trata de un fenómeno frecuente, que ya un ex numerario histórico, Miguel
Fisac, deja patente en las declaraciones que en su día hizo3. Entre
otras cosas dice: «Como consecuencia de aquel estado de ánimo yo adquirí un
profundo insomnio. Entonces a Amadeo de Fuenmayor no se le ocurrió mejor
solución que ponerme en manos del doctor Poveda, el supernumerario ayudante de
López Ibor, quien me puso unas inyecciones intravenosas, que me producían unos shocks morrocotudos, pero que no
me aliviaron. El insomnio y todo mi malestar desapareció al dejar la Obra».
Por mi cuenta y riesgo he indagado sobre el
tema charlando con varios psicólogos, psiquiatras y moralistas, a los que no
les ha sorprendido el contenido de las comunicaciones que les mostraba, es más,
les parecían reacciones normales, dadas las circunstancias.
Uno de mis consultados, qué ha vivido muchos años dentro de la Obra ocupando puestos internos de
responsabilidad, después de decir que «un ambiente de libertad no puede ser
fruto solamente de la organización material, y menos aún de las meras
disposiciones legales, sino que es necesariamente fruto de un espíritu
personal», reflexiona que la criatura humana tiene una dinámica interna propia
que hace que, si sus acciones no son conformes a su naturaleza libre, su misma
naturaleza orgánica puede llegar a resentirse gravemente. Aunque los elementos
de la naturaleza como principio de operaciones sean complejos, constituyen una
unidad, y, si se estimulan o se imperan separadamente, la unidad activa de la
persona se distorsiona y la fuerza vital de la naturaleza decae. Puede asegurarse
que buena parte de las depresiones que abundan en el Opus Dei, y en otros
ambientes similares, tienen su origen en estas «violaciones» de los principios
activos de las personas4.
3 Ibid., pp. 149-151.
4«La industria farmaceútica no debe tener queja con el Opus Dei porque
sus centros de numerarios son unos magníficos clientes. Se compraban muchos
antidepresivos, pastillas para dormir para las más jóvenes». Así se explica Ana
Azanza en un
libro-testimonio (op. cit., p. 168). A pie de página añade que el Lexatín es un remedio para que
la gente no tenga ni tiempo de pensar por la noche. «Las directoras -puntualiza-
son muy amigas de recetar este medicamento para dominar a las personas y crear adicción, por no hablar de
los efectos secundarios». Ana Azanza finaliza diciendo: «Si en la vida hay
dificultades lo suyo es pensar y resolver los problemas, no dormir más de la
cuenta para olvidar». Como secretaria de la casa en la que vivía en Pamplona
(secretaria es la persona que lleva las cuentas), también habla de las
frecuentes facturas que había que pagar al servicio de psiquiatría de la
Universidad de Navarra de las personas que a partir de los 35 ó 40 años
tenían que hacer uso del mismo. Ella piensa que todo era resultado de la vida
que se lleva en la Obra.
El ser humano no es un
espíritu separado, necesariamente vive en un «mundo», en una historia y, por eso,
este ambiente de libertad es condición indispensable para que se desarrolle la
vida en toda su riqueza. Esto se insinúa ya incluso en la vida infrahumana. Hay
muchas especies animales que, cuando viven en cautividad, casi nunca se
reproducen. Las funciones más complejas se paralizan cuando se advierte la
falta de libertad. En la cautividad esos animales pueden tener una seguridad
mayor, y tener cubiertas más plenamente las necesidades puramente biológicas de
alimentación y salud, pero perciben «algo» que les anula las funciones vitales
más delicadas. Esto es una muestra de que la libertad no es solamente una
cualidad que radique en el espíritu separado, sino que tiene su incidencia en
las dimensiones inferiores de la existencia, hasta en la mera biología.
Cuando los seres humanos están en un ámbito en que la libertad es
dificultada, su constitución anímico-corporal se resiente de diversas maneras.
Una de ellas es, sin duda, la depresión. Pero otros trastornos funcionales,
especialmente los que radican en las funciones digestivas, tienen seguramente
el mismo origen. Entonces, para curar estas disfunciones, no bastan los
remedios farmacológicos o psicológicos concretos, porque su raíz se encuentra
en el modo como la persona se sitúa en el mundo o en la existencia.
Los
psiquiatras son expertos en el funcionamiento del complejo principio activo de
la persona o en la intervención farmacológica en ese funcionamiento. Pero dado
que el conocimiento en que se apoyan suele ser la mayoría de las veces de tipo técnico,
es decir, que consideran las fuerzas activas de la persona al modo de los
artefactos, sus remedios no suelen superar el nivel técnico. Es necesario un
conocimiento de la naturaleza humana en su alcance unitario y teleológico. Si
la naturaleza teleológica humana no es fielmente respetada, sus disfunciones
podrán repararse relativamente en el nivel biofisiológico, pero los
desequilibrios de fondo quedarán intactos y continuarán distorsionando más o
menos gravemente los componentes o elementos vitales de la persona en cuestión.
Una úlcera de estómago, por ejemplo, cuando es detectada, puede ser tratada
directamente con fármacos adecuados, pero, si tiene su origen en una tensión
psicológica excesiva, el tratamiento bioquímico será insuficiente.
Hay muchas maneras de que la acción no pueda calificarse propiamente
de madura y libre. Estas maneras son tantas como las formas que pueda tener el
hecho de que la acción no nazca del conocimiento de la cualidad de la acción
por parte de la persona que actúa. Así, por ejemplo, quien actúa
«abandonándose» simplemente a las pautas que otro le marca, o a los «lugares
comunes» o convencionales de comportamiento, no puede ser considerado
plenamente libre. También, quien se deja llevar por el puro sentimiento, o por
el estado de ánimo, no actúa desde la raíz más auténtica de la acción humana y,
por eso, su comportamiento no es plenamente maduro y libre.
Finalmente, el experto consultado insiste en que quien, por la razón
que sea, actúa remitiéndose a las indicaciones de otra persona, no es
plenamente libre. Por esto, la obediencia, para ser conforme a la libertad,
debe llevar consigo un conocimiento de la naturaleza de sus acciones y de las
razones que le llevan a aceptar la autoridad de aquel a quien obedece. Pero, en
todo caso, la obediencia a una autoridad que impera acciones concretas no puede
dar lugar a acciones tan plenamente propias como las que nacen del conocimiento
de la realidad: en cuanto que esas acciones tienen su principio fuera del
sujeto que actúa, son menos propias que las que nacen del conocimiento personal
de la realidad.
Que la falta de libertad causa estragos es, valga la redundancia, una
triste realidad.
El logro de una actitud libre e independiente en la vida, de una
independencia personal en el percibir, sentir, pensar, valorar y
decidir se va logrando a través de un proceso de crecimiento personal, es
decir, que no se hace de la noche a la mañana. El psicólogo humanista Ramón
Rosal entiende por crecimiento personal «el proceso por el que se va logrando
de forma singular e irrepetible el desarrollo armonioso del conjunto de
potencialidades de todo el ser humano, y el ejercicio jerarquizado y también
armonioso de la pluralidad de tendencias y aspiraciones que animan su
existencia, todo ello en coherencia con un proyecto existencial flexible
(adaptado a las diferentes circunstancias y edades de la vida), elegido de
forma lúcida, libre y nutricia (respeto a uno mismo y a los otros), en
concordancia con los valores nucleares de la persona y abierto a la posibilidad
de una realidad transindividual o transpersonal»5.
5
R. ROSAL, ¿Qué nos humaniza?
¿Qué nos deshumaniza?, Bilbao, Desclée De Brouwer,
2003, pp. 69 ss.
La presencia de una actitud independiente, fiel a uno mismo, coincide
con lo que Jung y Fromm denominaron «proceso de individuación». Un proceso que
requiere la ruptura de vínculos limitadores en la historia personal y social de
todo ser humano. Supone una progresiva liberación de cualesquiera formas dé
vinculación y arraigo que impidan el crecimiento personal y la expresión
genuina del individuo.
Rosal nos recuerda que cuando la persona va avanzando en un proceso de
independizarse de vínculos, presiones e influjos obstaculizadores de su
realización personal, no tiene más remedio que experimentar fases de ansiedad,
acompañadas de sensaciones de sentirse abandonado, desarraigado o desamparado.
Todo paso adelante en el logro de independencia y autonomía creadora tiende a
producir angustia, porque se produce una conexión mental con el acto primigenio
de independencia personal, el nacimiento, con la consiguiente ruptura del
cordón umbilical. Otto Rank denominó a esta experiencia el «trauma del
nacimiento».
Apertura a la experiencia, fortaleza del yo e independencia de juicio
son tres factores básicos en este costoso pero animante proceso. Por
independencia de juicio se entiende la actitud de la persona que cuando percibe
un hecho o emite juicio (es decir, afirma o niega algo sobre algo), lo hace
realmente a partir de sí misma, de acuerdo con percepciones y juicios suyos y
no como meras repeticiones o introyecciones de lo que le transmiten desde el
exterior. El sujeto puede haberse inspirado y enriquecido a partir de fuentes
externas pero al final sus percepciones, convicciones y juicios serán realmente
suyos.
Es importante proteger a toda costa nuestra independencia personal y
la de todos los que nos rodean, para poder así compartir lo que Fromm denominó
acto de fe en el ser humano: «Creo en la libertad, en el derecho del hombre a
ser él mismo, a hacerse valer y a combatir con todos aquellos que tratan de
impedirle ser él mismo. Pero la libertad es algo más que ausencia de coacción.
Es algo más que "libertad de". Es "libertad para", la
libertad para llegar a ser independiente, la libertad para "ser"
mucho más que para "tener" mucho o para usar las cosas y las
personas».
En una buena parte de las cartas recibidas, sus autores hablan de cómo y cuándo conocieron la Obra y de por qué se vincularon a la misma. Sin embargo, en estas cartas, un lugar más preferente, tanto en lo que se refiere a extensión como al contenido, lo ocupa el por qué se desvincularon. Entre estas misivas, he elegido una que me parece representativa de muchas de las otras, pues explica de forma muy completa, clara y contundente los motivos de la desvinculación. El autor es un varón maduro, que entró en la Obra en los años cincuenta -como socio numerario a los 16 años-, en la década de los sesenta fue ordenado sacerdote, y en los setenta dijo adiós a todo eso por los serios motivos que a continuación expone en ocho puntos:
1) Reacción
predominantemente recelosa de la Dirección del Opus Dei respecto a una serie de
apartados de la renovación eclesial del Vaticano II.
Por supuesto que este recelo no se refería al
reconocimiento del potencial espíritual y evangelizador del laicado en la
Iglesia, y del interés intrínseco de sus actividades en el mundo para su
contribución humanizadora y cristianizadora. Tampoco hacía referencia al
reconocimiento conciliar de la libertad de asociación de los fieles en la
Iglesia ni a la llamada de atención a los representantes de la jerarquía para
que respetasen los carismas que puedan ir surgiendo a partir de algunos de sus
fieles. Finalmente, tampoco se refería a la introducción, en los documentos
conciliares, de la posibilidad futura de una estructuración de los grandes
colectivos eclesiales no sólo en base a criterios territoriales -como las
parroquias y las diócesis-, sino en base también a vínculos interpersonales
entre los fieles, como sería en el caso de las denominadas prelaturas o
diócesis personales. Estas innovaciones, claro está, eran muy bien acogidas por
el Opus Dei.
Sin embargo, no ocurrió así con otros muchos
aspectos renovadores, algunos de los cuales implicaban un reconocimiento
oficial por parte del episcopado mundial de reflexiones y propuestas formuladas
años antes por teólogos representantes de corrientes innovadoras, en ciertos
casos amonestados -en tiempos de Pío XII- por las autoridades vaticanas
encargadas de proteger la ortodoxia católica. Así ocurría, por ejemplo, con las
aportaciones del Concilio Vaticano II sobre: Ecumenismo, Libertad religiosa,
Colegialidad episcopal, y algunos aspectos de la reforma litúrgica. Lo más sorprendente
para mí era que también el contenido de la Constitución sobre la Iglesia en el
mundo (la Gaudium et Spes) suscitase claras descalificaciones por parte de
Escrivá y de sus principales colaboradores.
Las reticencias y temores experimentados por Escrivá
a partir de la libertad de pensamiento y de expresión que se manifestaron en
las sesiones conciliares le llevó incluso a
declarar su confianza de que el Espíritu Santo se encargase de abreviar la vida
del papa Juan XXIII, el cual, con sus imprudentes actuaciones, habría acarreado
la pérdida del sentido de autoridad en la Iglesia.
Cuando Juan XXIII moría a los pocos años de su
pontificado, representantes de la Dirección del Opus Dei dejaban entrever
-aunque veladamente- que se habían cumplido sus pronósticos. Posteriormente,
sin embargo, la forma como su sucesor, Pablo VI, asumió la continuación y
orientación del Concilio siguió inquietando notablemente a Escrivá. Cuando años
después se cumplían muchos de sus temores en la etapa posconciliar -retirada
masiva de religiosos y sacerdotes, aplicaciones descontroladas y superficiales
de la reforma litúrgica, etc.-, todo ello lo interpretaban como una
confirmación a favor de sus hipótesis de línea conservadora-integrista.
2) Actitud integrista en la formación teológica y en
la liturgia.
La obstaculización que Escrivá impuso, ya en la etapa
posconciliar, a la aplicación en los actos litúrgicos, dirigidos a los socios
del Instituto, de buena parte de las reformas conciliares, cuando no eran
obligatorias, fue otro aspecto que acentuaba mi malestar. Y unido a él, el
hecho de que perdurase la prohibición general -sólo dispensada en casos
especiales- de leer a buena parte de los teólogos más reconocidos, a pesar de
que muchos de ellos habían sido convocados como asesores de las diferentes
Comisiones redactoras de los documentos conciliares. Seguían sin poderse leer
libremente teólogos como: Rahner, Von Balthasar, Congar, Schillebeeckx, Chenu,
De Lubac, o Daniélou, entre otros muchos.
3) Inutilidad de toda propuesta de revisión.
Durante los últimos ocho o nueve años de mi
presencia en la institución fueron abundantes los informes orales o escritos
que dirigía a los directivos en España, presentándoles mi desconcierto ante las
contradicciones que constataba entre la praxis y algunos principios de sus
documentos fundacionales. Ante la fe ciega que respiraban casi todos ellos en
la total validez de cualquiera de las indicaciones o preferencias de Escrivá,
fui comprobando que era inútil este tipo de reflexiones o intento de diálogo.
4) Convicción de que permanecer podría confundir a
otros.
A lo largo de mi permanencia en el Opus Dei había
sido, para mí, causa de confusión el hecho de que perseverasen durante años
personas de acentuada independencia. Más tarde, casi todos estos
«independientes» abandonaron el Instituto, pero su larga permanencia en el
mismo me permitía creer en la cabida cómoda de personalidades libres e
independientes allí dentro.
Años después comprendí que, si yo retrasaba más mi
desvinculación, podía dar pie a que otros socios ya maduros que iniciasen su
crisis, al notarse identificados conmigo por la forma libre de expresarme -a
pesar de las limitaciones y controles-, amortiguasen indefinidamente la toma de
conciencia de sus conflictos.
5) Acompañamiento de compañeros en crisis.
Dada
la posibilidad de los socios de abrir su intimidad con cualquier sacerdote del
Instituto, yo tenía ocasión de ir escuchando los conflictos que se presentaban
por aquellos años y que fueron conduciendo a sucesivas desvinculaciones. Las
crisis se producían principalmente en aquellos más relacionados por su
profesión o por sus estudios con las ciencias humanas: filosofía, psicología,
historia, sociología... Entre la gran mayoría de los socios dedicados a otros
saberes: físicos, químicos, biólogos, y más todavía en el caso de los
ingenieros, empresarios, ejecutivos o administrativos, apenas se planteaban
tales cuestiones, al menos entre los que yo trataba durante aquellos años.
En los años del posconcilio fueron muchos los socios
intelectuales que optaron por la retirada. A un buen número de ellos me tocó
atenderlos como consejero espiritual. Aunque, con frecuencia, también el
compromiso del celibato era un factor creador de frustración, casi nunca era el
verdaderamente determinante (si Freud me permite pensar así). De haberse
enfocado la trayectoria del Opus Dei según las expectativas que suscitaba su
proyecto original, la ilusionada implicación en él capacitaba, en la mayoría de
los casos, para una experiencia sublimada de la libido (como les gusta decir a
los psicoanalistas), pero, si aquellas expectativas apenas se manifestaban en
la historia y desenvolvimiento real del Instituto, tal proceso sublimatorio se
hacía inviable.
6) Dificultad creciente para las relaciones humanas
con gentes distanciadas de los creyentes cristianos.
El recrudecimiento gradual de la disciplina del
Instituto obstaculizaba cada vez más el acercamiento de sus miembros a grupos
humanos marginales o claramente distantes de la Iglesia o incluso del
cristianismo, cuando el fomento de este contacto y del intercambio humano con
gentes no vinculadas a la cosmovisión cristiana era uno de los aspectos que me
resultaron de especial atractivo en la primera presentación que se me había
hecho sobre las características de la institución. A partir de mi
desvinculación, mi facilidad de acceso y relación amistosa con personas no
cristianas o automarginadas de la Iglesia no es comparable con la situación
anterior.
7) Decisión de proteger mi salud mental.
Un factor que en aquellos años pasó muy a primer
plano como acelerador de mi retirada es el tomar conciencia del deber ético
primordial de amarme o cuidarme a mí mismo, entre otras formas, protegiendo mi
salud mental. Permanecer en una institución en la que se me venía a imponer,
entre otras cosas, una especie de abstinencia intelectual, resultaba sumamente
peligroso para mi salud mental. Con mayor gravedad si estas exigencias se
ponían al servicio de un estilo de contribución evangelizadora que se
distanciaba crecientemente del que podía adecuarse a la fidelidad a mí mismo.
8) Confianza en poder empezar de nuevo, por otro
camino.
Yo, además, mantenía la esperanza -a pesar de mis
errores en la elección de rumbo para la realización de mi proyecto existencial-
de poder encontrar, para el futuro de mi vida, un camino que verdaderamente me
satisficiese, y, de no encontrarlo, inventarlo.
Así
lo hizo, y parece que el resultado ha sido muy bueno.
«Es que yo no fui capaz...»
Desde las Islas Baleares me llega un largo texto de un abogado de 44
años que durante trece fue numerario -realizó la admisión a los 15 y allí
estuvo hasta los 28-, El autor hace un amplio resumen de su decenio largo de
militancia, pero aquí voy a citar solamente los párrafos que hacen referencia
al tema de la perseverancia, caballo de batalla de bastantes de los que me han
escrito, sobre todo, varones.
En mi caso -dice-, y estando dentro de la Obra, no
había tenido todas esas dudas de fondo que explicas tan detalladamente en tu
libro. Había «mamado» la doctrina del Opus desde que era un niño (ya
que había empezado a ir por el Club Alfabia a los 10 u 11 años) y, como
comprenderás, sólo conocía dicho espíritu. Mi crisis se produjo a raíz de
conocer a una chica que, al igual que yo, participaba activamente en la
Asociación Pro Vida y que, a partir del viaje que hicimos en numeroso grupo a
la famosa manifestación de Madrid contra la legalización del aborto, se
«interesó mucho» por mí. Por supuesto, tuve que cambiar de localidad, pero
desde ese momento no fui capaz de asumir todas las obligaciones inherentes a mi
condición de numerario.
[...]
Para mí, la doctrina del Opus Dei y la religión católica
eran lo mismo. Simplemente que el espíritu de la Obra llevaba a la perfección
las enseñanzas evangélicas. Me sentía culpable. El que había fracasado era yo,
y por tanto incluso justificaba el trato que me habían dado. Sólo después de
que pasaron varios años, desde mi salida, he empezado a ser consciente de
tantos errores que comete la Obra. [...]
Antes
de abandonar el Opus, su director, después de recordarle aquello de que «fuera
de la barca no hay salvación», le dijo «entre otras lindezas -puntualiza-, que
sería un desgraciado, que me resultaría muy difícil rehacer mi vida y que le
daba pena, puesto que con el futuro que me hubiera esperado dentro de la Obra,
a partir de ahora me dedicaría a tramitar pensiones. Sin comentarios...».
Con matices que diferencian cada historia particular, la cuestión de
fondo de todos los que cuentan con desconcierto y hondo pesar su desenganche de
la institución es la de que ellos son los culpables; que ellos fueron los que
no supieron o no pudieron o no quisieron rectificar; los que no fueron capaces.
En fin, que se marcharon envueltos en la bola de la culpabilidad, y que sus
directores fueron quienes se encargaron, de forma especial, de engordar esa
pesada bola.
Hace algún tiempo, llegó a mis manos un escrito titulado «El sentido
de la perseverancia», que pienso que puede aportar luz y paz a todos aquellos
que de alguna forma se han sentido, o se sienten, atrapados en la enmarañada
pelota de la culpa. El autor es un sacerdote numerario -sorprendentemente, poco
ortodoxo-, profesor de Moral, que falleció hace aproximadamente tres años 6.
He aquí la reflexión que plantea:
6 El texto pertenece a Lo
teologal y lo institucional, escrito inédito de Antonio Ruiz Retegui, que en la actualidad puede
encontrarse en la red, en http://www.opuslibros.org/.
En el caso de la entrada a formar parte de una
«institución vocacional», la naturaleza individual de la persona ha de ser
tenida en cuenta como factor decisivo. Si no se da a la naturaleza de la
persona la importancia que tiene, se incurre fácilmente en perplejidades
peligrosas y en contradicciones insolubles. En efecto, si se considerase que la
entrega a Dios en la «institución vocacional» es como la respuesta a una
llamada explícita y personal, al modo de las llamadas explícitas que Dios
dirige en la historia de la salvación a personas muy singulares, no se podría
hablar de «tiempo de prueba», ni se podría admitir que la autoridad declarase
que una persona no es idónea, después de haberle asegurado que el hecho de
haber recibido la vocación garantiza la posibilidad de superar todos los
posibles obstáculos. Cuando se dice que «por tener vocación» se pueden superar
todas las dificultades, se argumenta como si Dios mismo hubiera llamado de
manera explícita. En cambio, cuando se dice que alguien es idóneo para el
camino que había comenzado, se argumenta desde la consideración de la
naturaleza individual como elemento determinante. Es decisivo reconocer que el
propósito de entrar a formar parte de una institución vocacional no puede
identificarse sin más con la respuesta a una llamada explícita por parte de
Dios. Esto no quiere decir que la vocación institucional deba ser considerada
un mero proyecto humano: en ese propósito la persona no se confía
exclusivamente a sus fuerzas naturales y, en ese sentido, espera que Dios se
comprometa con ella, al modo de una relación dialógica [...].
La realidad es que la entrega a Dios en una
«vocación institucional» no constituye un fenómeno que deba entenderse
solamente en la perspectiva de la respuesta a una llamada al modo de los
llamados explícitamente por Dios, sino más bien al modo de algo que se expresa
en la misma naturaleza individual de la persona concreta: son las
inclinaciones, la generosidad de corazón o capacidad de entusiasmo de cada
persona, guiadas por la razón iluminada por la gracia, lo que determina el
camino que se deba seguir. Pero la persona no es nunca una capacidad de amar o
una razón independientes. Para determinar el camino que se debe emprender hay
que contar con que la razón y la capacidad de amar o de entusiasmarse con
ideales grandes son esencialmente parte de una naturaleza individual. Esto es
muy importante, porque es posible que, a la hora de decidir el propio proyecto
de vida, la voluntad considere solamente sus entusiasmos y no cuente
suficientemente con las propias condiciones naturales. En este caso pueden
aparecer tensiones peligrosas, porque la naturaleza de las personas no es
indefinidamente flexible.
El caso es semejante al de la elección de la
propia profesión. Intervienen las ilusiones y la generosidad de cada cual, pero
deben intervenir también las
capacidades naturales que se tengan para ese oficio. Si alguien, movido
por la ilusión de recristianizar el mundo de la cultura, se empeñara en hacerse
un maestro universitario, y descubriera que no tiene capacidad suficiente para
esa tarea, o con el paso del tiempo advirtiera que la institución universitaria
ha decaído de su carácter original, podría y quizá debería tratar de cambiar su
situación. Por supuesto que estas situaciones son dolorosas y muy difíciles de
afrontar. Es una gran mala suerte encontrarse en esa situación. Pero eso no
significa que la rectificación sea inmoral.
En el caso de la entrega vocacional, la
irreversibilidad no se debe considerar deducida necesariamente de la relación
directa con Dios, como si Dios mismo hubiera llamado explícitamente a esa
persona, pues entonces le hubiera dado también la naturaleza individual
adecuada. No tendría sentido, por ejemplo, que San Pablo abandonara la misión
recibida de Jesucristo aduciendo que no tenía capacidad para realizarla. En su
caso, no cabe duda de que la llamada era explícita y que el mismo que lo había
llamado era el que daba las condiciones para llevarla a cabo. Pero eso no se
puede afirmar, como es evidente, en el caso de la entrega común en las
instituciones vocacionales. Por ello, es posible que después de un tiempo de
prueba haya que reconocer que no se está en condiciones de mantenerse en la
misma situación. Además es posible que la misma institución vocacional
experimente cambios sustanciales. En cualquier caso hay que tener en cuenta que
lo esencial es la unión con Cristo en su Iglesia, y que todas las instituciones
que nacen en ella son esencialmente «parte» de la Iglesia, y nunca pueden
arrogarse un carácter absoluto, como única situación posible para ella de unión
con Dios.
La presunta irreversibilidad de la entrega
vocacional debe deducirse más bien de la naturaleza de las cosas, de modo
semejante, no idéntico, a como quien ha hecho una opción importante en su vida
no debe variarla si no es por razones graves. La exigencia de irreversibilidad
no es absoluta, ni el abandono del proyecto primero supone necesariamente un
apartamiento de Dios. De hecho, a pesar de los vínculos jurídicos o canónicos
que haya contraído, hay siempre un camino legítimo de «dispensa». Y,
obviamente, emprender un proceso legítimamente reconocido no puede significar
por eso apartarse de Dios.
Quien abandona, por serías razones, un camino
vocacional, no se aparta eo ipso de Dios. Desde la nueva
situación seguirá estando llamado a Dios. Es cierto que quien se ve inclinado a
desistir de un camino vital emprendido hace años sufre una quiebra en su vida.
Es una ruptura que puede ser muy dolorosa y, en ocasiones, casi imposible de
afrontar, pero no supone inequívocamente y de suyo un mal moral. A veces, la
unidad consigo mismo puede reclamar una ruptura con muchas relaciones más
superficiales.
Es
decisivo reconocer que el deber de la perseverancia, está normativizado por la
naturaleza de las cosas, en concreto, por la naturaleza del ser humano, cuya
unidad reclama una continuidad en los proyectos más importantes. Por eso, en
muchos casos ha de contar el deber de mantener la propia identidad, en el
sentido de proyecto vital, también ante las personas más próximas y queridas.
Hay ocasiones en que el cambio brusco de proyecto vital equivale casi a «desaparecer»
de la vida de esas otras personas y, en consecuencia, a romperles también a
ellas sus vidas. Este deber de caridad puede plantear el deber de aceptar
sacrificios personales muy grandes, según sea el vínculo con esas personas
cercanas.
La exigencia de evitar esa decisión no es una
exigencia moral absoluta. Más bien es la exigencia que procede del deber
natural de mantener el significado «institucional» y «social» de la propia
vida. La vida de la persona es una historia que acontece «en el mundo», y esa
historia ha de ser unitaria y coherente para que la persona no se sienta rota.
Pero la unidad profunda de la vida humana no se apoya exclusivamente en las
relaciones institucionales o con otras personas, sino en la unidad con Dios
eterno.
Todo eso nos dice que la perseverancia no está
normativizada «directamente» por la relación teologal con Dios. Estará
vinculada con Dios en la medida en que la relación con las personas compromete
también con Dios. De todas formas, la persona, con su coherencia interna, su
salud psíquica, su serenidad espiritual y, sobre todo, su conciencia, no puede
considerarse nunca solamente en función de los demás, aun de los más próximos.
Por eso, la perseverancia se resella con vínculos jurídicos de diverso tipo.
Estos vínculos muestran que, de suyo, es decir, por sí misma, la entrega no
establece un compromiso indisoluble con Dios. Por supuesto, si el abandono del
proyecto de entrega procede del apartamiento de la generosidad originaria y de
una opción posterior por la comodidad, en la medida en que supusiera una
elección del egoísmo o la sensualidad, estaría afectado por una cualificación
moral negativa.
En resumen, se puede afirmar que la perseverancia en
un camino de entrega en la Iglesia está regida por dos tipos de exigencia. a
primera, por la propia exigencia de la unidad de la historia vital; la segunda,
por el vínculo específico que haya resellado la situación. La primera exigencia
es semejante a la que reclama perseverar en el proyecto profesional o social.
Ésta no es primariamente una exigencia moral. La segunda es un vínculo de
alcance moral que es dispensable por la autoridad correspondiente. En ninguno
de los dos casos se debe vincular la perseverancia a la unión directa con Dios.
Cuando
la institución pretende ser un absoluto, se tenderá a dar una trascendencia
teologal a estos vínculos. Eso es falso y fuente de contradicciones. De hecho,
quienes no han perseverado en el proyecto, aun después de ser advertidos de que
abandonar su decisión original era abandonar a Dios, son reconocidos en una
situación lícita y legítima, que puede incluso llegar a ser considerada como
vocacional.
Como decía líneas arriba, espero que una lectura meditada de este
texto sobre «el sentido de la perseverancia» pueda aportar claridad y paz a
quienes se sienten envueltos en la bola de la culpabilidad, bola que, de no
disolverse, puede llegar a causar estragos en la persona que la sufre.
Nos conocemos desde hace muchos años y somos buenos amigos. Pueden definirse
como dos personas tradicionales pero abiertas a las nuevas formas de pensar y
actuar. Él es ingeniero, directivo de una empresa y ex alumno del IESE7,
donde realizó el programa PADE (programa de alta dirección de empresa). Ella es
abogado y trabaja, asociada con otros profesionales, en un prestigioso
despacho. Tienen tres hijos, y de los mismos dicen: «a Dios gracias, ninguno
nos ha salido especialmente problemático».
7 Instituto
de Estudios Superiores de la Empresa, que forma parte de la Universidad de
Navarra y tiene su sede en Barcelona.
En sus años jóvenes, tanto él como ella conocieron de cerca el Opus
Dei y participaron de sus «medios de formación», pero la «praxis» de la Obra
les gustó lo suficientemente poco, como para no querer que sus hijos se
aproximen a aquel ambiente ni que sean «marcados» por él de alguna forma. ¿Motivos? Varios, entre ellos el
del proselitismo salvaje que se lleva a cabo con niños y adolescentes -que les
parece monstruoso-. Sin embargo, el tema que más destacó en nuestra
conversación fue la ética y los dispares enfoques que los moralistas del Opus
hacen de las diferentes cuestiones: en el terreno político, económico o
empresarial, todo viene a ser relativo; en el terreno de las relaciones
sexuales, la procreación y la vida familiar, todo es absoluto.
Él recuerda las charlas en el IESE sobre «ética empresarial»: «Los conflictos éticos en la empresa -les decían- suelen aparecer cuando las personas que han de tomar decisiones empresariales se encuentran con la aparente imposibilidad de elegir acciones que satisfagan simultáneamente sus criterios de racionalidad económica y sus criterios éticos». A continuación se les dejaba claro que la ética empresarial no puede reducirse a «teorías éticas normativas», dado que éstas sólo pueden señalar correctamente las prácticas inaceptables, pero en cambio no pueden orientar positivamente la acción.
Mi amigo pasa a plantear un case
study, el caso de un empresario que se ha
enriquecido a lo grande y ha evadido todos los impuestos que ha podido. Una
charla en serio con un prestigioso catedrático de Ética le hace tomar
conciencia de que su comportamiento es ilegal e inmoral. Pero ¿cómo rectificar?
Si declara la verdad a Hacienda, corre el riesgo de que su negocio se vaya a
pique, con la consiguiente pérdida económica y pérdida, también, de un montón
de puestos de trabajo. Por otra parte, le fastidia enormemente dar una «pasta»
a una Administración con la que no está de acuerdo en su forma de administrar
muchos de sus fondos. Después de mucho cavilar, decide restituir lo que no ha
pagado a Hacienda, creando una Fundación cuyos fines le merezcan suficiente
garantía.
En el mundo de la política, todo indica que la ética predicada por el Opus
y llevada a la práctica, en el fondo, es idéntica. Un ejemplo claro, a nivel
nacional, lo pudimos ver con los ministros «tecnócratas» de la Obra en la
España franquista, que llevaron a cabo una beneficiosa tarea de desarrollo,
colaborando a tope con un régimen dictatorial y autoritario.
Este criterio de que la ética no puede reducirse a «teorías
normativas», dado que éstas sólo pueden señalar correctamente las prácticas
inaceptables, pero en cambio no pueden orientar positivamente la acción,
también se lleva a la práctica en otros terrenos, como es el caso de la guerra
(«la guerra defensiva es casi siempre justa»; «no se va a la guerra a matar al
enemigo, sino a defenderse»; en una guerra justa no existe el derecho, pero sí
la «permisión», la «licitud» de matar...) o incluso de la pena de muerte (se
considera que la pena capital ha sido durante muchos siglos «la pena por
excelencia», y durante muchos siglos «incluso los pensadores más ecuánimes y
ponderados no tuvieron ninguna duda sobre su utilización y justificación»; en
definitiva, «la cuestión sigue abierta»; la pena de muerte se puede
«justificar» en algunas circunstancias).
Estos criterios de relatividad, de tener en cuenta las consecuencias
de los actos, dejan de ejercer cuando se trata, por ejemplo, de la eutanasia, y
no digamos cuando entramos en el ámbito de la sexualidad, del control de la
natalidad, del divorcio, del aborto, etc. En todos estos terrenos de la
existencia humana, los «principios» adquieren un carácter absoluto, sin ningún
tipo de matizaciones. La conclusión es que en unos ámbitos se reconoce la
complejidad, por eso todo es relativo, es decir, no se pueden dar reglas
generales; mientras que en otros no se reconoce complejidad alguna, por eso
todo es absoluto.
Es en el campo de la sexualidad (comportamiento «lícito», relaciones
sexuales dentro del matrimonio; comportamiento «ilícito», relaciones sexuales
fuera del matrimonio, homosexualidad), de la procreación (regulación de la
natalidad, anticoncepción, aborto) y de la vida familiar (divorcio, formación
de los hijos) donde el Opus Dei apuesta por una ética de principios y normas
inamovibles, donde no debe haber «concesiones» de ningún tipo, donde no cuenta
ni la variabilidad de las situaciones sociales y de los contextos históricos, ni
las posibles consecuencias de la acción.
Con tales principios, se pregunta mi amiga: ¿en qué se traduce la
fórmula «paternidad responsable», de la que hace ya tantos años oímos hablar?
La respuesta es que, en la medida en que una pareja pueda llegar a la decisión
de no tener, de forma provisional o definitiva, más hijos, la única forma
«lícita» de actuar consistirá en «seguir los métodos naturales de control de
natalidad prescritos por Dios con los ritmos biológicos de la mujer». (Respecto
a este «seguir los métodos naturales», recuerdo lo que me contaba hace algún
tiempo una antigua alumna del colegio del Opus Montealto. Decía que todas sus
amigas supernumerarias o afines iban agitadísimas a Londres en busca del
llamado «fosforito», que era una especie de cinturón para medir los «ritmos», y
se encendía en verde o en rojo para avisar si había paso libre para tener
relaciones sexuales o no. En fin, todo en pro de no «saltarse a la torera» la
«naturalidad» legal.)
En el tema del divorcio «no hay excepciones», porque el matrimonio «es
indisoluble por su propia naturaleza». En cuanto al aborto, no cabe más que una
condena tajante; incluso cuando éste no es el objetivo, sino un medio para
conseguir la salud de la madre, se considera un acto moralmente ilícito, porque
«es preciso decir que el fin bueno (salvar la vida de la madre) no justifica el
acto malo (la muerte provocada del feto)». Sin embargo, «el fin bueno» de una
«guerra justa» sí podía justificar «el acto malo» de matar a personas; o «el
fin bueno» de crear una Fundación podía justificar «el acto malo» del fraude
fiscal.
Todo es muy complejo, pero lo inaceptable son las dos varas de medir:
la de la complejidad y la de la simplicidad. Al medir con la primera, todo es
relativo; al hacerlo con la segunda, todo es absoluto.
A propósito de las diferentes varas de medir, me parecen interesantes las apreciaciones del profesor Jacinto Choza cuando afirma que, en nuestro medio cultural, uno de los modos más comunes de determinar la identidad religiosa en general y cristiana en particular de los diversos grupos sociales es la observación del conjunto de normas morales y disciplinares cuya proclamación los caracteriza. Así, hay un conjunto formado por las normas sobre el divorcio, el aborto, la moral sexual y la eutanasia, que caracteriza a la derecha religiosa en general y cristiana en particular; otro conjunto, constituido por la doctrina y la práctica de la opción preferencial por los pobres y la atención a los más necesitados, que caracteriza al centro religioso y al centro agnóstico, y otra agrupación formada por quienes se encauzan a la puesta en práctica de una acción social liberadora, que caracteriza a la izquierda cristiana y a la izquierda agnósticas.
Según la prioridad concedida a uno u otro conjunto de normas, se
edifican los sectores más conservadores y más progresistas de la Iglesia
católica y, en general, de las confesiones cristianas, y se configura la
tensión entre ellos.
El citado autor matiza que, en los tres casos, la atención está
centrada en unas señas culturales de identidad cristiana que son también señas
políticas, pues las posiciones políticas en la sociedad civil tienen su
correlato en las diversas posiciones de los fieles dentro de las iglesias
cristianas, ya que resultan de los mismos principios.
La derecha es la afirmación de lo particular y lo familiar, lo
tradicional y lo privado; la izquierda es la afirmación de lo general y lo
social, lo innovador y lo público. La derecha prefiere caracterizar y organizar
la sociedad mediante la definición y el control público de la sexualidad y la
izquierda mediante el de la propiedad; es decir, la derecha decide sobre las
supremas cuestiones de la vida y la muerte concediendo un peculiar y primordial
valor a lo concreto y material, y la izquierda a lo abstracto y espiritual.
8 J. CHOZA, Metamorfosis del cristianismo: ensayo sobre la relación
entre religión y cultura, Madrid, Biblioteca Nueva,
2004, pp. 166 ss.
La mayor sensibilidad de la derecha para lo material concreto y la
modulación del cristianismo según la inspiración derechista explica el hecho de
que, en la perspectiva de la derecha cristiana, el más grave de los pecados y
el máximo desorden sean las transgresiones sexuales. Por su parte, la mayor
sensibilidad de la izquierda para lo espiritual y abstracto y la determinación
izquierdista del cristianismo, dan razón de que para la izquierda cristiana los
pecados de máxima gravedad sean las transgresiones económicas.
Al repasar los textos evangélicos, el profesor Choza
hace especial hincapié en que «no se encuentra en ellos valoración de las
transgresiones del sexto y séptimo preceptos del decálogo, que regulan las
materias sexuales y económicas, respectivamente, como especialmente graves,
mientras que resultaría fácil, en cambio, encontrar apreciaciones de especial
gravedad para las transgresiones del octavo precepto, que contempla la mentira,
la hipocresía y, en general, los comportamientos relacionados con la
veracidad».
He aquí el verdadero fondo de la cuestión.
De la fraterna corrección a la
delación
Apenas le costó cinco años -a otros les ha supuesto mucho más tiempo la tarea- el darse cuenta de que aquél no era el sistema ideal para poder desarrollarse como persona, y todavía menos para ayudar a otros a hacer lo mismo. Se hizo numeraria poco antes de cumplir los veinte años y, al borde de los veinticinco, convencida de que aquello no era lo suyo, decidió, con todos sus ánimos, apuntar hacia otro lado. El detonante de su estampida fue la forma en que la forzaban a vivir la corrección fraterna. Ella lo explica así:
Me sentía acosada, manipulada y hasta anulada,
cuando en la llamada charla o confidencia, en los círculos semanales y hasta en
el confesionario, no dejaban de asediarme con la cuestión, tan evangélica, de
la corrección fraterna: «No haces las suficientes». «Debes consultar todo lo
que te choque de las actitudes de tus hermanas. ¿No te choca nada de nadie? Eso
es imposible, ya que todos tenemos cosas en las que mejorar, y es obligación de
cada una de nosotras el detectar los fallos o deficiencias de las demás para
ayudarlas a esa mejora.» «A diario, todos los días debemos proponer a la
directora varias correcciones fraternas, y ella ha de ser la que decida si es
oportuno, o no, el llevarlas a cabo.» Todo el planteamiento era obsesivo, y el objetivo llegó a
parecerme más de acusación pura y dura que de fraterna corrección. Cada vez sospechaba
más que el positivo medio evangélico podía convertirse en simples delaciones de
los gobernados para tener a los gobernantes bien informados. Como explicas en
tu libro Ser mujer en el
Opus Dei, de esto sabían mucho los inquisidores y los nazis,
bueno, y cualquier dictadura, sea del signo que sea.
Desde que comencé a detectar esto que me parecía una
cuestión de fondo, empecé a dudar de casi todo y, después de unos meses,
escribí la consabida carta de dimisión. Me negaba a seguir jugando aquel juego,
y no porque me pareciera mal lo de la corrección fraterna; lo que me parecía
nefasto era su utilización. Todo aquello venía a ser algo como lo del ejemplo
de la piedra, que puede servir igual para edificar una catedral, como para
romper la luna de un escaparate o machacar la cabeza de un prójimo. Pues lo
mismo ocurría con lo de la corrección fraterna, que podía constituir un
maravilloso instrumento de edificación o de destrucción, y en el caso que te
cuento creo que apuntaba más a la destrucción personal mutua que a la construcción.
Que la corrección fraterna, en sí, es positiva, nos lo muestra san
Pablo, cuando abiertamente corrige a san Pedro, el primer papa de la Iglesia, y
de forma parecida ocurre con todas las limitaciones personales, en los partidos
políticos y en las empresas: la crítica interna es un mecanismo de evolución de
las instituciones; la autocrítica ayuda a mejorar. Pero, como en todo, existen
perversiones. Javier Ropero, en su libro Hijos
en el Opus Dei, lo sintetiza bien: en la Obra existe
la llamada corrección fraterna, que consiste en corregir al socio que a nuestro
juicio haya cometido algún tipo de falta. Hasta ahí la cosa va bien. Pero
cuando se exige a todos los socios el hacer al menos cinco correcciones diarias
de las que hay que dar cuenta previamente al director del centro, y se prohíbe
expresamente la crítica institucional o al superior, nos encontramos ante una
situación propia de la conocida novela de George Orwell, 1984, en que los protagonistas
vivían en un estresante estado policial de permanente vigilancia de los unos
para con los otros. Por otra parte, al fomentar la crítica horizontal como
método coercitivo únicamente en la base de la pirámide de una institución,
mientras se impide el más mínimo comentario negativo del superior, o crítica
vertical, ésta es una de las características más representativas de las
organizaciones sectarias que utilizan esta estrategia para afianzar más su
lavado de cerebro9.
Me parece básico el fundamentar las cosas que uno dice en bases
consistentes. En este momento he encontrado esta base suficientemente sólida en
los estudios del profesor Robert Gellately, que ocupa la cátedra Strassler de Historia
del Holocausto en el Center for Holocaust Studies del Departamento de Historia
de la Clark University (Estados Unidos). Él ha estudiado muy a fondo el tema
del que hablamos y, cuando se refiere a las delaciones de los alemanes entre
ellos mismos, dice cosas tales como las que a continuación cito10:
9J. ROPERO, Hijos en el Opus Dei, Barcelona,
Ediciones B, 1993, pp. 261-262.
10 Extraídas de R. GELLATELY, No sólo Hitler: la Alemania
nazi entre la coacción y el consenso, Barcelona, Crítica, 2002.
11 Ibid. P. 162
·
De los que suministraron
información a la Gestapo, sólo el 25 por 100 aproximadamente de todas las
denuncias fueron hechas por motivos sentimentales -como el amor al nazismo, el
patriotismo o el odio al enemigo-, mientras que con mucha más frecuencia los
motivos eran de carácter instrumental o egoísta12
·
Las motivaciones de los
denunciantes solían ser mayoritariamente de carácter instrumental, como la
delación de un rival o de una persona con la que el delator mantenía algún tipo
de desavenencia13.
·
También la
escrupulosidad malsana y el «idealismo» fueron la causa de no pocas denuncias14
·
Cuando cualquiera,
independientemente de las razones que pudiera tener, denunciaba una infracción
de las leyes raciales a la policía o escribía una carta al partido notificando
comportamientos sociales políticamente «indeseables», sin importar si sus
motivos eran sinceros o egoístas, contribuía a la realización de la ideología
nazi y hacía funcionar la dictadura. En este sentido, todas las denuncias
sirvieron de apoyo al sistema, y parece que nunca faltaron15
El profesor Gellately concluye el tema diciendo que «casi un 75 por
100 de las denuncias fueron presentadas por motivos que poco o nada tenían que
ver con un deseo claro y explícito de apoyar a los nazis. Aun así, supusieron
una manifestación viva de la ideología nazi y un apoyo a la invasión de la vida
cotidiana por parte de la dictadura» 16
Con respecto a la corrección fraterna que se vive en la Obra he de
añadir que, en el mejor de los casos, lo que mueve a hacerla es la buena fe o
la ingenuidad, pero también, en no pocas ocasiones, lo que mueve a la delación
es la ceguera, la malicia, el canguelo y la búsqueda de «ventajas
particulares». En cualquier caso, es preciso agregar que estas delaciones o
pseudocorrecciones fraternas no son en la Obra, habitualmente, tan feroces como
lo fueron en la dictadura hitleriana, y en siglos anteriores, durante los
negros tiempos inquisitoriales.
12 Ibid., p. 191.
13 Ibid., p. 192.
14 Ibid., p. 310.
15 Ibid.,
p. 350.
16 Ibid.,
p. 363.
Efectivamente, algo así ocurría ya durante la Inquisición, de la que
nazis y otros muchos grupos de signo totalitario han ido tomando modelo: había
que vigilar a los vecinos y denunciar a cuantos parecieran sospechosos. La
Santa Inquisición sabía muy bien la importancia que tiene para «la paz» el contar con un buen sistema policiaco. También lo saben muy
bien todos los totalitarios y dictadores de hoy.
En
cualquier proceso inquisitorial se favorece la denuncia y se esconde al
delator. Esta máquina espantosa funcionaba así: ya está el acusado ante el
inquisidor. Éste tiene la denuncia sobre la mesa, pero no se la enseña al
sospechoso. El denunciante puede a veces ser un hereje que quiere hacerse pasar
por un buen católico, o bien un padre que denuncia a su hijo, un hijo al padre,
un marido a su esposa o una mujer a su marido. El papa Gregorio IX permitió
estas horribles denuncias interfamiliares, sólo tuvo la delicadeza de advertir
a los inquisidores que había que cuidarse de que la herejía no fuera un
pretexto falso para condenar al adversario. Por ejemplo, un deudor que quiere
desembarazarse de un acreedor o un acreedor que quiere vengarse de un deudor, o
un amante que persigue al marido de su amada, o un marido que persigue al
amante, etcétera.
Hoy ya no hay Inquisición. Nada queda de esa vieja máquina espantosa.
Sí sobreviven métodos, igualmente desagradables, para llevar a cabo
imposiciones intelectuales y morales.
Que una crítica paranoica y maniquea puede tener un efecto bumerán es
lo que pretende advertir el escrito de un ex socio (primero numerario y
después, durante quince años, sacerdote numerario). Me parece interesante su
aportación, por eso la cito íntegra y sin más comentarios:
Después de mis veinte años de experiencia, buena
parte de ellos dedicados a tareas presbiterales, y de haber entregado una media
de cuatro horas diarias al asesoramiento y orientación continuada de un total
de cerca de quinientos socios -un tercio de ellos numerarios-, puedo dar fe de
poseer una abundante experiencia en cuanto al conocimiento profundo de las
actitudes interiores de una gran variedad de socios y asociadas de la
institución.
A partir de aquí puedo atestiguar que la casi
totalidad de los juicios de valor condenatorios que se vinieron produciendo en
los medios de comunicación españoles de los años sesenta del siglo XX fueron
falsos, partían de prejuicios, y se apoyaban casi exclusivamente en los típicos
rumores, cuya frecuencia es comprensible que abunde más en los sistemas
políticos sin libertad de asociación y de reunión, como son las dictaduras.
En España principalmente, y de forma notablemente
menor en una parte de los numerosos países donde alcanzaba a propagarse la
institución, se produjeron -particularmente acentuadas durante la dictadura
franquista- campañas sucesivas de críticas muy duras en la prensa y a través de
algunos libros, descalificando los fines y los medios del Opus Dei,
atribuyéndoseles consecuencias destructivas por sus actuaciones y actitudes
éticamente rechazables a sus miembros.
Entre las críticas que se sucedían respecto a la
institución, con la pretensión de dirigirse a actitudes generalizadas en la
misma, y no sólo a errores aislados, y que resultan básicamente injustas, o por
su falsedad o por su interpretación distorsionada, están las que sostenían que
el Opus Dei es una institución cuyos socios:
a) Han buscado sistemáticamente -al menos años
atrás- alcanzar puestos de poder, como por ejemplo cátedras universitarias,
ministerios en los gobiernos de la dictadura franquista, poder financiero,
etc., y que estos objetivos (empleando a veces para ellos procedimientos
injustos) los han buscado al servicio de sus intereses, o al menos de sus obras
culturales y sociales con fines apostólicos.
b) Han supuesto, de forma generalizada, un apoyo al
régimen de la dictadura, y a su supervivencia, no habiendo contribuido al
retorno del régimen democrático.
c) Se han desinteresado habitualmente de emplear
energías y recursos en iniciativas, obras e instituciones -salvo algunas
excepciones- que contribuyesen a reformas sociales en vistas a una mayor
justicia social y una promoción y defensa de los derechos humanos.
d) Han prescindido frecuentemente de las
orientaciones de los obispos en sus respectivas diócesis, aunque se tratase de
orientaciones que les concerniesen.
e) Han obtenido apoyos económicos injustos de
gobiernos de la dictadura, para el mantenimiento de algunas de sus
instituciones.
f) Han vivido de acuerdo con unas actitudes
contrarias a la «pobreza evangélica» que pretenden asumir.
Mi interpretación es que buena parte de los críticos
de la institución han adolecido de una actitud un tanto paranoica y maniquea,
en especial los españoles, complicados durante cuarenta años por los efectos
distorsionadores derivados de un régimen de dictadura en el que, a causa de la
ausencia de las libertades democráticas, la tendencia española a sentirse
enfrentados ante amenazadores gigantes donde sólo hay a veces molinos de viento
(como le ocurría a don Quijote de la Mancha) se manifestaba de forma acentuada.
Hay que dar por supuesto que a lo largo de la
historia del Opus Dei se habrán dado posibles actuaciones aisladas que pueden haber
dado pie a estas interpretaciones distorsionadas -y que podían tal vez haberse
evitado-, o incluso conductas aisladas en algún miembro, o hasta en sus
directivos, a las que podría corresponder alguna de esas atribuciones
críticas. De pretenderse lo contrario tal vez nos encontrásemos con el primer
caso en la historia universal en que en una institución de tal volumen no se da
nada de ello. «El que esté libre de culpa que tire la primera piedra.» Sin
embargo, estas posibles actuaciones equivocadas no tendrían nada que ver con la
vida cotidiana de las decenas de miles de miembros vinculados a la institución.
Tengo datos sobrados, a partir de mi abundante experiencia en el trato
confidencial con numerosos miembros, para probar la falsedad implicada en los
seis tipos de críticas que indico. Pero no me interesa gastar tiempo como
abogado defensor de la institución a la que debo las principales frustraciones
de mi vida.
La convicción de que la gran mayoría de las campañas
críticas españolas a la institución erraban de blanco y resultaban injustas por
calumniosas, dio lugar en mí -y seguramente en otros socios- a que se cumpliese
lo que, si no me equivoco, fue una teoría del filósofo de la historia Arnold
Toynbee. A lo largo de la historia de la humanidad, cuando un colectivo humano
o una institución -que tenga una base suficiente de vitalidad- es acosado en
abundancia por sus detractores o sus enemigos, dicho colectivo o institución,
contra la intención de aquéllos, queda fortalecido, y todavía más si una parte
importante del acoso supone una clara injusticia. Así ocurrió en la historia
del cristianismo durante los tres primeros siglos, a partir de las sucesivas
persecuciones promovidas por los emperadores romanos. Fue a continuación, tras
la conversión al cristianismo del emperador Constantino, cuando los cristianos,
que hasta entonces habían experimentado una profunda unión entre ellos frente
al enemigo común, pudieron dirigir por fin con más tranquilidad la atención
hacia sí mismos y comprobar que entre ellos se daban divisiones que
cristalizaron en herejías y cismas.
Así ocurrió también con la historia del pueblo
judío, que «gracias» a las sucesivas persecuciones colectivas a las que se ha
visto sometido, ha podido mantener su identidad cultural a pesar de haber
perdurado veinte siglos -hasta hace poco tiempo- sin territorio propio.
La teoría de Toynbee se cumplió también en mi
proceso personal y fue uno de los factores principales que retrasó mi retirada
del Opus Dei. La llegada incesante de juicios de valor que en su gran mayoría
percibía como injustos, me despertaba cierto sentimiento de lealtad y de
necesidad de aclarar malos entendidos, y me desviaba hacia esto las energías
que debería emplear para afrontar y consumar mi crisis personal con la
institución y mi conveniente separación de la misma.
El autor del presente escrito, como podemos comprobar, está lleno de
razones y de razón, pero también los puntos críticos que él enumera tienen sus
razones y su razón. No fueron unos pocos sujetos aislados los socios de la Obra
que colaboraron estrechamente con la dictadura franquista ocupando puestos
políticos clave; fueron un buen montón que, además y como es lógico, sonaban
mucho. También es cierto que el fundador del Opus Dei tuvo relación personal
con el general Franco: mantuvo correspondencia que puede ser consultada17, visitó en diferentes ocasiones la
residencia del dictador y hasta dio cursos de retiro a toda la familia Franco.
En cuanto a la lucha sistemática por alcanzar puestos de poder
-cátedras universitarias y, más aún, el poder financiero-, es algo conocido y
reconocido. Hasta el propio José María Ruiz-Mateos, después de la expropiación
de Rumasa, se refirió a los financieros miembros directivos del Opus Dei
diciendo que «forman parte del grupo que controla el poder económico en España.
Desde el Banco Popular, con su enorme influencia en el Banco de España; desde
la Asociación de la Banca, con Rafael Termes, y José Joaquín Sancho Dronda en
las Cajas de Ahorros, es difícil que algo en el mundo económico se escape a su
control».
17 Véase p. 25 de
este libro.
En su vertiginosa carrera de asalto al poder, una larga cadena de
nombres de destacados miembros del Opus Dei han ido apareciendo a lo largo de
los años unidos a diferentes operaciones financieras delictivas y a los grandes
escándalos económicos: Matesa, Rumasa, Fundación General Mediterránea, el caso
Imefbank y la «cuenta de ahorros del emigrante» en los comienzos de los años
setenta del siglo XX, etcétera18.
Que un largo rosario de escándalos, o asuntos más o menos turbios, políticos y financieros, jalonan el trayecto de la Obra de Dios, es una realidad y no una burda y simplona «leyenda negra». Que son sólo unos pocos de la totalidad de sus miembros los que protagonizan esos asuntos es igualmente cierto. Pero se trata de una minoría que precisamente es la que destaca, la que brilla, la que suena y que, desde luego, tiene peso y deja poso en la institución.
No nos habíamos vuelto a ver desde nuestros tiempos de colegio. Un día
cualquiera, me llama por teléfono para felicitarme por el
libro que acabo de publicar -y que ella está terminando de leer- y me
dice que necesita verme; que tiene que hablar conmigo de algo que la tiene
enloquecida y deshecha. No quiere adelantar de qué se trata; necesita
comunicármelo de palabra y conocer mi opinión. Ante tales signos de urgencia,
nuestro encuentro fue casi inmediato y, después de un rápido y efusivo saludo,
enseguida fue al grano. Me cuenta que su única hija -sus otros hijos son tres
chicos- va a casarse con un divorciado con el que está saliendo hace ya más de
dos años. En un principio, ella y su marido intentaron convencerla para que
rompiera con aquella relación, luego optaron por la vía de la reflexión y, por
último, con todo el dolor de su corazón, porque son católicos practicantes, han
pactado con la irreversible situación. «Mi hija se casa con un hombre
inteligente y bueno -me dice-, pero divorciado; se casa, por tanto, por lo
civil.» Ellos no van a invitar a casi nadie -la familia y los amigos más
íntimos-, y cuál es su sorpresa, cuando su amiga «de toda la vida»
-supernumeraria del Opus y madre de nueve hijos- se presenta muy indignada en
su casa para regañarla, en plan durísimo, por lo que están haciendo y, de paso,
comunicarle que no cuenten con su presencia ni con la de los suyos en la
celebración, porque «eso ni es un matrimonio ni es nada; se arrejuntan y punto»
-le dijo exactamente-. Después añadió que todavía le parece más horrible que
ellos, que dicen ser católicos, no sólo lo consientan, sino que, además, lo
comuniquen y organicen una fiesta. Horror, absolutamente todo un horror.
18 Para más información al respecto, véanse J. YNFANTE,
La cara oculta del vaticano, Madrid, Foca, 2004,
pp. 264-320, y Opus Dei. Así en la tierra como en el cielo, Barcelona,
Grijalbo Mondadori, 1996, pp. 99 ss. y 229-299.
-Y tú, ¿cómo reaccionaste? -le pregunté.
-Primero me quedé paralizada, luego me puse a llorar. Entonces mi
amiga se fue diciéndome que rezaría por todos nosotros y, a continuación, yo
seguí llorando.
En esta misma línea, aunque con diferentes matices, he recibido un buen taco de misivas: el caso de un padre que no quiere volver a ver más a su hijo mayor porque se ha casado con una divorciada; amigos que han roto definitivamente su amistad por discrepar en el tema del divorcio; unos padres que han dejado de ser supernumerarios por haber comprendido y manifestado que el matrimonio de uno de sus hijos era imposible de remontar y no se habían opuesto abiertamente a su divorcio... Y hasta el caso de unos novios -ella había sido supernumeraria- que se están planteando el pasarse a la Iglesia ortodoxa para poder casarse «como Dios manda», ya que él no ha conseguido la nulidad de su primer matrimonio.
«No hay excepciones»; el matrimonio «es indisoluble por su propia
naturaleza»; y «la mera posibilidad legal del divorcio es ya una incitación al
mismo», dice un Catecismo de doctrina social,
obra coordinada por Juan Luis Cipriani, sacerdote
del Opus Dei y obispo en Perú, en sus páginas 71-72 y 73. El autor añade que,
al mismo tiempo que se condena el divorcio «sin excepciones», se admite que «si
se comprueba que nunca hubo matrimonio, porque fue desde su origen inválido,
puede ser declarado nulo -certificando que no existió- por la autoridad
eclesiástica competente». En realidad, Cipriani no hace más que seguir al pie
de la letra las declaraciones de la Congregación Vaticana para la Doctrina de
la Fe.
En el ámbito de la sexualidad, de la procreación y de la vida
familiar, es donde las posiciones adoptadas por el Opus Dei denotan un recurso
más sistemático a una ética exclusivamente basada en los principios o las
convicciones. En este terreno no deben hacerse «concesiones» de ninguna clase.
Aquí los principios adquieren un carácter absoluto y la más mínima
relativización se convierte en sinónimo de laxitud y, en definitiva, de degradación
moral.
Hace un par de años, la Revue théologique de
Louvain19 publicó un interesante y riguroso estudio del teólogo Paul de Clerck,
director del Instituto Superior de Liturgia de París. Algún tiempo después, Selecciones de teología lo
condensó y tradujo20 y, en su introducción, la mencionada publicación hacía especial
hincapié en que la situación de los fieles divorciados y vueltos a casar es
dolorosa y, en cierta manera, incongruente: por una parte, se les considera
«fieles»; por otra, se les priva del acceso a los sacramentos, en especial el
de la eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana. «Es loable -añade el
texto- la insistencia de la Iglesia en la indisolubilidad del matrimonio. Sin
embargo, una comprensión más "personalista" de este sacramento y el
acompañamiento a hombres y mujeres que han sufrido el drama del fracaso de su
matrimonio e intentan rehacer su vida en otra unión conyugal parece imponer la
necesidad de una solución más acorde con el Evangelio de la misericordia.»
19 Revue théologique de Louvain 32 (2001), pp. 321-352.
20
Selecciones de teología 164, 41 (2002), pp. 314-328.
Paul de Clerck hace unas propuestas francamente interesantes y
alentadoras, pero no fáciles de llevar a cabo. ¿Irrealizables? No; visto el
tema con moderado optimismo, podríamos decir que la realización está dentro de
lo posible.
Un elevado número de personas fracasan en su matrimonio y se
divorcian. Si son católicos y se casan de nuevo civilmente, ven prohibido el
acceso a los sacramentos de la penitencia y eucaristía. Tal es la disciplina
actual de la Iglesia católica.
«La intención no es cuestionar la interpretación de los textos
bíblicos -escribe P. de Clerck-. No se trata de poner en duda la
indisolubilidad del matrimonio, o de minar la confianza de las parejas
cristianas unidas según los valores del Evangelio y dichosas de crecer en la
fidelidad dada». Lo que el autor pretende con su trabajo es buscar cómo salir
de la situación inextricable, creada por el aumento creciente del número de
divorcios, ante una legislación canónica que permanece invariable. «El segundo
matrimonio de los fieles divorciados -dice- es el único caso en el que la
reconciliación sacramental no es posible.»
La disciplina de la Iglesia católica respecto a los fieles divorciados
vueltos a casar se funda en la doctrina del matrimonio considerado como
indisoluble en virtud de la interpretación que ella hace de los textos bíblicos
(Mt 19, 3-9; Mc 10, 1-12; 1 Co 7, 11).
Esta doctrina se comprende no sólo como un imperativo moral (el
vínculo conyugal no se debe romper), sino también como una ley canónica (ni
puede hacerse). El canon 1141 del Código de Derecho Canónico se expresa así:
«El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano,
ni por ninguna causa fuera de la muerte».
Un matrimonio válido no puede ser roto por los propios cónyuges.
Pueden separarse, los cánones 1151-1155 lo prevén, pero la «separación de
cuerpos» no implica la ruptura del vínculo matrimonial.
La Iglesia, por su parte, no se reconoce con el derecho de separar a
los que Dios ha unido. No conoce el divorcio del matrimonio, aunque sí un
procedimiento de declaración de nulidad, que consiste en reconocer que, en
derecho, tal matrimonio nunca se ratificó válidamente, en función de exigencias
objetivas y subjetivas del compromiso matrimonial.
La disciplina de la Iglesia católica difiere de la de otras
comunidades cristianas. La Iglesia ortodoxa, que participa de la misma
comprensión teológica del matrimonio, permite, sin embargo, celebrar un segundo
matrimonio (incluso un tercero) por el «Oficio de segundas nupcias», que
comporta acentos penitenciales (a causa del primer vínculo roto). Los
protestantes no reconocen al matrimonio la misma consideración teológica. No se
alegran de la ruptura del vínculo, pero aceptan generalmente los procedimientos
civiles en uso. La Iglesia católica no sanciona canónicamente a los cónyuges
que se separan, porque esta situación no se opone a la ley de la Iglesia. Las
sanciones canónicas vienen si uno de los esposos de un matrimonio válido se
casa otra vez, pues esto va en contra de la indisolubilidad del primer vínculo
conyugal.
El nudo del problema radica en el segundo matrimonio, pues no se trata
de un acto pasajero, sino que se entra en una vida que se desea durable. Se interpreta
como prueba de no arrepentimiento, puesto que la conversión implicaría el
abandono del segundo vínculo. Y la ausencia de arrepentimiento entraña la
imposibilidad de la absolución y la imposibilidad, también, del acceso a la
comunión eucarística, aunque sí pueden participar en la celebración
eucarística. Esos fieles no están excomulgados. Siguen siendo miembros de la
Iglesia, pero están excluidos de la comunión eucarística.
Ante este panorama, la reacción de los fieles divorciados vueltos a
casar es de malestar por sentirse incomprendidos. Su primer matrimonio ha
fallado, con su correspondiente dosis de sufrimiento, y una segunda unión viene
a ser un bálsamo, un sosiego, un renacer y una fe renovada en el amor. «A estas
reacciones situadas en el plano psicológico y existencial -comenta Paul de
Clerck-, les cuesta entender un lenguaje racional y lógico, que tiende a
devolverles a la primera unión, que era un drama.»
¿Y cuáles son las soluciones, hoy por hoy, propuestas por la Iglesia?
La primera consiste en presentar ante los tribunales eclesiásticos un
procedimiento de declaración de nulidad del primer matrimonio. Si llega a buen
término y el primer vínculo es declarado inválido, el camino queda libre para
una nueva unión, considerada jurídicamente como la primera.
La segunda solución consiste en romper la segunda relación. Más que
resolver el problema, viene a suprimirlo, lo que marca su carácter utópico.
Sobre todo, sabiendo que muchas veces hay un deber moral de mantener la segunda
unión, por ejemplo, cuando han nacido hijos de esta unión.
La tercera consiste en mantener la segunda unión,
pero pidiendo a la pareja que viva en continencia. Así se propone en la
«Familiaris consortio» (n.° 84). «Esta solución es impracticable de hecho
-señala De Clerck-, pero ofrece el interés de mostrar dónde reside la
dificultad. Ésta no proviene tanto de la segunda unión, cuanto de las
relaciones sexuales que comporta.» ¿Podríamos caminar hacia una solución? El
autor del trabajo que comentamos piensa que se imponen dos necesidades: la de
poder reconocer el fracaso y la de recuperar la pertinencia eclesial del
sacramento de la reconciliación. «Si la Iglesia pudiera reconocer la realidad
del fracaso -dice textualmente-, asumirlo y acompañar a las víctimas, llegaría,
mejor que hoy, a salir del conflicto entre justicia y misericordia.»
La solución que Paul de Clerck quisiera preconizar desplaza el momento en que se plantea el problema. La disciplina actual lo sitúa en el instante en el que se compromete una nueva relación de tipo conyugal, lo que afecta a la manera de comprender el problema, porque lo que se valora en aquel momento es que el segundo matrimonio niegue la permanencia del primero. Esta manera de considerarlo tiene el inconveniente de sancionar lo que, desde el punto de vista de las personas, aparece como una esperanza y el fin de sus dificultades, mientras que aquella disciplina eclesial les priva de todo acompañamiento al término del primer vínculo y de todos los sufrimientos que frecuentemente lo acompañan.
El principio fundamental de la solución preconizada consiste en no
esperar a un eventual segundo matrimonio para hacerse cargo de la situación
eclesial de los divorciados. La indisolubilidad ha sido afectada por la
disolución de la pareja, y en ese momento es cuando hay que afrontar el
problema. Para sobrepasar esta situación se contaría con la ayuda de un
acompañamiento eclesial, que conduciría al sacramento de la reconciliación,
signo de la misericordia de Dios que restablece así a los cristianos en la comunión
eclesial y les abre de nuevo a la comunión eucarística.
«¿En qué consistiría este acompañamiento?», se pregunta P. de Clerck,
y responde: «Habría que crear una instancia de acogida, sea una persona
cualificada, o preferentemente un equipo, según las posibilidades locales y las
necesidades». Una instancia encargada por el obispo, en cada diócesis, de
recibir y acompañar a los cristianos que, casados sacramentalmente, no han
podido mantener la palabra dada libremente. Esas personas se encargarían de escuchar
y de favorecer un discernimiento, discernimiento que debería llevar a que los
divorciados que deseen proseguir su vida cristiana se reconocieran
provisionalmente en comunión no plena con la Iglesia. Un paso siguiente sería
el de recibir el sacramento de la reconciliación y, a continuación, ser
plenamente reintroducidos en la comunión eclesial.
«Si posteriormente estas personas desearan comprometerse en una
segunda alianza conyugal -concluye De Clerck-, su matrimonio debería poderse
celebrar. Sería ilógico admitirlos a la eucaristía, el sacramento más
importante, y excluirles de otro.»
La novedad de este planteamiento consiste en dar lugar al fracaso, y
reconocer que puede ser fuente de una experiencia humana y espiritual muy
profunda. Los cristianos en cuestión son invitados a caminar hacia la
conversión frente al fracaso de su unión, y a reencontrar, gracias a un
acompañamiento eclesial y al recurso sacramental, su lugar pleno en la Iglesia.
Propuestas alentadoras y humanamente llenas de sentido. Sólo falta,
nada más y nada menos, el paso fundamental de poderlas llevar a cabo.
Otro planteamiento interesante, respecto a los divorciados vueltos a
casar, es el que lleva a cabo jacinto Choza, catedrático de Antropología
filosófica de la universidad de Sevilla: «Naturalmente -escribe-, el conflicto
no puede resolverse aboliendo el pecado, pero puede aliviarse modificando la
geografía de los pecados "públicos", que es lo que determina la inclusión
o exclusión de la comunidad de fe, de culto y de oración 21»
21
J. Choza, op.
cit., pp. 98 ss.
Choza pone el ejemplo concreto de la pastoral sobre los divorciados de los obispos italianos a mitad de los años noventa, que en buena parte siguió el principio de la reprivatización del pecado y la consiguiente recalificación del pecador. El divorciado está excluido de la comunidad porque el divorcio no se consideraba principalmente un pecado, un acto contrario a la ley divina, sino una herejía y un estado correspondiente al que se sitúa públicamente al margen de la ley.
En una sociedad cuya forma y ordenamiento vienen dados por la
dogmática y la moral sacramentales, él divorcio es, en efecto, una herejía y un
estado (el sujeto queda situado públicamente al margen de la ley), y ése es el
caso de las sociedades occidentales modernas hasta mediados del siglo XX. Pero
en las sociedades de finales de siglo la dogmática y la moral sacramentales ya
no determinan el ordenamiento civil, la configuración urbana es compleja y se
caracteriza por el cosmopolitismo, y el pluralismo religioso es tan
omnipresente que resulta imposible mantener la noción y la realidad de «pecado
público» en la sociedad civil, e incluso en la eclesial (al menos respecto de
los laicos), porque no hay ni puede haber el suficiente control social para
regular el comportamiento religioso de nadie.
El mismo autor apunta que, en esa tesitura, y sin modificar los
parámetros de la moral moderna, el divorcio en cuanto pecado público se
reprivatiza, o sea, desaparece, y el divorciado pasa a ser recalificado dentro
de la categoría de «pecador consuetudinario», el cual permanece integrado en la
comunidad y en ningún caso resulta excluido de los sacramentos.
Así, y siguiendo el contenido de la mencionada pastoral de los obispos
italianos, en determinados supuestos los divorciados pueden ser admitidos a la
eucaristía, si la reciben en parroquias donde no se conoce su situación
matrimonial, porque se asimilan a pecadores habituales, como los que incurren
en embriaguez por su adicción al alcohol, y no a pecadores que se encuentran en
situación pública de pecado.
Son propuestas, tanto la de Paul de Clerck como la de Jacinto Choza,
interesantes, alentadoras y humanamente llenas de sentido.
El fundamentalismo y sus remedios
Tenía interés en conocerme y me ha venido a ver. Es viuda, tiene seis
hijos -el mayor de veinte años y la pequeña de nueve-, es licenciada en
Químicas y trabaja como profesora en un colegio. Desea hablar de su aproximación
a la Obra y de su posterior alejamiento.
Poco después de fallecer su marido, le presentaron a dos viudas, más o menos de su edad, que eran supernumerarias. Enseguida la introdujeron con su gente y en sus actividades pías, y ella lo agradeció -a pesar de que le advirtieron de que eran gente poco dialogante y de que se sentían en posesión de la verdad-, porque se encontraba muy sola y desamparada. Pasado algún tiempo, se fue dando cuenta de que aquellas mujeres eran intolerantes, rígidas y unidimensionales y que no se podía hablar con ellas de casi nada; que ante sus opiniones, o se «rasgaban las vestiduras» o la encontraban con «demasiada manga ancha». La agobiaban con sus adoctrinamientos, hasta que un buen día su hijo mayor le dijo: «Madre, el contacto con esas personas no te va nada bien, son fundamentalistas, apunta para otro lado». Así lo ha hecho, pero tiene gran interés en charlar acerca de ese «fundamentalismo», al que ha estado dando vueltas en su cabeza. Hablamos un rato largo y sacamos nuestras conclusiones.
Las palabras fundamentalismo e integrismo las solemos utilizar
indistintamente y tendemos a entenderlas como sinónimo de fanatismo,
radicalismo (en sentido peyorativo) y dogmatismo. También las ligamos a
intransigencia y a rigidez mental. En todos estos conceptos subyace la idea de
un exceso, de un tomarse demasiado en serio temas del todo opinables y que,
además, tampoco son esencialmente importantes. El fanático es aquel que
sacraliza de manera intransigente algún aspecto de la realidad.
Este planteamiento no quiere decir que la solución al fundamentalismo
sea el relativismo, es decir, no asumir nada en la vida como fundamental; el
relativismo es el extremo opuesto al radicalismo dogmático. Se trata de huir de
los dos extremos siendo tolerantes y dejando siempre abierto el camino del
diálogo y de la interpelación personal.
De inmediato surge una pregunta: ¿es el fundamentalismo algo inherente
al hecho religioso? Si echamos un vistazo a la historia, podemos comprobar que,
sin ir más lejos, la Iglesia católica ha sido durante mucho tiempo
intransigente y que ha necesitado de las críticas hechas desde fuera de ella
para abogar por la tolerancia; sin embargo, el mensaje cristiano es básicamente
tolerante, ya que el encuentro con un Dios perdonador y misericordioso, amante
de todas sus criaturas, no puede llevar a una actitud de juez implacable. La
respuesta a la pregunta que nos hacemos líneas arriba es que las actitudes
intransigentes desbordan el hecho religioso, aunque hay que reconocer que en este
terreno encuentran una tierra fecunda. Existen intolerantes en la política, en
la economía, en los seguidores de equipos de fútbol y hasta en la comunidad
científica. Es, pues, el ser humano el que está constantemente expuesto a la
tentación fundamentalista.
¿Dónde hemos de buscar las causas de la intolerancia? Es una
inseguridad profunda la que nos impide estar abiertos al cambio, a lo otro, a
lo diferente; nos cuesta adaptarnos a nuevos tiempos, a nuevas situaciones.
Entonces, el intolerante se repliega.
Es preciso tener una mentalidad abierta para ser capaz de afrontar las
modificaciones que sean necesarias para ser fiel al espíritu original.. El
fundamentalista es el que, ante el temor al vacío de valores y de sentido de la vida, se agarra irracionalmente a ciertas seguridades
prefabricadas. En el mundo cambiante que vivimos, el individuo ha de adaptarse
constantemente, pues, de no hacerlo, puede caer en los dos extremos: la
destrucción o el inmovilismo, ambos igualmente perniciosos. Cada uno de los dos
teme y lucha contra el otro sin imaginar la posibilidad de un término medio o
de una síntesis superadora.
El integrismo es esencialmente una reacción que se traduce en miedo al
cambio y en pánico a la pluralidad, ya que ésta aparece como el lugar de la incertidumbre.
El que existan otras opiniones cuestiona mis seguridades, por eso es preciso
cerrar las puertas que me comunican con el exterior.
En la pluralidad sólo pueden vivir las personas maduras, el niño se
desorienta. El adulto sabe distinguir y matizar en las personas y en las cosas
los aspectos positivos y negativos; sin embargo, para el niño no hay términos
medios, sólo existen los dos extremos: lo bueno y lo malo. Los fundamentalistas
son infantiles y siempre tienden a dicotomizar la realidad, a marcar claramente
la separación entre el yo y el no yo, entre el bien y el mal, entre lo que hay
que alabar y lo que hay que desechar.
Es difícil, y en ocasiones hasta imposible, mantener una discusión con
cualquier fundamentalista, ya que éste no busca una solución lógica ni
racional, sino la que más seguridad le proporciona.
¿Y
el fundamentalismo tiene cura, o cuando uno se topa con él es mejor huir? Un
poco más de filosofía, un poco más de historia, en algunas ocasiones puede
suponer una buena cura. La filosofía nos predispone a ser críticos frente a
cualquier afirmación; la actitud del que filosofa es del todo contraria a
cualquier tipo de cerrazón, ya que se interesa por las opiniones distintas a
las suyas y las valora. La historia es otro instrumento crítico fundamental, ya
que nos enseña que las culturas cambian con el tiempo, que las costumbres que
ahora vivimos como intocables no son eternas, sino que tuvieron un origen
determinado en un determinado momento. También nos muestra la historia las
raíces que nos unen con el pasado, es decir, que bajo las transformaciones hay
ciertas cosas que continúan invariables.
Un poco más de filosofía, un poco más de historia ayudan a salir del
redil, paso previo para el diálogo, que es el instrumento que utilizamos para
comunicar nuestro punto de vista y para escuchar el punto de vista del otro,
con clara conciencia de que nadie tiene el punto de vista absoluto, y que por
eso necesitamos de los demás, que nos enriquecen con sus experiencias. El
reconocimiento de nuestra limitación nos lleva a valorar las opiniones ajenas y
a ser tolerantes.
Pero, entonces, se preguntará el fundamentalista: ¿no es la tolerancia
nada más que debilidad? Si yo creo con certeza una cosa, ¿por qué he de ser
tolerante?
Tolerancia no es debilidad ni equivale a considerar válidas o permitir
todas las posturas ni todos los actos. Antes hablamos de la necesidad de un
poco de filosofía y de un poco de historia, ahora añadimos una necesidad más:
un poco de mística. El Espíritu de Jesús tolera lo que parece intolerable
(muere en la cruz, propone el amor a los enemigos...), rechaza los métodos
coercitivos y escoge el diálogo y el amor.
Un pionero en denunciar esta faceta fundamentalista del Opus fue Hans
Urs von Balthasar, el gran teólogo católico del siglo XX, cuando hace algo más de cuarenta años escribió
acerca del «integrismo» del autor de Camino. Ese artículo, aparecido en
la revista teológica vienesa Wort und Wahrheit,
causó mucho daño a la Obra en varios países
centroeuropeos. Reproducimos un amplio extracto del mismo porque su contenido
sigue siendo actual:
Los protestantes nos envidian muchas veces a
nosotros los católicos el que gracias a Roma no existen en nuestra Iglesia
fracciones incompatibles como en el caso de las trágicas divisiones que ellos
padecen. Sin embargo, aunque esto es verdad por lo que se refiere a nuestras
fronteras dogmáticas, no lo es con respecto a los distintos espacios de la
espiritualidad, llegando a este punto a un cuadro semejante al de los protestantes.
El primero que como pensador cristiano miró profundamente alarmado el fenómeno
de lo que hoy se llama integrismo, y dio de él el más seguro diagnóstico no
superado aún, fue Maurice Blondel.
La más fuerte manifestación integrista es sin duda
el Opus Dei -de origen español-, un instituto secular con millares de miembros,
principalmente en el mundo académico y con una gran extensión internacional;
posee numerosas residencias para estudiantes en todo el mundo y una Universidad
en Pamplona. Estrechamente ligado al régimen español de Franco, posee altos
puestos en el gobierno, bancos, editoriales, revistas, periódicos (fundados por
él o comprados), y desarrolla en todas partes -incluso en Alemania, Francia,
Austria, Suiza- una discreta y celosa actividad de propaganda. La pertenencia a
la Obra está concebida de una manera múltiple y complicada: desde unos amplios
círculos exteriores hasta grupos íntimos secretos y células. Nos reducimos a
investigar su espiritualidad y tomamos para ello el libro Camino del fundador y presidente José M.ª Escrivá, y preguntamos: ¿Piensa
realmente el autor desarrollar aquí una auténtica espiritualidad que baste para
nutrir cristianamente a un tan poderoso cuerpo selecto? ¿Es un pequeño manual
español para los altos exploradores? Pero española es también la auténtica
mística de Raimundo Lulio, Juan de la Cruz e Ignacio de Loyola, cargada de
resonancias evangélicas y con validez para siglos. También aquí será útil
entresacar algunos párrafos para captar el «nuevo tono» de este «camino».
«¿Adocenarte? Tú, ¿del montón? ¡Si has nacido para
caudillo! Entre nosotros no caben los tibios; - ¡Energía! Sin ella Íñigo no se
hubiera convertido en Ignacio. ¡Dios y audacia! Sé fuerte y viril. Así serás
señor de ti mismo en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!... que
obligues, que empujes, que arrastres con tu ejemplo, y con tu palabra, y con tu
ciencia, y con tu imperio; - El matrimonio es para la clase de tropa, no para
el estado mayor de Cristo; -¿Ansía de hijos?... Hijos, muchos hijos y un rastro
imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne; - No me gusta tanto eufemismo: la
cobardía la llamáis prudencia y vuestra "prudencia" es ocasión de que
los enemigos de Dios, vacíos de ideas el cerebro, se den tonos de sabios y
escalen puestos que nunca deberían escalar; - Y después, ¡camino arriba, con
santa desvergüenza, sin detenerte hasta que subas del todo la cuesta del
cumplimiento del deber!; - Poco recio es tu carácter; - Cállate, no seas
"niñoide"; - Hombre: sé un poco menos ingenuo; - ¡Caudillos!...
viriliza tu voluntad para que Dios te haga caudillo. ¿No ves cómo proceden las
malditas sociedades secretas? Mucha obediencia hace falta; - Cuando un seglar
se erige en maestro de moral se equivoca fácilmente: los seglares sólo pueden
ser discípulos; - El sacerdote, quien sea, es siempre otro Cristo; - Amar a
Dios y no venerar al sacerdote... no es posible».
Oigamos ahora una instrucción en la que se determina
cuál ha de ser el contenido de la oración a Dios: «Me has escrito: "Orar
es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? De Él, de ti: alegrías y tristezas, éxitos y
fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡flaquezas!». Esto
quiere decir que esta oración se mueve casi exclusivamente en el círculo estrecho
del yo, de un yo que debe ser grande y fuerte, equipado de virtudes paganas,
apostólico y napoleónico. Lo que ante todo es necesario, o sea el arraigo
contemplativo de la Palabra «en buena tierra» (Mt 13, 8); lo que constituiría
el blanco de la oración de los santos, de los grandes fundadores, la oración de
un Foucauld, lo buscará uno inútilmente aquí. Así, pues, es de esperar que el
Opus Dei posea en su propio subsuelo unas reservas espirituales completamente
distintas de esta muestra mezquina, que ofrece a la luz del día. Cuando el
caudillo espiritual, al terminar la recolección de flores, se lleva un par de
rosas de Lisieux para su ramillete, ya están casi marchitas, no crecen y no
podrán mantenerse mucho tiempo en el florero. «Me dijiste que querías ser caudillo»,
dice la sugestiva pregunta del nº 931. ¡Ah, no, Monseñor, yo no creo que
hubiese dicho esto! A pesar de sus afirmaciones de que los miembros de la obra
son libres en sus opciones políticas (J. Herranz, El Opus De y la política), es innegable que su fundación está marcada por el franquismo, ésta es
«la ley en que ha sido formado».
Aquí surgen igualmente graves problemas -que no
trataremos a fondo acerca de la «táctica apostólica» de la «Obra de Dios»; en
primer lugar la relación entre «dinero y espíritu». Pongamos un ejemplo: ¿Se
puede comprar un periódico, hasta entonces libre, con todo su equipo -hasta
entonces libre- de redacción y colaboración, dejándoles que sigan escribiendo
como antes con la sola condición de hacer en cada número un poco de propaganda
del Opus Dei? Así sucedió con la revista parisina La Table Ronde, que primeramente
estaba tan llena de espíritu y tan estimulante; y así sucederá con otras
publicaciones. Recordemos que las más bellas revistas son las que fueron
escritas (La Antorcha, Péguy
Cahiers) o dirigidas por una
personalidad relevante (Hochland, Muth y Schöning; Esprit, Mounier y Béguin) o al menos
reflejan el espíritu de un grupo libre (Testimonianze, Il Gallo), de una Orden (Vie
intellectuelle).
Comprar un espíritu es una contradicción en sí
misma, ¿Y qué decir finalmente del método de reclutamiento, que preferentemente
consiste en mandar por delante académicos bien intencionados, influyentes y
acaudalados, reunir después grandes grupos de estudiantes y gente culta,
frecuentemente sin cuajar aún, para terminar escogiendo de la red lo más útil?
Desearíamos mejor las cartas boca arriba; quisiéramos oír, en vez de tratados
de derecho eclesiástico, el lenguaje sencillo y colombino del Evangelio.
Podríamos describir muchas formas del integrismo
nacionales o extranjeras, muchas gradaciones desde el margen eclesial hacia los
instrumentos eclesiásticos. Las posibles combinaciones entre tradicionalismo,
monarquismo, juridicismo y espíritu militar, política y altas finanzas, son
interminables. El problema queda en pie, siempre que estas esferas de valores
(de muy variadas formas) pueden ponerse al servicio de Jesucristo, que ha
quitado los pecados del mundo como «cordero» y no como tigre, que ha proclamado
la doctrina de su Padre desde el madero de la Cruz y no en las cátedras
universitarias, que ha amado al prójimo con espíritu de servicio y de humildad,
sencillo y sin «táctica apostólica», y que, sobre todo, no miraba a su propia
integridad, sino que, como el samaritano, penetraba las fronteras enemigas22.
22 H. U. von BALTHASAR,
«Integralismus», en Wort
und Wahrheit 18 (1963), pp. 733-744. El artículo se volvió a publicar posteriormente en un libro de varios
autores que trataba el tema del integrismo católico: Wolfgang Beinert (ed.), Katholischer Fundamentalis-mus Häretische Gruppierungen in der
Kirche?, Ratisbona, 1991,
pp. 166-175. No ha sido traducido en su
totalidad, pero la revista Iglesia Viva 210, abril-junio 2002, publicó la traducción de algunos destacados párrafos del mencionado
artículo. Este texto es el que aquí reproducimos.
Si no ha habido más manifestaciones significativas ha sido por los
duros avisos que han llegado del Vaticano, a distintos medios de información e
informadores, desde comienzos de los años ochenta: «Prohibición absoluta de
hablar de la Obra». Un claro ejemplo, entre otros, es el del jesuita suizo
padre Albert
Longchamp, director de L'Echo Magazine de Ginebra. El 22 de marzo de 2001, uno de los lectores
habituales del semanario que dirige le pide que publique información actual
sobre el Opus Dei, y él responde «Je ne peux par.
Depuis 1981, sur demande du préposé general de la Compagnie de Jésus agissant sur ordre de son Éminence, le cardinal
Agostino Casaroli [fallecido en 1998], secrétaire d'État, ordre formel má été donné de «cesser tout
débat» autour de l'Opus Dei, «afin de ne par blesser la chanté de l'Églite», Il
m'est interdit, sous peine de sanction, d'enqueter et de diffuser des informations
«meme exactes» concernant cet Institut, son organisation, ses objectifs et set
structures. Cette mesure n'a jamais été abolie par le Vatican, Avec mes vifs
regrets. Albert Longchamp. »
Para más información: B. y P. de Mazery, L'Opus
Dei. Enquête sur une église au coeur de l'Église, cit., pp. 56-57.
Años más tarde, en 1991, los teólogos alemanes se expresaron en la misma línea que Von Balthasar.
La contundente denuncia del Consejo de la conferencia de los teólogos pastoralistas
de habla alemana, encabezada por el profesor Wilhelm Zauner, decía así:
[...] Nuestras opiniones no se refieren a la
integridad subjetiva de monseñor Escrivá, sino al carácter de modelo de esa
personalidad que ha sido establecida oficialmente por la Congregación Romana de
las Causas de los Santos en el marco del proceso de beatificación.
En sus obras, y en especial en los 999 puntos de su
escrito programático Camino, mantiene Escrivá imágenes de Dios, de la
Iglesia, del mundo y del hombre que en nuestra opinión revelan
reducciones teológicas decisivas y que obstaculizan una evangelización adaptada
a este tiempo.
Ya en 1963, el reconocido teólogo Hans Urs von
Balthasar -a quien el papa Juan Pablo II nombró cardenal por sus méritos-
criticó las llamadas militantes y sugerentes que a menudo contiene Camino. A la
vez puso en guardia sobre la indoctrinación integrista y fundamentalista que
nacía de Escrivá y que caracterizaba a la comunidad fundada por él. Calificó al
Opus Dei como «el más fuerte poder integrista en la Iglesia» (Wort und Wahrheit 18 (1963), pp. 733-744). Todavía en 1988 renovó Von Balthasar sus
prevenciones frente a ese integrismo. Precisamente en los últimos tiempos
muchos otros teólogos católicos en el ámbito de habla alemana han juzgado de
modo extremadamente crítico las consecuencias de la mentalidad y espiritualidad
de Escrivá en el Opus Dei. El futuro de la sociedad y del cristianismo dependen
esencialmente de en qué medida, en el ámbito de la Iglesia, se logre reconocer
como valores cristianos y realizar como virtudes cristianas la dignidad humana,
la tolerancia, la justicia y la capacidad de reconciliación.
Nos parece intranquilizador y peligroso, para la
actuación de la Iglesia y para la pastoral, dar por bueno y sacralizar este
estilo de pensar y actuar, polarizador y reductivo, beatificando a su
iniciador [...].
[...]
He pasado en la Obra 17 años como socio agregado. Por mi trabajo y circunstancias
he llevado una vida bastante nómada. Mi única preocupación durante el tiempo
que estuve en el Opus Dei fue ser un cristiano lo más decente posible y formal
con los compromisos adquiridos, y gracias a Dios, lo fui consiguiendo con
altibajos. Pero llegó un momento de mi vida en que me empezaron a defraudar
muchas de las cosas que veía a mi alrededor. Soy economista, y notaba que todo
lo que fueran preocupaciones de tipo social no interesaban lo más mínimo y, por
tanto, tampoco se les daba importancia. Ante los problemas reales que yo
planteaba, la respuesta de mis directores era que me centrara más y pusiera
mayor empeño en cumplir cada vez mejor las normas, y también que fuera dócil,
que me dejara llevar y que obedeciera en todo. Ya vería como, al cabo de un
tiempo, el resultado sería bueno, y yo mismo me sorprendería. No ocurrió nada
de todo eso, y como mis desacuerdos estaban cada vez más claros, me fui
alejando, alejando, hasta desaparecer del todo: «me borré del mapa». Después mi
vida ha sido un desastre total: me casé, me descasé, y más tarde, todavía peor.
[...] En fin, es posible que pudiéramos tener la ocasión de charlar tomando un
café, pero si no es posible lo haremos en el cielo, donde espero que usted, yo
y todos los que hemos salido consigamos ir con la misericordia de Dios y
poniendo algo de nuestra parte. Por favor, si todavía tiene costumbre, rece por
mí. Gracias.
He recibido varias cartas que van en esta misma línea. Personas a las
que les parece que han perdido el rumbo, que se encuentran extraviadas y
culpabilizadas, porque creen que después de haber dejado la Obra sólo han hecho
desastres, es más, que su vida toda es un auténtico desquicio. Optaron por el
Opus Dei como si éste lo fuera «todo», y cuando ese «todo» les pareció no ser
«nada», decidieron tirarse por el barranco. Pero ahí se encuentran todavía peor
que en el lugar anterior. Además, y esto me parece lo más tremendo, es que de
alguna forma creen que se merecen el estar así de mal.
Contemplando estos problemas tan tajantes, tan maniqueos, pienso que
el asunto de creer es algo más rico y complejo; tal vez me equivoque, pero lo
veo así.
Unas personas reflejan las creencias de su familia o de su medio, sin
haber experimentado jamás el creer de verdad en Jesucristo; otras tuvieron una
educación religiosa infantil tan impositiva y autoritaria, que toda idea de
impugnación o cuestionamiento de las convicciones y comportamientos adquiridos
les resulta imposible. Una fidelidad rígida impide todo progreso espiritual, y
las dudas en la fe son percibidas como tentaciones satánicas de las que hay que
huir. Finalmente, también hay personas que no oyeron jamás la llamada a una
conversión y no saben que se puede volver a nacer. Su fe parece que tiene que
ser la repetición sin sorpresas de ritos y oraciones que les mantienen
inmóviles en su vida y en el mundo, como las estatuas de los santos en los
templos. También las hay que, renunciando a toda paciencia ante un cielo
desesperadamente silencioso, abandonan toda búsqueda espiritual.
No
dudo que la religión, vista y vivida como un sistema de ritos, creencias y
oraciones, puede ser un buen medio para protegerse de la llegada de la
depresión espiritual; nos permite ordenar nuestra vida con seguridad, paz y
tranquilidad. Así, la fe en Dios no es una aventura arriesgada, sino una
seguridad contra las angustias de aquí abajo y las incertidumbres del más allá,
con tal de que se observen algunas obligaciones indispensables.
Este sistema protector es sostenido por numerosos responsables
religiosos, que por su cargo están más inclinados a mantener al rebaño en la
obediencia a las reglas comunes que a ponerse al servicio del desarrollo de la
libertad y la responsabilidad de cada individuo.
Por otra parte, es entendible y normal que los seres frágiles y
heridos por la vida -y en algún momento todos lo somos- recurran a esta forma
de religión para encontrar ayuda y no hundirse en la desesperación. Algunos
días, ante el agujero negro de la angustia, el único recurso es una vela
encendida ante una imagen de la Virgen o la recitación de los misterios del
Rosario,. ¿No es lícito agarrarse a la primera tabla que uno ve para no
ahogarse?
Si hacemos un vuelo corto y rápido por la historia del cristianismo,
vemos que, con el emperador Teodosio I a finales del siglo IV, éste se convierte en la religión oficial, y
en consecuencia, la Iglesia católica adquiere poder y riqueza. Por fin puede
salir de la clandestinidad, y los obispos tienen acceso a un poder político que
a veces confunden con su poder espiritual. El cristianismo se convierte en una
religión de masas, centrada en el culto y las prácticas religiosas. La fe de un
gran número de creyentes se vuelve rutinaria, y muchos se hacen cristianos para
seguir la corriente mayoritaria. Los más fervientes reaccionan contra este
crecimiento de la Iglesia en riqueza inmobiliaria, seguridad material y poder
temporal. Como reacción surge el monacato, que es una búsqueda espiritual de la
unión con Dios en la soledad y el silencio, mientras que en un principio la
mística cristiana había estado orientada, más bien, hacia la vida en comunidad
fraterna, el servicio a los pobres y el testimonio exterior.
En la actualidad, estas tres formas de ser cristiano continúan estando
en vigor: hay una mayoría que vive una religión centrada en el culto y las
prácticas religiosas; una minoría que busca la unión con Dios apartándose de
todo lo temporal; y algunos que tratan de orientar su vida de creyente teniendo
como punto de referencia a las primeras comunidades cristianas y su seguimiento
de Jesús, primer testimonio.
Jesús no se opuso nunca a la religión judía, ni a la Ley, ni al Templo, ni siquiera a los sacerdotes de Jerusalén, los mismos que le dieron muerte. Sencillamente, se opuso a que la religión, la Ley, el Templo y los sacerdotes mantuviesen a los creyentes en una sumisión perezosa e infantil, bajo el falso pretexto de evitar el mal y servir mejor a Dios.
La palabra de Jesús es dura con las autoridades religiosas, que ponían
en primer plano sus conocimientos, su responsabilidad, su virtud o su
dedicación para ocupar el lugar de Dios. También es exigente con los creyentes
que están satisfechos con sus prácticas religiosas y su buena conciencia para
asegurarse la salvación.
Y ahora, tras este preámbulo, pasemos al meollo de la cuestión que nos
ocupa, y para ello me sirvo de la evangélica parábola del hijo pródigo, que no
voy a transcribir, sólo comentar, porque cualquier interesado sabe de sobra
dónde encontrarla (Lc 15, 11-32).
El hermano mayor del hijo pródigo no soporta que Dios manifieste su amor al hijo ingrato, cuando no le recompensa su fidelidad para con él. No entiende que Dios sea un Padre que prefiere a su hijo vivo, libre, pecador y afectuoso, antes que sumiso, sin iniciativas, impecable y sin amor.
El sacerdote André Gromolard nos recuerda
que la cuestión fundamental que plantea esta
parábola del hijo pródigo es: ¿Qué Dios tenéis en el corazón cuando os decís
creyentes? ¿Quieres un Dios justo y equitativo, que recompense a los que tienen
méritos y castigue a los holgazanes, o quieres un Dios pródigo y apasionado que dé sin cálculo y marche en busca de
su hijo perdido? ¡Tendrás el Dios de tus deseos! El Dios justo te aplastará,
porque no eres mejor que los demás, y el Dios misericordioso te acogerá, porque
reconocerá en ti a su hijo 23.
El bonito y recomendable libro de Henri J. M. Nouwen (El regreso del hijo pródigo.
Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, Madrid,
PPC, 1992) también abunda magistralmente en esta serie de ideas.
¿Y cómo podríamos soportar que los demás sean amados sin razón y sin
méritos, si nosotros mismos no amamos gratuitamente?
El padre no quiere solidarizarse con la fidelidad
del hijo mayor porque conduce al encerramiento en la buena conciencia y al
resentimiento con respecto a la misericordia divina. El hijo mayor no puede
reconocer su pecado porque siempre ha servido a su padre fielmente.
Se trata de no tirar la toalla; de considerar que los problemas son para resolverlos y no para dejarnos comer por ellos; y de confiar en que un Dios misericordioso y no justiciero está esperando nuestra auténtica conversión con los brazos abiertos (tal como recibió al hijo pródigo, y como se fue en busca de la oveja perdida dejando a las otras noventa y nueve que ya estaban seguras). Tropezar, caer, levantarse y volver a ponerse en marcha, todo forma parte de esa conversión auténtica.
Hay que volver, una y otra vez, a orar, a hablar con Dios con la
convicción de que nos escucha y nos entiende. Pero si oramos esperando que Dios
satisfaga milagrosamente nuestras demandas, nos exponemos a sentirnos
decepcionados. El milagro de Dios no es hacer por nosotros lo que podemos hacer
por nosotros mismos. Si hablamos a Dios en la oración, es con el fin de que, en
esta relación de confianza, encontremos la fuerza para realizar nosotros mismos
lo que le pedimos con fe. Orar es entrar en un camino de transformación de toda
nuestra persona gracias a la relación de escucha recíproca que establecemos con
Dios. Al contarle a Dios nuestras carencias, nuestras dudas y nuestras
necesidades, dejamos aparecer nuestros deseos profundos, los purificamos ante
la mirada divina y nos cambiamos a nosotros mismos al habérselos confiado
primero a Él.
Decepcionados, perdidos, hundidos, quizá es el mejor momento para una
conversión autentica.
¿Que no es fácil? Por supuesto que no, pero sí posible y, sobre todo,
animante.
23
A. GROMOLARD, La segunda conversión: de la depresión
religiosa a la libertad espiritual, Santander,
Sal Terrae, 2003.
He elegido el siguiente caso porque me parece un buen testimonio,
además de ser representativo de otras muchas comunicaciones recibidas que van
en la misma línea.
En amigable charla me dice que fue supernumeraria durante siete años;
también me cuenta cómo se llevó a cabo su evolución personal a lo largo de ese
periodo de tiempo. Es farmacéutica, hizo la carrera en Santiago de Compostela,
su ciudad natal. Finalizados sus estudios contrajo matrimonio con un profesor
de la universidad y, poco después, por motivos de trabajo de su marido, fueron
destinados a Barcelona. Allí, mientras hacían por ubicarse, conectaron con un
matrimonio -ambos miembros del Opus Dei- que los acogió y aproximó -sobre todo
a ella- a la Obra, hasta el punto de que llegó a hacerse supernumeraria.
Comenzaron a nacer sus hijos: uno, dos, tres, cuatro, y con la llegada de este
último pensaron que, de momento, había que poner freno a lo que parecía
convertirse en imparable carrera. Entonces surgieron las discrepancias con su
director espiritual y con la directora de turno, que desaprobaban su postura;
postura que ella y su marido consideraban que no era más que una actitud
responsable, ya que, según me contaba, ni su cuerpo ni su alma se sentían
capaces de seguir teniendo un hijo más cada año. Tras un periodo de reflexión y
de maduración personal, fue viendo, cada vez más claro, que el Opus se le
quedaba corto; que allí se ejercía bien la tutela y que a ella le tocaba
solamente la sumisión; que todo lo que le aportaban se resumía en «obediencia»
y «familia» (moral conyugal y educación de los hijos); que se notaba
excesivamente sometida a una estructura vertical y jerarquizada, en la que todo
venía programado desde arriba y que, a ella, lo de tanto tutelaje no le iba,
que sus pasos se dirigían más hacia la responsabilidad personal y, en
cuestiones que consideraba privadas, seguir su propia conciencia.
Comenzó entonces a pensar, con cierto horror, que formaba parte de una institución fortificada en viejos cuarteles de invierno y anclada en la involución, y que deseaba salir de aquel atrincheramiento porque empezaba a verse dando pasos atrás en lugar de hacia adelante; se notaba rodeada de demasiados doctores de la Ley a los que debía sumisión y ante los que había que manifestarse como carente de todo espíritu crítico. Decidió, por tanto, decir adiós a todo eso porque ya nada le decía nada y todo lo que escuchaba le sonaba a caduco e insuficiente.
Si echamos la vista atrás, podemos comprobar que desde los años
ochenta del siglo pasado, en el seno de la Iglesia católica, progresivamente,
han ido recuperando el protagonismo diversos grupos ultraconservadores y
neointegristas. El Opus Dei no tiene la exclusiva en esta línea; Legionarios de
Cristo, Comunión y Liberación, Neocatecumenales y
Focolares caminan también por ahí, con sus
determinados matices y diferencias. Y es que el pontificado de Juan Pablo II
los ha potenciado decididamente. Se caracterizan, en general, por un fuerte
acento en la espiritualidad, su autosuficiencia, un espectacular crecimiento y
una notable autonomía respecto de las estructuras de la Iglesia local: diócesis
y parroquias. Otras notas dominantes de estos movimientos son su «papolatría»,
su barniz de «modernos», el convertirse en iglesias «elevadas al cuadrado», el
sentimiento de grupo escogido y todo un mundo de recetas para la santificación
diaria.
En cuanto al tema de la involución y la libertad personal, que mi
interlocutora expone, pienso que, no sin razones, cabe preguntarse si estos
grupos están ayudando a la mayoría de edad del laico o no. Por una parte,
reclaman autonomía para su desarrollo y apostolado, pero, en realidad, cuentan
con el apoyo del Vaticano, porque en su obediencia a la jerarquía actúan sin
ningún tipo de disentimiento o crítica. Su forma de entender su amor a la
Iglesia es el no salirse en nada de todo lo que viene de arriba, incluso en
asuntos opinables.
Estos movimientos eclesiales con frecuencia se convierten en un lugar
de refugio, un lugar donde confluyen un considerable número de personas que,
sin duda en su derecho, buscan seguridad, y para conseguirla se amparan en la
intimidad del pequeño grupo, evitando así el enfrentarse con los problemas y
desafíos del mundo que les rodea. Por eso se dice que estos grupos, no pocas
veces, vienen a ser como «guarderías de adultos». En ellos se encuentran, sin
duda, muchas personas de buena voluntad, pero desde luego no puede decirse que
tales movimientos contribuyan, precisamente, a conseguir la mayoría de edad de
sus integrantes.