LA VOZ DE LOS QUE DISIENTEN
Apuntes para san Josemaría
Isabel de Armas
CAPÍTULO III
APUNTES SOBRE LOS / LAS JÓVENES
Han sido muchas las personas a las que les ha chocado el que en mi anterior
libro apenas haga alusión al tema de la «pesca de menores»; que no
hable de la auténtica persecución de los niños y adolescentes que es llevada a
cabo en los colegios y clubes de bachilleres regidos por el Opus.
Estoy de acuerdo con que les haya sorprendido esta llamativa ausencia,
ya que se trata de un tema clave que preocupa a un montón de padres y madres.
Lo que ocurre es que ése era un terreno hacia el que siempre sentí un cierto
reparo, pues no me dediqué a ello; nunca estuve en un colegio y jamás formé parte
de los llamados clubes de bachilleres y, por tanto, tampoco colaboré en lo de
«trabajarme» o engatusar a las niñas de 10, 12 ó 14 años para meterlas en la
institución.
No se trata de una frase mía, y por eso cito su procedencia. Recuerdo
que, hace ya muchos años, oí decir a una numeraria mayor que la labor de
«pesca» con los niños, niñas y adolescentes le parecía como «una especie de
perversión de menores». A mí, tal apreciación, de momento, me impactó mucho,
pero creo que fue porque en aquella dura frase detecté la expresión gráfica de
lo que yo, más o menos, pensaba.
Me han llegado muchas cartas interesantes que tratan este tema. En
unas, son los propios interesados, que han sufrido la experiencia de haber sido
«pescados» en su adolescencia, los que cuentan sus historias; los autores de
otras son padres, tíos, profesores o sacerdotes próximos a las famillas, que
denuncian casos tristes, más o menos amargos y hasta definitivamente amargos,
que tienen mucho en común. He escogido tres de estas cartas, que pienso resumen
bien lo que la totalidad de ellas cuentan.
«Soy un abogado que tiene 43 años. Fui numerario del Opus Dei desde 1974 hasta el 87, es decir, a lo largo de 13 años. Hice la admisión a los 15 y desde los 17 estuve viviendo en diversas residencias.»
La
carta tiene un montón de folios, pero sólo voy a seleccionar los párrafos que
en este momento interesan para ilustrar el tema que tratamos.
Sólo después de que pasaron varios años desde mi
salida, he empezado a ser consciente de tantos errores que comete la Obra. No
me resulta ni moral ni ético que a un chico de 15 años, y después de varios
meses de un contacto prácticamente diario y exclusivo con una persona bastante
mayor que él (a la que, por tanto, respeta y admira), esta última le indique
que tiene vocación, diciéndole que le ha tocado la lotería y que por tanto es
un. privilegiado. Que el chico pida la admisión, sin conocer realmente a qué se
compromete, puesto que será informado de las reglas y obligaciones una vez
solicitada la admisión. Es cierto que jurídicamente y hasta que no formulas la
oblación no eres miembro de derecho, y puedes «abandonar la nave», pero en el
supuesto que te cuento es algo que ni se plantea. No tienes espíritu crítico ni
tienes otra visión ni perspectiva diferente. No puedes hablar de tu vocación ni
con tus amigos ni con tu familia, etc. [...] Viendo ahora a mis sobrinos que
están rondando las edades que yo entonces tenía, me parecería muy cruel que les
pasara lo que te explico a ellos.
La segunda carta seleccionada es la de un sacerdote diocesano
aragonés, catedrático de Lengua y Literatura, ya jubilado. Escribe largo y
tendido y cuenta cosas francamente interesantes que ahora no voy a transcribir.
En lo que se refiere a lo que él llama «el acoso del Opus», dice:
Tengo un hermano notario. Cuando cursaba sus
estudios universitarios, tenía novia. Hizo Ejercicios en el Miraflores, del
Opus Dei, en Zaragoza, con todo su espíritu, y se encontró que el «guía», para
manifestar su desprendimiento y disponibilidad, le pidió que escribiese una
carta a su novia (hoy su mujer), despidiéndose de ella. Él lo intentó, pero no
pudo hacerlo. Le siguieron insistiendo. Y al final, una noche logró
escabullirse, sigilosamente, de la casa [...]. En Italia, me dijo un joven
cristiano, que me cogió en autostop: «Lo que me sorprende es que se interesan
por ti, mientras tienen esperanza de meterte, y si no pueden, te dejan
abandonado» [...]. Tengo una hermana en Madrid, a cuya hija, brillantísima en
estudios, catequista, pero con vocación de casada, la han llegado a perseguir
hasta el colmo: le llamaban por teléfono, y si salía la voz de mi hermana,
colgaban. La chica les dijo, entre otras cosas, que ya había hecho Ejercicios,
y las del Opus le vinieron a indicar que los tenía que hacer con «ellos», como
si los otros no valiesen. Yo les aconsejé, al final, que cortasen en seco
[...].
La
carta tercera es de un ex numerario y ex sacerdote del Opus Dei (entró en la
Obra en los años cincuenta, a los 16 años, y pidió su dimisión en la década de
los setenta). Desde la madurez de sus setenta años cumplidos, escribe:
La actitud proselitista y el proceso de integración
de nuevos miembros en la Institución es un aspecto que percibí negativamente y
como peligroso, desde el principio.
El entusiasmo dominante en los socios del Opus Dei,
comprensible en parte por vivir en tiempos del fundador, sintiéndose todos un
poco cofundadores, y por la espectacular expansión de la Institución a pesar de
las exigencias que pedía a sus miembros, daba lugar a precipitarse en dar por
seguro que un joven que frecuentaba los medios de formación que ofrecía el
Instituto tenía vocación para integrarse en el mismo. A la menor señal de
cierto interés por parte del sujeto, se le inducía a dar el paso de solicitar
la admisión. Una vez que se comprobaba que reunía ciertos requisitos en
relación con determinadas cualidades humanas (tomarse con verdadero interés sus
estudios y futuro trabajo profesional, y mostrar cierta disposición a
profundizar en su vida religiosa), se le presionaba a «ser generoso y
entregarse». Luego, se presentaban las cosas de forma que se perdía la
conciencia de encontrarse en una fase de prueba. Se recalcaba, de vez en
cuando, que «en el Opus Dei las puertas están muy abiertas para el que se
quiera ir», pero tal como se predicaba sobre la generosidad y sobre la
infidelidad de «volver la vista atrás» (acomodando un párrafo del Evangelio),
el socio quedaba muy culpabilizado a la hora de tener que enfrentarse con dudas
vocacionales que le inclinasen a retirarse.
A esto se une que frecuentemente los socios
encargados de la dirección espiritual, socios laicos -con la colaboración
secundaria de los sacerdotes-, eran muy jóvenes e inexpertos y sin ninguna
formación psicológica, deficiencia esta última de la que también adolecían los
sacerdotes. Ciertamente que las decisiones importantes las tomaban siempre
entre tres -los miembros de los llamados «consejos locales» y con el visto
bueno del gobierno central regional-, pero aun con una decisión colegial no se
podía evitar caer en decisiones temerarias, mantenidas con mucha seguridad.
Dicha seguridad se vivía a partir de un enfoque sobrenaturalista, que
dispensaba de la necesidad de experiencia y formación psicológica, partiendo de
la teoría de que todo director legítimo del Instituto disponía de la denominada
«gracia de estado» para acertar en sus decisiones, que, por tanto, debían ser
obedecidas.
Javier Ropero, ingeniero en el I.C.A.I. (Ingenieros Industriales de la
Universidad de Comillas) y ex numerario -ingresó en el Opus Dei a los dieciséis
años y permaneció hasta los veintidós-, en su libro Hijos
en el Opus Dei, resume bien el cómo se lleva a cabo la
«pesca» y el «modelado» opusdeísta, es decir, la captación y absorción del
adolescente. Ropero se dedica profesionalmente a la investigación en el campo
de modelos artificiales del cerebro, pero además lleva años trabajando como
voluntario en la Asociación Pro juventud A.I.S. (Asesoramiento e Información
sobre Sectas).
La tarea de «pesca» y «modelado» se desarrolla a lo largo de las
siguientes etapas:
a) Selección de los candidatos entre los jóvenes que
reúnan las condiciones de tener «cabeza, corazón y buena pinta». Sin embargo, a
las mujeres no se les exigen tantos requisitos, porque, como señala el punto
946 de Camino: «ellas no hace falta que sean sabias; basta que sean
discretas».
b) Una vez que el pez ha mordido el anzuelo, se le asigna un director
espiritual.
c)
El director espiritual (otro joven poco mayor que el neófito y, por tanto, sin
la suficiente madurez) pide que el muchacho se sincere con él. Una vez conocida
su programación de partida, se procederá a una remodelación de sus contenidos
mentales.
d) En estas charlas se trata de anular el amor
propio del joven para que éste pase a depender del criterio de su director.
Gradualmente el muchacho va asimilando las nuevas ideas y, sintiéndose su
propio enemigo, empieza a desconfiar de sí mismo,
e)
Esta labor de destrucción del ego del adolescente se completa desde otro frente
al considerar su sexualidad como algo sucio y pecaminoso. Como el ser humano
constituye una unidad psicosomática, este sentimiento pasa de la sexualidad al
cuerpo y del cuerpo al ego, generando en la persona una gran carga de
autorrechazo. Este autorrechazo vuelve a conducir a que el joven, desconfiando
de sí mismo, se abandone ciegamente al criterio de su director. Cuando el
adolescente ingrese en la Obra, este abandono se convertirá en una total y
ciega obediencia. Si el primer intento es infructuoso, será el propio director
espiritual el que conmine a «dar ese salto en el vacío para caer en los brazos
amorosos del padre Dios». Si aun así el muchacho se muestra reticente, se le
enviará a hablar con el director del propio centro, que generalmente le pondrá
en una disyuntiva, al decirle: «Dios te está llamando ahora. Así pues, elige
entre dar un sí o un no a Dios. Él te pedirá cuentas de tu decisión». Ante este
ultimátum el adolescente, que ha sido programado en la lealtad y fidelidad al
mensaje evangélico, al estar convencido de su miserable condición humana y
creer que su única tabla de salvación, Dios, puede desentenderse de él si
responde negativamente, no tiene más remedio que dar su «sí».
Una vez que el joven ha decidido incorporarse a la
Obra -finaliza Ropero-, el director pondrá en sus manos papel y pluma para que
realice formalmente esta petición al Padre. Es entonces cuando se le explica la
mayoría de las obligaciones que conlleva su incorporación. Tras el costoso paso
de gigante inicial, es difícil que el muchacho se vuelva atrás ante la larga
retahíla de normas y costumbres que le irá detallando su director espiritual.
Me parece oportuno traer a estas páginas el experimento del psicólogo
estadounidense Salomon Asch, en el que a tres personas (un joven voluntario y
dos expertos) se les mostraban tres líneas sobre una pantalla y se les pedía
que dijeran cuál de, ellas era la más larga. El voluntario que participaba en
el experimento no sabía que sus dos acompañantes formaban en realidad parte del
equipo de los experimentadores. En todos los casos, la línea más larga
resultaba evidente; la respuesta era obvia incluso para alguien con defectos de
vista o escasa inteligencia. Tras probar unas cuantas rondas, en que los tres
observadores elegían la línea correcta, los dos experimentadores dejaban de
elegir la línea más larga y señalaban otra que era claramente más corta. Al
principio, el voluntario protestaba y mantenía su elección, pero, ante el
asombro de los científicos, no tardaba mucho en sumarse a la opción de los
otros dos. El experimento Asch viene a demostrar con cuánta facilidad se puede
inducir a las personas a que actúen como otros quieren que lo hagan, y hasta
que lleguen a negar la evidencia que tienen ante sus propios ojos. Cuando una
persona está por hacer, es fácil manejarla y transformarla en lo que se quiera
sin que ésta lo perciba.
No es extraño que muchos de los adolescentes que han pasado por los
mencionados procesos de manipulación, al hacerse conscientes de haber sido
manipulados y utilizados, sientan desconcierto, dolor, rabia y hasta amargura.
Pero uno no puede quedarse ahí, reconcomido, sin más. Hay que buscar
soluciones, y encontrarlas. Quienes se dedican a tratar a estas personas que,
cuando aún estaban por hacer, fueron tocadas por «debajo de su línea de
flotación», cuentan que se trata de una tarea larga y costosa, pero que, por
supuesto, vale la pena llevarla a cabo. Éste será nuestro siguiente tema de
discusión.
Tal
tipo de proselitismo salvaje parece que también se pretende ejercer con los
jóvenes seminaristas. La historia que a continuación recojo me la cuenta un ex
seminarista del «Bidasoa», seminario sacerdotal de Pamplona al que ya hacemos
referencia en otro capítulo, encomendado a los sacerdotes de la Prelatura Opus
Dei con el fin de que en él se formen seminaristas de diferentes diócesis
españolas, latinoamericanas y filipinas principalmente, qué son enviados por
sus obispos para que cursen estudios eclesiásticos de Teología en la
Universidad de Navarra. El Bidasoa comenzó su funcionamiento en el curso
académico 1988 / 1989 y, pocos años después, sucedió que, a consecuencia de los
intereses proselitistas de los sacerdotes del Opus, dos seminaristas españoles
de la diócesis castrense fueron motivados a cambiar de obispo y de diócesis:
uno de ellos se pasó a una diócesis española, cuyo obispo mantenía muy buenas
relaciones con sacerdotes del Opus, y el segundo a una diócesis de un país
latinoamericano, de la que en el Bidasoa había varios seminaristas. El entonces
obispo castrense de España, José Manuel Estepa Llaurens, puso el grito en el
cielo porque, después de haber depositado su confianza en el Seminario Bidasoa,
se encontró con la pérdida casi súbita de dos seminaristas «tránsfugas».
Monseñor Estepa lanzó oficialmente un «mónitum» al equipo rectoral del Bidasoa
por haber permitido ese atropello y así consiguió que ese equipo rectoral
prohibiera en adelante a los seminaristas del «Bidasoa», cambiarse de diócesis.
«El comportamiento de monseñor Estepa es comprensible -escribe el
autor de la carta a la que nos referimos-, pero hay que reconocer que, al mismo
tiempo, es insuficiente.» Cree que los obispos no sólo deberían impedir el
proselitismo del Opus cuando ellos son los directamente perjudicados, ya que la
mentalidad y la praxis proselitista son, de por sí, siempre reprochables desde
los presupuestos del Evangelio, como bien ha recordado el papa Juan Pablo II en
el ejercicio de su magisterio. Por eso, le resulta chocante la tibieza con que
los obispos españoles reaccionan normalmente ante la actividad proselitista del
Opus, que, además de ser de sobra conocida por cientos o miles de familias
españolas, está perfectamente planteada en el capítulo titulado «Proselitismo»,
del libro Camino de
san Josemaría. Cuenta entonces que sí le consta, en cambio, que el prestigioso
arzobispo de Westminster y cardenal Basel Hume (fallecido en 1999), verdadero
líder espiritual del catolicismo inglés, amonestó al Opus Dei en cierta ocasión
por excesos proselitistas cometidos en el apostolado con jóvenes británicos;
Hume instó a los directores del Opus a que, cuando miembros de la Obra se
relacionaran apostólicamente con adolescentes, los padres de éstos fueran
debidamente informados para que dieran su consentimiento, o no lo dieran, a que
sus hijos recibieran formación en centros de la Obra.
En Alemania la situación llegó a ser más grave. En los años ochenta
del siglo XX una campaña periodística bien orquestada desenmascaró ante la
opinión pública abundantes facetas del proselitismo del Opus con menores de
edad. Las denuncias fueron tan numerosas y tan preocupantes, que incluso los
obispos católicos alemanes iniciaron entonces una investigación oficial para
ponderar si esa campaña periodística estaba sinceramente fundamentada o era
maliciosamente denigradora. Es cierto que un componente anticlerical impulsaba
a algunos de aquellos periodistas, pero el grueso de la información por ellos
difundida era verdadero. Por eso, la conclusión fue que el Opus Dei en Alemania
tuvo que cerrar durante varios años todos los clubes de bachilleres y suspender
por completo su apostolado con menores de edad. El Opus de Alemania, si bien
recientemente ha reabierto alguno de esos clubes juveniles, todavía no se ha
recuperado a fecha de hoy del enorme desprestigio social en el que aquella
campaña periodística lo sumió.
Según se puede comprobar, obispos católicos de distintos países
europeos han constatado en varias ocasiones claros excesos de la actividad proselitista
del Opus y los han denunciado debidamente. Pero se ha tratado casi siempre de
una denuncia parcial con guante blanco, que no va al fondo de la cuestión, sino
que únicamente parchea problemas puntuales; así, por ejemplo, si en Alemania no
hubiera tenido lugar aquella campaña periodística anti-Opus en los años
ochenta, los obispos alemanes no se habrían tomado la molestia de investigar
cómo era la vida interna de la Obra.
El ex seminarista del Bidasoa concluye diciendo: «Creo
que los católicos estamos en nuestro legítimo derecho de exigir a los obispos
que se esfuercen por erradicar del Opus Dei -y de otras instituciones
similares- el proselitismo que todavía practican para captar nuevos miembros y
el fanatismo religioso con el que forman "cristianamente" (?) sus
espíritus».
Varias
de las cartas recibidas unen el tema del proselitismo de menores con el de los
derechos humanos. Elijo una de ellas.
Después de contarme sus experiencias de casi 17 años como numerario
del Opus Dei, me dice que en la actualidad, lo que le preocupa de aquel mundo
que vivió son dos cuestiones que le siguen pareciendo importantes: la «caza» de
los menores y, sobre todo, los derechos humanos en el interior de aquel extraño
mundo. A él le pescaron a los 15 años, pero ya hace más de veinte que está
fuera y se siente del todo «curado» y muy metido en otras cosas. Abogado y
economista, trabaja en su propio despacho pero consigue sacar tiempo para
colaborar con Amnistía Internacional y también lleva casos relacionados con
inmigración. Tal vez por todo esto está especialmente sensibilizado con el tema
de los derechos humanos y comenta recordando viejos tiempos: «Ahora me parece
imposible, pero es que era así. Los directores podían hacer contigo absolutamente
lo que quisieran. Es que uno no era del todo consciente de lo que se traía
entre manos ni de dónde estaba metido».
Me recuerda entonces que siempre nos dejaron claro, desde el
principio, que nosotros íbamos a entregarlo todo pero que no teníamos derecho a
nada: «Y lo más sorprendente es que aquellas expresiones tampoco nos chocaban
en exceso. También es cierto que eran otros tiempos en los que la expresión
"derechos humanos" no estaba tan generalizada como hoy, y menos sus
aplicaciones prácticas».
Uno se ponía en manos de la institución para que ella te convirtiera
en una buena herramienta para la «misión»: éramos, teníamos que ser,
«instrumentos en manos de Dios», «como barro en manos del alfarero»; había que
«hacerse Opus Dei», «carne para nutrir el Opus Dei». Pero entrados en el siglo
XXI, la Obra ya no puede olvidar que la persona o «miembro» -que es como ahora
se llama- por muy Opus Dei que sea, sigue, debe seguir, conservando su
personalidad y sus derechos como ser humano, como ciudadano y como miembro de
la Iglesia. Los fieles de la prelatura son, deben seguir siendo, seres humanos,
ciudadanos y católicos.
En la actualidad, un fiel de la prelatura, en caso de tener con la
misma problemas serios, no tiene a quién recurrir contra la propia prelatura.
Un triste testimonio nos lo ofrece Ana Azanza, quien se defiene como «numeraria
hasta la exageración» (op. cit., p. 358). Muy vapuleada e indefensa ante tanto vapuleo, escribe con una
decepción, dureza y amargura que impresionan: «Este es el Opus Dei de verdad:
"te cogemos en la ternura de tus 16 años, hacemos que sacrifiques unas
ilusiones normales de adolescente en nombre de una llamada divina, te hacemos a
nuestra imagen y semejanza, te emocionamos con el apostolado, con un mensaje
espiritual, te llenamos de ideales el corazón y la cabeza, hacemos
que no mires más que por nosotros, que incluso pierdas las más elementales
precauciones en cuanto a la protección de tus derechos que en todas las
congregaciones religiosas se respetan, y cuando ya estás en el punto en que
darías la vida si fuera preciso por eso; te lo quitamos todo de golpe, porque
has osado descubrir los defectos del Opus Dei y no te has callado. Nos has
traicionado.»
En otra página de su extenso trabajo, Ana Azanza expone la necesidad
de tomar medidas concretas (op. cit., p. 283): «¿Por qué no se abre una investigación -sugiere- a raíz de todas
las denuncias de ex miembros? Ya que pertenecen a la estructura jerárquica de
la Iglesia lo menos que podía hacer la jerarquía era interesarse por los casos
de corrupción en una de sus instituciones o grupos».
En
busca de soluciones
«Soñaba
reiteradamente que me perseguían, y me despertaba alterada y con taquicardia
[...]», escribe una historiadora catalana. «Durante varios años viví asustada,
pensando que me tenía que pasar algo malo [...]», dice una farmacéutica de
Ciudad Real. «Yo he conocido a varios/as ex numerarios que han tenido que pasar
por tratamiento psiquiátrico, y aun así, sigo sin verles del todo bien», me
comenta un médico psiquiatra, que nunca fue de la Obra, a diferencia de muchas
personas de su entorno más próximo.
De Álava he recibido varias cartas muy largas, hablando del mismo
tema. El autor es un chico de 33 años que tiene una consulta de «medicinas
alternativas», y en la primera de sus misivas se presenta así: «Ya sé que no
nos conocemos, pero sí conozco tu libro Ser
mujer en el Opus Dei. Soy más joven que tú, y
también fui miembro numerario. Quería saludarte y felicitarte por haber
crecido. Aún no lo he leído del todo, pero por lo que he visto, pareces mucho
más recuperada que la gran mayoría de los ex miembros que me han tocado cerca.
De todos y todas los que conozco que han pasado por lo mismo que nosotros, un
altísimo porcentaje permanecen con una seria tara psicológica, y alguno
demasiado cerca de mí [...]». El joven me habla entonces, largo y tendido, de
dos casos concretos; el primero es el de un hermano suyo, y el segundo, de un
amigo al que conocía desde la infancia, cuando comenzaron a frecuentar juntos
un club de bachilleres de los muchos que la Obra tiene.
Son llamativos los datos que Javier Ropero, conocedor del tema que
tratamos, aporta en su libro Hijos
en el Opus Dei. Ropero afirma que, aproximadamente, siete de
cada diez jóvenes que ingresan en la Obra la abandonan al cabo de unos años. De
ellos, una alta proporción no querrán oír hablar más de religión, otros querrán
recuperar el «tiempo perdido» entregándose a la diversión o a la promiscuidad;
sólo unos pocos asumirán conscientemente la laboriosa o incluso dolorosa tarea
de su reconstrucción personal, que puede llegar a durar años. Algunos de estos
últimos acudirán al psiquiatra o intentarán asesorarse por personas de
confianza. Otros buscarán una orientación a través de lecturas de libros de
filosofía, religión o psicología.
Ropero insiste en que todos deberíamos esforzarnos por conocer el contenido
de nuestra programación, nuestro «software», e intentar actualizarla
responsabilizándonos de la creación de nuestro propio mundo interior. Aplicando
esta idea al caso del Opus Dei, toda persona que se acerque a esta institución,
e incluso aquella que ya pertenece a la misma, debería conocer de antemano en
qué consiste la ideología opusdeísta para incorporarla o no, libremente, a su
particular «software». En otro caso, estos contenidos ideológicos se irán
introduciendo subrepticiamente, sin que el individuo lo desee, de manera
paulatina y sutil, en su universo mental. Estas ideas rígidas y estereotipadas
que, a su vez, bloquean al individuo impidiéndole acceder a otras fuentes de
información, provocan en la persona tensión, angustia e incluso afecciones que
exigen tratamiento psiquiátrico.
El
mismo Ropero advierte a los ex numerarios de la posibilidad de sufrir una serie
de fobias que, para volver a la normalidad, han de ir superando con paciencia y
calma. «La fobia a marcharse -insiste- es un mecanismo útil antes de que el
muchacho abandone la institución. Sin embargo, otras fobias quedan latentes en
el subconsciente del joven aunque éste ya haya salido del Opus Dei.» En este
sentido, el ex miembro habrá de asumir que, aunque sus ideas y actitudes externas
vayan cambiando, su ser más íntimo conserva otros muchos modos de conducta
implantados en su yo profundo por la Obra. Por ejemplo, «la santa
intransigencia», aprendida allí dentro, la aplicará a adoptar nuevos fanatismos
ideológicos y a la crítica destructiva; el llamado «plan de vida» lo realizará
viviendo una vida excesivamente organizada y reglamentada; dicotomizar la
realidad en bien y mal le impedirá ver los variados matices de la existencia;
el haberse asesorado siempre por su director espiritual le dificultará la toma
inmediata de decisiones; el desprecio hacia sí mismo vivido en la institución
le impedirá adoptar actitudes de gratificación y enriquecimiento personal; el
«afán de prestigio» le hará valorar a las personas por lo que ostentan y no por
lo que son; su antigua represión sexual le llevará a confundir la cordialidad
con la insinuación en el trato con el sexo opuesto; utilizará las técnicas de
persuasión psicológica aprendidas en el Opus con sus amistades o con su pareja;
su anterior «rechazo a lo instintivo» le dificultará el trato espontáneo y
afectuoso; el haber estado examinando su conducta diariamente hará que continúe
haciéndolo de forma compulsiva, etc. «Este panorama -finaliza Ropero-,
aparentemente tan sombrío, sólo se soluciona con tres actitudes: asumir la
propia programación por deplorable que sea, autocomprensión y paciencia.» Ser
paciente consigo mismo es especialmente importante, porque el pensamiento del
ex miembro irá muy por delante de sus sentimientos y emociones; pensará de una
manera nueva, pero seguirá sintiendo según la programación opusdeísta.
Además de recomendar el aprendizaje y la práctica de la relajación,
una terapia que Ropero, como experto, aconseja al ex miembro para facilitar su
proceso de integración con la realidad, le propone que anote en un diario lo
que vaya circulando por su cabeza en relación con el hecho de haber pertenecido
al Opus Dei. Esto representará para él un desahogo y, posteriormente, un medio
de constatar que existe una evolución en sus actitudes, permitiendo, además,
realizar un seguimiento más distanciado de las mismas.
Entre otros consejos prácticos, cabe destacar el que el -ex numerario,
asesorado por personas de confianza; incluya entre sus actividades la de la ayuda al necesitado, llámese enfermo,
disminuido, indigente, drogadicto, sectario, etc. Esto contribuirá a acelerar
su proceso de maduración y llenará su vida de sentido. El vivir con una
motivación de servicio a los demás es una de las características definitorias
de los individuos más plenamente humanos y realizados. Igualmente importante
viene a ser la recomendación de que el ex socio amplíe el círculo de sus
amistades incorporándose a actividades lúdicas, deportivas o humanitarias, sin
atarse temporalmente a otra persona; el comprometerse prematuramente en una
relación de tipo matrimonial sin haber evolucionado psicológicamente dentro de
su nueva condición, conduce a desequilibrios importantes en la relación de
pareja y, con cierta frecuencia, a la posterior ruptura.
Se trata de asumir conscientemente la propia evolución, de llegar a
valorar la propia vida y la de los demás, dando verdadero sentido a la
libertad, al respeto y al amor.
«Todavía más que la directora y el director espiritual, era mi propia
familia de sangre -sobre todo mi madre- la que me acorralaba», dice una ex
numeraria catalana, en la actualidad felizmente casada y madre de cuatro hijos.
Me cuenta que el mismo año en que su madre se quedó embarazada de ella, se hizo
supernumeraria del Opus Dei. Como algunos años más tarde supo por boca de su
propia progenitora, desde el momento de su nacimiento ya la ofreció a su Dios
como numeraria, y en consecuencia, desde su más tierna infancia, fue
teledirigida hacia el objetivo deseado. Bueno, no sólo era ella la ofrecida,
sino también el resto de los hermanos que iban naciendo.
Pasó
el tiempo y, cumplidos los catorce años, tal como era de esperar, «pitó» como
asociada numeraria. Recién acabado el bachillerato, dejó a su familia y pasó a
vivir en una casa de la Obra. Todo su entorno militaba en las filas de la
Institución: padres, tías y, después de ella, sus hermanos, que también iban
ingresando en incesante goteo.
Me cuenta que, ya desde un principio, ella no se encontraba cómoda
allí, a pesar de ser todo tan conocido, es más, de no conocer otra cosa -ni
mejor ni peor: ninguna-. Pasado algún tiempo, el panorama fue empeorando, hasta
el punto de llegar a manifestar su deseo de marcharse: «no quería seguir allí
dentro», dice rotunda.
Ante su postura más o menos decidida, las presiones fueron múltiples
para disuadirla de lo que ella debía considerar como meras tentaciones, y
nadie, absolutamente nadie la ayudaba a dar un paso en la dirección que deseaba
tomar.
Recuerda con horror aquella larga etapa en la que se sintió tratada
primero como chiflada, y después, ante su insistencia y ante la negativa de dar
su brazo a torcer, como si fuera la personificación del mismísimo demonio.
Pero, como no hay mal que cien años dure, aquellos horribles tiempos
pasaron y las aguas han vuelto a su cauce. En la actualidad, su marido e hijos
son su gran factor de equilibrio, y del resto de sus relaciones familiares dice
que, desde su salida de la Obra, ya nunca han sido buenas, sobre todo con su
madre, que siempre fue la más dura y rígida con ella; como si por su culpa no
hubiera podido ser fiel a la ofrenda que, desde el momento de su concepción,
ella había hecho a su Dios.
Me cuenta también que desde hace algún tiempo forma parte del grupo
«Dones per l'Església», y esto ha venido a ser, cara a su familia opusiana, la
gota de agua que desborda el vaso. Ellos consideran que exclusivamente la Obra
es la que está en la más pura verdad, y piensan que un grupo crítico como éste
no sólo es poco ortodoxo, sino escandaloso y, por tanto, condenable.
Historias como la presente son cada vez más numerosas en el crecido
mundo interno del Opus Dei. Los hijos de los supernumerarios forman la segunda
generación y nacen ya dentro de la estructura de la realidad adoptada por sus
padres. Son aquellos individuos que asimilan desde que nacen una determinada
estructura de la realidad como si fuese la única posible; la asimilan y la
interiorizan.
Y tratando el tema que tratamos, me parece interesante el traer a
estas páginas lo que C. Lewis Coser llamó «instituciones totales» o
«instituciones voraces» y sus efectos. La voracidad de una institución viene
expresada, según Coser, por los elementos siguientes: primero, se trata de
grupos que exigen de sus miembros una adhesión absoluta, con la clara
pretensión de abarcar toda su personalidad dentro de un círculo cerrado de
relaciones. En segundo lugar, son grupos o asociaciones que piden de sus
miembros una lealtad incondicional. Finalmente, elaboran todo un sistema de
barreras simbólicas que impiden que el individuo miembro entre en contacto con
grupos e instituciones que contradigan sus postulados. Resumiendo: lealtad
absoluta y adhesión total.
La tendencia
actual de las instituciones sociales es la de exigir únicamente un compromiso relativo
de la persona. Sin embargo, la sociedad moderna continúa generando grupos que,
contradiciendo las tendencias imperantes, demandan la adhesión absoluta de sus
miembros y pretenden hacer coincidir todos los ámbitos o círculos de acción en
uno solo. Son este tipo de instituciones a las que Coser llama «voraces o
ávidas»3.
3C. L. COSER, Las instituciones voraces, México, FCE, 1974.
Las instituciones voraces, para separar a sus miembros de los
extraños, se suelen limitar a erigir entre ellos barreras simbólicas en lugar
de barreras físicas, y a la hora de reclutar a sus miembros no hacen uso de la
fuerza física. La afiliación se hace de manera «voluntaria», y sus miembros se
someten también voluntariamente a las exigencias de lealtad y dedicación que pide
el grupo. Esta adhesión ha de ser absoluta e incondicional. El «nosotros» de
este tipo de grupos implica una distinción radical con los «otros»; en este
sentido se puede afirmar que las instituciones voraces son siempre exclusivas,
es decir,- que excluyen, que distinguen entre los que pertenecen al grupo y los
que no.
Si al hablar de la Obra podemos decir de ella que es una «institución
voraz», es porque se trata de una institución que aglutina todas las esferas en
las que se mueve y en las que participa cualquier persona, en nuestra sociedad,
en una sola: la de miembro numerario, supernumerario, etc. Esta categoría exige
asimilar «un» modelo como si fuese «el» modelo.
El tema del Opus Dei como «institución voraz» ha sido ampliamente
desarrollado por la socióloga Esther Fernández Mostaza en su libro Els
fills de l'Opus (Barcelona, Editorial Mediterránea, 2003). Esther Fernández Mostaza
también demuestra en su trabajo cómo el Opus Dei de hoy puede definirse como un
movimiento religioso dentro de la Iglesia católica, que evoluciona hacia la
eclesialidad, después de un primer impulso de cierta tendencia renovadora, sin
provocar ruptura pero con un alto grado de sectarismo.
Max Weber ya afirmaba que la pasión extraordinaria de un movimiento
carismático difícilmente perdura más allá de la primera generación. El llamado
carisma acaba rutinizándose, es decir, pierde buena parte de su radicalidad y queda
finalmente reintegrado en las estructuras de la sociedad. Después de los
profetas vienen los papas, y después de los revolucionarios los funcionarios.
Las antiguas costumbres vuelven a reafirmarse, y el orden creado por la
revolución carismática comienza a parecerse cada vez más a l'ancien régime.
Cualquier nuevo movimiento religioso en un principio
se suele oponer a lo ya establecido, pero con el paso del tiempo se expone
irremediablemente a un proceso de rutinización de su propio sectarismo y, por tanto,
se verá sometido a una creciente dominación de la eclesialidad, convirtiéndose
progresivamente en cuerpo eclesiástico. Fernández Mostaza vaticina que su
alternativa será desaparecer o evolucionar hacia lo establecido. Este proceso
de rutinización, que irá convirtiendo a un grupo con fuertes elementos
sectarios en cuerpo eclesiástico, tiene un ejemplo claro en la figura de la
Obra: Prelatura Personal, canonización del fundador, etc. La mencionada
socióloga concluye diciendo que «el Opus Dei hoy es una pequeña iglesia dentro
de otra más grande».
Y volviendo al tema que tratábamos, ¿por qué hay individuos que
acceden voluntariamente a participar de las exigencias de una institución que
pide todo de ellos y en todas las esferas de la vida social? Erich Fromm, que
ha tratado a fondo esta cuestión, dice que se trata de personas cuya estructura
de carácter es «receptiva». Una persona es «receptiva» o «aceptadora» cuando
siente que el origen de todo bien viene de fuera, y cree que la única manera de
conseguir eso que desea es recibirlo de ese origen exterior. Son personas que
en el campo del amor, por ejemplo, se «dejan atrapar» por cualquiera que les dé
amor o algo que se le parezca (ser querido es más importante que querer). En el
campo del pensamiento, si son personas inteligentes, son los mejores oyentes
(desean recibir ideas y orientaciones y el ser dejados al propio arbitrio les
paraliza). Si son personas religiosas, tienen un concepto de Dios según el cual
lo esperan todo de É1 y nada de su propia actividad. En las relaciones con las
otras personas o con las instituciones actúan de forma parecida: siempre van a
la busca de un «auxiliador mágico».
En cuanto a la relación con su «nodriza», una vez encontrada, ejercen
con ella una lealtad total, en parte por agradecimiento, pero también por temor
a poder perderla algún día. Como necesitan que les tiendan muchas manos para
sentirse seguras, son leales a sus dependencias. Siempre dicen «sí» y les
resulta muy difícil decir «no»: el resultado es la parálisis de las capacidades
críticas y cada vez se hacen más dependientes de otros. Siempre necesitan
protección. El tipo receptivo se siente perdido si se encuentra solo y está
convencido de que no puede hacer nada sin ayuda.
A las personas «receptivas» o «aceptadoras» les va como anillo al dedo
este tipo de asociaciones ávidas o voraces, y desean ser acaparadas por ellas.
El problema serio surge cuando esas personas desean lo mismo para todos los
individuos de su entorno (en el caso concreto de los supernumerarios del Opus
Dei, ellos desean que sus hijos repitan su misma historia, y ponen todos los
medios a su alcance para conseguirlo), cuando es posible que éstos no tengan
ese carácter receptivo o aceptador.
Las
instituciones voraces precisan de individuos que acepten de buen grado
intercambiar la libertad de tomar decisiones (y, consecuentemente, asumir
responsabilidad) por la tranquilidad de saber qué se ha de hacer, llegando al
extremo de querer actuar en conformidad con el modelo prescrito por la misma
institución. El individuo delega en esta institución el ejercicio de actuar
libremente a cambio de la seguridad que proporciona habitar un mundo lleno de
coherencias: todo se encuentra pautado y todo está prescrito. Así se
intercambia libertad por seguridad; la libertad de decidir, por la seguridad de
saber cómo se ha de actuar.
Las personas que no son especialmente «receptivas» o «aceptadoras»,
por el contrario, suelen encajar mal -o, mejor, no encajan- en este tipo de
asociaciones ávidas o voraces. Un claro e ilustrativo ejemplo es el caso de un
profesor universitario que dejó de ser numerario del Opus Dei poco antes del
año 2000, después de haber militado en sus filas durante algo más de tres
lustros. Me cuenta que uno de sus principales «caballos de batalla» allí dentro
era la tutela permanente, el tener que consultarlo todo y tener que actuar
siempre según las directrices del director de turno, y me adjunta un escrito
titulado «Sobre la praxis de la obediencia», que entregó a sus superiores poco
tiempo antes de presentar su carta de dimisión. Del mismo extraigo lo que me
parece más sustancioso:
El modo en que se vive la obediencia en la Obra no
me parece que responda a lo que debería ser nuestro «espíritu». Sobre este tema
hay mucha praxis y poca intelección, y como me parece que se trata de un punto
capital, lo expongo muy técnicamente, aprovechando cosas que llevo ya años
escribiendo.
El número 88 de nuestro derecho particular, tras
establecer que hemos de obedecer al Papa, explica que «todos los fieles de la
prelatura han de obedecer humildemente al Prelado y a las demás autoridades de
la Prelatura en todo aquello que pertenece al fin peculiar del Opus Dei». Fin
que está expuesto en el n.° 2 y es de todos conocido: santidad mediante el
ejercicio de las virtudes cristianas en medio del mundo y el apostolado,
especialmente entre los intelectuales. El párrafo tercero del mismo número 88
especifica lo que no es materia de la obediencia: «En lo que se refiere a la
actividad profesional y a las doctrinas sociales, políticas, etc., cada fiel de
la Prelatura -ciertamente dentro de los límites de la doctrina católica de fe y
costumbres- goza de la misma plena libertad que los demás ciudadanos católicos.
Además, las autoridades de la Prelatura, en estas materias, deben abstenerse
absolutamente incluso de dar consejos. [...] Por eso, la Prelatura no hace
suyas las actividades profesionales, sociales, políticas, económicas, etc. de
ningún fiel suyo en absoluto».
El problema que inmediatamente se plantea es cómo
compaginar esas afirmaciones tan rotundas con la praxis habitual de que un
numerario debe consultar todo tipo de cuestiones relativas a sus actividades
profesionales, sociales, económicas, etc. Y además se añade que se ha de
obedecer en todo lo que se diga, con tal de que no sea pecado.
Ejemplifico algunas de esas cuestiones que se deben
consultar con ejemplos que atañen, sobre todo, a mi profesión, pues es, al fin
y al cabo, lo que mejor conozco. En concreto, está establecido que se ha de
consultar cualquier viaje o estancia en otra ciudad, visitar un museo, asistir
a un congreso, etc. Igualmente, hay que consultar los libros, periódicos, etc.,
que uno juzga que ha de leer por su profesión o intereses culturales. Me parece
claro que no se puede decir que un miembro de la Obra goza de la misma libertad
que los demás católicos, puesto que éstos no necesitan consultar sus lecturas
profesionales, ni están sometidos a prohibiciones formales como son todas las
referentes a lo que no se puede leer.
En rigor, si se debe obedecer en todas estas
materias y en muchas otras, pertenecientes a diferentes ámbitos sociales y
económicos, la responsabilidad no es del que realiza la acción, sino del que la
manda.
Ciertamente se aduce que, en todas esas cosas, se ha
de obedecer en cuanto afectan a la vida interior o al apostolado. El problema
que surge es cómo entender ese «afectar a la vida interior o el apostolado». Si
se considera que toda acción humana es siempre una acción moral y, por tanto,
afecta a la vida interior, resultaría que toda acción (incluso la actuación
política) de suyo sería objeto de obediencia.
Por eso, considero que ese «afectar a la vida
interior o al apostolado» hay que entenderlo en un sentido mucho más estricto y
técnico que como suele entenderse. Pienso que, si no se toman las cosas en ese
estricto sentido, un típico razonamiento podría ser: ¿acaso no se van a derivar
daños morales de que gobierne un partido de ideología socialista?; por tanto,
se puede -e incluso se debe- mandar en materia de votación política.
Todo esto no obsta, evidentemente, para que, en uso
de su legítima libertad, un miembro de la Obra quiera -¿o deba?- pedir consejo
sobre alguna materia, pero luego debería hacer lo que él juzgue más oportuno y
no simplemente seguir «mecánicamente» el consejo, como si la responsabilidad no
fuera suya, sino de los directores.
Nótese que con todo esto no quiero decir que una
persona de la Obra tenga, por ejemplo, en su profesión, un coto cerrado, donde
nadie pueda entrar, sino que él es el responsable de sus decisiones. No se
trata, pues, de que alguien tenga que mejorar su vida de piedad para que los
directores puedan entrar en ese campo, sino que objetivamente él es responsable
ante Dios y cuanto más santo sea mejor sabrá él decidir, sin necesidad de
injerencias extrañas.