La conciencia y la ObraLA CONCIENCIA Y LA OBRA

E.B.E., octubre 2005
Imagen: "Sunday", de Edward Hopper

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción

La conciencia como problema

El testimonio de la propia conciencia

La Obra como problema

Más allá de la doctrina, el daño

Un reino de este mundo

 

PARTE I: el origen del problema

La Voluntad de Dios (según Escrivá)

La religión de la Obra (o su mesianismo)

Los Evangelios y la tradición

La Obra como conciencia colectiva y la conciencia de las personas

La obediencia como conciencia

Disciplina como conciencia

 

PARTE II: el camino hacia la salida

       Creer o explotar

         Un problema sin resolver

         La tranquilidad de conciencia

         La desobediencia como punto de partida

         Al rescate de la conciencia

         La conciencia prisionera

         El juego de las intenciones

         La dispensa y la conciencia

         Pudor y secretismo

         Sinceridad y obscenidad

         El perdón y la ira

         Motivación institucional y exigencia personal

 

PARTE III: conclusiones

       La conciencia del fundador

         La aprobación de la Iglesia

         La Obra como problema para la conciencia

         Epílogo

 

 

«Ahora era mercancía estropeada, un cúmulo de piezas averiadas, un desbarajuste neurológico, y todo aquel afán de ganar y ganar me dejaba completamente frío»

(Paul Auster, La Noche del oráculo).

 

La conciencia como problema

 

Hace un tiempo atrás, Jacinto y Flavia escribieron unas reflexiones muy interesantes, desde distintos puntos de vista, que valen la pena contrastar. 

 

Jacinto hablaba de la moral como razón para la perseverancia, como causa de los años pasados dentro de la Obra. Se trata de un enfoque muy agudo, porque detrás de la decisión de marcharse había una decisión moral profunda, como profundo fue el planteo que cada uno se hizo para seguir una llamada que creía divina.

 

Flavia, por su parte, habló de la cuestión del discernimiento como condición necesaria para el planteo moral (también recientemente).

 

En definitiva, ambos tocaron el tema de la conciencia.

 

***

 

En el caso de la Obra, la conciencia es lo definitivo.

 

Ni la inteligencia, ni la voluntad ni los sentimientos fueron o son la razón última. Fue y es la conciencia. La Obra no fue un problema de entender, de querer o de sentir. Fue un problema de “creer en conciencia”. 

 

Aquí, en la conciencia, la Obra amarra todos sus «pronunciamientos categóricos» (el Magisterio del fundador y sucesores, podríamos decir heréticamente), para que sean creídos como verdades de fe, graviter onerata conscientia. Lo que dice la Obra cuando «se pronuncia» debe ser creído con la gravedad de lo que vincula en conciencia. Complicado, entonces, es desandar semejante camino.

 

Por eso no hay que dejarle a la Opus Dei avanzar hasta el sagrado territorio de la conciencia, porque inevitablemente lo profana, la Obra se pone en el lugar de Dios y ella misma le dicta a la conciencia lo que ésta debe creer.

 

El testimonio de la propia conciencia

 

Por la experiencia vivida en la Obra, la propia conciencia exige investigar y llegar a un juicio, a una conclusión. Un tema así no puede quedar abierto ni mucho menos ser “enterrado vivo”...

 

«La conciencia personal es sistemáticamente violentada en el Opus Dei, y no dudo en hacer esta afirmación con toda la fuerza de mi alma, porque no me puedo quedar callado», decía R.A. en “Mi punto de vista”.

 

Todavía no es el momento para un juicio público, no parecen estar dadas las condiciones. Al menos, la Iglesia aún no se ha hecho eco de los múltiples reclamos que se vienen oyendo y leyendo desde hace décadas.

 

De todos modos, siempre es momento de intentar un veredicto personal preliminar. Intentar dar respuesta a las exigencias de la conciencia. Y la conciencia reclama esclarecimiento de la verdad.

 

Esta es posiblemente una de las necesidades más imperiosas que ha llevado a los Orejas a crear esta web.

 

La Obra como problema

 

¿Por qué la Obra resulta para muchos, en algún aspecto y en algún momento, una institución altamente positiva? Pienso que se debe a que esa institución motiva profundamente para que cada uno dé lo mejor de sí mismo, logrando una atmósfera ideal, como si todas las fuerzas empujaran en una misma dirección común. De hecho, el que cada uno dé lo mejor de sí es algo muy loable y meritorio para una institución que se proponga ese fin.

 

En este sentido, es muy posible que no pocas personas hayan experimentado, debido al contacto con la Obra, un mayor acercamiento a Dios, pues estaban motivadas a dar lo mejor de sí mismas y a ser mejores. En este acercamiento a Dios, hubo mucho de mérito personal, además de una dosis importante de estímulo dado por la Obra (el asunto es con qué fin).

 

Posiblemente por este aspecto se pueda hablar muy bien de la Obra y hasta despierte actitudes entrañables de agradecimiento hacia ella. Por mi parte, ahora no tengo ningún problema en agradecerle a Dios esa etapa, pues posiblemente por haber pasado por ella (la etapa) hoy me siento altamente motivado, entre otras cosas, a escribir acerca de lo que vino después, que fue cuando apareció el problema, es decir, el fraude.

 

***

 

La ruptura fundamental se produce cuando lo mejor de cada uno es puesto al servicio de algo ajeno a uno mismo: es la etapa de alienación. Y el modo de superarla es, o bien alejándose definitivamente, o bien haciéndose una misma cosa con la Obra, produciéndose la enajenación total (aunque reconozco que algunas personas caminan con un pie adentro y otro afuera durante largos años y a veces toda una vida).

 

Si en un primer momento esta institución fue una inspiración para que uno diera lo mejor de sí, no creo que ahora valga la pena revertir el efecto: reaccionar, frente a ella, dando lo peor de uno mismo y arruinar la experiencia y el recuerdo de esa primera etapa que, al menos en mi caso, me hace sentir muy bien.

 

Además, pienso que les daría la razón a los defraudadores si, al dar ellos lo peor de sí, recibieran a cambio lo peor de mí, no quedando entonces deuda que saldar.

 

Es extraño, pero aquella institución que un día inspiró a dar lo mejor, luego respondió deseando lo peor para aquellos que la cuestionan y se marchan en nombre de los mismos ideales que inspiró, o sencillamente, se marchan porque están psicológicamente destrozados.

 

Creo que aún sigue valiendo la pena dar lo mejor de sí mismo. Y será este posiblemente el modo de poner de manifiesto el fraude padecido. Que cada parte sea fiel a sí misma y quede en evidencia el contraste.

 

***

 

En cada proceso vocacional, desde el punto de vista de la institución, hay generalmente una primera etapa en la cual la Obra establece un compromiso con la santidad y estimula la búsqueda de la perfección (ideales); hay una segunda etapa en la cual la Obra rompe ese compromiso y se dedica a explotar la energía desencadenada en esa primera etapa del proceso vocacional de cada persona (gobierno). Este es el fraude.

 

Desde el punto de vista de las personas, mientras se vive y se camina en lo que podríamos llamar la promesa, se puede ser muy feliz en la Opus Dei y vivir «en otro mundo». La mayoría de los miembros de la Obra viven en esa etapa y ni se les ocurre que exista «algo más». 

 

Pero la Opus Dei son las personas que la gobiernan y deciden el curso corporativo. La Opus Dei no son las personas que creen que existe la Obra, aunque piensen que ellas son Opus Dei. No han tomado conciencia de la diferencia. No saben que esa Obra posiblemente nunca existió. Fue una promesa institucional, una ilusión personal, y finalmente un engaño.

 

Ciertamente se puede negar esta posición y seguir aferrado a la creencia, en que la Obra existe. Pero distingamos: una cosa es la verdad que pueda surgir de los hechos y de su análisis racional en frío, y otra cosa es la necesidad de creer, más allá de qué sea verdad o no.

 

Es cuando se toma conciencia de la realidad que comienzan los problemas y las profundas decepciones. Muchas veces, el primero en tomar conciencia suele ser el cuerpo, manifestándose las depresiones u otras enfermedades.

 

Comienza el descubrimiento. Y ahí uno decide, vivir del autoengaño o aceptar que todo ha terminado. 

 

Más allá de la doctrina, el daño

 

No se trata de una cuestión doctrinal, como si el problema de la Obra fuera su «ultra-conservadurismo» y su «inflexibilidad» de pensamiento. El problema no son las disciplinas o el cilicio.

 

Recientemente he leído a San Pío X, su encíclica Pascendi, y me ha recordado mucho a Escrivá, con su lenguaje severo, condenatorio, que divide a las personas entre amigos y enemigos. Me parecía estar releyendo “Las Campanadas”, esas tres cartas extensas que el fundador escribió entre 1973 y 1974, a modo de nueva condena al modernismo (en esas cartas, Escrivá hace referencia a Pío X), o aquella otra, “Fortes in fide”, de 1967, que fue sacada de circulación por orden del Padre (merece un capítulo aparte, en la historia de la Obra, la cantidad de cartas y documentos del fundador que fueron retirados de circulación, para que en los centros nadie los volviera a leer; un misterio más por develar).

 

Hoy, luego de transcurrido casi un siglo, la encíclica Pascendi me resulta un escrito inimaginable en un Juan Pablo II. Se la puede comparar con Fides et ratio.

 

De la misma manera, se podría plantear la hipótesis de una evolución en la doctrina y el lenguaje de la Obra. ¿No podría darse algo así semejante?

 

Pero el problema de la Obra va más allá de una cuestión de estilos y formas que se pueden ir perfeccionando y rectificando.

 

Se puede no estar de acuerdo con el pensamiento de alguien, con su modo de expresión, con sus propuestas, con sus afirmaciones.

 

El problema más grave de la Obra no es tanto su parte «doctrinal» como sus hábitos institucionales y sus prácticas de gobierno. No se trata de cuestiones teóricas o temperamentales. No se trata de un «estilo severo» en el pensamiento de Escrivá. No es una cuestión de gradualidad.

 

Se trata de cuestiones morales, de graves acciones humanas que llegan a afectar la vida de las personas. Aquí no hay gradualidad sino una trasgresión de la ley moral más elemental: no le harás daño a tu prójimo.

 

No es necesario argumentar nada: las pruebas son patentes, están a la vista, son personas que han sufrido –por lo menos- un daño moral de dimensiones proporcionales al escándalo que supone el antitestimonio de la Opus Dei, institución que –se puede decir- ha ido «ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.» (Tertio Millennio Adveniente, n. 33)

 

Hay un salto cualitativo. Es este uno de los aspectos que hacen a la Obra semejante a las sectas: en el daño que deja a su paso.

 

Aquí no hay «perfeccionamiento» posible. El daño no se puede perfeccionar, salvo en su sentido perverso.

 

Desde esta perspectiva, la Opus Dei no es perfeccionable ni puede mejorar. Sólo hay un camino: retroceder y arrepentirse. Reconocer el daño y repararlo.

 

Luego la institución Opus Dei podrá ser lo que quiera ser, dentro de la ley moral, pero mientras no rectifique será imposible hablar de «evolución», «cambios», «renovación», etc.

 

Primero, habrá de pasar por la puerta angosta del arrepentimiento. Sin ese paso doloroso y humillante, toda reforma significará un perfeccionamiento de su perversión.

 

***

 

La paradójica bondad de la Obra bien podría explicarse conceptualmente con palabras de A. Ruiz Retegui (quarta collatio):

 

«La cultura tiende a anular la dimensión propiamente personal cuando es la sociedad, o el estado, quien se presenta como dador último de sentido. (…) Sucede esto cuando en esa cultura se pretende proporcionar a sus miembros todos los elementos necesarios para la vida y se les impide el ejercicio de la capacidad de conocer y valorar la realidad por sí mismos, y se anula la conciencia y la libertad personales. La sociedad alemana del Tercer Reich, era una sociedad de este tipo. Nadie puede dudar de la riqueza de elementos culturales que había en ella. Si, a pesar de esa riqueza cultural, la reconocemos como inhumana, no es solamente porque hubiera en ellas algunas leyes gravemente injustas, sino porque impedía el que las personas se alzaran por encima de la visión del mundo y de las respuestas vigentes para todas las cuestiones humanas: se impedía el que las personas individuales ejercieran su capacidad propia de conocer y de juzgar, hasta el punto de expropiarles la conciencia.»

 

 

Un reino de este mundo 

 

«Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Posiblemente Jesús lo dijo para que no nos sorprendiéramos si aquí, en este mundo, no encontrábamos la justicia y la verdad que provienen de Dios.

 

La Obra es lo más parecido a «un reino de este mundo». Tal vez, desde la vivencia personal cotidiana, no pueda ser vista así, pero sí desde una cierta perspectiva, la corporativa e institucional. ¿La prueba más contundente? Que en gran medida ha logrado hacerlo realidad, y no parece ser producto de ninguna «añadidura» de Dios (Lc. 12, 31).

 

Con sus éxitos institucionales como la Prelatura, su ascenso en la estructura jerárquica de la Iglesia, la obtención de cargos más o menos estratégicos, la canonización espectacular de su fundador en tiempo récord, su estatua de mármol de 5 metros en la fachada lateral de la Basílica de San Pedro, sus expansiones geográficas, su preocupación obsesiva de eficacia, su avidez de estadísticas, su estándar económico garantizado, su espíritu triunfalista, sus edificaciones y arquitecturas, sus publicaciones y biografías laudatorias, sus películas y documentales editados para difundir una imagen institucional perfecta, sus leyendas caracterizadas como heroicas, sus protagonistas calificados de extraordinarios, sus lápidas de mármol, sus influencias sociales y políticas, sus escuelas de negocios, sus universidades, sus monumentos, su gloria, su vanidad, su astucia, su seducción. La carrera perfecta hacia el éxito temporal. Eso es la Obra: un reino temporal...

 

En todo su sentido, que incluye la decadencia, aunque su fundador -de manera mesiánica- anunciara un reino hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera hombres sobre la tierra.

 

El aspecto más atractivo de la Obra posiblemente estaba ligado a su lado más herético: hacer del reino de Dios, un «reino de este mundo» (la santidad unida a la ambición, fórmula exitosa para vender la “vocación”).

 

***

 

Lo que parecía un seductor desafío imposible, era finalmente imposible. Porque lo mundano resultaba irreconciliable con el reino de Dios.

 

Y lo mundano no era sólo la vanidad del éxito temporal sino, sobre todo, las leyes que acompañan y rigen los «reinos de este mundo»: en primer lugar, la mentira.

 

La Obra está construida sobre una larga serie de mentiras (sobre la caridad, la libertad, el pluralismo, la fraternidad, los derechos, etc.), y la más importante (el origen de todas) posiblemente sea una «supuesta verdad» que nunca ha sido comprobada ni aprobada dogmáticamente por la Iglesia: que la Obra sea fruto de una revelación directa de Dios. Siendo que «no hay árbol bueno que dé fruto malo» (Lc 6, 43) y que «por sus frutos los reconoceréis» (Mt 7, 20), los múltiples daños producidos por la Obra permiten cuestionar muy seriamente la bondad de ese árbol.

 

Luego, dos cómplices importantes: el engaño («dar a la mentira apariencia de verdad», DRAE) y la seducción («engañar con arte y maña», DRAE). Ambos cumplen una función esencial para la vida de la Obra: hacen que la mentira se mantenga en el tiempo durante años y años. La Obra es especialista en la seducción (atraer) y el engaño (retener).

 

Y le siguen a la deriva: el poco aprecio por la vida de las personas (que no interesan a la Obra), su manipulación, la avaricia proselitista devoradora de almas, la soberbia corporativa, las respuestas arrogantes, la traición, la trampa, la doblez, la simulación, la hipocresía, la coacción, la extorsión, el sometimiento, la humillación, la indiferencia, la intolerancia, la crueldad, la tiranía, la impunidad, los abusos de autoridad, la falta de libertad, las violaciones a la conciencia, las opresiones, las amenazas de muerte eterna, etcétera.

 

No parece ser otro «el secreto» del éxito y el poder de la institución Opus Dei: es un reino de este mundo. No hay misterio.

 

Y la hipótesis de un «reino mixto», que explique las ambivalencias de la Obra, parece improbable, ya que «nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 24).

 

Creo que la Opus Dei tal vez pueda llegar a semejarse –en su dimensión moral, no en su magnitud histórica- a las Cruzadas y la Inquisición. Políticas de gobierno acogidas y alentadas por la Iglesia, que generaron capítulos verdaderamente problemáticos de su historia, los cuales han sido motivo de arrepentimiento público por parte de la misma Iglesia en los últimos años.

 

PARTE I: el origen del problema

  

La Voluntad de Dios (según Escrivá)

 

El concepto fundamental aquí es el de la Voluntad de Dios, palabras que bien pueden enunciar la máxima benevolencia o también el mayor argumento de presión en manos de los directores, del cual no hay escapatoria fácil.

 

«El lugar, en el que somos más eficaces, es aquél en el que nos han puesto los Directores Mayores: ésa es la voluntad de Dios. Y en ese lugar —y no en otro (…)— es donde la gracia de Dios nos ayudará con mayor eficacia» (del fundador, Meditaciones VI, pp. 433-434)

 

Doctrinalmente la Obra asocia indisolublemente el mandato de los directores con los designios de la Voluntad de Dios, de ahí que éstos, por ejemplo, se atribuyan la capacidad de llamar (dar la vocación) y de anular la llamada, declarándola inexistente...

 

«es el Director quien tiene la palabra de Dios. Obedeced, y, cuando el Señor quiera —si viene a vosotros esta oscuridad aparente—, enseguida brillará de nuevo la estrella» (del fundador, Meditaciones I, pág. 299)

 

«La Obra de Dios viene a cumplir la voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice» (del fundador, Instrucción, 19-III-1934, n. 47.).

 

«Nuestro Fundador ha alcanzado la santidad porque ha cumplido la Voluntad de Dios. Y esa Voluntad consistió (…) en fundar el Opus Dei» (de A. del Portillo, Carta 19-III-1992, n.5)

 

Si la Obra como tal es Voluntad de Dios, ¿qué conciencia osará presentar resistencia, oponerse o cuestionarla? 

 

Posiblemente sea este el mayor argumento con el cual la Obra presiona a las conciencias para que depongan toda resistencia y así consientan los abusos por parte de los directores.

 

El otro concepto es el de la infalibilidad: los errores sólo pueden estar de un lado, del que obedece la voluntad de Dios. Nunca provienen del lado de los directores, pues es el lado de Dios. De ahí la ausencia de toda autocrítica o examen. La Obra nunca concede que alguien pueda tener la razón al contradecir la razón de los directores (pues es la Razón de Dios), ni de lejos se lo plantea en los escritos más espirituales (que, en última instancia, siempre son doctrinales y ascéticos):

 

«En tu vida se presentarán, en ocasiones, exigencias de la entrega a Dios que no alcanzas a comprender, y te preguntarás el porqué. No actúes entonces como quien está dispuesto a obedecer sólo cuando entiende; no te rebeles si no comprendes la respuesta que recibas y, desde luego, no pierdas la confianza en los Directores o en las Directoras, que ellos nunca la pierden en ti; no permitas que te domine la susceptibilidad. Sé fiel, y más adelante descubrirás la Providencia de Dios en aquello que te contrariaba» (A. del Portillo, Carta 19-III-1992, n. 32)

 

«Cuando -en contra de lo que os dice quien tiene gracia especial de Dios para aconsejaros- penséis que tenéis razón, sabed que no tenéis razón ninguna» (del fundador, en «De nuestro Padre», n. 72).

 

¿Cómo ser inocente en medio de un ambiente de sospecha permanente? Es que ser considerado inocente es uno de los tantos derechos que se pierde.

 

La infalibilidad se manifiesta no solo en la razón sino también en la voluntad:

 

«Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además quiero lo que quiere El; así que está en un compromiso tremendo» (del fundador, Meditaciones III, p. 401).

 

Lo que parece una frase que sólo merece elogios y aprobación –quiero lo que quiere El-, en una segunda instancia manifiesta el fundamento del culto a la personalidad del fundador y sucesores: aquí está una raíz importante del fanatismo.

 

Todo depende del sentido de la dirección con que se lea tal frase. Me explico.

 

Como «lo que quiere el Padre» es «lo que quiere Dios», en la Obra se concluye, de manera sofista, que por lo tanto «Dios quiere... lo que quiere el Padre», razón por la cual Dios está en un «compromiso», pues cuando el Padre quiere algo, Dios no puede no quererlo.

 

Es importante aclarar que el Padre (prelado) siempre quiere cosas concretas y puntuales: sus intenciones son precisas y así las da conocer, cuando lo cree oportuno.

 

¿Pero cómo saber lo que Dios quiere, salvo en sentido amplio y genérico? 

 

La infalibilidad, entonces, se manifiesta no sólo en el razonamiento sino también en el conocimiento: porque decir «yo quiero lo que quiere Dios» implica la consiguiente afirmación «yo sé lo que Dios quiere»... declaración que ya no provoca elogios sino estremecimiento.

 

Una misma frase con dos lecturas opuestas: una demagógica (la explícita) y otra perturbadora (la tácita).

 

¿Alguien se imagina a un Papa en su alocución de los miércoles ejerciendo un exceso de autoridad como el de Escrivá, con su triple infalibilidad, de razón, de voluntad y de conocimiento?

 

No es fácil para la conciencia hacer frente a semejante demostración de fuerza y se comprende que para los miembros de la Obra el Magisterio de Escrivá estuviera (y esté) por encima del Papa (cfr. la famosa frase de Escrivá en Argentina: «cuando la Iglesia quitó el Index, yo puse mi índice», decía alzando su dedo índice y refiriéndose –sólo para los entendidos- al Index interno de la hoy Prelatura, que lo sigue manteniendo; lo extraño es que la gente aplaudía y la mayoría no sabía lo que estaba aplaudiendo...).

***

 

Pero no era infundada aquella reacción de aplausos.

 

Lo que en realidad había, detrás de esa aprobación del público, era una gran dosis de apasionamiento, de adoración por algo no se llegaba a entender ni tampoco resulta necesario entender, solamente adherirse con la pasión. Así es la Obra.

 

Por más que la Opus Dei intente mostrarse “racional”, el fundamento de esa institución es netamente pasional y toda su racionalidad está amoldada a su apasionamiento. Sus argumentos son breves, sus conclusiones son taxativas.

 

A la Obra no le interesa la gente que piensa sino la gente que se apasiona y entusiasma (actitud que no tiene necesariamente que ver con la virtud de la alegría).

 

Por eso las reacciones inflexibles de quienes se han institucionalizado, por eso la falta de argumentación “de largo alcance” y la abundancia de frases hechas, pensamientos rápidos, fórmulas para aprender de memoria (como el catecismo interno), etc. Pero nunca un análisis en frío, moderado, abierto, desapasionado.

 

Fría, solamente la indiferencia institucional, pero que obedece también a un origen pasional.

 

Cuando, por ejemplo, el fundador decía «somos libérrimos» no estaba expresando un concepto racional, fundamentado, sino realizando una declaración eufórica, que contagiaba, pero que no implicaba una realidad necesaria. Ejemplos de este tipo de «afirmaciones eufóricas» abundan en los tomos de Meditaciones.

 

La falta de ese fundamento racional se manifestó luego, en la vida de cada uno, al comprobar la disociación entre las palabras y las cosas. Sólo quien está apasionado no puede ver la diferencia.

 

En general, en la Obra no se dan explicaciones, se afirman cosas, de manera enfática y con certeza absoluta, lo cual apela al fanatismo.

 

¿Por qué es tan fácil engañar a tanta gente? Porque el fundamento de la Obra es eufórico, no racional. Y en medio de la euforia, no se piensa y menos aún se cuestiona nada. La mejor edad para la euforia es la juventud, los catorce años. Luego, con el tiempo se torna difícil dejar de vivir en la mentira. Se tiene miedo a perderle el sentido a la vida sin esa euforia.

 

Como decía una militante comunista: «La razón por la que no salimos del Partido es que no podemos soportar la idea de despedimos de nuestros ideales por un mundo mejor. Se trata de un argumento muy manido: el Partido es el único capaz de mejorar el mundo» (citado en Ser mujer en el Opus Dei, Cap. VII).

 

Como complemento, se agrega con los años, la deformación de la conciencia debida a la formación que se imparte en esa institución: la Obra enseña que aquél que deseara desistir o renunciar a «la vocación» traicionaría a Dios y perdería su alma. Por lo cual, quedarse en la Obra parecería ser doblemente ventajoso: vivir eufórico y asegurarse la salvación (no es sorprendente, entonces, que aparezca la depresión como consecuencia de tanta «euforia»).

 

Se comprende que la Obra no permita las críticas, pues no es racional el fundamento que sostiene a esa institución. Por lo tanto, no puede permitir volverse vulnerable a la razón, porque quedarían en evidencia sus grandes contradicciones.

 

Ciertamente la Obra manda someter los sentimientos «a la cabeza» (disciplina), pero no es porque en la Obra domine lo racional sino por una cuestión de obediencia, de sometimiento.

 

Lo racional es un leve barniz, si se escarba enseguida asoma la pasión, la intolerancia.

 

No es otro el fundamento por la cual los seguidores de Escrivá no atacan a Opuslibros de manera racional, con argumentos. Sólo de manera visceral, apasionada. O se quedan mudos.

 

Es natural que así lo hagan. Por eso no creo que haya que sorprenderse por los ataques personales y actitudes descalificadoras. Si se intenta entablar una comunicación racional, harán de esa invitación un objeto de burla y desprecio (cfr. el tipo de respuesta que obtuvo Carmen Charo).

 

***

 

No parece una casualidad, entonces, que Escrivá diga que la razón más sobrenatural (para hacer algo en la Obra) sea «porque me da la gana». 

 

Es la arbitrariedad y no la libertad. No es «porque quiero» sino «porque me importa poco lo que los demás piensen». Es una actitud arrogante.

 

Resulta significativo y no creo que haya que tomarlo aisladamente sino en el contexto que señala Satur: como una muestra del inconsciente del fundador.

 

Más que el fundamento propio de la decisión libre, el «me da la gana» parece una caprichosa expresión voluntarista (voluntarismo: teoría filosófica que da preeminencia a la voluntad sobre el entendimiento, DRAE 2002): digo que la Obra la creó Dios porque me da la gana; digo que la vocación a la Obra la da Dios desde la eternidad y es irrevocable, porque me da la gana; digo que quien abandona la Obra se aleja de Cristo, porque me da la gana; digo que nadie en la Obra puede ser coaccionado, porque me da la gana; digo que tú estás en la Obra porque te da la gana, porque me da la gana; decido que agregad@s y numerari@s no van a espectáculos públicos y que las numerarias usen pantalón porque me da la gana; la Obra no da respuestas por escrito sino sólo orales, porque me da la gana; aunque la Iglesia eliminó el Index, yo decido levantar mi dedo índice, porque me da la gana; y me da la gana decir que este argumento es válido sólo para lo que a mí como fundador me dé la gana. Etcétera.

 

¿Será finalmente que detrás de «es voluntad de Dios» lo que realmente hay es un porque me da la gana?

 

Es importante preguntarse esto, pues en la Obra escasean las explicaciones, y sobran las “autodeterminaciones soberanas” aplicadas a la vida de los demás. La Obra no da explicaciones, sino órdenes que proceden de la voluntad del Padre.

 

Dios mismo actúa de la misma manera, bajo el mismo principio: 

 

«Dios Nuestro Señor concede su gracia a quien le da la gana»

(del fundador, Meditaciones V, pág. 86)

 

Y si alguien no se siente feliz en la Obra, está claro a qué se debe:

 

«Os digo en la presencia de Dios que, si algún hijo mío se siente infeliz, es porque le da la gana»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 718)

 

De todos modos, ese argumento de las ganas tiene sus límites, los que le pone el fundador (redundante sería decir porqué lo hace…), límites que coinciden con el momento de exigir obediencia a los demás:

 

«no perseveramos en el trabajo porque tengamos ganas, sino porque hay que hacerlo»

(del fundador, Meditaciones IV, pag. 30)

 

«en el Opus Dei no hacemos las cosas porque tenemos ganas de hacerlas, sino porque hay que hacerlas»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 395)

 

«Dentro de la barca no se puede hacer lo que nos venga en gana»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 88)

 

Cada uno puede administrar su libertad: lo que no puede –sin transgredir principios elementales- es disponer sobre la libertad de los demás, ni siquiera porque le dé la gana.

***

 

La Obra toda está fundada sobre esta presunción dogmática: yo sé lo que Dios quiere y yo sé que Dios lo quiere (la Obra como fruto de una revelación). Y los directores presumen de la misma manera a la hora de dirigir: yo sé lo que Dios te pide, lo que Dios quiere para ti.

 

«Para nosotros, la Voluntad de Dios es siempre clara, transparente; la podemos conocer hasta en sus mínimos pormenores, porque el espíritu de la Obra y la ayuda de nuestros Directores nos permiten saber lo que el Señor nos pide en cada momento» (texto de Meditaciones III, p. 338)

 

¿No parecen palabras un tanto desproporcionadas, por no decir desorbitadas?

 

Sumado a eso, si la lucha por la santidad, que lleva toda una vida, consiste justamente en adecuar nuestro corazón al de Dios e intentar descubrir qué sea el querer de Dios, afirmar que yo quiero lo que Dios quiere implica o bien que se ha llegado al estado de santidad, a la identificación perfecta con Dios, o de lo contrario, demuestra una arrogancia cercana a la megalomanía.

 

Lo tremendo es pensar que «lo que yo quiero lo quiere también Dios». No parece ser otro el fundamento para que Escrivá diga que la Obra viene a cumplir la Voluntad de Dios. Yo lo digo, luego es. Al menos, hasta ahora no hay pruebas en contrario.

 

De ahí la actitud idolátrica hacia «la voluntad del Padre» (el prelado, no Dios), pues si lo pide el Padre, entonces lo pide Dios. Las quinientas vocaciones que pide el Padre, por poner un caso conocido, las pide Dios.

 

La religión de la Obra (o su mesianismo)

 

Reflexionando acerca de tantas personas con muchas décadas en la Obra (denominadas “mayores”) con las cuales tuve un trato habitual y hoy siguen en la institución, me preguntaba cómo pueden estar ahí sin hacer crisis o plantearse seriamente las contradicciones que en esta web tanto se señalan.

 

Y llegué a pensar que la Obra es mucho más que una institución, es una religión: es el seguimiento de una persona y esa persona es el fundador y su «carisma», su mensaje a ser revelado. Religión fundada (supuestamente) en la Voluntad de Dios, los Evangelios y la Tradición.

 

Visto de esta manera, creo se entienden muchas cosas...

 

Religión que tiene como centro la filiación al Padre (el fundador) y como pecado mortal el apartarse del Padre. Por eso   posiblemente tanta insistencia, por parte de su fundador, en la muerte como consecuencia para aquellos que se separan (de la religión) de la Obra.

 

Para estas personas que hace décadas que están siguiendo al Padre, cualquier contradicción o incoherencia es menor comparada con el sublime fin principal. 

 

Así como de la Iglesia se pueden criticar muchos aspectos históricos sin poner en crisis la identidad de la religión y su origen sobrenatural, la religión de la Obra se sitúa de la misma manera: nació divina y por lo tanto cualquier problema siempre será “intrascendente”, en el sentido de que no afectará su sobrenaturalidad. Por lo cual esos “mayores” de la Obra no se inmutan para nada, tienen los ojos puestos en su mesías (por supuesto, otros “mayores” tienen puestos los ojos en su propia supervivencia material, pero no me refiero a ellos ahora; aunque a veces la mística es necesaria para sobrevivir, «creerse el cuento» para seguir adentro y tener un lugar donde vivir).

 

No es una exageración: Escrivá fue muy mesiánico y por eso consiguió que lo siguieran tanto y de una manera incondicional. Prometía la salvación para aquellos que profesaran la fe que venía a predicar (el tema es qué sustento real tenía esa nueva fe):

 

«Recuerdo que cuando todavía no teníamos ninguna aprobación canónica, gritaba a los de Casa en los cursos de retiro que teníamos en Ferraz: ¡aseguro la salvación, la gloria del Cielo, a los que perseveren en su vocación hasta el final! Y añadía: aquel que sea fiel a este espíritu, tiene asegurada la salvación eterna»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 696)

 

«Puedo decir que el que cumple las Normas (…) ése está predestinado, si persevera hasta el fin»

(del fundador, Meditaciones VI, pág. 47)

 

Estas palabras también pueden tener su significado opuesto: quien voluntariamente se aparte de la barca de la Obra, encontrará su propia condena. Las palabras del fundador no señalan una posibilidad (irías) sino afirman una certeza total (irás):

 

«Si te sales de la barca (…) irás a la muerte»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 87.)

 

Y quien intente cambiar los aspectos “divinos” de la Obra será objeto de la maldición de Dios, según solemnes palabras del primer sucesor de Escrivá (cfr. Meditaciones VI, pág. 222 y ss.). De aquí el carácter “dogmático” de la Obra, comparable al de la Revelación Divina contenida en las Sagradas Escrituras.

 

Por su parte, el “catecismo” de la Obra (pregunta nro. 83) habla de «pecado mortal» para aquél que se va de la prelatura sin el perdón del Padre, o sea, la dispensa que evita la ejecución de la condena mortal (cfr. al respecto el notable artículo de Duo Dinámico).

 

¿Cómo no van a afectar gravemente a la conciencia todas estas consecuencias que surgen de seguir a Escrivá

 

Ciertamente hubo un gran engaño, lo cual disminuye o elimina toda culpa según cada caso particular, pero esto no evita sufrir las consecuencias, es decir, padecer el escándalo de la propia conciencia, que es doloroso y perturbador.

 

Se necesita una verdadera redención de la conciencia para remediar la caída que supone haber creído en esta persona y, por tanto, en la mortalidad con la que tanto amenazaba y a la cual estábamos sometidos en la medida en que nuestra conciencia lo estuviera. Es que creer en la Obra es una forma de mortalidad, de la cual es posible redimirse.

 

***

 

Lo propio de una religión, en general, es que existan dos partes: una perfecta y otra imperfecta, Dios y las criaturas. Una parte que tiende al pecado y otra que perdona el pecado. La Obra claramente se ubica en el lugar de lo impecable y es por ello que toda su “doctrina de la justificación” está redactada hacia la otra parte, hacia la parte pecadora, que son los hijos.

 

Veamos un ejemplo que forma parte «del espíritu», es decir, no es adjudicable a un «error de las personas». Es doctrina oficial, acerca de cómo el Padre espera que se comporten los hijos.

 

«Lo incomprensible sería que el hijo ocultara la herida o la enfermedad que padece, o buscase a escondidas un curandero que no puede sanarle. Quien obrase así no podría llamarse buen hijo, sería un loco, y su final sería triste.» (texto de Meditaciones I, pág. 552)

 

Para la Obra, por dar un ejemplo, un sacerdote diocesano es “un curandero” que “no puede sanar”, y quien (siendo “hijo”) acude a él, es considerado por la Obra, un loco. 

 

Esta enseñanza forma parte del denominado «espíritu de la Obra», por lo cual ni siquiera se puede decir que la parte “intachable” de la Obra sea «el espíritu». El «espíritu» está tan viciado como las «prácticas» y lo rescatable en realidad pertenece a lo que la Obra ha tomado del patrimonio de la Iglesia.

 

Continúa el texto anteriormente citado, refiriéndose ahora al papel de los directores:

 

«Los Directores nos quieren, nos comprenden. A ellos acudiremos siempre porque son el Buen Pastor.»

(texto de Meditaciones I, pág. 552)

 

Los directores no tienen que dar cuenta de nada ni justificar nada, pues actúan en nombre del Padre, o sea, de la parte perfecta:

 

«Estamos unidos al Padre cuando somos muy fieles a los Directores. Ellos representan al Padre y le prestan —de algún modo— su voz para decirnos lo que quiere de nosotros, sus oídos para escucharnos, su corazón para querernos, su amor para comprendernos siempre. Nuestro mayor deseo debe ser afinar más y más en ese cariño confiado y dócil a los que representan al Padre, poner por obra sus indicaciones, acudir gustosos a la Confidencia y a los medios de formación, porque “cualquiera que sea quien recibe la Confidencia, es el mismo Padre quien la recibe [dice el fundador]»

(Meditaciones IV, pág. 355)

 

Es sorprendente el tono de este texto. ¿Qué importancia puede tener que sea «el mismo Padre quien la recibe»?

 

Porque el fin de la Confidencia (dirección espiritual) es el mismo Padre: es conocer «lo que quiere de nosotros», transmitir cuál es la voluntad del Padre, pues el Padre quiere lo que Dios quiere y así lo comunica.

 

“Si no pasáis por mi cabeza, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo” (del fundador, Meditaciones IV, pág. 354)

 

Es tajante. No deja lugar a dudas. Esto también forma parte del «espíritu de la Obra». Esta herejía forma parte de lo que no pocos creen es «lo bueno de la Obra», su espíritu.

 

¿Qué significa «pasar por su cabeza y su corazón»? Parecería que el Padre fuera una instancia necesaria entre Dios y la conciencia, confirmando nuevamente la doctrina de «la infalibilidad» de razón y de voluntad comentada en el capítulo anterior.

 

Dios ha quedado totalmente eclipsado por el Padre. Estos textos revelan cuál es la esencia de la religión de la Obra: estar unidos al Padre.

 

Los directores «representan al Padre» (Escrivá), como si se tratara de una figura divina o «de culto» y los directores fueran sus «ministros», de manera análoga como los sacerdotes le prestan su voz a Cristo en la confesión y demás sacramentos, los directores le prestan su voz al Padre. En este caso, la Charla es el sacramento, los directores son los ministros, y «el Padre» es el que obra a través de ellos. Y cualquiera que recibe a un director, «a mí me recibe» (cfr. Mt. 10,40: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» y Jn 14, 9: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»). Es inevitable pensar en estas comparaciones.

 

«El Padre» está puesto en un lugar sublime, extraordinario, inalcanzable, divino.

 

Aunque el fundador diera a entender que su misión era llevar a sus creyentes hacia Dios, consiguió centrar la atención en su persona y de alguna manera hacer que su figura se volviera extraordinaria más allá de lo razonable.

 

Se ha hecho idealizar y quienes fueron o son sus seguidores lo han idealizado y lo idealizan aún hoy. Por eso no existen biografías oficiales que impliquen la más leve autocrítica: su vida es considerada extraordinaria del comienzo al fin. 

 

Estos creyentes han transmitido y propagado la devoción a esa imagen considerada sagrada, y sobre todo, viven para ella y sostienen sus vidas desde ella (especialmente quienes viven el celibato en razón de la Obra y del Padre). El sentido de su vida está puesto allí mismo. También yo tuve esa “religión” en una época, aunque no fui consciente de ello como lo soy hoy.

 

De todos modos, ese seguimiento no puede ser incondicional para siempre: en algún momento de ese camino surge el punto de inflexión, donde se pierde la inocencia o se la defiende. En ese momento se decide seguir en la Obra o irse para siempre. Aunque se tarde años en tomar la decisión, el momento crítico sucede una sola vez y a partir de allí se toma el sendero hacia la irreversible consolidación dentro de la Obra o comienzan a contarse los días que faltan para salir.

 

Los Evangelios y la Tradición

 

A veces la identificación entre la Obra y Dios es explícita pero otras no: es lo que dice Ivan cuando habla de la asociación inconsciente. La Obra se identifica con Dios y luego todo lo que sea propio de Dios lo será de la Obra, sin necesidad de hacerlo explícito. Esta es la lógica con la cual están escritos los tomos de Meditaciones

 

Toda la teología católica que allí pueda aparecer, las citas de San Agustín, la de tantos Padres de la Iglesia, etc., están desarrolladas en torno a la Obra como eje teológico, como si la Obra fuera la expresión más genuina del cristianismo, y por lo tanto, destinataria de la elaboración teológica de todos esos pensadores cristianos.

 

Se trata de reforzar la obediencia, por ejemplo, con citas de los Padres de la Iglesia:

 

«Sin ningún cuidado nos hemos de confiar a quienes recibieron del Señor la misión de guiarnos hacia la santidad» [cita de S. Juan Clímaco]

 

(…) Por eso procuramos identificar nuestra voluntad con las indicaciones de los Directores, poner toda la inteligencia para entender lo que mandan y para hacerlo del mejor modo posible. Y comprendemos con claridad que [texto oficial o de los directores]

 

«no hay nada que pueda dañar tanto y deshacer a la Iglesia de Dios, nada que pueda perjudicarla tan fácilmente, como el que los discípulos no estén unidos con gran empeño a sus maestros» [cita de S. Juan Crisóstomo] (en Meditaciones, IV, pág. 643)

 

Este tipo de construcción de justificaciones hace que la palabra que desciende de la cadena de mandos (en la Obra) tenga un peso extremadamente considerable al apoyarse en la Tradición de la Iglesia, como si ésta alentara a obedecer y seguir el magisterio infalible de Escrivá...

 

A su vez, la peculiar “dirección espiritual” que se imparte en la Obra tiene como fin, para cada miembro, «identificar su espíritu con el de la Obra y mejorar sus actividades apostólicas» (Catecismo, 5a ed., n. 276, citado en Meditaciones III, 359). 

 

No es la santidad o el bienestar espiritual del interesado sino un doble objetivo exclusivamente beneficioso para la Obra: obediencia y proselitismo.

 

Hasta los Evangelios tienen una lectura que es propia de la Obra: o sea, la Obra acude a los Evangelios para fundamentarse a sí misma, a tal punto que podría hablarse de «el Evangelio según Escrivá», compilación de los diversos fragmentos de la vida de Jesús con sus propias interpretaciones internas adecuadas para ilustrar y argumentar a favor de la Obra. No es la Obra la que gira en torno al Evangelio: es al revés.

 

El «omnia in bonum» de San Pablo, en la Obra se convierte en el «omnia in bonum de nuestro Padre» y a partir de allí el primero se vuelve arcaico y el segundo pasa a ser el vigente. «Omnia in bonum» se convierte en una «marca registrada» a nombre del fundador y así tantas otras frases de las Sagradas Escrituras.

 

Tomemos el caso del texto sobre “la Barca” de la “Meditación Vivir para la Gloria de Dios” (Meditaciones IV, pág. 84 y ss.), donde el fundador utiliza el relato evangélico para construir «su propia parábola» y así darle a la barca de la Obra el fundamento que tiene la Barca de Pedro.

 

«Y vio Jesús dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado, y estaban lavando las redes. Subió Jesús a una, que era de Simón, y le pidió la desviase un poco de la orilla; se sentó dentro y predicaba desde la barca al numeroso gentío» (Lc. V, 2-3)

 

«Hijos, hemos subido a la barca de Pedro con Cristo, a esta barca de la Iglesia, que tiene una apariencia frágil y desvencijada, pero que ninguna tormenta puede hacer naufragar. Y en la barca de Pedro, tú y yo hemos de pensar despacio, despacio: Señor, ¿a qué he venido yo a esta barca? Esta pregunta tiene un contenido particular para ti, desde el momento en que has subido a la barca, a esta barca del Opus Dei, porque te dio la gana...»

 

«...si te sales de la barca, caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo...»

 

«Hijo mío, ya te has persuadido, con esta parábola, de que si quieres tener vida, y vida eterna, y honor eterno; si quieres la felicidad eterna, no puedes salir de la barca, y debes prescindir en muchos casos de tu fin personal. Yo no tengo otro fin que el corporativo: la obediencia»

 

¿Será finalmente ésta una declaración espontánea e indudable de que el fin corporativo de la Obra no es el amor a Dios sino «la obediencia al Prelado»?

 

Especial interés tiene para la Obra la parábola de la higuera estéril. Impresiona cómo Escrivá hace una interpretación utilitarista y unívoca para fundamentar el proselitismo coactivo:

 

«no hay excusas para dejar de dar fruto» (Meditaciones VI, nro. 550).

 

«ninguno de mis hijos puede estar tranquilo, si no trae cada año cuatro o cinco vocaciones que sean fieles» (Meditaciones IV, nro. 381).

 

Coacción que no sólo sufren los de afuera (de la Obra) sino también las últimas líneas de la cadena de mandos: cada uno puede recordar las presiones que sufría para traer gente a la meditación, a un curso de retiro o a la actividad que fuera.

 

Y siempre el argumento era el mismo, en última instancia: está en juego tu salvación eterna, ya que «todo sarmiento que no dé fruto será cortado». Para reforzar aún más su argumento, el texto de Meditaciones cita al Profesa Isaías:

 

«El Señor ha plantado la semilla de nuestra vocación personal, como la viña de que habla el profeta Isaías [texto oficial o de los directores].

 

¿Qué cosa podría yo haber hecho de mi viña, que no hiciera? ¿Cómo, esperando que me diese uvas, dio agrazones? Voy a deciros ahora lo que haré de mi viña. Destruiré su albarrada, y será ramoneada. Derribaré su cerca, y será hollada. Quedará desierta, no será podada ni cavada, crecerán en ella los cardos y las zarzas» [texto de Isaías] (Meditaciones VI, págs. 492-493)

 

Es hacer apostolado (para obtener frutos) con un revolver apuntando a la conciencia de uno. Los directores tienen la noble misión de apuntar y persuadir. Se trata de una presión muy bien argumentada, que se dirige directamente a la conciencia para obtener metas de gobierno.

 

Es decir, obtener un resultado externo a la persona que se presiona, por eso su santidad personal no es la prioridad. La persona aquí es un medio.

 

Lo único que a la Obra le interesa es obtener frutos apostólicos. Los frutos de santidad personal no están en la mira de los directores, salvo si se convierten en números de vocaciones.

 

Las principales amenazas de Escrivá se dirigen siempre contra la desobediencia, la falta de frutos apostólicos y la posibilidad de abandonar la Obra. Sus palabras más duras –sus maldiciones más amargas- no van contra las faltas de amor al prójimo sino contra las faltas de sometimiento a su autoridad.

 

«nos sentimos libres y comprendidos a la hora de obedecer (…) . Somos seres vivos, hijos de Dios: a los muertos los sepultamos piadosa-mente» (Meditaciones II, pág. 165). [deja en claro cuales son las dos opciones]

 

«Y en esta barca, pobre, humilde, te acuerdas de que tú tienes un avión, que puedes manejar perfectamente, y piensas: ¡qué lejos puedo llegar! ¡Pues, vete, vete a un portaviones, que aquí tu avión no hace falta!» (Meditaciones IV, pág. 88).

 

«Es inconcebible —sería una falsedad, una doble vida, una comedia— la vida de un hijo mío que no dé frutos abundantes de apostolado. Os digo una vez más que ese hijo mío estaría muerto, ¡podrido!: iam foetet (loann. XI, 39). Y yo —lo sabéis bien— a los cadáveres los entierro piadosamente» (Meditaciones III, pág. 144-145).

 

«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar» (Meditaciones III, pág. 389).

 

En la Obra, la muerte cumple una función fundamental a la hora de argumentar. Es muy significativo su carácter recurrente, a modo de amenaza.

 

Lo cual marca una coherencia: las faltas de amor sólo pueden ser señaladas desde una disposición hacia el amor (desinteresado) y no hacia la maldición (la cual revela generalmente un interés frustrado). Tomemos el conocido texto:

 

«...más criminal sería que no estuviésemos vigilantes [de los demás], para sorprender los primeros síntomas de una languidez espiritual, que les podría conducir a la muerte. Por eso, os he dicho que [yo] no excuso de pecado, y en ocasiones de pecado grave, a los que hayan convivido con un hijo mío que se descamina» (del fundador, Meditaciones I, pág. 506)

 

Como sucede a menudo con los textos del fundador, hay demasiadas cosas implícitas, que es necesario explicitar.

 

Lo primero a señalar es que en la Obra no existe la posibilidad de plantear la propia nulidad, es decir, plantear que nunca se tuvo vocación y por lo tanto es legítimo dejar la Obra sin que esto implique ninguna trasgresión. Para Escrivá, rechazar a su Obra es rechazar a Dios. El fundador afirmaba contundente:

 

«Tienes vocación y la tendrás siempre. Nunca dudes de esta verdad, porque se recibe una vez y después no se pierde; si acaso, se tira por la ventana» (citado por A. del Portillo, carta 19-III-1992, n. 14)

 

Los directores pueden –se sienten representantes de Dios- dispensar y declarar nula la vocación, pero los miembros rasos no pueden plantear la nulidad ni pedir la dispensa sin que esto sea tomado –por los directores- como un rechazo hacia Dios, para presionar a las conciencias.

 

Quien se va de la Obra es considerado un muerto y ya no hay por qué preocuparse de él: sólo enterrarlo piadosamente.

 

En este sentido, es significativo que a la parábola de la oveja perdida no se le preste la más mínima atención dentro de la Obra, salvo para hablar de la corrección fraterna o de la confesión, que no son el tema de la parábola (cfr. Meditaciones III, nro 307 y Meditaciones I, nro. 7). Además, lo gracioso es cómo se alienta a la oveja para que vuelva por sus propios medios pero se dice poco y nada de ir a buscarla. Es que no interesa si alguien se va de la Obra porque no tiene vocación o porque la tiene, si se va es un traidor y sólo tiene una posibilidad: arrepentirse. Nada de ir a buscarlo (salvo que a los directores esa persona les interese de manera especial y entonces son capaces de viajar a otro país para buscarla, lo he visto). Lo mismo puede decirse de la parábola del hijo pródigo, que no se aplica en la Obra salvo para hablar de la corrección fraterna, la confesión, etc. (cfr. La formación de la Identidad, inciso G).

 

Por eso, resulta difícil ver en las palabras del fundador, cuando «no excusa de pecado», un dolor honesto o una preocupación por la santidad personal de quien desea no seguir en la Obra. ¡Si lo ha dado por muerto, si ya no interesa más! Por lo cual, esas palabras del fundador ¿a quién tienen como sujeto del dolor, a quién las dirige, quién es la víctima, a quién se debe reparación?

 

Al muerto claramente no, fundamentalmente porque a su vez es considerado un traidor, alguien que ya no tiene derecho a reclamar nada:

 

«Si alguno de mis hijos se abandona y deja de guerrear, o vuelve la espalda, que sepa que nos hace traición a todos» (del fundador, Meditaciones II, pág. 68)

 

«...notamos como un desgarrón en el alma si alguien no persevera en la vocación. Nos hace sufrir, pero no tambalear. El mismo Jesucristo experimentó la amargura de la traición de Judas».

(A. del Portillo, carta 19-III-1992, n. 41)

 

Y sabemos que estas palabras se refieren a todos los que dejan la Obra, pues ya dijo solemnemente el fundador: «tienes vocación y la tendrás siempre».

 

La pregunta es ¿contra quién pecaron los que pecaron, si pecaron? (en primera instancia, contra Dios, por supuesto) ¿Contra el que se descaminó? Difícilmente, pues él ya tiene su condena.

 

Por lo cual, en aquél texto donde, en primera persona, no excusa de pecado, el fundador parece expresar una frustración personal, como si se hubiera pecado contra él.

 

Es importante señalar cómo Escrivá no se incluye en la cadena de responsables sino que él se atribuye la potestad de no excusar de pecado. Para ser fiel a la verdad, a veces se incluye:

 

«Cuando se queda alguno, me parece que se queda un pedazo de mi carne allí, pegado a una roca. Y sufro. Me parece que he faltado yo, y me doy golpes de pecho: perdóname, Dios mío. Muchas veces la culpa no es mía, sino de algunos que están alrededor y no le han ayudado»

(del fundador, Meditaciones II, pág. 541)

 

Extraño modo de hacer oración, echándole la culpa a los demás (cfr. la plegaria del fariseo, en Lc, 18,9).

 

Se trata de una falta de obediencia, de no haber cumplido con el doble mandato (que no se vaya nadie y que todos estén sometidos), más que de una cuestión de caridad para con el “traidor”.

 

Es inevitable, entonces, ver al fundador ubicado en el centro del discurso, en el lugar del ofendido, aquél que no excusa de pecado pero tampoco sale a buscar a la oveja perdida. La Obra gira en torno al fundador y el fundador la hace girar en torno suyo: es el centro de ese universo peculiar.

 

Y es necesario recordar que quienes dejan la Obra también dejan al Padre.

 

Ese texto es también una exhortación a coaccionar a los que no quieren seguir en la Obra, para impedir que se vayan. Pues está «amenazada» la salvación, de quien se va y de quien deja ir.

 

«Si el Señor quería que se obligara a ir a su cena a personas extrañas, ¡cuánto más querrá que uséis una  santa coacción con los que son hermanos vuestros y  ovejas del mismo rebaño de Jesucristo! Esta hermosísima  coacción de caridad, lejos de quitar la libertad a vuestro hermano, le ayuda delicadamente a administrarla bien». (del fundador, Meditaciones II, pág. 157)

 

Resulta paradójica –e hipócrita- esa acusación de pecado grave cuando la principal causa para abandonar la Obra es la misma institución: ya sea por la alienación que produce o por la decepción y fraude en que termina. 

 

Como toda hipocresía, esa acusación esconde el verdadero motivo de la recriminación: posiblemente el narcisismo herido de quien se siente abandonado.

 

Hay una segunda causa para abandonar la Obra: el engaño, pues hay personas que no sólo entraron engañadas sino que se van engañadas, creyendo que el problema está en ellas mismas y la Obra no tiene nada que ver en su «fracaso».

***

 

En resumen, la Obra no sólo recurre a medios que son inmorales (coacción), sino también los fines que persigue carecen de rectitud de intención (utilitarismo). Lo cual refleja una coherencia.

 

Sigamos con los ejemplos.

 

Lo mismo, que en las otras parábolas, sucede en el caso de la parábola sobre la vid y los sarmientos, que se utiliza para fundamentar la unidad con el Padre (prelado) en sentido disciplinal, más que espiritual.

 

«Convéncete, hijo mío, de que desunirse es morir.»

 

«Un sarmiento que no está unido a la vid, en lugar de ser cosa viva, es palo seco que sólo sirve para el fuego, o para arrear a las bestias, cuando más, y para que lo pisotee todo el mundo. Hijos míos ¡muy unidos a la cepa!, pegadicos a nuestra cepa, que es Jesucristo, por la obediencia rendida a los Directores»

(citas de Meditaciones IV, nro. 354)

 

Nuevamente, la interpretación de la parábola no apunta a la unidad espiritual sino política:

 

«Hijo mío, tú eres el sarmiento. Saca todas las consecuencias: que tienes que estar unido a los que el Señor ha puesto para gobernar, que son la cepa, la vid a la que tienen que estar bien unidos los demás. Si no, no me darás fruto, o darás fruto de vanidad, o quizá totalmente de podredumbre; y en vez de alimentar a las almas, pudrirás todo y serás causa de corrupción y malicia»

(Meditaciones I, pág. 655)

 

Aunque para fundamentar el sentido disciplinal, Escrivá le da un significado dogmático a sus palabras, sentenciando que para estar unido a Cristo hay que estar unido a Escrivá, a quien «el Señor ha puesto para gobernar»:

 

«Unidos al Padre, estaremos también unidos vitalmente a la Obra. Seremos sarmientos vivos llenos de frutos. “Si no pasáis por mi cabeza —decía nuestro Fundador—, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo”.

 

Estas palabras pronunciadas por nuestro Fundador hace muchos años, son y serán válidas siempre: en primer lugar, referidas a su persona; y también aplicadas al Padre, sea quien sea a lo largo de los siglos»

(Meditaciones IV, pág. 354)

 

Esta lógica de la utilidad es una constante. Se puede tomar cualquier tomo de Meditaciones y constatarlo.

 

A cambio de otorgar una fuerte motivación (sentido en la vida), la Obra obtiene el derecho a exigir, y de la exigencia saca beneficios. Y sin esa motivación, las personas creen que toda su vida perderá sentido. Como desangrarse.

 

Creo que es importante señalar un desencuentro, que al descubrirlo se vuelve desconcertante.

 

Los que creer, conducen su vida desde los ideales. Los que gobiernan las vidas de estos, no creen en los ideales, gobiernan desde el pragmatismo, cuando no del cinismo. Son políticos, no personas espirituales como habrían de esperar los que creen. Y éstos idealizan a los directores y creen que todo lo que deciden procede de una sublime disposición espiritual. A su vez, quienes gobiernan, predican los ideales como parte de su política, pero jamás permiten que los ideales limiten (y menos aún dirijan) la política que llevan a cabo. Los ideales tienen fuerza para seducir y convocar a creer, pero poca o ninguna fuerza para que los que creen exijan nada al que gobierna. 

 

Esto es empíricamente comprobable, no una deducción teórica, de modo particular en el caso de la Obra. Cuando se comprueba, comienza el desencanto, en picada. Y no para.

 

Es muy probable que el pragmatismo de los que gobiernan esté amparado por una espiritualidad superior creada por ellos mismos y sólo para ellos mismos, pero esa ya es otra historia, que tiene que ver con la necesidad de autoengañarse para gobernar como gobiernan.

 

***

 

En general la formación de la Obra tiende al éxito (motivación y demagogia), al utilitarismo (exigencias y advertencias) y a la búsqueda de intereses (beneficios corporativos), por eso es muy difícil que coexista una dirección espiritual desinteresada (desconectada de este contexto) o que existan como regla general fines intermedios rectos si el fin último de la institución es la obtención de «utilidad» y «la eficacia».

 

El discurso oficial (o de los directores) le hace decir a San Agustín y a otros santos lo que en realidad no dicen: que la Obra tenga algo que ver con la Voluntad de Dios.

 

«“Los hombres —explica San Agustín— hacen su voluntad, no la de Dios, cuando hacen lo que quieren, no lo que manda el Señor. Pero, cuando hacen lo que quieren y, no obstante, siguen la Voluntad divina, entonces no hacen su voluntad aunque hagan lo que quieren. Haz voluntariamente lo que se te mande; así es como harás lo que quieres y no harás tu voluntad, sino la Voluntad de Dios”. Cumplimos la Voluntad de Dios cuando nos esforzamos en vivir con fidelidad las Normas y Costumbres; cuando hacemos nuestras las indicaciones de los Directores; cuando orientamos la lucha ascética y el apostolado según lo que nos aconsejan en la Confidencia.» (Meditaciones I, pág. 281)

 

Son como diapositivas, primero mostrar una, luego otra y finalmente a asociarlas, aunque no haya una relación necesaria entre ellas.

 

Es perfecta la cadena, salvo por su eslabón más débil: ¿quién dice solemnemente que la Obra es voluntad de Dios y que obedecer a los directores es obedecer a Dios? Únicamente Escrivá. La Iglesia no ha hecho ninguna declaración infalible al respecto y sólo una declaración así sería el único eslabón legítimo entre la Voluntad de Dios y la Obra.

 

Mientras no haya solemnidad por parte de la Iglesia, toda solemnidad proveniente de Escrivá no tendrá ningún valor (más aún, puede tenerlo muy negativo). Posiblemente por esto, entre otros motivos, quiera la Obra obtener para su fundador el título de Doctor de la Iglesia.

 

***

 

La gravedad del engaño producido por parte de la Obra se encuentra en que el fraude apuntó directamente a la conciencia moral, a lo más profundo de la dignidad humana. Y todo, en nombre de Dios.

 

Si uno se quedó en la Obra, muy probablemente fue porque en conciencia creyó que así debía ser (aunque se debiera a un engaño, en conciencia creyó que le decían la verdad).

 

Si alguien se va porque le dicen que se tiene que ir, es porque en conciencia cree que los directores le dicen la verdad. Y si uno se va dando el portazo, es muy probablemente porque en conciencia cree que la Obra no ha actuado rectamente.

 

La Obra apuesta fuerte al establecer que su verdad debe ser considerada del orden de lo que obliga en conciencia, pues de esa manera obtiene el sometimiento e impone orden. Pero esa apuesta es, al mismo tiempo, su talón de Aquiles, porque cuando la conciencia descubre –tarde o temprano- que la Obra no posee una verdad digna de esa categoría, se produce el escándalo, la conciencia se rebela y pasa de la adoración a la aversión, en un instante.

 

Hay muchos otros casos que los citados más arriba, pero en definitiva la conciencia juega un papel fundamental. La Obra no es un tema “opinable” para la conciencia: es algo que, o está bien o está mal. Y esto es así porque desde un principio la Obra se colocó en el lugar del Bien Supremo, por lo cual resulta difícil –al menos en primera instancia- hacerle entender a la propia conciencia que ahora el Bien Supremo es un Regular Intermedio. Resulta tan abominable a la conciencia que el Bien Supremo haya sido un engaño que es comprensible una reacción de aversión.

 

***

 

«Hay personas con una cabeza excepcional, prodigiosa, y un corazón leal y bueno, como dice Tlin, que no se irán mientras no se lo digan», decía Jacinto en su escrito. 

 

Pienso que estas personas están más cerca de OpusLibros que de la Obra, aunque moralmente se encuentren en medio de un dramático dilema que no les permite acercarse a OpusLibros y sí permanecer en la Obra a pesar de la contradicción que esto supone, entre lo que ven en la Obra y lo que la conciencia les dice.

 

Al mismo tiempo, Flavia señalaba la imposibilidad de todo discernimiento en los miembros de la Obra, debido a la formación de la Opus Dei, caracterizada por machacar en la obediencia incuestionable y bloquear todo acto de discernimiento o pensamiento personal. 

 

Este disciplinamiento de la conciencia impide toda posibilidad de libertad interior, pues antepone la obediencia al ejercicio del discernimiento. El dominio que la Obra tiene sobre las personas es tan profundo como el alcance que tiene en las conciencias ese modo de obediencia.

 

O sea, la Obra anula la conciencia con la excusa de la obediencia (para sus propios intereses corporativos). En el centro de esta concepción está la idea del sacrificio personal hasta llegar al holocausto del yo. Este “entregar la conciencia” es un tipo de anulación personal que caracteriza a las sectas. 

 

Si a esto le sumamos el factor "miedo" que la misma Prelatura fomenta (a partir del “derecho a inspeccionar las conciencias y condenarlas” que se arroga), la decisión moral, aunque pareciera teóricamente posible, en la práctica resulta muy difícil, salvo que uno tomara esa decisión de manera "lógica" -como el caso que comenta Jacinto- o, si no, de manera desesperada, como producto del instinto de supervivencia. De moral, poco y nada. O sí, de moral de supervivencia.

 

Por último, es importante hacer notar que la imagen de la Obra que uno incorporó, en los años que pasó allí dentro, estuvo cargada de “mucha divinidad” y en primera instancia resulta “sacrílego” desnudar a esa imagen de su carácter sobrenatural. Es tremendo el enfrentamiento que esto supone.

 

La Obra como conciencia colectiva y la conciencia de las personas

 

Uno de los temas más graves que se plantean con la formación y el modo de gobernar que le son propios, es que la Obra saca atribuciones propias del ámbito de la conciencia personal y pone en la conciencia de las personas temas que no tienen el peso o la entidad de un tema de conciencia: pone cargas que no hay por qué llevar consigo y quita derechos inalienables.

 

Hace de temas opinables asuntos de conciencia y hace de asuntos de conciencia temas de gobierno.

 

Pensemos en la cantidad de temas opinables que la conciencia de los miembros debe consultar a «la conciencia de la Obra», es decir, a los directores...

 

Temas como el descanso, que –para agregad@s y numerari@s- en la Obra no es un derecho sino un deber y por lo tanto ha de «consultarse». Sin permiso de los directores, el descanso «no previsto» en el «horario» es un acto de indisciplina, con el cual se carga a la conciencia.

 

Lo mismo sucede en el ámbito profesional, donde la Obra somete la conciencia personal de las personas a la obediencia disciplinal, de manera tal que lo profesional «a causa de la conciencia» se encuentra sometido al dictado de los directores. Un tema que es opinable deja de serlo en el mismo instante en que los directores lo plantean como tema de «conciencia». Y todo en la Obra puede plantearse de esta manera: basta que se formule como «es voluntad del Padre-prelado» (también puede plantarse como «es voluntad de Dios», pero en ese caso es más difícil de demostrarlo). Nadie desafía al Padre, ni siquiera la conciencia personal tiene permitido hacerlo.

 

Sé del caso de un numerario al cual le impidieron hacer su doctorado en otro país –los directores nunca le dijeron claramente por qué-, y le significó perder una muy importante oportunidad en su carrera. Tal prohibición se la impusieron a su conciencia en razón de la obediencia, no con razones profesionales –que la Obra no puede tener ni ejercer-. Hacer ese doctorado hubiera significado –para ese numerario- actuar en contra de «la conciencia de la Obra» y por lo tanto una «grave trasgresión», cuando en realidad se trataba de un tema profesional.

 

Sucede que la Obra, cuando no tiene argumentos legítimos –razones justas y proporcionadas-, apela a la conciencia personal para que ésta se someta a la «conciencia de la Obra», como el mayor argumento irrevocable, el as o comodín que siempre se saca de la manga y gana la partida.

 

«[Escrivá] era una persona muy compleja porque él jugaba con dos barajas. Es decir que corrientemente jugaba con la baraja con la que jugamos todos al realizar nuestros actos. Pero él tenía además la baraja sobrenatural y de vez en cuando echaba una carta de esta baraja y creaba una visión equivocada.» (testimonio de Miguel Fisac).

 

Quien domina la conciencia, domina el resto de los ámbitos de una persona, sin necesidad de entrometerse en ellos explícitamente. Por eso el gran poder de la Obra sobre las personas.

 

Pasando al segundo aspecto -hacer de asuntos de conciencia temas de gobierno-, tomemos el caso de conciencia que cuenta Amapola (en el capítulo "El pabellón", párrafo 12), donde el secreto de confesión es puesto al servicio de los fines de gobierno, un tema de conciencia pasa a la esfera de gobierno: el sacerdote ordena a la penitente que vaya y se acuse frente a las autoridades públicas de la Obra sobre lo que ella ha contado en confesión. Lo que podríamos llamar una «confesión voluntaria» por coacción.

 

Ejemplos podrían multiplicarse en lo que hace a la confidencialidad de «la charla fraterna» y el uso que los directores hacen de la información obtenida allí. El deber primordial del director local es hacia sus directores superiores y no hacia el dirigido. El director local sabe que dará cuenta ante sus directores pero no así ante sus dirigidos. Sabe que su conciencia está «asegurada» por el respaldo de la «conciencia de la Obra», en la cual deposita y delega su juicio moral.

 

Si se tiene en cuenta que «el fin corporativo es la obediencia» -según palabras del fundador- resulta comprensible la anulación de la conciencia, pues es incompatible el sometimiento personal con la existencia de una conciencia personal.

 

De esta manera se refuerza doblemente el vínculo con la obediencia: se manda obedecer apelando a la conciencia y se manda a la conciencia delegar su facultad de discernimiento en lo que decidan los directores.

 

La conciencia personal queda diluida en lo que podríamos llamar «la conciencia corporativa de la Obra», facultad que ejerce de manera eminente el Padre, y luego, en menor grado, aquellos que lo representan. Por eso es tan importante «identificarse» con el Padre, «pasar por su cabeza y su corazón».

 

Esta delegación causa una gran alienación en las personas, las forma en la irresponsabilidad y en una cierta «amoralidad», porque han delegado su capacidad moral en «lo que diga la Obra», como si pudiera existir una dispensa para el discernimiento.

 

Podríamos llamar a este proceso de transformación moral, un “lavado de conciencia”.

 

La obediencia como conciencia

 

«Un criterio decisivo para juzgar la calidad "humana" de un medio cultural o institucional, es la conciencia que existe en ese medio de su propia contingencia o relatividad, y su misión de dar paso a una dimensión superior de la persona, sin pretender nunca asumir la responsabilidad de la conciencia de sus miembros» (A. Ruiz Retegui, Quarta Collatio).

 

¿Cómo es posible perseverar tantos años en la Obra hasta darse cuenta finalmente de lo que sucede? ¿Cómo puede existir entre los directores una ausencia de culpa y responsabilidad, que les permite desentenderse de los daños que causan?

 

Lo que se puede observar y concluir, en una primera instancia, es la ausencia de una verdadera conciencia personal entre los directores y entre los miembros en general. 

 

Podríamos decir que la obediencia en la Obra se traduce en una especie de «lobotomía moral», que hace posible una obediencia mansa y una ausencia de culpa tan pacífica que se podría confundir con cinismo. Esa metafórica lobotomía también afecta la inteligencia, porque le quita toda inquietud y facilita un pensamiento simplificado, que obedece a consignas más que a razonamientos profundos.

 

Mientras la conciencia personal es un lugar de encuentro íntimo con Dios, la conciencia corporativa es la convergencia de todas las miradas en «lo que pida el Padre-prelado».

 

***

 

En la Obra el primer mandamiento es obedecerás. Luego sigue todos los demás, que no se asemejan en importancia.

 

La conciencia, como tema, queda casi totalmente relegada al deber de «examinarse».

 

Es significativa la ausencia, de la doctrina sobre la conciencia, en la formación que imparte la Obra. Veamos el ejemplo en los tomos de Meditaciones, donde la palabra ‘conciencia’ aparece 184 veces y en ningún caso se habla en profundidad de la doctrina sobre la conciencia, inversamente proporcional a la dedicación que se le da al tema de la docilidad, el sometimiento y la obediencia (tema este que aparece 512 veces, sumando “obediencia” y el verbo “obedecer” conjugado).

 

Se trata casi siempre del «examen de conciencia», tener una conciencia delicada o de «tomar conciencia» de la filiación divina, de la muerte, de la propia debilidad, etc.

 

Lo único que se señala es la diferencia que establece Escrivá entre «la libertad de la conciencia y la libertad de las conciencias», diferencia etimológica que no aparece en documentos como la Gaudium et Spes o en la Redemptor Ominis (ésta por ejemplo, en su n. 16  dice «entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia») y desconozco cuál pueda ser su origen.

 

El resultado práctico que se obtiene de esta distinción de Escrivá, es una anulación de la conciencia concreta y una concesión abstracta, no operativa, a la conciencia considerada de manera genérica.

***

 

Es chocante que aquél que diseño una forma de gobierno basada en el control de las conciencias advierta de este mismo peligro: 

 

«cuando ese amor [amor de Dios] decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás»

(Es Cristo que pasa, n. 67).

 

«Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 715).

 

Es justamente lo que hace la Obra. Este tipo de situaciones, cuando se descubren, desconciertan hasta el infinito.

 

«Es innegable (…) que existen muchas personas que se dedican deliberadamente a oscurecer las inteligencias, a enturbiar las conciencias. Se presentan como siempre se ha presentado el demonio: fingiendo. Aparecen, a veces, incluso con manifestaciones ficticias de respeto y comprensión, y hasta de piedad, escondiendo debajo el veneno mortal»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 715).

 

Este tipo de cosas, generalmente, las conocen dos tipos de personas: las que las llevan a cabo y las que padecen esas violaciones a la conciencia.

 

Para quien ha experimentado esta misma situación en su paso por la Obra, este tipo de textos resultan espeluznantes, cuando no escalofriantes.

 

La idea es poner siempre la sospecha afuera. El mal siempre ha de provenir de afuera de la Obra, o de «un traidor».

 

***

Es tan necesario que la Iglesia se declare dogmáticamente en lo que atañe a la Obra como «institución divina», porque Escrivá se ha atribuido una «potestad divina», tanto para fundar como para dirigir su obra. Todo lo que ha hecho, ha sido «Voluntad de Dios», según sus palabras y hasta ahora nadie con autoridad –o sea, la Iglesia- le ha negado la razón.

 

Recordemos las palabras de Concilio, respecto de la libertad religiosa y de conciencia:

 

«Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. (…) Por razón de su dignidad, todos los hombres, (…) son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa.»

(Dignitatis humanae, n. 2).

 

Y en el capítulo 12 del escrito de A. Ruiz Retegui Lo teologal y lo institucional, encontramos elementos muy esclarecedores sobre el tema de la conciencia, que él cita hacia el final del capítulo:

 

·         «la conciencia ha de ser obedecida siempre, ya dictamine verdadera o erróneamente»

 

·         «Santo Tomás tiene una opinión (…), a saber, que actuar de modo contrario a la conciencia errónea, vencible o invencible, es pecado»

 

·         «"Un hereje, en la medida en que considera su secta más o igualmente merecedora de fe, no tiene obligación de creer (en la Iglesia)".»

 

Este último párrafo puede echar luz en lo que hace a la culpa sobre el pasado vivido en la Obra, en particular, por todo lo que cada uno haya podido contribuir con «la herejía» y su propagación.

 

¿Podrían el fundador y su Obra acogerse al mismo principio y declarar su inocencia? Si quisiera hacerlo públicamente, tendría que demostrarlo, porque pruebas en contra sobran.

 

Por último, Ratzinger advierte sobre un posible ultramontanismo -aquellos que ponen a la conciencia en un segundo lugar-, citando e interpretando la famosa frase de Newman: «brindaría, sí, por el Papa. Pero primero por la conciencia, y por el Papa en segundo lugar». 

 

«Secondo l’intenzione di Newman questo doveva essere —in contrasto con le affermazioni di Gladstone— una chiara confessione del papato, ma anche —contro le deformazioni "ultramontanistiche"— un’interpretazione del papato, il quale è rettamente inteso solo quando è visto insieme col primato della coscienzadunque non ad essa contrapposto, ma piuttosto su di essa fondato e garantito» (J. Ratzinger, Elogio della Coscienza).

 

Que se podría traducir (a riesgo de ser corregido por Aquilina o Frida):

 

«Según la intención de Newman debía ser —en contraste con la afirmación de Gladstone— una clara confesión del papado, pero —contra la deformación "ultramontana"— una interpretación del papado, el cual es rectamente interpretado solo cuando es visto conjuntamente con el primado del la conciencia — por lo tanto no en contraposición a ella, sino más bien fundado y garantizado en ella».

 

No sería exagerado decir que en la Obra reina una actitud ultramontana.

 

Disciplina como conciencia

 

Posiblemente la clave para que funcione la Obra –desde el punto de vista de los que gobiernan- sea la disciplina.

 

Muchos dirán, contrariamente, que es su carácter sobrenatural, pero de ser así no tendría sentido el nivel de control que los directores ejercen sobre los miembros de la Obra (los cuales no son conscientes de ello, no conocen cómo funciona el gobierno de la Obra ni tienen acceso a esa información).

 

«Quien venga a la Obra de Dios ha de estar persuadido de que viene a someterse, a anonadarse: no a imponer su criterio personal»

(del fundador, Instrucción, 1-IV-1934, n. 17)

 

La coacción impone disciplina. La disciplina impone conciencia, formas de pensamiento y conductas.

 

***

Una gran dosis de exigencia y unos objetivos inalcanzables son la combinación perfecta para generar una esclavitud psicológica al servicio de quien gobierna: genera sentimientos de insuficiencia personal (todo lo que se haga siempre será poco) y una culpa en el caso de querer abandonar esa prisión mental (pues no se han alcanzado los objetivos y la exigencia lo manda, lo contrario sería traición y trasgresión)...

 

Pues la exigencia (desmedida) es el reverso de la aspiración (desmedida). Por eso la Obra estimula el deseo de altas aspiraciones en los jóvenes porque le garantizarán un alto grado de exigencia y frutos.

 

Se establece así un pacto no escrito entre el aspirante y el proveedor de ese sueño o aspiración. Aquí reside el núcleo del proceso de seducción: en lograr el pacto, obtener «el consentimiento a dejarse exigir». Se le entrega la llave del alma a la Obra a cambio de un sueño.

 

Desde el momento en que un joven acepta la aspiración, también está aceptando ser exigido, aunque no sea consciente de esa relación contractual. De ahí que Escrivá pueda usar ese consentimiento como excusa central para la extorsión:

 

«Con el corazón, también le diste a Jesús tu libertad, y tu fin personal ha pasado a ser algo muy secundario. Puedes moverte con libertad dentro de la barca (…) Pero no puedes olvidar que has de permanecer siempre dentro de los límites de la barca. Y esto porque te dio la gana. Repito lo que os decía ayer o anteayer: si te sales de la barca (…) dejarás de estar con Cristo, perdiendo esta compañía que voluntariamente aceptaste, cuando El te la ofreció» (del fundador, Meditaciones IV, pág. 87).

 

«Ahora te debes hacer cargo del consentimiento que diste», pareciera decir el fundador. Es la otra cara de la seducción: el sometimiento.

 

Escrivá hace del consentimiento del aspirante su punto de apoyo y a partir de ahí aprieta con la palanca de la exigencia: la presión es arrolladora.

 

La extorsión consiste en presionar –exigir- a partir de un consentimiento obtenido por medio del engaño y la seducción (por eso la dispensa –en mi opinión- no tiene sentido, al contrario, lo lógico –en todo caso- sería hacerle juicio a la Obra; pero reconozco que en la etapa final de «la vocación» uno sigue bajo el efecto del engaño y cree que sin la dispensa corre peligro la propia salvación eterna).

 

***

Una vez hecho el pacto, la exigencia es lo real. La aspiración es algo que algún día se cumplirá, pero para ello antes hay que recorrer el largo e interminable camino de la exigencia.

 

Uno se deja exigir de manera desmedida porque aspira a obtener una meta desmedida, aunque el acuerdo no esté explícitamente establecido. 

 

Por eso también la sorpresa y el desconcierto ¿qué tipo de contrato firmé como para merecer semejante sometimiento?

 

Y desde el momento en que se acepta la exigencia, la culpa aparece sola, como falta de rendimiento.

 

Pues la culpa (desmedida) es el reverso de la exigencia (desmedida). O sea que también uno se deja exigir de manera desmedida porque de lo contrario se siente culpable, en falta con el compromiso, el pacto que estableció con la Obra.

 

No hablo de la santidad como meta desmedida, sino más bien del sentido de predestinación y elección que la Obra fomenta en sus «elegidos», sentido que toma cuerpo a través de una soberbia institucional considerable. Y la soberbia es de suyo desmedida.

 

Sólo recién cuando se abandona la Obra se toma conciencia del secuestro psicológico y espiritual del que se fue víctima.

 

Ese consentimiento –rehén de la Obra- necesita ser consciente para ser liberado, y para eso –entre otras cosas- está Opuslibros.

***

 

Hacer el “plan de vida” o conjunto de normas de piedad que diseñó la Obra para sus miembros es un caso concreto de «objetivo inalcanzable», sobre todo si se suman las “costumbres” y también los «criterios» que llegan a los Centros a través de «notas» de gobierno.

 

Podría decirse que la Obra no tiene entre sus objetivos la salud de sus miembros, pues necesita “gente enferma” pero a su vez “controlada”. Si no está controlada, se arruina del todo su salud y ya “no sirve”; pero si se vuelve sana, se va de la Obra y tampoco sirve (cfr. La Obra como enfermedad). Es un perverso equilibrio.

 

Los más leales son los que llegan a puestos de dirección más altos, pues son los que con menor probabilidad se rebelarán al orden impuesto. Al contrario, lo harán cumplir.

 

La cantidad de órdenes implícitas que la Obra emite hacia sus miembros es enorme. Hay órdenes respecto de lo que se debe creer y otro tanto de lo que se debe hacer.

 

La incuestionabilidad es una forma importante de imponer disciplina a la conciencia y al pensamiento, a la forma de razonar, de tal manera que no se filtren las críticas contra quienes mandan o contra la Obra como tal.

 

La imposibilidad de discernir proviene de la misma naturaleza del disciplinamiento que la Obra imparte.

 

Es conocido el gusto que tenía el fundador por el orden y la disciplina militar. Este orden no implica un ámbito donde falte la alegría y la espontaneidad: estas son parte de la disciplina y la planificación. La sonrisa de San Rafael –la sonrisa mecánica para ganarse la simpatía de l@s chic@s jóvenes- es parte de esa espontaneidad planificada.

 

Su mayor eficacia consiste en hacer transparente este sistema disciplinal, de tal modo que no se note ni se vea como un sistema de control racionalizado y que la espontaneidad surja dócilmente, como una orden más.

 

El dar criterios sin explicar su origen o su razón tiene que ver con el disciplinamiento. Se trata de someter a la razón, y la mejor forma es responderle con la incoherencia e imponerle silencio.

 

La prohibición de asistir a los espectáculos públicos no parece responder a ninguna razón racional sino a una razón disciplinal. Señalar la pobreza como causa para ese criterio general (de los espectáculos públicos) es una forma más de disciplinar el pensamiento, con respuestas que no se corresponden con la pregunta, pero que dejan la inquietud sin efecto.

 

La razón no manda ni tiene participación en las decisiones. Pero no lo sabe, se entera luego de mucho tiempo.

 

La conciencia la tiene el que manda, el que dicta las ideas. Por eso, no es una contradicción que, quien dicta, mande obedecer inteligentemente sin entender o que ordene ser libre. Parte del disciplinamiento es decir que en la Obra «somos libérrimos» aunque por dentro cada uno pueda sentir todo lo contrario. Eso no importa. Los sentimientos no cuentan.

 

Lo que hay que creer:

 

«...os he repetido muchas veces que nuestra obediencia es obediencia de seres vivos: a los cadáveres yo los entierro»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 515)

 

Lo que hay que actuar:

 

«Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento [o sea, inerte] —que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro—, [pues no piensa] seguros de que nunca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 128)

 

Por un lado el fundador pide obediencia de seres vivos inteligentes, y por otro, docilidad de seres inertes. Dice que a los cadáveres él los entierra, pero por otro lado ordena a los miembros que se comporten como «cosas en manos de los directores».

 

En síntesis, el disciplinamiento manda creer que se obedece libre e inteligentemente; y al mismo tiempo también manda actuar de manera inerte, como un objeto. Esta dualidad es posible gracias a la disociación: las dos órdenes -contradictorias entre sí- marchan por caminos paralelos, que no se cruzan nunca porque están disociados.

 

Y esto no sucede de manera inocente: disociar forma parte de ese disciplinamiento. Disociar es no confrontar una cosa que se manda con otra, porque ambas provienen del Padre.

 

La formación de la Obra tiende a eso: creer una cosa y actuar otra.

 

Por lo cual, mentir es lo más fácil: dicho de otra forma, en la Obra posiblemente más que mentir, se disocia y así evitan el recurso a la mentira (aunque desde afuera tal disociación puede considerarse una forma institucionalizada de mentir).

***

 

También es disciplinamiento delegar la propia responsabilidad en los directores, cuyo principio máximo es «el que obedece no se equivoca nunca».

 

«No actúes entonces como quien está dispuesto a obedecer sólo cuando entiende; no te rebeles si no comprendes la respuesta que recibas»

(A. del Portillo, carta 19-III-1992 n. 32)

 

«Entre los frutos de la obediencia, uno es particularmente necesario para llevar a cabo la misión que tenemos encomendada: la paz, la serenidad interior de quien sabe que obedeciendo no se equivoca nunca.»

(texto de Meditaciones, IV, pág. 645)

 

De ahí el fuerte carácter imperativo de la formación, donde las ideas se dictan, como si fueran principios universales de la física, y que además no se ponen en discusión nunca.

 

Algunas veces la Obra usa el tiempo imperativo, pero la mayoría es el presente del indicativo, la tercera persona del plural, como quien habla de algo que lo da por hecho y compartido por todos:

 

«Obedecemos en la Obra libremente, asumiendo el mandato que recibimos. Rendimos nuestra voluntad con docilidad pero con inteligencia, con amor y sentido de responsabilidad, que nada tienen que ver con juzgar a quien gobierna» (Meditaciones III, 516)

 

«Vivimos de un modo coherente, sin rebuscamiento en el trato. Lo que somos y pensamos queda patente a los ojos de todos.» (Meditaciones IV, pág. 15)

 

No es extraño, entonces, que esta disciplina imponga uniformidad, aunque luego se mande pensar en contrario:

 

«En la Obra todos tenemos nuestras ideas, variadas, cada uno con su pensamiento, su modo de ser: un numerador variadísimo. Como denominador, además de la fe y la moral de la Iglesia, tenemos esa dedicación a Dios. En lo demás, ¡libérrimos!, ¿no os da alegría? Yo sólo he encontrado esta libertad en Casa»

 

«No somos una institución cerrada, en la que todos parecen obligados a pensar lo mismo, a ir como en manada, sino una peculiar organización divina, que tiene la aparente desorganización de todas las cosas vitales, y que es bien propia de las instituciones seculares, en las que se potencia la personalidad de cada uno»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 351)

 

Se “debe creer” justamente lo contrario a lo que se siente y experimenta. Por eso no es raro terminar «enfermo de los sentimientos». Esta disciplina intoxica.

 

En ese conflicto entre «la cabeza y los sentimientos» (cfr. Surco n. 166) gana la cabeza, porque así lo enseña y lo manda la Obra. Es el disciplinamiento del pensamiento, para que a su vez someta a los sentimientos.

 

Pues esa descripción que hace el fundador (citada anteriormente), es en realidad una orden, ya que no se puede cuestionar nada de lo que diga. Y la orden misma se contradice al ordenar que nadie se sienta obligado… pero eso no importa, porque la razón la tiene siempre la disciplina, no la inteligencia.

 

La disciplina es la “lógica”, principio directriz del pensamiento dentro de la Obra. La disciplina resuelve toda contradicción y unifica la acción. Y tiene su origen en un solo lugar: la voluntad del Padre (el prelado, no Dios), o «lo que quiera el Padre».

 

Así como la dirección espiritual está sometida al gobierno, la formación también. El que enseña es también el que manda y, lo que enseña, manda que sea obedecido.

***

 

Sin esta disciplina, la vida de las personas en la Obra no duraría lo que dura, sin ese disciplinamiento de la conciencia, la razón y los afectos. 

 

«el corazón solo no basta para seguir a Dios en la Obra (...). Lo primero que hay que poner es la cabeza, sin dejarse llevar del sentimiento»

(del fundador, citado en A. del Portillo, carta 19-III-1992 n. 31)

 

El fundador tenía tan claro el tema de la disciplina, que advertía con severidad a quienes pensaban «aflojar el ritmo»:

 

«¡Ay, si una hija mía o un hijo mío perdiera esa soltura para seguir al ritmo de Dios y, con el correr del tiempo, se me apoltronara en su quehacer temporal, en un pobre pedestal humano, y dejara crecer en su alma otras aficiones [sentimientos] distintas de las que enciende en nuestros corazones la caridad de Dios! En una palabra: produciría una pena inmensa que, al cabo de los años, un alma no rechazara la tentación de condicionar su entrega.»

 

De hecho, los problemas de perseverancia comienzan cuando se empieza a cuestionar la misma disciplina que la Obra impone sobre las conciencias. Comienzan los problemas de “lógica” y las discrepancias entre la “lógica de la disciplina” y la lógica racional más elemental. El fundador conocía muy bien este fenómeno, al menos así parece por cómo lo describe:

 

«se enrarece el carácter, con reacciones desproporcionadas ante estímulos ordinarios; el alma se ensombrece y crea distancias respecto a los demás y como un alejamiento de lo que, en horas de fidelidad, era algo entrañable; aparece la frialdad de una criatura que no ha asimilado sobrenaturalmente una humillación, o un error o un detalle que suponía un vencimiento» (del fundador, Meditaciones III, págs. 353-354)

 

Todos esos síntomas forman parte de una reacción normal frente a un disciplinamiento tóxico, que enrarece el carácter, crea distancias, enfría a las personas y las humilla hasta que finalmente surge la decisión de no aceptar más vencimientos ni sometimientos.

***

 

Los niveles de disciplinamiento son varios: el más importante para la Obra, y el más grave desde el punto de vista moral, se da a nivel de la conciencia, que implica una violación de lo más íntimo de la persona.

 

Es el peor, el disciplinamiento que le dicta a la conciencia qué hacer, qué dejarse hacer, qué decidir, qué actuar en conciencia. Es decir, hay una invasión al espacio privado, donde sólo tienen la llave Dios y cada persona. Por este disciplinamiento a muchos se les impuso una vocación que no tenían y unos deberes que no les correspondía llevar sobre sus conciencias.

 

Muy notorio es el disciplinamiento de la voluntad, cuando en la Obra pretenden la adhesión voluntaria de algo que es una orden, un dictado (cfr. El arte de amargarse la vida, el maravilloso capítulo «Sé espontáneo»):

 

«he escrito que nuestra perseverancia en la Obra es totalmente voluntaria. Tú estás aquí porque te da la gana. (…) En el Opus Dei no está coaccionado nadie» (del fundador, Meditaciones III, pág. 430).

 

Es sorprendente como el fundador enseña dando órdenes.

 

Desde el momento en que los directores invadieron la conciencia de las personas, tomaron control y por eso pueden “hacer querer” lo que uno no quiere, pues la conciencia manda (moralmente) por encima del querer.

 

Otro tanto puede decirse del “hacer creer”, que le permite a la Obra dogmatizar sus doctrinas, sus “revelaciones” y divinizar la figura del fundador y prelados sucesores.

 

También este “hacer creer” permite imaginar que existe una libertad plena dentro de la Obra, aunque no se experimente. Y por ello se disciplina al pensamiento para que rechace cualquier idea acerca de la posibilidad de coacción dentro de la Obra.

***

 

La obsesión por controlar la sexualidad y hablar de ella todas las semanas en la charla, tiene que ver con imponer orden en un tema que el fundador consideraba «materia más pegajosa que la pez» (Camino, n. 131), en consonancia con la concepción que tenía sobre los sentimientos, que se apegan «a todo lo que desprecias» (Surco n. 166). El mundo sensible es un problema para la Obra y necesita disciplinarlo.

 

Por eso la mortificación es un excelente medio –tomado de la doctrina cristiana- para utilizarlo disciplinalmente: no importa si el cilicio y las disciplinas resultan beneficiosas para la vida interior de quien las usa, lo importante –para la Obra- es que se usen todos los días (establecidos) y que se dé cuenta de ello en la charla.

 

Lo mismo con el tema de la pobreza, que no tiene que ver tanto con el buen pasar institucional –no importa la contradicción- sino con el disciplinamiento de sus miembros, de tal manera que lo entreguen todo y no tengan nada como propio. Que se desprendan de sí mismos y dependan en todo de la Obra.

 

La “entrega” de sí mismo a la Obra es el resultado de todo un proceso de disciplinamiento.

 

El pensamiento de la muerte es extremadamente disciplinador. No es extraño que el fundador lo utilice para que los miembros opten entre someterse o morir.

 

«Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 89)

 

El “milagro de la Unidad” es resultado de todo este proceso de “poner orden”.

 

La idea de traición es otro elemento para forzar la disciplina, de tal modo de “hacer creer en conciencia” que aquel que no se someta a los dictados de la Obra será irremediablemente un traidor porque “libremente aceptó” ser disciplinado, y no puede ahora retractarse. Que quede claro que es mejor morir antes que traicionar.

***

 

La imposición de silencio permite que la disciplina actué pero no se hable de ella. Silencio, tanto hacia fuera como hacia adentro, pues sólo con los directores se pueden tener confidencias o charlar de las preocupaciones personales respecto de la Obra.

 

Por todo esto, es casi imposible dialogar con personas de la Obra si razonan según la lógica del disciplinamiento. No disciernen ni razonan: obedecen órdenes, dicen lo que otros han pensado por ellos y no dialogan, pues esto sería una “falta de disciplina” (cfr. las interesantes respuestas que recibió Marypt por parte de miembros de la Obra).

 

Es muy difícil que existan “verdaderos pensadores” o filósofos dentro de la Obra y permanezcan en ella, salvo que se mantengan al margen de ese disciplinamiento de la conciencia y la razón. Pero si es así, tarde o temprano se van, no aguantan. O se quedan y llevan una doble vida.

 

PARTE II: el camino de la salida

 

Creer o explotar

 

Pienso que lo que "explota en el cerebro" –tomando la expresión de Jacinto- es consecuencia de un dilema, producto de la formación de la Obra. Ese dilema era actuar o no actuar a conciencia.

 

Pues actuar a conciencia resultaba en muchos casos un acto contra la voluntad de Dios (en realidad era un acto contra la voluntad de la Obra, que se identificaba con la Voluntad de Dios). Pero no seguir la conciencia tampoco era una opción para el largo plazo.

 

Esto era insoportable para cualquier conciencia. Y uno, o bien explotaba yéndose o bien hacía implosión, quedándose dentro de la Obra pero destruido interiormente. De ahí posiblemente muchas de las depresiones, y tal vez los intentos de suicidio.

 

Por eso "romper" con la Obra generalmente era (es) un trauma y no una decisión moral como resultado del discernimiento (Flavia), cosa impracticable. Para tomar esa decisión moral había que transgredir la voluntad de Dios (según las enseñanzas de la Obra). Una cosa terrible.

 

Por lo tanto, era una decisión moral casi imposible, que generaba parálisis y la permanencia eterna en la Obra, a menos que algún director por adelantado diera “el permiso” para irse (como señalaba Jacinto), o sea que “dispensara de cumplir la voluntad de Dios".

 

Es decir, en ningún momento había posibilidad de cuestionar si "eso" era realmente voluntad de Dios, porque no había posibilidad de discernir. La Obra “discernía” por sus miembros y les decía qué tenían que hacer.

 

¿Cuál sería el grado de dignidad concedido a la Obra para que cada uno le sometiera su propia conciencia, inteligencia, voluntad, todo su ser? La dignidad sólo debida a Dios.

 

Y la Obra tomó esa entrega -y diría, adoración- sólo debida a Dios para gloriarse a sí misma y construir su propio proyecto institucional, un reino temporal.

 

Haciéndose pasar por Dios –haciendo pasar la Obra por “obra de Dios”, nunca más literal- jugó con la Fe de muchas personas.

 

Salir de esa trampa moral con un juicio moral era enredarse más. El resultado final, generalmente, era que uno salía por razones de otro tipo: prácticas (no soportar el tipo de vida), de salud (estar deprimido), etc., sin tomar conciencia de la verdadera razón.

 

Un problema sin resolver

 

Pero el tema de la conciencia quedaba sin resolver y es posiblemente uno de los motivos más importantes por los cuales cada uno se sintió atraído a participar en Opuslibros: resolver el problema de la conciencia, porque sin ello uno sigue ligado al pasado de manera invisible.

 

De hecho es impresionante cómo pueden pasar años sin saber de la Obra y de repente el encuentro con Opuslibros despierta todo un pasado que se creía muerto.

 

De manera particular, algunas personas que se sienten “muy molestas” por haberse chocado con la existencia de esta web, demuestran de manera palpable que no han resuelto su problema con la Obra. Lo habían tapado.

 

Habían encontrado una solución muy frágil, no duradera. Y ahora le echan la culpa a esta web por ello, cuando en realidad se trata de todo lo contrario: esta web impide resolver el pasado esquivándolo.

 

Si antes esta frágil solución de tapar el pasado era inocente, ahora después de descubrir Opuslibros sólo puede continuar de manera cínica o bajo algún tipo de complicidad hacia la Obra. Por eso el tono de algunas reacciones.

 

***

Si la Obra en su momento fue un sueño, que luego se transformó en una pesadilla, de la cual cuesta luego despertar.

 

Lo que sucede es que no se termina de distinguir qué es realidad y qué no. El descubrir personalmente la ambivalencia moral de la Obra causa una perplejidad total, hasta el punto de pensar si no será que todo lo que en un principio era verdad es mentira y todo lo que era mentira es verdad. 

 

A la confusión contribuye la ausencia de esa perplejidad en el discurso oficial de la Iglesia, en el cual, hasta ahora, todo son alabanzas.

 

Es como si esa percepción de la Obra, en su aspecto aberrante, fuera una experiencia personal que no trascendiera la conciencia y por lo tanto fuera indemostrable e incomunicable, salvo entre aquellos que tuvieron la misma experiencia. Se transforma, entonces, en una pesadilla colectiva, lo cual alivia la pesadumbre del aislamiento individual, pero no lo soluciona.

 

Resulta razonable que muchas personas que pasaron por la Obra no quieran leer y menos contribuir en Opuslibros, pues lo que no desean es revivir la pesadilla, meterse de lleno en ella nuevamente. Han conseguido rehacer su vida y adormecer a la pesadilla, y no les interesa para nada despertarla, pues no creen que tenga solución ni sentido. Son comprensiblemente “neutrales”, aunque la razón de fondo no sea su neutralidad sino un cierto pragmatismo o un escepticismo.

 

Es que la Obra como tema termina siendo obsesivo, pues las pesadillas lo son debido al encierro que implican, hasta que finalmente se despierta de ellas.

 

¿Qué significa despertar, en este contexto? Fundamentalmente, ser escuchado y obtener respuestas. Es justamente lo que no sucede en las pesadillas: son mundos cerrados en los que no hay salida, no hay forma de comunicación con el exterior (cfr. la experiencia de Carmen Tapia en Villa Sacchetti, cuando cuenta cómo le comenzaron a cortar la comunicación y a aislarla).

 

Esas respuestas habrán de venir de fuera de la pesadilla: de la Iglesia, en primer lugar, y luego se pueden agregar otras respuestas, como ser la justicia civil según sea el caso (como en Estados Unidos sucedió con los abusos sexuales perpetrados por clérigos). De momento, descarto a la Obra porque ella misma es la pesadilla.

 

***

La conciencia tiene sus tiempos, que no son los tiempos de la carrera profesional ni de cualquier otro aspecto de nuestra vida. Y si no se respetan, la conciencia se encarga de recuperar el tiempo perdido.

 

Estos tiempos de la conciencia son los que marcan y definen la permanencia de una persona en la Obra, no otra razón. 

 

Uno soporta la coacción posiblemente porque no encuentra las herramientas para, en conciencia, oponerse a semejante abuso. Es la debilidad de la propia conciencia la que impide retomar el dominio de la propia vida.

 

Por eso uno puede estar cinco años o treinta, y sin embargo, vivirlos con la misma intensidad, más allá del número. Por la misma razón, uno no puede decidir irse “antes de tiempo”, porque en esos momentos supone actuar contra la propia conciencia.

 

Uno permanece o se marcha según sea la percepción que de la Obra tenga la propia conciencia.

 

Si es “obra de Dios’, es una cosa, pero si es “obra de Escrivá” es otra muy distinta para la conciencia. Si Escrivá tuvo una revelación de Dios que la Iglesia aprueba explícita y puntualmente, es una cosa, pero si Escrivá no tuvo esa revelación o la Iglesia no puede dar su respaldo dogmático a esa reivindicación de Escrivá, es otra cosa, extremadamente distinta, escandalosa para la conciencia, porque supone que la Obra se construyó a partir de una gran mentira, usando a la Fe para ello.

 

Por eso la Obra busca someter y controlar la conciencia de sus miembros, de manera tal que sea la Obra quien piense por ellos, y lo que es peor, “discierna” por ellos, usando la autoridad de Dios, poniéndose en el lugar de Dios.

 

Lo cual es terrible, más aún cuando las cosas que hace son incompatibles con la caridad, como es la instrumentalización de las personas para fines corporativos. Y todo esto, “en nombre de Dios”.

 

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No pocos han resuelto el tema de su conciencia echándose la culpa y poniendo toda la bondad en la Obra. Han pagado un alto costo, pero lo que es peor, no saben que no han resuelto el tema, lo han estirado en el tiempo.

 

Es terrible pensar que alguien “apueste” por segunda vez a la Obra. Y una explicación posible es que en conciencia crea que no puede hacer otra cosa.

 

Pero el problema real es si lo que no puede hacer es discernir, más que dejar de apostar por la Obra. El problema es anterior a lo que se cree. Y no puede discernir porque aquello sobre lo que necesita discernir fue declarado “palabra de Dios”, por lo cual pensar en la posibilidad de discernir es comenzar a cuestionar directamente a Dios.

 

Para discernir, en esos momentos, parecería necesario “volverse ateo”, porque es la única posibilidad de recuperar la propia conciencia sin transgredir un principio explícito, como es la Voluntad de Dios. Me puedo permitir discernir en la medida en que Dios no exista o al menos se vuelva distante.

 

***

Por eso le encuentro sentido, aunque me impacte, cómo algunos pueden llegar a pensar que cuestionar seriamente a la Obra comporte un alto riesgo para la propia “salvación” ("es ir contra Dios") y, en cambio, no les parece nada riesgoso darle un apoyo incondicional a la Obra, como si apoyar a esa institución no supusiera responsabilidades sino la seguridad de quien "obedeciendo no se equivoca nunca".

 

Es esta una resaca de la perniciosa formación de la Obra, que pretende la "absolución colectiva" de la responsabilidad individual. 

 

Claramente quien vivió toda su vida delegando su conciencia en la Obra, si abandona la Obra deberá asumir toda la responsabilidad no asumida durante años, tal vez un peso insoportable. Por eso algunos prefieren no irse del todo y quedar como “amigos” con la Obra, para no cargar con el pasado.

 

La tranquilidad de conciencia

 

En la Obra la tranquilidad de conciencia provenía de la obediencia. Pero esto implicaba la “entrega” del discernimiento.

 

Irse de la Obra supone, por lo general, una ruptura muy grande y todos quieren asegurarse la tranquilidad de su conciencia –es natural-, para vivir en paz. Tener un respaldo moral de haber actuado bien. El tema es el precio y el modo de obtener esa tranquilidad.

 

Como la Iglesia no ha intervenido hasta ahora -y además aparece como una instancia muy distante para un problema tan personal como es la salida de la Obra-, el respaldo moral más próximo para la propia conciencia está en la misma Obra –aunque parezca una paradoja- o en uno mismo y en la ayuda que uno decida a buscar.

 

Algunos acuden a la Obra –nuevamente- para confirmar que han hecho bien, o lo que es lo mismo, confirmar que la salida tiene la aprobación de la Obra. Esos son los que quedan en contacto, amigos de la Obra, y la defienden a muerte, pues en última instancia la Obra es para ellos su garantía moral, el respaldo frente a sus conciencias de que actuaron bien. Resuelven el problema atándose nuevamente a la Obra, reubicándose dentro del mismo mapa.

 

Este nuevo acto de obediencia se lleva a cabo por medio de un reconocimiento voluntario de la culpa y por un reconocimiento de la bondad de la Obra. De esta manera el “quiebre” queda “restaurado” y la relación con la Obra permanece, se sigue “en comunión” y por lo tanto se salva del “abismo” anunciado por el fundador.

 

Otros prefieren enterrar el problema y no hablarlo nunca más. Lo conservan vivo en su interior, pero lo mantienen reprimido. Aún sin acudir a ningún medio de formación ni a ningún centro, siguen ligados a la Obra. Es su conciencia la que está atada, en lo más profundo.

 

El resto intenta enfrentarse con el problema y resolverlo. Ese, creo, es uno de los sentidos más profundo de Opuslibros.

 

Como al salir de la Obra la conciencia se encuentra débil, no es fácil que ella se respalde en sí misma (lo que se dice actuar plenamente en conciencia).

 

Creo que a Opuslibros muchos venimos a buscar ese respaldo, ya sea constatando que no se es un caso aislado como también buscando las fuerzas y las razones que no se tienen al salir de la Obra.

 

No son mínimos los problemas que genera la salida de la institución: ¿cómo irse de la Obra sin romper la relación con Dios? ¿cómo separar la Obra respecto de Dios, cuando tiempo atrás fueron dos conceptos que se identificaban totalmente? ¿cómo seguir creyendo? 

 

Algunos logran elaborar el divorcio. Otros directamente no pueden disolver el vínculo y entonces, o bien siguen ligados a la Obra por Dios (para seguir creyendo), o bien rechazan en bloque a la Obra y a Dios.

 

Todas las posturas tienen su explicación, que se encuentra en la conciencia de cada uno, la cual es inaccesible a los demás. Es un asunto personal averiguarla.

 

En el tema de la conciencia y la Obra, o uno va a fondo o uno se queda atrapado en algún lugar profundo de la propia intimidad.

 

No es suficiente con “romper”. Es necesario un gran acto personal de discernimiento para rescatar a la propia conciencia de la esclavitud a la que la sometió la Obra.

 

La desobediencia como punto de partida

 

Si la máxima que se seguía en la Obra era que quien obedece no se equivoca nunca, por contraposición esa máxima daba a entender que muy probablemente quien desobedece se equivoca siempre.

 

E irse de la Obra no escapaba a esa enseñanza.

 

En este sentido, irse de la Obra –por propia iniciativa- implica un gran “acto de desobediencia”, al estilo del pecado original (simbólicamente hablando).

 

No casualmente el fundador hablaba de abismos para referirse al lugar que irían a parar aquellos que osaran “desobedecer” y comer del “fruto prohibido”, esto es, discernir por cuenta propia, pensar y cuestionar la misma vocación y la Obra entera, si fuera necesario (debido a los dictados de la propia conciencia). 

 

Discernir era “ser como dioses” para la mentalidad de la Obra, era “ver” y aquello sólo podía suceder si a continuación se abandonaba el “paraíso” de la Obra. Nadie que “vio” o comió del fruto de aquél árbol debía permanecer en la Obra.

 

Por eso en la Obra, quien “ve” se va. A quien se atreve a comer “del árbol del discernimiento”, le esperan unos guardianes en las puertas de la prelatura para echarlo y no dejarlo entrar nunca más. Pues la Obra se estima a sí misma como un lugar al cual no se puede volver una vez afuera, como si se tratara de un paraíso.

 

Al rescate de la conciencia

 

Creo que el tema de la conciencia se comienza a resolver separando la Obra por un lado, a Dios por otro y a la conciencia de cada uno por último. Pues la Obra tiene demasiadas cosas que van contra "la conciencia de Dios", por lo cual es necesario separar la Obra respecto de Dios y elaborar un juicio por separado. De lo contrario nos estaríamos engañando al querer hacer compatibles "la conciencia de la Obra" con la "conciencia de Dios". 

 

Resolver el tema de la conciencia supone pagar los costos, esto es, aceptar que "eso" no era de Dios, y que fuimos literalmente engañados en nombre de Dios. Es terrible de sólo pensarlo.

 

A quien no le "explotó" aún, pues le explotará en algún momento. Eso que cuenta Jacinto que le explotó a muchos, ese es el costo a pagar si queremos ser consecuentes con nuestra conciencia.

 

Si la queremos engañar, diremos que teníamos toda la culpa o que "nadie" tuvo la culpa y que la Obra es maravillosa y sólo hay "errores" inexplicables. Pero a la conciencia no se la engaña definitivamente. Se toma su tiempo pero finalmente se levanta de su letargo, resucita como un muerto indeseable. Es el cadáver mal enterrado.

 

Y en estas ceremonias de entierros y desentierros es fundamental el papel de la Iglesia, para que en su rol de "forense" defina si alguna vez hubo allí vida, si alguna vez existió o no una vocación divina irrevocable, como enseña ‘divinamente’ la Obra y su fundador.

 

Es fundamental que la Iglesia se expida explícitamente si la Obra es producto de una Revelación de Dios o no, porque lo exige la conciencia de muchos cristianos. Al menos que la Iglesia diga "no podemos decir que sea una revelación de Dios", lo cual será para muchas conciencias un alivio, dejarán instantáneamente de llevar encima un peso que no les corresponde.

 

Siento que hoy, por nuestra parte al menos, estamos resolviendo ese problema, al desentrañar la naturaleza de ese dilema (entre la conciencia y la voluntad de Dios) como producto de un falso dilema, de un engaño.

 

La conciencia prisionera

 

Cuando un miembro de la Obra está en la etapa de dejar la institución, normalmente no tiene clara conciencia de dónde está parado. Sólo sabe de dónde quiere salir pero no sabe de la trascendencia de su acto, no es consciente de que está dejando atrás un ámbito en el cual fue sometido a abusos, especialmente en el campo de la conciencia. Por eso uno no se defiende sino que –paradójicamente- entrega las últimas armas que le quedan, las que sean, especialmente aquellos elementos que inculpen a la Obra.

 

Hasta pasado un tiempo, uno no tiene conciencia frente a qué tipo de institución está.

 

Una prueba de ello es la incapacidad de retomar el ejercicio de los propios derechos, y en particular el derecho a la autodefensa especialmente en un momento crítico de la propia vida, ejercicio que se había “entregado” al ingresar a la Obra, en parte por la confianza ciega en los directores y en parte porque era condición para perseverar: “no comer del fruto del discernimiento”...

 

Como ejemplo, quiero recordar un valioso recorte de prensa, lo que cuenta Miguel Fisac, cuando el fundador le ordenó que devolviera la carta en la cual le había concedido el nombramiento de inscrito.

 

Desde una postura anacrónica, hoy uno analizaría como incomprensible que Fisac le devolviera esa carta, un documento tan valioso para la vida de esta persona como para la historia no oficial de la Obra.

 

En realidad es totalmente explicable su actitud. Pues es tal el sometimiento de la conciencia, que lo único que se atina al salir de la Obra es a salvarse –es decir, evitar el castigo divino supuestamente debido- y en ese transe se es capaz de soltarlo todo con tal de escapar de allí (de la Obra y del abismo). Un difícil equilibrio.

 

Además en esos momentos generalmente todavía se está sometido al peso de la obediencia de conciencia, o sea una obediencia que tiene sometida hasta a la misma conciencia.

 

Es por eso mismo que nadie, salvo excepciones, sale de la Obra con copias de documentos internos o escritos que comprometan a la institución. Pues para hacer eso se necesita una clarividencia que no se tiene en esos momentos, porque además se cree que los problemas de la Obra son acotados, tal director o tal país o tal época, pero difícilmente se tiene la posibilidad de pensar críticamente.

 

Moralmente, uno no está preparado para irse con elementos que comprometan a la Obra. Es un acto aún mayor de “desobediencia”, implica un nivel de trasgresión que es imposible realizar en esos momentos, salvo excepciones.

 

Pasado el tiempo, se va recuperando la capacidad crítica –gracias a Opuslibros, por ejemplo- y uno se arrepiente de no haber tomado nota o haber obtenido copias de aquellos papeles y documentos que comprometan a la Obra o al menos expongan sus aspectos más oscuros.

 

El juego de las intenciones

 

Hay un problema que se le presenta siempre a la conciencia, y es el juicio de las intenciones. ¿No habrá al menos buena intención en la Obra y lo que sucedió es que las cosas salieron mal? Muchos resuelven así su “problema de la conciencia”.

 

Es un tema clave: si hubo o no mala intención, no da lo mismo.

 

Y la Obra juega su propio juego aquí, que es no mostrar nunca sus intenciones. O sea, mostrarse ascética, “perfecta”, muda como un ermitaño, pero jamás revelar lo que verdaderamente piensa.

 

Expresa criterios y principios generales, pero nunca habla de sí misma. Parece deshumana, pero en realidad es una forma de blindaje, de ocultamiento del propio pensamiento.

 

Dentro de esas reglas del juego, la Obra establece que “todos los demás” están obligados a expresar todo lo que piensan (sinceridad salvaje).

 

De todos modos, hay algo que es fácil adivinar por ser evidente: ese modo de jugar que tiene la Obra no puede corresponderse con intenciones claras e inocentes. Podremos ignorar las intenciones concretas en muchos casos, pero la intención última no parece ser digna de alabanza, ya que «todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras» (Juan, 3,20-21). Y sigue el Evangelio: «pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» y sabemos que en la Obra abunda la oscuridad y la falta de información.

 

Ese “mutismo” de la Obra causa verdadero desconcierto, más aún cuando hay elementos suficientes para sospechar que ese silencio es una estrategia de impunidad.

 

Paradójicamente, la Obra vive expresando intenciones pero omitiendo las acciones correspondientes: los directores buscan todo el tiempo “hablar” como una forma de expresar “la buena intención” de la Obra, sus buenas disposiciones.

 

La clave está en no pasar nunca a la acción, que las palabras resulten ineficaces y que lo único que permanezca sea “la buena intención”.

 

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En ese juego de las intenciones, el gobierno de la Obra tiene un principio fundamental: nunca transgredir siempre provocar. Que sea el otro el que transgreda, nunca la Obra.

 

Que la Obra siempre quede en el lugar del “nosotros hicimos todo lo posible”.

 

Pero detrás de ese “discurso heroico” conclusivo, que parece que se acaba ahí inesperadamente, hay una continuidad marcada por los casos que se repiten, uno a uno. Y la espontaneidad, entonces, pierde toda inocencia. 

 

No hicieron “todo lo posible”, hicieron lo que “ya estaba planificado” de antes.

 

Descubrir esto produce perplejidad y escándalo. El tema es que no todos lo ven ni lo descubren antes de marcharse. Si conocieran la frialdad que se esconde detrás de las conductas aparentemente “caritativas” y espontáneas de tantos directores, muchas personas cambiarían su actitud hacia la Obra.

 

Si la Obra quiere que alguien se vaya, lo mejor es provocar que esta persona desee irse, o al menos “aconsejarle” que pida la salida “por su bien”. En cualquier caso, “dejarlo morir” siempre es eficaz y pasa desapercibido, porque “nadie le hizo nada” a esa persona (así funciona la omisión).

 

Todo esto, hecho con mucho aire “paternal”. Es una gran actuación, una estrategia planificada mucho tiempo atrás, posiblemente escrita en algún vademécum regional o central, por supuesto en un tono “sobrenatural” también teatralizado, porque la hipocresía debe ser creíble para que sea posible.

 

Lo que jamás va a hacer la Obra es expresar el deseo de que alguien se vaya porque “no interesa más” para la institución. Eso es inexpresable, es tabú. Pero sin embargo es lo que se manifiesta en los hechos, cuando la Obra se desentiende en seguida de todo el asunto, ni bien advierte que “el problema está encauzado” hacia la salida.

 

Y si en un futuro la Obra manifiesta algún interés por el que se fue, es que se trata de eso: “interés”.

 

Pues, finalmente, en la Obra no hay tanto intenciones como intereses, objetivos, metas. Sus “intenciones” son en realidad “intereses”. La Obra, usualmente, no tiene nada personal contra nadie: su modo de actuar es neto utilitarismo.

 

Y esto es algo que no puede disimular, no puede ocultar porque se trasluce en su actuación: el carácter interesado que tiene por patología. La Obra es interesada en todo lo que hace, es una segunda naturaleza, o tal vez mejor, es su naturaleza.

 

La dispensa y la conciencia

 

¿Cuantos han sentido que deberían haber escrito una carta de repudio y no de dispensa? ¿Acaso no fue en muchísimos casos –que hoy se exponen aquí en la web- que la salida de la Obra se debió a los problemas que se detectaron en ella? ¿Por qué entonces habría de ser uno mismo el que pidiera la dispensa? ¿No le correspondería, en todo caso, a la Obra por no haber cumplido su parte del contrato?

No es mi intención fomentar ningún tipo de “revisionismo” sobre las decisiones que cada uno haya tomado en el pasado –cuando la conciencia posiblemente estaba prisionera-, sino ayudar a reflexionar sobre el tema de la dispensa, de aquí en más. Mi intención es cuestionar la legitimidad de la dispensa, no así la actitud interior de solicitarla, si en conciencia se cree imprescindible...

 

La dispensa, en no pocos casos, se pide por miedo a ser objeto de una sanción. También por desconocimiento de los propios derechos. Porque la conciencia se encuentra debilitada y sometida.

 

La dispensa se pide porque en esa situación uno no tiene en claro lo que está sucediendo, intuye y siente que algo no va, pero no tiene los elementos de juicio como para situarse de otra manera frente a esta realidad.

 

La dispensa se pide porque uno sigue creyendo en el catecismo de la Obra, que dice que se va en pecado mortal aquél que no solicita la dispensa al salir de la Obra, lo cual es una grave acusación de la cual uno quiere liberarse. Y para eso está la dispensa. Pero esa acusación forma parte de la “injusticia estructural” de la Obra, que quita derechos y a cambio impone deberes.

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Una digresión: me da la impresión –no soy precisamente un especialista- de que l@s supernumerari@s, numerari@s y agregad@s no están contemplados para nada en el derecho canónico, salvo como «un laico más». Mientras los religiosos tienen su estatuto, los laicos de la Opus Dei no tienen uno propio. Dicho de otra forma, el estatuto de la Obra –su derecho particular- no puede estar por encima del CIC y el CIC no les da ningún estatuto diferente al propio de los laicos (lo cual refuerza la idea de «cooperadores» sin ningún estatuto canónico especial correspondiente a una vocación supuestamente tan particular). 

 

El respaldo canónico que tiene un numerario –en cuanto numerario- es nulo, lo cual no se corresponde con la trascendencia que la Obra le otorga a esa vocación. O mejor al revés: la trascendencia que le da la Obra a la vocación de sus miembros no se corresponde con el lugar que ocupan en el CIC, lo cual da indicios de un posible fraude en ese aspecto (cfr. La Obra como revelación, el apartado “La aprobación jurídica).

 

La situación canónica de los laicos –si dejan la Obra sin dispensa- no está contemplada, sencillamente porque «no existe» tal situación, pues se trata de «un simple contrato» (cfr. el interesante artículo de Ivan).

 

Lo que hay es una «situación moral» y quien está en falta –por debilidad, porque no quiere ser fiel a la vocación que fuere- ha de pedir la dispensa a la institución por razones morales.

 

Pero cuando es la institución la que está en falta, no tiene sentido pedirle a ella la dispensa moral por algo que uno no ha cometido, ni tampoco va a cometer, porque –en una situación de injusticia- irse es un derecho, no una transgresión ni menos una infidelidad.

 

Tampoco es necesaria una «dispensa canónica» que otorgue la institución –como en el caso de los sacerdotes en la Iglesia- porque no existe ninguna circunstancia canónica que la exija.

 

En síntesis, la Obra no tiene ningún derecho a exigir el pedido de dispensa cuando es ella la que está en falta, y no existe además ninguna situación canónica que respalde ese pedido.

 

Fue parte del engaño general, creer que la dispensa era necesaria para abandonar la Obra.

 

Denegarle a la Obra la dispensa que exige, creo que puede ser una forma de retirarle la enorme legitimidad moral que ostenta y en realidad no amerita. Legitimidad que obtuvo, en parte, porque cada uno de nosotros se la concedió en su momento.

 

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Si hubiéramos estado bien asesorados en ese momento de la salida, creo que habríamos hecho cualquier cosa, menos escribir la carta de dispensa, donde es uno el que se echa la culpa de todo (por más que no lo diga explícitamente), donde “es uno el que pide dispensa” y es la Obra quien la concede (está claro en qué sitio se sienta cada parte), una carta donde –salvo excepciones- no se puede dejar asentada ninguna crítica, sino al contrario, generalmente ha de ser elogiosa y de agradecimiento.

 

Eso es humillante para la propia conciencia, es un nuevo sometimiento: la Obra no permite, ni siquiera en el último y más importante acto dentro de la institución, que la conciencia pueda discernir libremente. Coacción para entrar, coacción para salir.

 

Si la consigna es «obedecer o marcharse», y ese es el momento para marcharse, ¿entonces qué sentido tiene obedecer? ¿Si hemos vivido bajo esa amenaza para «estar adentro», ahora que la sentencia será ejecutada, qué sentido tiene seguir sometiendo nuestra conciencia al yugo de la Obra?

 

Sólo se explica por el poder que se atribuye a sí misma la Obra de condenar y poner en juego la salvación eterna de las personas sometidas a su jurisdicción, y por el nivel de sometimiento de estas conciencias, que no pueden discernir.

 

Pudor y secretismo

 

¿Dónde se origina esa resistencia a hablar en público de los temas de la Obra y a hablarlos en voz alta, no susurrando (ej. en medio de un transporte público con mucha gente)? Esto es algo que sucede tanto a los que están en la Obra como a muchos de los que han cortado la relación institucional con ella.

 

El secretismo responde a una actitud de ocultar, de cara a la sociedad, aspectos que serían censurados por ella, o al menos causarían rechazo.

 

Una cosa es no revelar la intimidad: con no hacerlo, es suficiente. Pero otra cosa, es simular ser lo que no se es. Para ello, se necesita una actitud activa permanente. La discreción es una cosa y la hipocresía es otra...

 

La explicación que usualmente se recibía en la Obra sobre este tema, y que uno debía dar, era que se trataba de ser discretos, de cuidar la intimidad, explicación que hoy no es convincente, más bien resulta extraña. En aquél entonces, quedaba clara la respuesta que había que dar y tener en la cabeza. No quedaba claro, en cambio, el origen de ese pudor infundado.

 

Creo que la causa está en lo que se oculta y en que se lo oculta (o sea, hay conciencia de encubrimiento). Quien miente, no puede hablar libremente: tiene que cuidarse de lo que dice para no ser descubierto. O directamente, no tiene que hablar, tiene que mantener en secreto su mentira.

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Como tantas cosas en la Obra, no se explican nunca de dónde vienen sino cómo hay que llevarlas a cabo, es decir, cómo obedecer sin cuestionar nada.

 

Una cosa es no querer hablar en público de la “vida interior” personal, pero otra cosa muy distinta es no querer hablar de la Obra como si se tratara de la intimidad de una persona. Este es el elemento extraño. La Obra es considerada esencialmente intimidad e invisibilidad. Como Dios.

 

En definitiva, la Obra no es propiamente una institución sino una especie de ser trascendente. Por extraño que parezca, para sus miembros la Obra tiene la intimidad atribuida a la persona y por lo tanto debe permanecer lejos de la esfera pública. Pero es aún más que eso.

 

Entre la intimidad de la Obra y la intimidad de sus miembros (de modo particular en el caso de agregad@s y numerari@s) se establece una suerte de relación promiscua, donde los directores tienen derecho a irrumpir en la intimidad ajena, y la otra parte no tiene derecho a resistirse. Es el derecho de los directores a interrogar, algo parecido a un “estado policial” aplicado a las conciencias. Se trata de una falta de libertad muy grave.

 

La actitud de la Obra para con la intimidad de las personas es abusiva, pues sus directores tienen derecho a preguntar todo y a obtener respuesta. La naturalidad con la que invaden la privacidad (o impiden que esta exista) resulta incomprensible para la mirada externa. 

 

El pudor que la Obra exige a sus miembros –en nombre de Dios- justamente sirve para tapar la obscenidad institucional.

 

En este sentido, el discurso al que recurre la Obra para convencer a sus miembros de que entreguen su intimidad es semejante al discurso del violador o abusador, quien ejerciendo, en este caso, una gran autoridad busca convencer a su víctima de que lo que le está proponiendo es algo muy bueno pero que no se puede contar afuera. Y coincide en un punto más: es capaz de amenazar gravemente si la víctima insiste en pedir ayuda externa.

 

«Si el alma en circunstancias particulares necesita una medicación —por decirlo así— más cuidadosa, esto es, si se hace necesario el oportuno y rápido consejo, la dirección espiritual más intensa, no debe buscarla fuera de la Obra. Quien se comportara de otro modo, se apartaría voluntariamente del buen camino e iría hacia el abismo» (del Fundador, Meditaciones III, pág. 373-374)

 

El pudor respecto de la Obra se fundamenta, entonces, sobre una vergüenza y un miedo, ambos totalmente razonables.

 

Hablar de la Obra, entonces, no es algo que tiene que ver con la intimidad sino con la obscenidad. 

 

La intimidad es razonable y aceptable, la obscenidad es inexpresable e injustificable. Da vergüenza explicar en público que en la Obra no existe el derecho a la intimidad que sí existe en el mundo exterior. Da vergüenza explicar en público que la Obra llama a esta obscenidad «derecho a la intimidad».

 

Esa contradicción es fuente de vergüenza.

 

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La Prelatura ha sido tal vez la primera elaboración institucional de una imagen pública “no pudorosa” de la Obra, que se puede nombrar con orgullo sin problemas de pudor. Es que la Prelatura no es la Obra: la prelatura es una identificación institucional, un pasaporte otorgado por la Iglesia (Cfr. el artículo de Brian sobre las citas del Prelado a documentos internos de la Obra que no se han hecho públicos por la Prelatura).

 

La Obra, en cambio, es lo íntimo no revelable a los extraños, es una relación no-institucional, de dominación sobre la propia intimidad, que trasciende lo jurídico (ej., caso de los aspirantes) y tiende a identificarse con la intimidad de Dios que invade el alma, sin necesidad de pedir permiso y con todos los derechos de posesión: es avasallante.

 

Por eso la Obra pertenece al ámbito de la conciencia, pues allí establece su dominio y ocupación de territorio. Salir de la Obra implica una lucha contra la invasión y tomar nuevamente posesión de un terreno que era fértil en Fe y fue arrasado por el escándalo. No es nada fácil.

 

En este sentido, es lógico que los testimonios de Opuslibros tiendan a ser anónimos: ese anonimato lo aprendimos precisamente en la Obra, y bien podría ser un resabio del «pudor» que se nos impuso practicar.

 

Por supuesto, también hay otras razones, más importantes y sumamente respetables, como la de preservar la intimidad recuperada de todo posible abuso por parte de la Obra, lo cual pienso que es, no ya un simple derecho sino un privilegio merecido, a ejercer durante el tiempo que se considere necesario.

 

El tema de fondo no es precisamente que el mundo no sepa quien soy –pues mi entorno me conoce y sabe lo que pienso de la Obra- sino que la Obra no se acerque nunca más a mi intimidad, y en ese sentido tengo mucho derecho a mantener a la Obra en la ignorancia. Es ella, ahora, la que no tiene ningún derecho a saber nada de mí y yo sí todo acerca de lo que ella me ha ocultado.

 

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La estrategia de la Obra para mantener su dominio se basaba en que, como se trataba de un asunto de conciencia, las personas no debían nunca hablar con extraños de este tema, menos aún aquellos que habían dejado la institución, pues todavía permanecían, supuestamente, sometidos al ámbito de lo que obliga en conciencia y no debía ser hecho público bajo pena de poner en riesgo la propia salvación eterna. La Obra imponía sigilo.

 

Es importante, en este sentido, sacar a la Obra del ámbito de la propia intimidad y llevarlo al de la esfera pública, hablarlo con libertad y en voz alta, pues es la mejor manera de liberar la propia conciencia de la invasión llevada a cabo por la Obra en nombre de Dios

 

Los directores, en cambio, jamás irán a la esfera pública porque saben que allí pierden todo su dominio, que reside sólo a nivel de la intimidad de las conciencias. Sólo allí pueden, por ejemplo, amenazar con el infierno y los abismos.

 

Si las conciencias no se les someten, entonces ya no tienen poder. Es en la oscuridad, no en la luz, de donde la Obra y sus directores obtienen la capacidad de intimidar. Si se los enfrenta a la luz con firmeza, retroceden, pues no tienen ningún poder real sobre las conciencias, es puramente ficticio.

 

Opuslibros es para muchos la primera oportunidad de liberarse a nivel de conciencia y llevar el problema al ámbito de lo público. La experiencia colectiva que supone Opuslibros implica el quiebre (al menos parcial, si no total) de ese vínculo invisible, ese pacto esclavizante, entre la conciencia y la Obra.

 

De todos modos, creo que aún queda mucho ámbito público por ganar, incorporando ese pasado personal a todo el resto de nuestro presente, como un elemento más, y eliminando así el pudor de la Obra en todos los ámbitos de nuestra vida.

 

Sinceridad y obscenidad

Podría decirse que en la Obra hay dos mandamientos fundamentalmente: el primero es obedecerás a tu director como a Dios mismo y el segundo es semejante al primero, serás sincero con tu director contándole todo, absolutamente todo. La sinceridad forma parte del mandato de obediencia, no tiene que ver con la dirección espiritual sino con el gobierno.

 

Es interesante el contraste marcado que supone el pudor (hacia fuera) y la obscenidad (hacia adentro), el impedir que la Obra se vuelva traslúcida para la mirada externa y, al mismo tiempo, facilitar la propia intimidad para que esté expuesta a la mirada de los directores. Es un comportamiento paradójico, y tal vez patológico. No es extraño que dé vergüenza estar parado en ese lugar.

 

En la formación de la conciencia de pudor debida a las cosas de la Obra, los directores tiene una herramienta fundamental para –como decía el fundador- forjar a las almas: la virtud de la sinceridad junto a la de la docilidad, entendidas como instrumentos más que como virtudes. Ese pudor es consecuencia lógica de la “sinceridad salvaje” que exige la Obra.

 

Curiosamente, en el caso de la Obra la conciencia de pudor se obtiene a través de la obscenidad: lo que se denomina pudor (sobre la Obra) es en realidad la resistencia a hablar de lo obsceno que es la Obra, dicho de otra forma, da vergüenza decir abiertamente que la Obra implica una intimidad sin intimidad, una entrega de todos los derechos y un estado de deber permanente. El pudor, en este caso, es una forma de encubrimiento. No se origina en el respeto sino en la vergüenza que da lo que se enmascara bajo la idea de pudor.

 

Es en el nombre de esas dos virtudes (sinceridad y docilidad) que la Obra exige el desnudamiento personal frente a los directores, quienes sin embargo permanecen siempre cubiertos. Sospechosa desigualdad, que hace pensar que la sinceridad que la Obra exige es obscena, porque es una invasión que no deja espacio para la propia intimidad.

 

Guardar para sí cierto espacio de privacidad o intimidad era visto como un pacto con el diablo, así de simple:

 

«El día que tuvierais un rincón de vuestra alma, una cosa que no sabe el que lleva vuestra Confidencia, tendríais un secreto con el diablo. Sería triste que, para servir a Dios, tuvierais una vergüenza que no tienen los demás para ofenderle» (del Fundador, Meditaciones IV, pág. 595).

 

Es decir, quien lleva la charla o dirección espiritual debe saberlo todo y, por otra parte, entregar la intimidad no debe dar ninguna vergüenza.

 

No hablar, no decirlo todo, era sinónimo de estar poseído por el demonio mudo, implicaba echarlo todo a perder, así de tajante:

 

«Si nos preocupa algo, lo contamos, estando prevenidos contra el demonio mudo. Contadlo todo, lo pequeño y lo grande (…) porque el que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo» (del Fundador, Meditaciones I, pág. 648).

 

«Hay que hablar con confianza plena. Si no habláis, se acabó todo: es el principio del fin» (del Fundador, Meditaciones II, pág. 172).

 

Ciertamente todas estas citas podrían contextualizarse con una explicación ascética adecuada que les quitara toda carga negativa. Pero el mejor contexto son las personas que fueron testigos de cómo se aplicaron esas palabras en la práctica. Opuslibros está lleno de estos testimonios.

 

El talento de hablar (nombre de una famosa meditación) implicaba la entrega de la intimidad, la entrega de la capacidad de juicio, y la confianza absoluta en los directores. Nuevamente, conservar una mínima privacidad era signo de infidelidad y un peligro para la propia salvación:

 

«¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! (…) que no tenga en más aprecio mi propio criterio —que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia— que el juicio de los Directores» (del Fundador, Meditaciones III, pág. 225).

 

La entrega de la intimidad esclaviza y humilla mientras que la virtud de la sinceridad fortalece el alma: ayuda a conocerse mejor y no a desconfiar cada vez más de uno mismo.

 

El perdón y la ira

 

Dicen que alguien le preguntó a Mandela cómo pudo perdonar a las personas que lo mantuvieron preso durante 27 años, y el respondió que si no hubiera perdonado, seguiría (interiormente) preso aún.

 

Creo que el perdón, así como un duelo, es una etapa de crecimiento, en la cual se dejan cosas atrás. Una etapa que se pasa y no se vuelve a repetir. Crecimiento implica una forma de superación de obstáculos. Si se los encuentra nuevamente ya no son obstáculos, se los salta fácilmente. Eso es crecimiento, un aprendizaje.

 

Contrariamente, chocarse de continuo con los mismos obstáculos puede ser una forma de atrofiamiento. A veces en la búsqueda de la repetición está el problema del estancamiento. Se pone la atención en el obstáculo y no en la propia capacidad de superarlo. Esa búsqueda de repetición tiene que ver con la propia frustración que, entonces, plantea una pelea “contra” el obstáculo (por eso lo sigue a todas partes “repetitivamente”) y se olvida de que –para resolver la frustración- el obstáculo hay que superarlo, no perseguirlo...

 

Freud decía que recordar es la única forma de olvidar: o sea, hacer consciente las causas de la repetición permiten no volver a repetir (inconscientemente) el mismo error. Creo que Opuslibros es un intento de recordar para que no se repita más lo que podríamos llamar “la experiencia Opus Dei”. Pues lo que se constata, una y otra vez, es la misma experiencia pasada que se vuelve a repetir. Contrariamente al olvido que practica y a la vez reclama la Obra a las personas que pasaron por ella, olvidar es un acto de irresponsabilidad y contribuye a que el error se perpetúe de manera indefinida.

 

Perdonar puede parece uno de esos obstáculos imposibles. Pero todo depende de qué se entienda por perdonar.

 

***

Una breve digresión, aunque tal vez no tan breve. Hay ciertas afirmaciones de Escrivá que, me parece, revelan aspectos fundamentales de su personalidad. Una de ellas es la siguiente: «yo no he necesitado aprender a perdonar, porque Dios me ha enseñado a querer» (Meditaciones II, pág. 154). Parece una afirmación candorosa y a la vez llena de grandiosidad. Pero tiene un aire de arrogancia que me resulta preocupante.

 

Daría para reflexionar durante horas. Se trata de una extrapolación extraordinaria: en Dios se puede identificar el Amor con el perdón, pero no así en los hombres.

 

Escrivá no plantea un programa de vida o de un ideal: está hablando de sí mismo, de una realidad, hoy y ahora. Es como si hubiera dicho: «no necesité ser humano porque Dios me hizo divino».

 

Como modelo a seguir y a la vez como meta inalcanzable (todo lo contrario a la santidad en lo ordinario), como ejemplo de superioridad, que está por encima del resto de los mortales sometidos a las consecuencias del pecado original.

 

¿Cómo puede ser que alguien se sienta tan perfecto que no necesite perdonar?

 

Es el retrato de un superhombre. Afirmación aquélla que se conjuga con otra suya, anteriormente citada: «yo quiero lo que quiere Dios». Es la divinización de su persona. No sólo la Obra “viene” de Dios, la persona de Escrivá reclama para sí un estatuto muy semejante: discípulo de Dios.

 

Nada más ni nada menos que Dios le ha enseñado a querer. Y no lo dice en un sentido ingenuo, sino muy en serio: así lo da a creer a sus hijos. Por lo cual, confirma nuevamente –desde otro ángulo- que su querer viene de Dios. Su voluntad pareciera estar divinamente garantizada.

 

No es difícil deducir de sus palabras, que Escrivá se arrogaba la virtud de no haber odiado a nadie nunca. Es lo que se dice, impecable (no parece ser éste el testimonio que dan otros de él, como Carmen Tapia y tantos más hablando de “las broncas” del fundador).

 

 

Podría haber existido esa persona, pero el hecho de haber formulado en voz alta –o por escrito- esa convicción, le quita toda probabilidad. Su exhibicionismo le quita a la virtud la modestia necesaria.

 

 

Si Escrivá no necesitaba perdonar, luego tampoco necesitaba ser perdonado. Estremecedor.

 

 De la misma manera podría decirse que nunca perdonó ni pidió perdón por nada, pues se situaba a sí mismo más cerca de Dios que de los hombres. Es cierto que ha pedido perdón muchas veces según los relatos de sus hagiógrafos, pero a la luz del autorretrato de sus palabras, esos pedidos de perdón podrían interpretarse como antropomorfismos.

 

Es entonces que aquél eslogan del fundador revela una realidad mucho más profunda: «el Padre es un santo», como se repetía continuamente en la Obra, acerca de su persona.

 

Si su amor era tan grande que no había cabida para el odio en su corazón –por eso no habría tenido necesidad de aprender a perdonar-, entonces también es lógico pensar que su amor era tan grande que no había cabida para el pecado y por lo tanto no necesitaba de perdón (dejo de lado sus propios clamores públicos de gran pecador, porque creo que con ellos lograba justamente el efecto contrario, su glorificación pública -o tal vez fuera ese el efecto buscado).

 

Si esas palabras del fundador, citadas más arriba, fueran el testimonio de un testigo, podrían entenderse como la alabanza de un admirador. Pero proviniendo de sí mismo, es difícil no ver en ellas una expresión de enorme vanidad y presunción.

 

«Yo no he necesitado aprender a perdonar, porque Dios me ha enseñado a querer». Escrivá no está hablando del perdón sino de su impecabilidad. Es increíble.

 

¿A qué viene toda esta crítica? A que esa imagen de un Escrivá todopoderoso es la que no pocos interiorizamos y ahora es necesario exteriorizar y expulsar de la propia conciencia, al menos por motivos puramente terapéuticos. Es necesario “des-divinizarlo”.

 

Además, se trata de un paradigma. Ese es “el modelo de perdón” que muchos aprendimos en nuestro paso por la Obra y es importante hacerlo consciente. El perdón basado en la arrogancia. 

 

“Tú que te has ido de la Obra y odias, tienes que aprender a perdonar. Yo que estoy en la Obra y Dios me ha enseñado a querer, no necesito perdonar”, podría concluirse.

 

Este no puede ser un modelo a imitar. Y es importante tomar consciencia de ello, para no repetirlo.

 

***

La idea de perdón tiene un nexo peligroso y equivocado con la idea de impunidad. De hecho, he visto cómo los mismos victimarios exhortaban a sus víctimas a «aprender a perdonar» (de manera genérica, sin dar nombres), como una forma de obtener impunidad gracias a sus mismas víctimas (una perversión doble).

 

Pero el perdón es otra cosa, al menos desde el ángulo que lo miro. El perdón, en primer lugar, es conveniente para uno mismo y no tiene nada que ver con el afuera. No es un beneficio para el criminal ni una exigencia que pueda demandar.

 

Es perdón es la superación del daño que el victimario ha llevado a cabo en nosotros. No es una dispensa de castigo. Es el resultado de un proceso de sanación. El perdón no tiene que ver con algo que «debemos» dar a otro sino con algo que necesitamos para nosotros.

 

Ciertamente existe un «perdón público» que permite pacificar a dos partes que han estado en conflicto manifiestamente. Cuando alguien expresa su arrepentimiento, hay una cierta obligación importante de otorgar el perdón. Podríamos decir que la velocidad con que se otorga el perdón es directamente proporcional a la profundidad del arrepentimiento que manifiesta el culpable.

 

Aún así, cuando las personas de la Obra dicen «ustedes tienen que perdonar», lo que están diciendo es «ustedes tienen que dejar de odiar». Por eso el fundador decía «no he necesitado perdonar». Es una expresión más de la soberbia corporativa.

 

Esta postura le otorga un doble beneficio a la Obra: omitir la culpa, el arrepentimiento propio, y pasar a la acusación, poner a la víctima en el lugar del trasgresor. Es una hábil manipulación de las circunstancias, dando vuelta el tablero y situándose la Obra en el lugar de la exigencia.

 

Algo parecido sucede cuando la Obra dice «ustedes tienen que ser agradecidos», como si todos los beneficios que se puedan haber recibido de la Obra hubieran sido gratis. Se ha pagado un precio por ellos, y muy alto: entregarle toda la vida a la Obra, entregarle la conciencia personal, poner a nombre de la Obra la propia vida, permitiéndole a esa institución ser dueña de nuestra alma. Y permanentemente se está en deuda con la Obra, porque siempre hay más para dar, para «entregar». De aquí el sentimiento de culpa, tanto por lo recibido –que “es más valioso” que lo que se da a cambio- como por lo no entregado. La Obra pone constantemente el acento en el «tú no vales nada», por el contraposición al «valor supremo» de la institución. Una verdadera esclavitud mental y moral.

 

A ese precio, cualquier beneficio es siempre «un mal negocio», y sobre todo, una estafa.

***

 

Pero ese perdón público no me parece importante ahora. De hecho muchas veces es falso y con fines «diplomáticos». Otras veces es realmente necesario, pero sus resultados dependen de la existencia del perdón «privado» y del arrepentimiento público.

 

No creo tampoco que para perseguir la justicia haya que moverse por el odio o al menos por un sentimiento de reacción desproporcionado.

 

Se puede perdonar y enviar a la cárcel a quienes han cometido el delito. No hay ninguna hipocresía o doble estándar en esto. 

 

Es necesario separar la justicia de la sanación interior, aunque suponga una cierta dificultad al inicio.

 

¿Qué sucede si la injusticia permanece? Justamente por eso es importante independizar un proceso del otro: la sanación y la justicia.

 

En muchos casos la justicia no llegará nunca. Y no por ello hay que «castigarse» a uno mismo en ausencia del castigo del otro. No tiene sentido detener el proceso de sanación hasta que haya justicia. En muchos casos no la habrá nunca. Esta es una verdad que hay que saber desde temprano, para no perder indefinidamente la esperanza y para poner las expectativas en la propia recuperación personal.

 

Esto no supone un renunciamiento. Supone conocer los propios límites y los límites del entorno.

 

Pienso que sería un error creer que aquél que perdona termina declinando todo reclamo por lo que es justo.

 

Creo que la justicia siempre llega. El tema es si estaremos nosotros en ese momento para verla. 

 

***

Hay un primer momento de rabia, de ira, de furia, de odio. Que puede durar un tiempo, largo o corto. El tema es que ese tiempo ha de pasar. Para nuestro bien.

 

Quien siembra el odio y la destrucción, desea su desarrollo y expansión. Perdonar no es desistir: al contrario, es ganarle la batalla al odio, desactivando su efecto sobre uno mismo.

 

Ciertamente la Obra se vale del perdón ajeno como un modo de lavar su pasado y «olvidar» todo lo sucedido. La Obra «exhorta» a perdonar y lo hace desde un lugar de inocencia que no posee.

 

Nunca está claro quiénes cometieron lo que «hay que» perdonar, pero siempre queda claro que la víctima tiene «el deber» de perdonar, o sea, de olvidarlo todo. Se pone el acento en el odio de la víctima y se deja de lado las causas que lo provocaron.

 

La Obra usa el perdón como una forma de extorsión más –quien no perdone cargará con su pecado-, y es lógico que la sola idea de perdonar cause profundo rechazo entre quienes son víctimas de esa institución. Como si el deber estuviera del lado de quien «debe perdonar» y el derecho del lado de quien «exhorta» a perdonar.

 

Bien, este perdón no sirve. Este perdón es complicidad. 

 

El perdón no es un deber, es un beneficio. Pedir perdón probablemente sea un deber, pero de eso la Obra no habla nada (es gracioso que hable de «hay que perdonar» en general sin referirse a un sujeto en particular, porque ese sujeto es la Obra y no está dispuesta a pedir perdón y menos cree tener el deber de hacerlo).

 

Ya sufrimos el abuso durante un tiempo largo, por lo cual estamos experimentados como para no dejarnos «usar» una vez más.

 

El perdón que necesitamos no es el perdón que necesita la Obra para seguir gozando de privilegios e inmunidad.

 

El perdón que necesitamos está muy lejos de eso. Está tan lejos que a la Obra no le servirá jamás ese perdón y por eso no intentará apropiárselo. Ella busca «provocar» otro tipo de perdón.

 

El perdón que busca la Obra es el que produce amnesia, niega el pasado, le permite reincidir en las mismas prácticas.

 

El perdón que busca la Obra es el que no la obliga a rectificar ni admitir error alguno.

 

El perdón que busca la Obra es aquél que no la compromete de cara al futuro sino que le permite «cerrar» el  pasado para que nadie pueda acceder a él. El perdón que busca la Obra es aquél que selle herméticamente lo que no quisiera que se supiera.

 

Y para ello promueve «pactos personales», de modo tal que cada protagonista olvide lo que sabe y no lo cuente a nadie. Ese perdón, la Obra lo promueve como una forma de «redención personal», como si el tema de fondo se tratara del odio de la persona y no del encubrimiento de la institución.

 

Por eso es importante diferenciar: la búsqueda de la verdad y el proceso de sanación interior. Para superar el odio no hay que renunciar a la verdad, al contrario.

 

El perdón que necesitamos no mira hacia la Obra, ni siquiera la modifica en nada.

 

El perdón que necesitamos es una reconciliación interior que acuerde en expulsar definitivamente el odio provocado por el victimario, quien despertó en nosotros una respuesta de odio.

 

Se trata de echar el cuerpo extraño que –de otra manera- permanece en nosotros y nos destruye. No tiene que ver con la Obra. Tiene que ver con nuestra paz interior. Es no permitirle al otro que su poder destructor siga haciendo efecto en nosotros.

 

***

Pero antes de perdonar, es importante pasar por la etapa de la furia: sin esa etapa, el perdón probablemente será ficticio o superficial.

 

Para lo irremediable se necesita tiempo. Tiempo para poder asimilar que es algo irreversible.

 

Es necesario permitirse expresar la indignación, la aversión, la repugnancia, el profundo enojo y la ira que provoca la Obra con el daño que lleva a cabo, sin importarle nada ni nadie. Por eso creo profundamente en los escritos que manifiestan esa indignación y la hacen pública.

 

Creo que es muy necesario expresar una ira proporcional al daño sufrido. Es un testimonio de lo que sea ha padecido. De lo contrario, o bien no se ha sufrido tanto, o bien no se ha tomado en serio el daño sufrido (de hecho la Obra alienta a que no se tomen en serio los daños sufridos).

 

El odio es algo distinto: es desear el mal. Es un paso siguiente a la ira y no necesariamente inevitable. Uno puede –si reflexiona antes de reaccionar- elegir no odiar, o sea, no desear o causar un daño a quien tanto mal ha hecho. Una cosa es hacerle pagar por el daño, lo cual es justo y es un derecho, pero otra cosa es desearle el mal.

 

Detenerse en la etapa de la ira es lo más dignificante. El odio quita legitimidad y además nos convierte en aquello mismo que nos provocó la reacción de ira.

 

La Ira nos dignifica –es una reacción de la propia dignidad- y al mismo tiempo señala la perversión de la Obra sin confusión.

 

En cambio, el odio contamina la dignidad de la ira y le quita toda la legitimidad que tenía.

 

Quienes acusan a Opuslibros de odiar quieren justamente descalificar y desautorizar la ira a la que tenemos total derecho. Esa acusación –en la medida en que la ira no se transforme en odio- es una mentira más y una forma de seguir ocultando las inmoralidades de esa institución de la que nuestra ira da testimonio.

 

Sin duda, indignarse sin desbordarse hacia el odio no es fácil. Las emociones fuertes no son fáciles de controlar. Por eso, poner por escrito la propia indignación ayuda a exponer con mayor precisión los delitos cometidos –como la mentira y el fraude- por una institución que se presenta a sí misma como baluarte de la moral y la religión.

 

Motivación institucional y exigencia personal

 

Una alta motivación permite llevar a cabo grandes sacrificios, que de otra manera difícilmente se harían.

 

En la Obra, esa motivación está dada por el gran caudal de meditaciones, charlas, lecturas, etc., medios de formación destinado a impulsar la ilusión, ideales de cambio y conversión. Entre esas motivaciones está la idea de éxito, muy utilizada en la Obra.

 

Una alta (inversión en) motivación es necesaria, si los directores desean obtener grandes beneficios de los sacrificios que realizan las personas altamente motivadas. Esa es la razón de tanto medio de formación inculcado a presión, a semejanza de los modernos sistemas compulsivos que tienen las granjas para alimentar a las aves domésticas y así aumentar la productividad...

 

Esta es una de las características más extrañas de los llamados medios de formación: su carácter compulsivo, que pasa por encima de las necesidades personales. No importa si hay hambre, lo importante es ingerir. En nombre del ex opere operato absoluto se deja de lado el ex opere operantis. En realidad, es en nombre del éxito y la productividad institucionales.

 

Pero a diferencia de los animales de granja, los seres humanos tienen expectativas, se proyectan en el tiempo. Tienen conciencia, gracias a la cual pueden ver más allá de la compulsión.

 

Toda motivación genera expectativas y si no se llega a satisfacerlas, surge el efecto contrario: la desilusión. Y ésta a su vez traer consigo la caída de la exigencia, la reducción de los sacrificios. Y los sacrificios son el medio para colmar las expectativas contenidas en la motivación. 

 

El problema es que el fruto de los sacrificios es utilizado para colmar las expectativas de los directores y sus objetivos proselitistas –este es el punto de inflexión-. Por eso solamente siendo corporativo se puede colmar las expectativas personales. Es decir, alienando la propia persona.

 

En la Obra, al inicio del camino hay una gran motivación, con una enorme carga de expectativas. La motivación la mantienen los directores a base de “esfuerzos de entusiasmo”. Pero luego las expectativas decantan en metas inalcanzables, cada vez más lejanas, y se comienza a sospechar seriamente si en realidad alguna vez fue intención de la Obra colmarlas.

 

Gran parte del engaño de la Obra reside aquí: motivar generando expectativas institucionales falsas, para obtener el fruto de los sacrificios personales.

 

Cuando decaen las expectativas, la exigencia sólo se mantiene por la presión (la motivación misma ya no es un impulso sino una imposición: el deseo es reemplazado por el deber). Se pierde la inocencia y comienza la trampa: los sacrificios pierden sentido y lo que se busca es cómo escapar de ellos. La labor de los directores, entonces, se reduce a presionar, controlar y amenazar. La motivación sigue y alguna expectativa genera (pero ahora es distinta: se desea que la Obra se reforme, no siga sino que vuelva al punto de partida). El cilicio se deja de usar, la “mortificación por el Padre” se hace más blanda o directamente desaparece (como curiosidad estadística, sería interesante saber cuántos meses o años antes de anular el contrato con la Obra, qué porcentaje deja de usar las mortificaciones corporales: difícilmente se pueda tratar de una epidemia de “aburguesamiento” o “tibieza”, razones a las que seguramente la Obra acudiría).

 

Cuando ya no hay ni siquiera expectativas de algún tipo de cambio a futuro, al menos a mediano plazo, surge la desilusión total y la idea de anular el contrato con la Obra es casi automática. Me lo comentaba un numerario hace unos días: piensa dejar la Obra porque no desea envejecer en ella, no ve ningún futuro dentro de esa institución.

 

De lo contrario, con gran probabilidad aparece el cinismo y la comodidad: resulta más conveniente quedarse a vegetar que irse a comenzar una nueva vida.

 

La conciencia del fundador

 

Si bien es cierto que nadie puede conocer la conciencia de otra persona, se puede tener un conocimiento aproximado estudiando su pensamiento y sus expresiones.

 

La figura de Escrivá surge en la misma época de los totalitarismos del siglo XX, lo cual no parece una simple coincidencia.

 

Recientemente Benedicto XVI decía que «la absolutización de lo que es relativo se llama totalitarismo» (JMJ, agosto de 2005). Y el análisis de A. Ruiz Retegui advierte sobre la absolutización de lo institucional en la Obra...

 

No he leído el libro de Corbière y desconozco en qué sentido preciso llama a la Obra “El totalitarismo católico”, pero el título es muy sugerente.

 

El carácter totalitario o “total” de la Obra, se manifiesta en una organización centrada en la figura idolatrada de su líder carismático, un “gran arquitecto” que ha diseñado todos los aspectos de la Obra, hasta sus mínimos detalles. Por eso, desligar su responsabilidad de todo el daño que ha causado la Obra es prácticamente imposible.

 

El totalitarismo es entendido genéricamente como una forma de gobierno que no permite la libertad y que busca subordinar todos los aspectos de la vida de los individuos a los controles del Estado. Los medios que usa para este fin son la coacción y represión.

 

La Obra funciona de esta manera, con sus matices.

 

Vivir bajo un régimen en el cual uno tiene que dar cuenta de todo porque no se es dueño de nada (ni de su conciencia), ese es un régimen totalitario, ese es un régimen alienante.

 

Otra de las características del totalitarismo es que ese tipo de régimen se deshace de las personas que no le sirven, que no le son útiles (cámaras de gas, tirarlas al mar, etc., este último caso tristemente semejante a la metáfora de Escrivá: caerás entre las olas del mar, irás a la muerte advierte a quienes no quieran someterse al orden impuesto).

 

La Obra hace lo mismo, elimina a las personas que ya no le interesan o pueden ser una amenaza por cómo piensan: lo hace sin espectacularidad, con grandes sutilezas. Pero lo hace.

 

Totalitarismo no implica necesariamente guerras armadas y muertes sangrientas. En el caso de la Obra, el totalitarismo que ejerce lo aplica al ámbito de la conciencia de las personas y allí no hay espectacularidad: todo sucede en medio de un gran silencio, una gran «paz».

 

Lo que en la Obra se llama «Unidad» no es otra cosa que «cosificación», masificación, ausencia de pluralidad y libertad.

 

El culto a la personalidad de Escrivá como supremo líder, es otro rasgo notable. La falta de una historia crítica desde dentro de la misma organización, es una tercera nota destacable de su totalitarismo.

 

Me parecen ilustrativos unos párrafos del libro de Isabel Armas "Ser mujer en el Opus Dei":

 

«Tengo aquí delante (con el fin de transcribirte los que me parece son los párrafos claves), la carta de dimisión que una numeraria pionera envió al Padre en los comienzos de los años setenta y después de 30 años de militancia:

 

»"Me siento parte de un sistema totalitario agobiante, en donde no es admitida la más pequeña objeción. El único camino es la aptitud de la aceptación total de las enseñanzas de la Obra y la docilidad más completa hasta en las cuestiones más intrascendentes. Me siento presionada con imposiciones ideológicas en temas triviales y sin ninguna importancia para mi vida interior. Y he sentido agobiada mi alma ante una dirección espiritual que no acepta la sinceridad de mis sentimientos: el desahogo espontáneo se considera murmuración; el pluralismo natural, falta de unidad; la palabra "grave" se usa para pequeños motivos, motivos que siempre son grandes cuando se refieren a la Obra, que dicen que es sagrada, férrea e intocable."

 

»"Nunca entendí y siempre me desagradó el fanatismo sectario con que obligan a amar a la Obra y a su persona [se refiere a monseñor Escrivá, a quien dirige su carta]. No es que ese fanatismo se tolere; es que se fomenta en charlas, meditaciones, tertulias, etcétera. Se habla de la Obra hasta la exaltación; ella es el remedio para todos los males, la solución a todos los problemas, la milagrosa farmacopea para curar todo tipo de enfermedades."

 

»"No comprendo la actitud que colectivamente se toma ante la Iglesia; por ejemplo, ante la renovación litúrgica, con críticas despectivas a toda nueva norma. En la Obra hemos llegado a practicar una liturgia propia, difícil de conjugar con el término tan manido de que "somos cristianos corrientes". Las críticas a la Iglesia y el Papa son constantes -yo lo he vivido en Roma con gran escándalo de mi parte-; se anatematizan formas apostólicas que la Iglesia orienta y aprueba y en todos los casos hay una falta de colaboración con esta Iglesia que es la mía, y algunas veces he dudado de que siendo del Opus Dei perteneciera a Ella."»

 

Impresiona este testimonio, de una persona que estuvo treinta años en la Obra, desde la primera época.

 

***

 

Creo que será muy necesario en algún momento disponer de todos los textos del fundador de la Obra para un análisis integral de su pensamiento (más aún si es deseo de la Obra nombrarlo Doctor de la Iglesia), pues por las pocas muestras de las que disponemos, gracias a los tomos de “Meditaciones”, se descubren no sólo importantes contradicciones sino también la particular personalidad de quien escribe.

 

Se trata de un pensamiento que parece haber nacido espontáneo pero que terminó conformando un sistema, dentro del cual se encuentran muchas incoherencias. Por eso se necesita un estudio analítico.

 

No se trata de contradicciones teóricas más o menos argumentables o debidas al cambio de contexto histórico: más bien esos textos hablan de una personalidad contradictoria, lo cual es más preocupante, pues es su pensamiento el que forma (o deforma) la conciencia a miles de personas dentro de la institución por él fundada.

 

El uso de un lenguaje ambiguo y contradictorio permite manipular las conciencias y confundirlas, para que lleguen a aceptar cosas que, dichas abiertamente, no aceptarían (tomemos el caso donde se denomina “curanderos” a los sacerdotes diocesanos, de manera subliminal, como es de esperar). La contradicción permite evocar un pluralismo ficticio al acoger dentro de sí todas las posibilidades, tanto el «somos libérrimos» como el «has de someterte hasta el anonadamiento». Pero de la confusión la Obra siempre obtiene lo que busca: que el sometimiento se imponga a la libertad y que «el pluralismo» quede sin efecto.

 

Hay toda un área de la realidad que, dentro de la Obra, se vuelve impensable, porque el lenguaje interno lo impide: se vuelve impensable criticar al Padre porque en el lenguaje de la Obra es una especie de enviado de Dios; se vuelve impensable irse fácilmente de la Obra porque «se sabe» que fuera de la Obra está la muerte y que vivir sin la Obra resulta impensable, debe rechazarse tal pensamiento; resulta impensable creer que en la Obra haya errores o menos maldades, pues el lenguaje de la Obra da a entender que la Opus Dei es producto de una revelación divina, aunque la Iglesia no haya dicho nada solemne al respecto.  Y así tantas cosas que el lenguaje de la Obra vuelve impensables, es decir rechazables.

 

La reducción de opciones es otra forma de evitar el pensamiento libre: o blanco o negro, no hay más posibilidades. El de la Obra es un universo muy simple: conmigo o contra mí.

 

***

 

Es paradójico, pero quien criticaba tanto el egoísmo hacía girar toda la atención de la Obra en torno a su persona, a tal punto que habría que preguntarse si no tenía él una personalidad narcisista.

 

Sinceramente reconozco que su escritura tiene momentos muy logrados y de un gran idealismo y fervor, que contagian. Del mismo modo, en otros se nota una gran dosis de tiranía, manipulación y manifestaciones contrarias a la verdad. Lo cual lleva a preguntarse hasta qué punto no hay dolo en ese modo de proceder. ¿La estafa que para muchos supuso la Obra, es producto de la locura o de la premeditación? El estudio sistemático podría darnos indicios importantes.

 

No se pueden disociar estos dos aspectos del discurso del fundador, como si se refirieran a dos personas diferentes. Además, esta dualidad es una característica de los miembros más identificados con la Obra y su fundador, quienes imitan ese comportamiento.

 

PARTE III: conclusiones

 

La aprobación de la Iglesia

 

¿Puede haber sido la Iglesia víctima del mismo engaño que sufrimos tantos de nosotros? Sería muy tranquilizador, porque sorprende la adhesión incondicional que la Iglesia le ha prestado a la Obra hasta ahora y la poca o nula atención que le ha prestado a los cuestionamientos provenientes de quienes se han desvinculado de la prelatura.

 

Hay que reconocer que no pocas personas le hemos dado una gran aprobación a la Obra durante mucho tiempo y que eso mismo podría sucederle a otros (cfr. Satur, su relato sobre la visita de Ratzinger a Cavabianca: más allá de la rigurosidad de la narración, el hecho es que Ratzinger quedó muy bien impactado).

 

Pero el caso de la Iglesia, su jerarquía, es muy distinto, porque a ella le toca la función de juzgar las doctrinas y los ejemplos. Maneja mucha más información y tiene la grave obligación de no dar su aprobación a aquello que no lo merece...

 

Haber canonizado a Escrivá es un verdadero problema para muchas conciencias, un verdadero trauma, y en no pocos casos, causa de escándalo y apartamiento de la Iglesia. No es una simple discrepancia de ideas: hay de por medio grandes sufrimientos e injusticias que no deben ser ignorados.

 

Contrastan profundamente con muchos testimonios de Opuslibros, las afirmaciones del Prefecto para la Congregación de la Causa de los Santos, cardenal José Saraiva Martins, realizadas en una entrevista en 2002, al referirse a las características personales de Escrivá:

 

«Quisiera subrayar (…) su gran amplitud de mente y de corazón que lo llevaba (…) a tutelar la inviolable libertad de cada uno. Pero el nuevo santo fue también un “gran promotor de la unidad eclesial”. El demostró con el ejemplo que la diversidad de carismas no significa oposición, que las diferencias no deben generar contrastes, que en la vida de la Iglesia todo es patrimonio de todos.»

 

Por lo cual las preguntas surgen inmediatamente: ¿estamos hablando de la misma persona declarada santa? ¿Cómo puede haber tanta discrepancia entre quienes lo padecieron y quienes lo santificaron

 

Más que terminar con la controversia, las palabras oficiales de la Iglesia perturban aún más, especialmente porque se parecen más a un encubrimiento que a un esclarecimiento.

 

La gravedad del asunto reside en lo que este mismo cardenal decía al comienzo de la entrevista, sobre la función de canonizar:

 

«Se trata de poner en el “candelabro” esos modelos de santidad cristiana y proponerlos como ejemplo a todos los fieles, al entero Pueblo de Dios»

 

No sirve entonces el consuelo de pensar que Escrivá fue declarado santo «a último momento por la misericordia de Dios». Escrivá fue puesto en el «candelero» por la Iglesia como modelo y ejemplo para todos. El asunto es dramático.

 

***

Puede resultar desalentador para muchas conciencias leer la elogiosa carta que Benedicto XVI le escribió al Prelado de la Obra en Septiembre último, con ocasión del 50 aniversario de la ordenación sacerdotal del Prelado (está en la web oficial). Se puede leer como un gesto diplomático y nada más, pero sería una lectura parcial si no se advirtiera el enorme respaldo que la Iglesia le sigue dando a la Obra sin cuestionamiento alguno.

 

Puede ser una solución temporal el hecho de creer que la Iglesia también ha sido víctima de un engaño y así evitar una crisis de fe más profunda. Pero repito: es una solución temporal. Mientras tanto, los tiempos de la conciencia siguen corriendo y esperando una explicación.

 

El único modo de resolver definitivamente este hondo desconcierto para la conciencia, es que la Iglesia se pronuncie explícitamente y tome cartas sobre el asunto.

 

Parece muy poco probable que en el corto plazo surja alguna respuesta al respecto. Lo más factible es que la conciencia de cada uno tendrá que lidiar privadamente -es decir, en soledad, sin el acompañamiento de la Iglesia- con esta dificultad pública para la fe personal.

 

Digo privadamente porque la autoridad pública pertenece a la Iglesia, lo cual no impide que cada uno exprese su opinión en conciencia pero al mismo tiempo en soledad, por el vacío que implica el silencio de la Iglesia.

 

Tal vez exista alguna posibilidad de presentar, por llamarla de alguna manera, una cierta «desobediencia civil» a aceptar la canonización sin reservas y sin explicaciones profundas de cómo fue ese proceso y de por qué se rechazaron a ciertos testigos claves.

 

Cada uno deberá sondear qué le dice su conciencia y actuar en consecuencia, aunque le resulte adverso:

 

«si aquel a quien el precepto va dirigido tiene conciencia de que eso es pecado e injusticia, lo primero que debe hacer es salir de esa situación de conciencia; pero si no puede, ni estar de acuerdo con el juicio del Papa, en ese caso su deber es seguir su propia conciencia privada y sufrir pacientemente si el Papa lo castiga» (texto citado por Newman, en A. Ruiz Retegui, Lo teologal y lo institucional, cap. 12)

 

La Obra como problema para la conciencia

 

¿Podría suceder que, en caso de la Obra, Dios haya querido manifestarse al mundo de manera paradójica? Es decir, que se cumpla lo que dice San Pablo, que Dios eligió a lo necio y lo despreciable para confundir a los sabios, ya que «la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres» (1 Cor, 1,25). Pues sólo de una manera paradójica podría entenderse el sentido divino de una institución que produce tanto daño con el supuesto fin de santificar...

 

Pero en el caso de la Obra no sería para confundir a los sabios, pues ha logrado confundir a un amplio espectro de personas; además, lo despreciable en el contexto de San Pablo lo es según el mundo, o sea, la debilidad, la pobreza, la ignorancia, características que no se aplican precisamente a la Obra. Me cuesta, entonces, ver en la Obra un signo de la contradicción con la cual pueda actuar Dios para confundir a los hombres.

 

No veo ningún misterio trascendente en la esencia de la Obra, me parece más bien una institución que se puede explicar en términos humanos, muy humanos.

 

Sin embargo creo posible pensar la Obra como un misterio en un contexto más amplio, desde el punto de vista de su lugar dentro de la historia de la Iglesia y la Salvación, pues no es fácil de entender qué hace una institución como la Obra dentro de la Iglesia, con el nivel de aprobación que ha obtenido.

 

Tal vez haya habido otras instituciones dentro de la Iglesia atravesadas por una conducta fraudulenta y características sectarias, con consecuencias tan dañinas y generalizadas, pero lo desconozco. Ha habido instituciones que se han descaminado con el tiempo y como tuvieron un origen legítimo pudieron reformarse. En cambio la Obra resulta, hasta ahora, una institución sin ese origen legítimo al cual volver y por lo tanto irreformable en aquél sentido.

***

 

Se podría comparar a la Obra con un crimen: hasta que no se resuelva, se determinen causas y responsables, la conciencia de las víctimas seguirá inquieta.

 

Ya sea esto desde el punto de vista de la historia como del presente, pues la conciencia quiere resolver el problema en vida o enterrarlo una vez muerto. Lo que no acepta es la indeterminación.

 

El pasado puede quedar sin resolverse, aunque suponga un peso para la conciencia. Todo cadáver puede ser enterrado aunque las causas de la muerte no se terminen de conocer nunca. La muerte pone un fin, un límite. Toda muerte puede sobrellevarse mejor con un proceso de duelo.

 

Pero no se puede archivar una situación que sigue vigente. Pues en gran parte, hoy la Obra se mantiene en pie gracias a la impunidad de la cual goza.

 

El fin de la relación institucional con la Obra no supone una solución para los problemas que ésta ha causado a tantas conciencias. 

 

En la medida en que la Obra siga existiendo en el estado de impunidad que la rodea, será un problema a resolver para toda conciencia que ha sido testigo y víctima del fraude llevado a cabo por esa institución.

 

Todo avance en el sentido de la justicia seguirá conmocionando a estas conciencias, por más que pasen los años.

 

La Obra sigue siendo un pasado que no descansa (porque no hay muerte) y un presente que sigue sin resolverse (porque no hay justicia).

 

Todo el peso de estas conciencias seguirán siendo un peso para la Obra misma: por más que su estrategia sea escapar hacia delante, el testimonio vivo de todas las personas a las que defraudó la seguirá como su sombra.

 

Epílogo

 

«Cuando llegó el día de salir del hospital, apenas sabía andar, casi no recordaba quien era (…). Me habían desahuciado, y ahora que había desbaratado sus predicciones y seguía misteriosamente con vida ¿qué otra cosa podía hacer sino vivir como si tuviera todo un futuro por delante?»

(Paul Auster, La Noche del oráculo).

 

«Los santos no se escandalizaron de los defectos de la Iglesia o de las arbitrariedades, a veces clamorosas, de los que en ella mandaban. Sabían que la ley natural, la ley de Dios y la propia conciencia están muy por encima de la autoridad humana. Por eso, cuando experimentaban las consecuencias de esos errores o las dificultades de un gobierno arbitrario se reconocía que a través de esos hechos brutos Dios mismo estaba presente» (A. Ruiz Retegui, Lo teologal y lo institucional, cap 12).

 

Puede ser difícil reconocer a Dios detrás de ese «hecho bruto» que es la Obra para muchas conciencias. Sin embargo no deja de ser un desafío y una oportunidad que ayude a la reconstrucción de la propia vida psicológica y espiritual...

 

En esos días, junto a las reflexiones de Jacinto y Flavia, también me reconocí en un comentario que hizo Carmen Charo, sobre su resistencia a pensar que no tenía vocación. Me pareció una forma válida de recuperar la integridad de la propia conciencia.

 

En mi caso nunca tuve la sensación de ser un ex-miembro sino de que la Obra en un momento dejó de existir como tal, ella misma se volvió «ex», dejó de ser lo que era, o mejor, dejó de fingir y se mostró como siempre fue. Es la esencia de todo fraude puesto al descubierto: darse cuenta de que algo nunca fue.

 

En este sentido la Obra valió la pena por las respuestas personales que produjo, aunque como institución fuera un engaño. Ese es mi mejor recuerdo y lo que finalmente permanece.

 

Dicho de otra forma, me siento orgulloso de haber dado la vida por una causa que inicialmente parecía ser noble. Que luego haya sido una estafa, eso no me ha de llenar de vergüenza ni hace de ese pasado un objeto de negación. La ignominia y la vergüenza pertenecen exclusivamente a la Obra.

 

Opuslibros es en gran medida una continuación de aquélla respuesta inicial de cada uno, forma parte de su coherencia y su honestidad. En este sentido, más que una ruptura, Opuslibros marca una continuidad, una integridad del testimonio de la propia conciencia. El quiebre real pertenece a la Obra.

 

Y me pregunto ¿cómo pudo haber existido la Obra? Pues como tal, como originalmente la conocí, ya no existe más.

 

Es como un truco de magia: ya me di cuenta de que era una ilusión pero aún así me sigo preguntando cómo fue el truco.

FIN

 

 

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