VIVENCIA
PERSONAL DE LA HISTORIA DEL OPUS DEI EN PERU
(Prólogo para la edición peruana del
libro "Historia
oral del Opus Dei")
Alberto Moncada
En los años sesenta América Latina era un escenario
de confrontación ideológica que tenía
lugar, en buena medida, en las Universidades católicas.
Al Concilio Vaticano II llegaban las esperanzas y las contradicciones
de una región cuyas raíces religiosas estaban
empezando a ser interpretadas desde nuevas perspectivas. Roma
no sabía cómo digerir semejantes novedades y
la consecuencia, aún vigente, fue una hostilidad autoritaria
hacia las formas de catolicismo popular y de pensamiento teológico
que nacían al sur del Río Bravo. Pero en las
Universidades católicas, protegidos por la autonomía
académica, teólogos y politólogos, sociólogos
y pedagogos no cesaban de cuestionar el "status quo"
al tiempo que servían de cobertura para aquellos movimientos
juveniles por el cambio político, tantas veces reprimidos
por los gobernantes. "La Iglesia está fermentando",
decían los visionarios de la época.
Mi arribada al Perú tenía que ver justamente
con la Universidad católica pero desde muy otra perspectiva.
Hacía tiempo que el obispo de Piura, Monseñor
Erasmo Hinojosa, tenía en su poder un donativo del
cardenal de Boston, Monseñor Cushing, el prelado amigo
de los Kennedy, para fundar una Universidad católica
en una zona llena de potencialidades económicas pero
ayuna de enseñanza superior confesional. Había
una Universidad técnica del Estado, pero muchos padres
acomodados querían algo más para sus hijos,
algo que no fuera mandarles a la "peligrosa" Lima
o a los Estados Unidos, como hacían, y siguen haciendo,
los más ricos. Monseñor Hinojosa ofreció
la Universidad a los jesuitas pero éstos rehusaron
porque ya estaban empezando a cambiar su estrategia apostólica
y clientelista.
Al enterarse Escrivá, decidió aprovechar la
ocasión para trasladar al Perú la experiencia
de la Universidad de Navarra, primer centro universitario
de la aventura educativa con la que el Opus Dei rompía
su horizonte fundacional, como explico más adelante.
Yo participaba por entonces en la dirección de los
aspectos organizativos y financieros de la de Navarra, aunque
mis preocupaciones personales iban más por el estudio
de la Sociología y la Pedagogía que por la gestión
empresarial.
Supongo que para utilizar mis habilidades y enfriar, de paso,
mis inseguridades psicológicas ya muy marcadas entonces,
Escrivá me ofreció protagonizar aquella aventura,
"ayudando a mis hermanos peruanos". Y al Perú
llegué, a mediados de los años sesenta, con
muy pocos conocimientos previos de lo que habría de
ser mi dedicación y, sobre todo, mi país por
un tiempo.
Como he escrito en un reciente comentario al libro de Eduardo
Galeano, "Las venas abiertas de América Latina":
"Por aquellos años un montón de españoles
hacíamos las Américas. Emigrantes laborales
y empresarios inversores, curas y monjas de misiones, funcionarios
de organismos internacionales, cada uno con su biografía
y sus propósitos. La realidad con la que nos topamos,
como pasa siempre, no era la misma que la que imaginábamos
y mucho menos, su interpretación, que contrastaba con
aquel relato de la Hispanidad que nos habían enseñado.
Muchos oyeron por primera vez los reproches al colonialismo
español, la otra cara de la versión trascendente
de la epopeya descubridora que nos enseñaron en el
bachillerato. Pero aquella América Latina estaba mucho
más preocupada entonces por la tensión Norte
Sur que por la interpretación de su historia. El libro
de Galeano era, es a la vez dramático y poético,
descarnado y esperanzador y a muchos nos sirvió de
índice para organizar nuestras experiencias, nuestros
encuentros y nuestros desencuentros. Por aquella época
estaba bastante consolidada la teología de la liberación
que, aun nacida y desarrollada en ámbitos eclesiásticos,
con el peruano Gustavo Gutiérrez a la cabeza, caminaba
paralela a la reclamación popular contra los poderosos.
Bastantes curas vascos, bastantes monjas navarras habían
decidido que su principal actividad evangelizadora debía
ser la compasión hacia los pobres, los desheredados,
los oprimidos y se llevaron bastantes broncas de sus líderes
españoles, que no entendían el cambio de sus
enviados, muchos de los cuales terminaron abandonando su misión.
Probablemente aquel momento latinoamericano fue el punto de
partida para la enorme mutación de la Compañía
de Jesús que lideró el vasco Arrupe. Los jesuitas
decidieron que su papel en América Latina no debía
seguir siendo la educación de los hijos de la burguesía
y entonces se presentó al Opus Dei la ocasión
de sustituirlos, lo que no dudó en aprovechar.
La operación Piura tenía tres frentes, el legislativo,
el económico social y el pedagógico. El legislativo
consistía en convencer a los senadores y diputados
de la época de la conveniencia de crear otra Universidad
privada. Porque para poner un poco de orden en las iniciativas
existentes, era necesario que cada centro tuviera su ley y
en el proceso de su aprobación, el grupo promotor tenía
que demostrar que disponía de medios suficientes y
de un proyecto razonable. El frente económico social
tenía como principal protagonista al grupo piurano,
encabezado por la familia Romero, que había donado
el terreno para instalar la Universidad. Y el pedagógico
consistía en un proyecto que yo había pergeñado
a partir de los criterios de la UNESCO. Gentes de la Universidad
Católica, su Rector el Padre Mc Gregor, algunos supernumerarios
ilustrados, como José Agustín de La Puente Candamo,
contribuyeron a mi aterrizaje intelectual. Durante dos años,
de la mano de los hombres y las mujeres del Opus, unas veces
solo, otras en compañía del futuro Rector, el
ingeniero Ricardo Rey Polis, hombre de una generosidad admirable
o del delegado de Escrivá en el Perú, Eugenio
Jiménez traté a políticos, a funcionarios,
a tantas familias de la burguesía y a bastantes profesionales
de la educación. Desde una pequeña oficina en
el centro de Lima o desde una modesta casa en Piura salía
cada día a mis tareas y, como consecuencia, el Perú
real empezó a entrar en mi vida. Convencido de que
de los colegios privados de la zona, sobre todo los religiosos,
saldrían nuestros futuros alumnos, visité a
sus directores, algo que la gente del Opus no veía
bien. "Te van a convertir", me decían. Y
tenían razón. Porque aquellos directores, muchos
españoles, ya estaban más que concientizados
con las nuevas realidades y deseaban, la mayoría de
ellos, que la Iglesia cambiara, empezando por la enseñanza
confesional. Yo estaba intelectualmente dispuesto para ello,
sobre todo a partir de mis lecturas anteriores de Sociología
y Teología, mis viajes por Europa y América
y mi incomodidad con la organización. Porque cuanto
más se abrían al mundo las consignas del Vaticano
II, más cerraba Escrivá sus planteamientos,
con lo cual el Opus empezó a adquirir ese perfil esquizofrénico
que hoy presenta como entidad modernizadora en la técnica
y la economía pero superconservadora en las costumbres
y el pensamiento. A tanto llegaba Escrivá que un día
nos llegó la orden de que los sacerdotes de la diócesis
de Piura no deberían ser alumnos de nuestra Universidad,
no deberían "contaminar a los jóvenes",
noticia que yo no me atreví a llevar a nuestro bienhechor
el obispo Hinojosa que, al llegar nosotros, se había
apresurado a entregarnos el legado de Cushing.
Con el paso del tiempo, conocí a políticos
de todos los partidos, a educadores de una y otra persuasión,
a funcionarios, a periodistas. "El Tiempo" de Piura
me abrió sus páginas y allí plasmé
nuestras esperanzas, nuestros deseos para la zona. Como todo
el mundo sabe, se trata de una típica región
agrícola, parte del "sólido Norte"
cuyos productos, singularmente el algodón, estaban
en el mercado internacional y en cuyas costas se producía,
al igual que en el resto del Perú, la bonanza de la
anchoveta. En Lima conocí a Luis Banchero, el pionero
de aquellas pesquerías, extrañamente muerto
poco después. La ciudad tenía un casco urbano
a la española y unas urbanizaciones a la americana,
con sus acompañantes barriadas de miseria.
Tanto en Piura como en Lima yo sentía el reflejo de
esa comezón política, ideológica existente
en tantos ambientes, presente en tantas conversaciones, que
los del Opus no percibían. Los altos directivos de
la institución habitaban en un "gueto" ideológico
y se comportaban como ese español que "desprecia
cuanto ignora", en frase de Antonio Machado. Porque las
gentes del Opus, todos sus mandos en el país, eran
mayoritariamente españoles, ninguno especialmente intelectual
y su formación ideológica era la que correspondía
a los hijos de los vencedores en la guerra civil. Como consecuencia
de ello los peruanos que ellos atraían eran los católicos
más conservadores, gentes de la burguesía limeña,
amigas de las tradiciones patrias para gestionar sus vidas
y del modelo americano para gestionar sus haciendas. Aún
recuerdo lo bien que nos trató el agente de una de
esas compañías que visitan las capitales del
Sur reclutando inversores en fondos norteamericanos y que
así contribuyen a crear esa clase media latinoamericana
que tiene su corazón y sus ahorros en Miami.
En la medida en que yo compartía el carisma fundacional,
todos me trataban muy bien aunque muy pronto empezaron a escandalizarse
de mis sinceridades y a mandar notas a Roma sobre "mi
cambio". De pronto sucedió el acontecimiento Velasco
Alvarado que les cogió por sorpresa y no solo a ellos.
Recuerdo que yo estaba en Piura aquel día y el director
español de un banco de la ciudad me llamó para
tranquilizarme porque "aquí de vez en cuando los
militares toman el poder para encarrilar las cosas".
Estaba tan despistado como los del Opus y sus clientelas que
bien pronto empezaron a criticar al "cholo de Castilla",
como le llamaban sus conciudadanos piuranos más conservadores.
Pero Velasco Alvarado no tenía el apoyo de Washington,
como comprobé en uno de los viajes que realizé
a la capital del Imperio. El Opus había preparado su
artillería para convencer al poder americano de que
nuestra labor en Piura debía ser apoyada por tantas
razones comunes. Con ese motivo conocí a personajes
de la política americana, al entonces Vicepresidente
Humphrey y en los pasillos del State Department comprendí,
entre otras cosas, que la elección de Allende en el
vecino Chile no les hacía nada felices.
Una de las cosas que más me sacaban de quicio era
la indiferencia de mis correligionarios cuando, cada día,
en nuestro recorrido desde la ciudad a los terrenos de la
futura Universidad, pasábamos por la pobreza de aquel
barrio de Castilla donde naciera Velasco. Su actitud, más
que pueril, "nosotros a lo nuestro", me enfadaba
tanto como cuando algún atardecer me iba a pasear por
la umbría de la Plaza de Armas y al sentarme en un
banco, me rodeaban dos o tres "lustrabotas", dos
o tres niños mendigos. Allí descubrí
que el Dios de la teología católica es un insulto
a la inteligencia.
Las cosas se fueron aclarando y complicando a la vez. El
gobierno revolucionario aprobó la ley de la Universidad
de Piura, Escrivá fue nombrado su Gran Canciller para
sorpresa de muchos nacionales, y yo comprendí que no
se me había perdido nada en aquel proyecto que caminaba
por senderos cada vez más alejados de mis vivencias.
Yo escribía cartas a Roma explicando mis puntos de
vista y pidiendo explicaciones, cartas que nadie se tomaba
en serio ni contestaba y, según pienso ahora, ni siquiera
se enviaban desde las oficinas del Opus donde las entregaba.
Volví a Madrid, donde formalicé mi salida de
la institución pero regresé a Lima porque mis
amigos del Consejo Nacional de la Universidad Peruana, el
ingeniero Mario Samamé Boggio, querían que formara
parte del grupo de asesores para la reforma educativa que
el gobierno Velasco propiciaba. Así pasé otros
dos años, entre España y el Perú, saboreando
la otra cara del país andino, contradictoria, compleja
pero mucho más atractiva. Una de las veces volví
casado con la que hoy es mi mujer de muchos años.
De todo aquel episodio, tan lejano ya en el tiempo, guardo
muy buenos recuerdos que ahora destacan por encima de las
frustraciones. Al fin y al cabo al Perú le debo parte
de la reconversión vital que he disfrutado desde entonces.
Me acuerdo incluso con cariño de aquellos hombres del
Opus, fanáticos pero bien intencionados y sacrificados,
con los que apenas compartía ideas pero que, al fin
y al cabo, eran lo más parecido a una familia que yo
tenía allí. Pero hasta eso está condicionado
por la doctrina. La gente se va del Opus por muchos motivos,
incluyendo el aburrimiento. En mi caso fué importante
el análisis intelectual tan difícil de prácticar,
sobre todo críticamente, entre gente tan pueril, tan
elemental, con mandos reclutados por razones de lealtad al
jefe. Pero pertenecer a un grupo tan compacto tiene componentes
emocionales, difíciles de superar. "A donde vas
a ir, aquí te queremos", me decía un viejo
sacerdote madrileño cuando le comuniqué mis
planes. Escrivá sostenía que el Opus es una
familia pero, contrariamente a las familias naturales, donde
se acepta al miembro como es, la fraternidad en el grupo se
disuelve cuando ya no se comparten las ideas. Personas con
las que has pasado años de compañerismo, compartiendo
alegrías, penas y escaseces se cambian de acera cuando
te divisan por la calle. La lealtad está por encima
de todo y basta con que cuentes en público tus experiencias
para que se produzca ese fenómeno de descapitalización
social y afectiva tan propio del que abandona un grupo cerrado.
Ser numerario del Opus Dei comporta una extraña condición
antropológica. Escrivá, tan amigo de copiar
las reglas de vida de los religiosos, pretendió que
gentes que debían dedicarse a la vida profesional en
el mundo, tuvieran votos y costumbres de monasterio lo cual
es prácticamente una "contradictio in terminis".
Más adelante hablo de la pobreza y de la obediencia
pero ahora me refiero a la castidad. El trópico piurano
produce unas mujeres precozmente atractivas a cuyos encantos
no era inmune aquel grupo de numerarios jóvenes que
llegamos a montar la Universidad, de modo que un trabajo añadido
fue cómo gestionar semejante provocación de
la naturaleza. Se acudió al procedimiento tradicional,
mortificación y deporte, de modo que yo patrociné
la inscripción en el club Grau donde practicábamos
el tenis de caballeros. Pero la testosterona masculina no
soporta muchos condicionantes y yo ya estaba bastante harto
del modo opusdeista de resolver esos conflictos, que consistía,
como siempre en la Iglesia, en mantener a la vez la prohibición
y la manga ancha en el confesionario. Las confidencias, esa
peculiar institución opusdeística, tan mal vista
por la Iglesia, que consiste en que los numerarios tienen
que contarle a su director laico las mismas cosas que al confesor,
se llenaban de recuentos semanales de lo mismo y yo decidí
que semejante planteamiento era, por sí solo, suficiente
para abandonar una organización de solteros ni clérigos
ni frailes pero sometidos a iguales preceptos. A estas alturas,
estoy escasamente interesado por esas parcelas del mundo eclesiástico,
incluso creo que a sus mandos les viene bien el que sus miembros
tengan mala opinión de sí mismos hasta que,
con el tiempo, les baja la testosterona pero lo cierto es
que el capítulo peruano de mi biografía también
me ayudó a romper esa otra esquizofrenia que a algunos
de mis excolegas les ha llevado literalmente al manicomio,
precisamente por ser extremadamente fieles a tan inhumanas
exigencias.
Sin embargo, y a lo que parece, el Perú eclesiástico
de hoy tiene una buena parcela opusdeística, hasta
ocho obispos, que se han tomado muy en serio llevarle la contraria
a la teología de la Liberación y a todo lo que
suena a nuevo, así como a bendecir el fenómeno
Fujimori, amigo y compadre del recién nombrado cardenal,
Juan Luis Cipriani. Los directivos del Opus, bebiendo en las
fuentes más conservadoras de la Iglesia, siempre tuvieron
querencias totalitarias, en el franquismo se movían
como el pez en el agua, luego en las dictaduras de Chile y
Argentina y siempre donde el poder civil y el eclesiástico
se concitan para limitar las libertades excepto, naturalmente,
las económicas. Como explico más adelante, la
doctrina del Opus, como la de tantos grupos afines, incluye
un concepto natural de la sociedad, la sociedad orgánica,
que es sencillamente pre o antidemocrática. Los protagonistas
de esta sociedad y sus redes económico sociales son
las familias, los grupos, no las personas. Para integrar a
las personas en la disciplina grupal, la filosofía
orgánica, que el Opus suscribe, maneja un concepto
de persona extremadamente reduccionista. En tal esquema las
personas somos una especie de "robots", que pueden
ser condicionados en la infancia para que actúen de
manera predeterminada en un esquema social también
predeterminado. No entienden ni aceptan que las personas,
los grupos, las sociedades vayan cambiando a fuerza de reflexión,
de conflictos de ideas e intereses. Para ellos los cambios
son puramente instrumentales, la humanidad sólo cambia
de herramientas, olvidando que, en este siglo, sólo
dos herramientas, las comunicaciones aéreas e Internet,
nos están cambiando también social y psicológicamente.
Pero esta discusión simplemente no les interesa.
El Perú, América Latina no han dejado de estar
presentes en mi vida. En mis últimos tiempos de Lima
me llegó una oferta para dar clase en la Escuela de
Educación de la Universidad de Stanford. Necesitaban
profesores bilingües porque las becas a latinos empezaban
a abundar. Allí conocí a un joven peruano cuya
larga cabellera suscitaba la envidia de las mujeres, la mía
incluída y con el que inicié una ya larga amistad.
Se llama Alejandro Toledo. En Stanford tuve tiempo para escribir
el primer texto de Sociología de la Educación
que se publicó en España y a partir de entonces,
años setenta y ochenta, quitando tiempo de mis otras
dedicaciones, seguí visitando el hemisferio Sur por
cuenta de instituciones como la UNESCO o la OEA. Mi siguiente
capítulo americano ha sido, es la Sociología
de los hispanos en los Estados Unidos y, desde Miami, ese
puerto de arribada en el que desembarcan ricos y pobres del
Sur, unos buscando invertir o disimular sus fortunas y otros
cambiar su suerte, sigo formando parte del grupo de los españoles
que hacen las Américas, una de las mejores maneras
de sentirse a gusto en la gran casa de la Hispanidad.
Alberto Moncada
Recibido el 8-4-2003
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