¿QUÉ
LE DEBO AL OPUS DEI?
E.B.E., 5 de febrero de 2004
Hay un tema, entre los tantos pendientes a la hora de hacer
un balance histórico, que tarde o temprano se plantea:
¿cuántas cosas buenas le debo al Opus Dei?
Es un tema importante porque, en medio de tantos sentimientos
mezclados, puede generar culpa el hecho de no asignarle nada
bueno a la Obra, situándonos en una posición
poco honesta al negarnos a tratar el tema, por miedo a «perder»,
a terminar concediéndole aún más-
un reconocimiento que no queremos entregar, y no sabemos bien
por qué (lo que aumenta el sentimiento de culpa).
Primero habría que preguntarse «quién»
es el Opus Dei como sujeto para luego saber si yo le debo
algo o no. Después de haber vivido décadas en
el Opus Dei, se concluye que la Obra es Escrivá y su
«descendencia» más cercana, a la cual yo
no siento pertenecer.
Me explico. La Obra es una familia (hacia adentro), no una
institución (lo aparenta hacia fuera). Es lo más
parecido a una empresa familiar, donde la empresa no es algo
distinto de la familia misma. La empresa no es algo autónomo
del vínculo sanguíneo.
Tengo absolutamente claro que les debo mucho a tantas personas
con las cuales me crucé en la Obra. Gracias a que ellas
respondieron afirmativamente a un llamado a la santidad, recibí
muchos beneficios. Muchos. En este sentido estoy más
que agradecido. Siento que he tenido mucha suerte, o dicho
cristianamente, ha sido providencial el que conociera a tanta
gente tan buena. Estoy agradecido con cada una de ellas.
Hoy comprendo que los méritos son de cada una de estas
personas, mi agradecimiento es hacia ellas puntualmente. Anteriormente,
el conjunto de estas personas era para mí sinónimo
de la Obra.
Hoy lo veo diferente, porque puedo constatar que la Obra
no son las personas que la forman, sino algo aparte. La Obra
viene a ser como el alter ego de Escrivá y en este
sentido no tiene derecho a apropiarse de los méritos
ajenos.
¿Se puede agradecer algo cuando la misma causa ha
sido la que provocó el peor de todos los males? Verdaderamente,
no parece tener sentido. La desproporción es absoluta
y equiparar lo bueno a lo malo es otorgarle una relatividad
a lo malo que le quita toda la fuerza alienante que en su
momento llevó consigo. ¿Cómo le voy a
deber algo a quien me lo quitó todo? (porque yo lo
entregué todo). Solamente, si valoro de manera infinita
lo que pueda haber recibido de la Obra (o sea, del propio
Escrivá).
De hecho, esta idea se graba a fuego en la mente de los miembros,
para que siempre crean que «le deben todo» a la
Obra (a Escrivá), con el mismo nivel de dependencia
(de deuda) que tenemos con Dios.
Una de las características de la Obra es la apropiación:
de méritos, de bienes, de testamentos, de mentes, de
corazones. La Obra se apropia. Es una institución voraz
(cfr. Segundas Generaciones, Cap. II, El
Opus Dei entendido como institución voraz).
Una vez que se le entrega todo, curiosamente, se le debe todo
(a la Obra y particularmente a Escrivá).
***
Creo que se puede rescatar lo positivo de una situación
cuando lo negativo ha sido producto del error o la ignorancia.
Pero cuando ha sido producto de una voluntad deliberada, lo
positivo o bien ha de tener sus raíces fuera del sujeto
que produjo la alienación (como son las personas a
las cuales yo les estoy agradecido), o bien no hay que agradecerle
nada si es que el bien provino directamente del mismo que
provocó el mal. Es perverso ver el lado bueno de algo
que es directamente dañino. Todo el bien que uno haya
podido recibir de una persona que deliberadamente produjo
graves daños, no es digno de agradecimiento sino la
prueba del fraude: ese bien «por adelantado» fue
otorgado en forma de anzuelo, como «inversión»
para la futura ganancia. Ese bien forma parte de las pruebas
que lo condenan.
¿Acaso no podría suceder o asimilarse esta
situación a la relación de un padre con su hijo,
a quien por alguna razón le ha causado mucho daño
pero al mismo tiempo le ha dado un regalo invalorable como
es la vida? Esta y otras, son argumentaciones para salvar
-¿a qué responde esta necesidad?- la figura
de Escrivá en nuestro imaginario personal. Hay un balance
que se puede hacer, un tanto reduccionista pero que tal vez
puede servir como herramienta para saber dónde está
parado uno: es muy difícil que alguien que produce
un daño profundo haya actuado al mismo tiempo o en
otro momento de manera honesta y benévola, porque hay
un quiebre en la integridad. La integridad no se romper por
la debilidad o el error: se quiebra por una decisión
de la voluntad. La honestidad es íntegra o no lo es.
Y un padre, para seguir con el ejemplo, no siempre es disculpable:
puede llegar a un punto límite donde quiebre toda relación
filiar, donde quiebre la fortísima relación
que lo une al hijo. Por eso la gravedad que implican ciertas
acciones. Ese hijo, en tal caso, no sólo no le debe
nada al padre ya que el padre rompió el vínculo,
violentándolo-, es el padre quien habrá quedado
en una deuda que sólo el hijo le podrá perdonar
(siempre que el padre dé muestras de conversión
profunda y duradera, lo cual será como la vuelta del
hijo pródigo, pero a la inversa).
En el caso de la Obra, el daño provocado no es una
reacción en caliente ni producto del error o la falta
de formación o, aún más, de la flaqueza.
Es un quiebre de la relación filial que un día
se formó.
Escrivá quería que en su tumba apareciera modestamente
la leyenda bíblica que dice «engendró
hijas e hijos», como los Patriarcas del Antiguo Testamento.
A continuación hubiera sido necesario agregarle también
de haberse escrito eso en su tumba-, «y abortó
hijas e hijos» en cantidades indescriptibles.
Se cumple aquí nuevamente una ley de la Obra y es
su búsqueda de la eficacia a costa de la eficiencia
y la responsabilidad. Lo de Escrivá es «la paternidad
irresponsable», práctica que ha heredado a sus
descendientes más directos.
***
Se entiende mejor ahora, desde esta perspectiva, el hecho
de que tantos hayan «durado» tanto tiempo. La
misma Obra había planteado un lazo de filiación
con esas personas que duraron diez, quince, veinte, treinta
años (los números son relativos, lo que importa
es el vínculo que se estableció). Puede haber
otras causas, pero ésta es clave para entender la duración.
Romper un vínculo de filiación implica una violencia
enorme, una gravedad y una brutalidad extraordinarias. Más
si se tiene en cuenta que nos unían al fundador «lazos
más fuetes que los de la sangre» (al margen del
fundamento teológico, que ahora dudo lo tenga a la
luz de tantas irregularidades y falsedades pronunciadas por
la Obra, psicológicamente el vínculo funcionaba
de esa manera).
Es comprensible, entonces, que muchos no hayan «cerrado»
el tema Opus Dei pasado los años, al contrario, haya
resurgido con fuerza al toparse con este sitio web. No han
cerrado esa etapa porque de alguna manera, sin saberlo, seguían
vinculados «metros bajo tierra» a una identidad
tan fuerte como es la de ser miembro de la Obra. El muerto
había sido «enterrado vivo» o al menos
en estado vegetativo. Posiblemente aún falta hacer
conscientes tantas cosas que permanecen invisibles. Es la
razón de ser de esta web.
Lo que llama la atención es la dificultad de «los
hijos» para deshacerse de una identidad tan fuerte como
es la que otorga la Obra y, por el contrario, la facilidad
que ésta tiene para olvidar y borrar de sus listas
a quienes fueron sus hijos. Esto demuestra que la Obra emulaba
o falsificaba su identidad como «padre o madre».
Mientras la nuestra fue una entrega real por eso la
sufrimos ahora-, la de la Obra fue fingida y por eso
no necesitó pasar por ningún duelo-. A esto
yo le llamo fraude.
En este sentido, resulta muy difícil enterrar a un
«padre» o a una «madre» que nunca
existieron. Creímos que eran reales, pero resultaron
ser una pura mistificación. Sólo nos queda enterrar
nuestra propia identidad como hijos, porque esa sí
fue real.
Lo extraño es que al funeral del hijo no asista el
padre/madre cuando aún siguen vivos (al menos su simulacro
institucional). Tal vez ese hijo se resiste a morir por eso
mismo: está esperando un reconocimiento final del Padre
de la Obra- que no llega nunca la presencia de
quien le otorgó identidad como hijo- y por eso ese
hijo permanece vivo o latente aún «metros bajo
tierra».
Es significativo: aunque el padre sea despreciable, queremos
que aún así dé la cara y asista al funeral.
Nos resulta más doloroso el que nunca haya existido.
Por eso la lucha, el ciclo de matar y resucitar constantemente
una figura que nos resulta repugnable y al mismo tiempo necesaria.
Es duro reconocerlo, pero creo que lo más sano para
cerrar esta etapa de nuestra vida- es aceptar que ese padre
no vendrá nunca, porque fue falso, porque nunca fue
real. Haría un duelo tan falso como lo fue su identidad
de padre. Mejor es que no asista.
***
Ahora se entiende mejor si hay «odio». Me parece
razonable, aunque a largo plazo sea destructivo para quien
lo padece. Es totalmente comprensible la existencia de reacciones
viscerales, si las hubiera. Es desconcertante una canonización
en medio de todo esto. La Iglesia deberá dar explicaciones
en los próximos años, a medida que se conozcan
más y más detalles silenciados de la historia
de la Obra y de su fundador y se llegue a una compresión
más profunda de lo que ha sucedido.
Es gravísimo lo que la Obra ha provocado, lo que ha
quebrado. Una deuda que sólo los hijos le podrán
perdonar, si da muestras de profundo arrepentimiento, si en
el sentido bíblico- se humilla.
El daño provocado por la Obra es producto probablemente-
de la ambición de una persona, ambición transmitida
a su descendencia más directa. La obsesión por
el proselitismo es una de sus más claras muestras.
Otra es el endiosamiento de la figura del fundador, dentro
de la Obra.
No veo saludable hoy reconocer ni agradecer nada bueno de
la Obra, si la considero como el alter ego de Escrivá
o su descendencia más cercana. La Obra no es ningún
sujeto supra-personal, que esté por encima de la figura
de Escrivá y al cual él sirva (como si la Obra
fuera el alter ego de Dios).
Agradecimiento a la Obra, en un principio, significaba de
manera no muy clara y por propiedad transitiva- agradecimiento
a Dios. Con el paso de los años, uno se daba cuenta
de que la Obra no estaba por encima de Escrivá sino
por debajo. Era su criatura predilecta a la que alimentaba
con el proselitismo feroz.
A quien organizó un sistema tan perverso, como es
la vida en la Obra, no le debo nada, absolutamente nada. Quien
estableció conmigo una relación filial que luego
quebró de manera infame no es sujeto de mi agradecimiento
sino de mi condena. A la Obra, mi antigua relación
filial no le ha de servir de mérito propio sino de
yugo.
La gravedad del hecho no lo ubico tanto en la dignidad del
hijo como en el significado y valor del vínculo, que
la parte paterna asumió a priori, es decir, anterior
a todo mérito que pudiera haber ganado el hijo por
su cuenta.
Por el fraude que la Obra significa, Escrivá le debe
mucho a muchos. Demasiado.
El problema de la Obra está en su origen. Alguien
podría argumentar que en la Iglesia han pasado cosas
malas y sin embargo se puede agradecer mucho a la Iglesia
por tantas cosas buenas. Hay una gran diferencia: la Iglesia
no tiene «dueño» salvo a Jesucristo (aunque
en un momento histórico dado pueda haber sido gobernada
por alguien que ejercía el poder como un dueño)
en cambio la Obra nació como una iniciativa privada,
con un claro dueño, con una organización piramidal
que tenía en su vértice a Escrivá, no
a Jesucristo, una organización más cercana a
una empresa familiar que a una institución autónoma
de toda organización tribal. La Obra es lo más
parecido a una tribu. Reformarla implicaría en primer
lugar su conversión organizacional y «genética»:
habría que transformarla en una institución
universal, dejando atrás su carácter tribal
fundacional y esto es impensable. Perdería todo su
«carisma». Y como dijo don Alvaro, «la paternidad
es el fundamento más sólido de la unidad de
la Obra» (en Meditaciones V, pág. 139).
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