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ENTRE EL CAMELLO Y EL LEÓN

O sea, de cómo el Opus Dei y menda, siendo incompatibles, se soportaron mutuamente durante seis años cruciales en la vida del menda

Autor: EPI
11-8-2004

1. De las razones del menda para contar todo esto
2. De cómo me convertí en inquisodorcito
3. De lo mal que me sentaban algunas prendas
4. Del apóstol y el bañador
5. De tipos de miembros
6. De consultismos y normismos
7. De playas y estrabismos
8. De cómo me acojonaba oir hablar de perseverancia
9. De cómo el león se comió al camello
10. Fin del rollo o canto del cisne

 

1. De las razones del menda para contar todo esto

No tengo ni puñetera idea de por qué me encantaban las personas que me rodeaban en la Obra, pero no los medios que la Obra me ofrecía para llegar a ese resultado. Este divorcio entre medios y resultados, entre numerariedad y numerarios, no lo percibo en las demás cosas. Es más, con algunas es justo al revés: más que el resultado de los niños, me gustan los medios de hacerlos (muy bien recogidos, por cierto, en el Kamasutra).

Sin embargo, este sentimiento contradictorio explica por qué abracé la causa de la Obra al conocer a sus magníficos miembros viriles (digo viriles, porque a los femeniles no los conocí; sólo los miraba de reojo cada vez que podía), pero que luego, al conocer algunos medios y métodos y prótesis en mi propia carne, la acabara desabrazando e incluso no quisiera saber ya nada de sus miembros.

Así pues, grito en voz alta mi admiración por casi todas las personas de la Obra: nunca he encontrado tantas buenas personas juntas. Pero me permito la libertad de decir por qué me fui de allí por patas. Aquí encarta contarlo. No creo que esas personas se ofendan, porque a casi todas las recuerdo con sentido del humor, como tampoco se ofenden los curas que conozco cuando les cuentan chistes verdes o anticlericales, si es que no los cuentan ellos mismos y así les quitan hierro a las críticas. Tampoco se ofenden los venerables militares cuando la gente echa pestes de su mili. No todo el que cuente las historias negativas de su mili, es indiscreto o resentido o pretende ofender o lamerse heridas y mucho menos reformar el ejército o alertar a los jóvenes para que no se hagan soldados. Simplemente las cuenta porque son más interesantes que, por ejemplo, su soporífero trabajo. La Obra, en efecto, es interesante. Y en ella pasé más buenos ratos que malos y aprendí muchas cosas buenas; y si me dedico en este escrito a hablar más bien de los malos ratos, es porque la felicidad de uno es más divertida e interesante para uno que para los demás. Y si encima cuento con un público que me entiende, el placer es mutuo y doble.


2. De cómo me convertí en inquisodorcito

Algunas enseñanzas de la Obra las conseguía yo deglutir agitando y estirando el pescuezo para arriba, con los ojos fuera de las órbitas, como las águilas cuando se tragan una presa más grande que ellas. Luego me venían las cagaleras. Pero en esa operación ponía yo mucho entusiasmo. Nadie me metió la comida por la fuerza.

Ilustraré estas voluntarias indigestiones con dos anécdotas: una simpaticona y otra que aún me deprime.

Un buen día vino a mi centro de adscritos un numerario mayor, que, no sé por qué, iba mucho por allí. Y, lo que son las cosas, con mis dieciséis años, era yo el de mayor rango en aquel momento (supongo que los directores estarían reunidísimos). Me preguntó por horarios y labores y yo, que me esforzaba por presentar como mías las cosas de Casa, contestaba siempre con un "nosotros solemos", "nosotros hemos organizado", "nosotros" (sí, así de repelente era yo). Y él me espetó: "¿Tú siempre hablas en plural mayestático, como el Papa?" Era como decirme: "Vive el espíritu de la Obra con naturalidad".

La otra anécdota es un terrible pecado mío que me sigue abriendo las carnes. En mi centro de adscritos nos habían prevenido contra un programa de televisión (creo recordar que era La clave) donde se verían imágenes procaces en una película, tras la cual habría un debate. Para mi indignación, mi padre, por entonces escamado ya del Opus, se disponía a verlo; y yo me enfrenté a él, en su propia casa, y lo conminé a apagar la tele. Mi padre, al principio, no se enfadó, sino que con buenas palabras se enfrentó al inquisidorcito que tenía enfrente y me intentó explicar que él era ya mayor, tenía buen criterio, simplemente quería saber más sobre ese asunto y que… Yo no lo dejaba terminar, sino que repetía como ante un hereje: "Lo que mancha a un niño mancha a un viejo", una frase que impresiona por lo rotunda, pero que, al menos en asuntos de metesaca, es sencillamente mentira. Mi hermana, más sensata y humana y también de la Obra, me rogaba con gestos que me callara, pero yo dale que dale excomulgándolo y escandalizado de que en casa tan opusina se viesen tales indecencias. Sólo me faltaba girar el cuello como la niña de El Exorcista. Ay, mi padre tendría que haberme cruzado la cara a bofetadas para sacar de mí al demonio del fanatismo y demostrar que él mandaba en su casa, y no la Obra, y que la voluntad de Dios no era lo que mi eventual director me decía, sino algo que cada cual interpreta como buenamente puede. Pero no, mi padre apagó la tele y se fue a su cuarto dando un portazo. Creo recordar que al día siguiente el cura me desaconsejó tales excesos con mis ancestros. Pero la verdad era que, en mi caso, el adoctrinamiento que yo allí recibía en vena producía esos efectos secundarios.

De todas mis voluntarias transformaciones en el Opus Dei, la que más lamento, la que más asco me da, fue ese fanatismo sin caridad. Es algo que me perdono a duras penas. ¿Cómo pude convertirme en eso? ¿Qué parte de mi persona, al aparearse con las enseñanzas de la Obra, paría semejante aborto?

No voy a caer en la trampa maniquea, como muy bien advierte Lapso, de culpar de todas mis estupideces y penas de entonces al Opus Dei, porque no todos hicieron las mismas estupideces que yo; tampoco en la trampa de pensar que yo era una inocente víctima en las garras de una secta o de una mafia, porque, si el Opus Dei fuera eso, no se saldría de él tantísima gente y ya habríamos muerto todos los ex en misteriosos accidentes. Ni el Opus Dei es tan poderoso ni los ex fuimos simplemente unos tontos embaucados. Y si firmo con pseudónimo, no es por miedo a nadie, sino porque no quiero que por mi culpa se identifique a las personas que cito y porque el pseudónimo me da más libertad para contar cosas tan personales en las que, como veréis, no quedo nada bien.

Es cierto que el Opus Dei no jugó limpio captándome cuando apenas me apuntaba el bozo, pero también es verdad que es bueno espabilarse pronto y que, en vez de mandarlos a todos al cuerno, como hicieron otros muchos mozalbetes de mi edad, yo fui demasiado complaciente: me faltaban bemoles para hacer lo que realmente quería. Me mantenían en ese angosto camino el orgullo de haber sido escogido o mi miedo ante el mundo o mi deseo de complacer a los que tanto esperaban de mí (también, aunque en menor grado, un anhelo de agradar a Dios). Si la Obra se benefició de esos defectos míos, yo me beneficié más de ella, porque si tuve en ella malas experiencias, también recibí de ellas muchos bienes y antes de que pudieran rentabilizar toda la formación en mí invertida, salí de allí pitando, o sea, despitando.

Cuando uno se reconoce como único responsable de sus actos, se conoce más a sí mismo, se siente más digno y más protagonista de su propia historia y, lo más importante, uno se reconcilia con todo el mundo y le echa sentido del humor a una experiencia que empezó más o menos bien y terminó mal.


3. De lo mal que me sentaban algunas prendas

¡Si el traje de la Obra hubiera sido una túnica inconsútil con la que andar holgado y fresquito! Pero no, era un traje con muchos forros y encajes y bolsillitos y almidones y a algunos nos sobraban mangas, nos apretaban los zapatos y el paquetillo, nos escocían las costuras… De nada servía pedir unos retoques. Y allá que iba uno por la pasarela intentando convencerse a sí mismo y a los demás de lo elegante que iba, a veces con vanidad, a veces con sinceros deseos de hacer las cosas bien, pero siempre dando traspiés.

Una prenda que me venía ajustadilla eran las normas de piedad. Aunque no me saltaba ni una, las medias horas de oración eran demasiado largas para mí, una lucha contra el tedio, el sueño y las musarañas. Era, en una frase de mi padre, como decir: "Voy a decirle cosas bonitas a mi mujer de seis y media a siete de la mañana". ¡Qué frustrante obligar en vano al corazón a interesarse por lo que la voluntad le dicta! Si en el oratorio alguien leía en voz alta, me decía a mí mismo: "A la próxima voy a estar muy atento". Pero a la próxima volvía a írseme el santo al cielo.

En general, yo estaba siempre bastante seco y en la oración leía más que conversaba con Dios; si me ponía a hablar con Él, acababa en los cerros de Úbeda. Yo le comentaba y preguntaba cosas (supongo que así se habla con Él), pero era yo quien imaginaba las respuestas. Un poner: "Aquí en la agenda dice que hay que vivir la virtud de la caridad. A ver, a ver, ¿cómo puedo vivir esa virtud?" y una vocecilla me decía: "Haz más correcciones fraternas" y entonces yo me ponía a pensar en defectillos del personal, porque esa vocecilla tenía que ser del Paráclito. Pero si la vocecilla me hubiese dicho: "Mira, chavalín, monta una tertulia pirata en el armario del cura jefe e invita a tus hermanos a chervecha y colaloca y a comer pipas hasta reventar, que os lo vais a pasar bomba", esa era una sugerencia luciferina que había que rechazar con un gesto arcangélico.

Ya me lo decía el subdirector de mi primer curso anual: "Eres más bucólico que las mariposas" y yo no lo entendía. Supongo que eso equivalía a lo que luego oí mil veces: "Baja de las nubes. El amor se demuestra en las cosas pequeñas; en vez de soñar con matar dragones, lucha por las victorias cotidianas en las que esa grandeza se concreta". Y tenían toda la razón, sólo que, como casi todo allí, eso no iba conmigo. En realidad, yo quería vivir como los numerarios que salían en las anécdotas y estaba sediento de encontrar en ellas numerarios especiales como payasos, arponeros o actores. Mis anodinas victorias cotidianas ("hoy me eché mantequilla; hoy no me eché mantequilla") no me arrancaban gritos de júbilo y nunca fui pródigo en ellas. En cambio, se me daban muy bien los dragones. No le tengo una devoción particular a san Jorge, pero siempre me ha tirado lo épico y lo grandioso. Me imaginaba, por ejemplo, ante una gran concurrencia, partiéndole la cara a un ateo que había osado blasfemar contra la Virgen ¡en mi presencia!; o irrumpía como un héroe en una clínica abortiva y recogía entre lágrimas los cuerpecillos despedazados para enterrarlos dignamente, y la policía, conmovida por acto tan loable, no tenía valor para detenerme; o me rapaba el pelo al cero como Isidoro Zorzano para espantar a las niñas que me perseguían en la fácul. Me imaginaba a mi ángel custodio como un centurión romano todo musculoso que me protegía de las huestes diabólicas y que impedía que se me escapara el autobús y que muchas veces detuvo con sus puños invisibles varios coches que estuvieron a punto de atropellarme. A veces lo imaginaba llorando en un rincón por alguno de mis pecados (esa devoción la sigo conservando y es algo hermoso que aprendí en la Obra). En fin, me imaginaba muuuuuchas cosas. Recuerdo que varias veces pedí permiso para releer en mis diez minutos de lectura "El valor divino de lo humano", porque su vehemencia me ponía a cien, pero nunca me lo permitió mi charlista (y digo charlista, porque "el que me llevaba la charla" me parece muy largo). Tampoco me permitió quitarle minutos a la lectura para dárselos al evangelio, que me gustaba más. De todos modos, en esto de las lecturas espirituales siempre fui un poco por libre.

En cuanto al examen de conciencia, yo abría en el centro de estudios mi sintética y desordenada y desencuadernada y desangelada agenda y confirmaba que, en efecto, no había cumplido casi ningún propósito. Esto de examinar tu conciencia a la vez que ochenta o sesenta conciencias más, me ponía nervioso: iba a toda pastilla y terminaba antes que nadie o al terminar el tiempo de examen reparaba en que yo lo había entregado en blanco. Aún me queda el vicio de los nunca cumplidos propósitos en la agenda.

Más llevadera era la mortificación corporal. Con ella el ángel dominaba a la bestia. Aunque nunca la entendí del todo, tenía algo de caballeresco que me seducía, un no sé qué de templario y morboso y de larga tradición entre los santos más variopintos. No hubo cilicio que se me deslizara muslos abajo ni disciplinazo que no me escociera; eso sí, mientras me fustigaba, menos mal que rezaba la salve, porque me daban unas ganas de decir unas palabrotas… Las otras mortificaciones, las reales, eran más difíciles, por ejemplo, los detalles de cariño con gente alérgica al cariño. En el centro de estudios, al entrar en el comedor era evidente que muchos buscábamos sentarnos con quien más congeniábamos. Es más, a veces uno se cambiaba con descaro de mesa. Y es que ¿a quién le gusta compartir el placer de la comida con un tipo monotemático o antipático habiendo por ahí tanta gente amable? Jodía menos ciliciarte más de la cuenta que esforzarse por ser amable con Gilipichis, cuya sola cercanía me malhumoraba.

Este Gilipichis tenía en el colegio mayor cierto cargo y además trabajaba en Delegación. Durante el desayuno eructaba sus quejas contra las chicas de la Administración (por cierto, las recuerdo a todas guapísimas), que nos ponían una mermelada de naranja amarga elaborada por ellas mismas. Y nos exhortaba, el muy Gilipichis, a dejar la mermelada intacta, para que la Administración pillara la indirecta. Yo, por darle en las narices y en homenaje a las numerarias que desempeñaban con toda dignidad el insustituible papel de mi madre, me untaba visiblemente esa mermelada mientras alababa su exquisitez. La verdad es que a mí tampoco me gustaba nada, así que en realidad me mortificaba para mortificar a Gilipichis. Era una mortificación nacida de lo más bravito de mis gónadas (¿qué tipo de pecado será ese?) Pero Dios es grande y ahora es mi mermelada favorita.

¡Ay, cuántas pajas mentales acerca de la conveniencia de hacer esta o aquella mortificación o cambiarla porque ya me había habituado a ella! Para embrollarlo todo, las compensaciones se entrelazaban con las mortificaciones en un batiburrillo que renuncio a analizar. Así, por ejemplo, mis mortificaciones en el postre las compensaba con el vino, por eso de darme un gusto lícito, pero, en realidad, el vino no me gustaba, así que la compensación me mortificaba (desde luego qué gran verdad eso de que en el pecado está la penitencia). Otro ejemplo: yo, que nunca tomaba café, comencé a tomarlo en la tertulia porque era una de las cosas que se podían hacer sin pedir permiso. Eso sí, para mortificarme, no le echaba azúcar, con lo cual esta compensación también se iba al garete y uno se desquitaba inconscientemente, por ejemplo, empalmando un pitillo con otro. Pero como le acabé tomando el gustillo al café sin azúcar, dejó de ser una mortificación (y sigue sin serlo) y ya no sabía yo cómo mortificarme con el café, así que, como me dio el punto de mortificarme sobre todo con el café, a veces no me lo tomaba, otras veces echaba un poco de café en el azúcar más que azúcar en el café, o dejaba que se enfriase o me daba un ataque de compensaciones y vaciaba la cafetera y luego pensaba en redimirme con alguna mortificación especialmente jodona. En fin, recuerdo que mientras yo hacía todos aquellos silogismos me preguntaba si los demás se complicaban la vida tanto como yo.

La filosofía, la teología, el latín… todo eso me gustaba. Era facilito y te daba culturilla y de esas rentas aún sigo viviendo. De hecho, el otro día unos estudiantes me abordaron en la calle y me preguntaron para un trabajo de religión qué era la Iglesia para mí. Ojipláticos se quedaron cuando les solté sin pestañear eso del cuerpo místico de Cristo. ¿Mande?

En cuanto a los encargos, me dieron en mi centro de adscrito el de llevarle flores a la Virgen los sábados. Las flores, la Virgen y los sábados siempre me han gustado. Pero en el centro de estudios me dieron el de arreglos. No exulté con cítaras y salterios, porque nunca se me han dado bien los objetos: cuando los objetos ven que me acerco, se asustan. Menos mal que lo compartían conmigo otros cuantos más. Alguna vez que otra, en vez de cumplir con mi encargo, me ponía a aporrear una batería que había en el cobertizo, porque me fastidiaba ver a Gilipichis dándonos órdenes a los pringaos mientras él se reía con sus amigotes. Así que entono el "mea culpa", pero, vamos, sin darme golpes en el pecho.

Lo de la santificación del trabajo estaba chupado porque apenas me acordaba de ella. Bueno sí, ponía la estampita mientras hacía como que estudiaba. Si saqué buenas notas, fue por mi facilidad para los idiomas y porque mi carrera era facilita. Esto de la santificación, que nunca entendí del todo, lo oía yo más de cara a la galería que de puertas adentro, donde el tema estrella, que yo recuerde, era, adivina adivinanza, el proselitismo. Ahora que tengo tonsura natural y procuro hacer mi trabajo lo mejor posible, se me olvida santificarlo. La humana criatura no tiene remedio.

La presencia de Dios la olvidaba cuando más a gusto estaba y si milagrosamente me acordaba, decía un par de jaculatorias para rellenar el expediente y seguía con lo mío. ¿Y qué decir, por ejemplo, de la filiación divina? Nunca me dio paz. Yo era un manojo de nervios que sólo el tiempo ha ido pacificando.

La virtud de la alegría no la vivía en absoluto, me explico, no le gruñía a nadie, soy de carácter risueño, pero cuando me abandonaba a la melancolía, no me daba por hacer piruetas. A lo sumo me salían unas sonrisas tan forzadas, que los espejos, de haberme visto, se podrían haber roto. Yo no vivía la alegría como un deber más, sino que la recibía como un don, cuando ella tenía a bien bendecirme (no os lo recomiendo: los psicólogos dicen que hay que trabajársela).

La virtud de la obediencia la vivía, pero cada vez de más mala gana. Aún tengo pendiente preguntarle a un cura si una virtud vivida a regañadientes me servirá en descargo de mis muchos pecadillos.

Cuento todo esto para ilustrar con mi caso cuántas charlas de formación, cuántas sustancias de la Obra, parecían caer en saco roto.


4. Del apóstol y el bañador

El apostolado era harina de otro costal. En verdad, en verdad os digo que era una de las prendas que peor me sentaban. De adscrito lo pasé canutas con ese asunto, sobre todo en los dos años que sufrí de estudiante en un colegio de fomento. Allí los alumnos antiopusinos eran legión y me hacían la vida imposible, con violencia verbal y física o estampándome en los ojos revistas donde algunos hijos de Dios realizaban el acto conyugal. Todo el afán del director de mi centro era que no se me arrugara el ombligo y lo que rima con badajo, enseñándome a dar puñetazos en la nariz. "La sangre les asusta mucho y te dejarán tranquilo". Pero a mí me iba el rollo de Let's the sun shine. Mi charlista, un universitario que no tenía que vérselas con niñatos de puño fácil, se tomaba a chacota el suplicio que para mí suponía ser el blanco de los antiopusinos. "Vencer los respetos humanos" era una coletilla habitual en él. Y para que los venciera (supongo), me envió en cierta ocasión a casa de un chico cuya existencia yo desconocía hasta el momento, para invitarlo, qué díver, a un curso de retiro. El muchacho, muy formalito, soportó con paciencia mi perorata y como quien no quiere la cosa, llamó a su padre para pedirle permiso. El padre, un tiarrón engominado, sin mirarme a los ojos, le dijo a su amantísimo hijo: "Ya sabes: primero la obligación y luego la devoción" o algo parecido, mientras su vástago me miraba triunfante. Y yo allí como un pasmarote haciendo el panoli y comprendiendo que me invitaban a salir de su casa. Si con esta terapia de choque no superas los respetos humanos, eres pariente de ET.

¡Oh feliz adolescencia!

Por eso, cuando me visitan los testiguillos de Jehová, me gusta polemizar y llevar la conversación al terreno de la libertad. Les digo que, tan jovencitos y con espinillas, no tienen por qué ir enchaquetados de puerta en puerta a fastidiarse y a fastidiar a los cristianos los polvos del domingo por la mañana; que actúan con soberbia si, después de que les dan con la puerta en las narices, se limpian el polvo de sus sandalias; que no es ningún pecado asistir a romerías y celebrar navidades; que ser testiguillo no es mejor que no serlo; que Cristo nos quería felices, no jodidos; que el hombre no está hecho para el sábado, sino para el sabadete… En fin. Ni me entienden.

Volviendo a lo mío, mis posibilidades reales de ejercer el tan cacareado proselitismo eran tan limitadas, que mediaba un abismo entre la realidad y el deseo de incendiar los caminos de la tierra, a no ser, claro está, que me hiciera testiguillo de Jehová. Si incendiar los caminos se traducía en invitar a fulanito a la meditación, es normal que nunca me entusiasmase el panorama.

Los demás no debían de ser mucho más eficaces que yo porque pocas veces presencié un lleno en una labor apostólica, como no fuese una excursión chachi piruli a los Pirineos (id est, Turris Civitatis) o a Sierra Nevada a chorrearnos por la nieve con refinadísimas bolsas de plástico. "Por sus frutos los conoceréis", resonaba en mí una voz de ultratumba. Pero luego, recordando lo de la comunión de los santos y la teoría de que en la Iglesia somos todos como vasos comunicantes, salvaba la bondad de esas labores apostólicas imaginándome yo por mal apóstol como el escape de esos vasos. Por culpa mía hacían pipí por algún sitio.

Lamentables eran las catequesis en la parroquia de mi barrio. Comprometidos con el párroco, entre tres numeraritos tuvimos que dar catequesis a chorrocientos niños cada semana porque sólo encontramos a amigo y medio que colaborase. Tuvimos que pedir ayuda a una santa varona medio monja. Y, claro, en el centro, dale que dale, toma que toma, con llegar a más gente. Y el caso es que esforzarnos nos esforzábamos. Pero en Málaga lo que mola es la vida muelle, la playa, los espetos de sardinas, y no dar catequesis a niños de un barrio proletario. Aunque aquella labor que hacíamos era encomiable, la única entusiasmada con ella era la santa varona, la única que lo hacía sin obedecer órdenes de nadie, sólo porque le salía del corazón.

En el centro de estudios tampoco hubo los llenazos apostólicos que los de delegación tenían siempre en sus bocas incendiarias, pero, claro, con ochenta bulliciosos numerarios, se notaba menos. En fin, este desfase atroz entre las exigencias de la Obra y mis verdaderos frutos era desalentador.

El perfil de chico majo que puede ir a medios de formación no abundaba tanto. En mi fácul los pocos mirlos blancos nos lo disputábamos mi compañero numerario de estudios y yo para sendas listas. El que tenía buen corazón no tenía buena cabeza; el que tenía buena cabeza no tenía buen corazón; el que tenía buen corazón y buena cabeza, hacía con la cabeza de abajo cosas que a la Iglesia le da por condenar. Una vez pillé a uno por banda en un pasillo de la facultad y lo invité a una meditación y me dijo por toda respuesta: "Me voy a estudiar". Y desde entonces ni me saludó. Así que en la facultad yo era un bicho raro que no hablaba con el noventa por ciento de la clase para que no se me desmandaran las cabezas; y en el otro diez por ciento, o sea, en los varones, sólo había una decena que soportasen con estoicismo mis invitaciones. Por eso los amigos que llevé al colegio mayor eran casi todos extranjeros incautos y algunos otros que conocí en otros ambientes.

Chicos ligados a otros grupos religiosos conocí bastantes. Ponían miles de amables excusas para no venir al colegio mayor conmigo. Los recuerdo encantadores, más naturales que yo, se emborrachaban si encartaba, buscaban o tenían novia y no tenían horarios estrictos ni daban la vara hablando de su grupo religioso a diestro y siniestro ni me decían la tontada esa de guardar la vista en la playa, pero si les preguntabas, te respondían, con la naturalidad que a mí me faltaba, que hablaban con Dios y que lo llevaban en el corazón, íntimamente. Uno de ellos era novicio y como era bastante atractivo y debía dar bastante morbo, estaba todo el día rodeado de niñas. Yo, qué cerril, en vez de imitarlo, pensaba de él que no vivía bien su celibato. Lo que hace la envidia… En fin, estos chicos tan discretamente cristianos un buen día te sorprendían yéndose a las misiones. Yo, sin embargo, tan agobiantemente cristiano, un buen día, los sorprendí a todos dejando de pronto de hablar de Dios.

Mi charlista era un pesado de tomo y lomo que, dos o tres veces al día (y me quedo corto), me acorralaba en las esquinas con mi lista de amigos en su agenda. Yo veía tal desfase entre sus pretensiones apostólicas y la realidad de mis amigos, que me echaba a temblar cada vez que lo veía. Pero él daba la tabarra, como la vieja al juez inicuo. ¿Por qué no vas a ver a menganito y lo invitas a este curso de retiro? Es que menganito vive en Marchena (a bastantes quilómetros de Sevilla). Pues llámalo. Es que no tiene teléfono. Pues coge el tren y hoy mismo se lo dices. Total, que, por no oírlo más, allá iba yo, como un alma en pena, a un pueblo desconocido a removerle el alma a un chico que, más que un amigo, era un nombre en mi agenda. Las caras que ponían estos chicos y su familia al verme aparecer sin permiso en su pueblo o en su lugar de veraneo a hablarles de retiro y de confesión y de guardar la vista en la playa y de no tocarse la minga más que para mear, eran para ser fotografiadas por Satur. Después de esto, algunas amistades se resentían o te dejaban claro que amigos sí, pero que el Opus a mil quilómetros. Sé que otros numerarios se lo montaban mejor, lo hacían con más desenfado y soltura, pero no era mi caso desde luego.

Yo por entonces daba clases particulares a un bachiller para sacarme unas perras. Este chico era muy buena persona e impresionaba de lo educado y guapetón que era. Según un subdirector, era tan buenapinta, mirliblanco y majete, que me dijo que, a pesar de no ser bachiller, lo invitara al Univ. El chico se entusiasmó con la idea. Pocos días antes de la partida, este subdirector, que lo organizaba todo, no me dejó ir, sin darme ninguna explicación. Supongo que se debía a mis problemas económicos, que, sin embargo, no impidieron que me dejara ir el año anterior. Mi amigo se presentó, pues, al autobús con sus maletas, pero se negó a subir al enterarse de que yo no iba. El autobús repleto miraba estupefacto cómo el subdirector trataba en vano de convencerlo. Yo consideré el hecho un homenaje a mi amistad; o tal vez el chico presentía que sin mí, que era menos cañero que otros en eso del apostolado, se iba a encontrar más indefenso. Para colmo, tuve que decirle a este chico que era yo quien había decidido en el último momento no ir, porque en la Obra las órdenes de los directores tienen que presentarse como decisiones propias. Lo malo es que no eran propias, sino que yo intentaba convencerme de que lo eran, y, claro, se me revolvían las tripas mientras mentía como un bellaco.

Pero a mí lo que se me daba muy bien era invitar a mis amigos a comer conmigo en la piscina. Luego era un auténtico problema explicarles qué hacían treinta tíos salmodiando y paseando por el jardín. Es que están rezando el rosario, explicaba yo como podía, mientras nosotros hacíamos el bestia en la piscina. En dos de estas ocasiones, mi charlista me dijo que les hiciera una corrección fraterna a mis amigos por sus bañadores ajustados. A mí esto de decirle a un chico que marcar el paquete era una falta contra el pudor, me hacía sudar sangre, sobre todo porque así era la moda de los bañadores por entonces y ellos los llevaban inocentemente, se los compraban sus madres. El que no era inocente era yo. Además, ¿qué amigos hay en el mundo que se digan por ejemplo: "Te voy a comentar una cosilla. He observado que miras a las niñas babeando y dándome codazos. Debes cuidar la vista…"? Con mi experiencia actual, sé que los amigos no se corrigen unos a otros esos gustazos: los comparten. Pero, en fin, menos mal que, en mi sabiduría, opté por no usar con este amigo mío la fórmula introductoria de la corrección fraterna y, supongo que saqué el tema de la moda veraniega como quien no quiere la cosa y, como es materia más pegajosa que la pez, acabé hablando de bikinis. La imagen de los bikinis debió de estropearme los silogismos que tenía preparados y acaso me hice un lío. El caso es que terminé con la siguiente sentencia: "Llevar bikini es de furcias" (bueno, usé otra palabra, porque "in illis diebus" se le había pegado a mi antes tan casto vocabulario la santa desvergüenza). Pero, quién lo iba a pensar, resulta que la cuñada de este amigo mío, a la cual él quería como a su hermana, usaba bikini y si yo insistía en llamarla furcia, él me partía la boca allí mismo. El caso es que este chico, (un buenazo, entre otras cosas, porque me soportaba), se presentó otro día con un bañador modelo cartujo que le cubría hasta las rodillas, para que yo pudiera guardar la vista. La verdad es que eso era una prueba de amistad.

Y a propósito de bañadores, en una convivencia varios numerarios aficionados a la fotografía nos hicieron fotos en la piscina y, cuando las revelaron, se las repartieron a todos, menos a mí. Al parecer la foto era indigna: parecía que yo estaba en pelota picada y la postura en que me habían pillado contribuía a ello enormemente. No hubo manera de conseguir también yo mi foto. La orden venía de arriba. Así que mi mal rollo con los bañadores es de órdago. Dos bañadores de nadador que me han regalado duermen el descanso de los justos en mi armario. Por cierto, si vierais mi armario...

Pero, en fin, volviendo a mis proezas apostólicas, contaré que, al empezar el curso, mi buen compañero el filólogo y yo decidimos organizar una conferencia en el colegio para atraer a gente de nuestra facultad. Bueno, sobre todo la organizó él; yo lo seguía como un comparsa. El subdirector nos regañó por el título, que echaba atrás al más forofo. "Concepto y función de la filología". Lo malo es que las invitaciones ya estaban impresas y que disertaba, ni más ni menos, ¡el mismísimo catedrático de indoeuropeo!, toda una celebridad. El título atrajo nada más que a dos o tres incautos y hubo que rellenar la sala con varios numerarios de Económicas; estos, para darme ánimos, me preguntaban si la conferencia iba a ser en indoeuropeo. El pobre catedrático disertó con brillantez de tema tan ameno ante aquel público escaso e incapaz de entenderlo y cuando llegó el turno de preguntas, yo me quería morir. ¿Cuándo empieza el plazo de matriculación? ¿Hay becas para irse a estudiar a un país extranjero? El catedrático nos respondía con toda cortesía que de tales cuestiones se encargaba la secretaría de la fácul; y en busca de preguntas más pertinentes, empezó a indagar en otros chicos. Oyó con estupor respuestas como esta: "Bueno, yo soy de Económicas, pero me interesan mucho el concepto y la función de la Filología".


5. De tipos de miembros

Esto de rellenar tertulias culturales con numerarios ajenos al tema era una práctica habitual. Como no se llenaba con amigos, había que rellenarlo con numerarios para quedar bien. Una vez un numerario invitó a un poeta a recitar sus poemas. Le ayudé a hacer una recolección masiva de numerarios, pues el poeta era también una celebridad. Éramos unos veinte. Los que pensaban dormirse se sentaron en las zonas más oscuras de la sala. El poeta recitó con verdadera emoción, pero, mira tú por dónde, lo que a él le gustaba era dialogar con jóvenes poetas como nosotros. E inició un turno de preguntas. Yo me eché a temblar. Había un numerario encantador, músico, poeta y filósofo, pero que tenía el don de la tartamudez. Como yo también tartamudeo un poquillo bastantillo, me llevaba muy bien con él. Fue el único que hizo una pregunta interesante; lo malo es que tardó una barbaridad en formularla. El caso es que yo envidiaba la falta de complejos de este chico que hoy ha triunfado como guionista de cine. Luego, creo que os hablé en mi anterior escrito de Pedepito. Pedepito estaba allí. Era un incondicional rellenador de tertulias. Su actitud no se limitaba a estar allí como un mueble, como los de Arquitectura o Derecho, sino que colaboraba con preguntas. Formuló una pregunta alambicada, enorme, con miles de ramificaciones, tras la cual el poeta suspiró y dijo: "Bueno, son muchas preguntas en una. Intentaré responderte a todas. Para empezar…" y ante el pasmo de todos, Pedepito, como ya había colaborado más que nadie, consultó su reloj y ¡se levantó y se fue! y dejó al pobre poeta con la palabra en la boca. Yo me cabreé con él de lo lindo. Pero Pedepito, ni caso. Y el caso es que ahora lo alabo: encima de que le quitamos tiempo para un asunto que no le interesaba y él, tomándoselo más en serio que los mismos organizadores, hacía una pregunta seria que jamás se me habría pasado a mí por el magín, encima, ¿pretendía yo que se quedase él hasta el final? Su libertad de espíritu era impresionante.

Pedepito era así. Y Pedepito me lleva a hablar de la parte más amable y divertida de la Obra: las personas. Realmente eso fue lo que me atrajo de la Obra y lo que mejores recuerdos me trae. Pasé ratos realmente felices con todos ellos. ¿Cómo podía venirme tan mal un traje que llevaban personas tan encantadoras como Pedepito y muchos otros que recuerdo?

En fin, vuelvo a mi ídolo. Todos se reían de Pedepito y a él le importaba un comino. Una noche, vinieron un cantaor y un guitarrista a cantar en la tertulia, en el patio de armas del castillo de Almodóvar, invitados por un poeta agregado. Pedepito, mirando a las estrellas de hito en hito, informó al cantaor de que, como granadino que era, sentía nostalgia de su Granada. ¿No cantará usted para mí unas granaínas? El cantaor, gentilmente, se arrancó por granaínas. Va por el de Graná, le dijo. Apenas había empezado a cantar, cuando Pedepito, con sus habituales movimientos de pajarito, consultó su reloj, y como ya había colaborado en aquella tertulia con una pregunta, se levantó y se fue y dejó al cantaor con los jipíos al aire y a nosotros abochornaditos.

Había en el colegio mayor unos numerarios muy guasones. Uno de ellos, por cierto, trucaba su bonobús con papel celo y con ese bonobús iba a todos sitios gratis hasta que lo pillaron y, aunque aquello me escandalizaba, nunca se me ocurrió corregirle por robar al erario público. El caso es que estos numes le encargaron llevar unos documentos internos al colegio mayor Guadaira, a diez minutos de allí, con la advertencia de que por nada del mundo debían caer en manos ajenas. Allá que fue Pedepito con el paquete bajo el brazo. Otros numerarios lo aguardaban disfrazados de macarras en la calle con una grabadora para captar la conversación y lo atracaron. Pero Pedepito, como el niño san Tarsicio que se dejó matar antes de entregar a los niños paganos de la calle la sagrada forma escondida en su pecho, no entregó el paquete ni aunque lo linchasen. Un poco más y muere mártir.

Era muy curioso Pedepito. Durante el rezo del rosario o mientras cantábamos la salve, se oía en medio del vozarrón marcial de los numerarios su voz de pito ir por cuenta propia, con modulaciones melifluas, adelantándose o retrasándose según le viniera la inspiración. Estábamos todos diciendo santa maría madre de Dios y ya estaba él rogando con sus gorgoritos por nosotros pecadores. Yo le hice una corrección fraterna, y el pobre hizo esfuerzos, pero se ve que si rezaba al unísono con nosotros, no podía concentrarse.

Cuando Pedepito no pudo ya, sin incurrir en pecado, escurrir el bulto de ayudar al cura en misa, se pasó no sé cuántos días aprendiendo paso por paso la ceremonia. Llegó el ansiado día y todos nos frotábamos las manos para disfrutar con el espectáculo. Por desgracia para él, oficiaba ese día un cura con úlcera y mala uva. Pedepito, como yo, tenía por entonces movimientos rápidos de colibrí. Y cuando, tras la comunión, el cura juntó los dedos índice y pulgar sobre el cáliz para que Pedepito vertiera el agua, Pedepito, que estaba en la otra punta del altar palmatoria en mano, se quedó en blanco mirando con horror al cura sin saber qué tenía qué hacer ahora. Pero no importaba, Pedepito tenía recursos para todo y se acercó raudo y solícito al cura con la palmatoria encendida pensando que el cura quería más luz para ver el cáliz por dentro. Que estuviesen los dos mil focos del oratorio encendidos era lo de menos. Todos nos descosimos de risa menos el cura.

Pedepito me hizo a su vez una corrección fraterna de lo más dadaísta. "He observado que te retrasas comiendo y siempre llegas tarde a la visita al Santísimo. A mí también me pasa (Pedepito era de todo menos soberbio) y, claro, cuando todos van por el tercer padrenuestro, no veas lo que tengo que correr para pillarlos". Yo se lo agradecí, pero me extrañó mucho que alguien que llegue tarde a la visita rece a toda leche los padresnuestros que le faltan para pillar a los demás en el último. Yo más bien rezaba por donde iban todos y santas pascuas, no sé si luego rezaba lo que me quedaba.

¡Ay Pedepito! Un tío de pelo en pecho.

Las tertulias daban para mucho. Una vez el director se presentó con un diplomático que había trabajado en los países nórdicos. A un numerario se le ocurrió preguntarle, con intenciones edificantes, si había mucha diferencia entre los jóvenes de aquí y de allí. Vaya que sí la había, dijo el diplomático soltándose un poco el pelo, porque, la verdad, entre chicos tan formalitos y enchaquetados se debía de sentir un poco extraño. "En una fiesta a la que me invitaron", comentó, "todos acabaron revolcados y en pelota en el suelo haciendo de todo". Se estaba él emocionando con su descripción de camas redondas, cuando al comprobar el incómodo silencio que provocaban sus apasionadas descripciones, se puso colorado como un tomate hasta que el director vino a auxiliarlo con otra pregunta.

Menos mal que estas cosas aligeraban el fardo de tantos criterios y normas.

A veces presencié, sin embargo, cómo para algunos subdirectores y charlistas y jerarcas estos criterios y normas se hacían cumplir aun a costa de la delicadeza habitual de la Obra. Y a propósito de esto contaré tres tontadas muy ilustrativas.

En un círculo breve más largo que un día sin pan, mi charlista, que era muy tiquismiquis, nos recordó el criterio de llevar calcetines (aclaro que ir con calcetines en pleno agosto sevillano, aunque es elegante, es peor que ponerse solideo). Quiso el destino que fuéramos varios los descalcetinados en primera fila. Se produjo un sonrojo general. ¿No habría sido más delicado decírselo uno a uno y no dejar en ridículo a los descalcetinados? (A propósito, ¿y el morbo que daba al final ver a un hermano de rodillas confesando una falta, aunque esas confesiones hubiesen sufrido censura previa?)

La primera vez que comí en un centro de estudios fue en un curso anual que hice, siendo adscrito, en Granada. Yo estaba haciendo la charla y el charlista que me tocó en suerte (este sí que era un encanto) debía ser novato en esto del charlismo, porque me dio miles de ilusionados consejos y explicaciones. Total, que la charla duró una eternidad y nos retrasamos. Intentando retener todos los consejos recibidos, me apresuré con él hacia el comedor mientras él me explicaba que tenía que acercarme a la mesa del director, esquivando a las chicas de la Administración, y solicitarle venia para comer, previa explicación de la causa de mi retraso. Demasiadas complicaciones para un novato como yo. Allá que fui yo esquivando numerarias, mirándoles los pies muy a la ligera, porque tras los pies venían las piernas y tras las piernas, ellas, y si las miraba, me enamoraba yo todo (por cierto, varias veces me pasó desde entonces que coincidían sus ojos con los míos y yo me moría de susto y de gusto). En fin, llegué a la mesa del dire y no había abierto yo la boca para decir "es que", cuando el director me riñó en voz alta, delante de aquellos numerarios a los que yo tenía por héroes, con palabras muy duras. Desde entonces, temí más que quise a este director. Desde luego, nunca más llegué tarde a comer y siempre fui cumplidor con esa norma, pero se hizo a costa de la delicadeza, del buen hacer y, lo que es más importante, de mi orgullo de machito. La estrategia de reprender en tono severo y públicamente a alguien sólo se debe usar cuando se ha comprobado que fallan las buenas palabras. El director buscó la eficacia más que la justicia. Es cierto que si me hubiesen hecho en privado una corrección fraterna por haber llegado tarde, tal vez habría seguido llegando tarde, pero como dice Chesterton: "La justicia es más importante que la disciplina".

Una vez vino uno de los venerables famosos a una tertulia. Yo lo tenía por una persona humilde, porque en una tertulia anterior un numerario, con poco tacto, lamentó que en un libro suyo pusiera más palabras suyas que de nuestro Padre y él se lo tomó con deportividad. Pero esta vez un numerario ingenuo y noblote no tuvo otra ocurrencia que preguntarle si era cierto que había pique entre la Delemó y la Delemé de Madrid, o sea, entre la Delegación Oeste y Este de Madrid. El venerable famoso respondió de mala manera que eso era una necedad y algunos le rieron la gracia. El pobre chico se hundió más en su silla, ruborizado. A mí siempre me ha conmovido el rubor, porque es lo único que no puede fingir el hipócrita. Así que este famoso venerable me pareció más humilde que delicado.

Este tipo de cosas, que no son para tirarse de los pelos, eran, sin embargo, frecuentes, y jodían lo suyo, porque uno entregaba esforzada y generosamente su obediencia a los directores y lo menos que se podía pedir es que ellos dieran órdenes también delicadamente, sobre todo teniendo en cuenta que era Dios el que daba las órdenes por su boca. Creo que el inmenso y divino poder que en la Obra se concede a los directores hace que seamos tan sensibles a sus fallos, a no se que obedezcamos como autómatas.

Pero, en fin, debo decir que en la Obra encontré casi siempre buenas personas, que son, como ya he dicho, las que más tiempo me retuvieron allí. En realidad, yo sólo aborrecía a Gilipichis. De haberlo conocido en otras circunstancias, me podría haber caído hasta simpático. De hecho, contarlo ya me está reconciliando con él (¡oh el poder de la confesión!) Puesto que "si no puedes alabar, cállate", la gente, en vez de decir que era un indeseable, se limitaba a comentar, como si fuera una gracia que lo adornaba: Es que Gilipichis tiene mucho colmillo. Y vaya si lo tenía. He conocido muchas personas con colmillo, pero todas tenían un fondo de buena persona que a éste no le encontré ni echándole imaginación al asunto. Incluso, durante la misa, lo vi en más de una ocasión dormido y sin comulgar. ¡Con el trabajito que me costaba a mí estar limpio cada mañana para poder comulgar! Yo no sé qué pintaba allí y me pregunto si ahora es un ex con mala leche. Escandalizaba cuestionando los estudios internos y las órdenes de los directores, alardeaba de sus amistades particulares, comparaba numerarios. Cuando subía a las tertulias de nuestro grupo, había que bailar a su son y a un numerario que se atrevió a contradecirle en algo perfectamente opinable, lo insultó públicamente, lo miró con verdadero desprecio y el subdirector de mi tertulia lo consintió y no me permitieron hacerle una corrección fraterna, dándome a entender que era algo de lo que los directores eran conscientes. ¡Ay de quien le llevara la contraria! A él le fastidiaba que yo me pusiera gallito con tanta frecuencia, aunque al final yo agachaba siempre la cabeza (no soy un héroe, salvo con los dragones). En una ocasión, lo desafié en público desobedeciendo una orden suya que yo creía injusta. Todavía me pregunto qué habría pasado, si yo finalmente no hubiera cedido.

Parece increíble que una sola persona contribuya a poner en duda tu vocación, cuando el hecho, por ejemplo, de que haya malos cristianos no empuja a los demás a apostatar, pero es que en la Obra es diferente. La Obra se nos presenta tan sumamente inmaculada, que a uno se le caen de los ojos unas como escamas cuando ve defectitos en sus miembros viriles (excluyo a las mujeres de la Obra porque para mí eran y son todas inmaculadas). Uno hace verdaderos esfuerzos por ser bueno con todos y, por tanto, uno no entiende qué pintan en la Obra los que parecen actuar según les dé el aire. O Gilipichis o yo nos habíamos equivocado de sitio. Las indignidades en los numerarios escandalizan tanto como en los curas, porque precisamente los numerarios indignos no son la norma (al menos en mi breve experiencia eso me pareció). Uno, para salvar la contradicción, aplica a la Obra el mismo principio que a la Iglesia: la Obra es santa, pero no lo somos sus miembros viriles. Pero a mí no me apetecía vivir con miembros tan porculizantes como Gilipichis. Me imaginaba en un centro cohabitando con él y se me cerraban todos los esfínteres. Y es curioso: los muchos y espontáneos detalles de cariño de los demás para conmigo podían menos que los roces con esa persona.

Otro hecho que contribuyó sin duda a darme cuenta de que la Obra tampoco era un paraíso dentro de la tierra como yo creía fue un encontronazo con un numerario pianista que se levantaba de muy malas pulgas. Iba a entrar él en la ducha de la que yo estaba saliendo y él, con los ojos pegados todavía, y yo, con mi habitual atolondramiento, no nos poníamos de acuerdo por qué lado entrar y salir. Tras varios inútiles amagos, chasqueó la lengua con fastidio y yo, qué imprudente, lo imité para demostrar que si él no se lo tomaba con buen humor, yo tampoco. Entonces me tiró de un empujón al suelo de la ducha y estuve a punto de desnucarme. Luego, en el desayuno, se disculpó por su mal pronto. Pero ese suceso me sirvió para darme cuenta de que en un segundo, sin quererlo ni beberlo, la convivencia con gente que tú no habías elegido ni engendrado podía reventar por cualquier sitio. Y, la verdad, pasarte la vida conviviendo con gente tan hormonal como tú y cuyos buenos sentimientos hacia ti nacen a veces no del corazón, sino de propósitos en su agenda, se me antojaba un panorama sólo propio para unos años de internado, pero no para toda la vida.

Y ha llegado el momento de hablar de don Aristocréitor. Este don Aristocréitor era el cura jefe, el director espiritual del centro de estudios, y está muy relacionado con mis problemas de perseverancia. En aquellos dos años y medio tuve con él varios roces.

En una ocasión tuvo la deferencia de prestarme un libro de un filósofo cristiano (creo que un tal Charles Moeller) que comparaba la filosofía griega con el cristianismo. Dado que yo estudiaba Filología Clásica, esperaba él que me interesara. Me preguntaba por el libro con frecuencia y yo, con vergüenza de no estar a la altura de sus expectativas, le confesaba que seguía anclado en el primer capítulo. Eso se debía a que mi poco tiempo libre prefería dedicarlo a reírme, tocar la guitarra, componer poemas malos, pero sobre todo tristes, y evadirme con novelas, que siempre me dejaban la sensación de la cantidad de cosas que a mí nunca me ocurrirían por ser numerario. El caso es que un día, harto de que no avanzara en la lectura, me pidió enojado que le devolviera el libro. Desde luego tenía toda la razón del mundo.

En otra ocasión, me vio, durante una convivencia en Pozoalbero, tumbado a la bartola y despatarrado en una tumbona (en mi recuerdo es una hamaca, pero supongo que no habría hamacas en Pozoalbero) fumando y tocando la guitarra. La postura era difícil, pero era el símbolo del numerario que aprovecha una cola de tiempo para darse un atracón de compensaciones: postura horizontal, pitillo, guitarra, música de amor, piernas sensualmente abiertas, pelambre pectoral al aire. Por cierto, habría sido un puntazo que por entonces yo estuviera cantando la italianada aquella de "Dopo un anno l'ho capito che non si può morire dentro" (que en traducción española decía: "Tras un año he comprendido queeeee de amor ya non se muere"). Total, que don Aristocréitor se presentó por allí meneando la cabeza y no recuerdo qué me dijo, pues siempre fue enigmático y epigramático y ático; el caso es que me fastidió el tinglado. Supongo que lo que quiso decir fue algo así como: "Menudo espectáculo. No me extraña que, por mucho que te cilicies, tengas problemas de pureza" o bien "Con estos ratos para ti mismo mismamente, demuestras que no estás entusiasmado con tu vocación". Vete tú a saber.

Don Aristocréitor además nos regañaba cuando alguien preguntaba de una película: "¿Se puede ver?". Esa pregunta equivalía a: "¿Ha pasado ya la censura y nos la van a dejar ver, porfa?". Según él, se nos veía el plumero, esa pregunta era de mal espíritu, de colegialas deseando un regalito de las superioras porque están a disgusto en el internado. Creo que pedía peras al olmo. En las sesiones de cine nos lo pasábamos en grande y estábamos deseandito ver películas, al menos yo, aunque fuesen malas.

En otra ocasión convencí al director de que nos dejara ver ¡el Festival de Eurovisión! En un anuncio salió un culturista musculoso hasta la náusea. Yo (como tantas veces, me pasé varios pueblos) dije que, como obra de Dios, ese hombre estaba muy bien hecho. Se ve que al reprimido que era yo entonces el culturista le hizo tilín y tolón. No quiero ni contar qué me contestó don Aristocréitor.

El colmo fue una vez que comía yo con él en la mesa. Comenté que a mis catorce años vi en Cazorla a un metro de mí una cierva y que me quedé prendado de su belleza. Es de suponer que alabé a la cierva con más epítetos de la cuenta, al borde de la zoofilia, porque él hizo algún comentario irónico, algo así como que yo no llegaba a la categoría de ciervo, que me quedaba en macho cabrío, es decir, en cabrón, o que los machos ibéricos decían muchas tonterías (como veis, tenía colmillo cuando quería). Y yo, picado, solté una frase que dio mucho juego en el lapidario de una fiesta: "De macho cabrío nada; en todo caso, soy un cisne". Sí, ya sé, mis salidas eran de tono, con poco ingenio y bastante marcianas, porque, la verdad, me parezco a un cisne lo mismo que un pan tostado a una mariposa. Y el cura, que era la aristocracia transubstanciada, debía sentir a mi lado verdaderas dudas de vocación: ¿Qué hago yo, se preguntaría, en medio de postadolescentes con problemas de penesonalidad? Y ahora que lo pienso, cuando uno cuenta estas cosas, sólo repara en lo que uno sufrió. Pero, ¡lo que debieron de sufrir conmigo! Podrían haber sido más cínicos, haberme clavado colmillos hasta los tuétanos, pero se contenían supongo que por caridad. ¡Oh Dios, la cantidad de palabras aladas y necias que por aquellos días salieron del cerco de mis dientes no caben en los hexámetros de Homero! Pero es que me gustaba por entonces provocar con sandeces o dar la nota. Supongo que era un modo de reafirmar mi personalidad en medio de tantas renuncias. Pero, en realidad, tengo que darle razón al puñetero: yo era un machito ibérico con pretensiones de cisne, sólo que ahora pienso que sin la Obra ese híbrido habría sido menos monstruoso. Y eso el cura sería incapaz de reconocerlo.

El caso es que no le tengo tirria. Lo recuerdo más bien con cariño. Lo que él quería era que yo perseverara y por eso me lanzaba indirectas. En el fondo me halagaba ser objeto de interés de aquel cura refinado, culto, con gomina y gemelos de oro, que fumaba rubio con boquilla y que una vez tuvo el detalle (se lo agradezco de veras) de recordarme que los cogotes, sobre todo cuando son harto peludos, conviene afeitarlos de siglo en siglo.


6. De consultismos y normismos

Pero, sin duda, la prenda más incómoda, el plato más indigesto, era rendir el propio juicio. No es que a mis veinte años yo tuviese juicio propio, pero ya hacía mis pinitos. Yo había dejado de ser el adscrito adolescente que a todo decía sí, buana. Ahora había que convencerme. Ahora era yo un hombretoncete con todas sus cositas y el escozor de la juventud me hacía rebelde.

Por ejemplo, me jorobaba que tantas novelas actuales fuesen inadecuadas para mi carácter sentimental Y esto de que me censuraran las cartas sólo lo llevé bien cuando era adscrito, porque recibía pocas, pero cuando me fui al centro de estudios, mis amigos me escribían bastantes cartas y cuando me las encontraba censuradas, sentía que los hilos que me unían a ellos los recortaba mi subdirector en vez de reforzarlos. En cierta ocasión le pregunté por carta a un amigo mío cristiano de base qué opinaba del Opus Dei. Era una pregunta retórica. Yo ya sabía lo que opinaba, pero me gustaba y me gusta discutir de todo. Este chico, con toda su buena voluntad, me envió una carta donde, advirtiéndome, me escribía con letras muy grandes y apremiantes algo así como: ¡POR FAVOR! LEE EL FOLLETO QUE TE ADJUNTO. ME LO HA PASADO UN CURA AMIGO MÍO. El folleto no estaba en el sobre. El subdirector de mi grupo, de conocerme un poco mejor, habría comprendido que leer el folleto antiopusino habría sido para mí un aliciente para refutarlo y si él lo hubiese leído conmigo, hasta podríamos habernos reído juntos. Pero como las cosas no fueron así, acabé pensando que yo era un soberbio por desear leerlo y que mi amigo iba por muy mal camino por no apreciar ese miembro robusto y bello de la Iglesia que era la Obra y por simpatizar con la teología de la liberación y no dar importancia ni al sexto ni al noveno mandamiento. Lo que son las cosas: yo me he apartado de la fe y este amigo mío ahora es cura.

Sin embargo, mi subdirector, no sé si porque no las leyó o no las entendió, me pasaba completas las cartas de un antiguo compañero del instituto que, quizá para escandalizarme o espabilarme, me contaba sus dudas sexuales y su visión pornosófica de la vida. Todavía recuerdo el contenido de aquellas cartas por lo mucho que entonces me impresionaron. Lógico, era de las pocas cosas sin censurar que leí por entonces. Ese es el riesgo de sobreproteger al nume de los peligros exteriores: que al menor descuido del jefe, el peligro le ataca más que a nadie. Tanto cuidado para que uno no se pervierta y así persevere, en mí produjo el efecto contrario.

Peor que lo de las cartas, era entregar mi poco tiempo libre. Don Aristocréitor una vez me regañó por verme leer un libro minutos antes de entrar a comer en vez de charlar con mis hermanos. Reconozco que es más enriquecedor hablar con personas que leer un libro que sólo me servía para evadirme. Pero, claro, puesto que no me dejaban leer por la noche y durante el día había tantas cosas que hacer, yo devoraba libros en colas de tiempo. Los caprichos, los gustos personales, las aficiones, que sirven para reafirmar un poco la personalidad y mantener un mínimo espíritu creativo, quedaban tan postergados, que para darles un lugar me las ingeniaba como podía, por ejemplo, robándole tiempo al estudio para mis idiomas, mis poesías y mis lecturas.

Que yo recuerde, el tiempo libre era más bien propio de los cursos anuales, durante los cuales tuve que dar a veces clases particulares para mantenerme económicamente. El resto del año había poco tiempo libre y muchos ratos de ocio eran fiestas comunales en las que no siempre podías hacer lo que querías.

Para hacer lo que uno quería fuera de horarios y de los habituales quehaceres había que recurrir al consultismo, es decir, a consultarlo con los directores, por cuya boca me hablaba el mismísimo Dios. Como yo era muy dado a hacer cosas que no eran las que se esperaba que hiciera, era muy dado al consultismo. Aun así, ¡cuántas cosas agradables dejé de hacer con tal de no consultarlas! Si hubiera sido una persona menos escrupulosa, habría hecho más a menudo lo que me daba la gana, pero yo quería ser del Opus Dei y feliz a la vez, y dado que el lema era "obedecer o marcharse", me empeñaba en obedecer para seguir siendo del Opus Dei, pero intentaba hacer a la vez lo que quería para ser feliz y no tener que marcharme. Pero el consultismo, a fuerza de crisparme y de eliminar mi espontaneidad, me fue enseñando que yo no podía ser feliz y de la Obra a la vez.

No sé si en teoría la fórmula era informar de lo que uno pensaba hacer. Por ejemplo: "Mira, subdire, que, aunque ha empezado el tiempo de la noche, me voy a hacer un puzzle al garaje porque no tengo sueño. Te lo digo pa que lo sepas". Pero en la práctica, al menos en mi caso, consistía en humillarse solicitando venia del modo más sobrenatural posible para hacer algo que no era nada sobrenatural, sino un capricho: "Mira, subdire, que es que tengo un amigo muy aficionado a los puzzles, que me ha dicho que se confiesa si le hago este puzzle que a él no le sale". Claro, casi nunca colaba, pero uno no dejaba de consultarlo, por si caía la breva. Para colmo, unos subdires eran más blandos que otros. El mío no era especialmente permisivo y eso contribuía a mi encabronamiento y al creciente deseo de no someterme más que a mis propios deseos.

Sólo gracias a una rarísima conjunción de los astros conseguía uno, por ejemplo, darse un garbeíto con otros numes sin ninguna excusa apostólica y sin que fuera parte de tu deporte semanal o algo así. Si cada nume conseguía licencia de su subdire (éramos tantos que había tres grupos de numerarios, con sus respectivos subdirectores), al menos esas veces te lo pasabas bien y con la conciencia tranquila.

¡Y qué difícil era el simple hecho de oír música! Una vez un amigo mío que tocaba el violonchelo me grabó unas cintas con el fin de iniciarme en la música clásica. Recuerdo como algo rematadamente difícil conseguir un aparato para poder oírla: nunca había aparato disponible y si lo había, no había un lugar discreto donde hacerlo y si había aparato y sitio, no era el momento adecuado. Creo recordar que el aparato de música era de un nume, que lo prestaba de mala gana, porque nunca se sabía en qué manos iba a acabar.

Especialmente codiciados eran los auriculares. Una vez estuve enfermo y me dejaron unos. ¡Oh qué noches tan deliciosas e insomnes con la música! Recuerdo que un numerario me los pidió encarecidamente porque padecía de insomnio y yo, con la excusa de mi enfermedad, me aferré a ellos mezquinamente. Como yo pensaba por entonces que me iba a morir en la Obra y que noches como esas no se me iban a prodigar, estaba ridículamente aferrado a algo a lo que la gente normal no le da la mayor importancia porque está al alcance de cualquiera. Me figuro que algunas de estas cosas no serían así en un centro con menos gente, pero el consultismo al parecer era de por vida.

Muchas veces, al llegar el tiempo de la noche, se me caía el mundo encima y yo no tenía agallas ni picardía para organizar tertulias pirata. Pero, eso sí, necesitaba rematar la jornada con algo que me gustase realmente, para convencerme con ese gusto de que se estaba bien allí. En general, se trataba de leer o escribir. Como casi siempre me denegaban el permiso, empecé a consultar si me podía quedar a estudiar. Pero como este permiso tampoco se prodigaba, me quedaba a ver, con tal de trasnochar un poco, Estudio Estadio, que era un programa que resumía el fútbol de la semana y que se permitía ver los domingos por la noche a quien quisiera. Pero esa compensación, como tantas otras, se convertía en una mortificación: por más interés apostólico que puse en el fútbol por eso de tener algo de qué hablar con mis amigos, nunca llegó a interesarme. Y al final acababa yéndome encabronado a mi habitación sin terminar de ver el programa.

Tantos noes a mis consultas fomentaban en mí un sentimiento doble, según fuera mi estado de ánimo: "Tengo muy mal espíritu por desear hacer cosas inapropiadas" o bien "Esto de ser nume es muy jodido". Si hubiéramos sido frailes, lo habría sobrellevado a disciplinazos en mi celda o metiéndome mansamente las manos en las mangas del hábito, pero como uno era nume y por tanto laico y del mundo, uno decía "¡Joder!" y se jodía. Pero cada día en peor plan.

Daba la sensación de que el colegio mayor era una inmensa colmena donde cada abeja obrera sabía muy bien su cometido y a él se encaminaba solícita. Yo me movía entre ellas diciéndome: "Yo debo hacer tal cosa, pero me gustaría hacer tal otra". Pero no podía ser, uno no podía pasillear, mariposear de nume en nume, canturrear en una habitación a las doce del mediodía… Si te encontraban ocioso con otros tres en un cuarto, llegaba un secre o un subdire y nos preguntaba qué estábamos haciendo y nos ponía los puntos sobre las íes. Hasta lo más inocente se volvía malo. Si eso era una manera de mandarnos a la calle a hacer apostolado, la verdad es que lo conseguían: con tal de salir un poco, yo era capaz de llamar a mi peor enemigo.

Cuando uno hacía algo sin consultar, lo hacía mirando para los lados, como los que van a cometer un delito. Si te encontraba un nume en tu misma situación, había tertulia pirata. Pero si te pillaba un subdire y te preguntaba qué hacías leyendo a escondidas y a deshora, uno agachaba la cabeza y se iba a vivir el fascinante tiempo de la noche, a no ser que, ¡oh milagro!, tuvieras permiso. En ese caso mirabas con cara de perdonar la vida y decías, sin dar más explicaciones: "Estoy haciendo lo que tengo que hacer".

En cierta ocasión, yo sorprendí a Gilipichis con alguno de sus asiduos viendo una peli por la noche. Como me fastidiaba la desigualdad y que él consiguiera tantos permisos, me empeñé en ver también yo la peli, pero él me echó con no sé qué amenazas o con el poder petrificante de su mirada.

¡Ay Dios mío! ¡Cuánta dignidad perdida en aquellos días! ¿Cómo pude soportar la humillante losa del consultismo durante tanto tiempo? Recuerdo que en algunas ocasiones yo me preguntaba: ¿Qué necesidad tengo de ir pidiendo permisos para tontadas, de aferrarme miserablemente a unos auriculares, de mendigar placeres que la gente normal desprecia, de ponerme a ver el fútbol que nunca me ha gustado, de empeñarme en ver una peli con Gilipichis, de pervertir las relaciones con gente que me cae bien, de arrastrarme por los pasillos haciendo labores que yo no deseo y que ha fijado para mí la abeja reina? Si eso era volar como las águilas, yo prefería volar adocenado como las aves de corral. Al menos en el corral habría gallinas.

Tengo un vago recuerdo de algunas charlas donde nos dijeron que la Obra no es un club de amigos y que si uno no estaba entusiasmado con su vocación, la Obra se convertía en un incordio que nos aburría a fuerza de obligaciones, pero que esas obligaciones tenían un sentido si uno vivía bien su vocación. Eso es exactamente lo que me pasaba a mí: la Obra, a fuerza de obligaciones y de aguafiestas, me recordaba constantemente que aquello no era un club de amigos y yo no lograba entusiasmarme con el panorama; me entusiasmaban otras cosas. ¿No habría sido posible una Obra con menos normismos y consultismos? Pero no, la Obra no podía cambiar y, al fin y al cabo, fue paradójicamente esa Obra la que al principio me atrajo.

Aquel ambiente, en fin, no me ayudó demasiado a superar el enorme complejo de culpa que he tenido desde niño y que en mi caso consistía en pensar que era pecado disfrutar a solas sin la explícita aprobación ajena. Así que mi comportamiento por aquellos días no fue muy positivo. A veces, en horas impropias, me escapaba a la azotea a aprender, en vano, a tocar la armónica o me iba al rincón más recóndito del jardín a tumbarme y fumarme un cigarrillo a solas. Y luego me sentía muy culpable por haber buscado sólo para mí un rato de ocio durante el cual se suponía que debía estar haciendo apostolado o encargos o poniéndome a disposición del subdire. En fin, que acabé haciendo de noche por las terrazas las cosas que hice. Por algún lugar tenía que estallar tanta presión.


7. De playas y estrabismos

Sometido a tantos criterios, normas, horarios y consultas y charlas, yo me evadía con la imaginación, aún casta por entonces. Pero, claro, en esas condiciones era lógico que la involuntaria visión de algún encanto femenino provocara en mí un seísmo, un desconcertante hormoneo, y toda mi espiritualidad se derrumbaba en un instante.

Fue en mi segundo curso del centro de estudios cuando yo me confesé a mí mismo sin tapujos que de los tres enemigos del alma, el mundo me tentaba poco porque, sin dinero, es difícil que te tiente. El demonio quizá me tentaba, pero yo no me daba ni cuenta: con el agua bendita y unas cuantas higas lo espantaba. En cuanto a la carne… recuerdo que en un cumple de mi época de adscrito, un nume muy ingenioso hizo un número surrealista: entrevistó al mundo y la carne (con el demonio no se atrevió). El mundo era un chico con pijama, gafas de culo de vaso y espumarajos por la boca. Pero lo mejor fue la carne. El entrevistador anunciaba su llegada con redoble de tambores: "Señores, os presento a la CARRRRRRRRNE". La trajeron entre varios y la depositaron en una mesa. La carne era el chico que hacía de mundo, pero metido en un saco de dormir rojo y cerrado y que respondía a las preguntas del entrevistador con sonidos muy gástricos.

O sea, que el auténtico enemigo de mi alma era la carne. Por eso, yo guardaba vista y pensamientos con una delicadeza seráfica. Mis recorridos callejeros estaban pensados para evitar quioscos color carne. Y, mientras me duchaba, tan sólo me permitía mirar mi cuerpo de cisne cabrío lo realmente imprescindible, más que nada por no tener que confesarme ni bregar con mis escrúpulos. Como la calle y la ducha no estaban prohibidas, uno se esforzaba con su voluntad libre por vivir la pureza en los dos sitios (¡y a fe mía que era difícil, sobre todo con eso de la higiene íntima que me enseñaron de adscrito!) Cuando te dan una enseñanza y confían en el uso responsable de tu libertad, uno hace esfuerzos generosos por cumplir, pero cuando, para protegerte, simplemente te prohíben hacer algo, uno se descuida a la primera de cambio. Es lo que me pasaba con las playas. A las playas yo iba feliz y libre, sin intención de pecar, pero tampoco de agobiarme con nada. En ellas no tenía problemas de vocación y sí que era fácil vivir la filiación divina peleándote con las olas y salpicándote de espuma. Es fácil vivir las virtudes y el espíritu de la Obra con esos alicientes marinos. Con la sola voluntad no me bastaba. Y la visión sobrenatural de las cosas nunca la tuve. Por eso se me hacía especialmente dura la prohibición de ir a las playas en verano. Aun así, íbamos, con todas las precauciones: al ocaso, a playas grandes y poco frecuentadas y casi nunca en plenas vacaciones. Pero a pesar de las precauciones o precisamente por ellas, muchas veces encontrabas a lo lejos a hijas e hijos de Eva sin hojas de parra y como relumbraban al sol destacando entre tanto azul y tanta arena, ellos eran lo primero que captaban los ojos y, claro, a veces los párpados se me abrían con una facilidad pasmosa que debería estar prohibida y más de una vez a punto estuve de padecer estrabismo de tanto forzar el rabillo (del ojo, se entiende). Y entonces los remordimientos me fastidiaban la fiesta. Y lo peor de lo peor era tener que confesarme al día siguiente, lo cual confirmaba a los directores en su cabezonería de que no podíamos ir a la playa, ni con orejeras ni sin ellas, porque la castidad era la única virtud que allí no había manera de vivir. Pero como uno, si se esforzaba por algo, era sobre todo por ser sincero, pues hala, a confesar aunque me quedara sin playa todo el verano. ¡Qué humillante tortura tener que explicarle al charlista o al cura qué es lo que había mirado uno y luego pensado y durante cuánto tiempo y que ya uno se acordaba bien de si al primer vistazo ya estaba consintiendo o si simplemente estaba impresionado y luego retiró la vista o a lo mejor la retiró un poco más tarde! Yo era incapaz de deslindar cuáles de esos tejemanejes mentales míos eran escrúpulos y cuáles criterios sanos.

En mi último curso anual en Entrepinos, en Huelva, un nume cordobés muy jovial me propuso ir en nuestro rato libre a darnos un garbeo por la playa. Las playas de Huelva eran hermosas, rubias y solitarias y con dunas. Una gozada. Yo exulté de júbilo con salmos y alabanzas. Se ve que o no pedimos permiso o que el dire no nos oyó bien dónde íbamos. El caso es que nos lo pasamos bomba, compartiendo un pitillo y bailando Zorba el Griego descalzos en la arena. Ni siquiera nos bañamos porque no teníamos bañador y ni siquiera tuvimos que guardar la vista, porque en aquellas rubias soledumbres nosotros éramos los únicos hijos de Dios. Más inocencia, imposible. Yo, que ya tenía serias dudas de perseverancia, llegué a pensar en ese momento que tampoco estaba tan mal la Obra, que momentos como ése tan puros y alegres bien valían tantos jodimientos. Bueno, pues al día siguiente un charlista en un círculo charlero o en una charla circular, vete tú a saber, nos recordó que no podíamos ir a la playa.

Ese simple hecho fue una de las gotas que colmó el vaso. Vivir sólo una vez en el infinito tiempo para pasarte esa efímera vida no disfrutando de ella por unos criterios absurdos e incuestionables no valía la pena.

Durante aquellas postrimerías mías de nume, yo estaba consiguiendo librarme por fin de los escrúpulos que en materia de pureza me habían acompañado como tábanos desde mi infancia. Antes de entrar en la Obra, en el apeadero de agregados al que iba yo por entonces, me enseñaba un cura agregado a combatir esos escrúpulos, pero luego en la Obra, con tanto criterio y con tanto amor hermoso y exhortación a la finura, me resultaba muy difícil. Lo más que conseguí fue convivir con ellos y darles menos importancia, porque ardor juvenil y escrúpulos eran una mezcla explosiva e insufrible. Pero la hermosa virtud de la pureza no la comprendí jamás. Con la mejor buena voluntad (y eso es lo malo), me han hecho sufrir mucho con eso y yo he hecho sufrir con eso a otros. En realidad nunca entendí por qué la lujuria, con lo agradable e inofensiva que era, estaba entre los desagradables pecados capitales. Y, aun a riesgo de salirme del tema propio de esta página, lanzo esta pregunta al aire por si alguno que no se haya dormido a estas alturas es capaz de responderme: ¿Por qué y desde cuándo en la historia de la Iglesia los pecados contra el sexto y el noveno, siendo para colmo los únicos pecados que dan gusto al prójimo, son siempre mortales, mientras que en todos los demás mandamientos caben muchas variedades veniales? ¿No sería más lógico que fuese venial desear a la vecina del quinto mientras que acostarte con ella, aparte de un gustazo, fuese mortal? Yo me imaginaba a un casto varón de comunión diaria al que un día le da un punto y mira con delectación voluntaria el trasero de una señora que le precede en la calle, y como no sabemos ni el día ni la hora, le da un ataque al corazón y ¡hala!, al infierno a sufrir para siempre cada vez más. Eso me parecía terriblemente injusto. ¿No sería más lógico que sólo se condenara si moría después de yacer en plena plaza de San pedro con la gran ramera de Babilonia invirtiendo el uso de la naturaleza y blasfemando y bebiendo un cáliz de inmundicias y abominaciones? ¿Por qué en la Obra se me insistía en que un pensamiento impuro mínimamente consentido era ya pecado mortal si ni siquiera se había llevado uno el saludable gusto de llevarlo a la práctica?

Por aquellos días yo también coreé entre mis amigos los argumentos que allí me daban para justificar que sólo en el matrimonio y sin cerrar artificialmente las puertas a la vida era legítimo el sexo, como dice la "Humanae vital" de Pablo VI. Pero, en el fondo, yo no entendía por qué, si la homosexualidad y la masturbación, por ejemplo, eran pecaminosos por antinaturales, no era también pecado fumar con los pies, porque los pies los hizo Dios para andar y los pulmones para respirar aire montañero. ¿Por qué la naturaleza, tan cruel y ajena a la moral humana, tenía que ser un criterio para nosotros? Si fuera un criterio, el celibato sería un pecado mientras que la promiscuidad sería una virtud. Yo por entonces intuía a mi manera que no se podía hacer un catálogo de actos lícitos que se pueden hacer con los miembros del cuerpo según la función natural que Dios les había dado. Más bien intuía que teníamos miembros y los usábamos como podíamos gracias a nuestra inteligencia. Y como nunca entendí esos argumentos racionales, con tal de vivir la castidad me los tuve que buscar sentimentales, o sea que no eran argumentos, sino sentimientos: pensar en la fealdad de la rijosidad, en cómo se perdía la dignidad y la compostura con los actos lascivos, en la belleza de la pureza, en las miradas limpias, en lo lamentables que son los viejos verdes, en que las mujeres sólo podían ser madres o vírgenes, en que tenía que imitar a san José, el cual, estando al lado de la más bella y siendo joven como era, vivió como un nume con una numeraria auxiliar… en fin, estos sentimientos me acercaban peligrosamente a una vana soberbia de la que era fácil caer de un batacazo. Y sobre todo, me intentaba convencer con eso que repetía un cura de mi colegio de fomento: ¡hurgarse con delectación los bajos es crucificar de nuevo a Cristo! No me hacía falta haber visto la impresionante película de Mel Gibson. Me horrorizaba crucificar a Cristo, pero que conste en acta que, cuantas veces caí, no era mi intención crucificar a nadie. ¡Jolín, qué fácil y qué cerca de las manos nos ponía Dios esto de la crucifixión! En fin, cuánto vano sufrimiento por esa asociación supersticiosa de crucifixión y bajos y cuánto me ha costado librarme de esa conciencia deforme. Ese es prácticamente el único aspecto que no me gusta del cristianismo: esa manía por alejar de las manos y de los ojos y de la cabeza una de las dimensiones más deliciosas (y gratuitas) del ser humano.

Reconozco que tantos numes castos y jóvenes con señorío sobre sus pasiones tenían su aquel de angélico y morboso y que no me imagino a Cristo deseando lascivamente a la Magdalena (aunque, según sus palabras, eso no habría sido adulterio en su corazón, porque la Magdalena no era la mujer de ningún prójimo). Me lo imagino guardando vista y pensamiento y todo lo que hubiese que guardar. Pero hay que reconocer también que, aunque tanta castidad pueda tener su aquel, es poco práctica, porque no somos querubines, sino unos mamíferos concretos con pelos en ciertos sitios. Guardar la vista y el pensamiento puede ser algo de mucho refinamiento moral y de pureza de corazón, pero es muy jodido y no sirve para nada y engendra monstruitos atormentados como el que era yo en mis días de peludo querubín. Lo importante es, sin violencia ni engaño, mirar y pensar y tocar lo que se te antoje, no lo que diga Dios o tu mujer o tu suegra o tu amigo oculista del Opus Dei. Me parece más cristiano el refrán ese que dice "Que disfruten los cristianos lo que se van a comer los gusanos" que el mandamiento de "No tendrás pensamientos ni deseos impuros". Tener pensamientos impuros no te convierte en peor persona. Mis mejores amigos fornican con sus novias o con quien se deje y me cuentan sus deseos y actos sexuales con delectación morosa y ¡algunos realizan actos contra natura! y a lo mejor son impuros, pero desde luego no son falsarios ni crueles ni mentirosos, por mucho que diga Camino, sino unas magníficas personas. Sí, ya sé que el sexo es peludo y pringoso y oloroso, pero eso no lo convierte en impuro, sino en pringoso, sudoroso y oloroso, a no ser que consideremos también impuro el loable y pringoso acto de limpiarle el culete a un desvalido anciano. Pero, en fin, si el sexo es impuro, ¿qué pasa? Y si pasa ¿qué importa? Da mucho gusto a los míseros mortales y no hay que someterlo a tantas cuadrículas y condiciones para redimirlo: él se redime solito porque es inocente.

Y perdón por el sermón.


8. De cómo me acojonaba oír hablar de perseverancia

Entre tantas indigestiones y prendas incómodas, pero aún con el firme convencimiento y el orgullo de que la Obra era mi madre guapa, yo oía en el centro de estudios la palabra perseverancia y me preguntaba taquicárdico: ¿Perseveraré hasta el final? Esta solemnísima pregunta venía acompañada de un séquito (por no decir diarrea) de deseos y, sobre todo, temores. Y, al final de deseos y temores, siempre la misma conclusión.

En cuanto a los deseos, yo más o menos tenía barruntos, y qué barruntos, de la cantidad de cosas a las que estaba renunciando (sobre todo las barruntaba por la literatura y la imaginación, porque antes de los catorce y medio había vivido bien poco). Y esas cosas prohibidas iban creciendo y rizándose junto con los pelos del pecho; y cuanto más me negaba a ellas, más las deseaba. Para recochineo, eran lícitas para todos menos para un numerario (no vayáis a pensar; al principio yo sólo deseaba cosas como tumbarme de noche bajo un árbol y canturrear despreocupado; en otras cosas no pensaba, porque eran más pegajosas que la pez).

Luego, para enfriarme los deseos, venían los miedos: el miedo a Pepe Botero, oséase, Satanasa (la puñetera me sigue acojonando), al justo castigo divino (me imaginaba, por ejemplo, ahogándome en una playa nudista; mis hermanos numerarios, al verme muerto y con la barriga hinchada en un recorte de prensa, si es que no lo habían censurado, dirían: "Es lo que tiene ser ex". Y de nada servirían sus plegarias por mi alma condenada), a decepcionar a mi familia (como esos seminaristas de carrera eclesiástica prometedora que se convierten en un baldón para la familia porque preñan a la sirvienta), a arrepentirme de la claudicación y no poder volver a la Obra y ser olvidado por ella (yo iría por la calle vestido ya con pantalones vaqueros y con pendiente y los coleguitas con los que ahora me reía fingirían no verme por la calle, como yo hacía por entonces con algunos ex, porque ¿qué les vas a decir?: ¿Por esto te has salido, so salido? ¿Para ponerte unos vaqueros y un pendiente de mariconazo?), a perder el norte (por ejemplo, dándome al porro o a la coca) y convertirme en un desgraciado que no encontraría jamás una mujer ni un buen trabajo; miedo a perder, en fin, la seguridad que la Obra me proporcionaba, la seguridad del perro doméstico que sólo sale fuera a cazar bajo las órdenes de los cazadores.

Había también otro miedo difícil de describir: el pánico a convertirme en un ex. A los ex me los imaginaba resentidos, marcados como Caín con una señal, amargados, buscando el placer sin conseguirlo, pues no habían sido capaces de seguir la estrella, habían renegado de lo más santo… no logro explicar qué sentía yo al pensar en ellos. A veces también un poco de envidia. Eran como los Judas de las películas, que, antes de ahorcarse, aparecen en la oscuridad retorciéndose las manos de puro remordimiento. En mi imaginario tenían un rictus de desengaño y malicia, incapaces de creer ya en las buenas intenciones y deseando encontrarse con uno de la Obra para verter sobre él su bilis y hacerle la zancadilla en el camino. Contribuía a esa imagen el silencio extremo que se guardaba al respecto en la Obra. Ese silencio sólo se rompía para hablar de perseverancia y asustarnos con lo del rejalgar y el acíbar, que con tanto ingenio describe Satur. Por eso, mi aún inconfesado deseo de largarme me acojonaba (perdonad que use otro taco, pero es que esa es la palabra exacta). Ya me veía como un ángel caído alzando el puño contra el cielo, mientras mis actuales hermanos, con sus espadas flamígeras y el rostro sereno, me contemplaban desde arriba con la misma cara que el Cristo imberbe de la Capilla Sixtina, con una solemne mano alzada en gesto de rechazo. Y, de hecho, mi salida algo tuvo de eso y fue traumática.

Además, siendo yo un tierno adscrito, quedé marcado por dos experiencias que me produjeron un terror irracional a ingresar alguna vez en el informe pelotón de los ángeles caídos, esa raza tenebrosa y oscura de hombres malditos y venidos a menos que eran los ex. La primera experiencia fue con un director que vino provisionalmente, no sé por qué, a mi centro de adscritos a sustituir a todos los jefes y subjefes. Lo recuerdo sentado en dirección, en mal plan, riéndose en mi presencia de la mierda de centro que le había tocado, de la caca de labor que allí se hacía, y de la hez que era el director al que tenía que sustituir. Demasiado incomprensible para un quinceañero. Años más tarde me enteré de que este numerario había despitado por aquella época. La segunda experiencia fue aún peor. Había en mi centro de adscritos un residente que era el más simpático y marchoso y por el que más gente pitaba. Un buen día desapareció y algún adscrito me comentó que no sé quién lo había visto en discotecas. La versión que me dio el director fue más espiritual. El caso es que un día me lo encontré en la calle y se paró a saludarme. No fue tan amable como yo lo conocía. Me debió de notar nervioso y tenso y se ensañó conmigo, se rió de verme tan adscritito. Entre los ex habemos de todo; unos semos asín y otros semos asá.

Ver a un ex por la calle me ponía nerviosito perdido. Era una sensación extraña de explicar. Si iba acompañado de una muchacha en su moto, mientras yo iba a una moraga célibe (en Málaga una moraga consiste en pasar la noche en la playa comiendo, riéndote y bañándote), sentía no sé qué terror y atracción. Si no iba acompañado de mujeres o no había cambiado aún su vestimenta, era en apariencia el mismo de antes, pero en realidad no era el mismo. Ahora, tan mediatizados como estábamos por la Obra, no teníamos nada de qué hablar. Era una situación violenta que yo evitaba dependiendo de los casos. Me sorprendía que estuvieran en la calle, ahí tan panchos y tan normales, tan aparentemente felices. Así que no me enfado demasiado cuando algún nume me esquiva por la calle. También se daba el caso de que eran los ex los que evitaban saludar y encontrarse. Yo, de ex, lo he hecho, incluso con otros ex con los que he coincidido en algunas circunstancias. Hay un exceso de prevención entre dos ex. El uno no sabe cómo salió el otro ni qué piensa de la Obra, si se fue con conciencia de traidor o si la sigue frecuentando. Todo esto es normal. La Obra marca mucho.

En fin, que, como decía, acuciado de todos esos miedos y deseos que, por irracionales nunca hasta hoy había analizado, terminaba siempre implorando a Dios las fuerzas de las que yo andaba escasito para esa vocación a la que creía sentirme llamado.

Dos años y medio tardé, los que aguanté en el centro de estudios, en descabezar esos miedos, esa hidra policéfala. Era como si entre la Obra y el resto del mundo hubiese una línea roja y hacía falta valor o desesperación para traspasarla. A un lado, la seguridad; al otro, la oscura y ansiada libertad. Sólo tuve agallas para ello cuando me percaté de que no me hacía tilín la sustancia de la Obra, sino sólo los accidentes o, como he leído en algún escrito, lo periférico: los coleguitas, el nocturneo, las convivencias, el bullicio del centro de estudios, los cumples, los lugares que visitaba, el sentirme importante en las agendas y en las medias horas de oración de los directores…, accidentes que no me podían retener para siempre ni se iban a mantener cuando me enviasen con ciertas responsabilidades a un centro con menos gente, donde estaría obligado a sentar la cabeza. En concreto, imaginarme en centros de san Gabriel me bajaba la tensión; en cuanto a los centros de san Rafael, guardaba yo muy mal recuerdo de mi época de bachiller en mi centro de san Rafael: el director y mi charlista estaban más preocupados por formarme y exigirme que por ganarse mi afecto. Yo esperaba secretamente escapar de todo eso haciendo la labor en un país extranjero, para que mis hazañas circulasen luego de anécdota en anécdota, u ordenándome sacerdote, para no tener que ir en busca de la gente. Hasta me echaron los Reyes Magos un método de finlandés, que me desalentó a la primera página.

En el segundo año del centro de estudios, las charlas sobre la perseverancia aumentaron. Supongo que, como yo, había otros que tenían dudas. Don Aristocréitor era especialmente machacón con ese tema. En una meditación o en varias que en mi memoria son una sola, nos habló de no sé qué numerario que se fugó de su centro para no entregar el coche que sus papás, con diabólicas intenciones, le acababan de regalar. Y esa misma tarde tuvo un accidente y murió en el coche que no había tenido la generosidad de entregar. A continuación nos ilustró, con ejemplos, acerca del poco gusto que tenían los ex para elegir mujeres, se conformaban con lo primero que pillaban con tal de remediar la sensualidad de la carne y luego la vida del matrimonio los desencantaba, porque era una vida también muy exigente y es que el que tiraba la toalla en la Obra no era por falta de vocación, sino por falta de virtudes o de espíritu cristiano y arrastraba en el matrimonio los mismos defectos y vicios que lo empujaron a salir de la Obra. Luego despotricó contra esos cincuentones sudorosos que hacían deporte "para conservar su… bueno, no voy a decir para qué". El caso es que yo me quedé con las ganas de saber qué es lo que esperaban conservar con el deporte esos lamentables cincuentones. Si se refería a la potencia sexual, ¿qué hay de sucio y malo en intentar conservar ese don divino y morirte con las botas puestas? Y por último, nos previno contra una tentación diabólica que a mí sólo empezó a tentarme cuando él la expuso: podía ocurrir que uno, para escurrir el bulto de las miles de obligaciones de un numerario, lamentara no haber pitado de supernumerario. "Que sepáis", nos aseguraba, "que la vida de un supernumerario es mucho más difícil, pues no llegan a mesa puesta, tienen que bregar con los niños y la suegra y, sobre todo, tienen que vivir la castidad teniendo a la tentación al lado en la cama." A mí ese último inconveniente se me antojaba una turgente ventaja: ¡Oh, por favor, yo quiero esa tentación! ¡Una mujer al lado con todas sus figuras geométricas y sus estratégicos lunares! Eso sí que era una tentación y no echarme más o menos mantequilla en la tostada. Oh Señor, ¿por qué tuviste que llamarme como numerario, si incluso el primer Papa dormía con su tentación al lado? ¿Cómo voy a vivir desde ahora en un pisito de solterones sin desfogar, donde la única hembra que entra es la ternera troceada o una gallina muerta y ni siquiera podré darme el gusto de verla sin plumas? Y entonces me daba por desbarrar: ¿Por qué se le metió a Cristo en la cabeza que lo íbamos a querer más si nos hacíamos eunucos? ¿No podríamos instituir en la Obra, conscientes de que Dios no pide peras al olmo, el Desfogue Breve Semanal para que sobreabundase así la perseverancia?

Bueno, pues con todas estas dudas, pero confusas por entonces en mi mente, charlaba yo con don Aristocréitor de perseverancia. Don Aristocréitor me invitaba a hacerme la siguiente pregunta: "¿Cómo es posible que, rodeado como estoy de gente excelente en la vida de familia, no se me pegue al menos por ósmosis el espíritu de la Obra?" Su tesis era lógicamente que mis problemas de vocación no se debían a que yo no viviese bien el espíritu de la Obra, sino simplemente a que no vivía bien las virtudes cristianas, ni siquiera las humanas. Por eso, si me salía, me auguraba no sólo un alejamiento de Dios, sino también una degradación de mi persona. No le discuto lo del alejamiento de Dios, pero en cuanto a que como hombre tampoco era yo válido del todo (no sé cómo expresarlo), caray, yo tenía veinte años. A esa edad, no todos tenemos la personalidad definida. Creo que me exigía demasiado. Algunos maduramos a fuerza de años y batacazos, no a fuerza de voluntad. Pero he de reconocer que entre don Aristocréitor y el director y el psiquiatra numerario que me trató hicieron un diagnóstico justo de mi personalidad: en aquel tiempo yo estaba al vaivén de mis sentimientos, me abandonaba a la melancolía y la ensoñación, era la indecisión y la duda y el desorden con patas, me costaba amoldarme a las situaciones y las personas, había en mí un eterno descontento hacia el mundo y mi persona y un enorme complejo de inferioridad. Quizá esa manera de ser mía era incompatible con las características que deberían ser propias de un numerario: orden, constancia, realismo, voluntad más que corazón, don de gentes… Tal vez, sin la Obra, a mi complejo de inferioridad no le habría dado por llamar la atención intentando ser patéticamente original, o tal vez sí, pero el caso es que el complejo de inferioridad lo he tenido desde niño y sólo la calvicie lo ha domesticado enseñándome a tener cierta dignidad. Pero como salí de la Obra queriendo olvidarla toda, lo bueno y lo malo de ella, me resultó cómodo achacarle a ella esa desastrosa manera mía de ser. Lo importante era no darles la razón y no tener yo la culpa de nada. Muchos años he tardado en darme cuenta de que yo era así porque así me parió mi madre y eso no es malo y ahora lamento no haberme aprovechado de aquel diagnóstico certero de mi personalidad y haber tenido durante tanto tiempo una imagen distorsionada de mi persona. Aunque ellos estudiaron mi personalidad a fin de amoldarla a la Obra y no al mundo al que yo quería pertenecer, dieron en el clavo. La única afirmación de don Aristocréitor con la que yo no estaba de acuerdo (y sigo sin estarlo) era que sólo la Obra podía salvarme de mí mismo y que fuera de ella esos problemas acabarían destruyéndome.

Doy gracias, pues, a las buenas personas que me fui encontrando después en el camino y que acertaron también en el diagnóstico y se encargaron de que esa profecía no se cumpliera (al menos por ahora) ayudándome a mejorar sin pedirme a cambio que me convirtiera en el digno instrumento de una alta causa, sino que simplemente fuera feliz. Además estas personas (y en ellas incluyo a algunos de la Obra) no ponían tanto empeño en cambiarme: yo era así y así me querían.

Realmente las afirmaciones de don Aristocréitor me marcaron; e intuyo que afirmaciones parecidas se les han dicho a muchos ex, porque es un tema común en los escritos afirmar que uno ha triunfado en lo profesional y en lo sentimental y que siguen siendo católicos. Es una manera de decirle a la Obra: ¿Veis cómo os equivocasteis? ¿Comprendéis ahora que me fui no por no vivir bien el espíritu de la Obra ni por ser mala persona sino porque el espíritu de la Obra está viciado o no estaba hecho para mí y que ahora que soy libre, soy una persona normal? Y me gustaría saber que a los ex no les asaltan dudas de perseverancia en su matrimonio en los mismos términos en que se las planteaban en la Obra, porque así le quitaría la razón a don Aristocréitor.

En fin, todo eso me lo decía don Aristocréitor porque, por entonces, yo había manifestado ya abiertamente dudas sobre mi vocación. Aún recuerdo la terrible noche, allí en el centro de estudios, en que decidí dedicarme definitivamente a la vida disoluta, justo el día en que coincidí en el tren con aquella anciana de la que hablé antes. Fue una noche larga e insomne… A mi confusa manera, yo percibía entonces que el nume que era yo no era normal. Tanto rezo, tanto charlismo, tanto consultismo, tanta ropa formalita comprada con alguien designado por el subdire, tanto empeñarme en que me daba la gana hacer cosas que realmente no me daba la gana hacer… me convertían en un bicho más raro de lo que ya era y que espantaba más que atraía a la gente. Ya ni siquiera me retenía allí lo mejor que tiene la Obra: las personas. La vida en familia comenzaba a asfixiarme; mis mejores amigos habían acabado ya el centro de estudios y yo me encontraba como pez fuera del agua. Las tertulias y los cumples eran algo muy guay, muy díver, pero yo tenía la cabeza en otras cosas más dulces y más oscuras. Me sentía, con un poco de fanfarronería por mi parte, como esos niños prepúberes que se encuentra contra su voluntad con niños menores que aún juegan a las guerras cuando lo que a él le gustaría era jugar a los médicos con sus hermanas. Ya me daba igual tirar por el ancho camino lleno de placeres de los malditos ex, aunque me condujera al precipicio.

El subdirector de mi grupo me dijo que me confesara por mis dudas y un cura me vino a decir que nunca podría ir con la cabeza bien alta si abandonaba a Cristo en la cruz, o sea, si despitaba. Debo decir que ahora no soy la beatitud personificada, pero tampoco soy un desgraciadito; todo depende de donde ponga uno el listón de la felicidad. Donde no era feliz de ningún modo era en la Obra. En la Obra, que yo recuerde, conseguía como máximo la satisfacción del deber cumplido, cuando lo cumplía, pero la felicidad no nace de cumplir el deber, sino de hacer lo que uno quiere y le gusta.

Así que mi disyuntiva era: traicionar a Dios para ser feliz o ser fiel a Dios para ser infeliz como hasta ahora. Fue el director del colegio mayor, don Ángel, quien eliminó esa horrible disyuntiva. Él opinaba que yo era buena persona, sólo que simplemente no tenía vocación. Y nunca me auguró desgracias y sólo tuvo para mí palabras de aliento. Sus palabras me confortaron lo indecible: yo me podía ir por esos caminos de Dios sin traicionar a Dios ni a nadie. Supongo que el director estaba en la línea de Luis Usera, y don Aristocréitor en la línea de los reglamentistas, como dice Ñam Ñam en su estupenda clasificación de numerarios.


9. De cómo el león se comió al camello

Y ha llegado el momento de contar dos anécdotas que, leyéndoos, he recordado y al recordarlas me han dado una bofetada. La primera se refiere a mi primer día de aspirante y la segunda a mis postrimerías de numerario expirante.

Creo que la primera vez que usé una pluma fue para escribir, a los catorce y medio justitos, la carta al Padre. Tres o cuatro veces me hicieron repetirla hasta que salió sin impropiedades ni tachones. Entonces me llevaron a dirección y el director y el que me había convencido de pitar me revelaron el primer secreto: "¿Sabes cómo se saludan los de casa?" Y yo, contento de saber algo, dije que sí. Con toda seguridad, tomé a uno de ellos para su desconcierto y lo estreché en mis brazos mientras le daba palmetazos viriles en la espalda, tal como había visto hacer a los agregados y numerarios recios y machotes cuando se reencontraban por esos caminos de Dios. Entonces ellos me explicaron lo del monosílabo.

No se me ocurre mejor imagen que esa para explicar que yo a esa edad no tenía ni pajolera idea de lo que me aguardaba ni a qué había dicho que sí. Si en los días siguientes me hubiesen hablado, en vez de lo del cilicio, de las dos horas de piedra en el zapato o de los cubitos de hielo en los calzoncillos o, desbarrando un poco más, de la Mamada semanal o de la Paja Colectiva de fiestas A, por poner un poner, pero que de eso ni mu a los papás, y me lo hubiesen justificado con cualquier textillo o anécdota del fundador, también me lo habría creído a pie juntillas, sólo que quizá habría perseverado más tiempo. ¡Ay, la adolescencia, qué edad tan ingenua, tan pava y tan entusiasta!

La otra anécdota es más bien un sentimiento que me embargó en una charla o en una tertulia-homilía con uno de los grandes. Allí se dijo que el fundador prefería que la gente pitase adulta, porque a los adolescentes había que quitarles aún los mocos (esa fue la expresión). Que el fundador considerase mi sí de adolescente como el de un mocoso me escoció vivo, y seguramente a más de la mitad de los numes que allí había, porque entre nosotros era muy alto el porcentaje de pitajes a los catorce y medio. El caso es que esas palabras me abrieron los ojos: era la primera vez en mi vida de nume, que caí en la cuenta de que, puesto que mi pitaje había sido realmente el de un mocoso, había sido, cuando menos, precipitado y ya me sentí menos culpable ante Dios de no querer seguir por ese camino.

Y aunque me daba gustillo que tipos diez años mayores que yo me tuvieran anotado de cabo a rabo en su pulcra agenda y me dijeran: "Tienes que solucionar este asunto del cabo y meditar este otro del rabo", porque todo eso daba al cabo y al rabo una importancia desmesurada que a uno le halagaba, hay que reconocer que de todo se cansa uno, sobre todo cuando uno ve que los problemas del cabo y los del rabo no se te solucionan, sino que se embrollan mutuamente en un nudo gordiano que no tienes más remedio que cortar a lo Alejandro Magno.

No poder disponer de mi tiempo, no poder hablar con espontaneidad con quien te apeteciera (porque menuda corrección fraterna te podía caer si hacías una confesión impropia), no poder hablar con las niñas, no poder ir a la playa, no poder oír música cuando encartara, no poder leer antes de ir a la cama, no poder trasnochar, no poder tener amistades particulares, no poder desatar de vez en cuando a la loca de la casa, en fin, no poder y para colmo ese no poder, tener que convertirlo en un querer que iba contra tus fibras más íntimas, todo eso me desgastaba. Es cierto que si yo hubiese estado encendido en amor de Dios, todas esas renuncias se habrían convertido en una afirmación gozosa, pero por más que intenté encenderme en ese amor, nunca lo conseguí: las molestias de tantas renuncias apagaban la llama.

Entonces, uno decide de pronto dejar de ser un camello aplastado por el peso de tantas obligaciones y se alza y ruge como un león, por utilizar las grandilocuentes imágenes de Nietzsche, y decide por fin ser libre. Bueno, en mi caso fue un cachorro el que lanzó el rugido. Por entonces fue sólo un rugido animal, pero ahora, con el paso del tiempo, lo traduzco así: "Basta. Ahora voy a ser yo quien decida qué es lo que quiero hacer y qué es lo que debo hacer. No volveré a entregar a ninguna persona libremente mi libertad, sino en todo caso el corazón. Y se lo entregaré porque me da la gana, no porque crea que debo hacerlo. Y si esa persona, con mi corazón en su poder, empieza a pedirme también mi libertad y a exigirme que piense y vista y actúe así o asá, espero tener fuerzas como ahora para mandarla a tomar por saco, aunque se me parta el corazón". Y he tenido la suerte de topar con una persona a quien se lo he dado todo menos mi libertad. Todo antes que volver a sentirme un camello, un varón domesticado.

A veces me da por hacer futuribles (no os lo recomiendo: por lo visto no es sano) y me pregunto qué habría sido de mí a mis años si hubiese perseverado. Seguramente estaría siempre revolviéndome contra los directores para acabar al final agachando la cabeza, ellos hartos de mí y yo de ellos, y como yo no tendría valor para irme dando un portazo, estaría deseando que ellos me dieran la patada. En fin, me habría pasado toda la vida jugando al león acobardado y al camello cabreado (o si lo preferís, el borrico de noria con mala sombra). Menos mal que, en la realidad, el director del colegio mayor, del que tan buenos recuerdos guardo, advirtió mi falta de vocación o de idoneidad desde que el camello soltó algún rugido.

Cuando se te ha empujado para que conviertas tu deber en querer y tu cuerpo y tu ser se revuelven sanamente en contra y rompen con todo, bulle en ti un deseo de hacer lo que te salga de la punta, aunque vaya contra el susodicho deber. Ese es el efecto secundario de no darse jamás un gusto, que un buen día revientas. En un relato de Chesterton, aparece una triste mujer que sin rechistar llevaba años cuidando de un insoportable anciano; y el padre Brown comenta de ella que era el tipo de persona cumplidora que un buen día nos asusta a todos con un asesinato, como de hecho ocurre en el relato.

Cuando sales, tienes ganas de pecar, de desquitarte de tanto deber, de recuperar el tiempo perdido (al menos en mi caso) y sólo cuando, con el tiempo, dejan de darte la vara con el deber, empiezan tu querer y tu deber a reconciliarse, a negociar sin pelearse: mira, tú haces esto que debes y luego te consiento echarte la siestecita que quieres. No es que el hombre sea egoísta: es que es un hombre, no un ángel.

La sensación que tengo es que la Obra, por desarrollar una comparación que me expuso Ñam Ñam, era una novia o esposa bellísima, pero que te exigía dedicación total a su persona, una novia que te puede pedir incluso que renuncies a tu trabajo y a tus gustos para estar más tiempo con ella, pero luego no te da un masajito, salvo que figure en el horario; necesita que estés siempre a su lado diciéndole constantemente que la adoras y que ya no necesitas escapes, ni evasiones ni realizaciones profesionales, sino que con ella te basta; te dice que no a esa travesura sexual porque no está encaminada a la procreación; se pone celosa no ya si miras a otras gachís en la playa sino si pierdes el tiempo en cosas tan inútiles como, por ejemplo, componer un poema a un árbol; no se siente obligada a recompensarte, porque estás cumpliendo con tu deber hacia ella y sólo te premia con la felicidad que se supone que debes sentir por amarla tanto. Incluso, puede ocurrir que, si le dices que tu amor ha desaparecido pero que sigues unido a ella porque te obliga el deber que contrajiste en el altar, se conforma y te prefiere unido a ella por deber que libre siguiendo tu querer. Le parece mal que después del trabajo te desparrames en el sofá a tomarte una cerveza y eso por tres razones: porque la postura no es elegante, porque el dinero que te gastas en cerveza se podría dedicar a comprar ropas más dignas para tus hijos y porque el tiempo que pierdes tomándotela lo podrías dedicar a leer libros de psicología infantil con los que educar mejor a tus hijos. En fin, una mujer así te posee más que te ama, es una condena, un pedazo de losa que te prefiere camello esclavo a león libre, para que sonrías cuanto más fardos te echa encima por darse el gusto de ver hasta qué punto la amas. Una mujer así espanta a cualquiera, te hace dudar de tu amor constantemente, a no ser que seas un calzonazos o que realmente estés enamoradísimo de ella. Una mujer así te obliga a repetir hasta convencerte, "lo que digas, amor" o a pedir espantado el divorcio y escapar libre como un pájaro no ya para componer poemas a los árboles sino a los volúmenes de las gachís para ver si así te dejan catarlos, a beber cerveza como un cosaco y odiar los libros de psicología infantil, hasta que, al final, harto de cervezas (aunque no de los volúmenes, si te han dejado catar alguno), topas con una mujer normal, que no sólo ve bien que te tomes una cerveza, sino que además te la sirve ella misma mientras te deja que cates lo que encarte. Después de eso, uno lee los libros de psicología infantil que sea necesario y no está buscando cualquier ocasión para escaparse de casa, porque a esta mujer uno le escribe los poemas de puro gusto y si no se los compone, ella no deja de quererte, porque sabe que un hombre no es una marioneta en sus manos, sino una criatura muy compleja y rica y variada e imprevisible y libre y precisamente por eso le gusta. Sólo entonces se reconcilian querer y deber, sólo cuando eres realmente libre.

Pero la libertad tiene eso: es arriesgada, es para los fuertes, no da certezas, puedes equivocarte. Y por eso hace falta valor para abrazarla. Y en ese mar de incertidumbres se mueve la gente de la tropa.

Yo he conocido personas que creen que las personas han nacido sólo para cumplir deberes sin pedir nada a cambio. Lo demás les parece maldad y egoísmo. En esa línea, el punto 776 de Camino te aconseja preguntarte muchas veces a lo largo del día si estás haciendo lo que debes. ¿Desde cuándo es pecado hacer también lo que quieres sin ponerlo al servicio de algo superior?

No digo yo que la Obra sea como esa mujer que he descrito, sólo que yo la percibí así, aunque por entonces no sabía expresarlo. Sin embargo, también sé que hay gente a la que esa relación le gusta. Es gente de otra madera que la mía. Y no digo que los ex no seamos exigentes ni heroicos, sólo que es difícil ser héroe sin vocación. Seguramente seríamos o de hecho somos héroes en otras batallas, en otras circunstancias, pero la Obra no era nuestra batalla.

Si la Obra fuese un ejército de cruzados que libera prisioneros, el ardor guerrero me habría hecho quizá perseverar por muy estricta que fuese la disciplina militar, pero si en vez de guerrear estuviéramos todo el día acuartelados y acicalándonos los cascos y las grebas y diciéndole al otro "mira que quería comentarte que le quites la herrumbre a la espada" y arrojándonos cada mañana a un estanque helado y pidiendo permiso al capitán hasta para mear, entonces sí que claudicaría, agobiado por tantas fruslerías. La dura vida militar sólo vale la pena en época de guerra, pero una disciplina tan dura para estar simplemente acuartelados, es un rollo macabeo insoportable. Es lógico que algunos salgamos del campamento con ganas de violar monjas.

Y no sólo de eso, sino también de alejarte de Dios y de sus aledaños, de un Dios que te exigía tantos ratos exclusivos al día para Él, hablar de Él con urgencia a todo el mundo y en todo momento para rellenar una meditación en la que Él estaba personalmente interesado, y negarte a tantas cosas buenas y normales por amor a Él, que en realidad no las necesita y que supuestamente las creó para nosotros. ¿Qué tipo de Padre es ese que te hizo hormonal y luego te quiere célibe? ¿Qué psicótico Dios es ese que se interesa tanto por mi pito? ¿Qué tipo de Dios es ese que sonríe si te cilicias, pero se entristece si disfrutas sin acordarte de Él? ¿Para qué demonios va a necesitar Dios renuncias y sacrificios voluntarios y reglados si luego la vida se encarga de que te sacrifiques y renuncies a mansalva por los demás? ¿El Dios del amor universal que yo leía en el Evangelio era el mismo que ese Dios puntilloso que me decía claramente a través de mi agobiante charlista: "Aficiónate al fútbol para ser un tipo más normal" o "No te persignes a la velocidad de la luz" o "Si no mejoras tu letra, jamás te pedirán los apuntes en la facultad"? ¿Hasta esos detalles se interesa Dios? Me habrían resultado más aceptables esas sugerencias viniendo de una persona interesada en mí que de un director interesado en usarme para atraer gente y a través del cual me hablaba el mismísimo Dios.


10. Fin del rollo o canto de cisne

Cuanto aquí he contado no es la Obra, sino mi experiencia en la Obra, las cositas que ella y yo hicimos juntos. Y digo "cositas" porque ni estuve mucho tiempo en ella ni esas cositas son para rasgarse las vestiduras. Si esa experiencia fue negativa, no la achaco a la perversidad de nada ni de nadie. Allí sólo había buenas personas y ganas de ayudar a los demás. Yo realmente estuve en el Opus Dei, dentro de lo que mi adolescencia y mi juventud me permitían, porque me daba la gana. En cuanto quise irme, me dejaron ir sin crearme problemas de conciencia y las personas que yo más quería de la Obra no me dieron la espalda. Los problemas que tengo ahora son míos desde siempre. En cuanto a mi alejamiento de la religión, supongo que era un proceso natural en mí y el Opus Dei no hizo sino retrasarlo. Así que no culpo al Opus Dei de absolutamente nada. Con no estar en él me sobra.

Sigo respetando a la Obra porque dos de las personas que más amo en el mundo son de la Obra y son tan excelentes personas, que siempre me acabo diciendo que la impresión que yo saqué de la Obra es negativa por una incompatibilidad de caracteres, pero no por una perversidad de una Obra que permite a gente tan buena y feliz ser tan buena y feliz.

En fin, que yo salí por patas de la Obra, pero también habría huido de una cofradía o de una peña vecinal echando pestes. Eso es lo malo (o lo bueno) que tienen los grupos: que no se hacen al gusto de cada cual. Y eso es lo malo (o lo bueno) de los tipos independientes como yo: que no nos amoldamos a los grupos.

Creo que todo se reduce a eso.

Eso no quita que yo le vea fallos gordos al Opus Dei, pero también le veo sus virtudes también gordas. Y los primeros están unidos a las segundas. Me explico: el universo es una red intrincada, donde nada es blanco ni negro ni nada es independiente de lo otro. Para que haya hermosos leones, los ciervos (incluso la cierva que vi en Cazorla) tienen que ser devorados. Cuando a los locos los lobotomizaban para quitarles la agresividad, les quitaban, sin querer, la creatividad. Todo tiene sus efectos secundarios. Una madre muy solícita puede tener el defecto de ser agobiante o posesiva, y eso va indisolublemente unido a su carácter solícito. No se puede tener sólo lo bueno en la vida. Pues lo mismo pasa con la Obra: sus defectos van unidos a sus virtudes. Por ejemplo, el defecto de no poder tener amistades particulares conllevaba la virtud de que uno se esforzaba por tratar bien a todos; el defecto de creerse inmaculada le da a la Obra la virtud de ser más convincente; la virtud del buen hacer, de la elegancia y el refinamiento a veces puede llevar a algunos de sus miembros a ser tiquismiquis, vanidosos y señoritos. Para complicar más las cosas, lo que para unos son defectos para otros son virtudes.

Gracias a sus virtudes y a pesar de sus defectos, supongo que la Obra hace más bien que mal a la gente. Dios escribe recto con renglones torcidos. Por eso, porque las cosas no son ni blancas ni negras, podemos escribir de la Obra ríos de tinta y no sé si llegaremos a una conclusión clara. Menos mal que es así; si no, no existiría esta página que me tiene tan enganchado.

Hasta luego, amigos.


 

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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?