Me
salí por 'salido' y por poeta
EPI, 28 de abril de 2004
1. ¿Cura, numerario o agregado?
2. Mi época de adscrito
3. El centro de estudios
4. La pureza
5. Las compensaciones
6. Mi atuendo
7. Correcciones fraternas
8. Apostolado
9. Pobreza y orden
10. La poesía
11. La crisis
12. Conclusión
Tengo treinta y pico años y solicité la admisión
como numerario con catorce y medio y me salí con veinte.
Después rehuí, por consejo de mi director (llamémoslo
don Ángel), todo contacto con los ex para evitar critiqueos
y compadreos de resentidos. Desde entonces sólo algunos
íntimos conocen mi pasado y si alguna vez he criticado
a la Obra, luego me he sentido culpable, y siempre salgo en
su defensa entre los legos en la materia, que siempre ven
en ella la explicación de todas las confabulaciones.
Tengo el vicio de llevar la contra, dentro y fuera de la Obra.
De pronto, hace unos días, encuentro citada esta página
en Libertaddigital.com
y, contra mis principios, decido visitarla y quedo literalmente
enganchado con vuestras confesiones, porque la Obra no se
olvida. Y creo llegado el momento de desembuchar, no tanto
para ayudar a nadie o para criticar, como para corresponder
a vuestras historias con la mía y compartirla. Es para
mí un placer contar algo que me he guardado durante
tanto tiempo y que casi nadie, excepto vosotros, es capaz
de entender del todo.
¿Cura, numerario o agregado?
A los trece años yo iba por un apeadero de agregados
en Málaga. De mis siete hermanos yo era considerado
el bueno (un sambenito que yo me busqué). Yo creía
tener vocación de sacerdote. A mi madre le encantaba
la idea y mi padre ya me veía de Papa, y yo, que adoro
a mis padres, era feliz con su alegría. Pero en el
centro me aconsejaron pedir la admisión y luego Dios
diría, porque "lo que tú quieres es servir
a Dios y no sabes bien cómo. Pregúntaselo a
él en la oración". Como Dios no me respondía,
yo me inventaba las respuestas que todos esperaban. Sin embargo,
en Torreciudad un cura, como mis padres, se entusiasmó
con mi supuesta vocación sacerdotal y mostró
una disconformidad total con el consejo que me dieron en el
centro. A mi tierna edad, me desconcertó aquel desacuerdo
respecto a mi llamada divina. De todos modos agradezco a la
Obra no ser cura. Hoy sería un cura bujarrón
o con barragana.
Yo me confesaba semanalmente con un cura agregado muy simpático.
Me habían dicho que en cuestiones de entrepierna todo
era pecado mortal, vaya fastidio, y andaba yo preocupadísimo,
y después de confesar los consabidos "he mentido,
he desobedecido a mis padres, me he peleado con mis hermanos",
me hacía yo la picha un lío intentando explicar
con un vocabulario infantil o zafio (el que entonces yo dominaba)
mis ardores sexuales. El buen cura salía en mi auxilio
proporcionándome el léxico adecuado y quizá
vio que yo era un tontuelo muy escrupuloso, porque a la tercera
vez en un día que me confesé con él en
un curso de retiro, me dijo: "Te voy a dar la absolución
general y a partir de ahora, aunque te acuerdes de pecados
pasados, ya no tienes por qué confesarlos". Qué
inmensa paz me proporcionó aquello.
Pero, ¡oh dolor!, poco duró la paz. En efecto,
una vez acudió al centro un cura numerario, a quien
yo admiraba de haberlo visto alguna vez en el colegio de fomento
en el que para mi desgracia estuve dos años. Me preguntó
si me había masturbado y yo respondí: "Nooo"
con indignación y alivio de no haber cometido ese pecado
que él consideraba tan grave. Y hete aquí que,
picado por la curiosidad, a la semana siguiente caí
por vez primera en mi vida en el onanismo, una experiencia
tan sumamente placentera que me dejó marcado para toda
la vida.
Yo estaba horrorizado por la fealdad del pecado y porque
en el momento del sumo placer se me escaparon varios "Oh
Dios mío" que me parecieron blasfemos.
El caso es que, sintiéndome sucio pero sin entender
muy bien por qué cómo una cosa tan gozosa era
per se un pecado peor que el adulterio, me confesé
muy compungido. Y, pese a alguna que otra recaída,
el caso es que, ¡oh milagro!, conseguí vivir
la santa pureza durante unos años. Y eso me abrió
las puertas de la Obra.
Por entonces me pasaron a un centro donde iban bachilleres
como yo, porque los directores (yo por entonces no me coscaba)
pensaban que encajaría como numerario y no como agregado.
Allí que fui y el ambiente me encantó. Todo
y todos eran cálidos, nobles y buenos y se interesaban
por mí. Qué os voy a contar. Total, pedí
la admisión con catorce y medio.
Mi época de adscrito
Yo era un adscrito bastante cumplidor: cumplía las
normas de piedad, era sincero, casto, iba a la oración
y a la misa al centro, aunque el cura se nos durmió
una vez en plena meditación. Pero los respetos humanos,
como allí denominaban a la vergüenza de hacer
apostolado, me traían por el camino de la amargura
durante los dos años que estuve en un colegio de fomento,
donde casi todos los alumnos eran antiopusinos.
Me extrañó sobremanera lo del cilicio y las
disciplinas, pero la complicidad con los demás compensaba
la extrañeza. Eso del saludo propio de los de Casa,
el tener un sacerdote y un numerario que me oían, el
ser un enamorado de Cristo, el rezar tres avemarías
con los brazos en cruz, me hacían creer que yo era
una especie de arcángel en medio del mundo.
Yo era de familia numerosa y humilde. Mi padre era comerciante
y, aunque manejaba dinero, siempre andaba endeudado, y nosotros
éramos austeros y sólo pedíamos dinero
para cosas del colegio. Pero en el centro me decían
que un numerario no puede ser el nene bueno que nunca pide
dinero. Así que comencé a pedir para excursiones,
convivencias y retiros. Entonces llegó el momento de
mi primer curso anual y mi padre no tenía dinero para
pagármelo. Tanto me insistieron en el centro para que
yo consiguiera ese dinero, que mi padre, según me confesó
él después, amenazó a los numerarios
con salirse de la Obra si yo me quedaba sin curso anual por
falta de dinero. El caso es que hice el curso anual y me lo
pasé en grande con las tertulias pirata y las amistades
particulares que hice. Allí me obsesioné con
ciertas charlas de sinceridad que nos impartieron. Por lo
visto, el que no era sincero no perseveraba y eso se me grabó
a fuego en las circunvalaciones durante mis seis años
en la Obra. Nos dijeron que había que contarlo todo,
hasta lo más tonto, soltar todos los sapos. Pusieron
como ejemplo a un numerario anónimo que confesó
atormentado en la confidencia: "Cada noche, cuando me
quito los calcetines, los huelo ¡y me gusta!".
Estimulado por aquel ejemplo, yo le contaba a mi confidente
de turno lo que yo creía que eran sapos y no eran sino
memeces de escrupuloso que ahora me sonrojan: que si una vez
me tiré un peo no sé dónde, que si el
Padre me parecía un poco afeminado, que si toqué
a mi prima no sé qué
En una de esas confidencias,
me dijeron que yo era un soberbio. Y a mí no se me
ocurrió otra cosa que saltar a la defensiva diciendo:
"¿Soberbio yo?" Luego me enteré de
que había un folleto de Mundo Cristiano titulado "¿Soberbia
yo?" Y me tuve que tragar la soberbia.
El resto del verano lo pasé trabajando como un negro
en el club juvenil Sargo que necesitaba reparaciones. ¡Qué
tediosas tardes! Mientras los demás adscritos estaban
con sus papás en la playa, yo dale que te dale a la
lija y al pincel. Los niños de la calle les decían
a los "numerosos" que me acompañaban: "Dejadlo
en paz, lo tenéis esclavizado". Ahora me da por
pensar que acaso aquello fue mi manera de pagar el curso anual.
Si me lo hubieran dicho, habría trabajado más
a gusto. En todo caso, el curso anual lo acabé pagando
a plazos.
Me pasé a un instituto público y aquello fue
para mí como una bocanada de aire fresco. Escapé
del ambiente embrutecido y enrarecido del colegio de fomento,
pero ahora el nuevo peligro eran las niñas, no porque
yo las buscara ni ellas me buscaran a mí, la verdad
sea dicha, sino porque al ser una clase mixta y de letras
puras donde ellas eran abrumadora mayoría, yo no podía
evitar el trato con ellas y, siendo mi natural escrupuloso,
me pasaba de rígido y adusto con tal de no faltar al
trato con las "mozas", por usar el consabido aragonesismo.
Total, que tuve que mentir e inventarme una enfermedad terrible
para que me declararan exento de las clases de Educación
Física, donde nos ponían ¡oh pecado! a
bailar en parejitas.
En el instituto yo era un bicho raro por mi manera de vestir,
porque no daba besos a las niñas y a una le retiré
con desabrimiento la mano de mi jersey, con el que estaba
jugueteando. Los profesores se preocuparon por mí y
me hicieron una encerrona en clase los alumnos y el tutor
para sonsacarme a preguntas. Me negué en redondo, pero
lo pasé fatal.
Así que en el instituto no me quedó más
remedio que perder mis respetos humanos, porque hacía
tiempo ya que un compañero, al verme una pegatina con
un Totus tuus, declaró en público que yo era
del Opus. Pero aparte de contradecir al profesor de filosofía
que era progresista, ateo y homosexual, al que por cierto
mi pureza le daba morbo, no hice mucho apostolado y tuve mi
primera crisis vocacional. Esta crisis se debía sobre
todo al hecho de que yo, acuciado por la necesidad de pagarme
los cursos anuales, decidí dar clases particulares
y eso me robaba tiempo de estar en el centro. Me llamaron
la atención. Y yo, como siempre hacía, cedí
porque quería ser un buen numerario. Pero quedaba sin
solución el problema de cómo demonios pagarme
el siguiente curso anual.
Los demás adscritos eran de familias acomodadas. Como
yo estaba muy sensibilizado con los asuntos económicos,
me indigné cuando el que me llevaba la charla me desaconsejó
traer al centro a cierto amigo mío porque era de condición
humilde y los numerarios debían tener solvencia económica.
Se lo comenté al cura, que se indignó más
que yo todavía, y creo recordar que me ordenó
hacerle una corrección fraterna.
Cuando me explicaron lo de la visita a los pobres, me decepcionó
el hecho de que no tratábamos de resolver un problema
social, sino de conmover el alma del amigo con el espectáculo
de la pobreza. Aparte de que yo nunca supe cómo aprovechar
esa pobreza para convencer a mi amigo de que se confesara,
mis visitas a los pobres fueron casi siempre desastrosas.
Una vez, las ancianas de un asilo se pelearon entre sí
y con nosotros porque no traíamos suficientes caramelos
para todas.
En fin, hice la oblación (con algunas dudas, creo
recordar) y entonces me enteré con estupor que hasta
ese momento sólo había sido aspirante.
De mi etapa de adscrito recuerdo con agrado excursiones,
cursos anuales y todo lo pirata e ilegal, y con disgusto recuerdo
las veces que tuve que ir a hablar con chicos desconocidos
porque el director me lo mandaba. Eso era horrible, iba contra
mi talante discreto, pero entonces yo creía que se
debía a complejos de mal cristiano.
En realidad, yo no encajaba bien con el tipo de personas
de mi centro. Me molestaba que dijeran palabrotas y contaran
chistes verdes que ahora me parecen mojigatos pero que entonces
me escandalizaban. Poco después llegó una carta
del padre pidiéndonos sobriedad en la bebida, pudor
en el vocabulario y no sé si también en los
chistes. Un día me quedé estupefacto cuando
en la tertulia dos numerarios altos y fuertes decidieron jugar
a un juego, no sé si improvisado o de cierta tradición
en el centro, llamado la torta estoica. Consistía en
que se ponían uno frente al otro de pie, y uno le daba
un guantazo en la cara y el otro respondía. Perdía
quien perdía la compostura. Los demás se tronchaban
de risa. A mí aquello me pareció sencillamente
brutal, más propio de la mili que de una familia. Ya
me dio por pensar que en la Obra los numerarios tenían
esa necesidad de demostrar que no por castos y rezadores eran
menos hombres. Por ejemplo nos encantaba a todos contar la
anécdota del soldado numerario del que todos se reían
por considerarlo beato y porque no hojeaba las revistas pornográficas,
y él, ni corto ni perezoso, una mañana les quitó
las toallas y los jabones a todos los soldados para lavarse
los huevos en el río. Eso sí que era un hombre.
No porque no los usara dejaba de tenerlos bien puestos.
En fin, pasé una adolescencia un poco tristona en
aquel centro. Hice gran amistad (particular al cien por cien)
con un numerario de mi edad a quien, no sé por qué,
enviaron a vivir al centro de mayores a pesar de ser sólo
un bachiller. Y ese mismo año se salió de la
Obra y eso fue para mí un trauma. También algunos
otros desaparecieron. Yo, contagiado por el hermetismo con
que esos temas se trataban, tenía miedo de preguntar.
Me entristeció darme cuenta con el tiempo de que este
amigo mío me había escrito varias cartas que
nunca me llegaron porque, supongo, se las quedó el
director. ¡Si al menos me lo hubieran dicho, quizá
lo habría entendido!
Uno de mis hermanos, que a la primera de cambio había
salido huyendo de los numerarios que lo visitaban, se metía
conmigo diciéndome que desde que entré en la
Obra yo estaba envarado, me comportaba artificialmente, adoptaba
frases pijas, saludaba como si fuera un ejecutivo. En fin,
yo me enfadaba con él, pero tenía toda la razón.
Dos años atrás, mi padre me había regalado
un libro de poesía porque decía que yo sería
poeta y desde entonces me picó el gusanillo de la poesía.
Como andaba yo apegado a aquella pertenencia mía, consideré
que debía entregarla, con la esperanza de que puesto
que estaba dedicado a mí, me devolverían el
libro. No me lo devolvieron y desde entonces estoy apegado
a ese objeto perdido. Creo que me porté mal con mi
padre al entregarlo.
Al acabar el COU, me dijeron que iba a hacer el Centro de
Estudios en un colegio mayor de Sevilla, lo que causó
conmoción en mi casa
de mis padres (recuerdo
que cuando uno decía "mi casa" refiriéndose
a la de su familia de sangre, en seguida uno se corregía
y decía "de mis padres"). Pero como mis padres
y mi hermana eran de la Obra y un hermano mío estaba
a punto de serlo, no pusieron objeción.
El Centro de Estudios
En el Centro de Estudios me lo pasé mejor, sobre todo
con mis amistades particulares que más de una vez otros
me corrigieron fraternalmente. Especialmente hice migas con
poetas, filósofos y filólogos. Había
un numerario, tan raro como buena persona, a quien llamábamos
Pedepito (qué crueles éramos con él),
porque tenía voz de pito y porque militaba en el entonces
PDP, Partido Democristiano Popular, al que me afilié
a través de él. Un día recuerdo que le
hicieron creer que había una tradición en el
Colegio Mayor que era el entierro fúnebre o algo así,
y que uno tenía que hacerse el muerto mientras los
demás lo llevaban en volandas con aire fúnebre.
Como era tan entregado, se hizo el muerto teatralmente y sólo
reaccionó cuando advirtió que lo iban a tirar
a la piscina. Y, en efecto, lo tiraron (por cierto, a mí
también me tiraron una vez, medio en broma, medio en
serio, por defender una tesis de Occam frente a santo Tomás).
A mí aquello me pareció una brutalidad, pero
el director, a quien llamábamos a escondidas el Hermosote
por lo rubicundo y robusto que era, parecía condescender
con tanto joven fogoso.
Pedepito era un tipo raro, pero encantador. El otro día
me envió recuerdos a través de mi hermana, a
quien conoció en un curso en la Universidad de Navarra.
En un cumpleaños Pedepito quiso hacer un número
leyendo el canto XXII de la Ilíada, el episodio en
que muere Héctor. La oposición fue tan masiva
(y yo participé en ella), que el pobre desistió
en el intento.
Debo decir que en esa época estaba yo más ilusionado
que nunca con mi vocación, cuando hete aquí
que comenzaron los verdaderos problemas.
La pureza
Ya me lo advirtió un cura en mi época de adscrito:
"Puede ser que la pureza te cueste trabajo vivirla dentro
de unos años". No me lo tomé en serio,
porque consideraba que mis caídas eran agua pasada,
cosas de la adolescencia. Pero, oh dioses, cuán errado
estaba yo. Mi primera noche en el colegio mayor, cuando más
numerario me sentía yo, desperté de madrugada
en mi cama, manubrio en mano durante el orgasmo (perdonad
que sea tan explícito, pero es necesario explicar el
cómo para entender luego las reacciones de los directores).
Al despertar por la mañana, me aferré a la esperanza
de que todo hubiera sido un sueño, pero las manchas
en la pared me delataban. Afortunadamente mis dos compañeros
de habitación no parecían haberse dado cuenta.
Fueron unos minutos horribles. ¿Yo había consentido?
¿Tenía la voluntad adormecida por el sueño
o lo bastante fuerte como para haberme negado? ¿Fue
una simple polución nocturna con un involuntario acompañamiento
de manos sin más trascendencia o yo tenía parte
de culpa por no haber guardado vista, pensamientos y deseos
durante el día para que al final ocurriera "eso"?
(y lo entrecomillo como hace el fundador en Camino). La dificultad
en mis disquisiciones era averiguar hasta qué punto
había habido consentimiento. Materia grave, desde luego,
pero ¿y consentimiento?
Afortunadamente, siempre había un cura confesando
antes de misa y allá que fui yo a confesarme con la
cabeza (por no decir otra cosa) hecha un lío.
Pero cuál fue mi sorpresa cuando "eso",
lejos de ser algo episódico, se convirtió en
una costumbre nocturna involuntaria pero consciente, es decir,
yo despertaba vagamente al final de las manipulaciones, con
los espasmos, y en ese momento el placer era tanto que me
era imposible detenerme. ¿Imposible? Ahí estaba
el quid de la cuestión que los directores me pedían
examinar con rectitud de intención.
Perdonad que me extienda sobre algo tan íntimo y escabroso,
pero es que mi relación con la Obra estuvo tan mediatizada
por mi entrepierna que sin referirme a ella traicionaría
la verdad y, por otra parte, creo que en los testimonios que
he leído en este sitio he echado en falta gente a la
que le haya pasado algo parecido a mí. De hecho, en
el centro de estudios yo llegué a pensar que yo era
el único con problemas de pureza, porque muchas mañanas
era el único que se confesaba antes de la misa. A veces
incluso tuve que ir en busca del cura a la vista de todos,
lo que equivalía a decir: "Hermanos, me he
".
Pues eso.
Yo era además, como ya he dicho, de natural escrupuloso,
quería estar limpio como una patena; y cada vez que
me pasaba eso por la noche, me confesaba por si acaso. Pero
cuando eso comenzó a suceder cada vez más a
menudo y a convertirse en costumbre, dejé de confesarme
tan a menudo, puesto que, quizá por higiene mental,
comencé a considerar que no había habido verdadero
consentimiento, y los directores comenzaron a ponerse serios.
Que si yo no luchaba del todo, que si no había dejado
entrar realmente a Dios en mi corazón, que Dios no
permitiría que me pasara "eso" si yo hubiera
puesto toda la carne en el asador
Y yo le pedía
a Dios y a la Virgen la pureza cada día.
El segundo año de centro de estudios me pasaron a
una habitación individual, supongo que para que nadie
me sorprendiera en ese trance. Me enviaron incluso a Delegación
y allí uno me cantó las cuarenta: tenía
que solucionar de una vez mis problemas de pureza.
Durante el día yo guardaba la vista, el pensamiento
e incluso leía libros sobre la santa pureza para convencerme
de su excelencia, aunque, la verdad sea dicha, yo nunca entendí
por qué Dios ponía tanto empeño en una
virtud que costaba tanto vivir y cuya infracción no
sólo producía un notable placer sino que además
a nadie dañaba. Comencé a lamentar no haber
nacido en África y ser un negro bueno y pagano para
quien todo lo carnal es inocente.
Mis problemas nocturnos no sólo se hicieron más
frecuentes sino que empezaron a extender su influencia sobre
el día. En cierta ocasión caí en pleno
día voluntariamente y cuando me confesé con
el cura, un curita muy simpático, se escandalizó
tan visiblemente, que me confirmó en mi teoría
de que no debía ser aquello muy habitual allí.
El colmo fue cuando le confesé al director del Colegio
Mayor, don Ángel, el Hermosote, que lo hice en la terraza
una vez de noche. ¡Te podían haber visto!, dijo
escandalizado. Eso, junto con mi confesión de que alguna
vez me había bañado desnudo en la piscina, lo
preocuparon bastante, pero su trato conmigo se hizo más
cariñoso. Don Ángel es una persona de la que
guardo un recuerdo entrañable y que, a través
de un numerario con quien mantengo cierta amistad, no sólo
me envía saludos, sino que quiere volver a verme.
En fin, que ahora que lo pienso, si yo tenía que rendir
mi propio criterio, dar cuenta de cuanto hacía y pensaba,
renunciar a miles de cosas legítimas para cualquiera
pero que en la Obra no se podían hacer; si para colmo
la explosión de hormonas era especialmente virulenta,
entonces todos mis instintos reprimidos, toda la carne mortificada
(porque yo me mortificaba y me ciliciaba y me disciplinaba
bastante) clamaba por sus fueros perdidos y se rebelaba de
noche, cuando el espíritu dormía. Dios mío,
ahora que lo pienso, ¿valía la pena sufrir tanto
por una fisiología ajena a la moral, dictada por la
biología, en vez de aplicarme a cosas más importantes
para mí mismo y para los demás? En el fondo,
ahora, como entonces, sigo sin entender el valor que la Iglesia
católica concede a la castidad y nunca entendí
por qué decía el fundador que entre los impuros
se encontraban los falsarios, cruéles, traidores
,
como aseguraba un punto de meditación de Camino, en
el apartado de pureza que casi me sabía de memoria.
Además contra el famoso argumento que me daban a favor
del celibato y la pureza según el cual el sexo no es
una función indispensable para el individuo, como prueba
el hecho de que no nos morimos de no mojar, a mí se
me ocurría pensar que no nos morimos de no mojar precisamente
para que podamos mojar en cualquier momento.
Para colmo de males, ya en mi época de adscrito me
había ocurrido sentir alguna excitación sexual
con varones y andaba yo muy preocupado. El que me llevaba
la charla se preocupó, pero el cura, gracias a Dios,
no le dio la mayor importancia. Me dijo que lo mantuviera
al tanto pero que eso era normal a mi edad y que cuando me
ocurriera me dijera: "Jesús, no seas maricón".
No sé si aquello era muy pedagógico, pero el
caso es que daba resultado cuando por un inopinado roce o
por cualquier causa yo me excitaba con la cercanía
física de alguien. El caso es que no creo que yo fuese
homosexual. Yo simplemente era sexual y mi sexo aprovechaba
cualquier ocasión para dispararse. Ahora estoy felizmente
casado, pero si no hubiese convivido seis años sólo
entre varones, ¿sentiría ese vago apetito sexual
que siento a veces por los hombres?
En una de las revisiones médicas que nos hacían
a los numerarios, el médico, numerario también,
me preguntó si los tenía bien puestos. Confesé
que tenía un varicocele en un testículo y él
me recomendó operarme aprovechando mi seguro escolar.
Me asustó la posibilidad de perder la integridad de
mis atributos y no poder ser ya cura de la Obra e irme a un
país extranjero, pero el caso es que me operaron y
los sigo teniendo en su sitio, vivitos y coleando. En el colegio
mayor bromeaban preguntando si me habían puesto escayola
o no.
Mi primera noche de convalecencia en el hospital la pasé
solo. Y entró un murciélago en la habitación
y yo, sin poder moverme, lo pasé fatal. Pero peor lo
pasé cuando venían los del colegio mayor a hacerme
compañía, porque el médico me hacía
estar desnudo bajo la sábana y, no sé por qué,
yo tenía muchas erecciones. Así que que no descansé
hasta que me dieron un pijama.
Ese médico (nunca le estaré lo bastante agradecido
por ello) me quitó el frenillo sin mi permiso. Menos
mal que no me pidió el permiso. Mis hermanos vinieron
a verme y se felicitaron por ello. Lo vieron como una premonición.
Cuento esto porque tuvo sus consecuencias. Resulta que una
mañana amanecí, perdón por la crudeza,
con el bálano estrangulado por el prepucio. Se ve que
las manipulaciones nocturnas y la ausencia de frenillo, junto
con una erección persistente, lo complicaron todo.
El caso es que pasé momentos horribles. Probé
a arreglar aquello, pero era imposible. Me aterraba pensar
que tenía que pedir ayuda ¡allí en el
colegio mayor! o andar encorvado hasta urgencias. Al fin,
después de grandes esfuerzos y oraciones, conseguí
reencapullarlo todo. Y mi honor no quedó en entredicho.
En definitiva, tanta represión y mortificación
voluntaria y diurna estallaba en poluciones nocturnas medio
manuales y medio voluntarias que constituían mi principal
compensación.
Y ha llegado el momento de hablar de las compensaciones.
Las compensaciones
En una charla nos previnieron contra las compensaciones,
esos pequeños gustos particulares, lícitos y
egoístas, con que uno intentaba cobrarse de alguna
manera la excesiva entrega que la Obra exigía. Yo descubrí
que era un adicto a las compensaciones: todo lo que no era
pecado ni estaba expresamente prohibido lo hacía yo
como un cosaco. Por ejemplo, echarme a fumar porque estaba
permitido (¡yo, que había sido de la liga antitabaco
y ahora fumo como un carretero!); tumbarse a la bartola junto
a la piscina con aire de odalisca peluda; leer libros que
el director no me prohibía tajantemente, pero que no
me acababa de recomendar; tomar café y copas, yo que
sólo bebía leche; etc. (por cierto, creo que
hubo varios que, como yo, por compensación, se echaron
a fumar). Pero la mayor compensación consistía
en ser un poco rebelde, estar siempre al borde de lo opinable:
lo más a la izquierda que se podía estar en
la obra, lo más liberal y moderno que se me permitía
Ni que decir tiene que muchas de mis opiniones de entonces
eran de un progresismo, del que ahora, derechoso como soy,
abomino. Así que me recuerdo criticando los colegios
de fomento, la inquisición, la dictadura franquista,
alabando la belleza física griega (yo estudiaba filología
clásica) y siendo en fin ligeramente rebelde al tomismo.
Yo siempre me duchaba con agua fría, tronase o nevase,
pero cuando me di cuenta de que allí había calentador
y que todo el mundo se duchaba con agua caliente, adopté
la costumbre de ducharme con agua caliente y al final o al
principio, no recuerdo bien, dejaba caer un chorro de agua
fría. Pues bien, una de mis compensaciones consistía
en buscar cualquier modo de no perderme mi ducha de agua caliente.
Por razones que desconozco, a veces no funcionaba el calentador,
salvo en el baño particular de un cura. Yo estaba tan
cabreado porque que no había agua caliente, que tuve
la desfachatez de casi exigirle bañarme en su bañera.
El cura accedió con mala cara y yo, tan tranquilo,
no dudé en hacerlo. Ahora sería incapaz de eso.
Como yo andaba bastante enojado porque no me habían
elegido para el coro del colegio mayor, lo compensaba cantando
en todos los cumpleaños canciones con letras inventadas
que alguna vez me censuraron.
Para compensar las compensaciones, empecé a mortificarme
más: que si menos azúcar en el café,
que si menos vino en la comida, que si en vez de naranja manzana,
quejarme menos cuando me enviaban a la Delegación a
hacer de portero los días de fiesta
Y es curioso.
La inercia de las mortificaciones me dura todavía,
sólo que ahora las hago sólo por los demás.
Mi atuendo
Nunca he tenido la virtud, tan necesaria en un pobre, de
compensar la pobreza con el buen gusto. Desde que pedí
la admisión, pocas veces me compré ropa y cuando
la compré, fue con otro numerario que elegía
para mí ropas de seminarista. Para colmo, mi rebeldía,
por eso de las compensaciones, se esforzaba por vestir también
de modo rebelde. Eso produjo en mi aspecto exterior unos efectos
desastrosos. ¡El ridículo que debí hacer,
Dios mío! ¿Que no se podía ir sin calcetines?
Yo me ponía unos calcetines rojos de ejecutivo. ¿Que
no se podía ir en vaqueros? Yo me ponía un pantalón
oscuro de tela con un jersey oscuro y unos zapatos blancos.
Parecía un cura con zapatillas. Para colmo, parte de
mi ropa provenía de Recuperación, donde sólo
estaba lo peor, porque el dinero que me enviaba mi familia
apenas alcanzaba para pagar el Centro de Estudios. Así
que me recuerdo de esa guisa y me muero de vergüenza.
Por supuesto, en esto como en casi todo, no culpo a la Obra.
Sólo yo era el responsable de tal desaguisado indumentario,
pero yo habría agradecido que, en vez de contentarse
porque yo cumplía el criterio de ponerme calcetines,
me hubiesen asesorado sobre el arte de la elegancia. Ese es
quizá uno de los puntos flacos de la Obra: que son
más importantes los criterios que los resultados que
estos tengan en la vida del individuo. Así que no me
hacían correcciones fraternas porque no vestía
vaqueros; pero mi aspecto era deplorable.
Además yo tenía una mata de pelo al estilo
afro que me aumentaba la cabeza el doble de tamaño.
¿Cómo es que nadie me aconsejó que me
pelara? Sólo una vez mi madre que vino de visita me
lo dijo. A veces pienso que no me corregían más
acerca de mi aspecto exterior porque creían que yo
me iba a revolver. Y quizá tenían razón.
Correcciones fraternas
¡El trabajito que me costaba hacer correcciones fraternas!
Cuando se me ocurría hacer una, no encontraba al director
para consultársela; cuando daba con él, no encontraba
al corrigendo; cuando lo encontraba, me faltaba valor para
decírselo; cuando reunía el valor, no lo encontraba;
cuando por fin reunía el valor y lo encontraba, ya
había pasado demasiado tiempo y me parecía que
ya no era el momento y que antes había que volver a
consultarlo con el director. Total, que aunque hice correcciones,
yo era un desastre organizativo.
Eso sí, casi todos lo pasaban auténticamente
mal al corregirme y eso me conmovía. Yo me esforzaba
por ponérselo fácil; asentía con la cabeza,
les daba la razón en todo por mucho que me humillase
y luego daba las gracias encarecidamente.
Me hicieron varias correcciones fraternas debido a un bañador
muy viejo de color amarillo que yo tenía. Como soy
de tez morena y el bañador estaba ya muy viejo, parecía
de lejos que yo estaba en bolas y que el color claro del bañador
era mi culo sin broncear. A la tercera corrección fraterna,
hecha por la misma persona, tuve que tirar el bañador
(no lo había hecho antes por despiste y porque no tenía
dinero, no porque yo estuviera "en mal plan", como
allí se decía). Pasé, pues, por Recuperación
para encontrar otro más feo, pero más decente.
En otra ocasión el que me llevaba la charla (que por
cierto me perseguía con mi lista de amigos en su agenda)
me regañó por ir una mañana de mi habitación
al baño con el torso desnudo.
Varias correcciones me hicieron referentes a las amistades
particulares, a las que yo sin querer era muy aficionado.
Yo sentía siempre inclinación por los compañeros
filólogos, filósofos y poetas. Por ilustrar
mi involuntaria tendencia a las amistades particulares, contaré
que pedí permiso a don Ángel para formar en
el comedor una mesa para aquellos que queríamos practicar
un idioma: un día era la mesa de francés, otro
la de inglés, otra de italiano e incluso hice algunas
en latín. Alguien debió quejarse de que aquello
favorecía las amistades particulares, porque un buen
día el director me prohibió que siguiera organizando
esas mesas.
Por cierto, las dos correcciones más curiosas que
me hicieron (y creo que de algo me sirvieron) fueron: "He
observado que haces gestos desconcertantes y nerviosos que
te convierten en un tipo raro" y "He observado que
haces preguntas raras y a destiempo, del tipo: ¿A ti
qué te gusta más: China o Japón?"
Una de las maneras que por entonces tenía yo de convencerme
de que la Obra era lo mejor del mundo, era ser más
vehemente que nadie en afirmaciones que no tenían por
qué ser propias de alguien de la Obra. Por ejemplo,
me recuerdo criticando absurdamente lo feos y vulgares que
eran los pantalones vaqueros (frito que estaba yo por tener
unos y ahora ni los uso) y lo egoístas que eran las
familias con uno o dos hijos tan sólo. Esto último
me valió la corrección fraterna de un buen chico,
que sólo tenía un hermano, pero que ya me había
oído ese comentario varias veces, un comentario que
faltaba claramente a la caridad. Es una de las correcciones
fraternas que más he agradecido en mi vida.
Apostolado
Aunque perdí mis respetos humanos y me llené
de santa desvergüenza (qué remedio), fui un mal
apóstol y peor proselitista. Yo estudiaba en una facultad
toda llena de niñas y los pocos varones heterosexuales
eran comunistas y ateos. Creo que en mi lista de amigos había
varios homosexuales que por entonces yo no sabía que
lo eran. Algunos, oh paradoja, estuvieron incluso en la lista
de san José.
A mí esto de hablar de Dios a los amigos me costaba
horrores, pero lo hacía. Y claro, me rehuían
o no eran mis amigos del todo. Y los que llegaron a ser mis
amigos lo fueron a pesar de mi relación mediatizada
(y no gracias a) por la Obra.
Me traje a algunos extranjeros al Centro (yo de hecho era
el encargado de extranjeros). Uno de aquellos extranjeros
le preguntó con total ingenuidad y su acento norteamericano
al curita simpático del que hablé antes, "¿Por
qué los curas no hacen amor?" y a mí me
preguntó dónde podía ir a una playa nudista.
Y yo, supongo que por envidia de no poder ir a la playa, le
dije que eso era una inmoralidad.
En mi afán por quitarme mis respetos humanos, me presenté
como candidato al consejo escolar de la facultad en una época
de revolución asamblearia. En una macroasamblea nos
acusaron a otro numerario (con el que me sigo carteando) y
a mí de representar al Opus y no a los alumnos. ¡La
que se armó! La gente nos abucheó, pero una
numeraria que estaba en nuestra clase salió en nuestra
defensa. La miré sonriéndole y ella me correspondió
y aquella sonrisa aún me aletea en el corazón,
porque las numerarias, las auxiliares y las no auxiliares,
me dejaban boquiabierto, eran para mí el colmo de la
pureza, la bondad, la belleza y la elegancia y aún
hoy, cuando las veo, me siento sucio e impuro a su lado.
Una vez me mandaron a Jerez a intentar convencer a un amigo
de que pidiera la admisión. Me hospedé en su
casa. Al regreso, una anciana entabló conversación
conmigo y yo le di una estampa de nuestro Padre, que ella
me agradeció un poco extrañada. Luego se sinceró
conmigo y, contra la imagen maternal y venerable que yo tenía
de las ancianitas, me estuvo relatando su vida, sus problemas
con el juego y la bebida y los detalles de sus aventuras amorosas
nada edificantes. Me dio incluso consejos para ligar bien.
Aquella conversación casual, ahora me doy cuenta, me
marcó más de lo que yo pensaba. Yo estaba dispuesto
a entregar mi reino por un revolcón. Y las mujeres,
a las que de adolescente renuncié muy a la ligera,
comenzaban a llenarme la cabeza. Creo que fue esa noche cuando
sentí la necesidad de huir de la Obra. Mal andaban
las cosas si después de hablarle a un amigo mío
para que pidiera la admisión, yo pensaba en huir.
Como soy tímido, a veces por ser apóstol adoptaba
un tono agresivo en mis tentativas que yo confundía
con santa desvergüenza. Una vez recriminé a un
vendedor por vender preservativos. El numerario que me acompañaba,
un buen chico y mucho más sensato, no me secundó.
En fin, ahora yo compro preservativos y me avergüenzo
de haber sido el tontaina fanático que fui y el otro
día me enfadé con un farmacéutico que
me vendió los preservativos con mala cara, como si
yo fuera un guarro.
Pero no culpo de esto tanto a la Obra como a mí mismo,
porque no todos hicieron las mismas tonterías que yo,
supongo.
Pobreza y orden
Se podría pensar que, como soy de familia humilde,
esa virtud la podía vivir bien, acostumbrado como estaba
a la austeridad. Pues no, porque resulta que en la Obra la
pobreza se vivía de una manera que no iba conmigo,
es decir, la pobreza no consistía tanto en no tener,
sino en usar y dar cuenta de lo que se usaba y gastaba. Era
una pobreza ordenada. Así que yo tenía que dar
cuenta de mi exiguo peculio en mi cuenta de gastos. Total,
que si bonobús, que si el ducados (porque el rubio
no me estaba permitido fumarlo, a no ser que un cura gentilmente
me lo ofreciese) y pare usted de contar: pues ni esos gastos
llevaba yo regularmente. Entregar, no sé si semanal
o mensualmente, la birria de mi hoja de gastos a mi director
era para mí una vergüenza.
Por otra parte, yo era muy descuidado con mis zapatos y con
las dobleces de mis pantalones y con todas esas cosas que
me decían y que son muy oportunas.
En la Obra el orden era también una virtud. Esto me
hace pensar que se decide si una persona tiene o no vocación
por ciertas virtudes (ser laborioso y ordenado) más
que por una llamada divina personal. Me desasosegaba aquella
afirmación del fundador: "Viendo el armario de
un hijo mío, sé el estado de su alma".
Yo, cada vez que abría mi armario, me decía:
"Tendrás que ordenarlo. Si lo viera el padre,
¿qué diría de tu alma?" ¡Cómo
se podían tener tan pocas cosas en un armario y ser
tan desordenado!
La poesía
Mi afición a la poesía la heredé de
mi padre, pero fue un cura numerario, don Simón, a
quien recuerdo con cariño, el que librándome
una tarde del marasmo de un curso de retiro en mi época
de adscrito, me llevó a su despacho y comenzó
a leerme, al decirle yo que me gustaba la poesía, poemas
de Antonio Machado. Declamaba tan bien y me gustaba tanto
oírle que decidí que cosas como esa las tenía
que escribir yo. Nunca le estaré lo bastante agradecido
a aquel buen sacerdote, que, según me cuentan, ahora
está enfermo.
En el centro de estudios empecé con mis pinitos literarios
y debo decir que cuanto escribía era todo malo y pretencioso,
pero para mí tenía el valor de lo original,
de lo no llevado a la oración, de lo mío auténtico
y propio. Mi trabajo me costó averiguar que otros en
el centro de estudios también escribían. No
sé, supongo que eso se tomaba como mariconada o debilidad.
El caso es que en algún cumpleaños leí
mis poemas y todos me oían pacientemente. Pobres chicos.
El director, don Ángel, también escribía,
y bastante bien por cierto. Una vez me animé a enviar
mis poemas a un poeta agregado famoso en la ciudad y me los
tiró por tierra. Fue muy duro conmigo e hirió
mi orgullo, pero la verdad, creo que tenía razón.
Sólo que podía haberme dado más ánimos.
Un tópico entre los que me llevaban la charla era
decirme que yo era muy sensible. A mí aquello me dejaba
estupefacto, sobre todo que uno tras otro coincidieran en
lo mismo. Algunos añadían el adjetivo "sensual".
Eso significaba que tenía que tener especial cuidado
en guardar la imaginación, incluso aun cuando imaginara
cosas lícitas y no pecaminosas, porque quizá
mis problemas de pureza eran una consecuencia natural de mi
imaginación poética y desbordada. Lo mejor era
que dejara de escribir durante un tiempo.
Yo estaba componiendo por entonces unas deplorables coplas
a una danzarina que simbolizaba el espíritu de Tartesos
(una gilipollez), pero andaba yo muy contento con mis rimas
e imágenes. Así que el consejo de dejar de escribir
fue un jarro de agua fría. ¡Para una cosa que
me gustaba y podía hacer! Si me costaba trabajo renunciar
a una lectura cuando me la desaconsejaban o que me impidieran
quedarme tras la tertulia de la noche leyendo un sábado
por la noche, ¡cuánto más me costó
cerrar el grifo de mi poetorrea, que no era pecaminosa sino
sólo mediocre y mía! Eso en el fondo me hizo
sentirme más prisionero que antes.
Recuerdo un verano en que nos habían pedido que entregásemos
una hoja con nuestro horario de verano. Yo contentísimo
me hice un horario donde figuraban clases de guitarra (pues
en el Colegio Mayor había un guitarrista que me había
entusiasmado con la idea), repaso de mi inglés, de
mi francés, de mi italiano, mis traducciones de latín
y griego, mis libros y mis poesías. Me dijo el que
me llevaba la charla que dónde estaba el apostolado
en ese horario. Creo recordar que le dije que yo quería
matricularme el curso próximo en guitarra y seguir
con mis estudios de idiomas, cuando he aquí que el
director me dijo que era mejor para la obra aprender mecanografía
y sacarme el carné de conducir, porque eso me hacía
más disponible para la obra. Yo lo encajé mal
y renuncié a la guitarra y a mis estudios de idiomas,
pero no en lo de la mecanografía. En cuanto a lo del
carné de conducir, yo no tenía dinero para sacármelo.
Y aún hoy no sé conducir.
No sé si fue antes o después de eso cuando
me llevaron a un psiquiatra de la Obra, con el que preferí
hablar a solas, sin la presencia del que me llevaba la charla.
La justificación para que fuera fue, cómo no:
"Eres muy sensible". El psiquiatra era un numerario
muy serio que no me trató excesivamente bien (supongo
que le reventaba tener que hacer en su trabajo externo trabajos
internos para la Obra), pero que, en fin, me dio algunos consejos
que no seguí a rajatabla.
La crisis
Cuando acabé el segundo año de centro de estudios,
vinieron un buen día de Delegación a decirnos
a todos dónde íbamos a vivir: unos a Galicia,
otros a Madrid, otros allí en Sevilla
Ya don
Ángel, el director, me había dicho días
antes que había pensado enviarme a Málaga, mi
ciudad, para que yo estuviera cerca de mis padres. Él
opinaba que la cercanía con mi familia, a la que yo
echaba mucho de menos, me iba a ayudar a vivir mejor el espíritu
de la Obra o algo así. No recuerdo bien la razón.
El caso es que don José Ángel era un hombre
muy humano y que me gustó la idea. Pero cuál
fue mi sorpresa cuando me dijeron los de Delegación
que yo iba a repetir en el centro de estudios otro año.
La verdad es que podía haberme sentido humillado por
ser el único que repitiese curso de entre los muchos
numerarios que salieron ese año del centro de estudios.
Pero, en realidad, me sentí como distinguido. Ahora
tenía yo la obligación de dar especial ejemplo
a la nueva hornada de numerarios.
El principio del fin fue precisamente en el curso anual de
ese verano. Nos enviaron a Entrepinos, en Huelva, un colegio
de fomento.
Allí las hormonas fueron a matar y aunque nunca caí
voluntariamente, fueron especialmente combativas durante las
noches hasta el punto de que de nuevo comencé a plantearme
si había sido todo voluntario o no.
Cada vez me costaba más trabajo tener que pedir permiso
para todo: para salir, para entrar, para leer un libro, para
quedarme a estudiar, para... E incluso, con otros numerarios,
para desquitarme, nos fuimos una noche a la cocina y nos dimos
un atracón. Ni que decir tiene la que montaron después
los directores cuando les informaron las cocineras.
Ese verano yo hice una amistad particular con uno de Madrid
y hablamos mucho de Oscar Wilde (por lo que intuyo, dudo que
este chico haya perseverado) y me entraron unas ganas locas
de leer "El retrato de Dorian Gray". El director
del curso anual no me prohibió el libro tajantemente,
pero, siendo yo tan sensible, me lo desaconsejaba ligeramente.
El caso es que lo leí y el libro hizo su efecto o encontró,
mejor dicho, un terreno abonado.
Desde entonces me parecía insufrible que hombres jóvenes
como nosotros se metieran a las diez y media de la noche en
la cama durante las hermosas noches de verano habiendo un
bosque alrededor y una piscina en la que refrescar el calor.
Para colmo se cerraban las puertas y yo me sentía como
en una cárcel. No podía uno ni siquiera fumarse
el último cigarro mirando a las estrellas. Me daba
la sensación de que me estaba perdiendo muchas cosas
en la vida y todos mis esfuerzos y toda mi entrega en la Obra
perdían todo su valor ante el oro refulgente del sexo
prohibido. Hoy puedo decir que el sexo no sólo no me
defraudó sino que me alegro infinito de haberme ido
de allí. El sexo valía la pena.
Y una noche me atreví a plantear la cuestión
abiertamente a un sacerdote: quería irme, anhelaba
la libertad, las mujeres
El cura se pasó buenas
horas de la madrugada fumando conmigo convenciéndome
de que no valía la pena dejar solo a Cristo en la cruz
por una bisutería o algo así. Era buena persona
el cura y el caso es que me convenció. Pero los directores
se quedaron con la mosca tras la oreja.
Tras el curso anual, el director del Colegio Mayor se tomó
muchas molestias por mí. Yo no noté en su trato
ningún clasismo como he leído en algunos escritos
de esta página. Pero, claro, mi visión de la
Obra es bastante ingenua. Teniendo en cuenta que soy de familia
humilde, que nunca fue lo que se dice un chico refinado, que
soy bajo, moreno, escuchimizado y que me dedicaba al estudio
de lenguas muertas, el director mostró mucho interés
por mí. Me llevaba de excursión con él,
me llevaba a montar en bici, me encargaba que le tradujera
artículos del alemán y me los pagaba y también
me llevaba a la facultad de biología donde trabajaba
y me pagaba por las horas que echaba yo ayudándole
a trabajar con una investigación sobre el cerebro de
los gatos. Gracias a Dios, comencé a hacer la confidencia
con él. Un buen día, paseando por la calle,
me dijo: "Lo has entregado todo, tu pureza, tu dinero
(era poco en verdad) tu tiempo, tus amigos, tu familia, pero
aún te queda algo por entregar, piensa a ver qué
es".
Le di vueltas al asunto y a la semana siguiente le dije que
no sabía qué era. Y entonces me dijo: "Tu
mundo interior". Yo me quedé igual que antes,
sin entender nada, pero ahora, al cabo de dieciséis
años, lo he entendido. El bueno de don Ángel
quería decirme que lo más íntimo de mí,
mis gustos más personales, mis ilusiones y proyectos,
mis antipatías y simpatías eran sólo
mías, ni las compartía con Dios ni las ponía
al servicio de la Obra.
El caso es que volví a repetir la petición
de irme y don Ángel me pidió paciencia, que
ellos querían ver si mi deseo de irme se debía
a una verdadera falta de vocación o a egoísmo
mío. Durante ese tiempo de espera creo recordar que
me dijeron que viviese con más ahínco el espíritu
de la Obra para poder decir con tranquilidad que por mi parte
había puesto toda la carne en el asador. Lo intenté
y al cabo de un tiempo me dijeron que, en efecto, no tenía
vocación. Se portaron bien, me dejaron ir con la conciencia
tranquila y me ofrecieron la posibilidad de, pasado un tiempo,
acudir a medios de formación de la Obra. El cura, sin
embargo, me profetizó que me alejaría primero
de la Obra, luego de la Iglesia y por último de Cristo
(un cura que por cierto en una meditación contaba con
horror lo feas que eran las mujeres de los ex). Yo le dije
que eso no ocurriría y, según leo entre vuestros
testimonios, la mayoría de vosotros sigue unido a la
iglesia. Pero en mi caso el cura acertó. Me alejé
de la Obra, de la Iglesia y de la religión.
De hecho, en la Obra me quedé tan convencido de que
la Obra representaba la ortodoxia pura de la Iglesia, que
cuando tengo deseos de volver a Dios me acuerdo de que me
tengo que confesar y de mis problemas con la castidad, que
no sólo no se han solucionado, sino que se han vuelto
crónicos y compartidos. Así que o Dios o la
entrepierna. Me encantaría que un cura me dijese que
ambos son compatibles, pero si me lo dice, siempre recordaré
que la Iglesia dice lo que dice, por mucho que un cura moderno
lo maquille para recuperarme ante Dios.
Me fui como todos por la puerta de atrás. Fue terrible.
Y más terribles fueron los meses posteriores. Pero
eso es otra historia que no sé si interesa aquí
o no.
Sólo puedo decir que en mi familia, sólo perseveran
las hembras. Los varones nos hemos salidos. Todos estamos
cortados por el mismo patrón. Uno de ellos decidió
abandonar la Obra cuando le dijeron que no se podía
acostar desnudo con su mujer, sino embutido en un casto pijama.
Conclusión
Salvo una o dos odiosas excepciones, la gente de la Obra
me parece en general estupenda, pero el grado de exigencia
es tal que es difícil mantenerlo con entusiasmo durante
toda la vida. Los posibles perjuicios que la Obra pueda causar
en las personas no se deben a la maldad de los miembros ni
del sistema, sino al simple hecho de que no todos sirven para
la Obra y eso no se descubre en un día, sino en mucho
tiempo. Por simple higiene, conviene quedarse con lo bueno
del pasado, no con lo malo. Es un error pensar que todo en
ese momento del pasado fue malo. Y aunque sigo teniendo pesadillas
en las que me veo de numerario, el caso es que creo que parte
del atractivo que yo pueda tener sobre los demás, lo
debo a la Obra.
Una de las pocas cosas que me mantienen sentimentalmente
unido todavía a la Iglesia es mi veneración
por este Papa. Aunque siempre admiré la figura del
Padre, en el fondo me gustaba más el Papa. Yo lo había
visto varias veces, me fascinaba su porte, su voz, su origen
polaco, su fuerza, su atractivo. Aún sigo venerándolo
y nunca llegué a entender por qué se hablaba
más del Padre que del Papa.
Por último, quiero reseñar mi especial cariño
a las numerarias auxiliares. Yo estaba secretamente enamorado
de ellas y lo sigo estando.
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