OPUS
DEI: NI A FAVOR NI EN CONTRA
Randy, 2 de marzo de 2004
Nunca he escrito nada sobre el Opus Dei. Ni a favor ni en
contra. Fui numerario desde los quince años hasta los
veintisiete. Por diversas circunstancias que no vienen al
caso, fueron los propios directores quienes me recomendaron
dejar la Obra (en mi caso, gracias a Dios, acertaron de pleno).
Anoche encontré en Internet esta página web
con relatos y experiencias, en general "negativas",
de antiguos miembros del Opus. Leí el escrito de Retegui
titulado Lo
teologal y lo institucional, un texto brillante y
necesario, como casi todos los suyos (fui su alumno en la
facultad de Filosofía de la Universidad de Navarra
y en el Studium Generale de la Obra). No sé qué
repercusión habrán tenido estas ideas entre
los directores; sí recuerdo que, a mediados de los
años noventa, hubo una época de especial insistencia,
por parte de la comisión regional y las delegaciones,
en incentivar la formación intelectual y cultural de
los numerarios. Efectivamente, en casi todas las ciudades
españolas se vivía un Opus Dei de gran intensidad
ascética y doctrinal pero con escaso contenido intelectual
y cultural. Casi todo se daba por supuesto, las verdades de
fondo de la filosofía cristiana se explicaban muy por
encima y se daba por hecho que los directores siempre tenían
razón: obedeciéndoles, uno nunca se equivocaba.
El problema que encontré al volver a mi ciudad (a
un centro de universitarios), fue el exiguo bagaje intelectual
y cultural, no sólo en los adscritos al centro (al
fin y al cabo, chavales de dieciocho años), sino fundamentalmente
entre los residentes, estudiantes de cuarto o quinto de carrera
y profesionales con varios años de ejercicio. Parecía
como si la formación humana que se recibe en la Obra
fuera ya suficiente o sustituyera de hecho al resto de inquietudes
y aspiraciones culturales, artísticas o incluso teológicas.
Las asignaturas internas se veían como un "marrón
más" que había que cumplir (como ponerse
el cilicio, vivir el minuto heroico o ducharse con agua fría),
y casi nadie reparaban en la gran utilidad que tenían
para la formación personal y para la propia vida interior.
Lamentablemente, también es cierto que pocos profesores
sabían transmitir con un mínimo de entusiasmo
esos contenidos y en muchos casos se limitaban a repetir en
voz alta lo que todos podíamos leer en un manual. La
cuestión es que se reflexionaba muy poco sobre la propia
realidad espiritual de la vocación a la santidad y
sobre las grandes verdades -filosóficas, teológicas
y morales- que la articulan. No estaba bien visto analizar
o estudiar las consecuencias, inmediatas o remotas, de los
puntos nucleares y esenciales del espíritu del Opus
Dei, porque enseguida ponían en solfa la realidad diaria
de las prácticas comunes y estandarizadas que se vivían
en los centros. A todo esto, cuando uno explicaba a los directores
su punto de vista sobre estas cuestiones quedaba la impresión
-por ambas partes- de que, en el fondo, se trataba de un problema
de falta de entrega personal o de excesivo espíritu
crítico.
Comparto casi todo lo que escribe don Antonio en este documento.
Asimismo, mi propia experiencia suscribe lo que se dice en
el escrito
firmado por AG, seguramente enviado a alguna delegación
de la Obra (¿archivado para siempre en un cajón?,
¿destruido?, ¿estudiado para tratar de poner
en práctica alguna idea concreta?). Me da mucha pena
la carta de "Maque"
y he conocido muy de cerca historias similares. Pienso que
detrás de todos estos textos, así como en el
emotivo homenaje que le rinde Jacinto Choza -filósofo
genial- a Retegui, hay un noble deseo de ayudar a la Obra
a cambiar muchos aspectos de capital importancia para la vida
cristiana y el apostolado de sus miembros. Lástima
que a uno le quede la impresión de una cosa hecha desde
el resentimiento y la amargura, junto a la duda (creo que
razonable) de saber si a don Antonio le hubiera gustado aparecer
en una página así.
Es muy posible que la iniciativa pueda ayudar a personas
que atraviesan momentos difíciles en su vida en la
Obra, pero también me parece que algunas de las frases
que aparecen en su página de inicio
son innecesariamente excesivas. Si las personas que coordinan
esta publicación siguen viviendo su Fe dentro de la
Iglesia, me parece que deberían alegrarse o, al menos,
aceptar la canonización de Escrivá, a pesar
de que la institución que fundó, dirigida y
gobernada por personas, esté llena de defectos (como
todas las cosas humanas) y algunos graves; pero si vamos a
la esencia del carisma fundacional -santidad y apostolado
en medio del mundo, a través de la vida ordinaria-
pienso que a un católico del siglo XXI la noticia de
la canonización del fundador tendría que suponerle
una razón para su esperanza. El mensaje medular del
Opus no me parece algo negativo. Creo que ha ayudado decisivamente
a entender mejor el papel de los cristianos en un mundo como
el de hoy, tan lleno de contradicciones culturales, sociales,
morales, artísticas (ahí está su gracia)
y pienso que, en general, contribuye a hacer mejor a las personas
y a la sociedad.
Claro que queda mucho por hacer y el Opus tiene mucho que
cambiar; seguramente cambiará (lo iremos viendo) en
materias que hoy, muchos de sus miembros, incluidos directores,
ni siquiera imaginan. Quizá una de las cuestiones de
fondo más difíciles de discernir, con claridad
y precisión -como reclamaba Retegui- sea, precisamente,
la de los límites de lo institucional y lo teológico,
o lo que es lo mismo, donde termina la validez y legitimidad
de unos y comienza la de otros. Por algo se ha dicho siempre
que de los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad
y obediencia- el más difícil de vivir es el
tercero. Por supuesto que los directores se equivocan, y mucho,
por eso, a pesar de la rectitud de intención personal
y del esfuerzo por acatar las indicaciones con humildad, tantas
veces se sufre obedeciendo. Este sufrimiento se acrecienta
cuando la persona concreta que da la indicación carece
de la preparación intelectual, moral o teológica
necesaria. En bastantes ocasiones, además, las relación
de los directores con los miembros se basa, de hecho, más
en la sospecha que en la confianza, y eso hace que no se trate
a la gente como personas adultas y maduras sino como jóvenes
inseguros a los que hay que solucionarlo todo. Lo adecuado,
supongo yo, será que el numerario actúe en conciencia
y considere en la presencia de Dios -no en la de los directores-
la decisión que tenga que tomar.
Desconozco cuál era la situación personal de
don Antonio antes de morir. He oído explicar a personas
que le conocían bien que, al final de su vida, quería
dejar la Obra. No tengo porqué no creérmelo.
El escrito manifiesta un desacuerdo notable con muchas realidades
concretas del "espíritu" del Opus Dei. El
asunto está, una vez más, en saber si aquellas
discrepancias lo eran con realidades auténticamente
"de espíritu" o más bien con costumbres
y criterios de gobierno estabilizados de hecho en la vida
de la Obra, pero lejos de su esencia fundacional y teológica.
Al estar el "espíritu" en permanente revisión
por parte de los directores, llega un momento en que, honestamente,
cuesta mucho distinguir lo que es realmente de Dios y lo que
no lo es. Gracias a Dios, para un numerario -como para todo
hijo de vecino- la norma próxima de moralidad es la
conciencia. Ésta, cuando está bien formada (en
el caso de un numerario se presupone, como el valor en "la
mili") y cuando se examina con verdadera rectitud de
intención en la presencia del Señor, raras veces
se equivoca. Afortunadamente siempre nos quedará la
libertad para elegir qué nos conviene y qué
no en orden a nuestra propia felicidad. Particularmente pienso
que tomar la decisión de irse del Opus no constituye
en sí nada bueno ni malo. Desde el punto de vista psicológico
puede suponer una fractura importante sobre todo si se llevan
muchos años y se ha entrado joven, pero la vida es
muy larga y, tarde o temprano, uno acaba encontrando su lugar
en el mundo. Me imagino a Dios más grande que cualquier
institución u organización humana, aunque su
fundación se haya producido, supuestamente, por inspiración
divina.
Mi abrazo a todas las personas que después de dejar
la Obra siguen tratando de vivir cerca de Dios que es lo que
realmente importa y lo que da la verdadera felicidad (y algún
quebradero de cabeza). Mi abrazo también, acompañado
de mis oraciones diarias, a los que viven lejos de Él.
Yo viví así varios años después
de dejarla -sin contar con Dios para nada, como si no existiera-
y mi experiencia me dijo que una vida así no valía
la pena vivirla. Por último, mi deseo de que la Obra
cambie lo que tenga que cambiar para evitar ciertos males
-a veces difícilmente reparables en las vidas de algunos-
y siga haciendo el bien a muchas personas, a la sociedad y
al mundo en que vivimos.
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