Antonio
Ruiz Retegui*, pequeña biografía teológica.
In memoriam
Por Jacinto Choza, recibido el 4 de enero
de 2004
Del libro "Metamorfosis del cristianismo"
*Antonio Ruiz Retegui es el autor, entre otros escritos, de
"Lo teologal
y lo institucional" y del libro "El
ser humano y su mundo"
1.- Un homenaje póstumo.
2.- Profesores y maestros.
3.- Lo existencial y lo institucional.
4.- Los maestros oficiales.
5.- Los maestros privados.
6.- Doctrina moral y estructuras de pecado.
1.- Un libro y un homenaje.
Antonio Ruiz Retegui nació en Cádiz, el 7
de septiembre de 1945, y murió en Madrid, el 13 de
marzo de 2000, a consecuencia de una repentina hemorragia
cerebral. Cursó la carrera de ciencias físicas
con brillantes calificaciones en las universidades de Sevilla
(1962-64) y Barcelona (1964-67). Como miembro de la Prelatura
Personal Opus Dei se trasladó a Roma en 1967 para continuar
sus estudios de teología. En 1969 se trasladó
a Pamplona donde realizó la licenciatura en teología
(1969-71) y el doctorado (1971-74). Tras su ordenación
sacerdotal en 1971, desempeñó diversas funciones
académicas y pastorales.
Desde 1974 fue profesor adjunto de "Antropología
cristiana" en la Facultad de Teología de la Universidad
de Navarra. Desde 1989, profesor agregado de "Teología
moral" en la misma Facultad.
Desde 1984 hasta 1990, fue director del Departamento de Teología
para universitarios de la Universidad de Navarra. Y desde
1982 hasta 1990, profesor de "filosofía de la
religión y visión cristiana del mundo"
en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Navarra.
A partir de 1990, tras ciertas desavenencias, causa baja
en la Universidad de Navarra y se dedica a tareas pastorales
en Madrid.
En 1993 es nombrado profesor extraordinario de "Teología
moral especial" en la Facultad de Teología de
la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma). En 1995
es invitado a la facultad de Teología de Lugano (Suiza),
para impartir un curso de licenciatura sobre el sentido antropológico
de la familia.
En esos últimos años, alternaba sus tareas
pastorales con las intelectuales en Madrid, y sus trabajos
en Madrid con alguna que otra escapada a Roma, Suiza y Pamplona.
Antonio merece que se le honre en el mundo académico
con un libro de homenaje porque fue un maestro, y ese es un
tipo de persona tan poco frecuente, tan escaso, que cuando
aparece genera el aprecio de quienes le rodean y cuando desaparece
la nostalgia de cuantos le han conocido. Ahora hace falta
aclarar qué es un maestro y en qué sentido Antonio
lo era.
Antonio y yo coincidimos en la Universidad de Navarra a mediados
de los 70. Antes nos habíamos encontrado a comienzos
de los 60 en el Colegio Mayor Guadaira, en la Universidad
de Sevilla, que fue cuando nos conocimos, y posteriormente
en Roma en 1967. Pero cuando realmente llegamos a tratarnos
a fondo y a una amistad que fue creciendo permanentemente
fue en Pamplona en el segundo lustro de los 70. Trabajábamos
en la misma Universidad y en la misma biblioteca, pero sobre
todo vivíamos en la misma residencia de profesores
de la Avenida de Pamplona, 2, entresuelo, Barañain-Navarra.
La amistad fraguó entre nosotros dos, o mejor dicho,
entre nosotros tres (porque también formaba parte de
ella Luis Arechederra), a golpe de vivir y compartir los acontecimientos
de la vida universitaria, y particularmente los de las facultades
de Filosofía y Letras y Derecho, y los de la cátedra
de Teología para universitarios.
En la Universidad de Navarra hay un maestro, decía
Antonio, que es Polo, don Leonardo Polo. Hay dos, insistía
yo, Polo y d'Ors, don Álvaro d'Ors (Luis generalmente
prefería oír, y sólo de vez en cuando
daba su opinión, que solía ser sentenciosa,
contundente y definitiva, y más divertida que solemne).
Don Álvaro d'Ors, en alguna de las tertulias que teníamos
a veces los sábados por la tarde en su casa (único
lugar de Pamplona donde valía la pena acudir en peregrinación
cultural, según Luis) nos había contado que
era muy rara la figura del maestro, del verdadero maestro.
Que no se encontraban más que dos o tres por generación,
y que él tenía la suerte de haber conocido a
uno, Menéndez Pidal, aunque no fue maestro suyo.
Polo era un maestro porque no solamente enseñaba lo
que se sabía, lo admitido como saber establecido, sino
también lo que no se sabía y se indagaba. Era
un maestro porque enseñaba haciendo transparente su
vivir, que en gran medida era un vivir para el saber, para
el pensamiento. Al enseñar filosofía enseñaba
a dudar, a estar seguro, a preguntar, a enfadarse, a vibrar
y a sufrir. Y también a tocar el cielo con las manos
al exponer el pensamiento de Hegel o el de Heidegger, y al
exponer su concepción del ser extramental y de la existencia
extramental.
Don Álvaro d'Ors era un maestro porque cada año
daba su prelección, su primera lección del curso,
con toda solemnidad y luego la publicaba. Porque cada año,
al editar el programa de Derecho Romano, incluía la
relación de los alumnos a los que había calificado
con matrícula de honor en las promociones anteriores.
Porque explicaba sus lecciones y realizaba los exámenes
con una exigencia y una justicia indiscutidas. Porque dirigía
cada tesis doctoral dedicándole tanto tiempo como los
doctorandos mismos. Porque asesoraba la investigación
de sus colaboradores con esmero hasta dejarlos en las puertas
de las oposiciones que facilitaban el acceso a las cátedras
universitarias, sin entrar en la política de cátedras.
Porque su casa y su familia estaban abiertas a sus discípulos,
que podían compartir con ellos algunos de los momentos
más entrañables. Porque siendo un hombre políticamente
comprometido, y de un modo notorio, nunca hizo labor de captación
política entre sus discípulos.
Pues bien, a su escala, Antonio era un maestro en estos dos
sentidos. A su escala porque no ocupó posición
alguna en el escalafón de los académicos españoles,
y porque los títulos que tuvo según su condición
de sacerdote fueron Capellán Mayor de la Universidad
de Navarra y profesor de Teología Moral y de Antropología
sobrenatural en la Facultad de Teología de la Universidad
de Navarra y en el Ateneo Romano de la Santa Cruz. Su magisterio
se ajustó plenamente a esos títulos, pero también,
y en diversos sentidos, los desbordaba con mucho.
Antonio era maestro en cuanto a comunicar su vida intelectual
y espiritual, y en cuanto a compartir la de los otros y las
otras, como don Leonardo, y era maestro en cuanto a sugerir
lecturas, libros y temas, y en cuanto a alentar aspiraciones
de saber y de estudiar, como don Álvaro d'Ors. Para
él un libro podía ser como un amigo, y desde
luego, a los amigos nos hablaba de sus libros y de sus autores
favoritos como de íntimos de toda la vida, llamándoles
incluso por los apodos familiares con que los bautizaba al
entrar en su círculo vital.
Por eso es un homenaje muy adecuado para él escribir
algo en lo que pueda reconocerse y con el que pueda disfrutar
desde esa eternidad a la que se marchó. Algo que si
hubiera caído en sus manos le hubiese dado mucho que
pensar, que dialogar. Algo que, entre otras cosas, hable de
lo que es el magisterio, de la tarea del maestro, tal como
el la describió en su ensayo sobre profesores y maestros,
que publicó en la revista de la Facultad de Ciencias
de la Información de La Universidad de Navarra , "Nuestro
Tiempo", todavía durante los 80. Allí dejó
escrita su idea de que los profesores son los que enseñan
lo que se sabe, los que transmiten los conocimientos disponibles,
sin más, y los maestros, en cambio, son aquellos en
quienes el saber está vivo, y vivo con la propia vida
de ellos, de manera que transmiten lo que se sabe y lo que
se indaga transmitiendo su vida, abriendo su alma.
2.- Profesores y maestros.
Desde que en el siglo V antes de Cristo Platón planteara
el debate sobre si la virtud puede ser enseñada, no
se ha encontrado una respuesta definitiva y aceptable por
parte de todos. Ante esa cuestión una respuesta negativa
podría suscitar con perplejidad la pregunta: pero entonces,
¿qué es lo que enseñan los profesores
de moral? Para salir del paso podría contestarse que
enseñan las teorías que se han formulado sobre
la virtud o la teoría que consideran más destacable.
Pero aún así, seguiría inquietándonos
la pregunta acerca de la relación existente entre las
teorías sobre la virtud y la virtud vivida, entre las
doctrinas morales y la vida virtuosa.
Antonio era un maestro porque no sólo entraba a los
problemas acuciantes y verdaderos, que a veces son poco frecuentados,
sino porque además entraba por el flanco más
inquietante y llegaba hasta las formulaciones más claras.
Así es como afrontaba el problema de qué relación
hay entre las doctrinas morales y la vida virtuosa, y sobre
todo, más radicalmente, el de qué relación
hay entre las formulaciones de la fe (las elaboraciones doctrinales
de la fe) y la vida del creyente. No la vida virtuosa, sino
la vida sin más.
Ese fue quizá su tema más recurrente, la relación
entre fe y vida. No la relación entre el derecho y
la sociedad, ni la relación entre el pensamiento y
la realidad, que eran los temas de d'Ors y de Polo, sino la
relación entre lo que creen los cristianos, lo que
se les propone para ser creído, y lo que viven. Esa
relación ha constituido frecuentemente un problema
en la Iglesia, y a lo largo del siglo XX uno muy crucial,
como vamos a ver.
Por lo que se refiere a nuestro debate sobre si la virtud
puede ser enseñada, y a la relación entre las
doctrinas morales y la vida virtuosa, el problema se clarifica
un poco si en lugar de formularlo en abstracto lo formulamos
en concreto. Si en vez de preguntarnos si puede ser enseñada
la virtud en general nos preguntamos si pueden enseñarse
la pasión por la literatura y la historia, el interés
por el pensamiento y la vida de los grandes maestros y de
la gente normal, la magnanimidad y la honestidad intelectuales
para afrontar los problemas existenciales y los teóricos,
la sencillez y la transparencia para describirlos y proponer
soluciones, y si nos preguntamos si esa enseñanza afecta
a la vida del que las aprende, la respuesta está más
al alcance de la experiencia común.
Quizá no sabemos si la virtud se puede enseñar
en general. Lo que sí sabemos es que, como el vicio,
se contagia, y se contagia por contacto, por fascinación,
por seducción, por emulación, por imitación
y por repetición. Y algunos sabemos que Polo, d'Ors
y Antonio contagiaban amor al saber, capacidad de diálogo,
constancia en el estudio, estilo de reflexión y de
expresión, y un numero indefinible de trucos, manías,
muletillas y tics, es decir de cualidades y capacidades que
entran dentro de lo que se denominan hábitos operativos
buenos y que constituyen la definición de virtud.
Antes de iniciarse en el trabajo intelectual, en la tarea
de investigar y escribir, en la docencia y en la asistencia
espiritual, es normal aprender una serie de reglas para la
realización de tales actividades. Y una vez iniciada
la actividad, en el ejercicio de aplicar las reglas aprendidas,
es posible y es frecuente descubrir algunas nuevas. Las reglas
que se aprenden antes y mientras se realiza el trabajo, se
aplican prestando mucha atención a las realidades a
que se aplican, para ver si las admiten pacíficamente
o hay que modificarlas o incluso generar otras nuevas. También
es posible aplicar esas reglas prestando poca atención
a las realidades a que se aplican. Entonces se dice que las
reglas se aplican mecánicamente o ciegamente.
A este respecto, y a propósito de la creación
artística, Kant ponía el ejemplo de la diferencia
entre una recta trazada con regla y otra a mano alzada. En
la trazada con regla, el pensamiento y la mano han confiado
todo su saber y pericia a un instrumento, la regla, que será
la responsable y encargada de que la línea trazada
sea verdaderamente recta. Si no lo es, la 'culpa' es de la
regla, o de algún movimiento fortuito que estorba el
proceso del trazado.
Cuando se hace a mano alzada, el pensamiento y la mano no
hacen abdicación de su saber y su pericia en ninguna
herramienta. Es el conocimiento de lo que es una recta y la
pericia manual los que se están ejerciendo en cada
momento, de manera que los responsables de que la recta salga
bien son ellos, el pensamiento y la mano. Si un movimiento
brusco o cualquier otra cosa altera el proceso, el pensamiento
y la mano pueden corregirlo. En cada segmento de la línea
a mano alzada está presente y se percibe la actividad
personal de quien la ha trazado. Y esa es la nobleza y el
valor que le reconocemos a las cosas hechas a mano actualmente,
en una época de proliferación de las herramientas.
Escribir un libro de teología moral, dar un curso
de teología para universitarios, predicar una novena,
ejercer la dirección espiritual o asistir en confesión
a un penitente es algo que se puede hacer con regla o a mano
alzada.
Se hace con regla si se recogen unos cuantos manuales de
teología, un par de guías prácticas para
la predicación y la cura de almas y una compilación
de ritos y rúbricas, se asimila su contenido y se traslada
y desarrolla con un cierto orden en un papel, ante unos alumnos,
ante un grupo de fieles en una celebración litúrgica
o en los oídos de un penitente que se acusa de sus
pecados.
Se hace a mano alzada cuando, conociendo bien los correspondientes
textos de teología moral, de teología fundamental,
de ascética, mística y espiritualidad, y las
correspondientes praxis de cura de almas y de penitencia,
se mira y se escucha lo que vive el auditorio, se pregunta
a sus almas, se percibe lo que pueden demandar sobre comportamientos
admirables y valerosos, sobre la proximidad o lejanía
de Dios, sobre la relevancia de su Madre, o sobre su misericordia.
Teniendo presente esa realidad de los interlocutores, ese
conocimiento de las reglas, y esas realidades sagradas y profanas
de las que se obtuvieron reglas y saberes, se ve en qué
medida y cómo las reglas de los libros son aplicables,
y en qué medida la realidad de los interlocutores presentes
merece o exige modificar algunas de esas reglas o incluso
generar otras nuevas.
Las reglas, el deber ser, surge siempre de la vida, de lo
que es, porque el deber ser se funda en el ser y la norma
se funda en la vida. Por eso, la modificación de las
reglas ya establecidas y la generación de las nuevas
es posible en la medida en que la vida de los alumnos, de
los fieles y de los penitentes, es asumida en la vida y en
el saber del profesor, del predicador, del guía espiritual,
que a partir de aquellas reglas, de esas vidas y mediante
su vivir y pensar, en fecunda comunicación, produce
las novedades, y que por eso precisamente es, además
de profesor, maestro.
Ese modo de proceder era la constante aspiración de
Antonio Ruiz Retegui. A propósito de la antropología
sobrenatural, de la teología moral, de la cura de almas
y de la penitencia. Porque nunca se quedó conforme
con la descripción que Luis hacía del decálogo
y de los preceptos morales en general. Son como la lista del
supermercado, decía, cuando vas a confesar dices: dos
de esto, uno de esto, uno de aquello.
Antonio aceptaba esa caricatura. Porque era muy certera esa
descripción del mal moral, del pecado, tal como se
enseñaba a los cristianos, como algo bastante extrínseco
a sus afanes, anhelos y temores, como algo que sólo
accidentalmente tenía que ver sus vidas y con sus actos.
Sabía que la moral no era eso, un catálogo
del supermercado, y que la teología moral no tenía
nada que ver con eso, pero siempre llegábamos a la
misma conclusión. La Iglesia ha renovado la liturgia,
y ha renovado la dogmática mediante la vuelta a la
Escritura y a la patrística para mostrar mejor el fundamento
de las formulaciones doctrinales. Pero no ha tocado la moral.
¿Por qué? Porque es lo más difícil,
decía Antonio, porque no sabemos cómo hacerlo.
Pero ese es un problema que no solo afecta a la moral. Afecta
a la Iglesia en general y al cristianismo todo. Afecta a las
instituciones, y Antonio, Luis y yo lo percibíamos
de un modo más o menos confuso. Porque vivíamos
nuestro cristianismo con el máximo empeño existencial
y a la vez con toda veneración por las instituciones
cristianas, sobre las que volcábamos nuestros mejores
afectos y nuestra mejor reflexión intelectual.
Los ajustes y desajustes entre el cristianismo existencial
y el institucional marcaron decisivamente aquellos nuestros
años juveniles, y por eso han estado siempre presentes
en nuestra vida posterior.
3.- Lo existencial y lo institucional.
La relación entre lo que se les propone a los cristianos
para ser creído, y lo que ellos viven, ha constituido
un problema en la Iglesia muchas veces, y a lo largo del siglo
XX ha sido experimentado de un modo muy punzante. Pues bien,
eso era especialmente cierto para nosotros tres.
Una línea recta se puede trazar a mano alzada o mediante
una regla. Una regla es una institución. Las instituciones
son procedimientos que se han mostrado fructíferos
y útiles a la hora de hacer algo, y que cristalizan
para asegurar la permanencia de esa eficacia y utilidad. Son
conjuntos de normas con las que se han logrado determinados
resultados, o con las que se quieren lograr.
La mayor parte de las revoluciones que han tenido lugar en
el occidente moderno aspiraban a realizar los ideales de la
libertad de conciencia, de religión, de expresión,
de mercado, de asociación, y han cristalizado en los
derechos humanos políticos, o aspiraban a realizar
los ideales de educación para todos, trabajo para todos,
atención sanitaria para todos, pensiones y seguros
de desempleo para todos, vivienda y ocio para todos, y han
cristalizado en los derechos humanos sociales.
El conjunto de los derechos humanos no son instituciones
más que en sentido amplio. Instituciones propiamente
dichas son los centros de salud, los ambulatorios, los hospitales,
y la Seguridad Social con su correspondiente ministerio, y
también las escuelas, institutos y universidades, con
todo el sistema educativo y su correspondiente ministerio.
Instituciones son todos los organismo de la administración
pública y todas las entidades privadas. Y todas las
instituciones tienen el sino de que garantizan una potencia
y un alcance máximos para atender a las demandas existentes,
pero tienen muy escasa capacidad de atención a las
demandas nuevas. Una regla sirve para trazar rectas de un
modo perfecto y rápido, pero no para trazar otro tipo
de líneas que resulten necesarias en un proyecto. Es
más fácil crear instituciones nuevas que adaptar
las ya existentes a las nuevas necesidades.
Los ideales que las revoluciones y los gobiernos convierten
en instituciones se realizan más eficazmente que ningunos
otros, porque las instituciones existen para la eficacia de
las realizaciones. Pero al tener como objetivo la eficacia
de la ejecución pierden el aliento moral, la inspiración
espiritual que tenían cuando su logro era el único
fin y el ideal de la acción y de la revolución.
Una regla existe para trazar muchas rectas de un modo perfecto
y rápido. Y las rectas trazadas así son perfectas
y rápidas. La recta a mano alzada es imperfecta y lenta,
pero en cambio es querida por sí misma en cada uno
de sus segmentos.
Max Weber, que concibe la historia del occidente moderno
como una historia de la burocracia y de la burocratización,
describe esa diferencia de un modo muy expresivo. "Los
héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que
es más eficaz aún, se transforman en parte constitutiva
de la fraseología de los pícaros y de los técnicos
de la política [...] Aquí, como en todo aparato
sometido a una jefatura, una de las condiciones del éxito
es el empobrecimiento espiritual, la cosificación,
la proletarización espiritual en pro de la 'disciplina'.
El séquito triunfante de un caudillo ideológico
se transforma con especial facilidad en un grupo completamente
ordinario de prebendados" (Max Weber, El político
y el científico, Alianza, Madrid, 1980, p. 173).
Las instituciones sustituyen la razón práctica,
cuya tarea es descubrir ideales, formularlos y proponer su
realización, por la razón técnica, cuya
tarea es alcanzar los fines preestablecidos de un modo certero
y rápido. Por eso la disciplina es la virtud de la
razón técnica. Lo que se elogia en un ejército
disciplinado es su capacidad de ejecutar las órdenes
por problemáticas que puedan parecer. La tropa está
para ejecutar las órdenes, no para discutirlas. Para
eso están justamente los políticos, los hombres
del estado mayor.
Actualmente, ningún otro caso ilustra mejor el ajuste
entre el orden existencial y el institucional que el ejército,
que además también nos afectaba de modo directo
e indirecto. Cuando a comienzos del siglo XIX Napoleón
institucionalizó el servicio militar obligatorio, inventó
el procedimiento para que cada pecho francés proclamara
los ideales de libertad, igualdad y fraternidad y los defendiera
incluso con la propia vida si era preciso. A su vez, para
quienes compusieron y cantaron la marsellesa, para el pueblo
de Francia quizá, el ejército era la realización
de su unidad, de su disposición a la lucha en pro de
los ideales. Se puede decir que lo que hizo Napoleón
mediante el ejército fue nacionalizar temporalmente
la libertad y la vida de los ciudadanos, y establecer el derecho
a hacerlo, con lo cual lo que hizo realmente fue 'nacionalizar'
la nación y con ello crear la nación-estado.
Durante el siglo XIX y el XX los países occidentales
han nacionalizado temporalmente la vida y la libertad de sus
ciudadanos, es decir, han convertido esas vidas y esas libertades
en herramientas, en reglas para trazar demarcaciones y fronteras
de un modo rápido y eficaz, y han convertido la imaginación
y la inteligencia de todos ellos en disciplina. Pero a comienzos
del siglo XXI la defensa de la autonomía e integridad
del territorio se realiza más eficazmente sin recurrir
a la tracción animal, mediante un tipo de armamento,
un tipo de logística y una rapidez de movimientos que
no sólo hace innecesaria la institución del
servicio militar obligatorio, sino que la hace también
inútil e insostenible.
Cuando Luis y yo hacíamos el servicio militar, todavía
en el franquismo, era ya muy perceptible que dicho servicio
no tenía ningún sentido. No sólo que
no lo tenía para nosotros, que no éramos profesionales
del ejército, sino también que tampoco lo tenía
para los militares. Para ellos era mucho más evidente
que para nosotros, y así lo manifestaban en conversaciones
amistosas y francas, que el ejército no estaba en condiciones
de entrar en guerra ni siquiera en África, y que la
defensa de la integridad del territorio corría más
por cuenta de la obsolescencia de las guerra tradicionales
que por cuenta de un ejército como el español.
Todos mis esfuerzos por encontrarle un sentido a la institución,
para generar un ámbito en el que fuera posible la ilusión
profesional de los militares, desembocaban en el vacío
ante la ternura agradecida de ellos. No te esfuerces, Jacinto,
la única solución a este problema es la liquidación
del ejército tal como ahora existe, me decía
F.M.,,
descendiente de militares de alto rango, amigo y compañero
de la residencia de Barañain.
Los cambios sociales y técnicos son causa y efecto
de la obsolescencia del ejército napoleónico.
Por eso, en una dirección diferente a la de Napoleón,
la nación se reprivatiza, y el segmento nacionalizado
de vidas y libertades de los ciudadanos, también.
Así es como se ve el proceso una vez que ha terminado
y una vez que la vieja institución ha sido sustituida
por los ejércitos profesionales. Pero antes de eso,
mientras se ponderaba y se deliberaba sobre el tránsito
de un tipo de institución militar a otra, desde dentro
de la nación y desde dentro del ejército, los
analistas del problema podían ser considerados como
traidores a la patria o bien como traidores al progreso.
A diferencia de Luis, Antonio no era especialmente sensible
a las nacionalizaciones y las nacionalidades, de manera que
las reprivatizaciones de la nación no le afectaban
especialmente. Pero en cambio sí que le afectaban,
y mucho, las reprivatizaciones de la religión, de la
conciencia, del riesgo moral, del pecado, del más allá
y de la salvación eterna. Las diversas alteraciones
y obsolescencias institucionales tenían repercusiones
existenciales en todos nosotros, nos afectaban personalmente.
Y tanto más cuanto menos recursos intelectuales teníamos
para comprenderlas, para concebirlas al menos como posibles.
En buena medida la amistad de los tres fraguó también
en el intento de obtener interpretaciones de esos cambios
que nos permitieran afrontarlos, en el intento de pensar esos
terremotos institucionales.
La reprivatización de la religión era ya, en
el segundo lustro de los 70, lo que menos nos afectaba. Por
esas fechas ya pertenecían al pasado la carta del cardenal
de Milán, Montini, a Franco pidiéndole la desconfesionalización
del Estado por el bien de la Iglesia, para afianzar la reputación
de ella como verdadera impulsora y garante de las libertades.
Quedaba ya atrás también la imagen de la Iglesia
que había sido debatida en la campaña electoral
de John F. Kennedy, el primer católico que llegaba
a la presidencia de los Estados Unidos. Para algunos de sus
partidarios, la Iglesia era valedora verdadera de la libertad
y para algunos de sus adversarios lo era sólo por estrategia
y cuando estaba en minoría. Sobre ese debate había
hecho su tesis Jaime Planell, otro de los inquilinos de la
residencia de Barañain. Quedaba atrás también
la carta que yo había escrito a mi antiguo profesor
de Lógica, don Leopoldo Eulogio Palacios, recriminándole
respetuosamente por su alegato contra Pablo VI y en favor
de Monseñor Lefêvre en la tercera de ABC.
En el segundo lustro de los 70 la nueva constitución
española cumplía el deseo de Montini, por entonces
ya Pablo VI, sin especiales traumas para la mayoría
de las conciencias españolas. Podíamos hablar
con cierto engreimiento de desconfesionalización y
adaptación a los tiempos modernos, como hablábamos
de la constitución de los Estados Pontificios después
del cautiverio de Avignon a mediados del siglo XV, y de su
pérdida en 1870. Con el engreimiento que da la comprensión
en la lejanía histórica de un episodio que vulneró
muchas conciencias y sobre el que uno, desde la barrera, se
siente triunfador.
Pero había otros terremotos institucionales de los
que no estábamos tan a cubierto. En concreto había
uno que iba a tener un alcance de amplitud imprevisible, y
era el de la reprivatización de la salvación
eterna.
La Iglesia había condenado más de una vez la
interpretación radical de la máxima extra Ecclesia
nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación,
y aunque había conciencia de que la gracia y la misericordia
divinas actúan por todas partes, había también
la certeza de que el concesionario oficial era la Iglesia,
y prácticamente en régimen de monopolio. A Antonio
le producía especial regocijo, como si se tratase de
una de las clásicas paradojas lógicas, que precisamente
los intérpretes radicales de esa máxima hubieran
quedado 'fuera de la Iglesia'.
Pero cuando el 'fuera de la Iglesia' se experimentó
cada vez más amplio, más cercano y más
lleno de personas normales y buenas, y cuando el ecumenismo
empezó a pedir paso en serio, es decir, cuando la sociedad
empezó a hacerse realmente multicultural, entonces
la reprivatización de la salvación eterna fue
ganando terreno como la única opción razonable.
Pero la reprivatización de la salvación eterna,
es decir el reconocimiento o la proclamación de que
la salvación puede encontrarse en todas las confesiones
y en todas las comunidades, incluso entre quienes no tienen
ninguna religión, implicaba también, de un modo
u otro, la reprivatización del más allá,
es decir, la vigencia social de diferentes concepciones de
la vida ultraterrena, y la reprivatización del pecado,
del riesgo moral y de la conciencia.
Desde Durkheim hasta el momento presente, un siglo de investigaciones
sociológicas y antropológicas ha puesto de manifiesto
que hay creencias cuyo arraigo y firmeza depende del numero
de personas que las comparten. Ha hecho patente que hay ideas
que, para que uno pueda creerlas con firmeza, ha de creerlas
con mucha gente, con todo el mundo, y si no, no las puede
creer del todo. Entre ellas se encuentran particularmente
las que se refieren al más allá, pero también
las que se refieren al pecado y al riesgo moral. La claridad
y la certeza de las ideas sobre tales extremos, no es sólo
una cuestión de corrección lógica, de
fe o de gracia sobrenatural, sino también, y principalmente,
del grado de cohesión e integración en la sociedad.
Pero todo eso ni Antonio ni Luis ni yo lo sabíamos
por entonces.
Conocíamos la tesis de Monseñor Lefêvre:
el Concilio Vaticano II es la Revolución francesa dentro
de la Iglesia, y, por eso, la destrucción de la Iglesia.
Y nos llenaba de inquietud. La cuestión era si podía
seguir existiendo la Iglesia cuando se proclamaban las libertades
individuales en el centro de la comunidad eclesial. Si la
gran ebullición de novedades y experimentos eclesiales,
subsiguientes al concilio Vaticano II, no era más que
afán de novedades, ingenuidad, errores inadvertidos
o incluso propuestas abiertamente heréticas y cismáticas
formuladas a veces con mala fe. La tesis de que "el humo
de Satanás" se desprende por entre los resquicios
de la Iglesia desde dentro de ella misma, según una
expresión que el propio Pablo VI había hecho
suya, llenaba de inquietud a muchas conciencias cristianas,
y entre ellas a las nuestras.
La proclamación de las libertades individuales fue
percibida, en algunos ambientes y momentos, como una amenaza
para la Iglesia mucho mayor que la entrada de Garibaldi en
Roma y la liquidación de los Estados Pontificios en
1870. ¿Tendría razón Lefêvre?
De hecho, la abolición de prácticas religiosas
tradicionales, la alteración de la disciplina de los
sacramentos, las innovaciones artísticas en la liturgia,
y otros acontecimientos por el estilo, a veces los vivíamos
como actos de terrorismo eclesiástico que nos afectaban
tan profundamente como los actos de terrorismo civil que por
aquel entonces estaba perpetrando ya la ETA en Navarra y el
País Vasco.
Para Antonio, para Luis y para mi, que éramos jóvenes
recién doctorados, y que nos iniciábamos en
nuestra carrera docente, aquello era la guerra. Y la paz era
para nosotros asunto del pensamiento, de comprender las cosas,
de explicarnos los acontecimientos, y eso era lo que podíamos
transmitir también en nuestra docencia. Pero en este
frente nosotros, para nosotros, no teníamos maestros.
Teníamos que encontrarlos y los encontramos.
4.- Los maestros oficiales.
A finales de los 70 Antonio y yo nos ausentamos de Pamplona.
El se marchó a Valencia a desempeñar diversas
tareas de su ministerio sacerdotal y yo me fui a la Columbia
University de New York, con una beca de Fundación Ford,
para empapuzarme de la antropología americana. Y a
comienzos de los 80 volvimos a encontrarnos de nuevo en la
Universidad de Navarra.
Habíamos vivido con gran expectación la muerte
de Pablo VI, y las elecciones de Juan Pablo I y Juan Pablo
II para el pontificado. Por otra parte, habíamos vivido
la época de Adolfo Suárez y la arrolladora emergencia
del socialismo en España sin sobresalto, y teníamos
la convicción de que en España no había
ocurrido nada grave y no ocurriría nada grave, sino
todo lo contrario. No había entre nosotros inquietud
por el futuro del país, pues aunque el golpe de estado
del 23 de febrero de 1981 nos sobresaltó a todos, la
normalidad y la confianza se restablecieron tan pronto que
no hubo lugar para inquietud estable. Estábamos convencidos
de que en España todo marchaba bien. Pero la Iglesia
era otra cosa.
Juan Pablo II había despertado en nosotros grandes
expectativas, incluso grandes esperanzas. Como si implícitamente
creyéramos que él podría pilotar de algún
modo los terremotos institucionales que tenían lugar
en la Iglesia. Y pusimos en común nuestras impresiones
sobre sus libros, homilías, encíclicas y discursos.
Uno de los primeros acontecimientos clave para nosotros fue
el discurso en la Sede de las Naciones Unidas de Nueva York
el 2 de octubre de 1979. Yo había corrido Broadway
arriba y abajo con todo mi entusiasmo porque a Juan Pablo
II se le prodigaba el mismo recibimiento que a los astronautas,
recibiendo sus bendiciones y sintiéndome un triunfador.
Y luego el Discurso.
Una proclamación clara, solemne, contundente e inequívoca
de los derechos humanos, de las libertades individuales. Lefêvre
no tenía razón. O mejor dicho, la Revolución
francesa dentro de la Iglesia no era una amenaza para la Iglesia,
sino todo lo contrario, la liberación de carismas y
fuerzas espirituales que no habían tenido cauces para
manifestarse.
Don Álvaro d'Ors, en una de esas tertulias de los
sábados, y aludiendo a ese discurso, comentaba con
su resignada reciedumbre que este no era un Papa que le cayera
simpático a la Comunión Tradicionalista. Habrá
que esperar otro Papa, otros tiempos. Este es el que la Iglesia
necesita ahora.
En las Navidades del 80 Luis me dio a leer el discurso a
los científicos alemanes pronunciado el mes de noviembre
en la catedral de Colonia. Ese otoño nos habíamos
trasladado a vivir al Colegio Mayor Belagua. El texto del
discurso lo había reproducido íntegramente la
revista Nuestro Tiempo. El Romano Pontífice, en nombre
de la Iglesia, pedía perdón a la comunidad científica
por las extralimitaciones de la Iglesia en el caso Galileo,
pedía perdón por las ingerencias de la Iglesia
en el desarrollo de la ciencia, proclamaba la libertad de
expresión y de pensamiento y prometía que en
adelante no atentaría contra esas libertades ni contra
ese progreso. Ciertamente Lefêvre no tenía razón.
Las libertades individuales no eran una amenaza para la Iglesia
sino una garantía para su corrección política
y para su fecundidad.
Antonio, que leía a Juan Pablo II más que nosotros
dos, con frecuencia venía a mostrarnos pasajes de textos
pontificios como tesoros inauditos.
-Mira, aquí dice, y citando a Santo Tomás,
que si hay un conflicto entre la autoridad legítima
y la propia conciencia, uno debe seguir siempre su propia
conciencia. Lo importante no es sólo que eso lo diga
Santo Tomás. Sino que lo recoja él, lo refrende
y lo proclame.
Juan Pablo II se nos aparecía como el Papa que, a
la altura de 1982, había proclamado todos los ideales
emblemáticos de las diversas corrientes de la derecha
y de la izquierda cristianas, legitimándolos todos
y facilitando que esas corrientes diversas se mirasen con
compañerismo más que con enemistad. Y así
lo declaré yo en el número que la revista Nuestro
Tiempo dedicó a los primeros años del pontífice,
y para el que nos pidió colaboración a un buen
número de profesores de la Universidad de Navarra.
Pero eso no resolvía todos los problemas ni allanaba
todos los caminos. Un día de esos de comienzos de los
80, delante de la Biblioteca, Luis me dijo que Antonio había
vuelto de Valencia y quería hablar conmigo. Ha vuelto
y se queda, y te está buscando.
Y en efecto nos encontramos. Tenía en su alma toda
la inquietud que no le produjo el golpe de estado del 23 de
febrero en el mundo civil, y que sí le produjo lo que
para él fue una especie de golpe de estado en la comunidad
eclesial, a saber, el nombramiento como Cardenal Prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe a Joseph
Ratzinger a comienzos de los 80. El segundo de a bordo de
la nave de Pedro, y el máximo responsable de la fe
de la Iglesia, era un teólogo cuyas publicaciones y
cuyas ideas eran consideradas desde ciertas perspectivas como
gravemente peligrosas para esa misma fe.
No se trataba solamente de que las diferentes corrientes
y tendencias de la comunidad eclesial pudieran mirarse amistosamente
entre ellas, ni se trataba solamente de que quedase desautorizada
cualquier descalificación que una pudiera lanzar sobre
otra. Se trataba de que los supuestos desde los que podía
considerarse a un teólogo como peligroso quedaban anulados
como claves para valorar la corrección religiosa de
cualquier propuesta cristiana. ¿Dónde están
y cuáles son los criterios últimos de la fe
de la Iglesia?
Había que acercarse más a Ratzinger, conocerlo,
estudiarlo, y Antonio lo hizo con empeño y pasión.
Había varias interpretaciones posibles de su nombramiento.
Que el Papa quiere que la Iglesia tenga la apertura intelectual
y doctrinal del teólogo germano. Que el Papa quiere
tener cerca y controlados a los más listos y díscolos,
y darles responsabilidades, para que se muestren más
circunspectos en sus escritos y actuaciones. Que el Papa ha
escogido al más brillante de los teólogos 'progres'
porque sabe que es el que más fiel ha sido siempre
a Roma. Etc. Porque había más interpretaciones.
Antonio comenzó a leer a Ratzinger, a Pepe, como empezó
a llamarle a partir de entonces. Y le entusiasmó tanto
que no paró nunca de estudiarlo, citarlo, escucharlo
y regalar sus libros. A mi me regaló dos, la "Introducción
al cristianismo y la Escatología", y les puso
una dedicatoria alusiva a nuestros propios enfoques y concepciones.
"Choza, aquí está bastante clara la
quintaesencia de Pepe. No está precisada del todo,
habrá que completarla, en lo que se refiere a la Antropología
cristiana, con la "Escatología". Pamplona,
30.3.84"
Y en la "Escatología" puso, "Choza,
aquí tienes más maduro el desarrollo de lo que
expone en la "Introducción al cristianismo".
Pamplona, sin fecha."
En la "Introducción al cristianismo" Ratzinger
hacía una interpretación del relato del juicio
final a las naciones, que recoge el capítulo XXV del
Evangelio de Mateo. Venid vosotros a la vida eterna, porque
tuve hambre y me disteis de comer, etc.
Todas las proclamaciones doctrinales y dogmáticas
sobre la Iglesia como único camino de salvación,
del conocimiento de Cristo y de la fe en Él como requisito
imprescindible para la vida eterna, solemnemente definidas
en los correspondientes concilios y recogidas en los correspondientes
parágrafos del Denzinger, aparecían con una
nueva luz bajo la mirada de Ratzinger. La Iglesia es la comunidad
de los que reconocen, siguen y confiesan a Cristo, pero quienes
reconocen, siguen y confiesan a Cristo, y que a su vez son
reconocidos y confesados por Cristo mismo en el último
día son los que han dado de comer a los hambrientos
y de beber a los sedientos, los que han visitado y acompañado
a los enfermos y encarcelados. Es decir, los que han practicado
la misericordia con entrañas de misericordia.
Pero entonces, ¿qué sentido tiene la idea de
que la Iglesia dispensa la salvación eterna casi en
régimen de monopolio? Pues un sentido similar al del
ejército napoleónico en las sociedades que constituyen
el concierto mundial en el siglo XXI.
Pero entonces, ¿quiénes son los que están
fuera de la Iglesia? Pues, como decía la Constitución
Pastoral "Gaudium et Spes" del Concilio Vaticano
II, "aquellos que pudiendo y debiendo estar dentro de
la Iglesia no lo están". Este era el principio
que presidía también el nuevo Código
de Derecho Canónico, promulgado en 1983, y que habíamos
oído glosar con pericia y sutileza jurídica.
Según esa definición de lo que es estar fuera
de un determinado ámbito, no se puede decir que uno
está fuera de la luna. Y así es, porque si uno
no es de las personas que puede y debe estar en la luna, el
no estar allí no puede interpretarse como un estar
fuera de ella.
Se podía seguir manteniendo que fuera de la Iglesia
no hay salvación, si es que se prefería ese
enfoque del problema, pero ahora la Iglesia no controlaba
el acceso a ella en régimen de monopolio. Más
bien lo difícil ahora era estar fuera.
A Antonio las cuestiones jurídicas no le interesaban
ni le afectaban especialmente, aunque sí las cuestiones
morales, pero otra cosa nos ocurría a Luis, que ya
era Profesor adjunto de Derecho Civil en la Cátedra
de don Amadeo Fuenmayor, y a mi, que ya había obtenido
la licenciatura en Derecho Canónico y había
descubierto los universos jurídicos de la mano del
propio d'Ors y de Fuenmayor, de Pedro Lombardía y Javier
Hervada, de don Carmelo de Diego y de otros juristas insignes.
A Luis y a mi las cuestiones jurídicas nos afectaban,
porque ya por entonces para nosotros el derecho era el reconocimiento
y la expresión de la verdad de la vida. Y a Antonio
las cuestiones jurídicas le afectaban en su vertiente
moral, porque ya por entonces para él la moral era
también, si bien con un enfoque diferente, el reconocimiento
y la expresión de la verdad de la vida.
Desde luego, entonces no percibíamos, con esta nitidez
que da la reflexión y con la carga interpretativa que
frecuentemente tiene el recuerdo, que nuestra actitud y nuestra
posición respecto de la teología, la filosofía
y el derecho fuera tan existencial. Sí, en cambio,
que la vida tenía una relevancia máxima en esos
tres ámbitos.
Posteriormente nuestras trayectorias profesionales se separaron,
y nuestros derroteros biográficos siguieron también
rumbos divergentes, pero la amistad y la comprensión
mutua continuaron inalteradas. Porque esa prioridad que concedíamos
a la vida en relación con los saberes que cultivábamos,
y ese indeclinable enfoque existencial, nos daba una cierta
unidad de ánimo, una cierta unanimidad, a la hora de
plantear los problemas y de afrontar las posibles vías
de solución. Ese modo nuestro de referirnos a las cuestiones
vitales, lo describía Alejandro Llano, otro de los
moradores de la residencia de Barañain, con la expresión
"es que Choza, ve", o "es que Luis, ve".
Con ello aludía a las dos categorías en que
jocosamente habíamos dividido a los profesionales del
mundo académico, a saber, "los que ven" la
realidad y los problemas, los describen y proponen soluciones,
y los que hacen comentarios, glosas e interpretaciones a lo
que han dicho los primeros.
Por esa sintonía de enfoques y de planteamientos,
Antonio, Luis y yo siempre nos buscábamos, siempre
nos contábamos lo que habíamos vivido y lo que
habíamos pensado, y siempre encontrábamos comprensión
en los otros.
También por ese tipo de enfoques y planteamientos
Antonio fue seleccionando una serie de maestros que no estaban
constituidos en autoridades oficiales dentro de la comunidad
eclesial, y cuyos libros fueron parte importante del alimento
y de la luz con que nutrió y alumbró su existencia
hasta los últimos días.
5.- Los maestros privados.
A partir del curso 1981-82 yo me trasladé a Sevilla,
y ocupé allí la cátedra de Antropología
filosófica junto a mi maestro don Jesús Arellano,
mientras Antonio y Luis continuaron en Pamplona. Luis obtuvo
luego la cátedra de Derecho civil de la Universidad
del País Vasco, y estuvo en San Sebastián algunos
cursos, pero luego volvió a la Universidad de Navarra,
cuando ya fue imprescindible buscar recambios para los Profesores
Fuenmayor y Sancho Rebullida. Y Antonio se quedó también
allí hasta 1990, en que dejó Navarra y la Universidad
para trasladarse a Madrid.
Conmigo se incorporó también a la Universidad
de Sevilla en 1982 Javier Hernández-Pacheco, que había
hecho su segunda tesis doctoral en filosofía en la
Universidad de Viena y antes había sido discípulo
de Rafael Alvira, que a su vez se había trasladado
de la Universidad Complutense de Madrid a la de Navarra. Yo
viajaba con frecuencia a Pamplona, para supervisar el Departamento
de Psicología y Antropología, que gestionaba
y cuidaba con esmero Jorge Vicente, y para dar clases en la
Facultad de Teología. Se establecieron relaciones de
colaboración e intercambio entre las facultades de
Filosofía de las dos universidades, Javier comenzó
a frecuentar la de Navarra, yo le presenté a Antonio
y entre ellos surgió una amistad y un trato como el
que Antonio mantenía desde años atrás
con Luis y conmigo. A partir de entonces Antonio compartió
también con él sus lecturas y sus experiencias.
Hay varias grandes figuras del pensamiento contemporáneo
que han sido los grandes maestros e interlocutores de Antonio,
a saber, Guardini, Balthasar, De Lubac, Elliot, Lewis y Newman.
Un conjunto de ases que siempre tenía en la manga,
y gracias a los cuales pudo interpretar el mundo y su vida
de un modo lo suficientemente comprensible como para poder
aceptarlo y aceptarse, como para no volverse loco. Es decir,
gracias a ellos pudo desplegar unos comportamientos y unas
actitudes de esperanza y de fe en lugar de hundirse en la
desesperación y en la oscuridad del absurdo, y gracias
a eso había también optimismo en su caridad,
en su amor.
No tiene nada de sorprendente, después de lo que he
dicho sobre el enfoque existencial con que encaraba la realidad
y los problemas, que sus maestros fueran esos. Si hay algo
que pueda identificarse como un rasgo común de todos
ellos es su planteamiento existencial de la vida y de la teología,
y, quizá por eso, el ser hombres de estudio, y no de
acción, de organización y de mando. Son también
hombres ajenos a cualquier aparato, o en conflicto con él.
Hombres tan bien dotados para percibir la realidad y para
interpretarla, que precisamente por eso no podían desarrollar
como una de sus virtudes destacables la disciplina, esa disciplina
en sentido weberiano mediante la cual las instituciones funcionan.
Ya durante los 60 y los 70 Guardini había sido un
punto de referencia para nosotros. Él había
abierto los cauces de la teología existencial y había
sido el primero en enseñar, desde su cátedra
en la Universidad de Munich, que el cristianismo no era un
sistema de dogmas, ni un código de prescripciones morales,
ni un repertorio de ritos, sino estrictamente una relación
personal con una persona, Jesús el Cristo. Esa era
la verdad del cristianismo y así lo propuso con un
libro cuyo título ya había hecho célebre
un siglo antes Ludwig Feuerbach, "La esencia del cristianismo".
Pero en la década de los 80, ya con Juan Pablo II
en la sede de Pedro, la figura de Guardini adquiría
nuevos perfiles. Uno de los biógrafos de Karol Wojtyla
escribió que había sido necesario que la sede
de Pedro la ocupase un eslavo para que por fin un Papa comprendiera
a Dostoiewski. En efecto, ni Pio XI ni Pio XII habían
tenido especial sensibilidad para esos planteamientos espirituales,
ni, por tanto, para ese minucioso estudio que Guardini había
dado a la imprenta titulado "El universo religioso de
Dostoiewski". Tales planteamientos existenciales triunfaban
exhibiendo una santidad y una inocencia incontestables al
margen de la normativa moral y de la dogmática oficial.
Por eso chocaban con la enseñanza oficial y por eso
la autoridad legítima los miraba con recelo.
Guardini había dedicado otro estudio del mismo estilo
a las "Elegías de Duino" de Rilke, que para
nosotros fueron de un valor máximo. También
yo, mediante un análisis de esas elegías, había
hecho un estudio de la crisis de nuestro tiempo y de nuestra
sociedad, de nosotros mismos, que Antonio y yo habíamos
utilizado para aclararnos nosotros y para abrir espacio a
nuestros alumnos.
Guardini, Dostoiewski y Rilke, al igual que Husserl, Scheler
y Heidegger, latían en los escritos de Juan Pablo II,
que progresivamente iba adquiriendo dimensiones más
gigantescas en nuestro mundo intelectual y personal.
Pero ese reconocimiento por parte de un Papa llegó
demasiado tarde para Guardini, que vivió en una época
en que se reafirmaba la neo-escolástica y en la que
la hegemonía de los enfoques tradicionales no dejaba
resquicio para innovaciones de índole existencial.
Desde Pio IX y León XIII la Iglesia, desconcertada
ante los desarrollos intelectuales y filosóficos, se
había replegado hacia la escolástica medieval
y hacia Tomás de Aquino en particular.
El propio Guardini lo sabía, y así lo refiere
en su "Autobiografía", que Antonio conocía
casi de memoria y de la cual me recitaba pasajes según
fueran pertinentes en la situación. Mira lo que dice.
Cuando concluidos sus estudios oteó su horizonte para
dirigir sus pasos por un camino transitable, había
dos posibilidades, hacer carrera institucional o hacer carrera
intelectual. Entonces se pedía una beca de ampliación
de estudios. Si a uno le daban la beca, es que no se contaba
con él para nada, y que el único camino era
el estudio. Cuando le dieron la beca, sabía ya cuál
sería su futuro.
Otro de los grandes maestros de Antonio fue De Lubac. Junto
a los teólogos alemanes como Ratzinger, Guardini y
algunos otros, Henry De Lubac y el grupo de los jesuitas de
Lyon constituyen otro de los motores de la renovación
de la teología católica del siglo XX, por su
actualización de la Patrística y su asimilación
de la historia. Como Ratzinger y el propio Wojtyla, De Lubac
fue uno de los grandes artífices del Vaticano II, pero
eso fue en los 60. Treinta años antes las cosas eran
de otro modo.
El jesuita francés había escrito "Le surnaturel"
, obra con la que abría nuevos planteamientos teológicos
y en la que asumía supuestos de la ciencia y la cultura
contemporáneas, y que recibió una dura reprimenda
por parte de Pio XII. El modo en que De Lubac reaccionó
fue siempre admirado y proclamado por Antonio a todos los
niveles. Tras las actuaciones de Pio XII en relación
con su obra, De Lubac escribió su "Meditation
sur l'Eglise" en la que explicaba y fundamentaba el acatamiento
que los fieles deben a la Iglesia, y a partir de la cual guardó
silencio como teólogo y como investigador, hasta que
otra vez, ya próximo el Concilio Vaticano II, la autoridad
de la Iglesia volvió a requerir su trabajo. A De Lubac,
el reconocimiento no le llegó tan tarde. Hombre clave
en la renovación eclesial, fue nombrado cardenal en
1985. Antonio aprendió de De Lubac veneración
por la patrística y por la historia de la Iglesia,
audacia intelectual y disciplina de obediencia y acatamiento
a la autoridad.
Junto a estos, otro tercer teólogo enmarca las coordenadas
intelectuales de Retegui, Hans Urs von Balthasar. También
el suizo tuvo sus problemas con el orden institucional, también
se trata de un hombre plenamente dedicado al estudio y también
su obra ha sido de amplia repercusión en la Iglesia
católica. Pero a él el reconocimiento intelectual
le llegó a tiempo de proporcionarle justas satisfacciones,
y recibió el capelo cardenalicio también en
el 85.
Los dos primero libros que Antonio me regaló de él
fueron el volumen 1 y el 3 de "Gloria. Una estética
teológica". En el tomo 1 me puso esta dedicatoria:
"Jacinto, aquí tienes los principios para un
enfoque teológico 'nuevo' con el que sintonizas bastante.
Antonio, 21.10.87", y en el 3, esta otra: "Jacinto,
aunque es el tomo 3, quizá sea uno de los más
expresivos. Verás que conecta con los intentos comenzados
con Guardini y con algo de lo que hemos hablado. ARRetegui,
21.10.87"
Antonio y yo nos habíamos dicho muchas veces que el
fundamento del conocer y del querer, en el orden existencial,
es la belleza, y que a su vez la belleza es el modo, el único
modo, en que resulta amable el imperio de la norma. La base
de la ética no podía ser otra que la estética
si es que el amor surge de la belleza y si es que el amor
tiene que serlo todo en todo.
Esa era la inspiración de Balthasar, y esa era la
de Antonio, que puso como título a su libro "Pulchrum.
Reflexiones sobre la Belleza desde la Antropología
cristiana". Balthasar recogía los enfoques existenciales
de Guardini y además los contextualizaba de un modo
sistemático e histórico según los diferentes
momentos de la historia de la Iglesia, de la filosofía
y de la teología. Balthasar había recibido el
premio Pablo VI de Teología, el equivalente al Nóbel
en el mundo de la teología católica, y sus monumentales
obras "Gloria, una estética teológica y
Teodramática" habían sido comparadas por
Juan Pablo II con la "Summa Theologiae" y la "Summa
contra Gentes" de Tomás de Aquino, y eso le daba
a su pensamiento una autoridad que nos llenaba de firmeza
.
Con sus escritos y sus palabras Juan Pablo II abría
a todos los lenguajes y corrientes filosóficas los
depósitos doctrinales del cristianismo, que ahora podían
ser pensados y expresados según las diferentes modalidades
que había adoptado la actividad intelectual en occidente.
Eso era muy de agradecer después de la orientación
que habían recibido los estudios teológicos
desde León XIII hasta Pio XII, y que afectaba a los
seminarios y universidades de la Iglesia todavía en
la segunda mitad del siglo XX.
De hecho, para Antonio esa apertura llegó ya tarde,
porque para entonces su repertorio de herramientas conceptuales
se había consolidado ya en la escolástica tomista.
A propósito de eso, y en medio de la lectura de su
libro "Pulchrum", le escribí: "¡Qué
pena que las cosas interesantes que tienes que decir vayas
a fundamentarlas en la metafísica moderna, en el sujeto
trascendental y en la noción de naturaleza! Al hacer
eso, lo interesante queda sepultado por un lastre de conceptos
que impiden percibir lo vivo. ¡¡Cuándo
podréis libraros de todo eso, como Guardini, Barth,
Rahner, Ratzinger, Balthasar, etc.!!"
Si Antonio hubiera conocido la fenomenología, que
es la corriente filosófica con la que se inicia el
siglo XX y la que abre los cauces para el existencialismo
primero y para la hermenéutica existencial después,
hubiera disfrutado de las mejores herramientas para dar expresión
adecuada a su vida personal e intelectual.
De todas formas, Juan Pablo II fue desde el principio, y
durante toda la vida de Antonio, la apertura a todos esos
enfoques. Juan Pablo II, que ya había sido enjuiciado
como un hombre abierto en política exterior y extremadamente
conservador en política interior, que en no pocos aspectos
había reforzado mucho la disciplina interna de la Iglesia,
y que por eso era visto como 'regresivo' por amplios sectores
de la opinión pública, para nosotros seguía
siendo el hombre de la gran apertura y de la libertad intelectual.
Junto a los teólogos, fueron los literatos quienes
brindaron a Antonio herramientas y cauces de expresión,
y quienes constituyen el otro gran pilar de su mundo interior,
ese mundo donde él vivía y que echaba siempre
hacia los espacios exteriores para que 'su gente' sintiese
el universo ensanchado con voces más íntimas,
como decía Rilke.
De entre los literatos hay dos con los que sintonizaba completamente,
T.S. Elliot y C.S. Lewis. Los dos consagraron su obra intelectual
y su vida al cristianismo, que consideraban como el alma de
occidente, y suministraron a Antonio muchas claves para su
propia comprensión del mensaje cristiano y su sentido
en la historia. Los dos fueron hombres de estudio, solitarios
y desgraciados. Elliot hasta los sesenta años ya entrados,
en que, tras contraer matrimonio con su secretaria, pudo exclamar
"por fin, feliz", y disfrutar de ello algún
tiempo. Lewis fue feliz los breves años de su matrimonio
también con una discípula, cuando ya era mayor,
pero la muerte prematura de ella le sumió de nuevo
en la soledad y en el dolor.
A veces, en la primera conversación después
de un periodo de ausencia, nos saludábamos repitiendo
los versos de Cuatro Cuartetos: "Go, go, go, said
the bird: human kind/ Cannnot bear very much reality"
("Ve, ve, ve, dijo el pájaro: el género
humano no puede soportar demasiada realidad").
En la primera página del libro de Lewis "Till
we have faces", que me regaló, Antonio puso: "Jacinto:
¡cuánto me gustaría que hicieras un tratado
sobre Psyche como prototipo de santidad!. ARRetegui, 24 de
septiembre de 1989".
Finalmente Newman. Yo diría que fue su gran descubrimiento
y su gran amigo durante los últimos años, cuando
su vida, como la de un caracol sin concha, transcurría
ya al margen de las aulas de la Universidad de Navarra. Es
cierto que daba clases en el Ateneo Romano de la Santa Cruz,
conferencias en diversos foros, y que dio un curso en Lugano
sobre su admirado Balthasar.
-Antonio, cuando te llamaron a Roma, ¿te podías
haber quedado allí, te llamaron para que te quedaras?
-Podría haberme quedado, Jacinto, pero prefiero
volver a España y estar aquí.
-¿Incluso aunque no estés en la Universidad?
Entonces encogía los hombros, arqueaba los labios
hacia arriba y musitaba: pssssssss!
Hizo suyo el sueño de Newman sobre la universidad,
la concepción de Newman del Gentlman, el fracaso de
Newman ante Roma, y la marginación y refugio de Newman
en los libros. También conocía de memoria la
autobiografía de Newman, y me recitaba o me leía
igualmente algunos pasajes según la ocasión.
-Mira lo que dice aquí el pobre: "Roma esperaba
de mi que les llevase convertidos a los hombres clave de la
iglesia anglicana y de la intelectualidad oxoniense, pero
yo no sirvo para eso. Roma tiene interés en el poder
sobre todas las cosas. Pero yo nunca he sido así. Yo
he sido siempre un hombre de estudio, de reflexión,
interesado antes que nada por la formación intelectual
y espiritual. Si Roma entendiera la importancia de eso ganaría
mucho ante el mundo británico, y podría comprenderlo."
Pero aunque en su vida cotidiana y en sus actividades diarias
podía experimentar la marginación o la infelicidad
de Guardini y Newman, de Elliot y Lewis, cada vez que se encontraba
ante los libros que leía o ante los folios blancos
o ante el ordenador que le sumía en los trabajos que
estaba escribiendo, su alma y su cuerpo rezumaban entusiasmo,
gozo, felicidad, y eso era lo que transmitía, porque
ese era siempre su tema favorito de conversación, lo
que había leído y lo que había escrito,
o lo que estaba leyendo y escribiendo.
6.- Doctrina moral y estructuras
de pecado.
Si Antonio hubiera conocido la fenomenología, especialmente
a Husserl, Scheler y Heidegger, y se hubiera hecho con su
instrumental metodológico y conceptual, habría
tenido las mejores armas para afrontar uno de los problemas
que le afectaron y le apasionaron, el de la relación
entre el buen comportamiento moral y la felicidad.
Muchas veces habíamos comentado ese fragmento de Aristóteles
que recoge Zubiri y que, al parecer, Aristóteles puso
como epitafio en la tumba de su maestro Platón: "Al
hombre que me enseñó cómo ser bueno y
feliz, a la vez."
Aristóteles sabía, y nosotros sabíamos,
que ser bueno es una cosa y ser feliz otra, y que de suyo
no coinciden. Esta diferencia es fácil pasarla por
alto con un sistema filosófico y teológico clásico,
que no suele ocuparse sistemáticamente del mundo de
la vida, de la comprensión de cada singular. Pero en
una perspectiva fenomenológico existencial el contraste
resulta clamoroso, y Antonio lo percibía así
a pesar de que sus herramientas conceptuales no se lo facilitaban.
Según el esquema clásico, el fin que todos
los hombres buscan es la felicidad, y los medios que tienen
que poner para lograrlo son el cumplimiento de las normas
morales. Por lo tanto, según ese esquema, si uno es
bueno, es feliz, y si uno es feliz, es porque ha sido o es
bueno.
En ese contexto, la tarea de la teología moral era
fundamentar las normas morales en el fin último (la
felicidad) y establecer la felicidad como el estatuto de la
naturaleza humana acabada. Eso puede hacerse de diversos modos,
y a medida que el sistema normativo se hace más complejo,
la doble fundamentación se va haciendo más difícil
pero también más vistosa. Adquiere el aspecto
de construcción científica consistente. Paralelamente
el sistema normativo se va alejando de la vida real y deja
de ser criterio para las actividades cotidianas.
-Antonio, yo no sabía que antes del concilio omitir
o realizar deficientemente las rúbricas al decir misa
era pecado mortal. Es asombroso la cantidad de pecados mortales
que podían cometer los sacerdotes diciendo misa sólo
a cuenta de las rúbricas. Y Antonio me miraba con
una semi-sonrisa de sentirse descubierto, de complicidad y
de perplejidad. Aunque sea muy marginal, el ejemplo sirve
como botón de muestra para captar las características
del problema. En el supuesto de que las transgresiones morales
indiquen realmente quiénes son malos y quiénes
son buenos, ¿qué tiene que ver eso con la felicidad?
Enseñar moral es enseñar algo que sirve para
vivir y para entenderse uno mejor a sí mismo, realmente,
existencialmente, y no enseñar algo que a uno le estorba
el vivir, que le sirve a uno para complicarse más y
enredarse más. Así se enseña habitualmente
la moral, como decía Luis. Pero lo que Antonio pensaba
y quería era otra cosa, y conforme pasaba el tiempo
se afianzaba más en esa posición. El objetivo
de la moral, y no solo de la moral, sino de la religión
toda, de la teología, y de todos los esfuerzos humanos
es hacer felices a los hombres, hacer feliz a cada uno en
particular.
El modo en que Antonio concebía esta finalidad del
hombre, de la teología y la religión y, en general,
de las humanidades tiene su interés, pero eso ya lo
trató él en sus escritos, que en algún
momento oportuno se publicarán, para gozo de sus amigos
y discípulos y para hacer efectiva su contribución
a la comunidad de estudiosos.
La pretensión de hacer buenos a los demás puede
a veces llevarles a la desgracia, al deterioro psíquico
incluso. Cuando tal pretensión pierde pié en
las personas y se centra en la eficacia y brillantez del sistema
normativo, puede ser determinante de la formación de
las estructuras de pecado. Este fue el último tema
de estudio, el último escrito y la últlima conferencia
de Antonio.
Antonio escribió y expuso la "Quarta Collatio.
I. Ex Theologia Morali" para los sacerdotes de la Prelatura
Personal del Opus Dei de la demarcación de Madrid sobre
el tema "Quid
sit peccatum" en febrero de 2000, escasamente
un mes antes de su muerte.
Estaba muy contento del texto, y me lo entregó con
satisfacción, comentándome que había
suscitado una discusión muy viva. Por aquellas fechas
Ratzinger visitó España y dio una conferencia.
Antonio disfrutó con ella y experimentó de nuevo
con gozo la sintonía entre él y el cardenal.
-Mira, lo más importante y lo más nuevo
de lo que he escrito es el último epígrafe,
el que habla de las estructuras de pecado. Hay formas de organización
de la vida humana que induce a todos los que forman parte
de ella al pecado anulando su conciencia moral. El caso más
claro es la administración y la cultura nazi, pero
también se puede dar en otras organizaciones e incluso
en instituciones eclesiásticas.
El tránsito de la razón práctica a la
razón técnica es el primer paso para la constitución
de las estructuras de pecado. Dicho de otra manera, el primer
momento es la constitución de una estructura burocrática,
tal como Weber la había descrito. El segundo paso es
la legitimación de la razón técnica,
la sacralización de la eficacia, lo cual es especialmente
plausible en las organizaciones religiosas porque la omnipotencia
divina es frecuentemente interpretada como poder de dominio
y de eficacia, como lo había señalado Newman
y como posteriormente expusieron algunos de los filósofos
del siglo XX como Horkheimer y Adorno.
Es la última lección que yo recibí de
Antonio, lo último que aprendí de él
de palabra. Porque hasta entonces yo no había comprendido
bien qué era y qué podía ser el pecado
social y la estructura de pecado. Ese es su último
trabajo, su última investigación.
La vida de Antonio se parece más a la de Newman y
a la de Guardini que a la de Eliot o Lewis, pues no llegó
a tener la pequeña felicidad y el reconocimiento que
tuvieron los dos literatos. Cuando trabajaba en su proyecto
de superación de lo institucional y afirmación
de lo teologal sin trabas, fue repentinamente arrebatado del
tiempo.
Si al leer estas líneas, el lector tienen la sensación
de que ha aprendido cosas que no sabía, y cosas relevantes
para su vida, entonces comprenderá por qué es
irreparable la muerte de los maestros, porqué los maestros
enseñan a través de los libros, y por qué
el maestro Antonio Ruiz Retegui merecía el homenaje
de un libro, y a ser posible de un libro magisterial.
Son esos libros en los que hay vida que siempre dispensa
vida y que se distinguen bien de esos otros en los que solo
hay preceptiva que se experimenta inmediatamente como anticuada,
como ese "Manual de urbanidad para señoritas",
que podemos mirar con ternura porque representa la fe inocente
en una normativa en la que se suponía que se encerraba
todo.
Como los grandes maestros, Antonio sigue dispensando vida
a través de su obra.
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