De
todo hay en la viña del Señor
Castor, 28 de febrero de 2004
Con frecuencia surge la pregunta sobre si puede cambiar el
Opus Dei. No creo que nadie pueda responder con certeza. Pero
lo que sí puedo decir es que he visto algunas diferencias
en el modo de hacer las cosas en diferentes países
que me han dado qué pensar.
De mis catorce años en la institución, los
últimos los pasé en otro país que me
limitaré a describir como un país anglosajón.
Una diferencia importante que encontré era el menor
nivel de control personal. Para empezar, el director de mi
centro no leía las cartas que escribíamos o
recibíamos los residentes, al menos en el caso de los
que ya habíamos hecho la fidelidad.
Mientras viví en España, si iba a llegar tarde
al centro por cualquier motivo, siempre se quedaba alguien
a esperarme, y al día siguiente no faltaban las preguntas
por parte del director o el sacerdote para ver dónde
había estado, qué había hecho, etc. En
el otro país, cada uno teníamos una llave de
la puerta principal y cuando por razones de trabajo u otras
causas llegábamos tarde, nadie te interrogaba; había
más confianza en que si tenías algo que contar,
lo contarías.
Otra diferencia, más profunda pero creo que directamente
relacionada, se refiere al trato de los asuntos de conciencia.
Cuando hice el centro de estudios, en España y en los
años setenta, recuerdo una charla que recibimos los
que dábamos círculos de San Rafael; conservé
esas notas durante mucho tiempo y recuerdo el nombre y apellidos
del director que dio la charla. En ella recibimos instrucciones
muy claras sobre la importancia de averiguar cómo vivían
la pureza las asistentes a los círculos. El director
nos dijo que debíamos enterarnos de si tenían
caídas y, de ser el caso, con qué
frecuencia, cómo, cuándo, dónde . . .
Todos los detalles.
Cuando años más tarde, en ese otro país,
le comenté esto al director del centro, se quedó
horrorizado. Incluso me leyó unas líneas de
un escrito del fundador que iban directamente en contra de
ese grado de invasión de las conciencias.
Por lo que leí hace unos días en la correspondencia
enviada por alguien que ni siquiera llegó a pertenecer
al opus, la obsesion con el sexto y noveno mandamientos ha
continuado siendo parte de la vida en la obra. Cuando yo era
de San Rafael, antes de pedir la admisión, las incursiones
en mi intimidad eran salvajes. Recuerdo convivencias en Torreciudad
y Roma en las que incluso numerarios con los que no tenía
un trato habitual iniciaron conversaciones en plan dirección
spiritual en las que me interrogaron sobre esos temas
de una manera muy cruda. Pueo decir con toda honestidad que
yo, a esa edad, era un angelito: era muy ingenuo y muy inocente,
y, de verdad, no sabía prácticamente nada sobre
el sexo en el terreno práctico. Sabía de dónde
venían los bebés, pero a un nivel muy de libro
de biología, por así decirlo. Esas conversaciones
y preguntas por parte de personas a las que admiraba y a quienes
veía como modelos de piedad y entrega, me crearon unos
escrúpulos que cuando los recuerdo, creo que hubieran
dado pie a la creación de un personaje bastante divertido
en alguna novela o en un guión para una película.
Pero para mí no fueron divertidos, y unos años
más tarde, siendo ya universitario, acabé volviendo
locos a más de un director y algún que otro
cura con mis enfermizas consultas y temores.
Pero volviendo al tema principal, mi conclusión es
que, según la mentalidad y los valores de cada país,
ya hay, de hecho, cambios y diferencias en el modo de poner
en práctica la doctrina de la obra, al igual que se
aprecian diferencias en el modo en que se vive la religiosidad
en la Iglesia en diferentes naciones, ya sin siquiera pensar
en el opus.
Por cierto, esas diferencias que aprecié en mi segundo
país me gustaron, pero no cambiaron sustancialmente
el espíritu ni mi experiencia de la institución.
Concretamente, seguí sintiendo muy profundamente que
lo de ser un cristiano corriente en medio del mundo tenía
muy poco que ver con la realidad de mi vida, un contraste
que, como conté en un escrito anterior (Con
la Verdad por Delante, 8-8-03), acabó siendo
definitivo en mi decisión de dejar la obra.
Yo no sé si la institución cambiará
o no. Pero creo que en última instancia todo depende
de las personas.
Poco después de haber dejado de ser numerario, asistí
a un funeral en una iglesia de Madrid al que asistieron muchas
personas vinculadas al opus. Al acabarse la Misa, me quedé
sentado un rato en mi banco y vi que se me acercaba un numerario
mayor que yo, al que había conocido por razones profesionales
unos años antes. Me saludó con una amplia sonrisa,
muy simpático. Cuando me preguntó dónde
vivía y se dio cuenta de que no era en un centro, se
desconcertó. Con cara de extrañeza me preguntó:
Entonces, ¿ya no eres de casa? Cuando le
dije que no, que lo había dejado, se quedó helado;
movió los labios tratando de balbucear algo, pero no
llegó a decir nada; simplemente dio media vuelta y
se fue.
Me dio pena, pero no podemos controlar las reacciones ajenas.
En contraste, sigo siendo buen amigo de dos numerarios que
fueron directores de centros en los que viví y que
eran de esos directores que son un alivio, gente normal que
no te hace la vida imposible. Cuando me casé, los dos
(ellos no se conocen) me felicitaron con mucho cariño.
Nunca hablo con ellos sobre la obra, porque sé que
la conversación acabaría empañando nuestra
amistad, pero los dos me tratan con mucha normalidad.
También he mantenido la amistad (particular) que ya
tenía con otro numerario cuando yo todavía lo
era. Rigoberto (nombre ficticio) y yo charlábamos abiertamente
de muchos temas, a pesar de que los dos éramos numerarios.
En una ocasión coincidimos en la ciudad en la que él
era subdirector de un centro de San Rafael (donde se hace
labor con gente joven). Me comentó con preocupación
que pitaba mucha gente que no debía de pitar, pero
que había mucha presión por parte de la delegación.
Tal cual. Es el mismo numerario cuyo padre, médico
y supernumerario, ya en los años ochenta estaba asustado
por la cantidad de numerarias que necesitaban tratamiento
psíquico.
En resumen, que dentro de la obra hay gente que se sabe comportar
con normalidad y gente que ve lo que todos vimos. Creo que
estas personas, al menos en algunos casos, dan a la organzación
un semblante más amable y más humano.
¿Podrá la obra ser diferente algún día?
Yo no lo sé y, francamente, a estas alturas ya no me
preocupa mucho. En mi opinión, si Dios realmente está
detrás, la obra continuará y evidentemente cambiará
en lo que tenga que cambiar, que hoy por hoy es bastante;
y si no es de Dios, caerá por su propio peso, arrastrada
por los errores y abusos de los hombres y mujeres que la componen.
Mientras tanto, creo que nuestras voces, a través
de iniciativas como este sitio en Internet, pueden ser una
gran ayuda para limitar el daño y las consecuencias
de esos errores. A mí, que gracias a Dios me fui, me
ha ayudado mucho.
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