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UN SILENCIO CONVENIENTE

 

Correo de Lima el 2 de agosto
Por: Jaime Bayly



Mi madre y yo dejamos de hablarnos hace más de dos años. El silencio se instaló entre nosotros cuando besé a un querido amigo en la televisión de Barcelona. Pocos días después ella vio las imágenes y me escribió un correo electrónico que decía: “Estoy de luto profundo. Siento que he perdido a un hijo”. Obviamente, ese hijo era yo. Desde entonces no nos hemos visto ni cruzado palabras, aunque en mi último cumpleaños me escribió brevemente deseándome felicidades.

Mi madre es muy buena y generosa. Tiene diez hijos. Es una santa, si alguien puede ser una santa. Va a misa todos los días. Cree que Escrivá es santo y le reza con devoción. Sueña con ir al cielo y cree que los hombres que besan hombres, como yo, no iremos al cielo. Por eso está triste. Porque su hijo mayor no irá al cielo con ella. Por eso está o estaba de luto profundo. Porque siente que me ha perdido para toda la eternidad.

Yo también estoy triste porque no puedo dejar de besar hombres y tampoco puedo dejar de querer a mi madre.

Hace cuatro años la invité a pasar una semana conmigo. Fueron días inolvidables. Ella me contó su vida.

Comprendí cuánto había sufrido. La acompañé a misa todos los días. Me confesé con un cura obeso y amanerado. Lloré. Comulgué. Me propuse fervorosamente cambiar para que mi madre estuviese orgullosa de mí. Durante un par de meses, fui a misa los domingos, evité besar hombres y traté de ser el varón católico y heterosexual que mamá siempre quiso que fuese. Me alegro de confesar que fracasé bien pronto: el celo religioso duró menos que un verano. Cuando publiqué mi primera novela, "No se lo digas a nadie", hace ya diez años, mi madre, angustiada, vino a verme a Miami y me dijo en mi casa: “Ese libro es basura”. No dijo: “Es una basura”. Dijo: “Es basura”. Me dolió en el alma, si es que tengo alma. Lo cierto es que me dolió. Le pregunté si lo había leído y me contestó secamente que no.

Años después publiqué una novela, "Yo amo a mi mami", con la ilusión de que le gustase o al menos de que no le pareciese una basura. Por eso ilustré la portada con una fotografía en la que aparecemos ambos: ella muy joven, guapa, espléndida, delgada, en pantalones apretados; yo de niño, en mi uniforme escolar, con saco y corbata. Cuando veo esa foto me parece recordar que éramos felices. Mi madre sonreía porque estaba orgullosa de mí. Yo sonreía porque amaba a mi madre, la amaba más que a nadie en todo el mundo. Esa novela, para mi sorpresa, tampoco le gustó. Me dijo que sólo leyó los primeros capítulos y que le molestó mucho que me burlase de una amiga suya que tenía un trasero muy grande.

Indignado conmigo, uno de mis hermanos fue entonces a un programa de televisión y se jactó de no haber leído ninguno de mis libros. “Yo no leo libros de maricones”, afirmó con modales ásperos. (Pudo haber dicho simplemente: “Yo no leo libros”, pero al parecer quiso ser más preciso). Poco después dio una entrevista a un diario peruano y reveló que él sí amaba a nuestra madre, pero que yo de ninguna manera la amaba, y añadió que por eso le indignaba el título de mi novela, que, en su opinión, era deshonesto, fraudulento. Cuando leí esas sorprendentes reflexiones en el periódico más tradicional de Lima, llamé a mamá y le pedí que amonestase a mi hermano. Sin embargo, ella lo defendió porque él se casó en una iglesia, es heterosexual, va a misa los domingos y educa a sus hijos en un colegio del Opus Dei. No hace mucho, apenas publiqué "La mujer de mi hermano", él, sin haber leído la novela, y quizá ofuscado por el título, se tomó el trabajo de mandarme un mail diciéndome: “Todos tus libros son basura”. No dijo: “Son una basura”. Dijo, como mi madre: “Son basura”. De nuevo, me quejé en vano ante mamá: ella dijo que mi crispado hermano tenía razón y que no pensaba leer ese libro basura.

Cierta vez publiqué un poemilla diciendo que sentía celos del difunto Escrivá porque me gustaría que mi madre me quisiera tan incondicionalmente como lo adora a él. A mamá no le gustó ese poema cursilón. Comprendí sus razones: ella no hará nada que ponga en riesgo su travesía al cielo y le impida reunirse en la vida eterna con su santo Escrivá.

Si mi queridísima madre tiene razón y Dios existe y Escrivá fue un santo y ella irá al cielo pero yo no debido a que me gusta besar hombres o a un hombre en particular, tal vez deberíamos vernos ocasionalmente ahora que podemos, porque después, en la eternidad con que ella sueña, me temo que ya no será posible, dado que yo, está escrito, arderé con los pecadores, los blasfemos y los impíos. Si, como a menudo sospecho, mamá está equivocada y sólo tenemos esta vida y lo demás es muy incierto, también deberíamos vernos de vez en cuando, porque después, cuando la muerte nos sorprenda, es obvio que ya no será posible.

Pero mi madre, tan buena ella, sufre porque me gusta besar a un hombre y porque además lo hago en público y me permito hacer alarde de ello y yo también sufro porque no puedo dejar de besar a ese hombre por amor a mi madre. Por eso ambos respetamos este silencio conveniente que es, de momento, la mejor manera de querernos o al menos de no lastimarnos.

 

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