La
libido textual de 'Camino'
JUAN GOYTISOLO (*)
(*) Juan Goytisolo es escritor.
Este texto fue leído por el autor en el Círculo
de Bellas Artes de Madrid el jueves 24 de febrero, en la presentación
de su libro Carajicomedia.
El País, 26 febrero 2000
A finales de la época de mayor predominio del Opus
Dei en la vida política, económica e intelectual
española, esto es, la que se sitúa aproximadamente
entre 1950 y 1975, aparecieron varios libros esclarecedores
acerca de las virtudes, vida y milagros de su fundador: los
de Daniel Artigues, Jesús Infante y, sobre todo, el
de Luis Carandell. Creo que los dichos y hechos expuestos
en ellos contribuyeron a la buena marcha del proceso de beatificación
del autor de Camino que, iniciado en 1981, culminó
diez años después con su proclamación
oficial por Juan Pablo II. Confío ahora en que mi peculiar
interpretación de las Mil Menos Una Consejas del ilustre
siervo de Dios sea a su vez un factor determinante en su merecida
elevación a los altares. Según mi código
personal de la santidad, el fundamento de las pruebas y argumentos
que sustentan su canonización es sólido e indiscutible.
Monseñor Escrivá de Balaguer tenía a
no dudar madera de santo.
Escrita durante al guerra civil (en uno de los raros incisos
autobiográficos de Camino el autor evoca los momentos
de "noble y alegre camaradería" entre oficiales
en los que escuchó la canción de un "tenientillo
de bigote moreno" que rezaba así: "Corazones
partidos / yo no los quiero / y si le doy el mío /
lo doy entero". Máxima 145), la obra maestra del
fundador del Opus Dei refleja el fervor patriótico
de aquellos tiempos ("La guerra es el obstáculo
máximo del camino fácil. Pero tendremos al fin
que amarla -los subrayados son míos. J. G.-, como el
religioso debe amar la disciplina -311-) y, desde luego, su
vibrante exaltación caudillista ("¿Adocenante...?
¿Tú... del montón? ¡Si has nacido
para caudillo!" -16-. "¡Caudillos...! Viriliza
tu voluntad para que Dios te haga caudillo!" -833-).
Pero si estos aspectos de Camino y otros, como su muy elevada
apreciación del papel de la mujer en la sociedad cristiana
("ellas no hace falta que sean sabias; basta que sean
discretas" -946-) han sido objeto de exégesis
y comentarios por los estudiosos de la vida y obra del padre,
echo de menos un análisis de lo que podría llamarse
libido textual de Camino, de esa santa singularidad expuesta
en la conseja 28 del Kempis de los tiempos modernos. "Así,
mientras comer es una exigencia para cada (sic) individuo,
engendrar es exigencia para la especie, pudiendo desentenderse
[de ello] las personas singulares". Como vamos a ver,
"los singulares" que "se desentienden"
de la procreación y "entienden" en el sentido
lorquiano del verbo pueden hallar en Camino sabrosísimas
máximas y sentirse confortados en sus anhelos e inspiraciones
santos.
Una cosa queda bien clara: el fundador del Opus Dei tiene
en muy alta estima la reciedumbre de la virilidad y no oculta
su desdén a quienes carecen de ella y son "dulzones
y tiernos como merengues". Vayan de ejemplo: "Deja
esos meneos o carantoñas de mujerzuela o de chiquillo.
Sé varón" (3); "Sé recio. Sé
viril. Sé hombre" (22); "No me seas niñoide"
(49); "No me seas flojo, blando" (193); "¿No
te da vergüenza ser, hasta en los defectos, tan poco
masculino?" (50). La fortaleza y vigor que predica el
padre abarca todos los ámbitos de la vida espiritual
y afectiva. "¿Quién te ha dicho que hacer
novenas no es varonil?" (574). La oración, subraya
más de una vez, ha de ser viril y recia (691), y las
lágrimas de los llamados a la milicia manarán
de este modo igualmente viriles y ardientes (216). Por eso
resulta conveniente adoptar un modelo de conducta que no se
preste a habladurías; "Si no eres varonil y...
normal - advierte, acotando el terreno de la singularidad
aconsejable-, en lugar de ser un apóstol serás
una caricatura que dé risa" (877). Y en consecuencia
puntualiza: "Ser niño, no es ser afeminado"
(888).
No obstante estas exhortaciones a la prudencia, el terreno
es resbaladizo. "¿Por qué te duelen esas
equivocadas suposiciones que de ti comentan?" (45), pregunta
Monseñor a su lector y discípulo. "Los
derroches de ternura" de éste y ese sentimiento
que el Señor ha puesto en el pecho viril de quienes
aspiran a seguir la Vía, deben ir dirigidos a Cristo.
Y con la sabiduría del entendido, experto en tales
trances, el Padre le susurra al oído: "Al descorrer
algún cerrojo de tu corazón -siete cerrojos
necesitas- más de una vez quedó flotando en
tu horizonte sobrenatural la nubecilla de una duda... y te
preguntas, atormentado a pesar de tu pureza de intención:
¿no habré ido demasiado lejos en mis manifestaciones
exteriores de afecto?" (161). Tratándose de una
congregación en la que impera una estricta y puntillosa
separación de sexos, el destinatario de estos derroches
y manifestaciones no es difícil de adivinar. Pero las
inquietudes y ansiedades que acechan a los "singulares"
acogidos a la milicia viril de la Obra serán finalmente
vencidas por la "santa desvergüenza". Pues
"una cosa es la santa desvergüenza y otra la frescura
laica" (388). El lector entendido, sobre todo el "avezado
a la lectura de los tantras hindúes", disfrutará
como yo de las "prontas y dilatadas expansiones"
que procuran las máximas de Monseñor. Aunque
su prosa sea desesperadamente pobre y a menudo zafia, y el
pensamiento que vehicula de una increíble simpleza
(estamos a mil años luz de San Juan de la Cruz y de
Santa Teresa), su recorrido resulta aguijador si nos atenemos
a lo que revelan aquellos pasajes -abundantísimos-
en los que aflora el subconsciente del autor (a menos que
éste se dirija a quienes "entienden". No
es necesario ser un especialista en Freud ni docto en psicoanálisis
para apreciar las metáforas que se reiteran a lo largo
del Camino: "Viriliza tu voluntad: que sea, con la gracia
de Dios, un espolón de acero" (615), "una
maza de acero poderosa, envuelta en una funda acolchada"
(397), etcétera. El Padre reprende cariñosamente
al discípulo: "Pobre instrumento eres" (484),
y le exhorta a actuar con ciencia e imperio. "Sé
instrumento... grande o chico, delicado o tosco: tu deber
es ser instrumento" (484). Y advierte con firmeza: "Los
instrumentos no pueden estar mohosos" (486).
Las amonestaciones y consejos del fundador de la Santa Obra
propician a cada paso una deliciosa lectura tántrica.
"¿Cómo quieres levantar sin Director el
alcázar de tu satisfacción" (60), pregunta
al discípulo. "Vamos tú y yo a dar y darnos
sin tacañería" (468). El espolón
de acero se adiestrará así en la "amorosa
costumbre de 'asaltar' Sagrarios" (876). "Produce,
con tu ejemplo y tu palabra, un primer círculo... y
éste otro, y otro y otro. Cada vez más ancho"
(381). Pero no todo son mieles ni capullos de rosa en las
vías que conducen a la santidad: "Un pinchazo
-y otro. Y otro-. ¡Súfrelos, hombre! ¿No
ves que eres tan chico que solamente puedes ofrecer en tu
vida -en tu caminito- esas pequeñas cruces?" (885).
La labor primordial de dejar "poso", prescrita ya
en la primera máxima del libro, permitirá brotar
la oración del catecúmeno "en cauce manso
y ancho" (145). "¡Ésa sí que
es devoción recia y jugosa!" (586), exclama. Y
la semilla, oh bondad de Dios, "crecerá y dará
frutos sabrosísimos con el riego" (119). El iniciado
en los misterios que llevan a la Gracia ha de soportar con
viril entereza las pruebas. "¿Duele, eh? ¡Claro,
hombre! por eso precisamente han dado ahí" (158).
Mas la recompensa vendrá enseguida: "Y pronto
el dolor será gozosa paz" (256). "¡Hay
que romper a cantar!, decía un alma enamorada de ver
las maravillas que el Señor obraba por su ministerio!"
(524).
Obviamente una obra como Camino autoriza una gran variedad
de lecturas diferentes de la mía, y siempre provechosas.
Nuestros autores clásicos establecían una neta
distinción entre el vulgo y el "discreto lector".
Aquél y éste leían cosas distintas en
un mismo texto. Ello ocurre tanto en el Arcipreste de Hita
como en El Quijote y Guzmán de Alfarache. Aunque desprovista
totalmente de los méritos literarios de estas obras,
la de Monseñor puede incitar a muchas almas atribuladas
a orar "con el ansia con que el niño va al azúcar
después de tomar la pócima amarga" (899).
El devoto protagonista de mi Carajicomedia aplica al pie de
la letra la admonición "no dejes de meterte dentro
de cada (sic) Sagrario cuando divises los muros o torres de
las casas del Señor" (269). La misión apostólica
que endereza su vida le conduce a buscar, por las anchas vías
de la consolación, la enjundia de la verdad y su virtud
maciza.
Pero cedamos la palabra a Monseñor Escrivá
de Balaguer cuando, en uno de los párrafos más
significativos del libro, confiesa: "El deseo tan grande
que todos tenemos de que 'esto' marche y se dilate parece
que se va a convertir en impaciencia", y añade:
"El deseo no será inútil si lo desfogamos
en 'coaccionar'... al Señor" (911).
Todos los "singulares" del mundo -las Hermanas
del Perpetuo Socorro glorificadas en mi novela- proponemos
al Vaticano, sin necesidad de nueva documentación probatoria,
la canonización inmediata de Monseñor.
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