PERSEVERANCIA
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario
(Extraído del capítulo XI
de su libro "El ser humano
y su mundo")
XI.9. Aplicación a un caso concreto: La exigencia
de la unidad de la historia de la vida y el sentido de la
perseverancia
Uno de los casos en los que se usa la expresión "voluntad
de Dios" de una manera más frecuente y decisiva
es el de la pertenencia a una "institución vocacional".
Entiendo por institución vocacional aquella en la que
la incorporación se suele vincular a una llamada particular
por parte de Dios: quien ingresa en ella se dice que tiene
"vocación" o que es "llamado por Dios"
o que responde a "un mandato imperativo de Cristo".
Por eso, la opción por ese modo de vivir la fe cristiana,
se suele vincular a una garantía divina, aplicándose
casi literalmente las palabras del Señor a los apóstoles:
"no me habéis elegido vosotros a mí,
sino que yo os he elegido a vosotros" (Juan 15, 16).
En ese ámbito el lenguaje suele hacer frecuentes referencias
a la voluntad o al mandato de Dios o de Cristo para fundamentar
todos los imperativos prácticos: se repite que "la
voluntad de Dios viene por los directores".
Al mismo tiempo, se suelen eludir las referencias a los factores
naturales que están y deben estar presentes siempre
en toda decisión vocacional en la vida de los hijos
de Dios. Esto es así porque quizá se piensa
que la referencia a los factores naturales puede ser peligrosa,
y proporcionar a las personas unos criterios con los que valorar
las decisiones y las valoraciones institucionales, que se
pretenden absolutas.
Es cierto que en algunos casos singulares Dios llama a ciertas
personas a misiones que implican una permanencia irrevocable
en el tiempo. Pero éstos son casos realmente excepcionales
en la historia de la salvación. La singularidad y excepcionalidad
de esas llamadas no implica que unas personas sean objeto
de "solicitud" por parte de Dios, mientras que otras
sean relegadas al "caso común" de todos los
hombres. Lo que sucede es que la llamada creadora y salvadora
es en todas las personas algo irreductiblemente singular y
sólo relativamente universalizable. La llamada de Dios
a cada persona es única, y el diálogo que mantiene
con ella en su vida es absolutamente irrepetible y no universalizable.
Se pueden encontrar rasgos comunes, pero en ningún
caso se debe considerar la relación de Dios con cada
persona solamente como "un caso" de una ley general.
Por eso la llamadas de quienes son requeridos por Dios de
manera explícita y sobrenatural, se suele denominar
"vocación". Pero también quienes son
llamados a través de las circunstancias ordinarias
es verdadera vocación personal, aunque no determine
unívocamente la respuesta que Dios espera.
En la Iglesia hay instituciones vocacionales que de alguna
manera universalizan las llamadas de los que se integran en
ellas. La situación de las personas que se sienten
inclinadas a esas instituciones es en cierto modo paradójica.
Por una parte, la vocación divina es algo estrictamente
personal. Por otra parte, la integración en una institución
vocacional permite hablar de una vocación común
a los miembros de esa institución. Por eso se habla
de la "vocación a esa institución"
como de una vocación común a muchos, es decir,
como un universal del que cada persona es "un caso".
Es consecuencia, la vocación, que de suyo es principio
de acentuación del carácter irreductible de
cada persona, se convierte en una especie de "igualador"
de los individuos.
Cuando una persona concreta ingresa en una institución
vocacional lo hace generalmente de una manera distinta a la
llamada explícita sobrenatural. Los factores que conducen
a esa decisión suelen incluir muchos aspectos estrictamente
humanos, naturales, de afinidad, influencia afectivas o psicológicas
de otras personas o del ambiente familiar. Esto no es de suyo
malo, ni inhumano, ni antinatural. A través de esos
factores naturales se expresa, como hemos visto ya, lo que
Dios dice en su diálogo con la persona. Pero esos mismo
factores, no cesan de ser importantes una vez que la decisión
del ingreso ha sido tomada. Sería un contrasentido
considerar como decisivos esos factores para interpretar la
voluntad de Dios en el momento previo a la decisión,
y declararlos irrelevantes después.
Entonces el sentido de la perseverancia no se puede entender
adecuadamente sólo desde la perspectiva de la llamada
divina. En efecto, cuando se concibe la vocación como
una llamada unívoca a una situación en una institución
de este mundo, aunque sea con miras hacia la vida eterna,
parece que si abandona ese camino, la persona quedaría
definitivamente frustrada para Dios. La práctica demuestra
que no es así, ni siquiera en el modo de actuar de
las instituciones más "sobrenaturalistas".
El sentido de la perseverancia tiene un fundamento más
"humano" y, por eso mismo, más comprometido
y divino.
En el caso de la entrega "vocacional", la irreversibilidad
no debe considerarse deducida necesariamente de la relación
directa con Dios, como si Dios mismo hubiera llamado explícitamente
a esa persona. No tendría sentido, por ejemplo, que
San Pablo abandonara la misión recibida de Jesucristo
aduciendo, por ejemplo, que no tenía capacidad para
realizarla. En su caso, no cabe duda de que la llamada era
explícita y que el mismo que le había llamado
era el que le daba las condiciones para llevarla a cabo. Pero
eso no se puede afirmar, como es evidente, en el caso de la
entrega común en las instituciones vocacionales. Por
eso, es posible que después de un tiempo de prueba
haya que reconocer que no se está en condiciones de
mantenerse en ella. Además es posible que las misma
institución vocacional experimente cambios substanciales,
al menos en la relación con algunas personas. En cualquier
caso hay que tener en cuenta que lo esencial es la unión
con Cristo en su Iglesia, y que todas las instituciones que
nacen en ella, son esencialmente "parte" de la Iglesia,
y nunca pueden arrogarse un carácter absoluto, como
única situación posible, para la persona, de
unión con Dios.
La presunta irreversibilidad de la entrega vocacional debe
deducirse más bien de la naturaleza de las cosas, de
modo semejante -no estrictamente idéntico-, a como
quien ha hecho una opción importante en su vida, no
debe variarla si no es por razones graves. La exigencia de
irreversibilidad no es absoluta, ni el abandono del proyecto
primero supone necesariamente un apartamiento de Dios. De
hecho, a pesar de los vínculos jurídicos o canónicos
que haya contraído, hay siempre un camino legítimo,
jurídicamente establecido, de "dispensa".
Y, obviamente, emprender un proceso legítimamente reconocido,
no puede significar por eso apartarse de Dios.
Es cierto que quien se ve inclinado a desistir de un camino
vital emprendido años atrás, sufre una quiebra
en su vida. Esa ruptura que puede ser muy dolorosa y en ocasiones,
casi imposible de soportar, pero no supone inequívocamente
y de suyo un mal moral. A veces, la unidad consigo mismo y
con Dios puede reclamar una ruptura con muchas relaciones
menos radicales o decisivas.
El deber de la perseverancia está normado por la naturaleza
de las cosas, en concreto, por la naturaleza del ser humano,
cuya unidad reclama una cierta continuidad en los proyectos
más importantes. Por eso, en muchos casos ha de contar
el deber de mantener la propia identidad, en el sentido de
proyecto vital, también ante las personas más
próximas y queridas: hay ocasiones en que el cambio
brusco de proyecto vital equivale casi a "desaparecer"
de la vida de esas otras personas y, en consecuencia, a romperles
también a ellas sus vidas. Este deber de caridad puede
plantear el deber de aceptar sacrificios personales muy grandes,
según sea el vínculo con esas personas cercanas.
Pero la unidad de la historia vital no debe considerarse
solamente desde el punto de vista de su coherencia, digamos,
narrativa. Su fundamento radical no está en el hecho
de que sea una historia unitaria o lineal, sino en que sus
actos estén fundamentados sobre la eternidad de Dios.
Ciertamente puede haber rupturas en la historia vital que
supongan un desagarramiento de la unidad "narrativa"
de esa historia, pero que a un nivel más profundo contribuyan
a una unión más serena con Dios. En cualquier
caso, la exigencia de evitar esa decisión no es una
exigencia moral absoluta. Más bien es la exigencia
que procede del deber natural de mantener el significado "institucional"
y "social" de la propia vida.
Todo esto nos dice que la perseverancia no está normada
"directamente" por la relación teologal con
Dios. Estará vinculado con Dios en la medida en que
la relación con las personas compromete también
con Dios. De todas formas, la persona con su coherencia interna,
su salud psíquica, su serenidad espiritual y, sobre
todo, su conciencia, no puede considerarse nunca solamente
en función de los demás, aún de los más
próximos. Por eso, la perseverancia se resella con
vínculos jurídicos de diverso tipo. Estos vínculos
muestran que de suyo, es decir, por sí misma, la entrega
no establece un compromiso irreversible con Dios. Por supuesto,
si el abandono de la institución vocacional procede
del apartamiento de la generosidad originaria y de una opción
posterior por la comodidad, en la medida en que supusiera
una elección del egoísmo o la sensualidad, estaría
afectada de una cualificación moral negativa.
En resumen, se debe afirmar que la perseverancia en un camino
de entrega en la Iglesia está exigida por dos tipos
de exigencias: la primera por la propia exigencia de la unidad
de la historia vital; la segunda, por el vínculo específico
que haya resellado la situación. La primera exigencia,
es semejante a la que reclama perseverar en el proyecto profesional
o social. Ésta no es primariamente una exigencia moral.
La segunda es un vínculo de alcance moral que es dispensable
por la autoridad correspondiente. En ninguno de los dos casos
se debe vincular la perseverancia a la unión directa
con Dios.
Sin embargo, cuando la institución pretende ser un
absoluto, se tenderá a dar una trascendencia teologal
a estos vínculos. Entonces se pasa fácilmente
de hablar de "perseverancia" a hablar de "fidelidad",
connotando de esa manera la unión con Dios. Pero eso
es, al menos, equívoco, y, además, fuente de
contradicciones. De hecho, quienes no han perseverado en el
proyecto, aun después de ser advertidos de que abandonar
su decisión original era abandonar a Dios, son reconocidos
en una situación lícita y legítima, que
puede incluso llegar a ser reconocida como vocacional.
En muchas ocasiones se encuentran personas que se ven "forzadas"
a perseverar, no ya por los factores naturales antes aludidos,
sino porque su entorno profesional, social o familiar les
presiona con particular intensidad. Esto ocurre en aquellos
casos en que los miembros de esa institución se encuentran
situados en el mundo casi exclusivamente a través de
la pertenencia a ella: la institución es la que proporciona
la situación laboral, o la seguridad del futuro, o
los medios de vida. En estos casos, el abandono de la institución
no se plantea tanto desde la perspectiva teologal, sino desde
consideraciones implícitas mucho más naturales
y terrenas.
Además, hay personas que han entrado en la institución
vocacional porque han sido preparadas e inclinadas por sus
padres, por los profesores de su colegio, por el ámbito
de descanso al que lo han llevado, y advierten que si abandonaran
ese camino se separarían desgarradamente de todo lo
que, de hecho, constituye "su mundo". De manera
especial, puede suponer una presión decisiva el hecho
de que los padres pertenezcan ellos mismo a la institución
y hayan sido formados en la idea de que el abandono de esa
institución es prácticamente un abandono de
Dios y, por tanto, una conducta gravísima y absolutamente
reprobable. Hay padres que prácticamente se comportan
guiados por el presupuesto de que si su hijo abandonara ese
camino, quedaría como proscrito. Parece que ya no son
tanto padres de su hijo cuanto miembros de la institución
y como instrumentos de ella para garantizar la perseverancia
de sus hijos. En estos casos la violencia que se hace a la
naturaleza de los vínculos familiares puede ser verdaderamente
inhumana.
Por eso, debería evitarse hablar con excesivo tremendismo
de la no perseverancia. Sin embargo, es frecuente referirse
al abandono del camino concreto vocacional, en un tono trágico,
como si quien lo hiciera estuviera apartándose de Dios
y abocándose a una vida necesariamente infeliz, lo
cual es probadamente falso. Cuando en el lenguaje institucional
se dan muchos juicios de ese tipo, se predetermina además
la opinión de las personas sobre los que no perseveraron.
Probablemente ese cúmulo de "expresiones condenatorias"
del abandono de la institución vocacional, sea debido
a la conciencia implícita de que la perseverancia de
muchos está constantemente en peligro, y, en consecuencia,
al empeño por asegurar la perseverancia de personas
que no pueden estar "atadas" por otros vínculos
externos, como es, en el caso de los religiosos, la situación
pública y social. Pero el recurso a las presiones referidas
resulta contrario a la naturaleza de las cosas, y, en la medida
en que incluye esos juicios morales, es además violentador
de las conciencias. Éste es uno de los casos en que
aparece el intento de dominar a las personas a través
de la conciencia.
Por todo esto, una muestra segura de que se protege la libertad
de las personas y de que se confía en la voluntariedad
actual de los que perseveran, es que no se dramatiza excesivamente
la no perseverancia de algunos. Y esto por dos razones. La
primera porque, como hemos dicho, no se identifica el abandono
de la institución vocacional con el abandono de Dios
o con el pecado. La segunda es la convicción de que
esos casos no pondrán en crisis la perseverancia de
las demás personas que siguen ese mismo camino, porque
se presupone que esas personas saben a qué se han entregado
y por qué. Si los motivos de la entrega se presuponen
vivos y actuales, y además se da la importancia que
tiene realmente la perseverancia, no se considerará
una tragedia el que algunos se sientan inclinados a abandonar,
por los motivos personales que sean.
Ciertamente, todos somos muy influidos por las conductas
que contemplamos en el ambiente que vivimos, y cuando. un
ambiente es dominado por el capricho o la mera emotividad
sentimental, la perseverancia se resiente. Pero en la Iglesia
hay muchas instituciones que han acogido serenamente en sus
propios ámbitos a personas que abandonaron la pertenencia
estricta a ellas, sin que eso suponga como una invitación
a que los demás abandonen también. Desde luego,
si la perseverancia se fomenta sólo a base de quitar
de la perspectiva de todos la posibilidad del abandono, esa
perseverancia será poco segura y, seguramente en muchos
se mantenga en un nivel un tanto "formalista" .
La perseverancia ha de fomentarse ciertamente, pero el cauce
propio es cuidar que la finalidad que estuvo en el principio
de la entrega, es decir, el ideal de la institución
vocacional, esté constantemente vivo y encendido, sin
que la misma institución se convierta en un absoluto,
es decir, que no tenga ninguna referencia ulterior a sí
misma.
Desde luego, si el ideal se olvida o se difumina en la práctica,
y en su lugar se pone el mero mantenimiento de la institución,
entonces la unidad ya no será la comunión en
el ideal, sino que pasará a gravitar sobre lo organizativo
y disciplinar de manera que, como se ha dicho antes, la unidad
será concebida sobre todo como dependencia estrecha
de los que dirigen. El caso sería semejante a un ejército
que olvidase la guerra que le daba sentido, y pasase a ver
el fundamento de la unidad sobre todo en la disciplina y la
obediencia a los jefes.
Esto no significa negar ni siquiera disminuir la importancia
de la relación de dependencia con los que dirigen.
Por supuesto que la obediencia es muy importante, pero es
esencialmente dependiente de que efectivamente, volviendo
al ejemplo anterior, todos tengan presente la guerra que se
está librando y se desee ardientemente ganarla. En
este sentido, la unidad organizativa, aunque necesaria e incluso
imprescindible, es esencialmente secundaria y debe alimentarse
de aquella otra unidad que procede de la presencia viva del
ideal.
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