YO
ESTUVE ALLÍ
Apuntes para una historia no autorizada
ITACA, 18 de noviembre de 2005
- Introducción
(18/11/2005)
- Cap. I: Cómo conocí a Escrivá
(18/11/2005)
- Cap. II: La Universidad de Navarra
(21/11/2005)
- Cap. III: Mi primera tertulia con
Escrivá (2/12/2005)
Introducción
Hay una frase de Escrivá que escuché repetidas
veces durante mi estancia en la Obra y que me viene a la cabeza
cuando leo alguna de las ya numerosas biografías oficiales
publicadas: Dios os pedirá cuentas, porque habéis
conocido al Fundador.
Alejada de la Obra desde hace ya una eternidad de años
(quisiera incluso que fueran más) y clausurados mis
recuerdos sobre ella en el cajón del tranquilo olvido,
hay, sin embargo, momentos en que esta frase me viene a la
cabeza y pienso que sí, que efectivamente, tengo una
cierta obligación moral de explicar a aquellos que
no lo conocieron mis experiencias y mis recuerdos. Evidentemente,
experiencias y recuerdos subjetivos, personales, que tienen
tan sólo el valor del testimonio y la fuerza de la
proximidad a los hechos.
Os leo a muchos de vosotros y me digo ¡pero si
ni habían nacido cuando yo dejé la Obra!
Lo que para vosotros ha sido historia contada para mí
es historia vivida; quizá pueda aportar algo a vuestros
conocimientos que os sea de utilidad. No esperéis grandes
revelaciones, ya he dicho que fui una numeria simpliciter
y que mi curriculum dentro de la Institución fue de
muy bajo nivel. Pero me tocaron unos años interesantes,
los años finales de la vida de Escrivá , y pasaron
muchas cosas en esos años. Voy a intentar contaros
cómo los viví.
Capítulo 1: Cómo conocí
a Escrivá
Yo quería estudiar Periodismo, en Barcelona habían
cerrado la Escuela y un sacerdote de mi parroquia, agregado
(por supuesto, yo no lo sabía), me habló de
la universidad de Navarra: allí podía estudiar,
al mismo tiempo, Periodismo y Filosofía y Letras, porque
unas clases eran por la mañana y las otras por la tarde.
Me ponderó su ambiente intelectual, que al ser una
universidad pequeña los catedráticos estaban
muy asequibles... Bueno, pues cogí los bártulos
y me fui a Pamplona.
Llegué un 4 de octubre por la tarde; hacía
un frío pelón. Me esperaba una chica en la estación
y me llevó a Goroabe, en la plaza Conde de Rodezno,
creo que 4 y 6. La residencia eran tres pisos, dos arriba
y uno abajo, pequeña: quizá seríamos
unas veinte residentes. Compartía la habitación
con una catalana que iba a estudiar Medicina (Nuria) y con
una valenciana (Araceli) que ya tenía cursado un año
de Filosofía y Letras. Nuestro cuarto era el antiguo
office de la casa, y habían cubierto las paredes alicatadas
con tela de arpillera; quedaba original. Teníamos dos
camas normales y una plegable: cuando ésta se abría
por la noche, casi no podíamos pasar. Nuria había
traído una caja con un esqueleto entero, de verdad,
nada de plástico, y lo guardábamos debajo de
la cama: le llamábamos Pepe. Araceli llegaba bien provista
de comestibles (nescafé, mermeladas, galletas..) y
ya imaginábamos unas buenas timbas nocturnas. Las encargadas
de la casa nos dijeron que eran numerarias- sonreían
todo el día con sonrisa Profident y eran
amables. Por las noches desaparecían no sabíamos
en dónde, porque ellas no tenían habitación
propia. Todo era como casi normal, pero sin serlo del todo,
había algo indefinible que no acababa de encajar. Yo
no sabía nada de nada del Opus, excepto que tenían
un libro que se llamaba Camino y que a mí no me gustaba:
demasiadas exclamaciones, demasiados puntos suspensivos, demasiados
entrecomillados y, entre toda esta maraña, frases de
perogrullo que lo mismo servían para un barrido que
para un fregado. En el colegio habíamos jugado con
él a charadas, decías un número y te
leían el texto entre risas. Era como el horóscopo
de las revistas.
Bueno, al cabo de unos quince días, las numerarias
de la casa entran en un estado de euforia indescriptible y
nos comentan:
¡Viene el Padre!
¿El Padre? Y ¿quién es ése?
¡¡El Padre!! El autor de Camino, el fundador
del Opus Dei
¡Ah! ¿Y a qué viene?
Viene a decirnos que ya somos universidad, que el Estado
nos ha reconocido, y a poner la primera piedra del futuro
edificio central de la Ciudad Universitaria.
¿Y ya no nos examinaremos en Zaragoza? Pues estupendo.
El Padre iba a celebrar una misa en la catedral de Pamplona.
Todas se pusieron de punta en blanco, como si fueran de boda.
¿Queréis venir?
Si es una misa pública, vale.
A mí me picaba la curiosidad saber quién era
aquel mossén y por qué suscitaba tanta expectación;
como buena periodista en ciernes quería estar en la
noticia y conocerla de primera mano; ya sabéis, eso
del qué, quien, cuánto, cómo, dónde,
cuándo y porqué.
La catedral de Pamplona estaba llena, pero no a rebosar.
Salió un sacerdote no muy alto, de cara redonda, mofletes
caídos, pelo lacio, con una guedeja que le caía
sobre la frente, y unas gafas de gruesa montura negra. Creo
recordar que la casulla era verde. Empezó a decir la
misa inclinándose mucho sobre el altar, casi lo tocaba
con la cabeza. Daba la impresión de que tenía
reumatismo, pobre hombre. Después del evangelio, comenzó
la homilia. Gran sorpresa, tenía un acento aragonés
de lo más cerrado, vamos, como un catalán de
lEmpordà , y recalcaba mucho las frases, con
mucha entonación. No recuerdo nada de lo que dijo,
sí recuerdo que lo que dijo me pareció muy flojo
y de poca altura oratoria: un sermón de pueblo. Explico:
los directores espirituales de mi colegio eran jesuitas, muy
cultos, sus sermones estaban bien estructurados, eran claros
y se ceñian a un tema; el sermón de Escrivá
era otra cosa, no conseguí ni aclarar el hilo conductor,
eran frases sueltas un poco a modo de arenga. Confuso y difuso,
fue mi definición. Me decepcionó: ¿eso
era el fundador del Opus Dei?
Al acabar la misa, corrió la voz de que Escrivá
se reuniría con los asistentes en el claustro, y allí
me dirigí, a ver si observaba otro aspecto más
positivo del personaje. Fueron unos breves minutos, tampoco
dijo nada interesante, creo que habló de que durmieran
y comieran bien y dijo que les iba a dar la bendición.
Todos de rodillas, menos yo, que jamás me había
arrodillado ante un sacerdote. ¡Pero qué
gente más rara! pensé para mis adentros.
Afuera el día era gris, hacía frío y
estaba lloviendo. Pero dijeron que Escrivá iba a poner
la primera piedra en unos terrenos cerca del Hospital Provincial
de Pamplona y ¡hala! A coger la Villavesa y para allí
(la profesión de periodista me estaba resultando un
poco dura, pero la noticia es la noticia y no la puedes dejar
pasar). Siguiendo a la gente, atravesé unos campos
embarrados eran campos de cultivo de cereal- hasta llegar
ante una plataforma de madera bastante precaria que sostenía
una piedra cuadrada. Creo que estaba también presente
alguna autoridad de Pamplona, quizá el presidente de
la Diputación Foral. Fue un acto rápido, breves
parlamentos y la piedra al hoyo.
Más barro en los zapatos, nuevamente la Villavesa
y a la residencia, que tenía calefacción central
y te quitaba el frío en 10 minutos.
¿Qué te ha parecido? me preguntó
una de las encargadas.
Pues chica, no sé (quise ser amable), desde donde
estaba no escuchaba bien.
¿Y el Padre?
Estaba de espaldas y lo he visto poco.
Creo que en este momento decidieron que yo no servía
para la Obra.
Capítulo II: La Universidad de
Navarra
Perdonadme el desorden, pero me van viniendo las ideas a
la cabeza sin demasiado orden ni concierto. Han pasado tantos
años....
Primero he de hacer una advertencia cronológica: en
mi escrito anterior me remontaba al año 1960, cuando
empecé mis estudios en Pamplona.
¿Cómo era la universidad de Navarra - el Estudio
General de Navarra, Studium Generale Navarrae, tengo la carta
de identidad escolar ante mis ojos- en aquellos años?
Recuerdo mi primer viaje a Pamplona, en el verano de 1960,
para inscribirme en la universidad y en el colegio mayor donde
iba a vivir. Estaba pasando parte de mis vacaciones de verano
en Logroño, con la familia de mi madre, y aproveché
la ocasión para concretar la matrícula. Me acompañó
un primo mío y fuimos en Vespa de Logroño a
Pamplona: 150 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.
Recuerdo los campos secos, agostados, rojizos, a lo largo
del trayecto y mi temor: yo era persona de mar azul, de horizontes
sin límite, de playas abiertas, y aquel secarral me
devenía hostil. Pero ¡fuera miedos! Tenía
una determinación y la cumpliría.
Yo no llevaba la dirección de la universidad: me parecía
evidente que, preguntando a cualquiera, me indicarían
el camino. Bueno, primer problema: después de preguntar
a una docena de personas, y de advertir sus caras de total
ignorancia, comprendí que la universidad de Navarra
no era demasiado conocida por aquellos pagos. Me estrujé
la memoria y recordé que estaba, o algo así,
cerca de un museo. Pregunté por el museo: sí,
había uno cerca del ayuntamiento. Y aterricé
en el museo carlista, en un edificio viejo y polvoriento.
No, no era allí, a Dios gracias (yo comenzaba a tener
el corazón en un puño) pero aproveché
para visitarlo y mejorar mi conocimiento del carlismo, que
era bastante limitado.A la salida, mi primo mayor y
más inteligente que yo- hizo la pregunta oportuna:
¿hay otro museo en la ciudad? ¡¡Sí!!
El museo de Navarra, a poca distancia de allí.
Subimos hacia arriba, al lado de la cuesta de Santo Domingo,
hasta llegar a una portalada señorial de estilo plateresco:
la había mandado construir Carlos V. Eso ya prometía.
Entramos. Después de un patio, un edificio moderno
y blanco. Vale, adentro: un conserje. Perdone,
¿la universidad? Sí, en el cuarto piso.
¿Una universidad en un piso? Pues sí, exactamente
así: las facultades de Derecho y de Filosofía
y Letras del Studium Generale Navarrae consistían en
cuatro aulas y un vestíbulo, donde estaba instalada
la Secretaría General. Me atendió Braulio San
Juan, una de las personas más amables y encantadoras
que he conocido en mi vida, un auténtico pilar de la
institución, amable, cordial, resolutivo: desde aquí
le dedico mi homenaje y mi recuerdo cordial: Braulio era,
verdaderamente, la universidad de Navarra.
Me explicó que las clases de Periodismo se daban a
la Cámara de Comptos, un edificio gótico del
siglo XV bellísimo. En las piedras de sus paredes apoyé
mi cabeza para dormitar beatíficamente durante las
clases de Religión de don Fernando Blasi, tan erudito
como soporífico... El fue el culpable de que me fuera
al cine tantos días, a la sesión de las cinco
de la tarde, en el gallinero. Pero bueno, no adelantemos acontecimientos.
Capítulo III: Mi primera
tertulia con Escrivá
1962.
Yo ya era de la Obra y acababa de hacer un curso anual de
vocaciones recientes en Madrid. En agosto. Me enteré
de que era posible que Escrivá fuera a Pamplona en
septiembre, y me las arreglé para convencer a mi madre
de la necesidad de estar en Pamplona en este mes. Mi primer
encuentro con Escrivá en 1960 no había resultado
demasiado positivo y sentía la necesidad de escucharle
desde una nueva óptica.
Vino a Goimendi el colegio mayor donde yo estaba- a
mediados de septiembre. Eramos unas 20-25 numerarias. Entró
en la sala de estar acompañado de Alvaro y de un chico
joven vestido con un traje de color castaño que, a
todas luces, le quedaba demasiado estrecho, sobre todo por
detrás: le marcaba un pompis...
Escrivá se apresuró a calmar nuestra sorpresa:
-Hijas mías, no os preocupéis, es don
Javier: viene vestido de seglar para no llamar la atención.
(Según nos dijeron después, Escrivá
venía de Francia; pues bueno, ¿qué importaba
si en el coche iban dos o más curas, teniendo en cuenta
que el vehículo tenía los cristales tintados
y cortinillas? -Lo comprobé a la salida-).
Javier, tal como lo conocí en aquella ocasión,
tenía una cara aniñada, dulce, pelo moreno rizado,
formas un poco feminoides. Años después, visitando
el Museo Diocesano de Valladolid, encontré una talla
de Martínez Montañés que representaba
a san Gabriel y le dije a Jordi: Mira, se parece a Javier
Echevarría... No sé si la conocéis.
Alvaro, postura habitual, miraba a Escrivá con una
sonrisa idéntica a la de las korai griegas y, de vez
en cuando, le decía algo a la oreja. Javier estaba
hierático, como la esfinge de Gizeh: miraba al infinito.
No os puedo transmitir las palabras de Escrivá en
aquella tertulia; como siempre decía lo mismo (que
estéis alegres, que durmáis bien, que hagáis
apostolado) me es imposible determinar qué frases concretas
dijo en determinada ocasión: fueron éstas o
similares.
Salí tras él al acabar la tertulia; al llegar
al vestíbulo, se acercó a una de las pilastras
que tenía los ángulos protegidos con una cantonera
de madera, tiró de una de ellas hasta desprenderla
y dijo a la directora de la casa: no sirve; cámbiala.
Al día siguiente estaban los operarios quitando las
cantoneras, of course.
A la puerta estaba un numerario el chófer del
Padre-: delgado, de cara angulosa, con un chaleco de lana
de color gris jaspeado. Un numerario carrera universitaria,
vocación de poner a Cristo en la cumbre de las actividades
humanas- haciendo de chófer: me pareció una
paradoja.
Días después corrió por Pamplona que
Escrivá había comido en las Pocholas;
inmediatamente nos transmitieron la versión oficial:
había comido en las Pocholas, pero sólo
una tortilla francesa. Mi espíritu catalán se
rebeló, por dos motivos:
1. Si sólo quieres una tortilla francesa no vas a
las Pocholas, que es un restaurante carísimo;
te la comes en Aralar, que la administración te la
hará buenísima.
2. Era un desaire, en grado superlativo, ir a un restaurante
de lo mejorcito lo que diríamos ahora un tres
estrellas Michelín- y pedir sólo una tortilla
francesa; es como decirles que su cocina no está a
tu altura.
Como entonces tenía un buen espíritu como la
copa de un pino, concluí lógicamente que la
versión oficial era una excusatio non petita
para que los numerarios de a pie no pensáramos que
Escrivá iba de banquete en banquete; y me pareció
tonto, porque ¿qué de malo había en ir
a un buen restaurante si te invitaban? ¿No éramos
laicos normales? Años después, tras leer los
testimonios culinarios de María Angustias
Moreno y de Carmen Tapia, y de conocer de primera mano algunos
sucesos en su primer viaje a América del Sur
a Escrivá le enviaban melones españoles por
avión- comprendí el porqué de aquella
piadosa explicación.
Bueno, espero que continuará.
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