Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Escritos
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

UNA MALA NOCHE EN UNA MALA POSADA

Enviado por Jorge el 14 de diciembre de 2003


Desde muy niño disfruté de la experiencia religiosa. Fueron los Hermanos Maristas quienes me enseñaron el catecismo católico, a cantarle con alegría a la Virgen y ayudar a los pobres. Con ellos también aprendí matemáticas, historia y muchas otras asignaturas que me prepararon para la universidad y la vida. Desde luego, en algunas ocasiones me hablaron de lo que significaba la vocación Marista, pero jamás me crearon falsas crisis vocacionales ni me amenazaron con el infierno si no seguía su vocación. Estaban muy claros con respecto a los muchos caminos que llevaban a Dios, “algunos directos como la muerte prematura, algunos de colores y otros llenos de dolor, pero al final del camino nos espera Dios con los brazos abiertos.”

Recuerdo con mucho cariño al Hermano Antonio. Dos o tres veces a la semana íbamos a una de las barriadas más pobres y peligrosas de la ciudad. Después de clases y los sábados por la mañana, llevábamos granos, azúcar y leche en polvo a sitios donde abundaba el hambre y el agua contaminada pero hacía falta comida y otras necesidades básicas. El Hermano Antonio era un hombre exigente en clase pero se transformaba cuando se disponía a ayudar a otros en aquel barrio olvidado. Se quitaba la sotana, se ponía pantalones negros y con su rosario en el bolsillo motivaba a sus estudiantes -muchos hijos de familias adineradas- a acompañarle en sus aventuras de caridad. Nos contaba de sus años en Cuba y de cómo su familia disfrutó de una cómoda posición económica hasta que él se hartó de aquella vida de abundancia y se convirtió en un Hermano Marista. Los domingos íbamos a Misa a ese mismo barrio, enseñábamos el catecismo a los niños pobres, ayudábamos al párroco y pasábamos un buen rato. Debo confesar que en muchas ocasiones me entusiasmó la idea de hacerme un sacerdote diocesano, como aquel párroco.

Mi vida dio un giro radical cuando un sacerdote del Opus Dei motivó a los Hermanos Maristas a realizar un retiro espiritual para estudiantes. Sin entender las intenciones ocultas, los Maristas aceptaron y por recomendación de la gente del Opus Dei extendieron invitaciones a los mejores estudiantes y a quienes mostraban sensibilidad social. Aunque los problemas económicos ya habían empezado en casa, mis padres de alguna manera consiguieron el dinero para el retiro.

Un viernes por la tarde, después de una hora y media de viaje en autobús, llegamos a una casa de campo donde nos esperaba Don Diego, un sacerdote del Opus Dei, y Fernando, un estudiante de ingeniería. Participamos en unas 15 o más charlas, que ellos llamaban meditaciones, donde el sacerdote hablaba de temas tradicionales del cristianismo. Realmente nada nuevo, con excepción de un marcado énfasis en las frases de un tal Escrivá de Balaguer –a quien llamaban El Padre- y su libro Camino. Fernando se encargó de hacer amistad con todos los asistentes, pedirnos el teléfono y hacernos una invitación a visitar una residencia estudiantil donde el y Don Diego vivían y que no era otra cosa que un centro de proselitismo del Opus Dei.

Las llamadas telefónicas a casa empezaron. En aquel momento no me pareció extraño que Fernando, a punto de graduarse, estuviese interesado en hacer amistad con un adolescente de 13 años. Me invitó a visitar el centro donde Don Diego ofrecía una charla de formación los sábados por la tarde. Luego vinieron las invitaciones a excursiones, a estudiar en la biblioteca del centro, a un círculo de estudio cristiano, etc. Poco a poco, Fernando logró su objetivo: hacerme creer que era un verdadero amigo, cuando en realidad su único propósito era acercarme al Opus Dei y eventualmente crearme una crisis vocacional. Después de hacer la solicitud de admisión al Opus Dei como socio numerario, con apenas 14 años, Fernando de inmediato se alejó y me entregó a los directores. Era como si la amistad hubiese terminado. Luego me explicaron que en la Obra, como llamaban al Opus Dei, no había amistades personales.

Como a muchos otros, el Opus Dei me cambió el mapa de vida y de valores. De pronto, visitar a los pobres con el Hermano Antonio ya no era necesario ni recomendable porque teníamos actividades de proselitismo más importantes que realizar. Debíamos conseguir nuevos candidatos para el Opus Dei entre los mejores estudiantes de nuestra promoción. Poco a poco me alejé de mi familia y mis padres lo empezaron a resentir, pero en el Opus Dei me enseñaron a darles excusas que parecían válidas. Me alejé también de muchos amigos que no tenían el “perfil” que el Opus Dei recomendaba. Aprendí que había almas de almas, unas más valiosas que otras, y entre más valiosas más interesantes eran para el Opus Dei.

Cuando decidí estudiar psicología, los directores del Opus Dei trataron de convencerme de que era una mala decisión porque eso de tratar con tanta gente enferma de la mente no tenía mucho sentido. Muchos de los libros asignados en clase no pude leerlos porque estaban en la lista de libros prohibidos que el director del Centro tenía en un armario bajo “siete cerrojos”. Por ello mis notas nunca fueron extraordinarias, como lo fueron en la escuela secundaria. Tuve que buscar sumarios de segunda, críticas a libros y ayuda de compañeros que sí los habían leído, dándoles excusas ridículas: estuve enfermo y no tuve oportunidad de leerlo, tuve mucho trabajo esta semana, etc. El director del Opus Dei me tranquilizaba diciéndome que era más importante salvar mi alma que sacar buenas notas. Las contradicciones eran evidentes: lo importante ya no era ser un excelente profesional sino ser útil a los propósitos del Opus Dei. Cada vez estaba más agobiado y cargado de responsabilidades ajenas a la universidad. De cristiano corriente ya sólo me quedaba el nombre y mis amigos del colegio se alejaron porque yo les llamaba tan solo para hablarles del Opus Dei. Ya no teníamos intereses comunes, ni siquiera las visitas a los barrios pobres de la ciudad.

El Opus Dei tenía una casa donde vivían muchos numerarios ya graduados de la universidad. Quienes allí residían no tenían mucho contacto con jóvenes porque los colegios del Opus Dei todavía no se habían inventado, por lo menos en mi ciudad, así que aquellos viejos prematuros necesitaban de la ayuda de los nuevos para ponerse en contacto con gente joven. Yo odiaba la idea de vivir algún en día en ese ambiente de gente rara. De ninguna manera se parecía a la casa de los Hermanos Maristas donde siempre había alegría, proyectos interesantes, entusiasmo por la vida y un verdadero interés por la gente, sin importar su cociente intelectual o el tamaño de su cuenta bancaria.

Cuando tomé la decisión de irme, empezaron las amenazas de condenación. De pronto, hasta los directores regionales querían conversar conmigo. Me ofrecieron enviarme a Roma a estudiar pedagogía y querían desesperadamente saber quién era el diablo con faldas que estaba detrás de aquella crisis. “Tienes que ser sincero,” me insistían. No estaban satisfechos con mi explicación: “El Opus Dei no es para mí, no me entusiasma, no quiero terminar mi vida en esta institución.” Un día, Don Diego me preguntó cuál sería mi respuesta si el Padre me pidiese hacerme sacerdote del Opus Dei. Sin pensarlo le dije que a mí definitivamente no me interesaba ni me entusiasmaba la idea de convertirme en un sacerdote del Opus Dei. Mi respuesta le molestó sobremanera, especialmente porque –según él- era una indicación clara de mal espíritu, de falta de obediencia y de entrega. “Si el Padre lo pide –insistió- un numerario debe aceptar.” Desde esa ocasión dejó de buscarme para la confesión semanal. Creo sinceramente que se dio por vencido. Me sentí aliviado, por lo menos tenía a uno menos detrás de mi, haciéndome sentir culpable.

Después de varios meses de lavado cerebral, amenazas de condenación y de asfixia física y espiritual, un sábado por la tarde inicié el viaje en autobús -no tenía dinero para un boleto de avión- hacia el país donde se habían mudado mis padres. Me tomó cinco días llegar pero nunca olvidaré aquel viaje ni su final feliz. Unos meses después, tuve que regresar por una temporada a mi ciudad natal y me encontré en la calle con Fernando. El amigo querido aparentó no verme y cruzó repentinamente la calle. Ya no tenía motivos para cultivar mi amistad y ni siquiera quiso saludarme. Hoy en día es un sacerdote del Opus Dei y me imagino que trabaja en una cómoda residencia estudiantil, en un barrio elegante de un país pobre.

El Opus Dei fue tan solo una mala noche en una mala posada, que posiblemente le truncó la vocación a quien pudo ser un buen sacerdote diocesano, que disfrutaba sirviendo a los pobres y cantándole a la Virgen. Pero los Maristas tenían razón: al final del camino nos espera Dios con los brazos abiertos.

 

Arriba

Volver a Tus escritos

Ir a la página principal

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?