UNA
HISTORIA
ROBIN, 23 de julio de 2004
-Contacto con tacto (23-7-2004)
Mi primer contacto inconsciente con
el Opus Dei tuvo lugar varios meses antes de mi primer contacto
consciente con el Opus Dei. Yo no lo sabía, claro está.
Un día en que aún andaba gozando de unas bien
merecidas vacaciones veraniegas, recibí una llamada
telefónica del Colegio Mayor Hespérides para
comunicarme que había sido agraciado con una plaza
en su prestigioso Curso de Introducción a la Universidad.
Creí entender que este premio se debía a mi
más que notable expediente académico durante
el bachillerato, por lo que debo confesar que no me sorprendió.
Eran tiempos en que cuando llamaban a la puerta de tu casa
a las siete de la mañana infaliblemente se trataba
del lechero. Mi comunicante añadió que era preciso
celebrar una entrevista personal a fin de explicarme los pormenores
del afamado CIU, siglas que hoy, afortunadamente, nadie osaría
atribuir a otra cosa que no fuera un partido político.
A la mañana siguiente me dirigí resueltamente
al C.M. Hespérides. No recuerdo si experimenté
alguna dificultad para atravesar la doble esclusa de entrada
al mismo tras ser identificado por la portera desde el otro
lado de su aspillera blindada. En cualquier caso, era un Robin
indemne y confiado el que se enfrentó en el interior
al tipo más parecido al agente de la CIA que aparece
en Marathon Man que hubiera visto en su vida. A diferencia
de Dustin Hoffman, no iba armado y no le disparé.
-Hola -dijo el que se parecía al agente Janeway- ¿Tú
eres Robin?
Pensé que no debía llevar mucho tiempo en la
agencia, pues no habiendo nadie a mi alrededor era evidente
que era Robin. Aunque tal vez fuese una táctica especial
para empezar interrogatorios.
-Sí -dije con aplomo- ¿Tú eres Janeway?
-Puedes llamarme Obdulio -dijo mirándome fijamente-
Pasemos a esta salita, que estaremos más cómodos.
Me guió hasta la salita que hay a pocos metros de
la puerta en todos los colegios mayores que conozco. Nos sentamos
y allí me sometí al tercer grado con la serenidad
que da el ser inocente.
-¿Así que vas a empezar Medicina, eh?
-Pues sí.
-¿Y estudiaste en el Colegio de los Paulinos, no?
-Pues sí.
-¿Y has sacado buen nota en el examen de selectividad?
-Pues sí.
Creo que no estaba preparado para tanto "pues sí",
pero contraatacó con rapidez.
-Pues te iría bien apuntarte al Curso de Introducción
a la Universidad que organizamos en Peralejos. Se trata de
una buena oportunidad para conocer a profesores y alumnos
de cursos superiores que te pueden transmitir sus experiencias.
Mira, aquí tienes el programa.
-¿Dura una semana entera, mañana y tarde? -pregunté
perplejo. A ese ritmo se podía tener aprobado el curso
antes de Navidad.
-Sí. Hemos comprobado por experiencia que lo mejor
es que sea como una convivencia. Se aprovecha más el
tiempo y se conoce mejor a la gente.
-¿Y cuánto cuesta? -inquirí, seguro de
que los precios del folleto eran válidos salvo fin
de existencias o un error tipográfico. Me inclinaba
más bien por esto último.
El agente Obdulio Janeway me aseguró que estaba todo
incluido, salvo el IVA, que no existía. Y lo dijo con
la misma naturalidad que el tendero de 13 Rue del Percebe
comunica el precio de las patatas a las clientas.
Total, que salí sin enrolarme porque el agente Janeway
no me convenció para comenzar el curso antes del comienzo
del curso, en compañía de otros petimetres desconocidos,
en otra localidad y además, pagando aquella suma, que
yo sólo había visto en "Atraco a las tres".
- No se quede ahí parada, buena mujer, y prepáreme
la comida. Sigo de vacaciones -hubiera dicho a mi madre cuando
volví a casa satisfecho como si hubiera perdido el
tren de Auswitz, si no fuera porque ella se adelantó
a preguntarme que qué tal había ido la entrevista.
- Oh, bien. No me ha convencido el plan.
- Ese Colegio Mayor es del Opus, ¿no?
- No tengo ni idea. ¿Qué es el Opus?
Así estábamos. Y eso que por aquellas fechas
se me había planteado la posibilidad de comenzar la
carrera en la Universidad de Navarra. No sé de dónde
había sacado mi padre un folleto que al ser desplegado
mostraba el "campus navarrensis" en todo su esplendor.
Entonces la concentración de edificios no era la de
ahora. Una pareja de sordos hubiera podido, sin muchas dificultades,
comunicarse por signos de un extremo a otro de aquella verde
extensión. Esa misma pareja, u otra cualquiera, tendrían
que recurrir hoy sin remedio a los mensajes SMS o transmitirse
los signos a través de la pantalla del teléfono
móvil dotado de cámara digital.
Tal vez por influencia de las series americanas, yo me había
fijado en las llamadas "torres de alojamiento".
Imaginaba -al ver su representación en el folleto-
que se trataría de pequeños rascacielos con
apartamentos individuales donde uno podría hacer su
vida independiente mientras dedicaba lo mejor de sus esfuerzos
a obtener un título que enmarcar, para orgullo de sus
progenitores.
O eso, o vivir sólo en un piso. Tales eran mis condiciones
para dejar el calor del hogar y emigrar a la ciudad que me
sonaba más por los Sanfermines que por su universidad.
Así estábamos, repito.
Algún alma caritativa, o simplemente con menos imaginación,
me sacó del error haciéndome ver que las "torres
de alojamiento" eran parte del Colegio Mayor Belagua
y que, de apartamentos individuales, nada. Esto hizo que,
de inmediato, fueran tachadas de mis preferencias. Como mi
padre ya había tachado de las suyas lo del piso para
mí solo, sólo me quedaba comenzar la carrera
en mi ciudad. Creo que Cristóbal Colón lo tuvo
más fácil para salir a ver mundo.
Aún a riesgo de cansar al lector, debo explicar por
qué excluía yo la opción de ser residente
en un colegio mayor universitario. He de decir que si los
responsables de la policía de Londres se hubieran juramentado
para buscar a Jack el Destripador con la décima parte
de la intensidad con que yo me negaba a ser carne de novatada,
a estas horas los turistas visitarían la celda donde
hubieran encerrado de por vida al que hizo famosa la expresión
de "vayamos por partes". Era como un miedo ancestral
al universitario medio que, si bien me parecía el prototipo
de individuo ingenioso, también me parecía propenso
al gamberrismo y al desmadre con la menor excusa, e incluso
sin ella. Y yo era un tipo serio y formal.
Empecé, pues, el curso, siguiendo los pasos de tantos
ilustres galenos. Hombres que, ya desde su pedestal y armados
de bisturí, ya dispensando la humilde aspirina sin
esperar incentivo de laboratorio alguno, ya buceando en las
profundidades del genoma humano sin reparar en gastos para
encontrar Eldorado de la salud, representaban a mis ojos la
quintaesencia de la Humanidad. A pesar de ello, había
tenido mis dudas y me había decidido en el último
momento por no estudiar Veterinaria. Si hubiera sabido entonces
lo que me iba a cobrar el cerrajero que me rescató
no hace mucho de mi propio cuarto de baño, las dudas
se habrían disipado de golpe.
No puedo decir qué hacía yo en la calle la
mañana del sábado anterior a la fiesta de Todos
los Santos. Ni qué me decidió a asistir a la
Santa Misa en la parroquia de S. Menelao. No es que yo fuera
uno de esos individuos alérgicos a las sacristías.
Tampoco suspiraba por acabar mis días en un monasterio
confeccionando las nóminas de un banco. Ya he comentado
que era serio y formal. Había sido educado en la más
estricta ortodoxia católica en un colegio donde los
religiosos titulares no se quitaban la sotana para jugar al
fútbol. De hecho, sus balonazos eran los más
peligrosos cuando ibas paseando por el patio. Prácticamente
la mitad de mis compañeros de curso eran monaguillos
o catequistas en S. Menelao. Yo pertenecía al segundo
grupo, lo cual tenía la ventaja de coincidir con las
muy interesantes catequistas del otro sexo al menos un par
de veces por semana. Incluso un tipo serio y formal como yo
no veía inconveniente en participar en la representación
de fin de curso de la catequesis interpretando a Ulises o
formando parte de un coro de cortesanos de los Reyes Católicos
cantando canciones de Peret. Si los niños y los padres
se reían, eso no era nada comparado con el riesgo de
rotura de bazo que corríamos durante los ensayos.
Pero volvamos de esta divagación y situémonos
con la cara pegada al cristal del tablón de anuncios
de la entrada lateral de S. Menelao. Allí estaba yo,
a la salida de Misa, leyendo descuidadamente la hoja parroquial,
cuando un joven que había permanecido unos minutos
más que yo en el interior de la iglesia se acercó
y me preguntó:
-Oye, perdona, ¿tú sabes lo que es el Opus
Dei?
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