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TEORÍA Y PRÁCTICA DEL AMOR A LA MADRE EN LA PRELATURA PERSONAL

KAISER, 12 de octubre de 2005

 


El autobús urbano procedente de la Ciudad Universitaria bordeaba la Plaza de Calvo-Sotelo enfilando el lateral de la Avenida de la Diagonal hacia el centro de la ciudad. Atardecía en clave de otoño y una luz anodina inundaba el habitáculo cuajado de rutinas. Era el día elegido. Y se acercaba el momento. Desde que días atrás recibió la indicación de su director, el joven numerario acechaba la ocasión de abordar a su amigo para decírselo.

* * * * *

Lo conocíó el primer día de aquel primer curso de la carrera. Mientras el resto del alumnado se agolpaba junto a la puerta del Aula Magna, donde tendría lugar la lección inaugural, nuestro numerario se quedó algo apartado al otro lado del pasillo, discretamente apoyado en la pared. Y observaba. Sabía que de allí, de entre sus nuevos compañeros, tendrían que salir los nombres para su agenda. Gente que tratar. Candidatos a la Obra. No había mucho donde elegir. La mayoría eran chicas. Las más en grupos. Parloteaban y parloteaban con una excitación inusual para un lugar tan serio visto con los ojos de un imberbe bachiller. Una silueta se recortó junto a él en la pared. Era un joven alto como él, moreno, de frente amplia y mirada melancólica, que cuidaba insistentemente que su flequillo respetara la línea que el peine le trazó unas horas antes...

-¿Eres tú de aquí?

-No, vengo de Bilbao.

-¡Caramba! Y ¿dónde vives?

-En una pensión en la calle de Aribau. Creí que iba a estar cerca de la facultad, pero mira con lo que me he encontrado.

-Pues, sí, menuda faena. Nos han traído a la otra punta. Yo tengo que venir desde el quinto coño.

-¡Esa lengua!... Pues yo estoy bastante perdido. Prefiero el ambiente de la Central.

-Esto es la Central.

-Ya, pero no es lo mismo. Estas paredes, estas cristaleras, todo esto tan gris, estas líneas rectas...

-Sí, yo también prefiero el ambiente de los claustros, pero estas aulas son mejores y más modernas.

-Pero aquí no te empapas del saber. A mí es que me gustaría empaparme de lo que encierra el edificio antiguo, la sabiduría que expele la piedra...

-Pues me temo que de lo que habrá que empaparse va a ser de lo que ponga en los apuntes.

-¡Ja, ja, ja! Muy agudo.

-Oye, y por qué nos han traído aquí,. Si es que no hay ambiente, ni biblioteca ni nada de nada.

-Parece que es que somos ya muchos y no tienen dónde meternos. Y, calla, que se habla de ir a unos barracones, porque esto es provisional. Los de esta Escuela nos echan pero ya.


Alguien con aspecto desgreñado se acerca y pide fuego. Ninguno de los dos fuma. Nuestro numerario dedica un instante a calibrar la idoneidad de incorporar al recién llegado al grupo. Se hace el silencio. Pronto desecha la idea. El recién llegado semeja un saco ambulante del que emerge una melena fundida a una barba rizada y polvorienta y camina como si los pies fueran más parte del suelo que de su persona. Descartado como héroe de la cristiandad.


-Por cierto, ¿cómo te llamas?

- Pedro Luis.

-Ajá, yo me llamo Sergio.

-Pues encantado, Sergio.

-Lo mismo digo. ¿Vas a hacer Filología tú también? Tienes dotes literarias ¿eh?

-Bah, a mi lo que me gusta es el teatro. Voy a ver si encuentro un grupo o así... Pero tiempo al tiempo, lo primero es situarse.

-Yo te ayudo.

-Hombre, gracias. Eres un tipo muy majo.

-No digas tonterías. Eres nuevo aquí y en la ciudad. Qué menos... Ea, esta misma tarde me paso por tu pensión y nos damos un voltio por las librerías y demás. ¿Vale?

-¡Hecho!


Aquellos primeros días del primer curso de la carrera fueron muy especiales para los ya inseparables amigos. Las visitas de Sergio a la pensión se hicieron habituales. Pedro Luis ocupaba un cuarto gris tímidamente iluminado por una ventana que daba a la calle de Aribau, con dos camastros, una mesilla y una ridícula mesa de escritorio, tan pequeña que si se apoyaba un libro abierto había que escribir las notas en las rodillas. Los folios de apuntes, los libracos y las carpetas aparecían desparramados aquí y allá, y el compañero de cuarto de Pedro Luis, un obrero del metal, diminuto y apocado, se resignó cada noche a la vuelta del trabajo a esperar en la calle a que terminaran las justas pretendidamente intelectuales en que acababan los encuentros, y los estudiantes bajaran a rescatarle del relente en soledad, arropándole en un breve paseo hasta Las Ramblas. Pero nuestro numerario había descartado también al obrero. Por lo que las bromas y chanzas con él no pasaban la barrera de su alma. Pedro Luis, sin duda, interpretaba el cambio de actitud de Sergio como una suerte de condescendencia hacia el inferior, lo que agradeció secretamente, porque parecía que su nuevo amigo tenía más mundo y estaba menos alejado del común que él, educado de manera exquisita por unos padres catedráticos y con una mente privilegiada. Y esa circunstancia -es decir, el hecho de que Sergio hiciera de puente- le permitía a él acercarse al bulto con mono azul que constreñía su espacio vital en el cuarto y al que no veía el modo de abordar de forma espontánea.


En el plan trazado por Sergio apareció, por tanto, este primer obstáculo. El obrero terminó convirtiéndose en una suerte de carabina de ese extraño cortejo entre varones. A lo que había que añadir que, en su condición de adscrito, Sergio no vivía en una casa de la Obra y debía acudir a primera hora de la mañana a su centro para oir misa, lo que le obligaba a hacer un largo desplazamiento con gran derroche de tiempo robado al sueño, de manera que día a día el necesario descanso se iba haciendo cada vez más incompatible con la costumbre de cerrar la noche en la otra punta de la ciudad.


Las visitas de Sergio a la pensión se distanciaron. Supo consternado que su amigo del alma no jugaba al fútbol, ni le importaba una higa la práctica de nada que pudiera asemejarse a un deporte. Con ello el plan de los sábados quedaba hecho trizas. No hay nada mejor que alimentar el espíritu después de un buen desgaste físico en una meditación con garra y llena de contenido. Y, luego, la juerga y la vocación calando.


Nada que hacer. Salvo atacar de frente. Hablarle de Fe, hablarle de la Obra. Hablarle de cara. Y una tarde, saliendo de la biblioteca del Departamento, en la cómplice oscuridad de la galería de la planta primera del claustro de Letras, aprovechando el viento de popa que sopló por boca de Pedro Luis, Sergio se tiró a la piscina.


- Eres un tipo admirable, Sergio, de veras, siempre dispuesto, alegre...

-Déjate de coñas, hombre, que no tengo nada de especial.

-Sí, yo te admiro mucho, si no fuera por los tacos que echas por tu boca, serías casi perfecto, ¿sabes?

-¿Qué? !Pero de qué vas tú ahora! Eres un genio. Estudias más que yo. Las cazas la vuelo. Tienes las ideas claras. En cambio, yo...

-No es eso. Yo puedo tener las ideas claras y todo lo que quieras, pero veo en ti algo que me tiene fascinado, chico, no sabría qué decirte. Para mí ha sido una suerte conocerte.


Doblaban ya la esquina de la plaza Universidad con la calle Aribau ajenos al tráfico rumoroso y febril y las gentes transitaban al albur como figuras de un belén animado. La primeras luces asomaron indolentes entre el ramaje inaudito de los plátanos desmochados y el aire se espesó junto a ellos como quien aguarda un prodigio.


-Mira, yo no valgo nada. Pero amo a Jesucristo. Y me siento protegido y apoyado por Él en todo lo que hago.

- ¡Qué cosas tienes! ¡Qué tendrá que ver el sursum corda con cómo es uno! -Pedro Luis ensayó una sonrisa bobalicona y se quedó mirándose la punta de su zapatos mientras caminaba. .

-Ya ves. Pues tiene mucho que ver. Quiero presentarte a una gente que te va a encantar. Ya verás. Porque no sé si sabes que yo soy del Opus Dei.

-¿Qué? Aquí hemos terminado. Yo no quiero saber nada con sectas de esas ni cosas raras.

Esta vez tensó el cuerpo y se apartó ostensiblemente de su interlocutor, y subrayó sus palabras con una mueca desdeñosa y agria, mostrando una dentadura irregular hasta el esperpento y descomponiendo el arco del flequillo que se disparó hacia el cielo.

-Que no, hombre, que no es una secta, que es gente normal, como tú y como yo, que hace las mismas cosas, pero las hace lo mejor que puede para ofrecerlas a Dios...

-No me vengas con monsergas, hombre. Que yo sé mucho de eso por lo que he oído en mi familia y demás. Mira, esa es una sociedad secreta, hacen misas negras y cosas raras. Y yo no quiero saber nada con eso. Tú eres muy majo y muy simpático, pero me he llevado un chasco, chico. Así que, agur, que yo no he venido a esta ciudad a que me enrede nadie.

* * * * *


-Cuéntame eso de las orgías que dijiste.

-Yo no dije orgías. Pero tampoco me extrañaría, mira tú.

-Bueno pues lo que fuera. ¿Quién te lo ha dicho?.

-Y a ti qué te importa. ¡Déjame en paz! ¿No te dejo yo en paz? Pues déjame tú a mí.

-Es que tú a mí me importas.

-¡Vete a paseo!

-No, de verdad. Te estoy hablando en serio.

-Mira cuando quieras hablarme de estudios y demás, te escucharé, pero déjame de historias raras, ¿entendido? Yo no tengo nada contra ti. Eres buen tío. Me caes bien, pero yo no quiero que me mezcles con esa gente, ¿de acuerdo?

-De acuerdo, vale, vale. Amigos y en paz.


* * * * *

En la confidencia o charla semanal con el director:


-Es una pena. Iba todo tan bien...

-Mortifícate más. Ofrece las disciplinas. Ven más regularmente a misa por la mañana. Ofrece ese sacrificio de madrugar. Apriétate más el cilicio.

-Si ya lo hago.

-Pues más... Y la vista, ¿cómo anda?

-Joder, Anselmo, ningún problema. Si en mi facultad son todas tontas.

-¡Ja, ja, ja!

-Es verdad, ni me preocupo del tema. Por la calle sí, ¿oyes? Vaya con la moda de las faldas abiertas hasta arriba. Te ponen el muslo delante y es como... En fin... Pero nada.

- ¿Sabes que te tengo que decir una cosa?¿Sabes qué te voy a decir?

-No. ¿Acerca de la vista? Si ya te digo que...

-No, hombre, no. Sobre Pedro Luis.

-¡Ah! ¿Qué?

-Le vas a decir que su madre es una puta.

-Pero, Anselmo, joder, ¿qué barbaridad es ésa?¿Cómo le voy a decir yo a un amigo eso de su madre?¿Te has vuelto loco o qué?

-¡Ja, ja, ja! ¡Tú sí que me vas a volver loco, chaval! Ya sabes que cuando aquí se da una indicación no es cosa de uno. Llévalo a la oración. Ya verás. ¿No habla él mal de la Obra, que es tu madre buena, lo más sagrado para ti? Pues que se entere de lo que vale un peine. Méntale tú también a su madre.

-¡Pero me va matar!

-Vaya, ¿ahora te me vas arrugar con ese cuerpazo que Dios te ha dao?. ¡No me seas señorita, coño!.

-Y le dices lo que yo te he dicho, que tú sabes más de su madre que él de la Obra. Ya verás. Si tiene lo que hay que tener reaccionará bien. Tú tranquilo.


* * * * *

El autobús urbano procedente de la Ciudad Universitaria bordeaba la Plaza de Calvo-Sotelo enfilando el lateral de la Avenida de la Diagonal hacia el centro de la ciudad. Atardecía en clave de otoño y una luz anodina inundaba el habitáculo cuajado de rutinas. Era el día elegido. Y se acercaba el momento. Desde que días atrás recibió la indicación de su director, el joven numerario acechaba la ocasión de abordar a su amigo para decírselo. Era el último día antes de la nueva charla semanal en la que debía rendir cuentas. Había agotado el tiempo. Pronto se separarían y no podía prolongarlo más. Sentados en la banca de detrás del conductor de espaldas a las ventanas y frente por frente con la banca que se extiende junto a la puerta, Pedro Luis bromeaba sobre nada relevante. Reía sus propias ocurrencias. De vez en cuando arrojaba una mirada casi insolente a los viajeros, como si quisiera decirles, “no os enteráis de nada, ¿eh?, ¡panda ignorantes! Son juegos de palabras... A ver si nos cultivamos un poquito, majos”. Y volvía a la carga con cualquier otra ocurrencia que le desternillaba sólo a él. En medio de una de ellas, Sergio se lo dijo:


-Tu madre es una puta.


El cuajo de rutinas que albergaba el autobús quedó suspenso en el aire. Los viajeros abandonaron al unísono el reino vegetal y se vieron abocados a participar como extras en una secuencia de cine. Pedro Luis interrumpió su cháchara festiva. Una mujer joven, que había escogido la amplitud de nuestra zona para mejor desplegar un libro, debió sentir una súbita urgencia, como de haberse dejado algo en el fuego al fondo del vagón.

-¡¿Qué es lo que has dicho?! ¡Repíteme lo que has dicho! -Se incorporó en el asiento e hizo ademán de agarrar mi cuello con las dos manos, dejando caer los tratos al suelo.

-Te lo repito las veces que haga falta. -Acerté a balbucir esbozando una sonrisa nerviosa y como mal parida al tiempo que le ofrecía a sus manos la oposición de mi codo.

-Eres una mala persona, ¿lo sabes? ¿A qué viene decirme eso a mí?

-Tú te has metido con mi madre.

-¿Tu madre? Si ni la conozco yo a tu madre. ¿Qué he dicho yo de tu madre?¡Nada!¡Nada de nada!

-Mi madre es la Obra.

-¿La Obra?

-Sí, la Obra. Y tú la has insultado diciendo barbaridades.

-¡Acabáramos!... Y a ti ¿quién te ha dicho lo de mi madre? -Por increíble que parezca, Pedro Luis cejó en su empeño de estrangularme al primer envite, más interesado como estaba por el torneo dialéctico que por el derramamiento de sangre, lo que rebajó bastante la tensión y yo agradecí, porque el chófer ya había hecho ademán de detener la marcha y puede que se dispusiera a avisar a la policía. Habría estado bonito aparecer ante cierto familiar por riña callejera y explicar que insultaron a mi madre y lo que para mí era mi madre, o sea, nada que ver con la parienta de mi padre. Bajamos del bus. Y todo en él volvió a las sombras de lo cotidiano.

-Me lo ha dicho el conserje de la finca de tus padres.

-¡Amos anda!¡Tú deliras, macho!

-Y tú, cuando hablas así de la Obra. ¿Quién te lo ha dicho a ti lo de las misas negras y los aquelarres?

-Gente mía de mi familia, que me quiere y que no quiere hacerme mal.

-Pero todo eso son paparruchas. ¿No me ves a mí?¿Me imaginas a mí haciendo el indio y esas cosas

-A ti no, pero tú no estás metido como otros, que yo te digo que tienen reuniones secretas.

-Bueno, mira, vamos a dejarlo por hoy. Siento mucho lo que he hecho, pero es que quería que te dieras cuenta de lo mucho que me ofendes a mí cuando me dices esas cosas.

-De acuerdo, yo no me meto contigo y tú no te metes más conmigo. ¿Vale? Que me has quitado hasta el hambre. Y no sé si voy a estudiar esta tarde. Me has puesto como loco. Y olvídate de una vez de mí.

* * * * *

Acabó pitando. Hoy es ex aunque ignoro su paradero. Y este relato, en el que los nombres y alguna licencia es lo único alejado de la verdad, quiero que sea como un mensaje para él, metido en esta frágil botella.

 

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