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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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PAROLE, PAROLE, PAROLE...

LAPPSO, 29 de agosto de 2005

 

Las cosas jurídicas son la monda: para aclararse un poco entre su maraña no sólo es necesario saber del asunto en cuestión, sino fijarse muy concentradamente en las palabras (e incluso en las no-palabras) que el leguleyo redactor emplea (o desemplea) en cada párrafo. Por eso es tan importante leerse de cabo a rabo y bien despacito los contratos que una firma, por ejemplo; o las leyes que le quieren aplicar; o las consabidísimas “letras pequeñas” de tantas papelas que al cabo de la vida acabamos firmando poco menos que a ciegas sin saberlo nunca a ciencia cierta.

Que cuando un papel viene de un abogado, vaya, más vale empatarle con otro colega suyo. Que de lo contrario, en caso de ulterior conflicto interpretativo, una inocente artimaña semántica puede arrumbar al más cabal de los sentidos comunes. Las palabras retorcibles (polisémicas, ambiguas, inexactas, metonímicas) de contratos, leyes, reglamentos, pólizas, “condiciones generales” y esa clase de cosas dan de comer a un montonazo de personas que, en ejercicio de los discutibles talentos que natura les dio, se dedican a encontrarle las cosquillas a los textos en afanosa búsqueda de la interpretación más adecuada.

Saber escribir (y leer) con habilidad resulta valiosísismo en cualquier menester de la vida. Agradeceré por siempre a la Cosa la educación de primerísima calidad que en tal materia nos proporcionó.

Siempre tuve claro que las cosas de la obradedios no se escriben a tontas y a locas (bueno: algunas habrá de ambas clases, pero no iba por ahí, es sólo un decir). Antes de emitir un papel, por nimio que resulte su contenido, se buscan las palabras, se redondean, se elabora el contexto, se testea no sólo el tenor literal sino la sensación global que producirá…. de manera que sobre todo en cositas delicadas acaban transmitiendo exacta y únicamente lo que querían transmitir; y si al cabo del tiempo hay que matizarlo, la inicial redacción ya contenía el germen de esa reinterpretación. Toreros. Toreros de las palabras. Y de los buenos.

(Por eso, por ejemplo, en mis tiempos AOPerísticos se usaba un documentín interno llamado –si no me falla la memoria, que me falla cada vez menos- el “Clasificador”: muchos folios grapados que reunían varias maneras de explicar o escribir ante el público en general distintas cosas sobre la Cosa de modo correcto, para evitar errores; por cierto, para eludir la sensación de repetición literal, había un variado surtido para cada concepto clave: 8 ó 10 modos distintos de explicar la corrección fraterna, por ejemplo, ó 10 ó 12 sobre la libertad política y profesional de los socios, y así sucesivamente. Había algunos ejemplares absolutamente perfectos para contestar preguntas delicadas eludiendo por completo la respuesta sincera mientras se transmitía la sensación deseada sin incurrir en ninguna falsedad formal. Ni una rueda de prensa de un político occidental lo superaría. Pero esa es otra historia).

Y como una servidora no sabe de las cosas de la jurispericia, ni suele tampoco concentrarse adecuadamente en el tenor profundo de los textos legulosos, pues anda dale que te pego leyendo las cosas de últimamente: que si los laicos son o están en la Prelatura a título de galgos o de podencos; que si los Cooperadores Acatólicos preceden a los Superagregados Auxiliares en las Semanas de Trabajo, o si por el contrario son los Adscritos de Monterols quienes testifican en la oblación de los Supernumerarios Coadjutores como requisito previo a su inscripción como Electores de Fichas de Arreglos de Pozoalbero; bien entendido que la Vicaria Meridional de Meriendas necesita, por la propia naturaleza de su cargo, la confirmación del Vicesecretario de Pitajes Recientes, cuya jurisdicción, al recaer sobre las facetas objeto de su cometido con independencia de la ubicación de cada centro, tiene obligación grave de mantener unas relaciones fraternalmente fluidas con los Servicios de Obras e Instalaciones de todas las ciudades cuyos Ordinarios hayan nihilobstado la erección del correspondiente Seminario Internacional –ya sea en plenitud de jurisdicción o solamente con potestad de régimen-, de modo que siempre quede asegurada la cariñosa fidelidad al espíritu que el fundador esculpió para nosotros, incluyendo en la media de cocina los detalles de delicadeza que a su vez configuran todo un elenco de gozosa reciedumbre con ese aire de familia tan nuestro que con su heroica entrega nuestras hermanas hacen posible con su trabajo escondido y silencioso, esa laboriosidad que tan tempranito les va a ser premiada con el pedazico de cielo más entrañable.

Que no logro aclararme, vaya. Pero al mismo tiempo me ha dado por releer algunas papelas y me ha parecido que no son tan sencillitas algunas conclusiones que andamos sacando en estas semanas: que si en realidad los laicos no “son” de la Prelatura, que esa forma jurídica no es la fetén que ellos querían, que el “contrato” no tiene en realidad validez ninguna, que los que mandaban antes eran los laicos y ahora son los curas, etc.

Por ejemplo. Basándome en la certeza de que cada palabra que escriben ha sido mil veces evaluada, tengo la sospecha de que realmente los Estatutos nuevos no derogan toda la legislación anterior (los Estatutos antiguos) sino que vienen a sustituirlos en algunas materias (esencialísimas materias, desde luego) y dejan como estaban otros muchos aspectos concretos de la anterior legislación.

Me baso en dos impresiones (y si me equivoco, me corregís):

La primera, que no he visto en los Nuevos una disposición que con toda claridad proclame que “estos estatutos derogan a los anteriores, que se quedan en agua de borrajas”, etc. Ni te cuento el ardor con que deberían haberlo hecho: nada menos que la Intención Especial, decenios de trabajo, sufrimiento, seducción episcopal, cabildeo curial, adoctrinamiento preventivo… en fin, que no me cuadra tanta sobriedad documental con el estilo de la casa en un asunto tan absolutamente vital (y pretendidamente fundacional) para ellos.

Y la segunda, que hay en el texto alusiones a “Códices” (término con el que el Estatuto se refiere a sí mismo), así, en plural: no “Códice” sino “Códices”; e incluso menciones clarísimas a “Códices anteriores”. Y aunque aparentemente esas menciones sean derogatorias, aparecen expresiones que como mínimo dan qué pensar.

Como la sospechosísima del artículo 181.2, que reza textualmente en la traducción disponible en opuslibros: El cambio de algún Códice escrito anteriormente o alguna innovación en su corpus, o finalmente, la suspensión o conclusión de alguna norma temporal o perpetua, puede reclamarla de la Santa Sede solamente el Congreso General de la Prelatura (…). Pero bueno: ¿qué Códice -qué Estatuto- escrito anteriormente puede necesitar suspensión o conclusión alguna, si se supone que está efectiva total y definitivamente derogado, si se supone que lo escrito anteriormente ha fallecido al promulgarse lo nuevo?

O cuando unas líneas después, a santo de cómo quedaba la gente ya incorporada al Instituto en el momento de erigirse la Prelatura, dice textualmente: (…) están obligados con las mismas obligaciones y guardan los mismos derechos que tenían en el régimen jurídico precedente, a no ser que los preceptos de este Códice establezcan otra cosa expresamente (…). Pero leñe: ¿qué sentido tiene remitirse a los derechos y obligaciones del régimen precedente en lugar de reproducirlos ordenadamente en el nuevo? ¿no parece un modo aparentemente torpe de perpetuar (por vía negativa, pero perpetuar al fin) determinadas facetas del sistema antiguo, ese del que han huido durante decenios? ¿no encajaría mucho mejor con el estilo de la casa (y con el sentido común) reescribir en el nuevo lo que hiciera falta para olvidarse ya para siempre del odiado antiguo sistema?. Coño: se pasan treinta años empeñados en matar el viejo texto, y cuando llega la ocasión se remiten expresamente a él para que siempre haya que conservarlo…. ¿raro, no?.

Es muy posible que por ahí vayan los tiros. Tiros que llevarían al extremo la fidelidad formal a lo que nuestropadre esculpió, tiros que harían honor al carácter “perpetuo e inmutable” de las viejas constituciones con ese señorío estilístico que tanto dominan…. y que adicionalmente les evitaría el mal trago de hacer públicas muchas de sus normas y costumbres, ya que al constituirse en parte integrante de la estructura de la Administración de la Iglesia (como la Dirección General de Seguridad lo es del Estado Español, por ejemplo) no se pueden andar con tantos secreteos como antes, cuando solamente eran una agrupación privada (la Asociación de Coleccionistas de Unicornios, por ejemplo) y se podían permitir una agradable discreción.

Conociendo el paño, no me extrañaría que la realidad de fondo acabe siendo la siguiente: que los nuevos Estatutos se limitan a reconstruir partes estructurales y esenciales de los antiguos, pero que en absoluto los derogan por completo. O sea, que en verdad en verdad ocultan –sin mentir técnicamente, sólo resaltando las palabras adecuadas con su acreditado gracejo malabar- que siguen en vigor muchas de las disposiciones concretas de los años cincuenta: se mantienen los mismos derechos y obligaciones que tenían en el régimen jurídico precedente mientras el nuevo no establezca otra cosa expresamente.

Por ejemplo, no veo en el nuevo Estatuto una regulación detallada de, verbigracia, la salida y dimisión de los miembros; luego hay que pensar que: o bien al no haberse establecido otra cosa expresamente sigue vigente para eso el Estatuto anterior; o bien han renunciado a regularlo, hipótesis ésta –la de la continencia normativa- sencillamente inverosímil . Y así en un montón de aspectos muy concretos.

Esta necia tesis explicaría, además, la insólita y sorprendente parquedad cuantitativa de este nuevo Estatuto. Con lo pesaditos que son siempre para lo concreto, para la híper-regulación, para los detalles, para las cosas pequeñas…. qué raro que renuncien a escribir y blindar y dejar atadas y bien atadas tantísimas facetas de su vida, de su estilo y de su espíritu.

¿No resulta profundamente sorprendente que se empleen aproximadamente 22.000 palabras en el actual Estatuto de la Prelatura, cuando el anterior contaba con unas 45.000? ¿será que en realidad muchas de las anteriores continúan vigentes? ¿será que esa circunstancia se está ocultando (sin mentir, of course, solamente bordeándola, ni si ni no sino todo lo contrario, marca de la casa: sabia mezcla de artera pillería y formalísima legalidad) para evitar dimes y diretes, para economizar explicaciones difíciles? ¿será que esa frase (aparentemente dirigida a regular el tránsito de la situación de los socios) tiene un alcance mucho mayor y se extiende a la totalidad del régimen jurídico precedente en lo que no se derogue expresamente por el nuevo? ¿Será?

Pues no estoy seguro, pero tiene toda la pinta.

Como el otro asunto, el de si los laicos antes mandaban y ahora no, que si ahora mandan oficialmente los curas porque además los laicos no son de la Prelatura sino simples colaboradores. Pues no lo veo yo tan claro.

Por una parte, no olvidemos estas contundentes palabras de los estatutos viejos de hace cuarenta años, esos tan seculares en los que los laicos eran los protagonistas del asunto: La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz con el espíritu que le es propio vivifica al Opus Dei en su totalidad y lo informa de tal modo que lo hace clerical en el sentido de que las principales funciones de la dirección se reservan en general a sacerdotes. De esta normativa tan poco laica venían, o sea que si en lo mismo siguen habrá que reconocerles que al menos en eso no han cambiado oficialmente.

En contra de lo cual, sin embargo, le estoy dando vueltas a un recuerdo que, vista la capacidad de apañar las palabras, bien podría tener relación con la situación jurídica de los laicos, con el cum proprio populo y esas cosas: al “salir” la Intención Especial (1.982-83, según creo recordar) nos indicaron que ya no teníamos que decir que somos Socios del Opus Dei, sino Miembros del Opus Dei; pero después, en un momento que soy incapaz de ubicar entre los años 1.983 y 88, dejamos de decir que éramos “Miembros” y empezamos a decir que éramos Fieles de la Prelatura. El alcance de ese cambio terminológico tiene que ser importante, porque en lo que atañe a la “mentalidad jurídica” y a la comunicación exterior no se daba puntada sin hilo. La orden de dejar de llamarse “miembros” (recuerdo las obvias bromas masculinas al respecto por las que fui debida y fraternalmente corregido) para pasar a llamarse “fieles”…. pudo no ser una simple cuestión de estilo: al fin y al cabo, yo soy fiel de mi parroquia, de la que el Padre Cojoncio es miembro…. supongo.

En fin, que es un lío. Pero que no se puede afrontar un tema tan importante para ellos con demasiada buena fe o ingenuidad, ya que tienen demostrado que en lo tocante a palabras son capaces de confundir al más pintao. Y que por otra parte, y parcialmente por idéntico motivo, es poco menos que imposible que no hayan quedado plenamente satisfechos con el nuevo “traje jurídico” a la vista de sus numerosísimas explosiones de gozo al respecto y del trabajo que se toman en explicarlo, documentarlo, jurisprudenciarlo y amachamartillarlo.

A no ser, claro, que en esas efusiones de gozo prelaturístico hayan introducido términos que dentro de unos decenios puedan convenientemente reinterpretarse de un modo diferente al que hoy es obvio….

…. O no.

O vaya usted a saber.

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