MIS
ÚLTIMOS MESES EN LA OPUS
KAREL, 6 de mayo de 2005
Me sorprende la poca claridad con la que recuerdo aquella
época; quiero decir que he olvidado muchos detalles.
En julio yo ya estaba completamente colado por la que luego
sería mi mujer y entonces era sólo una compañera
de trabajo. Ya en aquella época le acompañaba
bastantes días a su casa, al concluir el trabajo, antes
de tomar rumbo al centro. No sé cómo en ese
momento no me cambiaron ya de ciudad, porque yo lo contaba
en la charla. Bueno, no todo, porque creo que por entonces
hablaba de que tenía "problemas de corazón",
cuando en realidad iba cuesta abajo en el monopatín
del enamoramiento total. Y digo total porque estaba enamorado
como un adolescente: no en vano, era mi primer amor (que uno
pitó a los 14 y medio, oiga).
En agosto me fui de curso anual, cuando lo razonable es que
me hubiesen recluido en un sótano, digo yo. Pero me
fui a Galicia. No iba en mal plan: al contrario, el tipo que
allí me había tocado para hacer la charla se
iba a incorporar tarde, porque estaba en un campo de trabajo.
Así, pedí al director del curso anual que llevase
él mi charla, porque no podía esperar más
para "abrir el corazón", a pesar de que preveía
lo que se me venía encima.
El pobre se quedó ojoplástico cuando le conté
que el último día de curro, al despedirme de
ella en la puerta de su casa, no había podido evitar
abrazarla. Y volví al centro con el "cuerpo engallado",
pero no de sentirme hijo de Dios, como en el punto de Camino,
sino el tío más jodidamente feliz del jodido
mundo.
El pobre hombre, que vivía en una ciudad que tan pequeña
inexplicablemente tenía centro en lugar de apeadero,
había ido al curso anual a descansar, pero se encontró
con un numerario con pie y medio fuera de la Obra, como solía
decirse, y me metió un régimen completo de oración
al hilo de meditaciones de nuestro Padre, pero de las de 'pata
negra'. No recuerdo el nombre de ese volumen de meditaciones,
pero incluía algunas de las predicadas en los años
cuarenta y tal, que eran especialmente valoradas al estar
dirigidas a los primeros de Casa.
Las charlas fraternas eran como un combate de esgrima, porque
el hombre no me veía avanzar de semana en semana. En
la última charla hice algo sin precedentes en mis 15
añitos de numerario: mentí deliberadamente.
Le dije que se me había pasado el yu-yu, que me había
dado cuenta de en qué jardín me estaba metiendo,
que estaba dispuesto a cambiar de ciudad si hacía falta,
que en cuanto llegase a Madrid iba a quemar Troya y todos
mis desmanes del pasado... Al fin y al cabo, él no
podía hacer nada por arreglar el asunto y quise darle
una semana final sin preocupaciones.
Cuando llegué a Madrid, en lugar de quemar el pasado
ocurrió que la hoguera se avivó. La víspera
de mi regreso falleció la mujer de mi futura esposa.
Velatorio apoyannnnnnnnnndo y encomendannnnnnnnndo, entierro
cruzando miraditas (yo) con su novio (que ya se olía
el pastel y al que yo lanzaba la mirada láser de "como
no la cuides te arranco los hígados", combinada
con la sonrisa malévola de "te quedan dos telediarios
como novio de Marta"), misa de funeral, visitas de cuénnnnnnnnnnnnnntame
que yo te consuelo... Puuuuuuuuuuuufff! Antes de que acabar
septiembre la besé por primera vez, aunque no precisamente
una sola vez.
Entonces me llamaron de la Delegación y ahí
empezó la auténtica fiesta. El vocal de San
Miguel era un crack, llegado de Valencia a Madrid por sus,
supongo, méritos en el tratamiento de situaciones difíciles.
Nunca había hablado con alguien que intercalase mi
nombre cada cuatro palabras: "¿Cómo estás,
Carlos? Quiero que sepas, Caaarlos, que la Obra tiene una
confianza enorme en ti; y que la Obra cuenta, Carlos, con
toda la farmacopea, Carlos. ¿No querrás defraudar
al Señor, verdad, Caarlos?" Su timbre era como
un siseo: lo más parecido a Ka, la boa constrictor
de 'El libro de la selva' de Disney ("Confía en
míííííí...").
Me metió un repaso que se me empañaron los ojos:
la contrición me subía a borbotones por el gaznate...
Le juré que iba a cambiar, le dije que -si el quería-
al día siguiente dejaba el curro. Contestó que
no lo veía necesario: le sobraba "mi buena disposición,
Caaaaaaaaarlos". (Nunca he sabido si una decisión
tan sorprendente -desde luego el cambio de trabajo habría
sido bastante efectivo para evitar futuras aventuras- se debió
a que la Opus adora tener a gente en los medios de comunicación,
cual era mi caso de mí).
Pero el tipo cometió un error -si se puede llamar
así- en el que no reparé instantáneamente,
pues la contrición me oprimía no sólo
el corazón, sino el cerebro. En esa conversación
dijo: "Yo te aseguro, Caaaaaarlos, y te lo aseguro en
nombre de la Virgen -que nos contempla desde ese cuadro- y
del Padre, que tienes vocación de numerario".
En cuanto salí de la Dele, me pregunté: "¿Cómo
puede este tío estar tan seguro de una cosa que yo
dudo desde hace años? Y, sobre todo, ¿de dónde
sacará el valor para erigirse en portavoz de la Virgen?".
En el centro la cosa no estaba fácil, pues el director
era un recién licenciado con más voluntad que
experiencia, con lo que su única opción era
tirar del recetario de frases hechas. Él no conseguía
orientarme y yo sí lograba torearle bastante fácilmente,
de modo que recurrí a otro numerario de mi edad que
me conocía bien, muy bien: de hecho había sido
también director de mi centro. Le conté toda
la movida y, casi para mi sorpresa, le pareció todo
estupendo. Sólo me aconsejó que me fuese tres
días a Molinoviejo, solo, a rezar como un descosido;
y que luego decidiese si me iba o me quedaba.
Lo del retiro individual en Molinoviejo fue extraordinariamente
acogido por el centro y la Delegación. Y allí
que me fui, a la casa vieja. Pero a la vieja de verdad. La
habitación me imponía a borbotones: era enorme
y vete tú a saber si entre esas mismas sábanas
habían dormido Tía Carmen o don Laureano López
Rodó en persona. Pero, afortundamente, salvo el tiempo
de las comidas -acompañado de un cura que moraba allí
y algún que otro visitante- el resto lo pasaba rezando
por el jardín o en el oratorio ese de forma alargada,
que hasta los bancos parecen hablar (con citas de nuestro
Padre, por supuesto). No obstante, conseguí abstraerme
y fijarme sólo en el sagrario: y allí que estaba
yo, rezando y rezando. Recé mogollón de horas
y mogollón de cómodo: ora de lo más relajado,
ora con mociones de lo más intenso, ora que te ora...
Y después de tres días salí reconfortado
por dentro y convencido de que debía marcharme de la
Opus.
Para mi sorpresa, el resultado no convenció en el
centro ni en la Dele. Que si hacemos una romería y
seguimos hablando del tema; que por qué no te vas a
una convivencia de directores pero a hacer tu plan y seguir
rezándolo; que si mejor esperas a Navidad y haces el
curso de retiro para seguir rezándolo... Total, que
el plan correcto no era ponderar el asunto en la presencia
de Dios, sino ponderarlo hasta que llegase a la conclusión
de que me había equivocado: lagarto, lagarto...
Entretanto yo seguía con el plan de despedir a mi
ya novia al salir del trabajo, lo que me hacía llegar
notoriamente tarde al centro. Asín que el director
se plantó: "Mira, macho, la gente está
escandalizada y sabe más o menos lo que está
pasando; no llegas a las tertulias y cuando llegas estás
ausente; o empiezas a vivir la vida de familia como se debe
o te marchas a casa de tu hermana". Como yo gozaba entonces
de la paz de quien ha tomado una decisión, hacer un
pequeño sacrificio y colaborar me pareció lo
más sensato: no sólo iba a las tertulias, sino
que participaba y me reía. Guay. Incluso ponía
cara de interés en los círculos breves, aun
consciente de que los temas iban ya muy poco conmigo...
El récord del interés lo batí el día
que vino el susodicho vocal de San Miguel a contarnos los
mil y un detalles intrascendentes de la tarde que el Padre
había pasado en la Delegación con motivo de
una escala en Madrid: "El Padre llegó al centro,
saludó en el oratorio -me llamó la atención
la genuflexión pausada que hizo-; quiso saludar a nuestras
hermanas lo primero -les habló de que tenían
que ser muy fieles- y luego pasó a merendar. El Padre
merendó dos galletas María y un vaso de leche
-se le notaba el esfuerzo por ofrecer alguna pequeña
mortificación como nos enseñó nuestro
amadísimo Fundador- y luego subió a la sala
de estar para una pequeña tertulia. De camino se fijó
en que la foto de Andrés, un numerario que falleció
en un campo de trabajo hace dos años, destacaba poco
en la rinconera y nos sugirió subirla una balda más
arriba para que nos sirviese de despertador de la presencia
de Dios y nos acogiésemos a su intercesión...".
En fin, una de esas tertulias con chicha en la que me tuve
que hacer violencia física para dejar de contar las
pelotillas de la moqueta...
Los esfuerzos por impulsar la vida de familia no surtieron
el efecto que el director esperaba, sino el contrario. Un
día me llamó y me dijo: "Tío, lo
estás haciendo tan bien que la gente se cree que estás
remontando el vuelo... con lo que les vamos a crear una decepción
del patín. Tienes dos días para arreglar la
mudanza a casa de tu hermana".
La última noche en el centro me tocó escribir
la carta al Padre pidiendo la dispensa. Lo hice en el oratorio,
después del examen de la noche. Tal y como me habían
indicado, le di las gracias y omití detalles innecesarios
sobre las causas de mi infidelidad, aunque no el grueso del
asunto. Al menos sí le dije que ahora sabía
-el Padre- por qué en los últimos cinco años
no había recibido ninguna carta mía: porque
no estaba dispuesto a engañarle sobre el mar de fondo
-más bien turbulento- con un escrito lleno de buenas
disposiciones y anécdotas apostólicas de salón.
Me quedé redondo de felicidad. Era el 12 de diciembre
de 1999. Al día siguiente me fui del centro con la
habitual (e impuesta) discreción. La dispensa tardó
en llegar cuatro meses. Un lío, oye, porque yo ya vivía
como un novio pero seguía siendo numerario. Como encima
no podía lavar la ropa sucia fuera de Casa, me confesaba
en una iglesia con curas de la Obra, que a veces me decían
cosas de lo más pintoresco: "No te preocupes por
lo de los besos, pero lo de ir al cine es una falta de pobreza".
Yo me quedaba tan ojosplástico que pasaba de preguntar
si había oído bien...
En octubre me casé y uno de mis ya exhermanos me hizo
el favor de mi vida: orientarme sobre cómo aprovechar
el viaje de novios a Roma para conseguir una audiencia con
el Papa. La audiencia fue con otras cuantas decenas de recién
casados y con Juan Pablo II estuvimos, personalmente, 30 segundos,
pero que contaban como una eternidad. "Santo Padre, rece
que para Dios nos dé hijos", le dije. Cuando el
Papa -cuatro años y medio después de que su
mirada me taladrase y acogiese como sólo puede hacerlo
el representante de Cristo en la tierra- falleció estoy
esperando el tercero. Mola.
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